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¡ASÍ ES MI AMADO! : 5,9-6,3


a) Eres el más bello de los hombres

Contemplando las señales del Amado, marcadas en el rostro de la amada, las hijas de Jerusalén, deseosas de conocerle, preguntan: ¿En qué se distingue tu Amado de los otros, oh la más bella de las mujeres? ¿En qué se distingue tu Amado de los otros, para que así nos conjures? La esposa, que guarda en su memoria bien custodiada la imagen del Amado, le describe a las hijas de Jerusalén con la pasión de su amor. Su retrato es casi un calco del elogio que él ha hecho antes de ella (Cant 4). ¿No es ella su cuerpo, una sola carne con él?

Dice san Gregorio de Nisa: Si somos hijos de la Jerusalén celeste (Gál 4,26) escuchemos lo que nos enseña la esposa. Digamos con el rey David: "No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre en mí mismo un lugar para el Señor, haciéndome morada de su presencia" (Sal 131,3-5). No demos descanso a nuestros ojos hasta recibir la "herida de su amor", pues "son preferibles las heridas del amigo a los besos del enemigo" (Pr 27,6). El amigo, cuyas heridas son mejores que los besos del enemigo, no ha cesado de amarnos cuando éramos sus enemigos (Rom 5,8), mientras que el enemigo, sin que le hubiéramos hecho ningún mal, nos infligió la muerte. A nuestros primeros padres les pareció que era una herida la prohibición del mal, mientras que les pareció un beso el comer el fruto de aspecto bello y agradable. Pero se vio claramente que las heridas del amigo eran preferibles a los besos del enemigo.

Sin embargo, el amigo siguió amándonos a nosotros que, dudando de su amor, pecamos; por nosotros dio la vida en la cruz. Con gozo la esposa se muestra herida por su amor. Dios es amor (1Jn 4,16) y su amor penetra el corazón mediante la flecha de la fe: este dardo, que hiere a la esposa, es la fe que actúa en la caridad (Gál 5,6). Tal herida de amor hace brillar el rostro de la esposa, haciéndola la más bella de las mujeres. Su esplendor lleva a las hijas de Jerusalén a dar gloria al Esposo (Mt 5,16); por ello preguntan: ¿En qué se distingue tu Amado de los otros, oh la más bella de las mujeres? ¿Cómo podremos conocerlo, si no es posible hallarlo, si no responde cuando se le llama, si no se deja aferrar cuando se le halla? Quítanos también a nosotras el velo de los ojos, como han hecho contigo los guardias de la ciudad, para que podamos caminar tras él. Indícanos las señales para que también nosotras podamos amarlo, heridas con la flecha de su amor.

La esposa, herida de amor, exclama: "Me brota del corazón un poema bello, recito mis versos a un rey. Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia..." (Sal 44,1ss). Y vuelta a las hijas de Jerusalén, despojada del velo, con los ojos del espíritu iluminados (2Cor 3,13-16), les describe los rasgos del cuerpo glorioso de Cristo (Flp 3,21), el Esposo amado: Mi Amado es fulgurante y encendido, distinguido entre diez mil. Mi Amado, por quien todo fue hecho (1Jn 1,1-4), "se hizo carne y puso su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (1Jn 1,14-15). ¡Grande es el misterio de la piedad: Él se ha manifestado en la carne! (1Tim 3,16). "Siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres; se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre" (F1p 2,6ss).

El Amado, "sentado sobre su trono de llamas, con ruedas de fuego fulgurante, se envuelve de día en un manto cándido como la nieve" (Dn 7,9) y en la noche su rostro se enciende de luz; el esplendor de su Gloria, irradiado por su rostro, es como el fuego (Ez 1,27s). Así se distingue entre todos. Supera a José que "era hermoso y de buen aspecto" (Gén 39,6), a David, que "era de buen color, de ojos hermosos y buen aspecto" (1 Sam 16,12;17,42), a Absalón "aunque no había en todo Israel hombre más apuesto ni tan admirado como él; de pies a cabeza no tenía un defecto" (2Sam 14,25).

