MITO, TÉCNICA Y METAFÍSICA


«El hombre religioso asume un modo de existencia específico en el mundo y, a pesar del considerable número de formas histórico-religiosas, este modo específico es siempre reconocible. Cualquiera que sea el contexto histórico en que esté inmerso, el homo religiosus cree siempre que existe una realidad absoluta,
lo sagrado, que trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso mismo, lo santifica y lo hace real»1. Estas palabras de un libro, ya clásico, de Mircea Eliade dan con un rasgo permanente de la sociología o de la fenomenología de lo sagrado. Es sabido que Eliade no se plantea casi nunca su investigación como una profundización filosófica o teológica. Le interesa, más bien, la historia comparada de las religiones, con el objeto de destacar algunas constantes.

Al lado de esa caracterización del hombre religioso, evoquemos de nuevo la actitud del hombre occidental desde que se inicia el llamado proceso de desacralización. Este proceso, hay que decirlo claramente, no tiene por qué ser irreversible. Pero, mientras dura, no es ocioso plantearse cuál es la actitud del hombre actual, en muchos casos. Se pueden leer otra vez las palabras de Eliade: «El hombre moderno arreligioso asume una nueva situación existencial: se reconoce como único sujeto y agente de la historia, y rechaza toda llamada a la trascendencia. Dicho de otro modo: no acepta ningún modelo de humanidad fuera de la condición humana, tal como se la puede descubrir en las diversas situaciones históricas. El hombre se hace a sí mismo y no llega a hacerse completamente más que en la medida en que se desacraliza y desacraliza el mundo. Lo sacro es el obstáculo por excelencia que se opone a su libertad. No llegará a ser él mismo hasta el momento en que desmitifique radicalmente. No será verdaderamente libre hasta no haber dado muerte al último dios»2.

Son conclusiones extremas que, por lo mismo, no resultan generalizables. Es necesario plantearse ontológicamente el tema de lo sagrado. Si lo sagrado es, en el hombre, el reconocimiento de lo que nunca puede dejar de ser (Dios), las vicisitudes culturales cuentan poco en última instancia contra la pervivencia de lo sobrenatural. Eliade intuye algo de esto en un texto citado: «En cierto sentido, podría casi decirse que, entre los modernos que se proclaman arreligiosos, la religión y la mitología se han ocultado en las tinieblas de su inconsciente, —lo que significa también que las posibilidades de reintegrar una experiencia religiosa de la vida yacen, en tales seres, muy en las profundidades de ellos mismos. En una perspectiva judeo-cristiana podría decirse igualmente que la no-religión equivale a una nueva caída del hombre: el hombre arreligioso habría perdido la capacidad de vivir conscientemente la religión y, por tanto, de comprenderla y asumirla; pero, en lo más profundo de su ser, conserva aún su recuerdo, al igual que después de hr.Vrimera caída, y aun cegado espiritualmente, su antepasado, el hombre primordial, Adán, habría conservado la suficiente inteligencia para permitirle encontrar las huellas de Dios visibles en el Mundo. Después de la primera caída, la religiosidad había caído al nivel de la conciencia desgarrada; después de la segunda, ha caído aún más bajo, a los subsuelos del inconsciente: ha sido olvidada. Aquí se detienen las consideraciones del historiador de las religiones. Aquí también comienza la problemática propia del filósofo, del psicólogo, incluso del teólogo»3.

1 M. ELIADE, Lo sagrado..., p. 170
2
M. ELIADE, Lo sagrado..., p. 171.
3
M. ELIADE, Lo sagrado..., p.
179.

Hay que dar paso, más bien, al filósofo y al teólogo. Y, sobre todo, salir de la estricta norma comparativista y de la simple comprobación fenomenológica. Comparativismo y fenomenología son con frecuencia formas de una actitud filosófica concreta: el inmanentismo. El inmanentismo, aun en sus formas más mitigadas, tiene miedo a afirmar la realidad de lo sobrenatural, que es lo que funda lo sagrado. Y esta actitud se conecta con una metafísica que también desconoce el sentido de ser. Se pasa por alto fácilmente, quizá por influencia del método de algunas ciencias sociales, que nada puede afirmarse racionalmente si antes no se ha dado alguna respuesta a la pregunta fundamental: ¿por qué las cosas son? Que son, que cambian, que se comportan de este o de aquel modo no tiene, en realidad, nada de extraño. Uno puede acostumbrarse fácilmente a deambular en el acostumbrado paisaje. Lo que no puede dejar de inquietar es: ¿por qué hay cosas en lugar de nada? Esta pregunta es muy antigua, aunque modernamente haya sido en ,vierto modo popularizada por Heidegger. Es una pregunta que revela la profundidad de la inteligencia humana, su clara distinción de cualquier tipo de conocimiento meramente animal. El animal no se preguntará nunca por el ser de las cosas. El hombre, ante la realidad, es capaz de «anticiparse», de forma que no deja de ser misteriosa, para tratar de investigar «qué había antes».

