SATÁN Y EL SATANISMO


Las intenciones contrarias pueden, a veces, dar un resultado similar. Lo pienso de nuevo ahora, al tratar de escribir sobre Satán. Por un lado, está una cierta iconografía popular, con fines piadosos, representando a un demonio antropomorfo, con el simple añadido de los cuernos y el rabo. Quizá sea una herencia de tiempos más «sencillos», que necesitaban representar lo que, por otro lado, se sabía que era «espíritu», ángel caído. Una cierta literatura con fines didácticos acabó acostumbrando a esa figura, nada demoníaca ya. Y en ese momento, la irreligiosidad se aprovecha de esa misma representación para quitar toda importancia a esa presencia del «espíritu que siempre niega».

Al final, las intenciones contrarias relegan lo demoníaco a un terreno literario. Vamos a partir de la literatura para intentar decir algo sobre Satán. Podría servir Bernanos, pero en el escritor francés lo demoníaco está aún demasiado visible, cuando todo hace sospechar que la influencia de Satán es casi siempre refleja, indirecta. Sirve de mucho más Chesterton, al tratar de un tema aparentemente banal: la opinión de algunos sobre lo nocivo que puede resultar contar a los niños cuentos de hadas. Dice Chesterton: «Los cuentos de hadas no son responsables de producir en los niños miedo ni ninguna de las formas del miedo; los cuentos de hadas no dan al niño su primera idea de los fantasmas. Lo que los cuentos de hadas dan al niño es su primera idea clara de una posible victoria sobre el fantasma. El bebé ha conocido íntimamente al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar al dragón.»

Adelantemos ya algo. Para la tradición cristiana el demonio no es el único responsable del mal por antonomasia, del pecado, o sea del acto que niega a Dios y, por eso, repercute, perversamente, sobre el hombre: sobre sí mismo y sobre los demás. El demonio es «cómplice», «incitador», «negador», «tentador». Pero en la tierra, el mal se hace presente porque el hombre quiere y porque no se decide a fiarse de quienes pueden ayudarle a luchar contra el maligno. Continúa Chesterton: «En las cuatro esquinas de la cama de un niño se alzan Perseo y Rolando, Sigfredo y San Jorge. Si retiráis esa guardia de héroes, no hacéis al niño racional: lo único que hacéis es dejarle solo para que tenga que combatir solo con los diablos. Porque, ¡ay!, en los diablos hemos creído siempre. El elemento alentador de esperanza en el universo ha sido en los tiempos modernos continuamente negado y reafirmado; pero el elemento de desesperanza no se ha negado nunca ni por un momento. Como dije en cierta ocasión, la única cosa en que la gente moderna cree realmente es la condenación. El más grande de los poetas puramente modernos resumió toda la auténtica actitud moderna en aquel fino verso agnóstico: "There may be Heaven; there must be Hell" (Hay quizá un cielo; hay sin duda un infierno). La visión sombría del universo ha sido una tradición continua; los nuevos tipos de investigación espiritual o de conjetura empiezan todos ellos por ser sombríos».

Hay algo demoníaco en ese título de Las flores del mal, que escogió Baudelaire para su mejor poesía. Gide se atrevió a hablar de la «belleza del mal», con una estupenda metáfora: «el vaso de alabastro que la Magdalena no hubiera derramado». Algo muy sombrío está en las obras de Beckett y en las de Joyce. No hablemos de Genet o de Sartre. ¿Existe algo más demoníaco que ese «el infierno son los otros»?

Chesterton descubre esa tentación de ceder ante lo demoníaco en un autor aparentemente sólo mundano, en Henry James. «Si alguien no comprende el defecto que estoy criticando en nuestro mundo, le recomendaría, por ejemplo, que leyese una narración de Mr. Henry James titulada The Turning of the Screw (traducido por Atornillando el tornillo, Otra vuelta de tuerca). Es una de las cosas más vigorosas que nunca se han escrito y es una de las cosas acerca de las que es más permisible dudar si deberían haberse escrito. Describe a dos inocentes niños que van creciendo, a la vez omniscientes y poco avisados, bajo la influencia de los espectros de un lacayo y de una institutriz.