Éste es el Amado, la Palabra hecha carne, "que hemos visto con nuestros ojos y hemos contemplado y tocado con nuestras manos" (1Jn 1,1). Es fulgurante y encendido, distinguido entre diez mil. Hecho hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado (Heb 5,15), concebido por la potencia del Altísimo, que cómo una sombra cubrió el seno virginal de María, el Amado es distinguido entre diez mil. Pues como eternamente fue engendrado por el Padre sin concurso de madre, en el tiempo fue concebido por la Madre sin intervención del varón. Así es engendrado constantemente como primogénito de una multitud de hermanos (Rom 8,29), quienes, acogiendo la Palabra y haciendo la voluntad del Padre, se hacen su madre, concibiéndolo en sí mismos. Él es también primogénito de entre los muertos (Col 1,18), el primero que deshizo los lazos de la muerte y, mediante su resurrección, abrió para todos el camino de la vida. El nacimiento del agua (Jn 3,5) es la regeneración de los muertos, con la que seguimos al Primogénito de la nueva creación (Col 1,15).

Él es la primicia de la nueva creación. "Y si las primicias son santas, también lo es la cosecha; y si la raíz es santa, también lo son las ramas" (Rom 11,16). La cosecha y las ramas son quienes, unidos a él por la fe y el bautismo, forman su cuerpo, la Iglesia (Ef 5,29-32). Uno sólo es el cuerpo y muchos sus miembros, cada uno con su función propia (Rom 12,4; 1 Cor 12,12-28). "Él mismo dio a unos ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,11-13). Así "crecemos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, que llevan la nutrición según la actividad,propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del Cuerpo para la edificación en el amor" (Ef 4,15-16). La belleza de todo el Cuerpo se refleja en cada miembro que, con su misión propia, se mantiene inseparable del Cuerpo, que es la Iglesia, con Cristo como Cabeza (Col 1,18), en la que reside corporalmente la Plenitud de la divinidad (Col 2,9).


b)
Su cabeza es oro finísimo

Su cabeza es oro finísimo; sus rizos, racimos de palmera, negros como el cuervo. Su cabeza, Sabiduría de Dios, que la "creó al comienzo de su camino, antes que sus obras más antiguas" (Pr 8,22), es más deseable que el oro puro, "más que mucho oro fino" (Sal 19,11). Sus palabras, para quien las cumplen, son blancas como la nieve, pero para quienes no las observan son negras como las plumas del cuervo (Sal 111,10). De la Cabeza, de oro finísimo, sin escoria alguna, reciben vida y gloria todos los demás miembros. En primer lugar, de la cabeza descienden los rizos, racimos de palmera, negros como el cuervo, porque se hallan llenos del relente de la noche; los profetas les llaman nubes, pues de ellas cae la lluvia que riega los campos vivientes de la plantación de Dios (1Cor 3,7-9).

En la "gran nube de testigos" (Heb 12,1) destacan los apóstoles, que fueron primeramente negros como el cuervo: uno publicano, otro ladrón, otro perseguidor, carnívoros y que "sacan los ojos" (Pr 30,17). Así lo testimonia Pablo: "Vosotros estabais muertos en vuestros delitos y pecados, viviendo según el proceder de este mundo; así vivíamos también nosotros en otro tiempo, en las concupiscencias de nuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos pensamientos, destinados como los demás a la Cólera. Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,1-10). Nunca olvida Pablo que él, antes de unirse como rizo a la Cabeza, a Cristo, era blasfemo, perseguidor e insolente: "Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de obtener vida eterna" (1Tim 1,12-16). Bañado en el rocío de la gracia de Cristo, Pablo destiló por toda la Iglesia la palabra de la salvación, de la que era testigo personal. Y lo mismo Pedro, Mateo y los demás apóstoles. Llenos del rocío del Espíritu, son corona de la Cabeza: "Has puesto en tu cabeza una corona de piedras preciosas" (Sal 20,4), como una palmera rica en racimos.


c) Sus ojos como palomas

Sus ojos como palomas junto a corrientes de agua, bañándose en leche, posadas junto a un estanque. Sus ojos, como palomas que se detienen junto a las corrientes de agua, miran siempre a Jerusalén para bendecirla (1Re 8,29). Los ojos del Amado son idénticos a los de la amada (4,2; 6,6), pues, mirándose, se reflejan mutuamente. Es el deseo permanente de la esposa: "¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que llevo en mis entrañas dibujados!" (S. Juan de la Cruz). La imagen fresca, grácil y apacible de las palomas junto a las aguas es el símbolo de la impresión que producen los ojos del Amado en la amada.

