LAS MANOS VACÍAS

P. Conrad de Meester, ocd

 

 

 

Cap. II. DE LA TENSION A LA EXPANSION 

1. En la escuela del sufrimiento                              

2. La purificación del corazón                 

3. La imposible tarea                                 

4. En el momento máximo de la tensión

5. Tranquilidad en el abandono              

6. A un paso de la infancia espiritual    

7. El hallazgo de un «caminito»  

 

 

 

 

Una noche de enero de 1895.  Hace frío.  Brillan en el cielo claras las estrellas.  En la pequeña villa de Lisieux todo está en calma.  La gente está en sus casas.  Los pobres están sentados junto a la lumbre, y en las ricas mansiones burguesas se mantienen conversaciones de salón.

En el Carmelo, sor Teresa se ha retirado al silencio solitario de su pequeña celda.  No está ésta caliente, pero las burdas y gruesas ropas que viste le ofrecen a sor Teresa alguna protección contra el frío.  Está sentada en una banqueta, que con el duro lecho -un jergón, tres tablas, dos caballetes- constituyen todo el mobiliario.  No hace mucho que ha cumplido sus veintidós años, y hace ya casi siete que está en el convento.  La adolescente se ha hecho mujer, con el mismo ardor de espíritu, pero más prudente y más interior.  Le quedan todavía treinta y dos meses de vida.  Silenciosamente, la tuberculosis continúa su obra destructora en el organismo de Teresa.

Esta se siente feliz.  Su corazón rebosa de paz, de alegría y de Presencia. La severa soledad de esta noche glacial tiene algo de festivo.  La pequeña habitación está llena de Dios.

Teresa sostiene sobre sus rodillas un escritorio (pupitre portátil) y está escribiendo pensamientos y reflexiones sobre su vida.  Recuerdos de juventud. La superiora le ha ordenado que lo haga.  Tras una primera inquietud momentánea, Teresa se ha inclinado con toda sencillez ante el requerimiento que se le ha hecho.  Lo que quiere escribir ahora no es tanto su propia vida, cuanto el papel que juega el Amado en su aventura amorosa.  Le ve aparecer por todas las partes.  Más bien que exponer hechos, quiere hablar de la bondad, enteramente gratuita de Dios, que se trasparenta en los hechos y les da profundidad.  Su vocación, toda su vida, sus sufrimientos pasados y su conflicto interior, todo se ordena bajo el signo de un «misterio». El misterio cobra, poco después, el nombre, de: Misericordia.

Teresa escribe: «Me encuentro en una época de mi existencia en que puedo echar una mirada sobre el pasado; mi alma se ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e interiores. Ahora, como la flor fortalecida por la tormenta, levanto la cabeza y veo que se realizan en mí las palabras del salmo XXII: "El Señor es mi pastor, nada me faltará. Me hace descansar en pastos amenos y fértiles. Me conduce suavemente a lo largo de las aguas. Lleva mi alma sin cansaría... Pero aunque yo descendiera al valle de las sombras de la muerte, ningún mal temería, porque vos estaríais conmigo, Señor..."» (Ms A, 3r-/vº.)

La joven monja se para un instante.  La luz de la lámpara de petróleo se proyecta temblando y danzando suavemente sobre las paredes de la celda.  Los ojos de Teresa vagan soñadoramente por la blanca  pared.  Recuerdos... ¡Todo ha pasado tan rápidamente y ha sido vivido tan intensamente!  Y los recuerdos se le vienen a la mente como si fueran secuencias de una película...

 

 

1. EN LA ESCUELA DEL SUFRIMIENTO

 

 

Teresa revive, llena el alma de una ardiente exaltación, su entrada en el desierto del Carmelo, el 9 de abril de 1888.  Las hermanas le dan alegremente la bienvenida. Detrás de ellas, la espera, de pie, sombrío, otro huésped: ¡el sufrimiento! «Sí, el sufrimiento me tendió sus brazos, y yo me arrojé en ellos con amor... (...  ) Cuando se desea un fin, hay que emplear los medios necesarios para alcanzarlo. Jesús me hizo comprender que las almas me las quería dar por medio de la cruz. Y mi anhelo de sufrir creció a medida que el sufrimiento mismo aumentaba. Durante cinco años éste fue mi camino; pero al exterior, nada revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso, cuanto sólo por mí conocido.. (Ms A, 69vº-70rº.)

