LO SACRO Y EL ROCK


Al bosquejar la historia sociológico-religiosa de la sensibilidad occidental en los últimos treinta años es imposible no hablar de Bob Dylan, probablemente el héroe más cotizado de la canción en los años sesenta. Dylan se impuso en seguida tanto por la calidad de su música como por la poesía de las letras, que resumía de forma eficaz una aspiración de la juventud a la paz, a la transformación del mundo y a la comprensión. Y todo sin definición, o con la definición de la indefinición. Cualquier cosa antes que situarse en la sociedad adulta y consolidada; ese mundo, que, sin embargo, parecía permanecer siempre. «How many years can a mountain exist / before it's washed to the sea?, ¿durante cuántos años puede existir una montaña antes de que se derrumbe en el mar? ¿Durante cuántos años puede uno existir antes de que se le permita ser libre? ¿Cuántas veces puede mirar el hombre a otra parte pretendiendo que no ve precisamente todo eso? La respuesta, amigo mío, is blowin' in the wind, late en el viento».

Esta canción dio la vuelta al mundo y aún hoy se escucha con gusto, porque se ha convertido casi en un documento histórico. Como esta otra, también de Dylan: «You say you're lookin' for someone...». «Tú dices que estás buscando a alguien, nunca débil, siempre fuerte, para que te proteja y te defienda, cuando tienes razón y cuando no la tienes. No soy yo esa persona». «But it ain't me, babe».

Bob Dylan, nacido en 1942 —contaba 26 años en el año famoso de 1968, en plena contestación estudiantil—, se convirtió en 1979 a un movimiento religioso, de inspiración cristiana, denominado Born Again (Renacido). Dylan —cuyo verdadero nombre es Robert Zimmermann— es de raza judía y estaba apartado de cualquier fe. Su conversión tuvo como manifiesto un long-play titulado Slow Train Coming (Llega un tren lento) e incluía canciones tan significativas como Gonna Change my Way of Thinking (Voy a cambiar mi modo de pensar). En When You Gonna Up (Cuando vas a despertarte) dice: «Dios no hace promesas que no cumpla. Hay un hombre en la Cruz y ha sido crucificado por ti. Cree en su poder. Es todo lo que tienes que hacer». Ese Cristo volverá: «El tiene planes para fundar su reino cuando vuelva» (de When He Returns).

En 1980 apareció un nuevo álbum titulado Saved Sa. Cada vez es más explícito: «Estaba cegado por el diablo. Nací ya arruinado, muerto, con una frialdad de piedra. Y soy feliz, sí; soy feliz, soy feliz, tan feliz». Sociológicamente, esta conversión en los años ochenta ha sido relacionada con el cansancio de los setenta, después de la euforia de los sesenta. Pero, según Dylan, su conversión iba más allá de estas clasificaciones de urgencia. El pretendía una experiencia religiosa afincada en lo genuino; y el lenguaje es reconocible: «Tú me lo has dado todo. ¿Qué puedo hacer por Ti? Tú me has dado ojos para ver. ¿Qué puedo hacer por ti? (What Can 1 Do for You?). Se nota que el álbum de 1980 está basado en una lectura del Evangelio con signo «fundamentalista», según la terminología anglosajona, es decir, tremenda y alarmista, pero indudablemente sincera: «¿Estás preparado para encontrar a Jesús? ¿Estás donde debes estar? ¿Te reconocerá cuando te vea? ¿O dirá: Apártate de mí?» (Are you ready?).

¿Cuál fue el impacto de la nueva música de Dylan sobre millones de jóvenes que lo han seguido durante años ciegamente?

