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BÚSQUEDA DEL AMADO EN LA NOCHE: 3,1-5


a) Del Aleluya al Maranathá

Después de la declaración de pertenencia mutua entre el Amado y la amada del capítulo anterior, éste se abre con la ausencia del Amado. El Amado ha desaparecido y la amada se encuentra con la soledad inquieta del alma. La noche se hace larga, casi infinita, dando vueltas y vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. A derecha e izquierda alarga sus manos sin encontrar al Amado: En mi lecho, por las noches, busqué al amor de mi vida; le busqué y no le hallé.

El esposo, como hombre, no siempre está en casa ni sentado junto a la esposa, que sí permanece dentro de casa. Él sale con frecuencia, y ella le desea y busca; y él vuelve a ella. Por eso, el esposo unas veces es buscado como ausente y otras habla con la esposa como presente. Por su parte, la esposa, aunque le haya visto en la cámara del tesoro, pide que la introduzca en la bodega del vino. Pero ocurre que, una vez que ha entrado y ha visto al esposo, él no permanece en casa, y entonces ella, atormentada de nuevo por su amor, sale fuera y se pone a dar vueltas, yendo y viniendo alrededor de la casa, entrando y saliendo, mirando por todas partes para ver cuándo regresa a ella el esposo. La Iglesia, o el cristiano, viven su relación con Cristo, recibiendo en sí al que en el principio estaba junto a Dios (1Jn 1,1), que la visita y la deja, para que así ella le desee aún más. Pues el Señor se deja encontrar de los que le desean y le buscan. El esposo se para tras las celosías de la ventana, sin manifestarse abiertamente y por completo, incitando de este modo a la esposa a no quedarse dentro sentada y perezosa, sino a salir fuera e intentar verle, no ya a través de las ventanas y celosías, ni por medio de un espejo y por enigmas, sino saliendo fuera y estando cara a cara con él (1Cor 13,12).

Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la muerte en su resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera impaciente por la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! (Ap 22,17). La Iglesia, en su peregrinación, vive la tensión entre el Aleluya, por la salvación ya cumplida en Cristo, y el Maranathá, anhelante de la manifestación de su Señor en la gloria de su retorno. Ahora ya vemos al Señor entre nosotros, pero le "vemos como en un espejo" y anhelamos que se rompa el espejo para "verle cara a cara" (1Cor 13,12). Ahora "ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,1-2).

En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padrea El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para testimoniarnos que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con ÉL para ser también con Él glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza (Rom 8,14-24).

Con Cristo se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la salvación: la plenitud de los tiempos. En Cristo, el hombre y la creación entera encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su bautismo, no vive ya en la "carne", sino bajo el Espíritu de Cristo (Rom 7,1-6). Con Cristo —con su amén al Padre— toda la humanidad ha sido definitivamente integrada en la aceptación de la voluntad del Padre. Esta realidad ya no podrá ser arrancada jamás de la historia humana. La Iglesia, en su fase actual, es sacramento de salvación, encarna la salvación de Cristo, que se derrama de ella sobre toda la humanidad y sobre toda la creación. Pero aún la Iglesia, y con ella la humanidad y la creación, espera la manifestación de la gloria de los hijos de Dios en el final de los tiempos.

El "hombre nuevo" y la "nueva creación", inaugurada en el misterio pascual de Cristo, cantan el aleluya, pero viven los dolores del parto y gritan Maranathá, anhelando la consumación de la "nueva humanidad" en la resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de la gloria. La Iglesia se siente Reino de Dios solamente en su fase germinal. Por eso tiende a la consumación gloriosa de este Reino, anunciándolo y estableciéndolo entre los hombres. La Iglesia pertenece a la etapa de la historia abierta por la Pascua y orientada a la consumación de todas las cosas en la gloria de la Parusía. Su tiempo es tiempo de camino hacia la plenitud. Tiempo del Espíritu, que la impulsa a actuar la salvación en el mundo. El Espíritu Santo, que habita en ella, le comunica la vida de Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero siempre dentro del dinamismo de la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida. Por ello vive en posesión radical de las realidades futuras y en esperanza de su posesión definitiva. Ésta es su tensión, nuestra tensión: gozar y cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello que seremos, a lo que estamos destinados: "Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos peregrinando lejos del Señor" (2Cor 5,6) y, aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Fil 1,23).


b) La noche oscura

La vida cristiana es la búsqueda continua de Dios por parte del hombre, pues Dios mismo comenzó por buscar al hombre. El Cantar es el texto privilegiado de los que "buscan el rostro de Dios". Es el canto de la vida cristiana, comprendida como vida inmersa en el misterio del amor de Dios, conducida bajo la guía de Dios, en la intimidad inefable de su presencia. Es el canto que mejor responde al deseo del alma de "estar unida al Verbo de Dios y de penetrar en los misterios de su sabiduría y de su ciencia como en la alcoba de su esposo celestial" (Orígenes). El hombre cautivado por Dios halla en el Cantar la descripción de sus delicias en el Señor (Sal 36).