¿Qué es, pues, para ella, justamente, esta situación de sufrimiento? Teresa no piensa, en manera alguna, en las desligaduras exteriores a las que la obliga -a ella, una adolescente nada fuerte físicamente- la vida del Carmelo.  Ni en las mortificaciones en materia de alimentación, de sueño, de falta de calor, de alojamiento, de soledad material.  Todo eso lo soporta gustosamente.  Sabe que da algo, y, para una novicia en sus primeros ímpetus fervorosos, este sentimiento de prestación es un factor estimulante, y, en la mayoría de las veces, una fase útil y necesaria de introducción.  Espera sacar un gran bien de todo ello, es como tener un triunfo en las manos, lo cual le produce una alegría interior y una impresión de seguridad en su camino hacia Dios.  Vemos, incluso, en Teresa, en los principios de su vida religiosa, una sobretasación de la mortificación, pero sus superiores no le permiten penitencias excesivas (cf.  Ms A, 74vº).  Nos estremecemos, sin embargo, cuando declara que -ha sufrido de frío en el Carmelo hasta morir- en las frías noches del invierno de Normandía (PA, 830).

El sufrimiento mayor lo constituyen, para Teresa, las personas que la rodean, y junto a las cuales, sin embargo, ella siente mucha alegría. la otra novicia, a cuyo lado se sienta, es de un carácter difícil.  Luego está la misma maestra de novicias, con la que durante dos años halla grandes dificultades, pues, con la mejor voluntad que pueda imaginarse, no logre la expansión en lo que concierne al sencillísimo mundo de su alma.  Y luego, sus propias hermanas Inés y María, a quienes mucho ama, pero con quienes ni puede ni quiere llevar una vida de familia en el Carmelo. «No vine al Carmelo para vivir con mis hermanas, sino únicamente para responder a la llamada de Jesús. ¡Ah!  Presentía yo muy bien que vivir con mis hermanas había de ser un sufrimiento continuo, cuando una está decidida a no conceder nada a la naturaleza.» (Ms C, 8vº.)

Por fin, está la Madre María de Gonzaga, la superiora.  Encantadora a veces, pero también, con frecuencia, de mal humor y susceptible.  Muy envidiosa por temperamento, y autoritaria respecto a las hermanas.  Los «cinco años de sufrimiento» coinciden exactamente con el gobierno de esta priora.  Con cierta precaución, Teresa escribe: «Dios permitió que, sin darse cuenta, [la priora] se mostrase MUY SEVERA para conmigo.  No podía encontrarla a mi paso sin verme obligada a besar el suelo.  Lo mismo sucedía en las raras conferencias espirituales que tenía con ella... ¡Qué gracia inestimable! (...) ¿Qué hubiera sido de mí si, como creían las personas del mundo, yo hubiese sido «el juguete. de la comunidad?... » (Ms A, 70vº.) En un escrito ulterior dirigido a la misma Madre María de Gonzaga, Teresa le recuerda esta educación «fuerte y maternal» (Ms C, 1vº), pero es el lado «fuerte» el que ordinariamente la desconcierta.  Cada día hay una nube en el cielo de su alma.

Teresa hará un día la siguiente confidencia a una hermana: «Os puedo asegurar que he tenido muchas luchas interiores y que no he pasado un solo día sin sufrir, ni uno solo» (PA, 1113).  Pero no se trata de alguien que gusta de lamentarse.  Al contrario, Teresa se extiende menos sobre este tema de lo que hubiéramos deseado, desde nuestro punto de vista hagiográfico: «Todo lo que acabo de escribir, en pocas palabras, exigiría muchas páginas de pormenores; pero estas páginas no se leerán nunca en la tierra» (Ms A, 75rº), y se nos esquiva graciosamente remitiéndonos con cierta picardía al juicio final (cf.  Ms A, 74vº).

De cuando en cuando, sin embargo, se nos da la posibilidad de mirar por el ojo de la cerradura, y entonces vemos, por ejemplo, narradas por ella, la decepción que sufre en el día de su toma de hábito y más tarde en el de su profesión; vemos las lágrimas que derrama en el día de su toma de velo, y la violenta tempestad interior que se desencadena en su alma la tarde antes de su profesión, cuando parece persuadida, por un instante, de que no está llamada para la vida religiosa.  Y después de dos años y medio en el Carmelo, la vemos oprimida -por grandes inquietudes interiores de toda clase», hasta llegar a preguntarse -si existía un cielo» (Ms A, 80v").

