8

AUSENCIA Y BÚSQUEDA DEL AMADO: 5,2-8

 

a) Mientras dormía, m i corazón velaba

Tras la plenitud de gozo en el encuentro del huerto, vuelve la noche y la separación. Mientras peregrinamos por este mundo, el amor se vive en tensión entre la presencia y la ausencia, el encuentro y la búsqueda, gozando de las primicias del Espíritu y esperando la visión eterna cara a cara, sin que la noche siga al día (Ap 21,25; 22,5). Ahora, con la embriaguez llega el sueño: Yo dormía, dice la esposa después del banquete con el Esposo y los amigos. No es un sueño común, se trata de un sueño particular. En el sueño normal, quien duerme no está despierto y quien está despierto no duerme. Lo uno pone fin a lo otro; el sueño y la vigilia se excluyen mutuamente. Aquí, en cambio, ocurre algo insólito: Yo dormía, pero mi corazón velaba: "Con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu te busco por la mañana" (Is 26,9). Es el sueño de Jacob en Jarán con la cabeza recostada sobre una piedra, donde su corazón despierto contempla la escala que une cielo y tierra (Gén 28,10ss). Es el sueño de Elías bajo la retama del desierto, cuando se le aparece el ángel del Señor y le dice: "Levántate y come que el camino hasta el Horeb es largo" (1Re 19,lss).

Comenta Gregorio de Nisa: La esposa, embriagada por el vino del esposo, cae en el sueño. Los sentidos, con que ha buscado las cosas terrenas, se han cerrado, pero su corazón sigue en vela, a la espera del Amado, según su consejo: "Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su Señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos, os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá" (Lc 12,35-37). La esposa se asemeja a los ángeles, que aguardan que vuelva el Señor de la boda con los hombres. Están sentados, vigilantes, a las puertas del cielo, para abrirle apenas llegue para ser coronado como rey de la gloria (Sal 23,7-10). El Señor vuelve como rey glorioso al reino de los cielos, donde es acogido con aclamaciones. Vuelve como esposo que sale de su tálamo (Sal 18,6) después de haber celebrado las bodas con la virgen (2Cor 11,12) que, mediante la regeneración del agua bautismal, ha dejado de ser una meretriz en pos de la idolatría (Ez 16,15ss). A nosotros, muertos para el mundo, se nos invita a vivir despiertos en los atrios de nuestro santuario interior, esperando la vuelta del Señor de la gloria.

Ahora bien, cada texto de la Escritura contiene innumerables significados: "No es ésta una palabra vacía para nosotros" (Dt 32,47). "Como un martillo golpea la roca" (Jr 23,29) y la rompe en muchos fragmentos, así también de cada palabra de la Escritura se desprenden muchos significados: "Una cosa ha dicho Dios, dos he escuchado: porque de Dios es la potencia" (Sal 62,12).

Yo dormía se puede entender de otra manera. Después de los hechos salvadores del Exodo, Israel pecó; se durmió y el Señor lo entregó en manos de Nabuconosor, rey de Babilonia, que lo llevó al exilio. En el exilio los hijos de Israel eran como un hombre adormilado que no sabe despertarse de su sueño. La voz del Espíritu les amonestaba mediante los profetas para despertarlos del sueño de su corazón: "¡Despierta, despierta, Jerusalén!" (Is 51,17). "Despierta, despierta, levántate, Jerusalén prisionera" (Is 52,1s). Es el sueño del perezoso: "Un poco dormir, otro poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados; y llegará como vagabundo tu miseria y como un mendigo tu pobreza" (Pr 6,10s). Es el sueño de Jonás bajo la retama, que le lleva a desear la muerte (4,8s). Es el sueño de la tibieza, que amenaza al justo, que se cree rico y se duerme, perdiendo el celo de sus comienzos, exponiéndose a ser vomitado por el Señor (Ap 3,14ss). Es el sueño de Israel en su espera del Mesías, es el sueño de las vírgenes necias, que se quedan fuera del banquete de bodas por no tener aceite en las alcuzas (Mt 25,1ss). "Velad y orad, dice el Señor a sus discípulos, para no caer en tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26,41).


b)
la voz del Amado

Tras el encuentro luminoso vuelve la noche. La amada duerme, pero el amor no duerme, se mantiene en vela. De repente se oye una voz conocida, que hace saltar el corazón: es el Amado que golpea a la puerta: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si uno me oye y abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap 3,20). ¡Dichosos los siervos a quienes su Señor encuentre así! (Lc 12,43). Ellos oirán la voz del Amado apenas llegue y llame: La voz de mi Amado que llama.

