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NUESTRA
FE EN JESUCRISTO
ESTE
CAPÍTULO nos enfrenta al problema central de nuestra fe: la fe en Jesucristo
como verdadero Dios y como verdadero hombre. Los cristianos afirmamos esta fe
con una cierta connaturalidad: es algo que se nos ha dado, se nos ha
transmitido; y algo también que nosotros repetimos como la cosa más natural
del mundo. Es más, con frecuencia afirmamos esa fe como algo absolutamente
intocable, es decir, como algo en lo que ni aun siquiera debemos pensar
demasiado, para no inquietarnos o para no incurrir en posibles desviaciones que
nos apartarían de la verdadera fe. Ahora bien, al proceder de esta manera
corremos un doble peligro: primero, el peligro de ignorar cuál es el verdadero
origen de esa fe; segundo, el peligro de no comprender el verdadero sentido y
las consecuencias que entraña esa fe. Todo esto, en la medida en que se da así,
representa un desconocimiento de quién es Jesús para nosotros. Y sobre todo,
de quién y cómo es el Dios en el que creemos.
Por
eso, aun a riesgo de inquietar a algunas personas, voy a intentar responder, en
este capítulo, a dos preguntas esenciales. Primera pregunta: ¿Cuál es el
origen de nuestra fe en Jesucristo como verdadero Dios y como verdadero hombre?
Segunda pregunta: ¿Cómo podemos entender esa afirmación esencial de la fe?
Pero antes debemos tomar conciencia del problema que todo esto representa. Por
lo tanto, voy a dividir este capítulo en tres partes:
la
primera presentaré brevemente el problema que representa la cristología para
nosotros; en la segunda expondré cuál es y dónde está el origen de nuestra
fe en Jesucristo; en la tercera, por fin, quiero explicar cómo podemos entender
esa afirmación esencial de nuestra fe.
1. El
problema
La
doctrina oficial de la Iglesia católica sobre Jesucristo se basa en una
afirmación esencial: Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta afirmación
tiene su fundamento en numerosos datos del Nuevo Testamento y en la definición
del concilio de Calcedonia (año 451). Tanto en esos datos como en esa definición
aparece, por una parte, que Jesús de Nazaret fue un hombre de verdad; pero, por
otra parte, aparece también que Jesús, el Cristo, fue verdadero Hijo de Dios
y, por eso, Dios como el Padre del cielo.
Más
concretamente, según la definición de Calcedonia, Jesucristo, Logos (Verbo,
Palabra) de Dios hecho hombre, es una persona en dos naturalezas, que se dan en
esa persona de manera inconfusa, inmutable, indivisa e inseparable 2 Es decir,
en Jesucristo existe una sola persona y dos naturalezas, la naturaleza humana
(propia del hombre) y la naturaleza divina (propia de Dios). En esto consiste,
dicho en pocas palabras, el dogma central de nuestra cristología.
Pero
es claro que esta doctrina, a poco que se piense en ella, entraña una
dificultad enorme: ¿cómo es posible que un mismo ser personal sea, a un tiempo
y esencialmente, verdadero Dios y verdadero hombre? Esta dificultad es, ante
todo, teórica, porque lógicamente resulta muy difícil conciliar en la unidad
de un ser personal dos realidades tan infinitamente distintas y distantes como
son Dios y el hombre. Pero además es una dificultad práctica, porque ¿cómo
puede ser modelo para el hombre otro hombre que, en definitiva, es Dios?; ¿cómo
puede ser modelo para el hombre otro hombre que tiene la sabiduría de Dios, la
impecabilidad de Dios, la seguridad de Dios y el poder de Dios? Un hombre así
sería objeto de admiración, pero no de imitación Y, sin embargo, los
cristianos sabemos que en Jesucristo tenemos el modelo perfecto al que debemos
seguir (Mt 8,22; 9,9 par; Mc 2,14; Lc 5,27; Mt 19,21 par; Mc 10,21; Lc
18,22; Jn 1,43; 21,19) y hasta incluso imitar (1Cor 11 1; 1Tes 1,6). ¿Cómo se
resuelve esta dificultad?
En
este capítulo se trata de responder a esta cuestión. Pero antes debo hacer
mención de algo que me parece importante. La dificultad (teórica y práctica)
que acabo de indicar ha desencadenado dos corrientes de pensamiento: por una
parte, la corriente de los que han acentuado la divinidad, con el consiguiente
detrimento de la humanidad, por ejemplo los docetas y, sobre todo, el
monofisismo (Cristo es Dios con apariencia de hombre) 3; por otra parte, la
corriente de pensamiento de los que han puesto el acento en la humanidad, con el
consiguiente detrimento de la divinidad, por ejemplo el adopcionismo (Cristo fue
un hombre adoptado por Dios, pero no era Dios).
Estas
dos corrientes se dan en nuestros días entre los católicos. No en forma de
doctrinas teóricas, sino más bien bajo la forma de comportamientos
determinantes de la vida cristiana en su totalidad. Y así tenemos, de una
parte, lo que podemos llamar el monofisismo práctico y, de otra parte,
lo que podemos llamar el cristianismo ateo. Voy a explicar brevemente lo
que significa todo esto.