Como digo, dudo si Mr. Henry James debió publicarla (no es indecente, no la compréis; es un tema espiritual); pero creo la cosa tan dudosa que daré por bueno que tan gran hombre lo hiciese. Y lo aprobaré del todo, tan del todo como admiro esa narración, si escribe otra igualmente vigorosa acerca de dos niños y Santa Claus. Si no quiere o no puede hacerlo, entonces la conclusión es clara: podemos tratar vigorosamente del misterio sombrío, pero no del misterio feliz. No somos racionalistas, sino demoníacos.»

Cuando Charles Moeller, en el tomo II de su Literatura del siglo xx y cristianismo, trata de James, no cita a Chesterton, pero empieza con Otra vuelta de tuerca y destaca en el escritor norteamericano la presencia de lo demoníaco.

El estilo de James, su esfuerzo por no comprometerse, ha permitido que Otra vuelta de tuerca haya sido interpretada como una más de las historias de fantasmas, a las que era tan aficionado. Pero la interpretación «demoníaca» —en la que coinciden Chesterton, Moeller y algunos otros— parece clara. La historia es sencilla: una institutriz es encargada por un señor, que no aparece nunca, de la educación de dos niños: Flora, de seis años, y Miles, de diez. Son literalmente encantadores. Aunque a Miles le han expulsado del colegio por «corromper» a los compañeros, de esto no vuelve a hablarse. Flora y Miles son obedientes, listos, aplicados.

Hasta que un día la institutriz descubre en la mansión en la que habita con los niños una extraña presencia: la del lacayo Quint, muerto hace tiempo. A ese fantasma se une otro, el de Miss Jessel, la anterior institutriz. Hablando con el ama de llaves —una mujer bondadosa y sensata—, la nueva institutriz se entera de las relaciones que mantuvieron en vida Quint y Jessel. Había en esas relaciones, en esos amores, algo extraño y demoníaco.

Pero la revelación mayor viene cuando el aya de Flora y de Miles llega al convencimiento de que los niños ven los espectros de Quint y Jessel. Es más, de que vienen para estar con ellos, y es probable que, después de muertos, como demonios, mantengan con los niños extrañas y morbosas relaciones (Henry James no quiere concretar más este punto). Con premeditación, un día, el niño, Miles, distrae a la institutriz para que Flora pueda reunirse con Miss Jessel. La institutriz va en busca de Flora. «La escena que sigue —comenta Moeller—, durante la cual el rostro interior, que poco a poco ha esculpido en ella (Flora), se ostenta de forma repelente sobre sus rasgos, es de un horror alucinante; diríase una escena de magia negra, pese a que todo sigue perfectamente natural (...). De repente, el arte del novelista visionario suspende los retozos y jugueteos de la muchacha: una fijeza extraña crispa su rostro y, durante un breve segundo, se ve una máscara vieja, vulgar, malvada, superponerse a los rasgos infantiles. Flora estalla entonces en palabras atroces contra su aya; como un absceso que revienta y lanza un chorro de pus, así ella grita su rebeldía y su odio.»

La institutriz logra apartar a Flora de aquel escenario de horror. Pero queda Miles. La última escena es un combate entre Miles y el demonio Quint. La institutriz ha logrado que Miles confiese que ve al espectro y que lo considera un mal, pecado. La escena final sobrecoge. Miles quiere librarse del mal, y allí, en aquel momento, Quint se aparece tanto para la institutriz como para el pequeño. La institutriz dice: «Está ahí, el cobarde, el horror inmundo; ahí por última vez».

Al oír estas palabras —después de un segundo de espera, durante el cual su cabeza (de Miles) imitó el movimiento del perro impaciente que ha perdido el rastro— toda su persona fue sacudida por un espasmo delirante, como si buscase por todos los medios aire y luz; después, en un acceso de rabia muda, se arrojó sobre mí, enloquecido, lanzando inútilmente en todas direcciones miradas furiosas y sin encontrar en parte alguna la gran potencia dominadora, aunque, a mi entender, la habitación se hallaba ahora completamente impregnada de ella, como de un sabor envenenado.

«¿Es él?»

Yo estaba ahora tan resuelta a obtener la prueba definitiva, que me troqué en una estatua de hielo para desafiarle.