Cada día empieza todo de nuevo. La esposa, que ha alejado de sí el cierzo y ha atraído el soplo del Espíritu; que ha visto florecer las granadas en su jardín y ha preparado al Señor de la creación la mesa del banquete donde no había ningún manjar impuro (He 10,15), pues Dios todo lo había purificado: la mirra, el pan untado con miel, el vino mezclado con la leche; la que ha oído al Esposo decirle: "Eres toda bella, y no hay mancha alguna en ti"; ahora, ésta misma se encuentra como si le esperase por primera vez. Escucha su voz con la emoción de la primera vez. Toda estremecida exclama: ¡La voz de mi Amado que llama! Cada vez es nueva la voz del Amado: "Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe" (1Cor 8,2).

Moisés comenzó a gozar de la visión de Dios en la luz (Ex 19,3) y después Dios le habló desde la densa nube (Ex 19,9; 20,21). En el conocimiento de Dios pasamos de la luz a la nube, del conocimiento aparente al conocimiento oscuro de su misterio insondable; cuanto más se acerca el hombre a Dios más se adentra en la nube de su misterio, descubriendo la falsedad de todas las imágenes de Dios, que antes se ha formado, hasta llegar a la fe desnuda, que confiesa que Dios es Dios. De las cosas visibles pasamos a las invisibles. La amada, de etapa en etapa, pasa de ser negra, por la ignorancia de la idolatría, a la purificación interior de la fe. Dicho de otro modo, su carrera hacia Dios la hace ser, primero, como yegua y, luego, volar como paloma hasta posarse a la sombra del manzano, entrando en la nube donde se une con el Esposo.

Aunque el Esposo se haya dejado ver en tantas ocasiones, sin embargo, sigue dándose a conocer a través de su voz. Siempre que uno se acerca a la fuente de la Escritura, que es el manantial que al principio brotó de la tierra y regó todo el suelo (Gén 2,6), experimenta la maravilla de su novedad inagotable. Aunque pase siglos sentado junto ella, bebiendo de ella y contemplándola manar, nunca descubrirá todos sus veneros escondidos. Su agua salta hasta la vida eterna. Siendo fuente de agua viva, siempre está manando agua nueva. Cada día sacia y cada día suscita la sed, para beber de nuevo de ella. La esposa se admira y estremece cada vez que oye la voz del Amado.

Cada día el Esposo deja oír su voz: ¡Ábreme!Y da a la amada las llaves para abrirle la puerta. Las llaves son los nombres que le da: hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta. Si uno quiere abrir las puertas del alma para que entre el rey de la gloria (Sal 23,7-9), ha de hacerse hermano suyo, acogiendo su palabra y haciendo la voluntad del Padre (Mc 2,35); amigo suyo, para que le revele todos los misterios del Padre (Jn 15,15); paloma suya perfecta, que no en la carne, sino en el Espíritu (Rom 8,4ss). Con estas llaves se abre al Esposo, cuya cabeza destila el rocío y el relente de la noche, con que arroja del seno de la tierra las sombras de la muerte (Is 26,19). Tomó entonces la palabra el Señor y dijo: "¡Arrepentíos y convertíos!" (Jr 3,12s). Abre tu boca, grita (Lam 2,18s), hermana mía, amada mía, Asamblea de Israel, que eres como una paloma por la perfección de tus obras. Mira que mis cabellos están llenos de tus lágrimas, empapados de rocío; y mis rizos están llenos del relente de tus ojos, pues "llora que llora por la noche Jerusalén y las lágrimas surcan sus mejillas" (Lam 1,2).