El impacto apenas se notó. La música rock y folk había acostumbrado, por sus temas, a cualquier cosa. Todo era válido, todo era lícito. Se han hecho canciones a la promiscuidad sexual, a la droga, a la paz, al aburrimiento, al nihilismo. Pero, por otro lado, la conversión de Bob Dylan —una figura que ha estado y sigue estando en la actualidad, en aquellos sitios o en aquellas formas culturales que se estiman más típicas del momento histórico— no deja de ser una muestra, a su modo, de la pervivencia o perennidad del sentimiento de lo sacro. No por usadas en las formas fundamentalistas las siguientes palabras de Bob Dylan, en 1980, dejan de impresionar. En una época en la que muchos teólogos afilaban la ambigua espada de la desmitificación o procuraban una reconversión de la fe en un mensaje simplemente social o político, Dylan reintrodujo, en el auditorio menos usual, estos interrogantes: «¿Estás preparado para el juicio? ¿Estás preparado para la terrible y afilada espada? ¿Estás preparado para Armagedón? ¿Estás preparado para el día del Señor?»

Lo sacro es visto aquí, en la mejor tradición bíblica, como lo tremendo y terrible. Pero, a la vez, todo está transido de una particular vivencia de la esperanza cristiana: «No llores y no mueras y no ardas. Porque, como, un ladrón en la noche, El cambiará el mal por bien, cuando El regrese». Probablemente, en este caso se muestra, de manera palmaria, que el hombre es un «animal de fe»; no puede pasarse sin ella. Y del «fundamentalismo» de Dylan, al «mito» de John Lennon.

Cuando en 1980 fue asesinado el compositor y cantante John Lennon los comentarios pasaron gradualmente de una apreciación sociológica a una creciente mitificación, utilizándose en esta última algunas formas de lo sagrado, en su sentido más genérico. Las apreciaciones sociológicas no interesan aquí. Se limitaban a hacer una historia del fenómeno de los Beatles, desde la aparición de su primer disco, en 1962. Se unía luego la moda beatle con un determinado modo de vivir la juventud, extendida a la mayor parte de los países del mundo.

La necesidad de un «símbolo integrador» hacía que se pasara de la simple comprobación a la «tesis». Se escribieron frases como éstas: «cambiaron la vida del mundo», «eran el símbolo de lo que ha sido el mundo en los últimos veinte años», «el símbolo de la rebeldía juvenil contra toda hipocresía». Poco a poco se iban deslizando los comentarios «espiritualistas». Allen Ginsberg escribió que «los Beatles han hecho de Liverpool el centro de la conciencia universal». Y Timothy Leary, el «profeta» del LSD, denominó a los Beatles «los cuatro evangelistas del nuevo estilo de vida».

Esta actividad de mitificación fue, en alguna ocasión, provocada por el mismo Lennon cuando, en plena época de triunfo, dijo que «nosotros somos ahora mismo más populares que Cristo». Luego, en algunas canciones, Lennon hizo una síntesis, típicamente pseudorreligiosa, pero con todos los elementos para motivar una especie de religión sin Dios o con un dios que se confundía con los sentimientos de una parte de la juventud. En primer lugar el pacifismo de Revolution (1968): «Dices que quieres una revolución. / Bien, tú sabes / que todos queremos cambiar el mundo. / Me dices que es una evolución. / Bien, tú sabes / que todos queremos cambiar el mundo. / Pero cuando hablas de destrucción / ya sabes que no puedes contar conmigo».

Este pacifismo genérico es compatible, en 1969, con una absorción de lo religioso, y aun de lo cristiano, a favor de la popularidad de Lennon, como en La balada de John y Yoko: «Dios. Sabes que no será fácil / ya sabes lo duro que puede ser / tal y como van las cosas / me van a crucificar». Cuando, en 1980, Lennon fue asesinado, se trajo de nuevo a la memoria esa alusión a la propia crucifixión... como si hubiese sido una profecía.

Pero en el universo artístico de Lennon no cabía Dios, ni, por tanto, lo religioso. De Imagine (1971) son estas palabras: «Imagínate que no hay países. / No es difícil de hacer. / Nada por lo que matar o morir / y tampoco religión. / Imagínate a todo el mundo / viviendo la vida en paz». Así, al final, el núcleo de la propaganda de Lennon —con unos resultados económicos espectaculares— era un pacifismo que envolvía la negación imperturbable de Dios, junto con la permisividad de cualquier comportamiento. Sólo estaba prohibida la violencia.

