LAS MANOS VACÍAS

P. Conrad de Meester, ocd

 

 

Cap. IV. EL PUENTE DE LA ESPERANZA 

1. Teresa, la inacabada                             

2. Dios, el inigualable                               

3. Absorbida por la misericordia de Dios             

4. Un universo en expansión                  

5. De cumbre en cumbre                          

6. El puente sobre el abismo                   

7. ¿La confianza o las obras?                  

8. En el corazón del cristianismo            

9. Un ser bienaventurado                        

 

 

 

Hemos considerado hasta aquí el crecimiento de la esperanza en Teresa.  Ahora reanudamos la cuestión desde un punto de vista más estructural. ¿Cómo se armonizan las experiencias y las intuiciones de Teresa?  No podemos, naturalmente, hacer abstracción de la evolución.  Vida y doctrina son uno en Teresa, ambas se esclarecen y se enriquecen, la una a la otra, constantemente.  Teresa vive su propia doctrina y enseña lo que vive.

Puede decirse que en el movimiento de la carmelita vienen a confluir dos especies de fuerza.  Una, al principio, de tipo centrífugo: la impotencia para realizar por sí misma el perfecto amor obliga a Teresa a separarse de sí para volverse hacia Dios, para quien «nada hay imposible». (Lc 1, 37).  He aquí un punto negativo de partida doblado sobre una consecuencia positiva.  Una segunda fuerza viene a añadirse a la primera: el nuevo centro, Dios, al que ella acaba de ser lanzada, desencadena un movimiento de tipo centrípeto.  Orientada enteramente ahora hacia la realidad de la misericordia de Dios, la carmelita es absorbida dentro de esta nueva esfera de influencia y atraída hacia Dios.  Y de ahí el punto de partida positivo, que tiene como resultado negativo la completa salida de Teresa de sí misma.  Estos dos polos de repulsión y de atracción hacen que Teresa renazca de Dios de una nueva manera.  Esto es lo que vamos a examinar más de cerca.

 

 

1. TERESA, LA INACABADA

 

 

Con frecuencia, y cada vez con mayor frecuencia, y cada vez con mayor frecuencia a medida que se acerca al término de su vida, Teresa se califica a sí misma de débil e imperfecta.

¿Se ha de tomar esto en serio? ¿Tiene esto consistencia ante el hecho de que todo un coro de testigos le atribuye unánimemente una fidelidad impecable?

Se ha de observar, ante todo, que estos testigos no son más que espectadores.  Se mantienen fuera, y no siempre pueden penetrar en la zona del corazón, donde la cualidad moral de un acto toma definitivamente carácter. ¿Cómo podrían ellos sondear siempre los motivos? ¿Qué saben de los sentimientos interiores y escondidos? ¿Cómo pueden juzgar de la constancia en la receptividad de cara a la gracia?  Es éste un terreno al cual solamente Teresa y Dios tienen plenamente acceso: «Sólo Dios conoce el fondo de los corazones» (Ms C, 19vº).

Existen también faltas de culpabilidad remota, movimientos indeliberados, en cuya base, por tanto, se halla una raíz no purificada.

Además, Teresa conserva la delicadeza de conciencia de su infancia.  Cada falta cobra una gran resonancia moral y afectiva, a pesar de sentirse arrebatada por la alegría que le causa su certeza en la misericordia de Dios.  El hecho de estar convencida de que Dios es compasivo no la impide emparejar su excepcional confianza con un extraordinario respeto a la majestad de Dios.

Con el crecimiento en la santidad, esta sensibilidad respecto al bien y al mal se intensifica constantemente.  San Juan de la Cruz ha explicado en términos rigurosos y claros qué noche de sentimiento de indignidad puede desencadenar en un alma el acercamiento a Dios.  En la luz, cualquier motita de polvo se hace visible.  El fuego consume y purifica la menor mancha de herrumbre.  Especialmente, desde que Teresa está sentada con los incrédulos y los pecadores a la «mesa de los pecadores», se siente hermana suya.  Una mañana, al recitarse en comunidad el confíteor antes de la comunión, experimenta el sentimiento vivísimo de ser «una gran pecadora». (CA 12.8.3). Al pie de la estampa de Jesús crucificado que había hecho nacer en su alma, en otro tiempo, una inmensa sed apostólica (Ms A, 45vº), escribe: «Señor, vos sabéis que os amo, pero tened piedad de mí, pues soy un pecador».  Y cinco meses antes de su muerte, escribe a Belliére: «Creedme, os lo suplico: Dios no os ha dado por hermana a un alma grande, sino a una pequeñísima y muy imperfecta» (CT 201).

Tales expresiones no están inspiradas por el deseo de crecer en la humildad, ni mucho menos de engañar a los que la rodean.  Hemos de tomar en serio a Teresa cuando habla de su pobreza y de su imperfección.  Su «camino»... Concibe su proyecto partiendo de esta situación de imperfección, la cual, unida al conocimiento de la misericordia de Dios, es el humus sobre el que florece la confianza.  Acostumbra a repetir con su homónima de Avila que «la humildad es la verdad». Esto la hace ver tanto las grandes cosas que Dios ha hecho en ella (cf.  Ms C, 4rº), como los límites que la mantienen por debajo de sus deseos.  Exteriormente, tal vez no hay ya nada que reprender en ella, pero ella se ve a sí misma interiormente con la mirada penetrante y purificada de una santa.  No se ha de pensar que enseñe un camino de confianza a otros que están en una situación de imperfección, sin participar ella misma de esta condición.  Es verdad que se encuentra más arriba en esta subida, pero ella y los otros tienen esto en común: que todos están en ruta hacia una cumbre aún no alcanzada, que escapa al poder de ascensión de cada uno.

Es verdaderamente consolador escuchar cómo la santa de Lisieux confiesa, hasta en los últimos meses de su vida, toda clase de pequeñas faltas y desfallecimientos actuales, aunque las demás religiosas apenas se aperciban de ellos.  Son movimientos de impaciencia durante el período de su enfermedad, que duran un solo instante (cf.  CT 207).  Son ocasiones que se le presentan de hacer pequeños sacrificios y que ella deja escapar (cf.  Ms C, 31rº).  Y cuando la caridad fraterna se ha convertido ya en su segunda naturaleza, todavía confiesa: «No quiero decir con esto que no cometa algunas faltas. ¡Ah, soy demasiado imperfecta para tanto!». (Ms C, 13vº).  Pero toda tristeza egoísta a causa de estas caídas es absorbida por la alegría de la verdad: «Ya pueden todas las criaturas inclinarse sobre ella [sobre la florecilla, que es Teresa misma], admirarla, colmarla de sus alabanzas.  No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una sola gota de alegría falsa al verdadero gozo que la florecilla saborea en su corazón al conocer lo que es en realidad a los ojos de Dios: una pobrecita nada, nada más...» (Ms C, 2rº.)

Esta imperfección no es sólo un dato de hecho.  Es también inevitable, es un dato que condiciona a la naturaleza humana, una experiencia necesaria.  En Su ofrenda a la Misericordia, Teresa preveía, con realismo, que algunas veces «caería por debilidad», pero sabía también que «todas nuestras justicias tienen manchas a los ojos de Dios» (cf.  Is 64, S). «Ninguna vida humana está exenta de faltas.» (CT 203.) «(Las almas) aun las más santas no serán perfectas sino en el cielo.» (Ms C, 28rº.) «El justo cae siete veces al día.» (Prov 24, 16.)

Tres meses antes de su muerte, nos encontramos con una confesión muy significativa, en la que se reconoce una profunda penetración psicológica sobre la insuficiencia inherente a todo hombre, y al mismo tiempo una fe llena de esperanza en la potencia liberadora de Dios: «Cuando recuerdo el tiempo del noviciado, veo cuán imperfecta era... Me angustiaba por tan poca cosa, que ahora me río. ¡Ah, qué bueno es el Señor, que hizo crecer a mi alma y le dio alas! (...) Más tarde, sin duda, el tiempo presente en que vivo me parecerá también lleno de imperfecciones.  Pero ahora ya no me sorprendo de nada.  No siento pena alguna al ver que soy la debilidad misma, al contrario, me glorío de ello (2Col 12, 5), y cuento con descubrir en mí cada día nuevas imperfecciones». (Ms C, 15rº.)

 

 

2. DIOS, EL INIGUALABLE

 

 

Teresa está todavía confrontada con su propia insuficiencia por la infinitud misma de sus deseos de amor.  Amar, amar totalmente, infinitamente, sin límites: tal era, tal es, el sueño de la monja enclaustrada.  Para eso se ha hecho libre.  Para eso se ha hecho pobre del todo, desasida de sí misma.  Para eso ora y vela.  Este es su único fin.  Pero muy pronto adquiere «el sentido del Infinito».  El día de su profesión pide «el amor infinito, sin otro límite que Jesús mismo... el amor cuyo centro no sea yo sino tú».  En su Acto de Ofrenda suplica a Dios que le dé el «martirio» del «perfecto» amor.  El Manuscrito B habla de la «plenitud del amor» y evoca diez veces la «locura» de este amor.