Los rizos de su cabellera están perlados del relente de la noche, impregnados de rocío como el vellón de Gedeón (Ju 6,37-40). Llegando de noche, en el tiempo de la prueba, el esposo se deja sentir como indicio de las bendiciones de Dios para la amada: "Seré como rocío para Israel, que florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano. Sus ramas se desplegarán y su esplendor será como el del olivo" (Os 14,6s). En un ambiente seco como el de Palestina, el rocío es signo de bendición (Gén 27,28), es un don divino precioso (Job 38,28; Dt 33,13), símbolo del amor de Dios (Os 14,6) y señal del amor entre los hombres (Sal 133,3); es también principio de resurrección: "Revivirán tus muertos, tus cadáveres revivirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras" (Is 26,19). El vellón es el seno de María en el que cae el rocío divino del Espíritu Santo que engendra a Cristo. La liturgia sirio-maronita canta:

Oh Cristo, Verbo del Padre, tú has descendido como lluvia sobre el campo de la Virgen y como grano de trigo perfecto, has aparecido allí donde ningún sembrador había jamás sembrado y te has convertido en alimento del mundo... Nosotros te glorificamos, Virgen Madre de Dios, vellón que absorbió el rocío celestial, campo de trigo bendecido para saciar el hambre del mundo.

Gotas de rocío, que caen de los rizos de la Cabeza, Cristo, sobre su cuerpo, la Iglesia, son las palabras de sus apóstoles. Son simples gotas de rocío de la fuente inagotable de la Palabra. Pablo no se cansa de repetir: "Parcial es nuestra ciencia, parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial" (1 Cor 13, 9-10; Flp 3,13). La fuente es inagotable; siempre queda en ella agua para apagar la sed: "Jesús, puesto en pie, grita: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí" (Jn 7,37).

Cristo resucitado encuentra a los discípulos con las puertas cerradas por el miedo. El llama, les anuncia la paz y les muestra las manos y el costado (Jn 20, l9ss). Ocho días después vuelve y dice a Tomás: Ábreme tu corazón con la llave de la fe, "ven, acerca aquí tu dedo, mete tu mano en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente". Y con Tomás nos dice a nosotros: "Dichosos los que no han visto y han creído". Tocar a Cristo o ser tocado por Cristo es lo que estremece las entrañas hasta la confesión de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" (1Jn 20,24ss).

En el oficio de santa Catalina de Siena se dice: Ábreme, hermana mía, que has llegado a ser coheredera de mi reino; amada mía, que has llegado a conocer los profundos misterios de mi verdad; tú que has sido enriquecida con la donación de mi Espíritu; tú que has sido purificada de toda mancha con mi sangre. Sal del reposo de la contemplación y consagra tu vida a dar testimonio de mi verdad.


c) La mano en la cerradura

Me he quitado la túnica, ¿cómo voy a ponérmela de nuevo? Me he lavado los pies, ¿cómo volver a mancharlos? La Asamblea de Israel respondió a los profetas: Ya he sacudido de mí el yugo de sus mandamientos (Lam 1,8) y he dado culto al abominio de las naciones, ¿cómo podría atreverme a volver a Él? Le responden los profetas: El Señor, en su amor, te encontró desnuda y te cubrió con la túnica blanca de la santidad (Ez 16; Ex 28,39-40; 29,8;39,7; 40 14); estabas bella como una palmera, como la virgen Tamar vestida con la túnica de hija de rey (2Sam 13,18). ¿Cómo te has quitado la túnica nupcial, volviendo a quedar desnuda (Gén 3,7)? ¿Es que ya no esperas al esposo, que siempre llega a la hora que menos se piensa? Escucha: En medio de la noche se oyó una voz: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" (Mt 25,6.21). ¡Pobre esposa que se ha quitado la túnica, con que la revistió el Amado! ¿Cómo podrá ponérsela de nuevo? Imposible para ella, pues se trata de la túnica de gloria del Señor (Sal 104,1). Sólo de él puede recibir "los vestidos blancos para cubrirse y que no quede al descubierto la vergüenza de su desnudez. Sé, pues ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,18ss).