Los ojos, según el Apóstol, están unidos a las manos, pues "no puede el ojo decir a la mano: ¡no te necesito!" (1Cor 12,21). Los ojos, cuya misión es ver, son los encargados de guiar la acción de las manos. Los ojos son puestos como centinelas (Ez 3,17; 33,7) para vigilar la vida de los fieles de la Iglesia. Por eso son como palomas, es decir, iluminados por el Espíritu Santo, que se manifestó en forma de paloma junto a las aguas (Jn 1,32). Quien ha sido puesto como ojos en la Iglesia necesita sumergirse en las aguas purificadoras, para revestirse de la humildad y mansedumbre de las palomas (Mt 10,16). Bañándose en leche, dice la esposa, es decir, en el líquido que no refleja la imagen de quien se mira en ella. Los ojos no son para verse a sí mismos, sino para ver y mostrar a Cristo. Dicho de otro modo, quienes están al frente de la Iglesia no se buscan a sí mismos, ni su gloria, ni sus intereses personales, sino que buscan únicamente la gloria de Cristo. Reposan junto a las aguas de la vida y no junto a los canales de Babilonia (Sal 136,1), para no escuchar el reproche divino: "Me dejaron a mí, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2,13). Dan frutos abundantes si están "como árbol plantado junto a corrientes de agua, que da fruto a su tiempo" (Sal 1,3). En cambio, si se alejan de la Palabra, yendo en pos de la cisterna agrietada de la avaricia, la vanagloria o la soberbia, serán "ciegos que guían a otro ciego, cayendo ambos en el hoyo" (Lc 6,39).


d) Sus labios destilan mirra

Sus mejillas son bancal de balsameras, semilleros de plantas aromáticas. Sus labios son lirios, que destilan mirra fluida. Jardín de flores perfumadas son sus mejillas, todas salpicadas de aromas: "como el ungüento fino que baja por la barba, por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras" (Sal 133,2). Gregorio de Nisa lee mandíbulas en lugar de mejillas. Y sobre esa palabra hace su comentario. Pablo, como una madre (iTes 2,7), nutre a "los niños en Cristo" (1Cor 3,1-2) con leche y reserva el pan de la sabiduría para quienes se han hecho adultos en cuanto al hombre interior (1Cor 2,6). En el Cuerpo de Cristo es necesario que haya mandíbulas para alimentar a quienes, destetados, desean el alimento sólido. Para que este alimento nutra, es necesario que las mandíbulas desmenucen y mastiquen la palabra hasta hacerla exhalar todos los jugos y aromas, adaptados a todos los oyentes. De este modo "la palabra del Señor es segura, instruye a los sencillos; es luminosa e ilumina el corazón" (Sal 18,8-9). La palabra, desmenuzada, apta para nutrir a quien la recibe, es ofrecida en el vaso, que forman las mandíbulas. Pablo, despojado de las escamas de sus ojos, lleno del Espíritu Santo, es constituido vaso de elección para difundir el perfume del Señor ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel (He 9,15). Él desmenuzaba la Palabra, haciéndose judío con los judíos, griego con los griegos, todo a todos a fin de ganarlos para Cristo, pues en Cristo "ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos son uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28).

Esta palabra de vida para todos es la que anuncia el enviado del Señor. Por ello, a continuación, la esposa se fija en los labios: Sus labios son lirios, que destilan mirra fluida. La mirra, que destila de la boca y nutre a quienes la acogen, es la llamada a conversión, a dar muerte al hombre de pecado, para resucitar a una vida nueva, esplendorosa como los lirios. Así se presentó Pedro, lleno del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, suscitando la compunción en quienes le escuchaban, de modo que preguntaron: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Y Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo" (He 2,37ss). Lo mismo hizo en casa de Cornelio, donde, apenas escuchada su palabra, cuantos estaban congregados fueron sepultados con Cristo mediante el bautismo y recibieron la vida de resucitados, mediante el don del Espíritu Santo (He 10,34-38; Col 2,12-13; Rom 6,4). Lo mismo acontecía siempre que los constituidos en boca de la Iglesia abrían sus labios para anunciar a Cristo. Todos llenaban a sus oyentes de mirra fluida, como testimonian, de un modo singular, los confesores de Cristo, los mártires de la fe. Los labios destilan mirra fluida. La dulzura de palabra da sabiduría (Pr 16,21), pues la palabra del amigo brota del corazón y recrea a quien la oye (Pr 27,9). Por éllo, quien gusta la palabra (Nh 8) se goza en el Señor y confiesa: "La alegría del Señor es nuestra fuerza" (Nh 8,10).