El amor al que de tal modo se entrega, despierta en ella algo más todavía.  Descubre las posibilidades latentes que duermen en el fondo del corazón humano, el cual, por el amor, puede abrirse y florecer en plenitud. ¡El gusto del amor a Jesús y a los hombres comienza a hacer presa en esta joven mujer! ¡Aquí tampoco hay límites ni fin!. A cada acto de amor escucha una nueva llamada.  El deseo no deja de crecer y de agigantarse: «Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece, haciéndose más pura y más divina. (Ms C, 9rº). «Compruebo con gozo que, amándole a él (a Jesús), se ha agrandado mi corazón, y se ha hecho (el corazón) capaz de dar a los que ama una ternura incomparablemente mayor que si se hubiese concentrado en un amor egoísta e infructuoso» (Ms C, 22rº).  Cada hartazgo de amor crea nueva sed y una mayor capacidad de beber.  Cada experiencia de amor que da y recibe suscita en Teresa una aspiración a vivir más intensamente todavía el amor.

A través de toda la vida de amor de Teresa corre el deseo de amar al Amado como él merece: de una manera verdaderamente digna, con una respuesta amorosa que sea igual al amor con que ella es amada por él, una respuesta por la que dé tanto como recibe, una respuesta por la que no quede a deber.  La ardiente amadora que es Teresa quiere amar al Señor tanto como él la ama.  Ahora bien, aquí se enfrenta con un fracaso sin límites, por muy santa que sea la empresa.  Nunca podremos amar a . Dios como él nos ama.  El nos ama siempre primero y más.  No igualaremos nunca este amor.  Tendremos que declararnos siempre vencidos, pues «mejor que nuestro corazón es Dios» (1Jn 3, 20).  A él va dirigido el canto: «Porque Tú solo eres santo.  Tú solo eres Señor.  Tú solo eres Altísimo».

Y sin embargo, el amor no puede desentenderse de aspirar a la igualdad.  San Juan de la Cruz declara: el alma desea llegar a «amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarle en esto la vez.(…)  Esta pretensión del alma es, la igualdad de amor con Dios que siempre ella, natural y sobrenaturalmente, apetece, porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado» (Cántico Espiritual, 38, 2-3).

Nuestro amor es el amor de Dios mismo «que se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rorn 5, 5).  El objetivo será, pues, que nos convirtamos en un canal por el que el amor de Dios pueda refluir perfectamente hacia él a través de nosotros. ¡Mas he aquí que esto es justamente la causa de un eterno conflicto! ¿Cómo podrá ser nunca el canal suficientemente ancho para dejar pasar por él esta infinitud de amor? ¿No nos veremos necesariamente obligados a pedir al Señor que agrande nuestra receptividad?  Además, el hombre deja escapar con frecuencia ocasiones de amor: ¿no es eso cerrar por un momento el canal o estrecharlo?  Peor todavía: el hombre comete verdaderas faltas: ¿no son ellas otras tantas fugas que causan una disminución del amor, una pérdida de corriente en su trayectoria?

Teresa tiene conciencia de este hecho en toda su realidad: nosotros nunca podremos amar a Dios como él nos, ha amado y nos ama.  Seremos siempre adelantados, estaremos siempre por debajo, habremos de aceptar siempre que nuestro amor carece de suficiente fuerza.  En la tarde de su vida, la santa pronuncia esta emocionante confesión: «Vuestro amor me previno desde la infancia, creció conmigo, y ahora es un abismo cuya profundidad me es imposible medir.  El amor llama al amor, por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia vos, quisiera llenar el abismo que le atrae, pero ¡ay, no es ni siquiera una gota de rocío perdida en el océano! ... Para amaros como vos me amáis, necesito pediros prestado vuestro propio amor.  Sólo así hallo el reposo» (Ms C, 35rº).

Al término de estas reflexiones, dos conclusiones se imponen: 1ª. La humildad es un elemento base en camino de Teresa hacia la santidad.  El hombre debe aceptar humildemente su inevitable imperfección de hecho.  Debe aceptarse a sí mismo tal cual es. 2º. Resplandece con evidente claridad la importancia de la esperanza.  El amor nunca podrá llegar por sí mismo a donde quiere llegar.  Siempre existen faltas reales, y siempre existe la imposibilidad de pagar a Dios con la misma moneda de amor.  Entonces, sólo queda la oración, la súplica, la esperanza: «Señor, haced que crezca en mí vuestro propio amor.  Completad vos mismo lo que le falta a mi amor.  Llenad mis manos vacías, dadme vuestro propio corazón».

Este es el movimiento interior que encontramos en los momentos cruciales del itinerario de Teresa: cuando descubre su «caminito» (1894), en su Acto de Ofrenda a la Misericordia de Dios (1895), en el Manuscrito B (1896).  Veremos que se produce lo mismo en otros terrenos.  Teresa ha expresado maravillosamente, varias veces, en sus poesías está esperanza orante de obtener el propio amor de Dios.

¡Amor único mío, escucha mi plegaria,

para amarte, Jesús, dame mil corazones!

Pero no basta aún,

¡oh Belleza suprema! ¡Para amarte

dame tu propio corazón divino!

(Poesía 22)

 

Y en otro lugar:

 

Es tu amor, mi Jesús, el que reclamo,

ese tu amor que debe trasformarme.

Pon en mi corazón la llama que consume,

y entonces podré yo bendecirte y amarte.

Y a pesar de ser grande, extrema, mi indigencia,

podré amarte lo mismo que te aman en el cielo.

Es más, llegaré a amarte con el amor mismísimo

con que tú me has amado, y me amas,

¡oh Hijo del Altísimo!

 

(Poesía 41 en la numeración del P. Francisco de Sta.  María)

 

De todo esto resulta que la esperanza ocupa un lugar central en el encaminamiento espiritual de Teresa.  Puesto que el amor del hombre es impotente para alcanzar la plenitud del amor, la esperanza debe jugar un papel mediador cerca de Dios, que da el crecimiento (cf. 1Cor 3, 7).  Después de todos los esfuerzos imaginables realizados por el amor, la obra quedará inacabada, se aspirará a más; y finalmente, será la sola confianza en la pura bondad misericordiosa de Dios la que podrá abrir el camino a la comunicación del perfecto amor.  El último día de su vida Carlos de Foucauld escribía, en esta misma línea doctrinal, a Madame de Bondy: «Vemos que no se ama bastante. ¡Qué verdad es!  Nunca se amará bastante.  Pero Dios, que sabe de qué barro nos ha amasado y que nos ama mucho más de lo que una madre pueda amar a su hijo, nos ha dicho -él, que no miente- que no rechazará a quien se le acerca... »

 

 

3. ABSORBIDA POR LA MISERICORDIA DE DIOS

 

 

Ya no es necesario que nos extendamos detalladamente sobre la experiencia de Teresa en el otro polo de su vida espiritual, la Misericordia.  Hacia el fin de su vida, formula esta oración: «¡Oh, Jesús mío!  Tal vez sea ilusión, pero creo que no podéis colmar a un alma de más amor del que habéis colmado a la mía. (...) Aquí abajo no puedo concebir una mayor inmensidad de amor de la que os habéis dignado prodigarme gratuitamente a mí, sin mérito alguno por mi parte». (Ms C, 35rº).  Se concibe a sí misma como una espiga que se dobla bajo su propio peso: «Dios ha querido poner en mí cosas que me hacen bien a mí y a los demás» (CA 4.8.2). «Esta espiga es la imagen de mi alma.  Dios me ha cargado de gracias para bien mío y para bien de muchos otros...». (CA 4.8.3).

Luego, está también la fe en la Misericordia de Dios tal como Teresa la encuentra subrayada en la Revelación e ilustrada en su propia vida: «Comprendo que no todas las almas pueden parecerse; es necesario que haya diferentes tipos, a fin de honrar especialmente cada una de las perfecciones de Dios.  A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! ... Entonces, todas se me presentan radiantes de amor.  Hasta la justicia (y tal vez ella más que ninguna otra) me parece revestida de amor... ¡Qué alegría más dulce pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo?» (Ms A, 83vº).