Como hija de Abraham, en vez de pensar en sus pies, debería pensar en los pies del viajero que visita su tienda: "Permitid que os traiga un poco de agua, os lavaréis los pies y reposaréis a la sombra de este árbol" (Gén 18,4). Como se siente pura, porque se ha lavado los pies, ignora que necesita que el Amado la lave toda entera para ser realmente pura de todas sus inmundicias: "Cuando haya lavado el Señor la inmundicia de las hijas de Sión y haya limpiado las manchas de sangre del interior de Jerusalén, entonces extenderá Yahveh sobre el monte de Sión el resplandor de su gloria" (Is 4,4ss). Por ello el Señor le responde por medio de los profetas: Yo también he quitado mi Shekinah de en medio de ti (Ez 10,18s), ¿cómo podría volver? Puesto que tú has hecho obras malas y yo he santificado mis pies de tu impureza, ¿cómo podría volver a mancharlos en medio de ti con tus obras malas? ¿Has olvidado mi palabra "Éste es el lugar de la planta de mis pies, aquí habitaré en medio de los hijos de Israel para siempre y no contaminarán más mí santo Nombre con sus prostituciones" (Ez 43,7)?

La frialdad de la esposa frente a su fiel esposo refleja la frialdad de Israel en tantos momentos de su historia. Pero Dios, en su fidelidad, insiste, mete la mano en el agujero de la cerradura de la puerta, hasta estremecer las entrañas de la amada. "Vino a su casa y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1,11s). El Señor, cuyas entrañas maternas se estremecen ante la amada (Jr 4,19; 31,20; Is 16,11; 49,15), insiste sin cansancio: ¡Hijos míos! Abridme un resquicio de penitencia como el ojo de una aguja y Yo abriré puertas tan grandes que podrán pasar por ellas carros y camellos. "Cesad en vuestras malas acciones y sabed que Yo soy Dios" (Sal 46,11). Es suficiente abrir un pequeño resquicio para que el Amado meta sus mano, estremezca nuestras entrañas y nos haga saltar del lecho. Un resquicio de conversión, un zureo de arrepentimiento le basta al Amado: "andarán por los montes, como palomas de los valles, gimiendo cada uno por sus culpas" (Ez 7,16), "zureando sin cesar como palomas, porque fueron muchas nuestras rebeldías frente a ti" (Is 59,11s). "A la tarde, a la mañana, al mediodía me quejo y gimo: él oye mi clamor" (Sal 55,18). El Señor está cerca de quien, con corazón contrito y humillado (Sal 51,19), "desahoga ante él su alma en pena" (1Sam 1,15s). "Mira, Señor, que estoy en angustia, me hierven las entrañas, el corazón se me retuerce dentro, pues he sido muy rebelde" (Lam 1,20s).

La confesión del propio pecado cambia radicalmente todo: La esposa ha escuchado la voz del Amado y le ha obedecido: se ha hecho hermana suya, amiga, paloma, perfecta. Se ha quitado la túnica de pieles, con que se había revestido después del pecado (Gén 3,21) y ha lavado el polvo de sus pies (Jn 13,10). En Cristo se ha quitado el velo de su corazón: "Sólo en Cristo desaparece el velo, puesto sobre los corazones. Cuando uno se convierte al Señor se arranca el velo" (2Cor 3,14-16). La redención de Cristo libra totalmente del pecado y hace innecesario el velo, que sólo cubría el pecado, sin eliminarlo. El hombre viejo es el que necesita del velo; quien se ha despojado de él y se ha revestido del hombre nuevo (Col 3,9) no se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, pues está revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios en justicia y santidad (Ef 4,22ss), es decir, está revestido de Jesucristo (Rom 13,14), que dejó en la tumba el sudario y las vendas, con que antes se había revestido (Jn 20,6-7).

La esposa, que se ha despojado de la túnica, no desea ponérsela de nuevo; le basta estar revestida de Jesucristo; le basta una sola túnica (Mt 10,10). Quienes han recibido la túnica blanca del bautismo, no pueden volver a revestirse de la túnica del pecado. Dos túnicas, la de Cristo y la del pecado, son inconciliables (2Cor 6,4). Y menos aún echar un remiendo nuevo en la túnica vieja, pues se haría un desgarrón y la situación sería peor que antes (Mc 2,21). Quien se ha revestido de la túnica luminosa, que mostró el Señor en su transfiguración (Mt 17,2), ¿como puede aceptar vestir el andrajoso vestido del borracho y el fornicador (Pr 23,21)?

