Chesterton el comprensivo

 

DURANTE mis vacaciones he releído casi todo Chesterton, he vuelto a saborear la Autobiografía y el San Francisco de Asís, los Heterodoxos y El regreso de Don Quijote, pero sobre todo, ¿a qué negarlo?, esas historias del exquisito Padre Brown, el Club de los oficios raros (of queer trades) y El hombre que fue jueves, tan sanos, tan repletos de buen humor, buen sentido y profunda comprensión. Chesterton me ha ayudado a entender de una manera más acabada la frase de la Escritura: servid al Señor con alegría.

No hay uno solo de los temas por él estudiados que no pueda traducirse en razonamientos fríos y deducidos con la dialéctica más puntual, en disertaciones abstractas y fastidiosas, en fraseología acaramelada y píamente blanduzca, o en discursos grises y sintácticamente impecables. El autor de Ortodoxia no pensó que hiciera falta mezclar los rebaños de esdrújulos ni la multitud de bostezos con las argumentaciones, y creyó que aun las verdades del orden espiritual más alto, como también las de la categoria científica más concreta, admitían una versión en figuras destituidas de solemnidad. ¡Bendito sea por la lección que nos proporciona!

He vuelto a pensar en Chesterton por dos motivos: las disertaciones psiquiátricas en torno al caso de Ladrón de Guevára, y la descripción de una maquinita, por supuesto que norteamericana, destinada a comprobar las mentiras que con el fin de engañar a los guardianes del orden público inventan los atracadores, tramposos y rateros de menor cuantía que ambulan por estos mundos.

¿Que Ladrón de Guevara era un policía menesteroso, cargado de hijos, exasperado por una mujer bravía, explotado por un comerciante felino, y sobreexcitado por unas copas de anís? ¡De ninguna manera: se lo debe considerar como un catatónico en estado de crisis! Y de modo parecido se explican los suicidios, adulterios y monstruosidades de todo género; y si vemos aumentar de una manera terrible los cleptómanos y las erotómanas, en cambio disminuyen, según parece, los asaltantes y las mujeres corrompidas. Todo es cuestión de etiquetas: no estamos ante inmoralidades, sino frente a psicopatías.

Y he aquí uno de los males que padecemos. El positivismo novecentesco despertó el afán de considerarlo todo desde el punto de vista físico, y el.cientifismo, con crear un idioma mucho más hermético que el de la filosofía escolástica, imaginó haber encontrado el remedio de las flaquezas que catalogaba. Los mismos que hacen mofa de la quididad y el voluntario en causa, imaginan que con llamar gastralgia al más vulgar dolor de vientre, y calificar de cefalea la jaqueca de otros tiempos, han progresado en materia terapéutica: Todo ello consigue que a nosotros profanos la ciencia se nos presente vestida de doble oscuridad: la que es propia de su materia, y la que se origina en el lenguaje inútilmente complicado con que se pretende formular sus teoremas, leyes e hipótesis.

Por supuesto que en modo alguno repudio la totalidad del idioma técnico: fuera de permitirnos clasificaciones más sencillas, demostrada está su conveniencia tanto para la brevedad cuanto para la precisión de las fórmulas. No hay disciplina intelectual, oficio ni ejercicio de la actividad física que no tenga el suyo, desde la teología y la mística hasta la agricultura y la gimnasia; y hemos incorporado con gran provecho al habla común numerosísimas palabras y giros que en un tiempo pertenecieron a la jerga técnica de escuela. Pero si ya es condenable el abuso de ésta cuando se efectúa al usar a destiempo sus vocablos, peor aún debe considerárselo cuando representa una extralimitación de lo científico a campos que no le corresponden, siempre que se dé al término ciencia el sentido de conocimientos físicos, químicos, matemáticos, naturales que en el habla moderna se le otorgó.

Dignas de estima son todas las ciencias —y adopto el plural porque la Ciencia, con C mayúscula, es una entidad abstracta y las ciencias son concretas—; justo es que nos afanemos en dar su puesto a la física y la química, a la biología y la sociología, y a todas las otras disciplinas que se acostumbra catalogar en la lista. Pero porque cada una de ellas posee su objeto propio y limitado, sería absurdo concederles, ya distributiva ya colectivamente, una función universal. Y más ilógico es aún si cabe aspirar a que las orientadas por su fin hacia la materia juzguen y sentencien acerca del espíritu.

