LO SACRO EN EL CINE


La primera proyección pública de cine tuvo lugar el 28 de diciembre de 1895. Se trata, por tanto, de un arte que inicia su carrera en una época en la que las ideas «desacralizadoras», aunque en forma de belle époque, estaban en pleno triunfo. El naturalismo de una parte de los científicos y de los intelectuales y el materialismo ambiental (aunque velado por el puritanismo moral) eran un hecho.

Desde entonces a hoy, casi un siglo. ¿Cómo han tratado los grandes realizadores cinematográficos lo sagrado? Ensayemos algunas anotaciones que cualquier espectador puede completar con su experiencia personal.

Para empezar, el cine es visto en seguida como espectáculo y como ciencia; las primeras cortísimas cintas son retazos de la vida, cosas pintorescas o llamativas o piezas cómicas. En un segundo momento, por ejemplo con Georges Méliés, se va ya a la escenificación cinematográfica de relatos fantásticos y de aventuras, de viajes, es decir, de la parte más «espectacular» de la literatura de la época. El cine era «movimiento» y se querían argumentos «movidos» (teniendo en cuenta que, hasta 1930, como se sabe, el cine es mudo).

Una tercera etapa, muy temprana, realiza en cine los grandes dramas. Y, como era de esperar, ya aparecen los temas religiosos. Sin pretensión de exhaustividad pueden citarse: Le baiser de Judas, de Henri Lavedan; La Passione di Gesú, de Luigi Topi; Quo vadis?, de Enrico Guazzoni, el gran éxito de 1912; Passion Play, del norteamericano Richard Hollaman, etc.

Hasta que se llega a una fecha y a un autor claves: La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer, de 1927, ya en los umbrales del cine sonoro. Dreyer, con una religiosidad atormentada, supo demostrar que estos temas fundamentales podían proporcionar al cine toda la grandeza posible. Temas fundamentales, no exclusivamente hagiográficos. Algunas de las grandes películas del casi el siglo de vida del cine giran en torno a un intento —desesperado, lúcido, ambiguo— de responder a los interrogantes sobre la condición humana más allá de lo simplemente tangible.

Ya en el cine sonoro y relativamente reciente es imposible silenciar nombres como Breson (El diario de un cura de aldea, El proceso de Juana de Arco, Pickpocket), con su visión jansenista del catolicismo; Bergman (El séptimo sello, Los comulgantes), con el intento, nunca conseguido, de anular lo religioso en la simple incomunicación; Buñuel (Nazarín, Simón del desierto y otras), autor de ese «soy ateo, gracias a Dios», que refleja, por contraste, la inevitabilidad de lo sacro; Zefirelli (Jesús de Nazaret, Hermano sol, hermana luna), con una visión esteticista de los valores sacros.

Otras veces, también por contraste, se toma en cuenta lo demoniaco (Russell, The Devils; Donner, The Ornen). Otras, las grandes causas son tratadas de un modo «sacral», aunque esta intención no sea explícita. Desde el film Intolerancia, de Griffith, a Aleluya, de Vidor, pasando por los célebres El acorazado Potemkin, de Eisenstein, o La madre, de Pudovkin, se advierte cómo en temas exclusivamente humanos se ha puesto una pasión que sólo puede derivar de una «transformación de lo sacro».

Una y otra vez se vuelve a la figura de Jesucristo, bien tratando de acercarlo a una ideología más o menos proletaria (El evangelio según San Mateo, de Pasolini), bien intentando, con escaso gusto, convertirlo en «héroe» de una juventud superficial (Jesucristo Superstar, de Jewison). Pero es más: hay filmes que, en su interior, se notan inspirados, consciente o inconscientemente, en los recuerdos cristianos. Así, la «pasión» del protagonista de La ley del silencio, de Kazan, está «montada» sobre la pasión de Cristo; y una figura superficial como Supermán (en el film de Donner) juega con imágenes de la infancia y de la vida pública de Cristo, aunque la mayoría de los espectadores no consiguiera advertirlo.

Muchos de los expertos realizadores italianos han tratado, a su modo, el tema sacro. Rossellini de forma explícita en Francesco, giuglare di Dio y casi abiertamente en Stromboli, una de las grandes películas de todos los tiempos. Fellini, atormentado por una incredulidad que no llega nunca a hacerse total, la revela en Almas sin conciencia (Il bidone) e incluso en esa expecie de examen de conciencia descristianizado que es Ocho y medio. Antonioni, en casi todos sus grandes filmes, intenta también una respuesta, en negativo, a la apertura religiosa. La «incomunicabilidad» de La noche, El eclipse o La aventura puede ser el paralelo de esa «muerte del hombre» que sigue a la «muerte de Dios».

No sólo el título, sino el tratamiento cínico y catastrófico, revelan la oculta «sacralidad» de Apocalypse now, de Coppola. Algo semejante, en otro plano, se da en soledad terrible de los bellísimos encuadres de Caza humana (Figures in a landscape, de Losey). Aquí está también la tragedia del hombre que ha olvidado el anclaje en lo vertical-divino y se encuentra literalmente perdido en la horizontal del paisaje.