Quien se ha lavado los pies para pisar la tierra santa (Ex 3,5), ¿cómo va a mancharlos otra vez? Moisés, que preparó las vestiduras sacerdotales según el modelo celeste que se le mostró en el Monte (Ex 28,4ss), no preparó sandalias para los pies. El sacerdote, que camina sobre tierra santa, no puede llevar en sus pies calzado de animales muertos. Por ello el Señor prohíbe a sus discípulos llevar sandalias (Mt 10,10) o caminar sobre el camino de los paganos (Mt 10,5). El Señor es el camino, por donde marchan quienes se han despojado de la vestidura del hombre muerto. La esposa ha comenzado a caminar por esa vía; el Señor le ha lavado los pies y se los ha secado (Jn 13,5), ¿cómo volver a ensuciarlos? Quien, por el bautismo, ha sido lavado, apoya sus pies sobre la roca y no sobre el fango: "Me sacó de la fosa fatal, del fango cenagoso; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos" (Sal 39,3). La roca es el Señor (1Cor 10,4), que es luz (Jn 1,4; 8,12) y verdad (Jn 14,6), incorruptibilidad (1 Cor 15,53-57) y justicia (1 Cor 1,30), virtudes con que está empedrada la vía de la santidad. Quien camina por esta vía, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda, encuentra al Señor: Mi Amado metió la mano por la cerradura y se me estremecieron las entrañas. La voz del Amado le hace presente. Un pequeño resquicio es suficiente para que él meta su mano y toque en lo más íntimo al alma. La mano o potencia de Dios hace exultar, estremece el ser del hombre, como saltó de gozo Juan en el seno de su madre ante la presencia del Señor en el seno de María (Lc 1,44). Es la exultación de los ciegos, cojos, leprosos y muertos a los que el Señor curó tocándoles con la potencia de su mano.


d) Le busqué y no le hallé

Me levanté para abrir a mi Amado y mis manos destilaron mirra, mirra fluida mis dedos, en el pestillo de la cerradura. Cuando sentí fuerte contra mí el golpe de la potencia del Señor, me arrepentí de mis obras, ofrecí sacrificios e hice subir el incienso de los aromas ante el Señor. Pero no fue acogida mi ofrenda, porque el Señor había cerrado frente a mí las puertas de la conversión: "Aunque grito y gimo, Él sofoca mi oración. Ha interceptado mis caminos con bloques de piedra, ha obstruido mis senderos" (Lam 3,8s). El Señor corrige a quien ama: "Que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta dejar a Yahveh tu Dios" (Jr 2,19). La gloria de Dios se ha alejado y ahora te toca caminar hacia el exilio "amargado, con quemazón de espíritu, mientras la mano de Dios pesa fuertemente sobre ti" (Ez 3,15s). Pero no desesperes, pues la mirra que destilan tus manos exhala el perfume del arrepentimiento. La mirra del sacrificio fluye sobre tus manos y las purifica. Ellas serán transformadas en fuentes de oro para la ofrenda del incienso en honor del Señor (Nm 7,84ss).

Si las puertas de la oración están cerradas, no lo están las de las lágrimas: "Escucha mi oración, oh Dios, inclina tu oído a mi lamento; no seas sordo a mis lágrimas" (Sal 39,13). La oración es como una cisterna, la penitencia como el mar; la cisterna está a veces abierta, a veces cerrada; pero el mar está siempre abierto, o sea, las puertas de la penitencia están siempre abiertas. Me levanté para abrir a mi Amado con el arrepentimiento; y mis manos gotearon mirra por la amargura de mi pecado. "Y Yahveh se arrepintió del mal" (Ex 32,14). La oración y las lágrimas conmueven al Señor: "Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo" (JI 3,5). Di con el corazón: "me levanté para abrir a mi Amado". Me levanté de mi pecado para abrir a mi Amado con el arrepentimiento; mis manos gotearon mirra por la amargura y mis dedos destilaron mirra, pues el Señor pasó por alto tu rebelión "y se arrepintió del mal" (Ex 32,14); en verdad Israel puede decir: "Yo soy de mi Amado y Él me busca con deseo" (Cant 7,11). Nosotros somos débiles, pero oteamos y esperamos todos los días la salvación de parte del Señor. Y cada día declaramos dos veces que su Nombre es único, cuando decimos: "Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es único" (Dt 6,4).