El
monofisismo como doctrina teológica fue condenado en el concilio de Calcedonia.
Pero como tentación práctica ha pervivido y pervive en muchos cristianos. Por
la sencilla razón de que son muchos los sacerdotes y los fieles que hablan de
tal manera de Cristo, que tienen muy buen cuidado en no decir nada que atente
contra la divinidad, pero resulta que, al mismo tiempo, se dicen cosas que son
difícilmente conciliables con lo que es la condición humana, la condición de
un hombre como los demás. Lo cual es perfectamente comprensible. Porque, según
la definición de Calcedonia, en Cristo hay una sola persona, que los teólogos
han interpretado como la persona divina. Ahora bien, esto les puede hacer pensar
a algunas personas en dos cosas: 1) que Cristo fue Dios antes que hombre
(de ahí las fórmulas del Nuevo Testamento que hablan de la preexistencia del
sujeto que actúa en Cristo); 2) que Cristo fue más Dios que hombre, ya
que en Cristo no hay persona humana (como la hay en todos los hombres), mientras
que sí hay persona divina (cosa que no se da en ningún hombre). Por supuesto,
esta manera de hablar comporta una mala inteligencia del dogma de Calcedonia.
Pero el hecho es que en la mentalidad de muchos cristianos se infiltra de algún
modo esta manera de pensar. Además, si tenemos en cuenta que, en definitiva,
Dios es Dios y el hombre es el hombre, es decir, Dios es infinitamente superior
al hombre, no nos debe extrañar que, en el caso singular de Cristo, la
divinidad predomine sobre la humanidad y finalmente termine por absorberla.
Ahora
bien, desde el momento en que muchos cristianos conciben así a Cristo (de una
manera más o menos confusa), se comprende fácilmente que toda la inteligencia
del cristianismo se vea orientada en la línea de una profunda divinización,
con detrimento de lo humano: interesan más los derechos de Dios que los
derechos del hombre, preocupa más la religión que la justicia, se insiste más
en el poder y la gloria que en la solidaridad y el compromiso, se pone más el
acento en salvaguardar dogmas que en liberar personas, y así sucesivamente. El
talante de la predicación y de la pastoral se ven con frecuencia profundamente
marcados por esta manera fundamental de ver a Cristo. Y de ahí toda una
Eclesiología que se preocupa mucho por Dios y por la eterna salvación de las
almas, pero que se desentiende, quizá escandalosamente, de los asuntos de este
mundo, bajo el pretexto de que su misión es pura continuación de la de su
divino redentor. Los movimientos sociales del siglo pasado nos han enseñado que
debajo de todo ese modo de pensar se oculta la ideología de las clases
dominantes y el "opio del pueblo". Pero el hecho es que así ha
sucedido. Y así sigue sucediendo en no pocos casos. Las preocupaciones de
ortodoxia y de cultualismo que caracterizan a bastantes clérigos tienen también
su fundamento en esa manera de entender a Cristo y de leer su evangelio.
La
reacción opuesta al monofisismo práctico es lo que podemos llamar la
corriente de pensamiento que caracteriza al cristianismo ateo. Se trata
de la manera de pensar que en Cristo ve a un hombre ejemplar, pero nada más que
eso. En unos casos en forma de doctrina sistemáticamente formulada (esto es lo
menos frecuente), en otros casos en forma de comportamientos concretos, que
tienden a presentar a Cristo más como un revolucionario socio-político y menos
como el hijo de Dios del que nos hablan los autores del Nuevo Testamento. Por
poner un ejemplo concreto en este estudio, en la novela de Pasternak el Doctor
Zivago se lee lo siguiente: "He dicho que hay que ser fiel a Cristo.
Voy a explicar esto enseguida. Usted no comprende que se puede ser ateo, que se
puede ignorar si existe Dios o para qué sirve, y sin embargo saber que el
hombre vive, no en la naturaleza, sino en la historia, y que la historia tal
como se la entiende hoy ha sido instituida por Cristo, y que el evangelio es su
fundamento". Seguramente muchos cristianos no llegan a hacer semejante
afirmación. Pero no cabe duda de que son muchos los que se sienten fuertemente
atraídos por los presupuestos que subyacen al planteamiento de Pasternak:
"Primero el amor al prójimo, esa forma evolucionada de la energía vital,
que llena el corazón del hombre, que exige una apertura y una donación; después,
los principales elementos constitutivos del hombre moderno, esos elementos sin
los cuales no se le conoce ya, a saber: la idea de la persona libre y la idea de
la vida como servicio". No cabe duda de que actualmente hay mucha gente,
sobre todo entre las generaciones jóvenes, que vive intensamente estos
presupuestos. Por otra parte, parece bastante claro que si ha tanta gente que
vive estas cosas de esta manera, eso quiere decir que para esas personas la idea
de Dios entra en conflicto con la idea del hombre, los intereses de Dios con los
intereses del hombre. Además, no olvidemos que muchos ciudadanos de nuestro
tiempo tienen la impresión de que la idea de Dios responde a la ideología de
las clases dominantes, lo que agrava la dificultad. Por eso se comprende el
atractivo que ejerce la figura de Jesús sobre muchas personas, sobre todo entre
los jóvenes, mientras que todo lo que se refiere a Dios (la religión, el
culto, la Iglesia) se va quedando como cosas marginadas que interesan menos o
incluso, a veces, nada. Por lo demás, aquí también se puede decir que esta
forma fundamental de entender el evangelio inspira a muchos sacerdotes y
militantes cristianos en lo que dicen y en lo que hacen.