Al final de 1894, impresionaron profundamente a Teresa los siguientes versículos de la Escritura: «Si alguno es pequeñito, que venga a mí».  Y: «¡Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo! ¡Os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas».  Desde entonces, toda la Escritura se ha puesto a hablarle de la bondad de Dios.  Por ejemplo, los salmos, entre ellos los 23 (22) y 103 (102) parecen gozar de sus preferencias.  Mas sobre todo, lo que más la conmueve es la Humanidad de Jesús, por cuanto es ella el súmmum del amor de Dios que se abaja.  Su nacimiento, su vida, sus padecimientos y su muerte: todo se hace lenguaje de amor.  El es el hijo del Rey que pide en matrimonio a «una pequeña lugareña. (CT 87).

Participando del espíritu de su tiempo, Teresa habla menos expresamente de la Resurrección, que irradia, sin embargo, tanta misericordia.  Pero la contemplativa ha penetrado profundamente el contenido del misterio pascua¡, a saber: que Jesús está ahora vivo, que está cerca de nosotros y que nos hace resucitar con él: «Comprendo, y sé por experiencia, que "el reino de Dios está dentro de nosotros".  Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas; él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras... Nunca le he oído hablar, pero se que está dentro de mí.  Me guía y me inspira a cada instante lo que debo decir o hacer.  Descubro, justamente en el momento en que las necesito, luces que hasta entonces no había visto». (Ms A, 83vº). «He observado con frecuencia que Jesús no quiere darme provisiones.  Me sustenta a cada instante con un alimento enteramente nuevo, recién hecho; lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene... Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito corazón, el que me concede la gracia de obrar en mí, dándome a entender lo que quiere que yo haga en el momento presente. (Ms A, 76rº).  Jesús resucitado la conduce: «Es él quien nos hace desear y colma nuestros deseos... » (CT 178). «Es Dios quien activa en vosotros el querer y la actividad misma para realizar sus designios de amor» (Flp 2, 13).

Teresa ve desarrollarse el plan de la salvación en el Evangelio.  Es su libro favorito.  Lo lleva siempre consigo.  Lo sabe casi de memoria.  Es su itinerario:  «Cuando leo ciertos tratados espirituales donde la perfección viene presentada a través de mil intrincadas dificultades, rodeada de una multitud de ilusiones, mi pobrecito espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me rompe la cabeza y me deseca el corazón, y tomo la Escritura Santa. (... ) Una sola palabra descubre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil; veo que basta reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios» (CT 203).

La misericordia, efectivamente, es lo que más conmueve a Teresa en el Evangelio. «No tengo más que poner los ojos en el santo Evangelio, y en seguida respiro los perfumes de la vida de Jesús, sé por qué lado he de correr... No me lanzo al primer puesto sino al último.  En vez de adelantarme como el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano.  Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena.  Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta el corazón de Jesús, seduce al mío.  Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden someterse, iría, con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de Jesús, porque sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a él. (Ms C. 36vº).  Más de una vez cita las palabras de Jesús: «No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos... No he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13).  Haciéndose eco del pasaje evangélico sobre la oveja perdida, da el siguiente consejo a Celina: «No temas, cuanto más pobre seas, más te amará Jesús.  El irá lejos, muy lejos, para buscarte, si alguna vez te extraviaras un poco». (CT 182) Es un Dios que ama a los hombres: «(Jesús) está más orgulloso de lo que obra en el alma de Celina, de su pequeñez, de su pobreza, que de haber creado los millones de soles y la anchura de los cielos» (CT 205).  Jesús es en todo y por todo como su Padre, a quien él nos enseña a llamar y a hablar así: Padre nuestro; palabras que algunas veces n emocionaba a Teresa hasta las lágrimas.

 

 

4. UN UNIVERSO EN EXPANSION

 

 

Tres imágenes pueden ahora ilustrar la estructura del camino de Teresa hacia la santidad.

La primera es la de Dios como universo en expansión.  Podríamos representar a Dios como una esfera, como un globo.  Ahora bien, al hombre se le permite penetrar, por el amor, en esta esfera y avanzar más profundamente hacia el punto central.  Pero a medida que avanza el hombre, le parece que el universo de Dios se dilata.  Efectivamente, a los ojos del hombre que ama, Dios aparece cada vez más digno de amor.  Cuanto más posee a Dios, tanto más sabe y comprende también que Dios se le escapa todavía.  Asumido por la gracia a la propia vida de Dios, la criatura participa de Dios y crece su hambre de Dios.  De este modo, la esfera se hace cada vez más grande: el límite que el hombre ha dejado tras de sí recula siempre y vuelve a ponérsela delante, el hombre se aleja cada vez más de su propio mundo, mas en el lado opuesto, en igual proporción, el espacio de Dios huye continuamente.  Y así, la profundidad de Dios, el punto más central, viene a hallarse siempre más lejos: el hombre, ciertamente, acomete sin cesar por el amor, pero por esa fuerza expansivo que al mismo tiempo le invita a ir más adelante, a penetrar más profundamente en el mundo de Dios, la profundidad más profunda de Dios se aleja más rápidamente todavía de él.  Cuanto mayor es la velocidad con la que el hombre se lanza hacia adelante, tanto más velozmente retrocede el centro divino.  Se verifica por momentos la frase de san Agustín: «Dios más íntimo a mí que mi más íntimo yo, pero también más alto que mi ser más elevado».

Toda comparación falla por algún lado.  Esto no falla.  No hay tal centro divino.  Estamos en Dios, y por consiguiente estamos ipso facto en el centro de que habla la Imagen.  El amor creciente por el que Dios se comunica, infunde siempre y cada vez mejor y más profundamente la conciencia de que puede y debe ser amado más y más.  Es éste un movimiento perpetuo, nunca acabado, un éxodo sin fin, una peregrinación nunca terminada del hombre a Dios.  En la medida en que un amor más grande se nos queda en irrealizable, la santidad, por el momento, no se nos da más que a la manera de un ideal.

Ante la impotencia de amar a Dios lo bastante dignamente aquí abajo, aun aprovechando al máximo todas las ocasiones de amor que se nos presentan, y entonces más que nunca, no nos queda otro recurso que el de suplicar a Dios con toda confianza que haga posible lo imposible y que se comunique él mismo de una sola y repentina embestida de su amor divino, al hombre que le ama, aun cuando éste no pueda todavía comprender cómo pueda esto realizarse.  Mas el hombre no puede dejar de pedirlo.  Y si Dios le toma entonces más profundamente en sí mismo y disminuye aparentemente la distancia, el drama se hace inmediatamente más intenso.  Y así siguen las cosas hasta el fin.  Cuanto más se ama, más se desea amar.  Si ya esto sucede en ciertas amistades humanas, ¿cómo no habría de suceder en el amor ideal, que es el amor divino?... Sonriendo humorísticamente, Teresa compara las ideas de sus catorce años con los puntos de vista de la cristiana adulta: «Al principio de mi vida espiritual, hacia los trece o catorce años, me preguntaba a mí misma qué progresos podría hacer más tarde, pues creía entonces imposible comprender mejor la perfección.  No tardé en convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino, tanto más lejos se cree del término.  Por eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría... » (Ms A, 74rº.) Así pues, a medida que uno se acerca, se ve más lejos del fin.  Nunca se ama con el «último. amor.  El amor actual no puede alcanzar aquello con lo que sueña el amor.  Siempre de nuevo, el amor debe convertirse en esperanza de que Dios haga crecer el amor.

Teresa conoce muy bien las dos perfecciones: la de Dios, que es infinita y de la cual se puede participar cada vez más íntimamente sin llegar nunca a agotarla, y la del hombre, que, según la definición magistral de Teresa, consiste en «ser lo que Dios, quiere que seamos».  Mas todo sucede y pasa como si Teresa, por largo que sea el tiempo que vi hubiera alcanzado todavía esta perfección humana.  Por lo demás, ¿cómo podría nunca saberlo ella? ¿Acaso no quiere Dios que sigamos creciendo siempre en la tierra?  Se diría que en la perspectiva existencial y dinámica de la santa de Lisieux, Dios quiere siempre que seamos más de lo que somos actualmente.  Por eso, nuestro amor actual no podrá ser nunca el medio ni el camino que nos una al amor en su término-Dios.  Teresa se ve condenada a implorar de Dios, una vez y siempre otra vez, este amor terminal: «Hacedlo vos en mí, venid, vos, con vuestra plenitud.  Colmad, vos, todas mis profundidades, ahondadlas cada vez más profundamente y llenadlas más y más». Por esta razón, su «caminito» es, en última instancia, un camino de esperanza.

 

 

5. DE CUMBRE EN CUMBRE

 

 

La segunda imagen es la del sendero que serpentea montaña arriba.  La experiencia nos enseña a cuántas ilusiones -y exaltaciones- puede dar lugar la ascensión a una montaña.  Se divisa una cumbre, y se piensa: ya estamos en lo alto.  Una vez llegados a ella, vemos otro punto más elevado.  Y así vamos de altura en altura hasta alcanzar finalmente la última cumbre.