La amada se levanta. Y mientras sus dedos levantan la manija de la cerradura, siente el perfume que ha dejado en ella la mano del Amado. Los dedos de la amada quedan impregnados del aroma del Amado. La mirra, con su olor fuerte y penetrante, es el perfume preferido del Amado, que visita a la amada en la noche, no para entrar donde ella, sino para sacarla del sueño. Por ello le deja un signo tangible de su venida: la mirra fluida de sus manos. Cuando el Amado metió la mano por la cerradura, a la esposa se le estremecieron las entrañas. El toque de amor del Amado la levantó y sus manos destilaron mirra. Ésta es la experiencia de todo el que se une al Señor. No es posible que él se una a nosotros, si antes no damos muerte a los miembros terrenos (Col 3,5) y nos despojamos del velo de la carne (2Cor 3,16). De este modo las manos destilan mirra, se hacen fuente de mirra, llenando todos los dedos. Me levanté, porque había sido sepultada con él en la bautismo para la muerte. La resurrección no puede darse en quien no muere, es decir, en quien no da muerte a su hombre de pecado con todas sus pasiones.

Con la muerte del hombre viejo se da muerte a todas las pasiones; los dedos destilan mirra, es decir, la mortificación de las pasiones. La palabra dedos especifica las diversas formas, distintas unas de otras, de las pasiones. Es como si dijera: con la fuerza de la resurrección he dado muerte a los miembros terrenos (Col 3,5); pues ni es suficiente dar muerte a la intemperancia, si se alimenta el orgullo, la envidia, la ira, la ambición o cualquier otra pasión; si una vive en el interior, no es posible que los dedos destilen mirra. Si el grano de trigo no muere, no brota la espiga (1Jn 12,24). La muerte precede a la vida; sólo por la muerte se llega a la vida. Por ello, el Señor dice: "Yo doy la muerte y la vida" (Dt 32,39). Así Pablo, muriendo, vivía (2Cor 6,9-10); cuando estaba débil, entonces era fuerte (2Cor 12,10); encadenado, seguía su carrera (He 20,22-24): "pues llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Llevamos siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida" (2Cor 4,7ss).

Por la muerte, pues, llegamos a la vida. Su muerte nos levanta de la muerte, pues con su muerte es vencida la muerte. El hombre, creado a imagen de Dios, recibió de él el hálito de la vida (Gén 2,7), le dio además el Paraíso, que con su fertilidad alimentaba esa vida (Gén 2,9), y el mandamiento de Dios como ley de vida, pues prohibía al hombre morir (Gén 2,16-17). Pero junto al árbol de la vida estaba el árbol, cuyo fruto era la muerte, fruto que Pablo llamó pecado, al decir que "el fruto del pecado es la muerte" (Rom 6,23). El árbol era bello, pues todo pecado tiene siempre su placer, sea el de la ira, el de concupiscencia o cualquier otro; era bello, pero dañino, como "la miel que destilan los labios de la extraña, que es dulce al paladar, pero al fin es amargo como ajenjo, mordaz como espada de dos filos" (Pr 5,3-4). De este modo fue engañado el hombre, comiendo del fruto prohibido, y el pecado le llevó a la muerte. El hombre gustó la muerte; perdió la vida. Acogió en sí una vida que es muerte; nuestra auténtica vida quedó, por tanto, muerta. Por ello, cuando el hombre se une a Cristo, da muerte a esa muerte que lleva en sí y recobra la vida perdida. Sólo muriendo a la vida del pecado recobra la vida (Rom 6,11). Por ello la esposa, al levantarse con la llegada del Esposo, muestra que sus manos destilan mirra, porque ha muerto al pecado y vive para quien es su vida (1Jn 14,6). El discípulo de Cristo vive esta muerte cada día (1Cor 15,31), experimentando así "el poder de la resurrección del Señor y la comunión en sus padecimientos hasta hacerse semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3,10-11).