Esa extralimitación, no ya de la ciencia que en sí no es culpable, sino de quienes la cultivan, constituye el cientifismo, que es a la ciencia verdadera lo que la grandilocuencia a .la elocuencia, o la bravuconada al valor. Y cuando leo el Kempis o las Confesiones de San Agustín, compruebo que quienes redactaron tales páginas, y otros mil cuyos nombres podría anotar aquí, conocieron al hombre, en sus facultades propias, su actividad mental y afectiva, su psiquis, las reacciones de su sensibilidad, los motivos profundos de sus palabras y gestos, de una manera incomparablemente más perfecta que esotros que se reducen al laboratorio y la técnica freudiana, examinan el ángulo facial y la dentición, usan de los tests y de las relaciones craneanas, pero ignoran el alma y no se han identificado con una conciencia. Hace leí la defensa formulada por un criminalista en beneficio de cierto individuo que, educado generosamente por un pariente de más edad, y luego de haberlo explotado de todas las maneras posibles para continuar sumido en el juego, la embriaguez y la lujuria, acabó por asesinarlo porque ya no quería darle más que doscientos pesos mensuales. ¡Creía el técnico que el crimen provenía de que el matador padecía una lúes mal curada! He aquí el cientifismo materialista en todo su esplendor, es decir en toda su pobreza psicológica.

El P. Brown, de Chesterton, explicando las características de su lucha contra el crimen, dice entre otras cosas la siguiente: "La ciencia es algo grande, si podéis adquirirla, y constituye en sentido estricto una de las mayores conquistas del mundo. Pero ¿qué entienden los hombres, nueve veces sobre diez, cuando emplean hoy dicha palabra?, ¿qué cuando dicen que el arte policial es una ciencia, y otra la del criminalista? En realidad se colocan frente a un individuo y lo estudian como un insecto enorme, alumbrándolo con una luz que juzgan cruda e imparcial, pero que en mi concepto es fría e inhumana... Cuando uno de esos científicos habla de un tipo, no piensa en sí mismo, sino en su vecino, probablemente en el más desheredado. No niego que esta luz cruda ofrezca sus ventajas, aun cuando sea ella, en cierto modo, la inversión de la ciencia. Pero en lugar de ser el conocimiento de un hombre es la supresión del mismo. Nos hace tratar a un amigo como a un extraño... Pues bien, lo que Uds. llaman mi secreto es absolutamente lo contrario. Yo no me sitúo fuera de mi sujeto. Entro en la piel del criminal, quedo dentro de él, haciéndole mover brazos y piernas, dueño de sus pensamientos, debatiéndome contra sus pasiones, dirigiéndome a su odio deforme y naciente, hasta ver el mundo con sus ojos inyectados de sangre, hasta que me haya convertido yo también en criminal... Compréndalo Ud., un hombre nunca es completamente bueno mientras no se ha dado cuenta de cuán malo es o podría ser".

He aquí algo que nada tiene que ver con la catatonía o un comienzo de paranoia, y menos aún con la administración más o menos acertada del sulfoarcenobenzol. Y mi experiencia confirma ampliamente la doctrina del P. Brown.

Hace treinta y seis años -desde que soy sacerdote- que consagro alguna parte de mi tiempo a juzgar delincuentes, y bastantes más que examino en particular a uno. Aquellos son los pecadores que acuden a mi confesionario, y el otro soy yo mismo. No hemos cometido transgresiones al código civil. ¿Y qué importa esto si hemos incurrido o sentido la tentación de incurrir en otras tales contra los Mandamientos? ¿Acaso han de respetarse menos las leyes de Dios que las de los hombres, y es mayor falta hurtar el dinero a uno de éstos que un alma a Aquél? He sido capellán de cárcel, he confesado en época de misiones, creo que sería imposible imaginar algo nefando, desde lo más pequeño hasta lo mayor, que no haya escuchado. Muchas veces no veía a mis penitentes, ocultos en la penumbra del confesionario; percibía tan sólo su voz. No tenía a mi disposición el laboratorio ni el aparatito yanqui de sorprender mentiras. ¿Cómo habría podido aconsejar a esos hombres y mujeres, medir el alcance de sus faltas, distinguir la significación de las que parecen semejantes entre sí y sin embargo nacen de fuentes opuestas, alentarlos para la enmienda, sostenerlos luego en la lucha contra las tentaciones que surgen y los malos hábitos adquiridos, si no hubiera empleado el método que hace relativamente poco leí en el P. Brown de Chesterton, pero que aprendí hace muchos años en los grandes maestros de la vida espiritual, si no hubiera visto en San Ignacio por ejemplo cómo se ha de examinar la conciencia propia remontando hasta la pasión dominante, la que bien vista constituye el manantial de infinitos y variadísimos defectos? ¿Imagínase acaso que se parecen el hurto de unos metros de tela por la modistilla mal retribuída y harta de probar vestidos riquísimos a las clientas de una casa de "haute couture", y el de una señora que en un descuido del vendedor se lleva una pieza de costosa puntilla? ¿Piénsase que tiene algo que ver el gesto desesperado de la muchacha víctima de infame seducción que mata a su hijo y el de la dama que por no echar a perder su talle o sentir las molestias del embarazo acude al médico de fama para que la haga abortar?