Se puede aplicar esta imagen al crecimiento del hombre en camino hacia Dios, con la sola diferencia de que en Dios no existe última cumbre.  El amor ve surgir siempre ante sus ojos una nueva cumbre.  Y así sin fin.  Dios está siempre «más lejos».  El deseo de amar a Dios como él nos ama, con la misma infinitud de amor, se queda para el hombre que camina en un puro sueño que nunca llega a realizarse.  Es Imposible que se realice, porque el hombre nunca podrá ser Dios.  Sólo ha sido creado «a su imagen» (Gén 1, 26), lo cual implica a la vez participación y diferencia, unidad y distancia.  Por eso, el amor ha de tener conciencia de que por mucha prisa que se dé, no trepa suficientemente rápido, y que debe suplicar a Dios que descienda de la más elevada cumbre y que transporte al amante hasta lo alto.  Es la alegoría teresiana del pajarito y del Aguila.  Del Aguila se pueden tener «los ojos y el corazón,,, la penetración y la locura, pero no se pueden tener «las alas», (Ms B, 4vº).  Ante esta impotencia, ha de ser el Aguila misma la que lleve a lo alto al pajarillo.  Lo mismo sucede con la comparación del «ascensor»: son «los brazos de Jesús. los que finalmente deberán llevar hasta la cumbre al ardiente alpinista.

Esto ilustra una vez más que aun el amor más santo no puede amar a Dios como él merece ser amado, lo cual sucede en razón precisamente de la santidad de Dios.  Aceptando su propia debilidad, el amor debe convertirse en esperanza de que Dios suplirá lo que falta para el don total de sí mismo al alma.  Esta esperanza no es un paso atrás, es un crecimiento.  Es el mismo amor que se pone a florecer.  Dejar de esperar ya, sería mandarlo a la muerte.  San Juan de la Cruz dice que el amor sabe renunciar a todo por el Amado, salvo al deseo de crecer y poseer más Y más al Amado para amarle más: «No puede dejar de desear el alma enamorada, por más conformidad que tenga con el Amado, la paga y salario de su amor, porque el salario y paga del amor no es otra cosa, ni el alma puede querer otra, sino más amor, hasta llegar a perfección de amor; porque el amor no se paga sino de sí mismo… (…) El alma que ama no espera el fin de su trabajo, sino el fin de su obra; porque su obra es amar, y de esta obra que es amar, espera ella el fin y remate, que es la perfección y cumplimiento de amar a Dios» (Cántico Espiritual 9, 5).  Esta esperanza de «más amor» no es, pues, en manera alguna, la regresión de un amor desinteresado a una petición interesada que el alma hace para sí misma.  El único interés de esta esperanza es hacerse cada vez Más desinteresada, poder entregarse cada vez más.

Ahora bien, esta esperanza anhelante ' es como una planta que brota de la tierra del amor y que lleva, en sí toda la savia de este humus del amor.  Está enteramente impregnada del amor del que nació.  Es rica en amor, es la más intensa expresión del amor, que ella lleva a un nivel más elevado.  Por lo demás, levantar una mirada llena de esperanza hacia alguien es cosa que nos lleva a admirarle más y más, y a enamorarnos más de él.  Que esta esperanza en Teresa esté llena de amor se evidencia también por el hecho de que aquél hacia quien se levanta la mirada es Padre, y Teresa trata con él como un niño, con maneras plenamente amorosas.

Empleamos con frecuencia aquí la palabra esperanza para indicar el «cauce» por donde deben rizarse la confianza y el abandono: disposición a pasar del «todavía no» a «lo que viene», y que es posible y bueno.  Teresa emplea muchas veces un término por otro.  Por lo común, da a su esperanza el nombre de confianza. la confianza es la esperanza.  Pero en virtud de la fe en la misericordia bondadosa de Dios, en la que se apoya como en una roca, la confianza presenta un carácter más pronunciadamente familiar y una mayor certeza de ser escuchada.  Tener confianza es fiarse de Dios, apostar por su bondad, contar con el apoyo de su amor al hombre.  La confianza es base de vida, y por lo tanto orientación para el futuro.  La confianza está llena de gratitud anticipada y de oración de alabanza.  En ella está puesta la esperanza de todos mis amados hermanos los hombres, a quienes amaré más y más a medida que mi amor se haga mayor.  La confianza teresiana vuelve a decir a Dios: «Os espero a vos mismo de vos, por vos y por todos los hombres».

Esta confianza en Dios no se vive como una absoluta seguridad con relación al futuro Infunde, ciertamente, una «alegre seguridad y una gozosa firmeza de esperanza». (Heb 3, 6), pero éstas se verán forzosamente combatidas por nuestras dudas frente -a las promesas todavía no realizadas de Dios.  Será necesario que la confianza no se contente con lo que es actual, que no sucumba tampoco a las tentaciones de irresolución y de pereza que a cada instante pretenden tomar la esperanza por una utopía.  La confianza consiste muchas veces en «esperar contra toda esperanza» (Rom 4, 18).  Por eso, la esperanza es la fuente de una vida dinámica que nos levanta por encima de nosotros mismos, que rompe los límites del presente, que es salida de nuestro propio yo, ímpetu, abandono.  Tener confianza exige un desasimiento permanente del «hoy» y de nosotros mismos.  Es el combate del hombre nuevo, en el que queremos convertirnos, contra el hombre viejo que somos todavía y que nos cuesta dejar de serlo.

También aquí aparece el vínculo de la confianza con el amor.  En la perspectiva teresiana, tener confianza es como alzarse hacia un amor más elevado, hacia un amor a Dios-frente-a nosotros, un amor que no se posee todavía completamente.  Confiar en el Otro es renunciarse a sí mismo por amor al Otro.  Se la ha llamado frecuentemente a Teresa la «santa del amor». Tal vez pudiera decirse más justamente: la santa del «sobre-amor», es decir, de la esperanza que, por encima de una entrega grande ciertamente, pero finita y provisional, se eleva a una entrega más grande, menos finita, definitiva, que sólo Dios puede dar.  Es el amor que rehusa quedarse en lo que es solamente ahora, y que, por encima de sus esfuerzos reales, implora de Dios lo que su ser no es todavía.  Es el amor que tiene conciencia de estar siempre solamente en camino.  Es el amor que lanza a la imaginación en busca del cómo podría convertirse más en sí mismo.

De donde resulta que la confianza teresiana es como una síntesis de toda la vida teologal.  Deslizándose por el cauce de la esperanza, es, por una parte, fe en la bondad de Dios, y brota, por otra, de ese amor al que quiere unirse más intensamente.  Por eso dice san Ambrosio que entre el amor y la esperanza existe un «circuito sagrado.: en efecto, la marea os hace pasar sin cesar del uno a la otra.  El amor hace esperar, la espera hace amar más y más.  Un amor más grande conduce a una nueva esperanza, una nueva esperanza es un lenguaje de amor y de oración para más amor, oración que Dios escucha.  Así se va del amor a la esperanza y de la esperanza al amor: un movimiento circulatorio que no cesará nunca hasta el día en que se posea a Dios completamente.  Esperanza y amor forman, por consiguiente, los anillos de una larga cadena que junta cada vez más sólidamente al hombre con Dios.

¡Amor y esperanza es un largo «caminito»!  Ellos me hacen avanzar.  El hecho mismo de que Dios me haga esperar en él, es señal indudable de que está dispuesto a escucharme.  Ya en este hecho interviene su gracia.  La mirada repetida me hace vivir a su mismo nivel.  El me trasforma, me comunica sus dones.  Tal vez, incluso, tras una larga esperanza, haga que unas «gracias de Navidad» realicen una abertura a través de mi alma, de mi modo íntimo de ser y de sentir.

Teresa sabe perfectamente que bajo la superficie del carácter y del temperamento, la esperanza puede también concentrar nuevas fuerzas vitales.  En ciertos seres, esta nueva vida no se dará a conocer hasta que estalle en el momento de la muerte el duro caparazón de su pobre psicología.  Esas son típicamente las «pequeñas almas», las cuales en la tierra son poco consideradas, no tienen nada de lo que puedan engreírse, pero que a los ojos de Dios son grandes, porque estuvieron llenas de esperanza en medio de su pobreza.