e) Herida de amor

Abrí a mi Amado, pero Él ya no estaba. El alma se me salió en su huida. Le busqué y no le hallé, le llamé, y no me respondió. Abrí a mi Amado, lo busqué, pero él había quitado su Shekinah de en medio de mí. Mi alma, en su ausencia, anheló oír la voz de sus palabras. Busqué su gloria y no la encontré; oré delante de Él, pero oscureció el cielo con nubes y no escuchó mi oración: "Te has envuelto en una nube, para que no pase la oración" (Lam 3,44). Al abrir la puerta, me encontré con el vacío. El Amado se había disuelto como una sombra (Sal 144,4). Pero el amor se enciende y la amada sale en busca del Amado por las calles y plazas de la ciudad desierta. A sus llamadas sólo responde el silencio. Como mujer perdida, vagabunda, recorre la ciudad. De pronto, en una esquina, me encontraron los guardias que hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me despojaron del manto los guardias de la muralla. Pero nada puede alejar a la amada del amor de su vida: ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, ni la muerte, ni la vida, ni otra criatura alguna podrá separarla del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8,35ss). Ella sigue buscando al Amado, llamando en su auxilio a las hijas de Jerusalén. La voz del Amado ha suscitado la sed irresistible de su palabra: "He aquí que vienen días en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios. Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca de la palabra de Dios, pero no la encontrarán" (Am 8,11-12).

Me agarraron los caldeos, que guardaban las calles y cerraban el cerco alrededor de la ciudad de Jerusalén. Mataron a algunos de los míos a espada; a otros los condujeron a la esclavitud. Y quitaron la diadema del reino del cuello de Sedecías, rey de Judá, lo llevaron a Ribla, cegaron sus ojos, los hombres de Babilonia, que asediaban la ciudad y guardaban los caminos (2Re 25,1-7). "De la planta del pie a la cabeza no hay en ella cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite. Ha quedado la hija de Sión como cobertizo en viña, como choza en pepinar, como ciudad sitiada" (Is 1,6ss). "Por cuanto son altivas las hijas de Sión y caminan con el cuello estirado guiñando los ojos, y andan a pasitos menudos, haciendo tintinear las ajorcas de los pies, el Señor rapará sus cabezas, desnudará sus vergüenzas y arrancará sus adornos: ajorcas, diademas, pendientes, pulseras, velos, trajes, mantos, chales, vestidos de gasa y de lino..." (Is 3,16ss).

El Amado llega y llama; con su mano estremece y levanta a la esposa, pero pasa adelante, sin detenerse jamás, invitando a la esposa a salir de sí misma, a seguirle, a buscarle en las calles y plazas, en la vida. La llave que abre el pestillo de la cerradura de la puerta estrecha (Mt 7,14) es la fe viva, que actúa en la caridad (Gál 5,6; ICor 13,2ss; Sant 2,14ss). Son las llaves que el Señor da a quien tiene la fe de Pedro (Mt 16,16-19). Con su huida el Esposo no abandona a la esposa, sino que la arrastra en pos de él. ¡Dichoso quien sale de s1 siguiendo al Esposo! El Señor guardará sus entradas y salidas (Sal 120,8). Cristo mismo se presenta como la puerta, de modo que "quien entra por mí, estará a salvo, entrará y saldrá" (Jn 10,9; 14,6).

La experiencia de la esposa es la misma de Moisés. Cuando quiso ver el rostro de Dios, Dios pasó ante él y siguió adelante, sin detenerse (Ex 33,19-23). Deslumbrado por la visión de Dios, Moisés caminó de gloria en gloria, hasta el final de su vida. Ya desde el comienzo prefirió el oprobio de Cristo a los tesoros de Egipto (Heb 11,25-26) y estimó más sufrir con el pueblo de Dios que el placer momentáneo del pecado. Arriesgó su vida, dando muerte el egipcio, para defender al israelita (Ex 2,11-12). Luego su oído fue iluminado gracias a los rayos de la luz (Ex 3,1 ss); para ello descalzó sus pies de todo revestimiento egipcio; destruyó con el bastón las serpientes de Egipto (7,12); liberó de la esclavitud del Faraón al Pueblo de Dios, al que guió mediante la nube (13,21), dividió en dos partes el mar (14,21-31), sumergió en las aguas la tiranía, hizo dulces las aguas amargas (15,25), golpeó la roca (17,6), se sació del pan de los ángeles (Sal 77,25), oyó las trompetas de los cielos (19,19), subió al monte que estaba envuelto en llamas (19,20ss), penetrando dentro de la nube (24,18), en cuya oscuridad se hallaba Dios (20,21), recibió el testamento (31,18), su rostro quedó radiante, pues en él brillaba la luz inaccesible del Señor (34,29-35)... Su vida fue un caminar continuo de teofanía en teofanía. Y, sin embargo, su deseo del Señor no quedó nunca saciado. Aunque Dios hablaba con él "cara a cara" (Ex 33,11), "boca a boca" (Nú 12,8), aún suplica: "Si realmente he hallado gracia a tus ojos, hazme saber tu camino, para que yo te conozca y halle gracia a tus ojos" (Ex 33,13). Y el Señor pasó ante él, pero antes le metió en la hendidura de la roca, le tapó los ojos con la mano, y sólo logró ver las espaldas, después que Él hubo pasado (Ex 33,21-23). A Dios sólo se le ve de espaldas, sólo lo ve quien le sigue. Dios nunca se deja apresar. Está siempre de paso, en pascua. Es el comienzo del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz: "¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido"

