EL RETORNO DE EPICURO


Cuando parecía que el proceso de «desacralización» iba a traer consigo la muerte de lo religioso, se produce un fenómeno distinto: un retorno a la religiosidad pagana. Anclados como estamos en las fuentes de la tradición occidental, no hay que asombrarse de que los viejos santones sean «revisitados». El romano Lucrecio, el griego Epicuro. Son temas ya conocidos, incluso viejos mitos que han aparecido otras veces en la historia de la sensibilidad europea. Estos abanderados del rechazo del temor a los dioses acaban construyendo unos «dioses manejables».

De Lucrecio es este famoso texto: «Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente, postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una terrible mueca caer sobre los mortales, un griego (Epicuro) osó el primero alzar contra ella sus perecedores ojos y rebelarse en contra. No le detuvieron ni los mitos de los dioses, ni los rayos, ni el cielo con su amenazante bramido, sino que aún más excitaron el ardor de su ánima y su ansia por ser el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza. Su vigoroso espíritu triunfó y avanzó más lejos, más allá de las llameantes murallas del mundo, y recorrió el todo infinito con su mente y con su ánimo. De allí nos aporta, botín de su victoria, el conocimiento de lo que puede hacer y de lo que no puede, las leyes, en fin, que a cada cosa delimitan su poder y sus mojones hincados hondamente. Con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies»1.

1 De rerum natura I, 62. Citado en C. GARCÍA GUAL, Epicuro, Madrid 1981, p. 165.

Esto es, para Lucrecio, lo esencial del mensaje que trae Epicuro. En Epicuro, Lucrecio ve al debelador de la superstición, entendiendo por superstición cualquier creencia en un más allá. Todo está más acá, como recordará en una ocasión Marx, que no en vano realizó su disertación doctoral sobre la filosofía de Epicuro. Escribe García Gual: «La negación de la providencia divina por parte de Epicuro fue ya para los antiguos uno de los trazos más escandalosos de su filosofía»2.

La lectura de Epicuro se intenta hacer hoy, por parte de autores como el citado, no en el sentido de una arreligiosidad, sino en el sentido de una «nueva religiosidad». No en vano ha sucedido, mientras tanto, el fracaso del racionalismo, tanto en su forma antigua (ésa fue la victoria cristiana) como en su forma moderna, en los tiempos actuales. Se intenta, por tanto, superar la posición religión-antirreligión con la construcción de una religiosidad inmanente, como algo casi estético.

Esa nueva religiosidad tiene necesidad, como ya ocurrió en Epicuro, de negar la Providencia. ¿Es esto negación de los dioses? Interesa este plural, porque la moderna crisis del racionalismo ha acudido también al politeísmo3. «La existencia de los dioses está garantizada, para Epicuro, porque de ellos tenemos un conocimiento evidente (enarges). En los sueños y en las vigilias, al entendimiento humano le llegan las imágenes, eídola o simulacra, de esos seres felices y eternos. ¿Y de dónde pueden proceder tales imágenes sino de la continua emanación surgida de los dioses mismos? (...) La prolépsis de lo divino no se apoya en sensaciones, aistheseis, como el conocimiento de los objetos de nuestro entorno; pero no está menos basada en una impresión objetiva, en la recepción de unos datos reales, esos eídola que, de modo repetido y coherente, les llegan a todos los hombres. Todos los pueblos y todas las gentes tienen, por esa razón, constata Epicuro, una noción natural de la divinidad. Esta noción común, koiné nóesi, de lo divino es la base de nuestra fe.

2 GARCÍA GUAL, Epicuro, p. 166.
3 Cfr., entre otros, autores como Cioran y, en otro ámbito, algunas posturas de lo que en los años recientes se ha denominado «nueva derecha», singularmente en Francia.

Así encontramos el argumento teológico del consensus omnium, como apoyo de la religión»4.