Amor y esperanza: ¿cuál de las dos dirá la última palabra?  Puede uno proponerse esta pregunta, porque, como por azar, los tres manuscritos autobiográficos de la carmelita terminan con la palabra «amor», lo cual demuestra, por lo menos, que Teresa estaba llena de amor.  Mas ¿se trata del amor como posesión? ¿O como ideal, y por consiguiente como esperanza?  Aquí en la tierra, es la esperanza la que, en el fondo, será también la última palabra del hombre.  Y porque el amor por naturaleza mueve a desear más y más, inspira al hombre una oración de esperanza para obtener más amor.  La esperanza es el amor que aspira, que sube al tejado de su casa y tiende sus manos suplicantes hacia el cielo.  Por la esperanza, el amor aumenta por encima de su propia estatura y se hace más grande.  En este sentido Teresa especifica que su camino es un camino de «confianza amorosa» (CT 231).  Confianza es el sustantivo que expresa el centro, la esencia del asunto; amorosa es el adjetivo que indica la coloración.  Y cuando se le pregunta qué es, en fin de cuentas, su famoso «caminito», ella responde: «Es el camino de la confianza y del total abandono».

Más exactamente, la esperanza es la penúltima palabra en la tierra. la última es el Verbo quien la dice, Jesús, cuando en el momento del encuentro definitivo se comunica a nosotros totalmente, sin división ni desmembración.  La última palabra en la tierra en respuesta a la esperanza, primera y única palabra en el cielo, vuelve a ser el Amor, con mayúscula.

 

 

6. EL PUENTE SOBRE EL ABISMO

 

 

La tercera y última imagen que puede esclarecer la doctrina de Teresa es la del puente.

Hemos visto cómo Teresa, a pesar de su amor, o mejor, en razón de su amor, tiene conciencia de estar todavía lejos del amor pleno.  Verdad es que esta separación no la siente ya penosamente como tal, porque Dios se le comunica cada vez más íntimamente.  Pero tiene la clara conciencia de las posibilidades ulteriores.  El perfecto amor se convierte en un «abismo». (Ms C, 35rº) que ella desearía salvar para estar junto al Amado.

Es necesario ahora tender un puente sobre este abismo.  Sobre ambas orillas se han echado sólidos fundamentos, sobre los que se levantan recios pilares.  En nuestra orilla el pilar es la humildad, por la cual el hombre finito y limitado acepta humildemente su imperfección y su impotencia.  En la orilla del Dios infinito el pilar es la Misericordia, en la cual el hombre crece.  En el mismo grado que la humildad, la fe en el amor misericordioso de Dios es una condición esencial de la esperanza.  No se puede esperar en alguien en cuya bondad no se crea.  Entonces, sobre estos pilares se tiende el puente de la confianza amorosa, y el hombre puede llegar hasta Dios. 0 más exactamente, Dios mismo pasa el puente, ;toma en sus brazos al hombre y le lleva a la otra orilla.

Todavía aquí la imagen es defectuosa.  En realidad, el puente no ha de ser construido una sola vez, sino que debe estar siendo construido siempre, sin cesar, a cada momento.  Después de cada crecimiento en el amor, la distancia subsiste todavía, y hay que tender un nuevo puente.

Entonces, ¿la esperanza nos acerca realmente a Dios?  Podría plantearse la cuestión del lado de Dios, razonando por absurdo, pues la cuestión sería verdaderamente absurda si la respuesta fuese negativa. ¿Puede el Dios del amor dejar sin escuchar a un hombre que desea y espera ardientemente amarle más y más?  A Teresa, en todo caso, esto le parece imposible.  Se le puede aplicar a la confianza lo que ella escribía acerca de la oración de petición, que es el lenguaje de la confianza: «La oración y el sacrificio constituyen toda mí fuerza, son las armas invencibles que Jesús me ha dado» (Ms. C, 24vº). «¡Qué grande es, pues, el poder de la oración!  Se diría que es una reina que en todo momento tiene entrada libre al rey y puede conseguir todo lo que pide! ... » (M s C, 25rº). «El Todopoderoso les dio (a los santos) un punto de apoyo: ¡EL MISMO! ¡EL SOLO!  Y una palanca: la oración, que quema con fuego de amor.  Y así levantaron el mundo» (Ms C, 36vº).  Jesús mismo nos enseñó a pedir en el padrenuestro, y eso, ciertamente, no puede ser ineficaz.  Y además, Jesús presenta la oración de petición como sensata y posible: «Por medio de sublimes parábolas (…) (Jesús) nos enseña que basta llamar para que se nos abra, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que se pide... Dice también que todo lo que se pide en nombre suyo a su Padre, éste lo concede» (Ms C, 35vº).

Las hermanas de Teresa atestiguan que no ponía límite alguno a su esperanza.  En el Manuscrito B, habla de sus «deseos y esperanzas que rayan en lo infinito», de su confianza «audaz», de sus «súplicas temerarias. y de sus «inmensas aspiraciones». «¿Cómo se dejaría él (Dios) vencer en generosidad?», escribe (CT 203).  A María de la Trinidad le explica: «restringir (vuestros) deseos y (vuestras) esperanzas es desconocer la bondad infinita de Dios.  Mis deseos infinitos constituyen mi riqueza, y en mí se realizará la palabra de Jesús.  Al que tiene se te dará más, y abundará» (PA, 1332).  Con san Juan de la Cruz repite frecuentemente: «esperanza de cielo tanto alcanza cuanto espera». ¡Nada nos demuestra mejor la fuerza de transformación que posee la confianza que la vida concreta de Teresa misma! ¡Evidentemente, su ascensor funciona a la perfección! ¡El Amor misericordioso trabaja en su existencia!  Su fidelidad es excepcional, y su amor fraterno no tiene ya límites.

Por todos los caminos y medios posibles inculca esta confianza a sus novicias.  Hablando de un niñito que no puede por sí mismo subir ni siquiera el primer peldaño de una escalera, dice: «Consentid en ser ese niñito.  Por la práctica de todas las virtudes levantad siempre vuestro piececito para subir la escalera de la santidad.  No llegaréis a subir ni siquiera él primer peldaño, pero Dios no os pide más que la buena voluntad.  Veréis qué pronto, vencido por vuestros esfuerzos inútiles, bajará él mismo, y tomándoos en sus brazos, os llevará para siempre a su reino. (PA, 1403).

A María de la Trinidad que deseaba tener más energía: «Y si Dios os quiere débil e impotente como un niño... ¿Creéis por eso que tendréis menos mérito?... Consentid, pues, en tropezar a cada paso, incluso en caer, en llevar vuestras cruces débilmente.  Amad vuestra impotencia.  Vuestra alma sacará más provecho de ello que si, llevada por la gracia, cumplieseis con entusiasmo acciones heroicas, que llenarían vuestra alma de satisfacción personal y de orgullo» (PO, 2192).

Respecto a sí misma, hace esta lúcida observación (que disipa toda ilusión): «Soy un alma muy pequeña que sólo puede ofrecer a Dios cosas muy pequeñas.  Y aún me sucede muchas veces dejar escapar algunos de estos pequeños sacrificios, que tanta paz llevan al alma.  Pero no me desanimo por eso: me resigno a tener un poco menos de paz, y procuro estar más alerta en otra ocasión» (Ms C, 31rº).

Tiene perfecta conciencia de que hay seres que son mucho más grandes amigos de Dios, mucho más santos, de lo que parecen a juzgar por su carácter desasosegado y por su psicología apocada: «Muchas veces, lo que a nuestros ojos parece negligencia, resulta heroico a los ojos de Dios» (PO, 1755).  Y su hermana Celina escucha este aviso: «En el último día quedaréis admirada al ver a vuestras hermanas libres de todas sus imperfecciones, y os parecerán grandes santas» (CRG, IV, 20: en OCST, p. 1572).

Comentando la parábola de los trabajadores de la viña, refiriéndose a los de la última hora, dice: «Mirad, si hacemos nuestros pequeños esfuerzos, esperémoslo todo de la misericordia de Dios y no de nuestras miserables obras: seremos recompensadas lo mismo que los grandes santos» (PA, 1043).

 

 

7. ¿LA CONFIANZA O LAS OBRAS?

 

 

Puede ser que en la mente del lector surjan estas o parecidas dudas y preguntas: ¿No habrá ido Teresa demasiado lejos poniendo en las nubes a la confianza? ¿Ha aclarado suficientemente el empeño efectivo? ¿No propone, acaso, una mística de la debilidad?

Nos hallamos aquí ante la eterna paradoja de un Dios de amor que reclama la total fidelidad y al mismo tiempo ama tanto al hombre imperfecto que reconoce su pobreza.  Encontramos esta paradoja a lo ancho y largo de la Gozosa Nueva de la redención de los pobres.  La coexistencia de nuestra responsabilidad personal y de la asombrosa misericordia de Dios es un misterio.