La primera anotación que descubre lo sagrado es la simple afirmación de que «Dios es». Pero, como observa bien Gilson, «desde el momento en que se dice que Dios es el Ser, está claro en cierto sentido que sólo Dios es. Admitir lo contrario es comprometerse a sostener que todo el Dios, lo que el pensamiento cristiano no sabría hacer, no sólo por razones religiosas, sino también por razones filosóficas, de las cuales la principal es que si todo es Dios, no hay Dios. En efecto, nada de lo que conocemos directamente posee los caracteres del ser. En primer lugar, los cuerpos no son infinitos, puesto que cada uno de ellos está determinado por una esencia que lo limita al definirlo. Lo que conocemos es siempre tal o cual ser, jamás el Ser, y aun suponiendo efectuado el total de lo real y de lo posible, ninguna suma de seres particulares podría reconstituir la unidad de lo que es, pura y simplemente. (...) Todos los seres por nosotros conocidos se hallan sometidos al devenir, es decir, a la mudanza; no son, pues, seres perfectos e inmutables como lo es necesariamente el Ser mismo»4.

4 E. GILsox, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 1981, p. 72. Libro que sigue siendo utilísimo, del mejor conocedor de esta época.

Hay que darse cuenta de que si la inteligencia alcanza a formular estos razonamientos, apoyada en la realidad (nada más real y más «experimentable» que la limitación, la mudanza, el cambio, la precariedad, etc.), no se puede prescindir de ellos, sin que se verifiquen graves consecuencias. Descubrimos así que el «olvido» de lo sagrado está estrechamente conectado con el «olvido» del ser: otro tema que Heidegger supo descubrir, aunque no lograse llegar a las últimas consecuencias. Aparentemente «no pasa nada» cuando el hombre, o incluso una civilización entera, se «olvida» del ser: pero luego las consecuencias se hacen graves, muchas veces trágicas. De pronto se descubre, como señaló Heidegger, que el hombre no sabe ya construir (bauen), porque ya no sabe habitar (wohnen); y no consigue ni construir ni habitar porque se ha olvidado de pensar (denken). De ahí el prevalecer de una técnica ciega; de ahí que la casa humana haya sido transformada en una «máquina», en esa «máquina para habitar» de la que hablaba significativamente Le Corbusier 5. Poco a poco encontramos, en el ámbito preferido de la comprobación psicológica, sociológica y antropológica las consecuencias del olvido del pensar; y el pensar ha sido siempre, como lo señaló ya Parménides, un poner de algún modo en relación el pensar con el ser.

5 Cfr. M. HEIDEGGER, Lettre sur l'humanisme, Aubier, París 1952 (edición bilingüe francés-alemán), p. 92 y siguientes.

El hombre arreligioso de nuestro tiempo se caracteriza por una especie de culto a la razón técnica, que es casi el prototipo de lo tangible. Ahora bien, esa técnica es la que está revelando de forma cada vez más clara su insuficiencia. El que no sabe ser no sabe tener, habere, no sabe habitar (habitatio viene precisamente de habere). La técnica, recuerda Heidegger, no es nada neutro; es un modo de desvelar la verdad. Y esto es posible porque la técnica participa también del episteme, es decir, del saber algo sobre algo. El hombre siempre ha sido un técnico. Pero «el desvelar imperante de la técnica moderna es un provocar, exige a la naturaleza energías que no se encuentran en ella inmediatamente, que es preciso ir a buscar, provocarlas, para después acumularlas». Así se comprende cómo la amenaza que hoy la técnica supone para el hombre no deriva directamente de las máquinas y de los aparatos (los ha habido siempre); la amenaza estriba en que la técnica sustituye a cualquier otro conocimiento, es un tipo de conocimiento que no ahonda en las raíces del ser. La mentalidad tecnológica, toda ella ocupada con su característica prisa, ocupada en preparar antes que nada un hacer, suministra a su modo una respuesta sobre el ser. Pero una respuesta que ahoga al hombre, porque asegura y reasegura el olvido sobre el ser, en toda su apertura.