e) Sus manos, aros de oro

Sus manos, aros de oro, engastados de piedras de Tarsis. Su vientre, bloque de marfil, recubierto de zafiros. Las doce tribus de Jacob están en torno al pectoral de la santa diadema de oro (Ex 28,36), engastadas en doce gemas, con los tres padres del mundo: Abraham, Isaac y Jacob (Ex 28,15-21). Rubén está engastado en rubí; Simeón, en coral; Judá, en antimonio; Isacar, en esmeralda; Zabulón, en perla; Dan, en berilo; Neftalí, en zafiro; Gad, en topacio; Aser, en turquesa; José, en ónice; y Benjamín, en jaspe. Se asemejan a las doce constelaciones: lucen como cristal, esplenden como marfil y brillan como zafiros.

La palabra se hace vida. Las manos llevan a la práctica lo que los ojos ven y los labios anuncian. La palabra de la fe se hace amor; de este modo el oyente de la palabra se asemeja a Cristo, Palabra encarnada. Las manos, de oro, hacen a los creyentes semejantes a la Cabeza, también de oro finísimo. A esto hemos sido llamados, "a seguir las huellas de Cristo, que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia; llevó en su cuerpo sobre el madero nuestros pecados, a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos también nosotros para la justicia, pues con sus heridas hemos sido curados, nosotros que éramos como ovejas descarriadas, pero hemos vuelto al pastor y guardián de nuestras almas" (1Pe 2,21ss).

Éstas son las manos de oro del Cuerpo de Cristo. No son manos de Cristo las que buscan agradar a los hombres y se enredan en el amor al dinero, la gloria, la vana apariencia, el lujo, el placer. Éstas no se asemejan a la Cabeza. "Pues si fiel es Dios, por quien hemos sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo" (1Cor 1,9;10,13), "lo que se exige de un administrador es que sea fiel" (1 Cor 4,2), que en todo se asemeje a su Señor. No se asemejaba al maestro el discípulo Judas, a quien la avaricia llevó a la muerte (Jn 12,4-6; Mt 27,5). Tarsis en la Escritura tiene dos significados. Unas veces se refiere a algo condenable y otras a algo santo. Por ejemplo, cuando Jonás huye de Dios, se embarca hacia Tarsis (1,3); por ello "el viento fuerte destroza las naves de Tarsis" (Sal 47,8). El viento impetuoso, que vino del cielo sobre los discípulos reunidos en el piso de arriba (He 2,1-3), transformó a los que antes, por miedo, habían huido del Señor, escandalizados de la cruz y, ahora, están también con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Este viento impetuoso, que destroza las naves de Tarsis, abrió las puertas y, posado sobre los discípulos en forma de lenguas de fuego, les llevó a testimoniar sin miedo al Señor. Así Tarsis representa también las ruedas de crisólito del carro de fuego de Ezequiel: "Su aspecto era como el destello de Tarsis" (Ez 1,16). En las ruedas estaba el espíritu (Ez 1,20), que les hacía ir en las cuatro direcciones. Las Manos, que pueden llevar al hombre a alejarse de Dios, penetradas por el Espíritu de Dios, se convierten en aros de oro, engastados en piedras de Tarsis. Sobre ellas, como carro de fuego, se difunde por todo el mundo la gloria de Dios.

Su vientre, bloque de marfil, recubierto de zafiros. El Señor le dijo a Moisés: "Sube hasta mí, al monte; quédate allí y te daré las tablas de piedra" (Ex 24,12), en las que estaban grabadas las letras divinas. Luego, en el Evangelio, las Palabras divinas no fueron escritas en tablas de piedra, sino en bloque de marfil, recubierto de zafiros. Éste es el vientre, el interior del hombre, el corazón, donde el Espíritu graba las letras divinas. El Señor dijo al profeta Ezequiel: "come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel". Y añade: "Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: Aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel" (Ez 3,1-3). La escena se repite en el Apocalipsis: "La voz del cielo me dijo: Vete, toma el librito y devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel" (Ap 10,8ss). Jeremías identifica vientre y corazón: "Me duelen las entrañas, me duelen las entretelas del corazón, se me salta el corazón del pecho" (Jr 4,19). En el vientre o en el corazón es donde penetra la palabra de Dios y hace correr raudales de agua viva: "De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía Jesús refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él" (1Jn 7,38-39). El vientre de que habla la esposa coincide con el corazón, en el que está escrita la ley del Señor (Rom 2,15), "no con tinta sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2Cor 3,3).