Ahora bien, antes de llegar a esta unión, "los israelitas vivirán muchos días sin rey y sin príncipe, sin sacrificios ni estelas, sin imágenes ni amuletos. Después volverán a buscar al Señor, su Dios; con temor volverán al Señor" (Os 3,4). Es la noche oscura, en que la amada, dando vueltas en su corazón a los memoriales del Amado, espera en vela que él vuelva a mostrarle su rostro. En su interior resuena la voz del Amado: "¡Despierta, despierta! ¡Revístete de fortaleza, Sión!" (Is 52,1). Por ello deja el lecho del sueño y corre en busca del amor de su alma. Perdiéndose a sí misma, encontrará la vida. Corriendo por las calles de Jerusalén, la ciudad de Dios, encontrará al Amado, "pues él habita en medio de ella" (Sal 46,5s).

El Señor oculta su rostro a la amada "para que vuelva a buscar a Yahveh, su Dios" (Os 3,5). Con su ocultamiento suscita la conversión: "Volveré a mi lugar, hasta que se reconozcan culpables y me busquen; en su angustia, me desearán ardiente mente" (Os 5,15). "Yo conozco a Efraím, e Israel no se me oculta. Sí, tú, Efraím, has fornicado, e Israel está contaminado. No les permiten sus obras volver a su Dios, pues hay dentro de ellos un espíritu de prostitución y no conocen a Dios. El orgullo de Israel testifica contra él; Israel y Efraím tropiezan por sus culpas y también Judá tropieza con ellos. Con ovejas y vacas irán en busca del Señor, sin encontrarlo, pues se ha apartado de ellos" (Os 5,3-6). El Señor, en aquellos días, "enviará hambre al país: no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios. Irán errantes de oriente a poniente, vagando de norte a sur, buscando la palabra de Dios, y no la encontrarán" (Am 8,1 1 s) .

En la noche Israel brama como brama el mar, pues la luz se ha oscurecido, envolviendo la tierra en densas tinieblas (Is 5,30). Es la noche de la prueba, de la tentación, del exilio. Es la noche que Adán vio caer con terror sobre el mundo en la tarde del sexto día. Es la noche en que el alma ansía al Señor (Is 26,9) y pregunta a los profetas, vigías del Señor: "Centinela, ¿qué hay de la noche?, ¿qué hay de la noche?" (Is 21,11). Y el profeta le responde: ¡Animo! La noche no ha pasado aún. Pero ya se oyen en el horizonte los pasos del que viene. "El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz potente; habitaban en tierra de sombras y una luz ha brillado para ellos" (Is 9,1). Cuando él llegue, dirá a los cautivos: "Salid", y a los que están en tinieblas: "venid a la luz" (Is 49,9). Entonces el Señor gritará: "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora" (Is 60,1-3; Sal 112,4).

Filón de Carpasia dice: Cuando, entorpecidos por el pecado, dormimos y damos vueltas en la cama, si buscamos al Amado, no lo hallaremos, a no ser que lo busquemos como nos dice el profeta: "Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano. Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahveh, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios, que será grande en perdonar" (Is 56,6-7). El Señor, fiel a su alianza con el pueblo, oculta su rostro sólo para suscitar el verdadero amor en el corazón de la amada: "Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo conozco mis designios sobre vosotros, designios de paz, no de desgracia, de daros un porvenir de esperanza. Me invocaréis, vendréis a implorarme y yo os escucharé; me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón. Me dejaré encontrar de vosotros y cambiaré vuestra suerte" (Jr 29,11-14).