2. El
origen de nuestra fe en Jesucristo
El
origen de esta fe se encuentra en los escritos del Nuevo Testamento. Más
concretamente, en las abundantes confesiones de fe que aparecen en los
varios autores y tradiciones del Nuevo Testamento. En efecto, leyendo los
escritos del Nuevo Testamento, se encuentran con frecuencia afirmaciones
fundamentales de la fe cristiana, afirmaciones que se refieren a Jesucristo, y
que de forma condensada y breve nos presentan el núcleo central y esencial de
la fe. Estas confesiones de fe se pueden dividir en dos grandes bloques: por una
parte están las confesiones que afirman que Jesús es el exaltado a la
gloria; por otra parte están las confesiones que representan determinados desarrollos
de las anteriores confesiones de fe 5. En el primer bloque hay hasta 50 confesiones
de fe; en el segundo bloque se encuentran 20 afirmaciones de la misma fe. Se
trata, pues, de un material abundante, que en su conjunto expresa un hecho
incuestionable, a saber: la fe en Jesús como Dios y como hombre es el
constitutivo central y esencial de la fe cristiana.
Pero
todavía sobre estas confesiones de fe hay que hacer algunas indicaciones
importantes. En primer lugar, se trata de frases predicativas, en las que se
afirman de Jesús tres predicados: Jesús es el Señor (Hch 2,36; Rom
4,24; 10,9; 1Cor 6,14; 8,6; 12,3; Ef 4,5; Flp 2,11; Heb 13,20), Jesús es el mesías
(Mt 16,16.20; Mc 1,1; Jn 7,41; 9,22; 11,27; 20,31; Hch 2,36; 4, 1Q 5,42; 9,22;
Rom 8,11.34; Gál 1,1; Ef 1,20; Flp 1,11; lTim 2,5; 2Tim 2,8; 1Jn 2,22;
3,23; 4,2; 5,1; 2Jn 7), Jesús es el Hijo de Dios (Mt 16,16;
Mc 1,1;3,11; 15,39; Lc 4,41; Jn 1,49; 10,36; 11,27; 20,31; Hch 9,20; 13,33; Rom
6,4; 1Tes 1,10; 1Jn 2,23; 3,23; 4,15; 5,5). En segundo lugar, esos tres títulos
se refieren a Jesús. Lo cual quiere decir lo siguiente: había y hay ideas
falsas sobre mesianismo, sobre señorío y sobre filiación divina. Pues bien,
para corregir tales ideas falsas hay que remitirse a Jesús, es decir, el
conocimiento de Jesús de Nazaret es el criterio para la fe 7. Esto tiene una
importancia decisiva para lo que vamos a decir más adelante. En tercer lugar,
esos tres títulos conectan con la resurrección de Jesús, es decir, Jesús es
el Señor, es el mesías y es el Hijo de Dios por su exaltación en la
resurrección. Y éste es el sentido más original y primitivo de la fe. De tal
manera que esos tres títulos, en su estadio más original y primitivo, se
refieren al resucitado. Esta mención del resucitado se hace especialmente en
las confesiones del segundo bloque, es decir, en las que representan
determinados desarrollos de las anteriores confesiones de fe (Jn 3,16-17; Rom
1,3-4; 4,25; 6,5; 8,3.34; 14,9; 1Cor 15,3-5; 2Cor 5,15; Gál 4,4; Flp
2,6-11; Col 1,15-20; 1Tim 3,16; 2Tim 2,8; Heb 1,3; 1Pe 1,20; 3,18; 1Jn 4,9). Sólo
más tarde, en un estadio posterior de la fe cristiana, se aplican esos títulos
al Jesús terreno, es decir, a Jesús en su vida antes de la muerte y resurrección
(por ejemplo: Mt 16,16.20; Mc 1,1; 3,11; Lc 4,41, etc.). Por último, en algunas
confesiones de fe, que habría que situar más bien en el segundo bloque,
aparecen afirmaciones que conectan con la encarnación y en ellas se dice que
Jesús, el que se encarné y se hizo hombre, es preexistente a su encarnación
misma (por ejemplo, Gál 4,4; Rom 8,3; Jn 3,13; 5,23.37; 6,38.44; 7,28.33; 8,42;
16,27 y también Flp 2,6-7).
Por
consiguiente, el origen de nuestra fe en Jesús como Dios y como hombre está en
las abundantes confesiones de fe que nos presenta el Nuevo Testamento. Pero aquí
se vuelve a plantear la segunda pregunta que ya he formulado antes: ¿Cómo
debemos entender esa afirmación esencial de la fe?