—«¿De quién estás hablando?»

—«¡Peter Quint! ¡Ah, Demonio!». Su rostro parecía dirigir a toda la habitación una súplica convulsa:

—«¿Dónde estás?»

Todavía me parece oír resonar en mis oídos la repetición del nombre fatal y el homenaje rendido a mi sacrificio.

—«¿Qué puede hacerte ahora, tesoro? ¿Qué podrá ya nunca más?» «Te he ganado —desafié a la bestia inmunda—, y él te ha perdido para siempre». Y para acabar la demostración de mi obra, dije a Miles: «Ahí, ahí».

Ya él había saltado de mis brazos explorando, buscando exasperado, pero no veía más que la luz serena. Bajo el golpe de esta pérdida, de la que yo estaba tan orgullosa, el pequeño lanzó el aullido de un ser arrojado al otro lado del abismo, y la fuerza con que le estreché habría podido realmente detener tal caída. Lo agarré; sí, lo tenía asido, ya puede imaginarse con qué pasión; pero al cabo de un minuto comencé a darme cuenta de lo que realmente tenía asido. Estábamos solos en la apacible luz del día, y su pequeño corazón, al fin liberado, había cesado de latir.

Este es el inquietante final de Otra vuelta de tuerca. Lo demoníaco, en Flora y Miles, se mezcla con la mayor apariencia de inocencia y con una impresionante belleza física. Moeller aprovecha ésta y otras obras de James para hablar de la esencia de lo demoníaco en un determinado «ambiente» contemporáneo. «James nos hace presentir en las conversaciones, las intrigas, las conveniencias anglosajonas, una presencia horrible, la presencia de un mal aparentemente omnipotente, la presencia de una obsesionante magia maléfica». O bien: «al cerrar el libro, el horror ha invadido al lector: comprende que el mal está en todas partes y en ninguna, que se oculta, que no lo aprehendemos jamás, antes nos ahoga solapadamente con la sonrisa seráfica de esta Lady o con la mueca graciosa de aquel pequeñuelo».

Moeller parece depender, en su interpretación, de unas observaciones de Graham Greene: «James, en sus últimas novelas, describe el mal in propria persona, que baja de paseo por Bond Street, amable, sensible, cultivado..., el mal que no puede distinguirse del bien más que por el completo egotismo de sus miras»1. Sin embargo, añade características de la presencia de Satán que podrían resumirse así: a) ambigüedad, «inapariencia». «Nadie ha visto a Satán, pues triunfa en la ambigüedad; no se le ha aprendido nunca, porque se disimula bajo esa mundanidad que la Escritura llama "fascinación de la vanidad"». Hoy puede añadirse que la «oculta presencia» de Satán está también en el uso cómico, irreverente de su figura, en la degradación perseverante de los mejores sentimientos humanos; b) los signos externos más claros son la mentira y el orgullo. «Se trata sin duda de Satán, pues la mentira y el egoísmo, esos dos abismos del universo jamesiano, son los del demonio, que es príncipe de la mentira y del orgulloso egoísmo que dice "yo". Las almas de los héroes de James están muertas, vacías, no son ya nada; el diablo es nada, voluntad de nada»; c) destrozo de la libertad. «No hay que olvidar que Satán no puede hacer por sí mismo el mal en este mundo: necesita del hombre como de un "intermediario". Mientras el hombre resiste y se niega a ceder a la tentación diabólica, permanece libre, y Satán es impotente, pues no puede obrar directamente sobre la ciudadela interior del ser espiritual». Como es el hombre el que tiene que actuar, Satán procura engañar: «mostrarse demasiado y demasiado poco, falsificar los dados, para que se pierda el hombre. El pecador se imagina entonces hallarse frente a un mundo que está más allá del bien y del mal, de un mundo profano, sin profundidad espiritual o moral; y obra libremente, sin darse cuenta de que hace el juego a Satán».

1 Citado por Moeller. El estudio de éste sobre James en el volumen II de Literatura del siglo XX y cristianismo, Madrid 1961, pp. 171-226.

