OBJETIVIDAD DE LO RELIGIOSO


A la hora de medir el estado de las creencias religiosas, el recurso usual es doble: a) «contar» hechos religiosos, por ejemplo, las encuestas sobre «cumplimiento del precepto dominical»; b) registrar opiniones sobre esas creencias, respuestas a preguntas como «¿cree usted en Dios?», «¿cree en el más allá?» Hay que decir que todo eso da poca idea y, sobre todo, da poca cuenta de la realidad de la religión. En este tema, como en todos, puede existir una diferencia entre «lo que pasa» o «lo que se opina» y «lo que realmente es». Para anular esa diferencia, es decir, para dar cuenta completa de la realidad (o, al menos, para intentarlo), es preciso partir de un presupuesto que tiene poco que ver con la sociología y todo que ver con la ontología. Hay que partir de que la realidad de lo sacro no depende absolutamente de la experiencia humana, aunque se dé en la experiencia humana.

Si esto se olvida, incluso los intentos teológicos de un tomar el pulso al «estado general de la fe» pueden resultar radicalmente desenfocados. Una muestra, entre muchas, de la literatura teológica de los años setenta, que se prolonga hasta hoy, puede ser ésta: «Lo que de manera primordial y directa resplandece ante nosotros no son los vestigia Dei, sino los vestigia hominis. La creación de Dios está mediatizada en todas partes por la obra del hombre»1. Es, una vez más, el tema de la «secularización» casi como «fatalidad» de la época moderna.

1 J. B. METZ, Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970, p. 47.

A estas posiciones deseo hacer una objeción que me parece fundamental: ¿quién y cómo puede diagnosticar la situación religiosa global del mundo en un momento determinado? Hay que darse cuenta de que algunas afirmaciones teológicas usuales sobre la secularización pretenden emitir un juicio definitivo y terminante tanto sobre la realidad de Dios como sobre el eco que esa realidad divina despierta (o deja de despertar) en las conciencias y en las obras de miles de millones de personas.

Insistamos en la objeción: ¿cómo puede alguien —hombre al fin y al cabo— atreverse a tanto? Si las afirmaciones estuviesen hechas como hipótesis personales («lo que yo siento que es la experiencia religiosa») podrían tener una cierta validez. Pero las afirmaciones van mucho más lejos; Dios ha muerto, Dios se ha ocultado, ha desaparecido del horizonte...

Las realidades diversas que podrían ofrecerse (probablemente millones de personas que rezan a Dios) son consideradas reliquias despreciables, puesto que no estarían en la línea de la historia. La historia, la concepción o la comprensión histórica del mundo permitiría a sus intérpretes teólogos hablar, como hace Metz, de que el mundo ya no está «divinizado», sino «hominizado»2.

Hay que extrañarse del poder de penetración de estos autores que son capaces de dar cuenta de toda la historia, sin dejar residuo alguno y sin conceder valor alguno a las realidades persistentes. Pero es que hay más, mucho más. Un teólogo como Metz, pero no es el único, cree poder explicar definitivamente lo que se propone Dios con la Encarnación: «Dios ha asumido el mundo con definitividad escatológica en su Hijo Jesucristo»3. Esto es decir que en el designio eterno de Dios la secularización estaba prevista (aunque sólo se dé en una parte de la cultura actual) y querida, precisamente como mostración de la esencia de la Encarnación.

2 Teología del mundo, pp. 74-75.
3 Teología del mundo,
p.
23.

El inciso «en una parte de la cultura actual» tiene más importancia de lo que parece a primera vista. Muchos de los teólogos que detectan la secularización ignoran por completo los datos etnológicos sobre millares de pueblos considerados primitivos. Esa realidad primitiva —en la que lo religioso cuenta mucho— tiene que ser vista con una óptica evolucionista, a favor del mundo occidental, que ya habría llegado a una edad «adulta». El etnocentrismo que se oculta detrás de esa actitud es uno de los rasgos más molestos de algunos teólogos europeos y norteamericanos. Según esta línea evolucionista, lo que viene después es ontológicamente más rico que lo anterior. Pero, ¿qué sentido tiene este después cuando somos contemporáneos de muchos pueblos que no han hominizado en modo alguno el mundo?

Llegamos así a la conclusión de que el teólogo de la secularización (o el que se apoya en ella) no habla de Dios, sino en nombre de Dios, ya que —como es obvio— sólo Dios podría dirigir esa mirada lúcida, certera y definitiva sobre el sentido de toda la historia humana.