3. Para
entender la afirmación de la fe
Seguramente
la cristología es la rama de la teología que más ha progresado en los últimos
veinte años. Prueba de ello es la abundante producción teológica que circula
sobre este asunto . Por supuesto, no e trata aquí de hacer una exposición de
todas las orientaciones que de hecho se dan en este importante ámbito del saber
teológico. Se trata, más bien, de ir directamente al centro de la cuestión,
para ver, en la medida de lo posible, cuáles son las corrientes fundamentales.
Ahora bien, desde este punto de vista se puede afirmar que existen dos
corrientes contrapuestas, que marcan las dos orientaciones clave de la cristología.
Se trata de la cristología descendente o "desde
arriba", por una parte, y de la cristología ascendente o
"desde abajo", por otra parte.
La
cristología descendente parte de Dios, es decir, es una cristología que parte
"desde arriba". Dios desciende al mundo y se hace hombre, es decir,
asume una naturaleza humana, mediante el misterio que se llama de la "unión
hipostática". En consecuencia, el momento clave de esta cristología es la
encarnación, de tal manera que el resto de la vida de Jesús no añade nada
esencial a su ser y a su obra. De donde se deduce lógicamente que la cristología
(doctrina sobre Cristo) y la soteriología (doctrina sobre la salvación) están
desvinculadas y hasta pueden estar perfectamente separadas. Como se comprende fácilmente,
esta cristología es la tradicional. Y como tal, da perfectamente cuenta del
misterio de la divinidad de Cristo y de los textos que en el Nuevo Testamento
hablan de la preexistencia del Logos (el Verbo, el Hijo de Dios). Pero esta
cristología tiene el peligro evidente de ser interpretada en categorías míticas
y monofisitas. Y sobre todo, tiene el inconveniente de que no da suficiente
explicación de las fórmulas del Nuevo Testamento en las que se dice que Jesús
fue hecho (époíesen) Señor y mesías (Hch 2,36; cf. 10,36; Rom 14,9;
Flp 2,11) precisamente por su vida de obediencia al Padre y concretamente por su
muerte y resurrección. Es más, esta cristología tampoco da cuenta de las
abundantes confesiones de fe, en las que, como ya hemos visto, se dice que Jesús
fue constituido Señor, mesías e Hijo de Dios exactamente por su muerte y
resurrección.
Por
el contrario, la cristología ascendente parte del hombre, es decir, se trata de
una cristología que parte "desde abajo". Según esta manera de
enfocar las cosas, Jesús fue un hombre singular y único (en el sentido de
irrepetible), que vivió la existencia amenazada e insegura de todo hombre, que
se comprometió en la más radical obediencia a Dios para liberar al hombre,
puesto que para eso había sido elegido por Dios, y después de realizar
exactamente el plan trazado por Dios fue resucitado y constituido Señor. En
este planteamiento están necesariamente vinculadas la cristología y la
soteriología, ya que la una no se puede comprender sin la otra. Además, esta
manera de ver las cosas tiene la ventaja de que salva a la cristología de todo
peligro de monofisismo o de infiltraciones míticas, de la manera que sea. En
esta cristología aparece claro que Cristo fue un hombre enteramente igual a los
demás hombres, menos en el pecado (Heb 4,15; cf. Flp 2,7-8). Por otra parte, en
esta cristología se explican sin dificultad toda una serie de cosas que los
evangelios nos cuentan de Jesús: que aprendía (Lc 2,40.50), que se extrañaba
y se sorprendía (Mt 8,10; Lc 7,9; Mc 6,6), que no sabía ciertas cosas (Mc
13,32), que tenía tentaciones (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13; 22,28), que
sufrió el miedo ante la muerte y el fracaso (Mt 26,38; Mc 14,34; Lc 22,43-45;
Heb 5,7). En definitiva Jesús aparece de esta manera como alguien a quien se
puede seguir y a quien se puede imitar. Igualmente en esta interpretación Jesús
aparece como un ciudadano que se da cuenta de la verdadera situación de su
pueblo, y se compromete hasta el fondo para liberar a los hombres de sus múltiples
cadenas y esclavitudes (morales, religiosas, humanas) por obediencia al Padre
del cielo, que es el Dios liberador que se había revelado en el Antiguo
Testamento. Pero esta cristología tiene el inconveniente de que, al menos en
principio, no explica suficientemente toda una serie de afirmaciones del Nuevo
Testamento en las que se habla de la preexistencia de Cristo y de la conciencia
de su propia divinidad que tenía Jesús, tal como de ello se habla
especialmente en el cuarto evangelio. De ello ya hemos tratado y volveremos a
hacerlo más adelante.