Desde el anuncio del amor, que llena el corazón de alegría, hasta la alianza definitiva, desde los esponsales hasta el matrimonio, hay un largo camino por recorrer, con sus riesgos, crisis y noches oscuras de purificación. Dios, en su amor, desciende hasta el hombre, hasta el pecado donde el hombre se encuentra, hasta la alcoba donde "en pecado le concibió su madre" (Sal 51,7). Y desde allí, con pedagogía divina, lo lleva a despojarse del hombre viejo para conducirlo a su reino, a la casa del Padre. Para gozar del beso de su boca, dice san Bernardo, es necesario postrarse antes a sus pies, sin atreverse a levantar los ojos al cielo (Lc 18,13); y, postrado, besar los pies del Señor, bañarlos con las lágrimas y enjugarlos con los cabellos, para oír su voz: "Tus pecados te son perdonados" (Lc 7,36ss), "levántate y no peques más" (1Jn 8,10;5,14).

c) Busqué al amor de mi alma

En mi lecho, por las noches, he buscado, al amor de mi vida; le busqué y no le hallé. Cuando Israel vio que se había alzado de sobre ellos la nube de la gloria (Ez 9,3; 11,22-23), —que durante cuarenta días se había posado sobre el Sinaí (Ex 24,15ss) y, luego, había llenado la Tienda (Ex 40,34-35) y, más tarde, el Templo (1 Re 8,10-11)—, todo les pareció tenebroso como la noche; entonces se pusieron a buscarla y no la hallaron. La Asamblea de Israel oró ante Dios: Señor, en el pasado nos iluminabas entre una noche y otra noche: entre la noche de Egipto y la noche de Babilonia, entre la de Babilonia y la de Persia, entre la de Persia y la de Grecia, entre la de Grecia y la de Roma, pero ahora, que me he dormido, se me junta una noche con otra; me hallo a oscuras "en mi lecho por las noches". Israel, al retorno a Palestina, no goza de los bienes de Dios, que ha vuelto con ellos del exilio. Aunque se halla en la tierra santa, está aún en la noche, en el tiempo de la incertidumbre y del sufrimiento. En su angustia busca a Dios en Jerusalén, la ciudad santa, elegida por Dios como su morada desde los tiempos antiguos, pero él oculta su rostro (Is 58,59; 60,62; 63,15-64,12; 66,1). Desea que la amada salga de sí y corra tras él.

Apenas se da el encuentro, de inmediato surge la separación, dejando en el alma la duda: ¿Ha sido real la presencia del Amado o he abrazado a un fantasma? Los encuentros de los apóstoles con el Resucitado dejan en ellos esta duda (Mt 28,17): "Cuando él se presentó en medio de ellos, les dijo: La paz con vosotros. Sobresalta dos y asustados creían ver un espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo" (Lc 24,36ss). Sor Juana Inés de la Cruz expresa estos sentimientos en una bella poesía:

Detente, sombra de mi amor esquivo
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
¡Y qué trajín, ir, venir,
con el amor en volandas,
de los cuerpos a las sombras,
de lo imposible a los labios,
sin parar, sin saber nunca
si es alma de carne o sombra
de cuerpo lo que besamos,
si es algo!¡Temblando
de dar cariño a la nada!
¿Serás, amor,
un largo adiós que no se acaba?

La decepción de la búsqueda infructuosa, en lugar de apagar el deseo ardiente de la esposa, lo enciende aún más. Lo busca en la cama y no lo encuentra. Pero, como dice Fray Luis de León, "no pierde la esperanza el amor, aunque no halle nuevas de lo que busca y desea, antes entonces se enciende más... Porque es así siempre, que al amor sólo el amor le halla y le entiende". Se alza y recorre en su búsqueda las calles y plazas de la ciudad y tampoco lo halla. El encuentro con el Amado no es nunca fruto del afán del hombre. Es él, cuando quiere y como quiere, quien va al encuentro de la amada. No es el hombre quien sube hasta Dios. Es él quien desciende hasta el hombre. La fe es don gratuito de su amor. "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas" (Sal 127,1).


d)
Me encontraron los centinelas

Me encontraron los centinelas, que hacen la ronda en la ciudad: ¿Habéis visto al amor de mi vida? La esposa ni se presenta, ni pide excusas por andar en la noche por las calles de la ciudad. Se deja llevar por el impulso del amor que la embarga, como si aquellos a quienes pregunta por su Amado supieran de quién se trata. Ella busca y no encuentra, pero es encontrada. En su búsqueda es ella quien está perdida, no el Amado. Cuando un hombre pierde su camino, no es el camino quien se ha perdido; el camino sigue en su sitio; es el hombre quien se halla perdido y quien debe ser encontrado. Por ello, cuando el hombre pierde el Camino, se siente desorientado, desesperado, sin vida. Entonces se opera la maravilla: el Camino se desplaza y se acerca con bondad al encuentro del hombre perdido y lo salva. Igualmente, cuando un hombre se queda ciego, pierde la luz, no porque la luz desaparezca; ella sigue alumbrando como siempre. Es el ciego quien camina a tientas cuando pierde la Luz. Y de nuevo ocurre el milagro: La Luz eterna y viva parte en busca del ciego, le abre los ojos y se deja ver por él. Y, cuando el hombre pierde la Vida divina, es la misma Vida la que baja en busca del hombre muerto hasta que le encuentra y le devuelve la vida. La amada corre en busca del Amado, que ha perdido, y no lo encuentra hasta que él la encuentra. La encuentra en el dolor, en la angustia o en la desesperación, como Job vio cara a cara a Dios en medio de la tempestad (Job 42,5).