Ahora se entiende mejor, quizá, por qué en nuestra cultura, las acciones satánicas en cuanto tales apenas aparezcan y que, a la vez, se multipliquen por todas partes actuaciones humanas diabólicas: asesinato de inocentes, torturas, sistemas enteros basados en mentiras conscientes, desprecio de la ternura y del amor, egoísmos de razas o de nacionalismos. Es más: para que esto último no parezca lo que es, se puede incluso sacar el motivo satánico casi en forma de «un tema» para las revistas desmitificadoras o que juegan a lo «extra-natural». Satán es colocado en el mismo cajón que la quiromancia o que la astrología. De este modo se le ofrece un disfraz, para que sea serio lo que aparentemente es broma.

Si se desea algo «sobrio» en torno a la realidad de Satán, no hay que acudir a los libros esotéricos, ni a la literatura trivial del «satanismo». Hay que atenerse a lo que está sucintamente dicho en algunos pasajes de la Biblia. «Si Dios no perdonó a los ángeles delincuentes, sino que amarrados con cadenas infernales los precipitó en el abismo, en donde son atormentados y tenidos como en reserva hasta el día del juicio...». (Epístola segunda de San Pedro, 2, 4). San Judas también se refiere (versículo 6 de su Carta) «a los ángeles que no conservaron su dignidad, sino que desampararon su morada» y están reservados «para el juicio del gran día en el abismo tenebroso con cadenas infernales». En boca de Jesucristo, dice el Evangelio de San Juan (8, 44): «El padre de quien vosotros procedéis es el diablo, y queréis hacer lo que quiere vuestro padre. El fue homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso y el padre de la mentira.»

Escuetamente aquí se dice: a) que el diablo y los ángeles caídos son criaturas de Dios, no, en absoluto, un principio del mal paralelo a Dios; b) que «hubo algo» (no más precisado) que hizo que unas criaturas hechas por Dios se apartaran de la verdad y se «instalasen» en la mentira; c) que, de este modo, se convierten «espiritualmente» en cabezas de una generación, la de aquellos hombres que eligen la mentira como sistema de vida.

En el misterioso libro del Apocalipsis se cuenta algo más, en ese estilo profético: «Entretanto se trabó una batalla grande en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban contra el dragón, y el dragón y sus ángeles lidiaban contra él; pero éstos fueron los más débiles, y después no quedó ya para ellos lugar ninguno en el cielo. Así fue abatido aquel dragón descomunal, aquella antigua serpiente, que se llama diablo y Satanás, que anda engañando al orbe universo; y fue lanzado a la tierra y sus ángeles con él» (12, 7-9). «Anda engañando»: esto es lo esencial; el «dragón» no es una criatura zoológica, sino la realidad de la perversidad, de la falsedad. La esencia de esa falsedad, de esa mentira es la soberbia, es decir, el considerarse superior a todos ya que, antes, se ha considerado superior a Dios. El «hijo de la perdición» se alza así contra Dios y contra todo lo santo (Segunda Tesalonicenses, 2, 4). Todo pecado comienza en efecto con la soberbia.

Satanás aparece en el Libro de Job como enemigo de los hombres que practican la bondad; para que se entienda, Satán aparece al lado de Dios, lo mismo que en el Libro de Zacarías, 3, 1. Y el Libro de la Sabiduría explica más: «Porque Dios creó inmortal al hombre y lo formó a su imagen y semejanza; mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo, e imitan al diablo los que son de su bando» (2, 24). Algunos textos del Antiguo Testamento podrían ofrecer la ocasión de que entre el pueblo judío se diera una especie de «culto al diablo», aunque en sentido vejatorio y para «conjurarlo». Pero no se dio. El Antiguo Testamento es terminante prohibiendo que se ofrezcan sacrificios a los Seirim, a figuras de macho cabrío que, en muchos pueblos circundantes al hebreo, eran una representación diabólica. Con todo, la «moda» del satanismo tuvo una cierta difusión, como la ha tenido siempre. El Deuteronomio (31, 17) se refiere a una época en la que los hombres, «en lugar de ofrecer sus sacrificios a Dios, los ofrecieron a los demonios». ¿Eran simplemente ídolos de dioses? Quizá este asunto sea difícil de decidir, pero no cabe duda de que en los libros del Antiguo Testamento hay testimonio de criaturas que no son dioses y son más que hombres, no siendo buenos. «Y se encontrarán allí los demonios con los onocentauros, y gritarán unos contra otros los sátiros; allí se acostará la lamia y encontrará su reposo» (Isaías, 34, 14).