En
consecuencia, nos encontramos con el hecho siguiente: en el Nuevo Testamento
aparecen claramente delineadas dos cristologías, que hemos designado como cristología
descendente y cristología ascendente Cada una de ellas tiene sus
ventajas y sus inconvenientes, como he explicado hace un momento. En cuanto a
las ventajas, no hay que olvidar que cada una de ellas cuenta con una serie de
textos del Nuevo Testamento que la apoyan sólidamente. Y en cuanto a los
inconvenientes, simplificando mucho la cuestión, se podría decir que mientras
la cristología descendente tiene el peligro de incurrir en el monofisismo práctico,
la cristología ascendente corre el riesgo de caer en el cristianismo ateo. Por
lo demás, en todo este asunto es importante tener siempre en cuenta que cada
una de estas cristologías desencadena una determinada forma de leer el
evangelio: una forma más sobrenaturalista y espiritualista, en el caso de la
cristología descendente; y una forma más encarnada y, si se quiere, mas
comprometida con la realidad humana, en el caso de la cristología ascendente. Y
es que, en definitiva, se trata de dos formas fundamentales, y de alguna manera
contrapuestas, de entender el mensaje de Jesús, la fe en ese mensaje y la vida
cristiana en general.
4. ¿Qué
se puede decir sobre este asunto?
1.
Está claro que la fe en Cristo tiene que tomar muy en serio la humanidad
de Jesús. Es decir, la fe tiene que afirmar que Jesús fue un hombre verdadero,
un hombre como los demás hombres. Por consiguiente, toda afirmación de la fe o
toda presentación del mensaje que atente contra la humanidad de Cristo tiene
que ser desechada radicalmente, porque se trataría de una afirmación con sabor
a herejía o sencillamente herética. En este sentido conviene recordar la
afirmación del concilio de Calcedonia, según la cual Jesucristo es
"perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, verdadero Dios y
verdadero hombre, con alma racional y cuerpo. Ese uno y el mismo es
consustancial con nosotros por su humanidad, se hizo en todo semejante a
nosotros menos en el pecado (Heb 4,15)". Es claro que esta afirmación
del concilio de Calcedonia tiene que ser aplicada no simplemente a la
"naturaleza humana", sino más concretamente al "hombre"; a
un hombre determinado, el hombre que de hecho fue Jesús de Nazaret. Porque es
evidente que la naturaleza humana en sí no existe, ya que eso es una abstracción
que nosotros hacemos. Lo que existe es el hombre. Y en ese sentido afirmamos que
Jesús fue un hombre en el pleno sentido de la palabra, un hombre igual a los
demás hombres menos en el pecado. Está en consonancia con numerosos pasajes
del Nuevo Testamento el decir que Jesús fue un hombre, que igual que los demás
hombres sufrió de la ignorancia, del miedo, de la inseguridad y, en general, de
las limitaciones inherentes al hombre, todo eso que hace la existencia humana
verdaderamente dura y difícil. Desde este punto de vista se debe leer cada página
del evangelio.
2.
Vistas las cosas de esta manera, el seguimiento y la imitación de Jesús
adquieren su significación más plena. Es decir, de esta manera Jesús es un
modelo a la medida del hombre y al alcance del ser limitado que es cada uno de
nosotros los hombres. Por eso hay que defender con todo rigor la humanización
total de Jesús, a partir de su total vaciamiento de todo rango que no le
hiciera aparecer como uno de tantos, como un simple hombre (Flp 2,7). Además,
si se comprende así la existencia de Jesús y su quehacer como hombre, el
evangelio adquiere una fuerte ejemplaridad. Por poner un ejemplo: los evangelios
nos cuentan que Jesús murió gritando: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?" (Mt 27,46; Mc 15,34). En realidad, ¿qué quiere decir
ese grito sorprendente de Jesús en el último instante de su vida? Hoy hay teólogos
que, a partir de una cristología ascendente, interpretan esas palabras de Jesús
en el sentido mas radical. Jesús se sintió realmente abandonado por Dios y
completamente fracasado. Como ha escrito Leonardo Boff, "nos encontramos
ante la suprema tentación soportada por Jesús; podemos formularla así: ¿Todo
mi compromiso ha sido en vano? ¿No va a venir el Reino? ¿Habrá sido todo una
pura ilusión? ¿Carecerá de sentido último el drama humano? ¿Es que no soy
realmente el mesías? Han caído por tierra las ideas que Jesús, verdadero
hombre, se había formado. Jesús se encuentra desnudo, desarmado, absolutamente
vacío ante el misterio". ¿Por qué se llegó hasta tal situación? La
cosa resulta comprensible. Jesús predicó el reino de Dios. Pero no sólo eso.
Porque Jesús anunció, además, que el reino está próximo (Mc 1,15; Mt 3,17)
o incluso ya "entre ustedes" (Lc 17,21). Es más, Jesús dijo estas
cosas en el marco de la mentalidad apocalíptica de su tiempo, que esperaba el
reino en el sentido de una inminente e inesperada intervención de Dios (cf. Mt
13,30; 14,25; Lc 22,15.19-29). Pero el hecho es que esa intervención de
Dios no se produjo. Y no solamente no se produjo, sino que, además, lo que Jesús
vio que se le venía encima era su propia muerte. En este sentido, Jesús penso
que Dios realmente lo había abandonado y se sintió completamente fracasado,
sin futuro y sin sentido. Tal fue el motivo de su grito en la cruz y la razón
de su total entrega a Dios.