Lo que expone el P. Brown no se alcanza con libros; exige un poco de humildad, de sinceridad consigo mismo, un mucho de examen de la conciencia propia, y un repetir cuotidianamente el "perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". La falta principal del cientifismo es que desarrolla la soberbia. Y el soberbio, que es ciego acerca de sí mismo, acaba por serlo también acerca de los demás. Esos admirables redactores de etiquetas técnicas no conocen más que sus papelitos, pero de ninguna manera a los hombres en cuya espalda los pegan. Su ignorancia brota de una fuente principal: no se bajan lo suficiente para amarlos, y el que no ama no comprende.

En un volumen caratulado El secreto del P. Brown ha incluído Chesterton cierto cuento: El afligido del castillo de Marne. El asunto es muy complejo: trátase de un caballero, Jim Mair, que ha tenido un duelo solitario con su propio hermano doce años atrás; en realidad lo asesinó y desde entonces vive recluído en su casa de campo, no admitiendo más relación que la del mencionado sacerdote, todo lo cual es ignorado por las gentes. Diversas personas, hombres y mujeres, que no conciben tan larga penitencia por un duelo que creen regular, echan en cara al P. Brown su falta de caridad y se organizan para arrancar a Mair a su penitencia; mas al descubrir asombrados la verdad estallan en imprecaciones contra éste, y cuando el P. Brown les recuerda sus anteriores llamados a la misericordia, se entabla el siguiente diálogo del que no quisiera suprimir una palabra: "Hay un límite para la caridad humana", exclamó temblorosa Lady Outram. -"Ciertamente, respondió con sequedad el P. Brown, y ésta es la única diferencia entre la caridad humana y la cristiana. Discúlpeme si no quedé del todo aplastado bajo el desprecio de Ud. a causa de mi falta de caridad, y bajo los sermones que me hizo acerca del olvldo de las ofensas. Uds. todos toleran, me parece, nada más que las faltas que no juzgan criminales. Perdonan a los asesinos cuando acaece lo que los prejuicios de Uds. califican de accidente. Así, admiten un duelo mortal. Como también un divorcio. Perdonan cuando según su criterio nada hay que perdonar". — "¡Pero, qué diablo!, exclamó Mallow, ¿no espera Ud. que excusemos nosotros una acción tan vil?". -‘No, replicó el P. Brown, pero nosotros sacerdotes tenemos el poder de absolverla". Se enderezó bruscamente, los miró: "Debemos, afirmó, acercarnos a tales hombres no con pinzas, sino con una bendición. Nos hace falta encontrar la palabra que los preservará de la condenación eterna. Nosotros quedamos solos, para ampararlos contra la desesperación, cuando vuestra caridad humana los abandona. Seguid vuestro sendero de rosas, excusando todos vuestros vicios favoritos y mostrándoos generosos con los crímenes que están de moda. Dejadnos en la oscuridad a nosotros, vampiros de la noche, para consolar a quienes verdaderamente tienen necesidad de ser apaciguados, a esos que cometen inexcusables fechorías que ni ellos mismos pueden justificar, pero que un sacerdote puede perdonar. Dejadnos con los hombres que cometen delitos reales, los más bajos, los más repugnantes, los más cobardes, los mismos que San Pedro cuando el gallo cantó, y que vio, sin embargo, la alborada... — "¡La alborada!, - exclamó Mallow; ¿quiere decir Ud. la esperanza... para ese hombre?" —"Sí, contestó el sacerdote. Permitidme plantearos una cuestión. Sois damas del gran mundo, hombres de honor, seguros de que no os rebajaréis de —así lo pensáis— a una traición tan infame como ésta. Pero si por casualidad alguno de vosotros hubiera caído así, ¿habría podido, muchos años después, cuando sus amigos eran personas de edad, ricas, y él seguro, habría podido, repito, ser llevado por su conciencia y su confesor a una penitencia tal? Habéis afirmado que jamás cometeríais un crimen tan vil. Pero ¿tendríais fuerza para confesarlo ante los hombres?"