En nombre de esa sustitución, otro teólogo puede afirmar que lo cúltico ha sido hominizado. Me refiero a Moltmann. Según él, los cristianos, en lugar de entender la Resurrección de Cristo como promesa, como apoyo de la esperanza, basaron en ella un culto: «El acontecimiento de promesa, que fue el modo como se entendieron las palabras y las obras, la muerte y la resurrección de Jesús, se convierte ahora en un acontecimiento de redención, que puede ser repetido cultualmente a la manera de un drama mistérico. El acontecimiento sacramental nos hace participar en la muerte y la resurrección de la divinidad. La representación solemne consideró ya como realizada la resurrección de Jesús entendida como su entronización como Kyrios exaltado y, por ello, como algo que sólo debe ser representado»4.

4 J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969, p. 205.

Nos encontramos nuevamente con una forma aguda de etnocentrismo y con un desconocimiento bastante claro de la función del culto en la casi totalidad de los pueblos. Pero sobre todo es preciso repetir la pregunta: ¿cómo sabe Moltmann qué es realmente —según Dios— la Resurrección de Jesús? ¿Cómo puede borrarse lo que está escrito, de modo explícito: haced esto en memoria mía? Cuando se está atento a lo que está revelado, se puede escribir, como hace Pozo, que «el culto cristiano tiene tres dimensiones. Mira al pasado, es anámnesis de la pasión y muerte del Señor, de su resurrección y de su ascensión a los cielos. Mira al presente en cuanto no es puro recuerdo, sino que realiza actualmente una obra de santificación en nuestras almas. Pero mira también al futuro, pues el culto cristiano se celebra en espera de la vuelta del Señor. Prescindiendo de momento de su dimensión de presencialidad, muy claramente atestiguada por San Juan, San Pablo ha unido la doble mirada hacia el pasado y el futuro a propósito de la Eucaristía: "Pues cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga" (1 Cor 11, 26)»5. Estas tres dimensiones de lo cúltico se encuentran en muchas formas religiosas de los pueblos primitivos, en toda esa suma de sacrificios que —según los Padres de la Iglesia— prefiguraban de algún modo el de Cristo.

Aquí cabe dar paso a la siguiente objeción: si he criticado a los teólogos de la secularización por arrogarse hablar en nombre de todos y de todo lo que ocurre en la historia, ¿con qué derecho podemos nosotros hacer afirmaciones igualmente globales? La respuesta es: sólo en cuanto adhesión personal a la fe, en cuanto atención objetiva al contenido de la Revelación. «El caminar terreno del cristiano es un caminar en la fe y no en la visión, pero la dramaticidad de la historia, la obscuridad y los límites de nuestro conocimiento, etc., no son el momento radical de la existencia humana, sino un contrapunto en el que la positividad de la fe se prueba y afirma. Una teoría del conocimiento histórico puede y debe llevar a una profundización crítica en la teoría del conocimiento y en el tema de los signos de la voluntad de Dios, a una revisión de las pretensiones de ciertas teologías o filosofías de la historia, etc., pero en modo alguno puede conducir a un agnosticismo total sobre la historia»6.

5 C. Pozo, Iglesia y secularización, pp. 113-114.
6 J. L. ILLANES, Presupuestos para una teología del mundo, en «Scripta Theologica», III (1971), pp. 471-472.

Prescindir de la fe —de la adhesión a lo revelado— para construir una teología que permita, en su tiempo, llegar a la fe, es dejar de hacer teología y, por eso mismo, dejar de ver el mundo y la historia con mirada teologal. No tiene por eso nada de extraño que Metz haya defendido una «teología política» y que Moltmann reduzca el cristianismo a trabajar en lo temporal para un futuro mejor. Este refugio en el temporalismo es la contrapartida a la renuncia de lo sacro. «En un momento histórico en el que, aun dentro de no pocos ambientes católicos, sufrimos una seria crisis doctrinal y el embate de una tendencia anticúltica y antisacramentalista, la teología de Moltmann, a pesar de sus innegables valores y de sus planteamientos sugestivos, no puede ser una aportación positiva a la superación de estos graves problemas nuestros. El cristianismo se vive, ante todo, en un diálogo de fe —de una fe que es doctrinal— y de adoración del hombre con su Señor»7.

Sí. Pero siempre es bueno, además, rastrear las constantes humanas que, a su modo, señalan la objetividad de lo religioso. La atención a esas constantes permite «distanciarse» críticamente de las lecturas precipitadas de la historia, de esas que atienden sólo a una experiencia limitada en el tiempo y en el espacio. El eje que atraviesa este ensayo —las transformaciones de lo sacro— es él mismo una de esas constantes.

El rito —otra constante— nos va a permitir en seguida insistir en esta objetividad de lo sacro.

7 C. Pozo, Iglesia y secularización, p. 119.