3.
Por otra parte, en todo este asunto hay que tener muy en cuenta el
sentido que tienen la mayor parte de las confesiones de fe que aparecen en el
Nuevo Testamento. Como ya hemos podido ver, esas confesiones de fe afirman que
Jesús fue constituido Señor, mesías e Hijo de Dios mediante su resurrección.
Desde este punto de vista, se ve claramente que las confesiones de fe más
originales y más abundantes del Nuevo Testamento van decididamente en la línea
de una cristología ascendente.
4.
En el fondo, todo esto quiere decir que no podemos disociar la cristología
(doctrina sobre el ser de Cristo) de la soteriología (doctrina sobre la obra
realizada por Cristo). Porque la soteriología es esencialmente constitutiva de
la misma cristología. Conocemos quién es Jesús a partir de lo que hizo el
propio Jesús. Por consiguiente, está claro que no podemos hablar de Cristo en
tales términos que, en la práctica, se venga a separar la cristología de la
soteriología. Es evidente que de esa manera no salvamos la significación
fundamental de las confesiones de fe en las que se afirma que Jesús, mediante
su obra salvífica, llegó a la plenitud del señorío. Por tanto, si elaboramos
una cristología en la que desde la encarnación ya está todo hecho, elaboramos
una reflexión falseada por su misma base. De ahí la inexactitud de ciertas
afirmaciones que se hacen a veces, por ejemplo cuando se dice que un suspiro del
niño Jesús habría bastado para redimir al mundo. Quien hace semejante
afirmación olvida que la cristología está determinada soteriológicamente, es
decir, que la significación de la persona de Jesús es inseparable de la
historia y del destino del propio Jesús. Por
consiguiente, aislada de esa historia y de ese destino, la persona de Jesús
pierde su verdadera significación para nosotros.
5.
La cristología ascendente parece tropezar con una dificultad
insuperable: las afirmaciones del Nuevo Testamento que hablan de la
preexistencia de Cristo. Por ejemplo, en Gál 4,4: "Cuando se cumplió el
tiempo, envió Dios a su Hijo". O en Rom 8,3: "Dios envió a su Hijo
en una condición como la nuestra, pecadora". Más claramente aún en el
evangelio de Juan: Jesús fue enviado por el Padre (5,23.37; 6,38.44;
7,28.33), ha venido del cielo (3,13; 6,38.51), ha venido "de
arriba" (8,23), ha salido del Padre (8,42; 16,27). También es importante
en este sentido el texto de Flp 2,6-7. Parece lo más obvio decir que estas
afirmaciones van claramente en la línea de una cristología descendente. ¿Qué
se debe pensar a este respecto? Para responder a esta cuestión hay que tener en
cuenta que esas afirmaciones del Nuevo Testamento tienen su razón de ser y su
explicación en un acontecimiento que es sin duda el acontecimiento más
importante de la revelación cristiana, y que con frecuencia no es tenido en
cuenta por los creyentes o incluso, a veces, ni por los teólogos. Este
acontecimiento consiste en que Dios se ha revelado, se ha dado a conocer en Jesús.
Así lo afirma expresamente el evangelio de Juan: "A la divinidad nadie la
ha visto nunca; el único Dios engendrado, el que está de cara al Padre, él ha
sido la explicación" (Jn 1,18). Eso quiere decir que la revelación
verdadera de Dios se ha realizado en Jesús. Por tanto, hay que desaprender lo
que se sabia de Dios para aprender de Jesús, que es su explicación 16 Por
consiguiente, no conocemos a Jesús a partir de Dios, sino que conocemos a Dios
a partir de Jesús. De ahí que la afirmación "Jesús es Dios" tiene
su razón de ser y su explicación en otra afirmación previa, que es más
fundamental: "Dios es Jesús". Téngase en cuenta que no se trata de
un juego de palabras. En toda frase predicativa, la función del predicado es
explicar al sujeto, es decir, lo conocido es el predicado y lo desconocido es el
sujeto. Por ejemplo, si yo digo "Pedro es rubio", se supone que yo sé
lo que es un hombre rubio, y mediante eso me entero de cómo es Pedro. Pues de
la misma manera, si yo digo "Jesús es Dios", se supone que yo sé quién
es Dios y cómo es Dios, y mediante eso conozco quién es Jesús y cómo es Jesús.
Pero no es eso lo que, en realidad, se debe decir como afirmación fundamental.