En casi todas las mitologías, por contraste, el espíritu perverso, el espíritu del mal ocupa un papel principal y, en algunos casos, como en la religión de origen persa, se da un dualismo estricto: un Dios del bien (Ahrimán) y uno del mal (Ormuzd). En general, el desconocimiento o no reconocimiento de la omnipotencia de Dios lleva, de forma casi insensible, a «personificar» el mal como un principio. De nuevo se «vuelve» a la literatura. Un agnóstico como Goethe cuenta en su vida: «El (Goethe) creía haber encontrado en la naturaleza, en la orgánica y en la inorgánica, en la animada y en la inanimada, un algo real que sólo se manifiesta en contradicciones y que por tanto no puede captarse mediante el concepto y mucho menos expresarse mediante la palabra. No era divino, pues parecía irracional; ni humano, pues no tenía entendimiento; ni diabólico, pues era benévolo; ni angélico, pues a menudo parecía alegrarse del mal ajeno (...). A este algo que se mezclaba con todos los demás seres y parecía unirlos y separarlos lo llamaba yo lo demoníaco, siguiendo el ejemplo de los antiguos.»

Aquí se vuelve, como era de esperar, a la atracción antigua hacia una fuerza «cósmica» independiente de Dios, que quizá sea consecuencia de un intento de «explicar» el mal. De ahí la atracción que los fenómenos diabólicos, singularmente los casos de posesión, han tenido también entre los creyentes, quizá con demasiada morbosidad. Los casos de posesión diabólica que se relatan en el Evangelio están avalados por la autoridad de Cristo. Los demás son, por lo menos, problemáticos. Schmaus escribe: «El poseso no es culpable de las acciones que ejecuta bajo la influencia del diablo o contra su voluntad. La posesión diabólica es siempre consecuencia del pecado, es decir, del pecado original, pero no es siempre resultado de un pecado personal o un castigo del pecado. La posesión es una prueba, permitida por Dios, lo mismo que sucede con las demás tribulaciones. En lo que concierne a la existencia de posesiones diabólicas, la Iglesia cuenta con ellas, como se deduce de las oraciones (exorcismos) previstas para tales casos. Conviene proceder siempre con gran cautela. Muchas enfermedades presentan los mismos fenómenos que la posesión, o fenómenos parecidos. Sólo en raros casos se podrá establecer una distinción neta entre posesión y enfermedad. Nos son tan poco conocidas las fuerzas ocultas del hombre, que en este terreno difícilmente podremos adquirir absoluta seguridad. Muchos fenómenos atribuidos en otros tiempos al diablo pueden explicarse hoy naturalmente (...). La credulidad y las afirmaciones impremeditadas pueden exponer la religión al peligro de la ridiculez. La fe auténtica no necesita ni quiere impulsos o confirmaciones sensacionales, como lo sería el testimonio de los espíritus malignos. Con más claridad y seguridad que en los dudosos casos de posesión diabólica, sabe el cristiano estar en presencia de la incomprensible actividad de la maldad personal cuando ésta se manifiesta en la cruda y enigmática brutalidad de un hombre»2.

2 M. SCHMAUS, Teología dogmática, II, Rialp, Madrid 1966, 3.a ed., pp. 290-291. Un buen tratamiento de este tema, en pp. 266-291.

En este terreno, en efecto, se oscila entre la credulidad «pía» o, en otros casos, «perversa» y la suficiencia agnóstica de no atender para nada a la presencia de lo diabólico. Por un curioso contraste, es en este «vacío» de lo demoníaco donde lo diabólico se encuentra más presente. Lo hemos visto: el origen del pecado, en el ángel caído, es la soberbia, el pensarse lleno de tal manera de sí mismo que puede resistir, con ventaja, cualquier comparación, incluso con Dios. Pero eso es falso, es vacío, es nada. Dentro de la «pompa» de la vanidad no hay nada (como se dice de una almendra sin semilla, sin comestible, que está «vana»). En un antiguo rito de la Iglesia católica se propone a los fieles renunciar a Satanás, «a sus pompas y a sus obras». Las «pompas» (esa vaciedad) son probablemente más numerosas que las obras; o, dicho de otro modo, la mayor parte de las obras son pompas.