f) Sus piernas, columnas de alabastro

Tras el elogio del vientre sigue la alabanza de las piernas: Sus piernas, columnas de alabastro, asentadas sobre bases de oro puro. Siete columnas tiene la casa de la Sabiduría, que ella misma se construyó (Pr 9,1). Corresponde al Santuario, que edificó Besalel, lleno del espíritu de Dios y experto en el trabajo del oro, la plata y el bronce, en labrar piedras de engaste (Ex 35,30-33). Los justos son las columnas del mundo (Pr 10,25), puestas sobre bases de oro puro, pues eso son los preceptos de la Torá, que ellos estudian. Ellos amonestan a Israel a hacer la voluntad del Señor. Y Él, como un anciano, está lleno de amor por ellos, y vuelve blancos como la nieve los pecados de la casa de Israel (Is 1,18). Y, como un joven valiente y fuerte como el cedro, se apresta a vencer y a combatir a las naciones que transgreden su palabra (Ex 15,3).

Pablo llamó columnas de la Iglesia a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan (Gál 2,9). En ellos se hallaba el fundamento de la verdad (1Tim 3,15). Gracias a ellos la fe de la Iglesia posee firmeza y seguridad, por estar apoyada en la roca, que es Cristo, Cabeza de oro de todo el Cuerpo, "pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1Cor 3,11). Cristo es la verdad (Jn 14,6), sobre la que se asientan las columnas de la Iglesia.

Pero así como la Ley tenía muchas columnas, sobre las que se alzaba el edificio de la Sabiduría, las columnas de la Iglesia, casa del Dios vivo (1Tim 3,15), el Evangelio las ha sintetizado en dos: "De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas" (Mt 22,40): "el primero y mayor es amar al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas y el segundo, semejante a éste, es amar al prójimo como a sí mismo" (Mt 22,37-39). Pablo, invitando a Timoteo a ser morada de Dios, coloca como columnas la fe y la conciencia (1Tim 1,19). Con la fe indica el amor a Dios y con la conciencia señala la disposición interior de amor al prójimo. Quien vive estos dos mandamientos se convierte en columna firme de la verdad (1Tim 3,15). Las dos columnas se asientan sobre Cristo, base firme de oro. Por ello Juan une los dos mandamientos en uno: "Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros como él nos lo mandó" (1Jn 3,23).

Después del elogio de cada miembro en particular la esposa dirige su mirada a todo el Cuerpo, "pues todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un solo Cuerpo" (1Cor 12,12-13): Su porte es como el Líbano, esbelto como un cedro. Su boca es muy dulce y todo Él es un encanto. Así es mi Amado, así mi amigo, hijas de Jerusalén. Líbano elegido es el aspecto del Esposo. Pues el Líbano es ambivalente en la Escritura: tiene su significado negativo, de altivez, y entonces la palabra de Dios desgaja sus cedros (Sal 28,5), y su significado positivo como Líbano elegido y precioso, símbolo del justo "que, plantado en la casa de Dios, crece como un cedro del Líbano" (Sal 91,13-14). Así florecen en los atrios de nuestro Dios quienes han puesto las raíces de su fe en Cristo, el verdadero justo. Cristo Cabeza y sus miembros, los cedros, dan al Esposo el aspecto esbelto del Líbano. El vástago, que brota del tronco de Jesé, sobre el que reposa el espíritu de Dios (Is 1 1, l ss), reconcilia al lobo y al cordero, al leopardo y al cabrito, la baca y la osa, pues nadie hará daño en todo el monte santo de Dios (Is 11,6ss). Todo ello gracias al hijo que ha nacido y nos ha sido dado, y que lleva sobre sus hombros el señorío (Is 9,5). Es el niño que anunciaron todos los profetas, en quienes hablaba el Espíritu de Dios. De él dice la esposa: así es mi Amado, así mi amigo, hijas de Jerusalén. Todo él es un encanto.