 

 

2. LA PURIFICACION DEL CORAZON

 

 

Todo esto aparecerá más claramente en lo que diremos ahora sobre la aridez permanente de su oración, y sobre la cruz, que, como una espada afilada, traspasará su corazón: la angustiosa y humillante enfermedad de su amadísimo padre, afectado de enfermedad mental.

Entre otras causas, fueron las horas de oración inflamada, intensa, mística, en el verano antes de su entrada en el convento, las que hicieron nacer en Teresa el deseo de la soledad del Carmelo, donde podría vivir sólo para Dios sin verse turbada por nada, libre de todo fuera del amor, en una contemplación que ya no sería alterada por los cuidados y tentaciones del mundo.  Aspira a una alta santidad, e inspirándose en la gran Teresa de Avila, la pequeña Teresa de Lisieux espera poder recoger, también ella, los frutos místicos de la viña del Carmelo.  Pero las cosas suceden muy de otro modo.  Así como se sentía transportada cuando oraba en el mundo, en ese mismo grado se siente árida y distraída cuando se esfuerza ahora por orar en el claustro. -Dios tornó en desierto los ríos y las fuentes de aguas en tierra árida» (Sal 107). «La atraeré y llevaré al desierto y le hablaré al corazón- (Os 2,16), pero mientras 'Teresa está en el desierto, la voz de Yahvé no se deja oír...

Para una novicia carmelita, llamada por su forma de vida a consagrar varias horas diarias a la oración y al aprendizaje de permanecer continuamente en la presencia del Señor mediante el lenguaje del corazón, esta situación inesperada es un fuerte golpe que la desorienta.  Teresa se ve obligada desde el principio a reconsiderar un poco su primitiva actitud y a reconstruir una nueva; es un trabajo interior que durará años.  Sus dificultades en la oración la ayudarán a tornarse pequeña y a convertirse en un granito de arena, adaptándose al terreno del árido desierto.  Las dificultades no destruyen su amor, antes bien aumentan su sed de amor.  Se realiza aquí el salmo 63: «Sedienta de ti está mi alma; mi carne languidece en pos de ti como tierra árida, sedienta, sin agua.»

Teresa escribe: «La sequedad se hizo mi pan de cada día» (Ms A, 73vº). «Debiera causarme desolación el hecho de dormirme (después de siete años) durante la oración y la acción de gracias» (Ms A, 75vº).  Sus retiros son, si es posible, más áridos todavía.  Con frecuencia comprueba que también Jesús duerme en su navecilla (cf.  Ms A, 75vº).  La falta de sueño corre el riesgo de ser compensada, sobre todo atendida su delicada salud, por una somnolencia durante la oración.  Esto constituirá para la fervorosa Teresa una lucha incesante contra esta tendencia involuntaria al sueño, que se traducirá en un esfuerzo constante y penoso de generosos renunciamientos, lo que para su creciente amor será, en definitiva, tan fecundo como las alegrías que le faltan en la oración.

Poco a poco va desarrollando su abandono, su desasimiento, su humildad, su confianza, que se hacen en ella reflejos rápidos y poderosos: «Hoy más que ayer, si es posible, me he visto privada de todo consuelo.  Doy gracias a Jesús, que juzga ser eso provechoso para mi alma; tal vez, si él me consolara, me pararía en esas dulzuras, pero lo quiere todo para él.  Pues bien: ¡todo será para él, todo! ¡Aun cuando no tuviera nada que ofrecerle, como esta tarde, yo le daría esta nada!.... (CT 50.) «¡Si supierais cuánto me alegro de no tener alegría alguna, para complacer a Jesús! ... Es ésta una alegría refinada (pero en manera alguna gustada).- (CT 54.)

Citemos esta bella carta, escrita durante su aridísimo retiro de profesión, después de dos años y medio de vida religiosa: «Pero es necesario que la pequeña solitaria os comunique el itinerario de su viaje.  Helo aquí: Antes de partir, parece haberle preguntado su Prometido a qué país quería ir y qué ruta quería seguir... La pequeña prometida le contestó que no tenía más que un deseo, el de alcanzar la cumbre de la montaña del amor.  Para llegar a ella se le ofrecían muchos caminos; y había entre ellos tantos perfectos, que se veía incapaz de elegir.  Entonces dijo a su divino guía: "Sabéis a dónde deseo llegar, sabéis por quién deseo escalar la montaña, por quién quiero llegar al término, sabéis a quién amo y a quién quiero contentar únicamente.  Sólo por él emprendo este viaje, conducidme, pues, por los senderos que él gusta de recorrer.  Con tal que él esté contento, yo me sentiré en el colmo de la dicha".