El Amado encuentra a la amada, en primer lugar, mediante "los guardianes que ha apostado sobre los muros de Jerusalén" para vigilar y custodiar su ciudad santa. Ellos "no callan ni de día ni de noche" (Is 62,6); profetas del Señor, su voz es siempre viva y gozosa, tiene la misión de "anunciar a la hija de Sión que viene su salvación" (Is 62,11). El Amado siempre envía delante de él a su precursor: "Mira, envío a mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar el camino. Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1,1-3). El mensajero no es el salvador; él siempre repite: "Detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar la correa de su sandalia. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (1Jn 1,27ss).

Juan Bautista es la palabra del Adviento. ¡Ha visto y confesado al Mesías y se encuentra en la cárcel! En la prueba del absurdo, no es una caña que quiebra el viento. Cree a pesar de todo, espera contra toda esperanza. Es el mensajero, que prepara a Dios el camino en su propia vida; prepara el camino a un Dios que tarda en manifestarse, que no tiene prisa, aunque él esté a punto de perecer. Su corazón está en apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a angustia de parto: "¿Eres tú el que ha de venir?" (Lc 7,19). Pero es una pregunta dirigida a Dios, al Cordero de Dios que ha conocido y confesado. En un corazón orante queda siempre fe, aunque se encuentre en prisión. En la prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia flaqueza, de la propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a la Parusía, espera contra toda esperanza, enviando mensajeros de su fe y oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la respuesta: "He aquí que vengo presto" (Ap 22,20); "bienaventurado el que no se escandalice de mí" (Lc 7,23).

"Cuando los apóstoles y sus sucesores y cooperadores son enviados para anunciar a los hombres al Salvador del mundo, se apoyan sobre el poder de Dios, que manifiesta la fuerza del evangelio en la debilidad de sus testigos" (GS 76) La fragilidad del vaso de barro está siempre amenazada de quebrarse, de escandalizarse de su propia debilidad, de la precariedad de su fe y de la fragilidad de su vida. "¿Qué haces tú ahí, si no eres el Mesías esperado?" (Lc 1,25). El hombre tiene sed de Dios, espera en Él, espera que pronto instaure su reino, que la verdad radiante aparezca y con su resplandor queme toda duda del espíritu. Y he aquí que sólo vienen precursores, heraldos de la verdad de Dios en palabras tan humanas que con frecuencia la oscurecen; como mensajeros de Dios sólo vienen hombres con todos los defectos de los hombres; o sólo se dan acciones simbólicas, sacramentales. Mensajeros y signos confiesan una y otra vez: "Yo no soy"; pero detrás de mí, oculto en las palabras y en los signos" está el Salvador. En la liturgia cristiana, lugar privilegiado del encuentro entre Dios y el hombre, Dios desciende hacia el hombre y el hombre sube hasta Dios bajo el velo de los signos.

Ante la propia pobreza, la debilidad de los mensajeros y la insignificancia de la palabra y los signos, el hombre, en su impaciencia, es tentado a creer que puede hallar a Dios fuera de los hombres, de las palabras y signos de la Iglesia: en la naturaleza, en la infinidad del propio corazón, en la política que quiere erigir ya de una vez para siempre el Reino de Dios sin Dios sobre la tierra... Pero esta huida sólo puede llevar al desierto del propio corazón vacío, donde moran los demonios y no Dios; al desierto de la naturaleza ciega y cruel, que sólo es benéfica como creación de Dios en la alegría del reposo dominical; al árido desierto del mundo en que las aguas de los ideales se escurren tanto más cuanto más se penetra en él; al desierto desolador de una política, que en lugar del reino de Dios, instaura la tiranía de la violencia.