Este mito del beatle Lennon duraría todavía algunos años, pero acabaría muriéndose por consunción. Y, sin embargo, se dio en él, en pequeña escala, lo que en cualquier época han sido los ingredientes de la construcción de una simbología que se aprovecha de los elementos de lo sagrado. Un relato breve, pero muy incisivo, de la escritora Carmen Martín Gaite, constituye un documento importante de aquellos días de diciembre de 1980: «La muchedumbre de fans del ex beatle, alucinada y enardecida, ora por los suicidios que su muerte ha producido, ora por las consignas de paz y amor que Yoko Ono, certera y sabiamente, imparte desde su lujoso retiro de Dakota para fingir que aplaca los ánimos, sigue comprando compulsivamente los periódicos con el único fin de que le suministren pasto para incrementar su sensación de pena y orfandad, para alimentar el credo de la naciente y ambigua religión a la que se abandona y adhiere sin la más mínima reserva de escepticismo o de desconfianza». Yoko Ono, en efecto, la conocida compañera de Lennon, alimentó desde el principio el mito, revelando a los periodistas que el hijo pequeño de John había dicho que su padre «seguía creciendo» después de muerto, incorporándose al gran Todo.

Carmen Martín Gaite continúa: «Pocas veces se podrá haber constatado como en esta ocasión que la juventud actual está ansiosa de dioses y que se agarra, como a un clavo ardiendo, a cualquier argumento que el destino le depare para encauzar e institucionalizar esa sed reprimida de religión. Cuando el domingo pasado, 14 de diciembre, tras los diez minutos de silencio organizados por un invisible agente publicitario, empezó a nevar sobre las 100.000 personas congregadas en Central Park para rendir homenaje a John Lennon, alguien comentó: "Es su sonrisa, que empieza a caer desde el cielo encima de nosotros". Cuando leí este comentario en los periódicos del lunes, me acordé de que en 1715, a la muerte de la reina María Luisa de Saboya, se había visto una especie de extraño cometa en el cielo, que el pueblo de Madrid había interpretado como una prolongación de su espíritu sobre el pueblo, y de las críticas que acerca de esta clase de supercherías se habían elaborado desde el padre Feijoo en adelante. Y me pareció que el tiempo volvía atrás, que no habíamos dado ni un paso en materia de superstición».

Una vez más volvemos a un dato que no desaparece nunca, y sobre el que habrá que reflexionar con profundidad: la necesidad de creer. El cometa en el cielo de Madrid o la nieve en el de Nueva York —interpretados como una muestra del espíritu de dos que han muerto— es una superchería, pero no lo es la necesidad de poner «en alguna parte» el deseo de la inmortalidad propia y ajena. Martín Gaite revela, como testigo presencial de aquellos días en Nueva York, lo que es una «construcción» del mito. «Detrás de una de aquellas ventanas iluminadas, donde el pueblo llano imaginaba llorando a mares a la viuda del ídolo, ella, la altiva y despejada japonesa que había de contribuir a la propagación del mito, se sentía imbuida del protagonismo y el carisma que le legaba su multimillonario compañero y estaba escribiendo el mensaje que al día siguiente harían público todos los periódicos del país, dando las consignas para el funeral multitudinario llamado a propagar el mito. Al día siguiente, no sólo en los diarios, sino escritas en sábanas blancas colgadas a lo largo de Broadway, las palabras de Yoko Ono, erigida en diosa que recoge la antorcha, fortificaban y daban coherencia a la naciente religión de los desamparados, de los sedientos de un guía religioso (incluido el desventurado asesino) y, bajo su aparente tono de concordia y amor, a duras penas eran capaces de encubrir el fariseísmo del manager todopoderoso, que trata de disimular arteramente que acaba de heredar treinta millones de dólares y que encima se arroga el privilegio de seguir orquestando el tinglado». (...) ¿Seguirán sin darse cuenta los fans del ex beatle, que ya en repetidas ocasiones lo han comparado con Jesucristo, de que están siendo manipulados por la más descarada capitalización de un mito que tiene mucho más de profano que de religioso?»1.