g) Ven y lo verás

¿A dónde se ha ido tu Amado, la más bella de las mujeres? ¿A dónde se ha dirigido, para que le busquemos contigo? La vida cristiana es una realidad nupcial. De un modo especial los sacramentos realizan la unión del fiel con Cristo. La invitación "corred, amigos, bebed" (5,1) es figura de la iniciación cristiana. En las catequesis bautismales se instruía a los catecúmenos sobre los sacramentos con el Cantar. La entrada solemne en el bautismo es lo que la amada dice: "El rey me ha introducido en su alcoba" (1,4). Así comienza una catequesis san Juan Crisóstomo: "Así, pues, vamos a hablaros como a la esposa que va a ser introducida en la santa alcoba de sus bodas, dándoos a conocer la riqueza sobreabundante del esposo y la bondad inefable que atestigua a la esposa y los bienes que ella va a disfrutar". La iniciación cristiana es realmente una configuración con Cristo resucitado que sube al Padre.

Las hijas de Jerusalén, que antes han preguntado a la esposa quién era su Amado, ahora, después de haber oído su testimonio, preguntan dónde se encuentra. El testimonio de la esposa les ha suscitado el deseo de verlo. Es la misma súplica del salmista: "Muéstranos tu rostro y seremos salvos" (Sal 79,4). La esposa, fiel discípula del Maestro, responde con él: "Venid y lo veréis" (1Jn 1,39). Juan se encontraba con dos discípulos. Fijándose en Jesús, que pasaba, dice: "He ahí el Cordero de Dios". Los dos discípulos lo oyeron y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les dice: "¿Qué buscáis?" Ellos le respondieron: "Maestro, ¿dónde vives?" Les respondió: "Venid y lo veréis" (Jn 1,35ss). Luego Jesús se encuentra con Felipe y le dice: "Sígueme". Felipe, entrando en la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, se hizo lámpara, que alumbra a los demás. Se encuentra con Natanael y le dice: "Ése del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret". Le respondió Natanael: "¿De Nazaret puede venir algo bueno?". Le dice Felipe: "Ven y lo verás" (1Jn 1,43ss). Natanael entonces, dejando la higuera de la Ley, cuya sombra le impedía ver la luz verdadera, se llegó a Aquel que estaba secando las hojas de la higuera, incapaz de dar buenos frutos (Mt 21,10). Y Jesús, viendo en él un verdadero hijo del patriarca Israel (Gén 25,28), le acogió diciéndole: "He aquí un verdadero israelita en el que no hay engaño" (Jn 1,47).

La esposa responde a las hijas de Jerusalén: buscad al Señor en las Escrituras: "todos vosotros, humildes de la tierra, buscad la humildad y hallaréis cobijo el día de la Cólera del Señor" (Sof 2,3). Buscad también en mí que no os ocultaré dónde ha ido. Hoy mismo podéis estar con él en el paraíso (Lc 23,43) si confesáis vuestro pecado y confiáis en él. Él apacienta sus ovejas entre los lirios, que siguen al Cordero con vestiduras blancas y palmas en las manos (Ap 7,9), después de haber pasado la gran tribulación y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 7,14). El Cordero los apacienta y guía a los manantiales de las aguas de la vida (Ap 7,17).

La esposa misma conduce a sus compañeras al encuentro con el Señor: Mi Amado ha bajado a su jardín, a la era de las balsameras, a pastorear en su huertos y recoger los lirios. Mi Amado ha bajado, pues "siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo como hombre; se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por ello, Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Flp 2,6-11).

Descendió y vino a este mundo, a su viña, la que plantó su diestra (Sal 79,9.16), a su casa, a su jardín, a la plantación de Dios (1Cor 3,9), que había devastado el jabalí salvaje (Sal 79,14). Descendió, "se hizo carne y puso su Morada entre nosotros" (Jn 1,9ss). Él, la luz de lo alto, "descendió para iluminar a los que habitábamos en las tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,78-79). Descendió como buen samaritano en busca del hombre malherido que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de salteadores quienes, después de despojarlo y golpearlo, le abandonaron dejándole medio muerto. Como la Ley, —el sacerdote y el levita—, no pudo sanar sus heridas, pues la sangre de cabritos y toros no quita el pecado (He 9,11 ss), entonces él, movido a compasión, se acercó y vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; luego, montándolo sobre su propia cabalgadura, es decir, sobre su propia carne, lo llevó a la posada y cuidó de él (Lc 10,30ss). Cristo hace la misma bajada del hombre, desde la Jerusalén celestial a Jericó, desde cielo al mundo de los hombres, haciéndose hombre para salvarnos. Pues "así como los hombres participan de la carne y de la sangre, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud" (Heb 2,14-15).