Esto es todo lo que puede decirse de lo divino. El resto, construido por el hombre, es superstición. Pero, ¿cómo son los dioses de Epicuro? Materiales, con cuerpo, felices, eternos y totalmente despreocupados de los asuntos de los hombres. Los hombres, sin embargo, hacen bien en cumplir con los dioses, de forma ordenada, tranquila, aunque sin ninguna preocupación por el bien y el mal. Nos encontramos aquí con una visión de la religiosidad que es también la del fracaso del racionalismo cientista. No hace falta negar lo religioso; simplemente hay que atribuirle un valor sólo humano, controlado por la razón. «Si uno rememora la creciente superstición de la época helenística, si medita en la ansiedad y en la angustia que parecen caracterizar ese tiempo, en que aparecen mil nuevos cultos, con sus credos místicos, sus promesas de salvación trasmundana (en contraste con la abstención al respecto de la religión tradicional griega), y sus fanatismos, en un clima de irracionalidad senil, esta sobria piedad epicúrea se colorea de una amable tonalidad espiritual»5.

Y más adelante: «La filosofía de la naturaleza conduce a la verdadera fe, y es un evangelio racional; el Jardín tiene algo de comunidad religiosa, resulta un santuario sui generis al margen del mundo caótico de la política ciudadana. Pero es un ámbito sin misterios ni revelaciones, sin promesas ni milagros y sin sombras fantasmales»6.

4 GARCÍA GUAL, Epicuro, p. 168.
5
GARCÍA GUAL, Epicuro, p. 175.

6
Epicuro,
pp. 176-177.

Se comprende ahora, quizá, el interés en seguir hablando de religiosidad en un contexto politeísta. Eso no es religión, sino una construcción humana basada en algunos buenos sentimientos, apoyada en un confesado gusto elitista, y dorada, finalmente, por el buen decir literario. Todo, a su vez, «moderado».

Podría observarse, sin embargo, que la moderación epicúrea no dio origen nunca a muchos adeptos y menos a una corriente de civilización. Quedó siempre como entretenimiento de eruditos, no como realidad culturalmente extendida. Al dejar la religión «celeste», el hombre medio no se hace epicúreo, sino que se entrega a una creencia de sustitución, a veces con todos los rasgos del fanatismo y de la intolerancia. Y es que, con toda probabilidad, la expresión «masa de epicúreos» sea una contradicción en los términos. El proceso que, con otros, desencadena Epicuro tenía que traer consigo un fenómeno más alarmante: la teorización del nihilismo.

Un pensador que ha quedado «traspapelado» en casi todas las historias tiene que comparecer ahora ante nuestros ojos. Es, probablemente, el pensador más solitario de toda la historia del pensamiento. Me refiero a Max Stirner. Fue contemporáneo de Marx. El autor de El Capital lo atacó a su gusto, en La ideología alemana, utilizando su arma preferida: que Stirner es, en el fondo, un pensador religioso, que se le podría llamar San Max y toda esa artillería molesta. Stirner se merecía otro trato.

¿Qué decía Stirner? Como todos en su época se remitía a Feuerbach, el verdadero «revelador» de lo que estaba oculto en Hegel. Feuerbach teoriza lo que otros, mucho antes, habían escrito, dentro de un individualismo «clásico»: no es el hombre imagen de Dios, sino Dios imagen del hombre. Así, Protágoras, Demócrito, Epicuro, Luciano. Pero Feuerbach escribe después de Hegel. El Hombre-medida no puede ser el simple individuo, que es limitado, efímero. El Hombre-medida es la Esencia Humana, el género humano al completo, en la totalidad de su peripecia histórica. La Humanidad real es ésa, y ésa es la verdadera religión del hombre.

Stirner, al escribir El Unico y su propiedad, tiene el terreno preparado para la demolición. ¿Qué hace Feuerbach?, dice. Simplemente sustituir una «trascendencia» por otra. En efecto, al distinguir entre mí y la esencia genérica humana coloca mi cumplimiento perfecto en la identificación con esa esencia. Ha creado un nuevo Ídolo. Ha restaurado la trascendencia. Si se quiere proceder coherentemente hay que descalificar también a la Humanidad, acabar con cualquier humanismo; no hay más que yo, el único y su propiedad. Quizá la nada.