La «ausencia» de una opinión pública sobre Satán no quiere decir nada sobre su inexistencia. Al contrario, lo vacío se afirma precisamente en la vaciedad.

Cuando se desea «concretar» más, lo demoníaco se convierte sólo en literatura, es un «lugar retórico» para querer decir algo más. Un ejemplo interesante es un cuento de Clarín, La noche-mala del Diablo. La misma presentación del personaje es la aceptación popular de la imagen y, por tanto, la trivialidad: «Viajaba de incógnito Su Majestad in inferis, despojada la frente de los cuernos de fuego que son su corona, y con el rabo entre las piernas, enroscado a un muslo bajo la túnica de su disfraz, para esconder así todo atributo de su poder maldito.» El tema del cuento es simple: la Nochebuena, el nacimiento de Jesús, es la noche-mala del Diablo. El texto tiene trozos edificantes. Lucifer asiste al Nacimiento: «Y mientras los pastores adoraban al Niño Dios, el Diablo, en forma de murciélago, entraba y salía en el corral humilde, lleno de envidia del amor de Dios. Pero empezaron a entrar y salir también ángeles menudos, de los coros del cielo, los modelos de Murillo, y como tropezaban sus alas con las del murciélago infernal, y se espantaban y huían, Lucifer se alejó de la cuna del Redentor y salió a la soledad de la noche, a la triste helada, tan ensimismado que al volver, en lo oscuro, a su figura natural, no se acordó de despojarse de sus alas de murciélago, las cuales le fueron creciendo en proporción a su tamaño.»

Sigue el cuento. El Diablo reflexiona: el nacimiento de Cristo traerá consigo la ruina del imperio infernal. El asombro y envidia de Satán es por «la idea» que había tenido Dios: hacerse hombre. Pero, de pronto, la idea y la realidad «ser padre», y padre con amor, se apodera del relato de Clarín, en cierto modo obsesionado por ese tema, que trató en la novela Su único hijo. La Encarnación del Hijo de Dios se convierte en un «símbolo» de lo que es la paternidad humana. Ser Diablo es, en este cuento de Clarín, no poder tener un hijo. En un monólogo de Satán, Clarín anuncia —haciéndolo él mismo— la utilización del Diablo como metáfora: «Mis años caducos no serán respetables, seré el anciano chocho, sin grave dignidad, del que se burla el vulgo y que persiguen los pilletes, no el venerable patriarca que guía a un pueblo; seré después algo menos que eso: una abstracción, un fantasma metafísico, un lugar común de la retórica; bueno para metáforas.»

Y, sin embargo, algo queda en Clarín de la «esencia», por decirlo así, del Diablo: el egoísmo: «El egoísmo estéril no me deja reproducirme». En forma que, en cierto modo, traspasa quizá las intenciones de Leopoldo Alas, hay una clara caracterización de lo diabólico como padre del vacío y de la mentira: «En la soledad de la noche fría, el Diablo enterraba en los abismos al hijo suyo, muerto de helada, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve que nace de los besos sin amor del padre maldito que no puede amar; y como engendra sin cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para la muerte eterna»3.

3 El cuento puede verse en Leopoldo Alas «Clarín», Treinta relatos, ed. de Carolyn Richmond, Madrid 1983, pp. 274-282.

En este breve muestreo sobre Satán, no está de más detenerse en un escritor insólito, al menos en el contexto de estas líneas. Me refiero a Antonio Gramsci, fallecido en 1937, fundador y principal ideólogo del partido comunista italiano. Encarcelado por el gobierno de Mussolini en 1926, escribió, además de los famosos Quaderni del carcere, una serie de cartas a sus seres queridos: a la mujer, Giulia; a los hijos, Delio y Giuliano; a la cuñada Tatiana. Una de las preocupaciones de Gramsci, en estas cartas, es la educación de Delio y de Giuliano (al que nunca llegaría a conocer). Para esto, contesta a preguntas, cuenta cuentos, resume otros de autores clásicos. Lo más notable de estas cartas —además del amor paterno, tan distinto a esa paternidad estéril del Diablo, de la que acabamos de oír hablar a Clarín— es el deseo de reducir el mundo humano a sólo lo humano, con una fría y consciente exclusión de lo religioso.