h) Yo soy para mi Amado

En la posada, en la Iglesia, que es casa de la misericordia, se encuentra el Amado, para acoger a los pecadores y sanarles de sus heridas con el aceite y el vino de sus manos sacramentales. En la Iglesia está la copa de la salvación, el vino que recrea el corazón del hombre y el aceite que da brillo a su rostro (Sal 103, 15), el ungüento del amor, que desciende por la barba de Aarón. La Iglesia es el aprisco donde pastorea y recoge las ovejas perdidas, cargándolas sobre sus hombros (1Jn 10,11 ss). Como buen pastor no empuja a su rebaño a lugares desérticos y espinosos, no le nutre con pastos secos, sino con el lirio de la Palabra de Dios que permanece para siempre (Is 40,6-8). Él mismo se da como alimento de sus ovejas: "yo doy mi vida por las ovejas" (Jn 10,15). En Cristo los fieles encuentran todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto es virtud y cosa digna de elogio (Flp 4,8). Por ello confiesa la esposa: Yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí, Él pastorea entre lirios. No necesita buscar nada fuera de él, pues en él lo encuentra todo: "El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce y conforta mi alma. Prepara para mí una mesa frente a mis adversarios, unge con óleo mi cabeza y mi copa rebosa. Sí, dicha y gracia me acompañan todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Dios a lo largo de mis días" (Sal 22) ¡Qué amables son tus moradas, Señor, mi corazón se alegra en sus atrios. Un solo día en tu casa vale más que mil fuera de ella, mejores son sus umbrales que los palacios de los potentes! (Sal 83). Santa Teresa desea "arrojarse en los brazos del Señor, tan abrasado en amor nuestro y hacer un concierto con él: que mire yo a mi Amado y mi Amado a mí, y que mire Él por mis cosas y yo por las suyas".

En la morada de la misericordia, el amor transforma a la esposa, hasta llevarla a reproducir la imagen del Esposo (Rom 8,29). Así es transformado Pablo, muerto al pecado, y vivo sólo para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,11): "En efecto, con Cristo estoy crucificado y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,19-20). "Para mí la vida es Cristo" (Flp 1,21). Yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí. En Pablo, en la esposa y en cuantos hacen de Cristo su vida, brilla el esplendor del Señor (Sal 89,16). A quienes glorifican al Señor, él les cubre de gloria (1Sam 2,30).

La esposa, con su agradecido memorial del esposo, le ha hecho presente (Cant 6,4). Hacer memorial del Amado no es sólo recordarle, sino hacerlo presente. El tiempo de Dios, en su unicidad, se desenvuelve y desarrolla en acontecimientos únicos, que no se repiten ni se pierden, es decir, que no pasan, pues quedan en la "memoria-anamnesis" de la liturgia con su propia virtualidad y eficacia salvífica. En la liturgia, los eventos salvíficos, superando el tiempo, son siempre actuales, presentes en el hoy del memorial. Así el tiempo litúrgico testimonia que la salvación es una realidad que se actualiza continuamente. El tiempo litúrgico es el tiempo de la actuación de Cristo mediante su Espíritu presente en la Iglesia. En la liturgia Cristo está presente y actúa. Él es el liturgo en la Iglesia, en su cuerpo eclesial. En Cristo, los siglos, el año, la semana, el día, las horas, los instantes son kairos para el cristiano, porque pertenecen a Aquel que vive "en los siglos de los siglos". Él, colocado en el centro, da sentido al año. Él rima las semanas con el día que se llama Domingo: día del Señor. Él es el hoy en el que la Iglesia celebra los sacramentos y la liturgia de las horas. Él llena cada latido del corazón de los fieles.

La liturgia transfigura los días del creyente, convirtiéndolos en momentos favorables de configuración con el Señor que vive y reina por los siglos de los siglos. El hoy litúrgico rima la existencia rescatada y redimida del cristiano. El memorial continuo de los acontecimientos de salva' ción, al actualizarlos, los transforma en encuentros con Cristo, Señor del tiempo y de la historia. El memorial del futuro anticipado y del pasado vivido se hace presente en el hoy de la gracia. Por ello, a continuación, el Esposo abre su boca y se deshace en elogios a la esposa.