De todo este caso, cuando ya ha pasado su fuerza primera, y cuando es simple recuerdo, cabe quedarse con la insuprimible necesidad de «deificar» algo. En el caso de John Lennon (y otro tanto podría escribirse con ocasión de la muerte de Elvis Presley y de otros ídolos de la canción), el mito ha sido montado con las armas de una razón técnica y con las miras puestas en el beneficio inmediato de millones de dólares. El «símbolo de la lucha contra la hipocresía» permanece extrañamente impoluto ante una época en la que la hipocresía domina. Existe así una especie de ceguera, que resulta posible porque es más fuerte aún la necesidad de creer en algo, de alimentar unos sentimientos que se han quedado sin auténtica expresión religiosa.

1 El artículo de C. MARTÍN GAITE puede leerse en El País, 23 diciembre 1980, y es quizá lo mejor que sobre el tema se escribió en esa ocasión.

Se advierte así, por otra parte, la equivocación que supone interpretar ese estado de ánimo de la juventud como algo «naturalmente cristiano» e incorporarlo, por ejemplo, a la liturgia como una forma de conectar lo religioso con los tiempos actuales. Efectivamente hay algo «religioso» en esas actitudes, pero es un factor que llevaría también a la religión de los misterios órficos (a unas formas folklóricas de gnosis). Realizar una liturgia como si fuera una acampada de hippies es un intento fracasado de antemano, porque no es un camino hacia lo religioso.

Es una celebración del hombre por el propio hombre, pero esto encuentra su lugar más propio en la calle, en el pub, en el simple estar alrededor de un poco de alucinógeno. Estos mitos no se contraponen exactamente a la razón técnica (ya se ha visto cómo esa razón técnica puede fabricar uno), sino a lo religioso sin más, que no es tecnificable.

Mientras tanto, los adeptos del «rock» —una forma de cultura —siguen celebrando sus ritos. La «reunión» (asamblea) puede ser cualquier rincón de la calle, pero se concentra en la discoteca. Hay templos como las tiendas de discos, en las que se intercambian admiraciones sobre los efectivamente «consagrados». Esa información puntual de la que necesita el creyente es suministrada por el «disc-jockey», en estilo confuso, pero que no regatea una forma de adoración por la corriente musical que, en aquellos momentos, represente «el alma» de la música.

La fiesta por antonomasia será el recital del famoso. Allí se dará el entusiasmo hasta el paroxismo, el delirio sexual (como en algunos ritos griegos y romanos), la identificación con el cantante que se despoja de la ropa y cae purificado por un torrente de agua, en la que todos quieren ser bañados.

La imaginería tiene su cumplimiento en los «posters», en las pegatinas. Los rostros son siempre reconocidos, aun bajo los disfraces más insólitos. Habrá también un modo de vestir, unas prendas casi rituales (el blue jean, por ejemplo), sin las que no se estará en la celebración.

Respecto a toda esta compleja simbología, y a sus objetos materiales, una parte de la juventud es dócil hasta extremos insospechados. Es «devota», «creyente», «asidua». No hay aquí lugar para la incredulidad, ni para la rebelión. El culto es asimilado en todas sus formas sin un ademán de desagrado. Todos, unánimemente, cantarán al amor y no a la guerra; clamarán contra el demonio del peligro nuclear; celebrarán el paraíso perdido de una Naturaleza no contaminada. Hay que ver, en directo, el clamor de decenas de miles de devotos del rock para entender esta forma de transformación de lo sacro.