Todo esto, que tiene que ver con el alma, el cientifismo lo ha destruído: no le ha hecho falta el amor, se contentó con la técnica; no echó mano de la humildad sino de la elocuencia, y creyó que cuanto más alejada se encuentra al parecer una persona del crimen tanto más habilitada está para evitarlo o corregirlo en los demás. "Hay dos maneras de renunciar a Satán, exclama el P. Brown, la primera consiste en sentir horror por el demonio porque está muy lejos, la segunda porque está demasiado cerca... Puede Ud. calificar de horrible un crimen porque es incapaz de cometerlo; yo lo aborrezco porque habría podido llevarlo a cabo". Por esto el fariseísmo, sobre todo cuando se complica con el cientifismo, en lugar de suprimir la criminalidad la fomenta. Permítaseme una última cita. Cierto criminal convertido por el P. Brown expresa a un interlocutor: "He robado durante veinte años con estas dos manos; he escapado a la policía con estos dos pies. Espero que admitirá Ud. la realidad de mis actividades, y que mis jueces perseguían realmente a un malhechor. ¿Cree Ud. que no conozco todos sus métodos reformistas? ¿Acaso no he oído las monsergas de los justos, soportado la fría mirada de los que se consideran honorables? ¿Acaso nunca se me ha predicado en estilo distante y noble, y no se me ha preguntado de qué modo puede caer un hombre tanto que ninguna persona que se respeta encara siquiera como posible tal depravación? ¿Cree Ud. que todo esto ha conseguido más resultado que el de hacerme reír?" Es un San Francisco, y no un filósofo, ni un soldado, ni un juez, el que amansa al lobo de Gubbio.

Para poder elevar al criminal hasta el nivel del justo, es indispensable que éste se humille hasta el del criminal. Por tal motivo Cristo Nuestro Señor, que era el Justo por antonomasia, aceptó morir en la cruz, destinada a los peores entre los esclavos delincuentes. Para dejar el campo libre al cientifismo se ha expulsado la cruz de las leyes, y se ha proclamado que todo conocimiento que no es sustancialmente laico no merece el nombre de verdadero. En el capítulo XI de su sabrosísima Autobiografía narra Chesterton cómo se pensó en Beasconfield, la pequeña ciudad donde moraba, en levantar un Monumento a los caídos de la pasada guerra. Se comenzó por proponer la erección de una Cruz. Pero inmediatamente surgieron otras ideas: un pozo, una fuente pública, autobuses municipales. Surgió todo un partido que defendía la creación de un club para los antiguos combatientes, sus mujeres y parientes, con piscinas, campo de golf, fútbol y otros adminículos. La Cruz era más barata, y como monumento a los muertos mucho más significativa. ¡Pero era una cruz! Y mientras los cristianos de la población, visionarios sin realismo, optaban por ella, los prácticos la combatían en nombre de la utilidad común. La cosa se hizo más grave aún cuando se descubrió que no se trataba de una cruz propiamente dicha, sino de un crucifijo. ¿No sería ello contrario a la libertad de conciencia? Al fin y a la postre, los creyentes levantaron por unos cientos de libras la imagen del Señor, y los prácticos elevaron una montaña de planos, dibujos y presupuestos sin hacer absolutamente nada en el orden de lo real. Y he aquí una representación acabada de lo que sucede en este mundo con el cristianismo y el cientifismo: aquél es cosa de visiones, pero salva; éste apoya la izquierda en una retorta y la derecha en un microscopio, pero a nadie redime. "La ciencia vana, hincha", afirma Kempis; "quien no se hiciere como un niño no entrará en el Reino de los cielos", ha enseñado Jesús.

Todo esto nos lo dice Chesterton entre cuentos y bromas, en un lenguaje admirablemente pintoresco y sabroso. Sus observaciones son formidablemente exactas: habla de un ladrón y expresa: "era demasiado experimentado para convertirse en asesino; mas su fuerza era estupefaciente, y la facilidad con que arrojaba al suelo a los polizontes, aturdía a sus víctimas, las amarraba y amordazaba sin nunca matarlas, acababa de dar a sus hazañas un carácter aterrador; las gentes creían que si las hubiera muerto, ese bandido habría sido humano". Muestra a una señora entre dos edades, notable por una elegancia ácida. Recuerda que "nació de padres respetables pero honrados; es decir en un mundo donde la palabra respetabilidad no era todavía un término meramente ofensivo, sino que conservaba alguna leve conexión filológica con la idea de ser respetado". Y así va la pluma de Chesterton, enemiga a un tiempo de la mentira y de la solemnidad, hablando con la sencillez y el talento que dan su tono a un escritor verdadero.

¿Acaso Nuestro Señor Jesucristo, cuando se dirigía a la muchedumbre, lo hacía en difícil?

Chesterton ha comprendido la oposición sustancial entre el cientifismo orgulloso y cuellierguido, y la caridad cristiana que se agacha hacia los pequeños y procura sentir como el último de los hombres. Y no sólo ha comprendido él, sino que consagró su vida a hacerlo comprender por los demás. Muchos otros títulos existen en su haber; pero este solo bastaría para que glorificáramos su memoria y bendijéramos su nombre.

 

Gustavo J. FRANCESCHI, en "Criterio", XIV, (1941), Nº 686, pp. 389 - 392, Buenos Aires.