Aunque diga que buscó al Amado y no lo halló, le llamó y no la respondió, no es inútil su salida tras el Esposo. Las palabras: Me encontraron los guardias que hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me despojaron del manto los guardias de la muralla, no son un lamento, sino las palabras con que la esposa se gloría, como Pablo, mostrando sus trofeos por seguir a Cristo: "Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último puesto, como condenados a muerte. Nosotros, necios por seguir a Cristo, débiles, despreciados, hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez. Somos abofeteados, andamos errantes" (1Cor 4,9ss). "Nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades, angustias, en azotes, cárceles, sediciones, en fatigas, desvelos, ayunos." (2Cor 6,4ss). "De cualquier cosa que alguien presuma, yo más que ellos. Más trabajos, cárceles y azotes; en peligros de muerte. Si hay que gloriarse, me gloriaré en mis flaquezas. Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo" (2Cor 11,11-12,10). "¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo! En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús" (Gál 6,14-17). Las cicatrices de los malos tratos sufridos por Cristo (2Cor 4,10; Col 1,24) son más gloriosas que cualquier otra señal en la carne (Flp 3,7).

Los siervos del Guardián de Israel, que encuentran a la esposa, la despojan del velo, que cubría su cabeza y sus ojos, impidiéndola correr sin tropezar y ver al esposo (Gn 24,65). El poder del Espíritu arranca el velo al discípulo de Cristo, para que camine con libertad: "Cuando uno se convierte al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Por eso nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,16-18). A esta transformación se ordenan los golpes y heridas de los guardias: "No ahorres corrección al niño, que no se va a morir porque le castigues con la vara. Con la vara le castigarás y librarás su alma de la muerte" (Pr 23,13-14). El Señor mismo "hiere para sanar" (Dt 32,39). Por ello la esposa puede decir: "Tu vara y tu cayado me consuelan" (Sal 22,4). Con la vara del Señor se atraviesa el valle oscuro y se prepara el fiel para participar en la mesa divina, donde es ungido con el óleo y bebe del cáliz el vino puro, que produce la "sobria embriaguez".

El alma se me salió en su huida, pero quien pierde su alma por Cristo, la guarda para la vida eterna (Jn 12,25). Los profetas y los apóstoles, guardias apostados día y noche sobre Jerusalén (Is 62,6), me encontraron y golpearon con su palabra, pues no callan hasta restablecer a Jerusalén como alabanza de toda la tierra (Is 62,6-7). Gracias a sus golpes "estoy herida de amor", "llevo en mi cuerpo las señales de Jesucristo" (Gál 6,17). Con las señales de Cristo en el cuerpo, con el rostro descubierto, despojada del velo, en mí se refleja, como en un espejo, la gloria del Señor (2Cor 3,18).

Os conjuro, hijas de Jerusalén, si encontráis a mi Amado, ¿qué le diréis? Que estoy enferma de amor. La amada ha descubierto que, sola, no puede encontrar al Amado. Necesita implorar a las hijas de Jerusalén, sus compañeras, que le busquen con ella, que la acompañen en su búsqueda, que intercedan por ella ante el Amado, que le digan que está herida, enferma de amor. "Pastores los que fuerdes allá por el otero, si por ventura vierdes aquel que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero" (S. Juan de la Cruz).