Gramsci no ataca nunca a Dios, en estas cartas y, por lo demás, sus hijos estaban siendo educados en la Unión Soviética, sin ningún tipo de instrucción religiosa. Es el silencio de Dios lo que asombra. Cuando, evocando su propia infancia, tiene que hablar de la Navidad, excluye cualquier sentido cristiano. Los demonios de la literatura popular son sustituidos por fantasmas, magos y duendes. Gramsci coincide con Chesterton en lo bueno que resulta contar cuentos de hadas a los niños; pero no para enseñarles a contar también con Dios, sino para extraer una moraleja de que el hombre, por sí solo, puede bastarse a sí mismo (El hombre «fabbro di se stesso», artífice de sí mismo, de los Quaderni).

Uno de los ejemplos más notables es la adaptación que hace de Canción de Navidad, el inolvidable relato de Dickens. Quien recuerde esa novela corta de Dickens no podrá olvidar las referencias cristianas. El viejo solitario, egoísta y malvado se «convierte» porque, en una horrible pesadilla, ve cuál es el lugar destinado, el Infierno, a los que obran el mal. En Gramsci todo está diluido. En otro cuento, titulado El jorobadito de los diablos, la intención es ya más explícita. El pequeño jorobado hablaba de distintos tipos de diablos. Quien dialoga con él es el propio Gramsci, en su infancia. El relato termina así: «Pregunté: —¿Pero tú crees en serio en los diablos? Me miró como ofendido. Después gritó con voz vibrante: ¡Vete! Y levantó el bastón humeante. Yo escapé. No tenía ganas de que me pegaran. Pero incluso después de una buena zurra yo no hubiese creído en todos aquellos diablos. Eran una fantasía.»

La clave de todo es una carta dirigida a su madre: «Si lo piensas bien, todos los problemas del alma y del paraíso y del infierno en el fondo no son sino una forma de ver este hecho sencillo: que cada acción nuestra se transmite a los demás según su valor de bien o de mal, pasa de padres a hijos, de una generación a otra con un movimiento perpetuo. Y al igual que todos los recuerdos que nosotros tenemos de ti son de bondad y de fuerza, y tú has dado tus fuerzas para sacarnos adelante, esto significa que tú estás ya, desde entonces, en el único paraíso que existe, que para una madre es el corazón de sus hijos.»

Gramsci, en estos párrafos estremecedores, es notable por muchos conceptos. En primer lugar, aunque la fantasía esté presente, sus «pobladores» son figuras plenamente utilizadas para un designio pragmático, el de establecer una concepción del mundo humana y solamente humana. En segundo lugar, al haber desechado lo extra-humano (o, mejor, lo sobrenatural), no deja espacio tampoco para lo satánico. Ahora se entiende la extraña nostalgia que existe en el deseo de Gramsci, en las relaciones con sus íntimos, de construir un delicado mundo de sentimientos, de ternura y de cercanía. Nostalgia y algo extraño: esos conceptos con los que pretende convencer a su madre de que no hay más paraíso que el paraíso del cariño materno y de la relación padres e hijos suenan, en el fondo, a crueles.

Moeller se refería, hablando de James, a lo demoníaco como vaciedad. Más terrible aún, por lo insospechado, es esa especie de involuntaria convicción diabólica de que el mundo del hombre puede prescindir absolutamente de lo divino. Salvemos todas las intenciones por lo que se refiere a Gramsci; hay que decir que lo demoníaco auténtico no es el satanismo de salón, el juego de los espíritus, los relatos de fantasmas, sino la voluntad de construir lo humano haciendo que una anciana sea incrédula, se olvide de rezar.

Cuando podemos emocionarnos por algo valioso humano, sin caer en la cuenta de que, en esa presentación, ha sido deliberadamente excluido Dios, podemos advertir la presencia tranquila y satisfecha de Satán.