Es sintomático que uno de los hombres más singulares del cine reciente, Woody Allen, y quizá el que más ha conseguido transmitir su desesperanza a una parte de la juventud, incida una y otra vez en temas trascendentes. «Lo que nos preocupa es de orden espiritual, religioso, ha dicho. Si lo comprendemos, todo lo que podemos aprender en el campo profesional, artístico, político, se convierte en temporal e incompleto.» (De Woody Allen son especialmente interesantes, en este sentido, Interiores y La última noche de Boris Gruschenko). Allen se decide, en último término, por lo absurdo, por quedarse limitado en el perímetro del propio cuerpo; pero no me estoy refiriendo a un tratamiento de lo sacro, sino a sus «transformaciones».

Y en ese ámbito es posible comprender algunos fenómenos de éxito internacional del cine norteamericano, que no se explican sólo por la maestría de la realización o por la capacidad de inventiva. ¿Qué hay en definitiva en La guerra de las galaxias, de Lucas? En primer lugar, el aprovechamiento del interés «espacial» como consecuencia de las conquistas astronáuticas de la década de los setenta; en segundo lugar, el deseo de evasión, pero colocando en un cierto «más allá» la solución de las angustias humanas; el film no es más que un nuevo ejemplo de la lucha entre el Bien y el Mal, entre lo bueno y lo malo. Ese anhelo continuo —tan ligado a lo sacro— es satisfecho aquí, además, con una nota de excelente buen humor.

El secreto del éxito de Spielberg es también algo parecido. Tiburón no es sólo un film de terror, es el anuncio, disimulado, de la presencia de lo demoniaco; la misma idea late en el juego de Poltergeist, aunque también pueda verse esta película como una estupenda broma sobre la estupidez de algunos programas televisivos o sobre el uso indiscriminado del televisor. Spielberg sacará a colación nada menos que el Arca de la Alianza en En busca del arca perdida; película de aventura, de viaje, sí, pero de esa aventura paradigmática, de ese viaje al que siempre ha sido comparada la vida humana. Y, finalmente, E. T., aunque parezca extraño, pone en escena a un extraterrestre que puede ser un «ángel», un espíritu pequeño e indefenso, enternecedoramente bueno, con el que los niños pueden entenderse, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Quizá extrañen estas implicaciones «teóricas» en películas que millones de personas han visto sin sospechar nada. Hay que decir que ni en Supermán ni en E. T. esas ideas están dichas expresamente; incluso es posible que ni siquiera estén dichas implícitamente. Son «conexiones» que se imponen a los mismos autores, porque están en la cultura y en la conciencia.

Cuando se habla de «cine religioso» no puede limitarse la atención a cosas más o menos felices como Las campanas de Santa María, Fabiola, Dios tiene necesidad de los hombres, La puerta del cielo, Monsieur Vincent, respectivamente de Leo Mac-Carey, Alessandro Blasetti, Jean Delannoy, Vittorio de Sica y Maurice Cloche, o a otras en una lista que podría hacerse casi interminable (El Gólgota, de Duvivier; las superproducciones de Cecil B. de Mille, del estilo de El signo de la Cruz, Los diez mandamientos; las adaptaciones del tipo de El poder y la gloria, de John Ford).

Con una nada sospechosa unanimidad, y dejando a un lado los filmes de género que se autolimitan solos (los cómicos, el western, el de terror y monstruos, la comedia brillante, etc.), los críticos cinematográficos, al seleccionar los grandes nombres, no dejarán de citar a Dreyer, Bergman, De Sica, Fellini, Duvivier, a realizadores que, al enfrentarse con temas de fondo, han tenido que «tocar» de algún modo su dimensión sacra, bien en sí, bien en sus «transformaciones». No tiene nada de extraño que el cine, un arte surgido en este tiempo y que, en este tiempo, sigue atrayendo a millones de personas, se haga eco, lo quiera o no, de un tema de nuestro tiempo como es la inevitabilidad de lo sacro y su reaparición, transformado, en los aspectos más singulares e insólitos. Ciertamente, Supermán (I, II y III) es un «redentor» comercializado y barato; pero, insensiblemente, viene a llenar un hueco de deseo de salvación, aunque sea sólo en la ilusión de lo que dura la proyección.

E. T., uno de los fenómenos más interesantes de la historia del cine, ha dado lugar a interpretaciones de diverso género. Pero pocos han podido negar el efecto «catártico» o de «purificación» que tenía sobre una parte de los espectadores. Cito de una entrevista hecha en la calle, en los primeros días de su proyección. Una mujer dice: «Era como si yo me hubiese hecho niña, con esos niños; y sentía que tenía que dar cariño a esa criatura (se refiere al pequeño monstruo), porque estaba tan desvalida... Había que tener eso, más caridad, con todos los seres del universo».