La Iglesia, con Juan Bautista, confiesa "Yo no soy"; el Reino glorioso de Dios está aún por venir. Pero, aunque esta voz suene con todos los ecos humanos, no debe desoírse. No puede dejarse de lado al mensajero porque "no es digno de desatar las sandalias del Señor", a quien precede. La Iglesia, no puede menos de decir: "No soy yo", pero tampoco puede dejar de decir: "Preparad el camino al Señor que viene". Y entonces, escuchada esta pobre palabra, Dios viene ya. Los fariseos, que no escucharon al precursor del Mesías, porque él no era el Mesías, tampoco reconocieron al Mesías.


e) La alcoba de la que me concibió

La escena se cierra con el mismo estribillo del primer encuentro, después de la búsqueda por el desierto (2,7). Nada debe perturbar la paz recuperada con el encuentro del esposo. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca.

Tan inesperada como había sido la desaparición es ahora la nueva aparición del Amado, que termina "en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió". Allí el esposo puede decirle al oído y al corazón: "Ya no te llamarán la abandonada ni a tu tierra la devastada. Se te llamará la preferida y a tu tierra la desposada. Como un joven desposa a una joven, así te desposará a ti el que te creó. El gozo que siente el novio por la novia lo sentirá por ti tu Dios" (Is 62,4s). El estribillo del Cantar invita a no despertar al amor antes de la hora. El despertar, signo del tiempo escatológico, no puede venir más que a su debida hora, en el tiempo señalado por el Padre, en la hora de la verdadera conversión del corazón.

Hasta entonces, Dios se deja encontrar y abrazar, pero no se deja aferrar o poseer. Está siempre en pascua, de paso. Con su huida invita a la esposa a salir de sí y a buscarlo en la ciudad, en las plazas, en las calles, es decir, en la historia, en medio de los acontecimientos. Ahí es dónde ella tiene que preguntar: ¿Habéis visto al amor de mi vida? Los ojos de la fe descubren la presencia del Amado en los hechos de la vida, en medio de la noche, aunque haya que esperar al alba, a que la noche haya pasado: Apenas los había pasado, encontré al amor de mi vida. Lo agarré y ya no lo soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió. Al Amado se le abraza, abrazando la cruz de cada día, para no perderle más. La Liturgia de las horas "consagra el curso entero del día y de la noche con ese admirable canto de alabanza, que es en verdad la voz de la misma esposa que habla al esposo" (sc 84).

Él está detrás de los centinelas. Para encontrar "al amor de mi vida" es necesario acercarse a sus mensajeros, escucharles y luego pasar adelante, siguiendo sus indicaciones: detrás de mí está él. Él viene con ellos, detrás de ellos. El centinela aguarda la aurora y anuncia a los demás el sol que viene de lo alto: "Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos, anunciado la Luz que viene de lo alto a iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,76ss). Cuando parece que no hay esperanza, la gran sorpresa: "Encontré al amor de mi alma". "Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora; más que el centinela la aurora, aguarde Israel al Señor, porque con él viene el amor" (Sal 130,5ss). La amada, sin palabras, abraza fuertemente contra su pecho el tesoro de su vida, abandonándose a su amor: "No lo soltaré más".

En la mañana de Pascua, con encendido deseo, María Magdalena busca al amor de su alma: "El primer día de la semana, al amanecer, cuando aún estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio la losa quitada. Fue corriendo a donde estaba Simón Pedro con el discípulo amado de Jesús... Pedro y el discípulo salieron para el sepulcro... Fuera, junto al sepulcro, estaba María llorando. Se asomó al sepulcro sin dejar de llorar y vio dos ángeles vestidos de blanco... Le preguntaron: ¿Por qué lloras, mujer? Les contestó: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: ¿Mujer, por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dice: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré. Jesús le dice: María. Ella se vuelve y le dice: Rabbuní —Maestro--. Dícele Jesús: No me toques, que todavía no he subido al Padre" (1Jn 20,1-18).

El único deseo de la amada es llevarlo a la casa de su madre. La praxis normal establecía que fuera el hombre quien, acompañado del cortejo de amigos, condujera en procesión a la novia desde la casa paterna, donde ella lo esperaba con su cortejo de doncellas, a su propia casa, para introducirla en la alcoba de su madre (Gn 24,67). Pero "al principio" no fue así. Cuando Dios condujo a Eva ante Adán, éste exclamó: "¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Por eso el hombre abandona a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne" (Gn 2,22ss). La amada abraza a su Amado y lo conduce a casa de su madre y allí él la abraza; a ella sólo le toca abandonarse en brazos del Amado: "Su izquierda bajo mi cabeza, y su derecha me abraza".