Es preciso poner íntimamente en relación lo que se suele denominar «desacralización» con el proceso, verdaderamente histórico, de «tecnificación». No es que la ciencia experimental y la tecnología hayan revelado la falsedad del ser (¿cómo podría hacerlo si se mueven en otro plano?); simplemente han acostumbrado al hombre a moverse entre realidades fabricadas, artificiales, impidiéndole las preguntas fundamentales sobre el sentido de lo originario. Este es el verdadero drama de lo sacro hoy. El hombre arreligioso no es aquel que ha conseguido demostrar la inexistencia de lo trascendente, sino el que ha construido un «trascendente inmanente», sobre la base de las obras de sus manos, de los dioses técnicos. En otras palabras: no estamos en una época en la que lo sacro haya desaparecido del horizonte, sino en una época en la que la expresión de lo sacro se hace a través de «mitos», de «mitos» técnicos.

Ahora se comprende, quizá mejor, la atención que he dedicado en los ensayos anteriores al mito, coincidiendo en esto con la mayoría de los investigadores en historia de las religiones y sociología y psicología social. El «mito» vuelve a estar de moda. Ante la insuficiencia de lo racional-técnico, se ha visto que el mito es una constante construcción del hombre. Pero es posible que esta atención al mito se mantenga en la simple perspectiva fenomenológica, con lo que se desaprovecha la posibilidad de que esa realidad dé pie para llegar a la ontología. Digamos una vez más, con palabras de otro estudioso, que «los mitos son tanteos de respuesta a las preguntas más inquietantes, a las cuestiones más profundas del hombre individuo y, sobre todo, del grupo humano: origen y destino del hombre, de la vida, explicación de la naturaleza de los seres sobrehumanos, del más allá de la muerte; el proceso de salvación, la formación del cosmos y de la tierra entonces habitada y conocida, así como su ocaso»6. Por eso siguen existiendo mitos; en primer lugar, como intento de respuesta a esas preguntas fundamentales, que no desaparecerán nunca del horizonte humano; en segundo lugar, como prueba de que la razón técnica participa también, aunque no quiera saberlo, de la razón mitológica.

Nos encontramos hoy con realidades complejas como las siguientes: «desacralización»; proceso creciente de tecnificación de la vida; «olvido del ser»; resurgimiento de los mitos. Con una salvedad: los nuevos mitos no son balbuceos del ser ni, por tanto, permiten la «apertura» a lo sagrado, sino que son mitos producidos por la razón tecnológica. (Piénsese en los mitos engendrados por determinada actitud «ecológica»).

Todo esto hace ver la importancia de conceder a la metafísica del ser su valor de apertura a lo sagrado. Con la razón técnica es muy difícil llegar a la profundidad del ser, como no sea a sensu contrario, por las consecuencias nihilistas. El análisis de las consecuencias de la razón técnica llega hasta el descubrimiento de nuevos «mitos», pero (si se puede hablar así) de «mitos ciegos». Son esas «acotaciones» señaladas por Eliade, semejantes a las sagradas, pero sólo semejantes. «En esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, única: son los lugares santos de su Universo privado, tal como si este no ser religioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que participa en su existencia cotidiana»7.

6 M. GUERRA, Historia de las religiones, Eunsa, Pamplona 1980, v. 2, pp. 61-62. Otra bibliografía sobre el mito: R. CAn,LOis, Le Mythe et l'Homme, París 1938; A. E. JENSEN, Mythos und Kult bei Naturvólken, Wiesbaden 1951 (trad. cast. 1966); L. CENCILLO Mito, BAC, Madrid 1970.
7 ELIADE, Lo sagrado..., p. 28.

Esta «realidad» puede ser «mitificada» («es para mí algo mítico»), pero a partir de la experiencia técnica, de la artificialidad. Por eso son mitos ciegos. Cuanto más, valen como síntomas de que permanece la aspiración al ser, a la fundación de todos los porqués.

«A partir de la experiencia técnica», he escrito. En efecto, la explicación científico-técnica de la realidad ocupa poco a poco el lugar de la metafísica del ser. El proceso es, más o menos, como sigue: a) se decide que no hay más explicación que la científico-experimental; b) se supone que, en el grado actual de la ciencia experimental, las preguntas fundamentales están contestadas de forma «humana», es decir, sin necesidad de «postular» algo trascendente al hombre; c) se comprueba que, sin embargo, en el hombre sigue existiendo la capacidad de más, la reflexión sobre la reflexión, la pregunta sobre las preguntas; d) se reconoce que esas «inquietudes» tienen un puesto en el universo humano, puesto que se dan; e) se intenta contestar fabricando mitos manejables y explicables.

De este modo, todo cuadra y, además, según los métodos de la razón técnica. Incluso lo «incognoscible» es reducido a método o, por lo menos, se piensa que se sabe el método por el que se engendra «lo incognoscible». En toda esta compleja operación, hay cosas que no son ya notadas: las preguntas centrales, los porqués.