Esta paradoja está presente también en la mente y en el corazón de Teresa.  Paradoja hasta en sus palabras.  Se hallan en ella expresiones como éstas: «El amor sólo con amor se paga». «El amor se prueba con obras» (Ms B, 4rº). «(Jesús) no tiene necesidad alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor.» (Ms B, 1º.) Su «camino- -dice- no es el del quietismo, ni el del iluminismo (cf.  PA, 1358), y sin embargo, quiere morir «con las manos vacías», y confiesa: «Si hubiese procurado amontonar méritos, en este momento estaría desesperada» (CRG, III, 3: en OCST, P. 1517). «¡El amor ( ) es un torrente que no deja nada a su paso!» (Ibid. 10: ibid., p. 1522.) Pero cuando Dios se disponga a premiar su obra de amor «va a verse en un apuro», porque « ¡yo no tengo obras!  Por lo tanto, no podrá darme "según mis obras..." ¡Pues bien, me dará "según sus obras! (CA 15, 5, l.)

Teresa no es voluntarista, mas tampoco es persona que tolere la tibieza.  En fecha muy próxima a su Acto de Ofrenda a la misericordia de Dios, de quien ella lo espera todo, escribe: «la energía ( es la virtud más necesaria, con la energía se puede fácilmente llegar a la cumbre de la perfección» (CT 157).  Hablando de la gran misericordia que el Señor le había mostrado en la noche de Navidad de 1886, observa sin embargo: «Muchas almas dicen: No tengo fuerzas para realizar tal sacrificio.  Pues que hagan lo que yo hice: un gran esfuerzo» (CA 8.8.3). Subraya que el camino del Reino de los cielos no se corre diciendo «¡Señor! ¡Señor!», sino cumpliendo la voluntad de Dios (cf.  Ms C, 11vº), pero insiste también, con frecuencia, en que la buena voluntad basta (cf.  Ms C, 25vº).

Una solución parcial a la paradoja puede hallarse considerando cuál es el criterio de que se sirve exactamente Teresa.  El verdadero valor, el único en realidad, es el amor con que se lleva a cabo una acción, y no la grandeza de la acción misma.  El amor lo engrandece todo, y sin amor la acción más grande queda sin valor alguno a los ojos de Dios: «Comprendí que sin el amor, todas las obras son nada, aun las más brillantes, como resucitar a los muertos y convertir a los pueblos» (Ms A, 81vº). «No es el valor ni aun la santidad aparente de las acciones lo que cuenta, sino solamente el amor que se pone en ellas» (CRG, 13: en OCST, pp. 1525-1526).

Además, entre las declaraciones de Teresa respecto a la relatividad de las obras, hay muchas que se refieren a lo que ellas tienen de grande, de sorprendente, de brillante, de sensacional, de lo que atrae la atención: todo eso que Teresa expresa con el vocablo «deslumbrante».  Por eso toma sus distancias en relación con las «hazañas» de la mortificación corporal y rechaza todo deseo de fenómenos místicos y extraordinarios.  Todo esto no está hecho para «las almas pequeñas», decía ella, nada de eso se encontrará en su «caminito». «¡Es tan dulce servir a Dios en la noche de la prueba! ¡No tenemos más que esta vida para vivir de fe!... » (CRG, VI, 9: en OCST p. 1618.)

La fidelidad que reclama el amor se concentra en las numerosas «pequeñas» cosas ordinarias de todos los días: cosas que están al alcance de cualquiera. Ya se ve que Teresa no se hace propagandas de una solución de facilidad.  No se elimina el heroísmo, se traslada al terreno propio del hombre pobre.  El torrente del amor viene canalizado por la vida ordinaria de cada día.  Lo que sorprende en el programa que se traza Teresa para realizar su sueño de amor en el corazón de la Iglesia, es ver el lugar que ocupan todas esas «las más pequeñas cosas», esos «pétalos (…)sin ningún valor», esas «nadas»: ¡un pequeño sacrificio, una mirada, una palabra, una sonrisa! ¡Pero qué radicalismo a través de esta página maravillosa! Todo será recogido, aprovechado, nada rehusado (Ms B, 4vº).  Sin embargo, Teresa confiesa no ser más que un «alma imperfecta», existen las infidelidades, el programa no se cumple siempre enteramente.  La «obra», pues, no siempre es sinónimo de un cumplimiento integral, no siempre queda acabada en todos los aspectos.  A veces la acción no es más que el esfuerzo leal, el hecho de tratar de, la buena voluntad que se pone infatigablemente en marcha: verdaderos portadores de amor, pero también testigos de imperfección y de llamamiento e invocación a la misericordia de Dios.

¡Cuánto le hubiera gustado a Teresa conocer esta parábola de Tagore, que ilustra clarísimamente el valor de las «pequeñas cosas»!

 

Iba yo pidiendo, de puerta en puerta, por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos, como un sueño magnífico.  Y yo me preguntaba, maravillado, quién sería aquel Rey de reyes.

Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado.  Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo.

La carroza se paró a mi lado.  Me miraste y bajaste sonriendo.  Sentí que la felicidad de la vida me había llegado al fin.  Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: "¿Puedes darme alguna cosa?"

¡Ah, qué ocurrencia la de tu realezas ¡Pedirle a un mendigo!  Yo estaba confuso y no sabía qué hacer.  Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di.

Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré por no haber tenido corazón para dártelo todo!

 

       (Ofrenda Lírica [Gitánjali] - Traduc. de ZENOBIA CAMPRUBI y JUAN RAMON JIMENEZ, 50)

 

¿Obras y confianza?  Teresa ofrece aquí un gran equilibrio.  Amar cuanto sea posible, demostrar el amor con actos y obras, pero cuando se interpone la impotencia y no se llega a más, entonces confiar en el infinitamente Misericordioso.  La doctrina teresiana de la pobreza espiritual está construida sobre la experiencia de quien, habiéndose apoyado durante mucho tiempo en sus propias fuerzas, no llega hasta el final en el esfuerzo constante que hace por alcanzar la santidad.  Sin embargo, en el interior del radio de acción que nuestro amor es efectivamente capaz de alcanzar, ese amor ha de traducirse en actos.  Cuando luego el amor sube más alto, debe mostrar de nuevo su autenticidad a través de una fidelidad correspondiente en las pequeñas cosas.  Sin fidelidad a lo que pide el Amado, la confianza se ve frenada en su espontaneidad.

Todo esto nos causa emoción por el afán que vemos en Teresa de dar toda la gloria a la misericordia de Dios.  Esta es la razón por la que tiene en tan poco su propia actividad de amor.  Dice en algún lugar que su «caminito. no es más que el Todo y la nada de san Juan de la Cruz: ¡es por el camino de la nada por el que se va al Todo!  Teresa subraya: «Queréis escalar una montaña, y Dios quiere haceros descender al fondo de un valle fértil donde aprenderéis el desprecio de vos misma» (CRG, II, 16: en OCST, p. 1487). «¿Adquirir? ¡Decid mejor: perder! ... » (ibid., p. 1486.) «Estáis constantemente deseando haberlo logrado [vuestro último fin], os sorprendéis de caer. ¡Es necesario contar siempre con caer!» (ibid., 23: ibid., p. 1491.) «Es necesario consentir en permanecer siempre pobres y sin fuerzas, y he ahí lo difícil. (CT 176).  El pobre de espíritu no busca con mirada ansiosa el resultado, no se preocupa del éxito, no se pregunta con inquietud si ha progresado ya mucho, no desea tener grandes pensamientos, puede vivir, también, sin luz, no desea verlo todo y comprenderlo todo: vive de fe y de confianza, y se pone enteramente en las manos de aquel en quien confía.

En fin de cuentas, la paradoja y el misterio no se, suprimen en Teresa.  Hay dos polos: Hacerlo todo como si dependiese de nosotros, y esperarlo todo como si dependiese sólo de Dios.  La doctrina de Teresa es una armonía que no excluye ninguno de los dos polos, más bien los reúne en una síntesis superior: hacerlo todo lo mejor posible y dejar que Dios haga lo demás. ¡Y ésta no es para ella una máxima huera! «Hay que hacer todo cuanto está en nosotros, dar sin medida, renunciarse continuamente.  En una palabra, probar nuestro amor por medio de todas las buenas obras que están a nuestro alcance.  Pero como, al fin de cuentas, todo eso es bien poca cosa.... es necesario que cuando hayamos hecho todo lo que creemos deber hacer, nos confesemos los siervos inútiles", esperando, no obstante, que Dios nos dé por gracia todo lo que deseamos. (CRG, lI, 46: en OCST, p. 1510).