Porque según el texto de Jn 1,18, a quien conocemos es a Jesús, mientras que
lo desconocido es precisamente Dios. En consecuencia, podemos afirmar que toda
imagen de Dios que no se adecue a Jesús es inexacta. "Quien me ve a mí
está viendo al Padre... ¿No crees que yo estoy identificado con el Padre y el
Padre conmigo?" (Jn 14,9-10). Ahora bien, en la medida en que Jesús nos
revela a Dios, en esa misma medida se puede afirmar, con todo derecho, que Jesús
pertenece a la definición de la esencia eterna de Dios. Es decir, el sentido de
lo que es Jesús se fundamenta en la esencia eterna de Dios, porque lo más
profundo de esa esencia eterna se nos ha dado a conocer en Jesús. Por
consiguiente, nada tiene de particular que se pueda hablar de Jesús en términos
de preexistencia, como preexistente es Dios mismo a todo lo creado. Por lo demás,
la afirmación del prólogo del evangelio de Juan, según la cual "al
principio ya existía la Palabra" (Jn 1,1), se ha de entender en el sentido
del proyecto fundamental de Dios Es el designio primordial, la palabra divina
absoluta, original, que relativiza todas las demás palabras. Y es ese proyecto
el que se hizo realidad histórica concreta en la persona de Jesús.
6.
Pero, por otra parte, de la misma manera que no se puede separar la
cristología de la soteriología, también hay que decir que no se puede
disociar la soteriología de la cristología. Esto quiere decir lo siguiente:
Cristo actuó de tal manera, durante su vida mortal, que tuvo que ser
considerado por sus seguidores como verdadero Dios. Es decir, si Jesús hizo tales
cosas es porque él era Dios. Según la cristología ascendente, Jesús
alcanzó una dignidad que no había tenido en su ministerio. Como se ha dicho
muy bien, este punto de vista es comprensible teniendo en cuenta que sus
primeros discípulos aprendieron con la resurrección algo que antes no habían
conocido con claridad. Pero tal perspectiva resultó inadecuada cuando los
cristianos reflexionaron después sobre el misterio de la identidad de Jesús.
Cuando se escribieron los evangelios, dominaba una perspectiva más
desarrollada, según la cual se estimaba que Jesús era mesías e Hijo de Dios
ya durante su ministerio, de modo que la resurrección no hizo más que
manifestar públicamente lo que ya era antes. Marcos dice que ya en el bautismo
Jesús era el Hijo de Dios (Mc 1,11). Pero los discípulos nunca reconocieron la
identidad gloriosa de Jesús durante su vida mortal; ni Jesús se lo reveló
abiertamente nunca a los discípulos, probablemente porque no habrían sido
capaces de entender semejante revelación. Esta falta de comprensión se
advierte en la escena de la transfiguración: cuando Jesús toma aparte a sus
discípulos predilectos y les descubre su majestad, y cuando la voz de Dios
declara que Jesús es su Hijo, ellos tienen miedo y no entienden (Mc 9,2-8) En
el evangelio de Marcos, únicamente después de la muerte de Jesús es
descubierto el misterio por un testigo humano: "Verdaderamente, éste era
Hijo de Dios" (Mc 15,39). Marcos, por tanto, ha conservado en parte
la perspectiva más antigua. Insiste en que Jesús era ya Hijo de Dios y mesías
durante su vida mortal, pero no se sabía públicamente;. así se entiende por
qué los cristianos pueden decir que ha llegado a ser mesías e Hijo de Dios en
virtud de la muerte y la resurrección.
7.
Queda por decir algo acerca de la definición del concilio de Calcedonia.
La definición, en su parte más fundamental, dice lo siguiente: "Debemos
creer en uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor y Unigénito, subsistente en dos
naturalezas de forma inconfundible, inmutable, indivisa e inseparable. La
diferencia entre las dos naturalezas jamás queda suprimida por causa de la unión;
antes bien, lo propio de cada naturaleza queda preservado, concurriendo ambas a
formar una sola persona o subsistencia. Creemos en Jesucristo, no en dos
personas separadas o divididas, sino en uno y el mismo Hijo unigénito, palabra
de Dios, Señor Jesucristo, como antes los profetas creyeron en él y el propio
Jesucristo nos enseñó y el credo de nuestros padres nos transmitió".
Acerca de esta fórmula quiero indicar sumariamente varias cosas. En primer
lugar, hoy está bien demostrado que la intención de Calcedonia no fue metafísica
o filosófica, sino soteriológica; Es decir, no se trataba de hacer una
declaración sobre lo que Cristo es y nada más, sino sobre lo que Cristo
hizo. Lo que ocurre es que para eso era necesario afirmar quién era
Cristo, para poder saber exactamente lo que hizo Cristo. En este sentido,
lo que pretendía la definición era afirmar que al hombre le fue otorgada
plenamente la salvación. Pero eso sólo podía ser realizado por quien fuera de
verdad Dios y de verdad hombre. Porque era salvación plena (de Dios) para el
hombre. Ahora bien, para llegar a esa afirmación, el concilio se sirvió de los
conceptos de y "persona".