Marx creyó desembarazarse fácilmente del pobre Max, con su nihilismo. Pero, muerto Marx, otro solitario, Nietzsche, repitió la aventura de Stirner: nada queda, sino el nihilismo. Contra este nihilismo, el racionalismo clásico no puede nada, ni en la versión «clásica», epicúrea, ni en la moderna versión cientifista. El racionalismo se devora inexorablemente a sí mismo. La pretensión de medir todo con las únicas fuerzas humanas acaba con esas mismas fuerzas.

Ahora puede comprenderse algo que ha quedado olvidado con frecuencia. Es esto: no hay «sombras fantasmales» en la cultura cuando la noción de religión se mantiene en su perfil exacto. El tópico de «la luz» contra «las tinieblas» está ya demasiado manido. Debemos a Nisbett, autor de una interesante Historia de la idea de progreso7, la observación de que las épocas de profundas creencias no han sido tiempos de superstición y de fanatismo. Al contrario, el fanatismo y la intransigencia se dan en épocas de crisis, de descreimiento y de anulación del pasado. La «caza de brujas» no es un fenómeno medieval, sino renacentista.

Al hacer la historia de la idea de progreso, Nisbett detecta que sólo cuando el hombre deja de creer en Dios empieza a crear supersticiones globales, es decir, «creencias sustitutivas». La idea de progreso —o, mejor, la realidad de la esperanza—se alimentó durante siglos de creencias religiosas trascendentes. Sólo desde la segunda mitad del XVII (y sobre todo en el XVIII) se piensa que, para el progreso, basta y sobra la razón «autónoma». Significativamente, coincide con este modo de pensar una cierta vuelta al epicureísmo: «El epicureísmo se difunde en los círculos intelectuales europeos de la segunda mitad del siglo XVII y en el xviii y hay ecos dispersos de tesis epicúreas en muchos pensadores de estas centurias. Hedonismo, materialismo, atomismo, teoría del contrato social, negación de la Providencia divina, etc., son ideas que aparecen aquí y allí, en las corrientes ilustradas»8.

7 R. NISBETr, Historia de la idea de progreso, Ariel, Barcelona 1981.
8
Epicuro,
p. 356.

La razón, sin embargo, no se bastaba a sí sola. Para Nisbett, si la idea de progreso continuaba era debido a sus ocultas raíces religiosas. «Artes y ciencias permanecieron rodeadas del aura de lo sagrado hasta bien entrado el siglo xx. Pero ahora se ha esfumado y no sabemos si reaparecerá. Y con la ausencia del sentido de lo sagrado ha desaparecido el respeto que antes inspiraba el saber, es decir, los conocimientos que parten de la razón y de sus facultades intrínsecas. A partir de la Ilustración se creyó que la razón sería capaz de conservar su papel preeminente, pero en la época actual de rebeldía contra la razón, de cruzadas irracionalistas, de gran difusión del ocultismo, de narcisismo y de solipsismo, se ha demostrado que los fundamentos seculares del pensamiento moderno eran muy poco seguros»9.

¿Por qué no basta la razón? ¿Por qué todo racionalismo acaba fracasando? Baste decir aquí que el hombre es un ser estructuralmente concebido con «necesidad de fe». Y de fe en algo importante. «Como escribió G. K. Chesterton, a quien parafraseo, cuando se deja de creer en Dios ya no se puede creer en nada, y el problema más grave es que entonces se puede creer en cualquier cosa»10

El retorno a Epicuro queda para una minúscula élite de intelectuales. Socialmente, la mayoría de la población responde, ante la desacralización, «sacralizando» cualquier cosa. Incluida la aberración.

9 Historia de la idea de progreso, pp. 491-492.
10
Historia de la idea de progreso, p. 486.