En esta tensión de los dos polos: actividad y abandono, su corazón, sin embargo, se inclina claramente hacia el segundo.  En él está su carisma.  De él nace esa potencia de aliento que emana de su persona. la última frase de su autobiografía revela esta preferencia por la pobreza total en relación con los méritos Personales: «Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a él por la confianza y el amor» (Ms C, 36vº).  Y le pide a la Madre Inés que añada a su autobiografía esta nueva y más abundante confirmación de su pensamiento: «Podría creerse que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado.  Decid muy claramente, Madre mía, que aunque hubiese cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza:. sé que toda esa muchedumbre de ofensas sería como una gota de agua arrojada en un brasero encendido.  Luego contaréis la historia de la pecadora convertida, que murió de amor». (CA 11.7.6).  Se confiesa incapaz de hacerse rica en lo sucesivo: «Aunque hubiese realizado todas las obras de san Pablo, seguiría creyéndome un servidor inútil"; pero eso es, precisamente, lo que constituye mi alegría, pues no teniendo nada, lo recibiré todo de Dios» (CA 23.6).

Se le atribuye a Teresa una definición de la santidad que es muy común.  Según toda probabilidad, es la Madre Inés quien pone estas palabras en boca de Teresa.  Mas si la declaración no es literalmente de la santa, la inspiración, sin embargo, es netamente teresiana: «la santidad no está en tal o cual práctica; consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad, y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre» (Novissima Verba 3.8.5b, cf.  Anexos, p. 251).

La imagen de la mano puede sugerir cómo se ha desarrollado la vida de Teresa.  Al principio, la mano se tendía, con los dedos crispados e impacientes y la palma vuelta hacia abajo, deseosa de asir, en una actitud captativa, para apoderarse de las cosas.  Más tarde, se opera gradualmente la conversión, el cambio.  La Palma está vuelta hacia arriba.  Los dedos deseosos de asir se distienden, se relajan.  La mano, ahora, está abierta, oblativa, pronta a ofrecer y, en cambio, a recibir mucho.  Para llegar a esto, ha sido necesario el desenvolvimiento y desarrollo de casi toda una vida. ¡Esto no se hace en un periquete!

 

 

8. EN EL CORAZON DEL CRISTIANISMO

 

 

Teresa ha expresado, a su manera, en todos sus  escritos, puntos de vista teológicos muy profundos sobre la relación de Dios y del hombre.  No los ha sacado del estudio, sino de su propio crecimiento interior, bajo la luz del Espíritu de Dios, al que ella se abandonó con una sensibilidad extraordinariamente acendrada y una gran pureza de amor.  Casi sin saberlo, ha alcanzado, vivido a fondo, esclarecido y recordado a la actividad pensadora de la comunidad eclesial, el problema central del cristianismo, el corazón de la doctrina paulina.

En sus cartas a los Gálatas y a los Romanos, san Pablo demuestra que el fariseo, el cual representa a una fracción importante del judaísmo, no puede santificarse por la Ley.  La Ley le pone ante los ojos un programa ético tan exigente y embrollado, que le resulta imposible de realizar por sus propias fuerzas. He aquí el drama del fariseo: se le impone una carga 1' imposible de llevar, y él carece de la fuerza interior para llevaría.  Esta carga le remite a sus propias fuerzas, si quiere mantenerse fiel ante el Dios Santísimo.  Le conduce a una actitud legalista, que se ve constreñida, por prestaciones de la voluntad y por una fidelidad irreprochable, a darse a sí mismo una aureola de justicia, que no pasa de ser la propia glorificación.

Ahora bien, esta doctrina y esta actitud están en contraste -y Pablo lo subraya con vehemencia polémica- con la actitud religiosa del cristiano, el cual no puede sino recibir de Otro la redención y la fidelidad.  Muy al contrario, el fariseo, fundado sobre sí mismo, ha de bastarse a sí mismo para llegar a ser santo.  La santidad es obra suya propia.  Quiere alcanzarla por sus propios actos.  Lo que le caracteriza es una búsqueda de obras en la que pueda bastarse a sí mismo, la cual en manera alguna podría convenir al cristianismo como valor primordial, porque el amor cristiano no puede ser más que respuesta, «re-acción», envío a una actividad primera que viene de Dios y penetra, por gracia, la actividad humana.

Cristo viene a hacer saltar la Ley como sistema cerrado de autosantificación, y clava en la Cruz la impotencia de la Ley.  Además de la reorganización de la Ley, en la que el amor es el primer mandamiento, y el más grande -cosa que tenía olvidada una buena parte del pueblo de Israel-, Cristo establece igualmente un nuevo principio de vida, y concede una capacidad interior para observar efectivamente la nueva ley.  Nos da su propio Espíritu.  El soplo de vida en nosotros, por el cual el Espíritu nos da su impulso, es la gracia.  Es la gracia la que nos santifica, y no nosotros mismos, que tendríamos que observar la ley apoyados únicamente en nuestras propias débiles fuerzas.  El Espíritu penetra de amor nuestra vida, porque ha sido derramado en nuestros corazones por el Padre.  El nos impulsa a acercarnos al Abba-Padre.  El amor de Cristo nos asedia, es infinitamente fiel y nada podrá separarnos de él.  De esta gracia redentora de Cristo participamos por el Bautismo.  Es ésta una gracia iniciativa que nos viene de Dios, y que ha sido merecida por la muerte y resurrección de Jesús.  Debemos abrirnos a ella por la «pistis», por la fe.  Cristo, la gracia, la fe: he aquí el nuevo eje en torno al cual gira la santidad cristiana.  No somos nosotros quienes nos redimimos, es Cristo quien nos redime.  El hombre es débil, pero en él se manifiesta la fuerza de Dios.  En la potencia santificadora de Cristo el hombre puede gloriarse de su propia debilidad.  En Dios, el hombre se vuelve fuerte aun en el momento en que es débil.  Porque se halla entonces en circunstancias muy propicias para desasirse de sí mismo y abrirse a Dios.

En cierto sentido, Teresa ha tenido que abrirse penosamente camino a través de todo este hondo problema paulino y cristiano.  Lo mismo que en san Pablo, la victoria tenía que pasar por un fracaso, por la derrota de la autosantificación.  El primer encuentro de Pablo con el Cristo vivo dejó en él una impresión imborrable.  Cuando Pablo, que «en el judaísmo aventajaba en celo a muchos de sus coetáneos, mostrándose extremadamente celador de las tradiciones paternas» (Gál 1, 14), es sacado de su caballo camino de Damasco y derribado en tierra, experimenta el choque de su vida, y se siente aún más desazonado en el sentido figurado de la palabra.  Yacente sobre el polvo del camino, tiene conciencia de morder también moralmente el polvo: «Ni yo tengo razón ni la Ley la tiene; la razón la tiene Jesús, a quien yo persigo».  Es noche y luz al mismo tiempo, fracaso y revelación, crisis y perspectiva ya de solución.  Es una vuelta, el comienzo de un retorno progresivo del corazón y del pensamiento.

También Teresa realizó este retorno.  Una primera conversión la hizo soñar con el ideal de la santidad«El amor sin otro límite que tú mismo, ¡oh Jesús!» Una segunda conversión -la más perfecta- fue el paso de la actividad personal a la receptividad de Dios, a esta «theopatheia».  Deliberadamente, pone la obra de la santidad en las manos de Jesús, el ecónomo de la salvación que realiza por sí mismo el esfuerzo de ella y lo hace valer en la banca de su amor misericordioso: Jesús, que va con las manos llenas al encuentro de las manos voluntariamente vacías de Teresa.

No hay duda alguna de que Teresa empezó su viaje a la santidad con la oculta convicción de que lograría alcanzar el fin con la sola ayuda de su propio amor, con la sola condición de ser minuciosamente fiel en todo, aun en las más pequeñas cosas.  Pero las cosas suceden muy de otra manera.  Siente la experiencia cotidiana de la debilidad, y además, en virtud de su crecimiento en el amor, las exigencias y los deseos del amor le parecen colocados cada vez a mayor altura.  El ideal la rebasa día a día.  Ya no ve el modo de alcanzarlo con sus propias posibilidades.  Su ética de perfección se convierte en un problema atenazante, por el hecho mismo de su creciente toma de conciencia acerca del valor de ese Dios que se hace cada vez más único.  Mil vidas no bastarían para amarle con verdad.

Estos dos factores: experiencia de la propia insuficiencia y conocimiento de Dios que lo excede todo, la colocan ante un dilema, cuya solución depende de una alternativa entre dos capitulaciones. 0 bien se dice: «Es imposible.  Renuncio. la santidad es una ilusión de juventud que se desvanece ante la realidad.  No queda más que seguir viviendo como se pueda, ¡y ya se verá!». (Esta descripción resulta todavía benigna.  Hay otra peor: puede quedar uno desengañado, perder la paz, agriarse, rebelarse, sentirse desdichado y fracasado.) 0 bien se dice: «Me abandono a Dios. ¡Me arriesgo a dar el salto a la confianza ciega en su fuerza salvadora que me hace estar seguro de ser escuchado!» Buena señal de la presencia del Espíritu en Teresa es verla optar por la segunda capitulación: el abandono a Dios como un nuevo «camino», un camino practicable.  El Señor ahora la toma verdaderamente de la mano.  El descubrimiento de su «caminito» es una liberación para su espíritu en trance de búsqueda y para su corazón estrujado.