"Naturaleza" divina y humana es simplemente el nombre que designa todo
lo que constituye el ser humano y el ser divino; expresa, por tanto, lo que
Jesucristo tiene en común con el Padre (divinidad) y en común con nosotros
(humanidad). El concilio entiende la naturaleza en sentido abstracto, como sinónimo
de esencia o sustancia. "Persona" (hipóstasis), en la fórmula
dogmática, quiere sólo expresar el principio de unidad del ser, aquello que
hace que algo sea uno: que aquel que nació de Dios y de la Virgen es uno y el
mismo y no dos. La persona no es un ente o una "cosa" en el hombre,
sino un modo de existir del hombre. Mediante estos conceptos, el concilio
quería expresar dos cosas: 1) que a Jesús no le faltaba nada para ser perfecto
hombre; 2) que Jesús-hombre, debido a su unión con Dios, es sustentado con la
misma sustentación ontológica de Dios, es decir, Jesús está de tal manera
unido a Dios, que en él el ser humano recibe su sustentación del absoluto. En
lo cual se nos revela lo más profundo y admirable que hay en la existencia de
Jesús. Porque se abrió y se entregó a Dios con absoluta confianza y entrega,
Jesús, como enseñó el concilio de Calcedonia, no poseía la hipóstasis, la
subsistencia, el permanecer en sí mismo y para sí mismo. Pero aquí hay que
insistir, una vez más, en que eso no constituye imperfección en Jesús, sino
su máxima perfección. El se vació de sí mismo hasta tal punto que pudo crear
espacio interior para ser llenado por la realidad del otro (Dios). Porque estaba
totalmente lleno de Dios y por Dios, por eso de él se puede decir que no tenía
subsistencia humana. Por lo demás, aquí me parece que se debe recordar la
atinada observación de W Kasper: "El dogma cristológico de Calcedonia
significa también una limitación respecto del testimonio cristológico total
de la Escritura. El dogma se interesa exclusivamente por la constitución
interna del sujeto humano-divino. Saca esta cuestión del contexto total de la
historia y el destino de Jesús, de la relación en que Jesús se encuentra no sólo
con el Logos, sino con su 'Padre', y hace echar de menos la panorámica total
escatológica de la cristología bíblica. Aun siendo, pues, el dogma de
Calcedonia exégesis perennemente obligatoria de la Escritura, tiene que ser
integrado, sin embargo, también en el testimonio global bíblico y se ha de
interpretar a partir de éste".
8.
Por último, quiero indicar algo acerca de lo que sería la tarea de una
"cristología desde abajo". Por todo lo que se ha dicho en este capítulo
se comprende perfectamente que tal cristología es posible. Y no solamente
posible, sino además aceptable, si tomamos realmente en serio el sentido más
elemental que tienen la mayor parte de las confesiones de fe que nos muestra el
Nuevo Testamento. Pues bien, supuesto este planteamiento, se trata ahora de
formular los presupuestos teológicos y antropológicos que hacen verdaderamente
posible esa "cristología desde abajo". La aportación de K. Rahner en
este sentido ha sido decisiva. En efecto, él ha sabido formular los
presupuestos de lo que se suele llamar una "cristología
trascendental". Esos presupuestos son los siguientes:
1)
El hombre como ser ordenado esencialmente a la visión inmediata de Dios. Esto
quiere decir que existe en el hombre un deseo natural de la visión beatífica,
un apetito natural de la contemplación bienaventurada de Dios. De tal manera
que esto pertenece a la esencia misma del hombre. 2) El hombre sólo puede
experimentar y realizar su esencia, y lo que corresponde a su esencia, en la
historia. Porque el hombre es esencialmente un ser histórico. Esto quiere decir
que el hombre tiene que esperar y buscar la comunicación de Dios precisamente
en su dimensión histórica. 3) La unidad del "suceso absoluto de la
salvación" y del "salvador absoluto". Es decir, esas dos
realidades no son nada más que dos aspectos del único acontecimiento de la
salvación. De esta manera, el salvador y la acción realizada por ese salvador
quedan esencialmente vinculadas la una a la otra, de tal forma que no pueden
disociarse. Una vez más nos encontramos con el principio ya enunciado: la
cristología no puede desvincularse de la soteriología. 4) El acontecimiento de
la salvación, en el sentido indicado, debe comportar la aceptación libre de la
comunicación de Dios, ya que la libertad pertenece también a la esencia del
hombre. 5) El acontecimiento de la salvación, entendido de esta manera, sólo
se puede dar en un hombre que, por una parte, renuncie en la muerte a todo
futuro intramundano, y, por otra parte, aceptando esa muerte, quede
definitivamente asumido por Dios. 6) Jesús de Nazaret se entendió a sí mismo
como este salvador absoluto y, además, en su resurrección y consumación se
manifestó que él es en efecto tal salvador.
Como
conclusión, después de todo lo explicado en este capítulo, podemos decir que
la "cristología ascendente" resulta ser la explicación más
plausible del misterio de Cristo. Teniendo en cuenta que no se trata de una
explicación excluyente. También la "cristología descendente" tiene
un sentido y una significación para el hombre de fe. Porque desde el momento en
que sabemos que Jesús nos revela lo que pertenece a la esencia eterna de Dios,
desde ese momento podemos hablar de Jesús aplicándole lo que corresponde a esa
esencia eterna de lo divino. Pero en este caso se trata de una afirmación o
explicación subsiguiente. Porque el criterio fundamental de interpretación del
misterio es lo que hemos designado como "cristología ascendente".