Estos porqués han de ser afrontados con toda claridad. La literatura sobre lo sagrado no puede contentarse con el descomprometido relatar «simplemente lo que ha sido», las formas de expresión de lo religioso, poniendo entre paréntesis un juicio sobre su verdad, un anclaje ontológico. Entre otras razones porque la simple fenomenología de lo sagrado puede prolongarse indefinidamente, sin que pueda extraerse de ella una indicación sobre un tema, ya anunciado en estas páginas, y verdaderamente crucial: ¿se ha perdido lo sagrado en la sociedad industrializada y urbanizada?; en caso afirmativo, ¿es posible recuperarlo?; en caso afirmativo, ¿cómo?

Se comprende fácilmente que esas preguntas sean fundamentales. Si lo sagrado se hubiese perdido definitivamente (lo que equivale a afirmar que es una construcción humana, un rasgo cultural de la sociedad), las manifestaciones sagradas que aún perviven serían sólo reliquias históricas, destinadas a la extinción. O, en el mejor de los casos, habría que cultivar una especie de religión comparable al cultivo del arte. Nadie espera que detrás del arte (de las formas de arte) exista un Arte eterno, una realidad ontológicamente perdurable. De forma parecida, habría que respetar lo religioso como se respeta cualquier otra creación humana. Sin embargo, los que, al cultivar la religión, creyesen que establecían un contacto con lo Absolutamente Otro, con Dios, estarían irremisiblemente engañados.

La pregunta definitiva resulta ser ésta: ¿el hombre es religioso? Y hay que dar a ese es toda su fuerza. En otras palabras: hay que establecer claramente una conexión entre la inteligencia humana y el ser en toda su apertura. Esto quiere decir que la capacidad de religión no se basa terminalmente en un sentimiento, en una fabulación, en la imaginación, sino en lo que define esencialmente al hombre: su razón y su libertad.

La «galaxia» cultural dominante, en las vanguardias, desde los años treinta de este siglo ha puesto de moda ensañarse contra la «racionalidad» del hombre. El juego es muy fácil y se desmonta pronto: sólo porque el hombre es racional, inteligente, se puede permitir el lujo de intentar funcionar como si fuera «irracional». La inteligencia no es, desde luego, lo único importante en el hombre, pero esta misma apreciación es un resultado del ejercicio de la inteligencia. Sólo la aguda inteligencia de un Pascal podía llegar a decir que el corazón tiene sus razones que la razón no conoce; pero la razón conoce que el corazón tiene otras razones.

La inteligencia, una de cuyas «funciones» es la razón, puede, atenta al ser, llegar a descubrir al que Es por esencia. «En este problema capital de la existencia de Dios es necesario admitir que la cultura, las filosofías, la historia comparada de las religiones y de las mitologías han levantado mucha humareda, introduciendo distinciones, perspectivas de complejidad inaudita que volatilizan, por decirlo así, dicho problema. (...) Volvamos al principio fundamental de que el problema de Dios es el problema esencial del hombre esencial, del que recibe su dilucidación última todo otro problema existencial (ética, derecho, economía...)»8. Estas palabras de Cornelio Fabro son un reflejo de una realidad que se cumple siempre. Resulta bastante claro que una parte de la cultura actual adquiere su «fuerza» de la libre renuncia a considerar la religión como algo objetivo.

«Los elementos para la solución del problema, al alcance de todos —del hombre común tanto como del profesor de metafísica—, son los siguientes: a) admitir la existencia del mundo exterior, esto es, de la Naturaleza y de los otros hombres. Sin esta admisión, el sujeto no se distingue del objeto, ni el hombre de la Naturaleza y la conciencia vive en el caos; b) la conciencia del propio Yo, como realidad compleja de alma y cuerpo y, sobre todo, como núcleo personal que debe orientarse en el ser y en la vida. Sin la conciencia de la propia personalidad no surge ningún interés ni problema, y mucho menos el problema de Dios; c) la condición de la validez u objetividad del conocimiento y de su capacidad de avanzar con la experiencia y la reflexión, de modo que pueda elevarse de las apariencias a las esencias, de la parte al todo, de los efectos a las causas y viceversa. Todo hombre normal está persuadido de ello»9. Estos tres principios pueden ser desoídos, precisamente porque se atiende a una práctica mayoritaria en la que no se piensa, en sentido fuerte. Poco a poco se ha ido entendiendo por realidad lo que se va dando. De ese modo es silenciado lo que es en profundidad, lo que fundamenta el fundamento.

Se ha visto ya varias veces en este ensayo: como siguen ocurriendo hechos religiosos, se llegará, a lo más, a una descripción, a una fenomenología, a algo que deja entre paréntesis el compromiso ontológico.

Hay que intentar dar, por el contrario, con la objetividad de lo religioso.

8 C. FABRO, Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid 1977, p. 213.
9
Drama del hombre..., p. 214.