Han tenido que pasar años para que Teresa vea, con la claridad del sol -no teóricamente, sino prácticamente- que ha de ser el Amado mismo quien se dé. No quiere ser asido por el hombre, alcanzado por el hombre.  Es demasiado grande para ser conquistado por el hombre.  Es él quien conquista al hombre y se entrega al hombre.  No es un blanco al que se apunta, no es una fortaleza que se conquista: es el Redentor y el Salvador.  La salvación que representa no viene de nosotros mismos, es un don de aquél que nos «amó primero». (1Jn 4, 19).

Tal vez haya sido necesario estar alguna  vez desesperado para descubrir la esperanza.  Esta viene después de todo aquello que hubiéramos querido edificar con nuestras propias fuerzas.  La verdadera esperanza se encuentra más allá de] sueño.  Entonces el corazón se abre de nuevo, de una manera nueva.  Esta abertura es también conveniente de parte nuestra.  Se puede abrir más o menos el diafragma de la confianza, pero la verdadera confianza consiste en dirigir la mirada muy activamente, muy largamente y de una manera persistente, hacia el Señor de la Vida.  Es él quien debe santificamos. «La santidad es (sin embargo) mucho más el fruto de la receptividad y del abandono, que del celo y la aplicación. 0 más exactamente: la aplicación y el esfuerzo son condiciones indispensables, pero nada más.  Lo esencial llega como un don.  En la tradición cristiana esto se llama gracia» (Han Fortmann).

Aquí, Teresa ha alcanzado el corazón del Evangelio.  Su «infancia espiritual» (notemos, sin embargo, que ella no empleó nunca esta expresión) consiste en vivir deliberadamente a fondo «un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba! ¡Padre!». (Rom 8, 15).  Su confianza es el alma de la «pistis» de san Pablo: el abandono amoroso a la gracia salvadora de Dios.  Su Ofrenda a la Misericordia consiste en conceder plenamente derecho a la lógica del «amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, y de quien nada nos podrá separar» (Rom 8, 39).

Por lo demás, Teresa halla gusto y amor en la carta a los Romanos: la cita o remite a ella una buena decena de veces.  En su breviario guardaba el siguiente texto, amalgamado con Rom 4, 4-6 y 3, 24: «Dichosos aquellos a quienes Dios justifica sin las obras, pues al que trabaja, el salario no se le cuenta como una gracia, sino como una deuda... Reciben, pues, un don gratuito los que sin hacer las obras son justificados por la gracia en virtud de la redención, cuyo autor es Jesucristo». (CRG, lI, 29: en OCST, p. 1497).  Teresa lo sabe: Jesús se mantiene en su propio punto de vista y en su puesto, y quiere ser él mismo el Redentor.  Se trata de su pundonor divino.

Se ha subrayado más de una vez el alcance ecuménico de la doctrina de Teresa.  Esta joven, católica hasta la punta de los dedos, entregada con plenísima obediencia a la autoridad de la Iglesia, inmersa, por su estilo y sus costumbres, en la vida católica de su tiempo, se encuentra, en el fondo y en su concepción de la vida, cerca -mucho más cerca de lo que muchos no se atreverían a suponer- de lo que el protestantismo ha tenido, y tiene, por válido en la herencia cristiana de la doctrina de la redención.

 

 

9. UN SER BIENAVENTURADO

 

 

Nos queda todavía algo que decir sobre ciertos rasgos y matices que son parte integrante de la pobreza espiritual de Teresa.  Ante todo, la felicidad que nace de la esperanza.  El que es enteramente pobre, pero sabe por la esperanza que el futuro no está cerrado, es enteramente rico.  Lo posee todo por adelantado y goza ya de la alegría que tanta riqueza entraña.  El pobre de espíritu no se siente privado de nada, porque por el momento no desea nada limitado, y sabe que lo ilimitado está ante él como una posibilidad abierta y accesible.  Jesús dijo a este respecto: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos». (Mt 5, 3).

Enteramente pobre, Teresa es, por su inconmensurable confianza, rica de Dios.  Sabe que Dios viene a ella cada vez más como una gracia: «Todo es nuestro, todo es para nosotros, porque en Jesús lo tenemos todo» (CRG, VI, 22: en OCST, p. 1627).

Esta profunda contemplativo comprenderá su vida entera como un lenguaje de Dios y una expresión de la solicitud paternal.  Todo es estimado por ella como un don.  Aun en medio de las tinieblas del sufrimiento físico y de las pruebas de la fe, la atmósfera de fondo de su vida es la paz, la alegría, la felicidad.  Su sonrisa se hace proverbial entre sus hermanas, las cuales ven y comprueban que tal jovialidad nace de un contacto ininterrumpido de Teresa con Dios. «(Ahora ya no sufro con tristeza), lo hago con alegría y con paz.  Verdaderamente, hallo mi alegría en el sufrir (Ms C, 4vº).  Ya corre por ella la nueva vida, la fiesta de Pascua comienza felizmente: «Estoy como resucitada, ya no estoy en el sitio en que me creen... ¡Oh, no os apenéis por mí!  He llegado a no poder ya sufrir, porque todo sufrimiento me es dulce» (CA 29, 5).

Temores, angustias, dolores, vicisitudes de salud, juicios de los demás, todas esas cosas «no hacen más que rozar la superficie de (su) alma» (CA 10.7.13). Nada de todo eso puede ya agitarla en sus profundidades, en las que, por la confianza, está anclada en Dios.  Atada a Dios, se siente libre y desatada de todo lo demás.  En su vocabulario abundan las imágenes que expresan ligereza, rapidez, ascensión.  Recibe «alas», «vuela», es como «una alondra en lo alto del cielo», desligada de todo, no deseando otra cosa sino subir más alto por la ruta luminosa de la Luz.  Desilusiones, turbamientos, temores, inquietudes..., nada de eso puede ya encerrarla en sí misma.

Ya sólo el abandono la conduce y guía: «No me preocupo en modo alguno por el porvenir, estoy segura de que Dios hará su voluntad.  Esta es la sola gracia que deseo, no hay que ser más realistas que el rey...». (CT 191).  Vive, en el «ahora» y en el «ayer», de la voluntad de Dios.  Sabe que Dios da las fuerzas juntamente con el sufrimiento y la prueba: «Dios me da el valor en proporción a mis sufrimientos.  Sé que por el momento no podría soportar más, pero no tengo miedo, pues si los sufrimientos aumentan, él aumentará mi valor al mismo tiempo» (CA 15.8.6). Mientras esperamos, gocemos de lo que Dios nos da ahora: «Siempre habrá tiempo de sufrir lo contrario». (CA 20.5.1). Repite con frecuencia su adagio favorito: «Todo es gracia».  Ahora comprende en profundidad los salmos que hablan sin cesar de la misericordia de Dios: antes eran para ella «monótonas descripciones» (Luypen).  Ellos le hablan ahora de su Dios y de sí misma.  Constantemente suben de su corazón a la boca y a la pluma la gratitud y la invocación, el único deseo: amar más, siempre más.  Esta es la música de fondo de su oración.

Ciertamente, ante la abundancia de las gracias recibidas, ve también su propia eterna pequeñez (cf.  Ms C, 4rº).  Pero «desde que me fue dado comprender (... ) el amor del Corazón de Jesús, confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón!  El recuerdo de mis faltas me humilla, me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero más que nada, este recuerdo me habla de misericordia y de amor.  Cuando uno arroja sus faltas, con una confianza enteramente filial, en el brasero devorador del Amor, ¿cómo no van a ser consumidas para siempre?» (CT 220).

En la perspectiva de esta confianza sin límites, ya no queda lugar para el purgatorio.  El purgatorio, dice, es «lo que menos (la) preocupa» (PA, 1164).  Sabe muy bien que ni siquiera merecería entrar en él, por eso no puede temerlo, pues «el fuego del amor es más santificante que el del purgatorio». (Ms A, 84vº). «Acordándome de que la caridad cubre la muchedumbre de los pecados, exploto esta mina fecunda que Jesús ha abierto para mí» (Ms C, 15rº).

De este modo, la existencia de la carmelita se vierte, cada vez más, en receptividad abierta en con todas las direcciones.