«Entonces Jesús me tomó de la mano y me hizo entrar en un subterráneo donde no hace ni frío ni calor, donde no luce el sol, al que no llegan ni la lluvia ni el viento.  Un subterráneo donde no veo nada más que una claridad semivelada, la claridad que derraman a su alrededor los ojos bajos de la Faz de mi Prometido.

« Ni mi Prometido me dice nada, ni yo le digo tampoco nada a él, sino que le amo más que a mí misma. ¡Y siento en el fondo de mi corazón que esto es verdad, pues soy más de él que mía!...

«No veo que avancemos hacia la cumbre de la montaña, pues nuestro viaje se hace bajo tierra; pero, sin embargo, me parece que nos acercamos a ella sin saber cómo.

«La ruta que sigo no es de ningún consuelo para mí, y no obstante, me trae todos los consuelos, puesto que Jesús es quien la ha escogido y a quien deseo consolar. ¡Sólo a él, sólo a él! ... » (CT 91.)

Cada vez se hace más clara la idea de que Teresa va a arreglar las cosas con la fidelidad de su amor.  Mientras tanto, el camino por ella previsto se ha perdido en la niebla.  Bien es verdad que ha renunciado ya a verlo alargarse claramente ante sus ojos.  Amar es sencillamente dejar obrar al Señor, seguir asida de su mano.  Algo se prepara aquí.  Se va perfilando el abandono creciente, que, a finales de 1894, irá a desembocar en el descubrimiento de su camino definitivo: «el caminito».  Ya este camino, a los ojos de la fe, no estará sumido en la niebla.  Pero no hemos llegado aún ahí.

Con frecuencia, en la estimación de una novicia el éxito feliz en la oración es para ella una especie de termómetro.  Comparándose con sus padres espirituales Teresa de Avila y Juan de la Cruz, se considerará, sin duda, como un pajarillo al lado de unas águilas.  Este hecho psicológico será ciertamente el punto de arranque para proponerse a sí misma, más de una vez, preguntas delicadas acerca de su propia generosidad.  Cuando atribuye su sequedad en la oración a su «falta de fervor y de fidelidad» (Ms A, 75vº), lo que afirma es formalmente injusto, si ello se toma objetivamente.  Pero desde el punto de vista de lo que experimenta Teresa, no podemos descartar de un manotazo esta expresión como si fuera una simple fórmula de humildad.  Así era cómo Teresa entendía las cosas, y con esta impresión debió de ir aprendiendo poco a poco a vivir.

Por lo demás, este abandono, que va creciendo cada vez más, tiene todavía otra fuente mucho más rica: durante años, el sufrimiento provocado por la enfermedad de su padre.  La tribulación del padre halla en la hija adolescente una resonancia que le desgarra el corazón.

Apenas ingresada en el Carmelo Teresa, aparecen las señales precursoras de la decadencia del padre en el uso de sus facultades mentales.  Comienza a desatinar, realiza una huida durante algunos días, y tiene alucinaciones.  Ha de ser vigilado.  Los momentos lúcidos del anciano se hacen cada vez más raros.  Con el corazón estremecido, las hijas, en el Carmelo, leen los penosos informes sobre la desfavorable evolución de la enfermedad mental de su padre.  El hecho de que este hombre, profundamente creyente, haya podido estar presente, a pesar de todo, en la toma de hábito de su hija más joven, es un claro rayo de sol en las sombras del cielo de Teresa. Este acontecimiento fue la última fiesta de Teresa aquí abajo antes de sufrir la pasión dolorosa que, según ella, no fue únicamente para el padre (Ms A, 73rº).

Un mes más tarde, el 12 de febrero de 1889, el Sr. Martin se ve obligado a ingresar en un instituto psiquiátrico, en Caén.  Teresa, el granito de arena, se siente a sí misma bajo los pies de todos, humillada, pisoteada, aplastada.  Ella misma escribe en su biografía: «Nuestro padre querido bebía la más amarga, la más humillante de todas las copas...

«¡Ah! ¡¡¡Ese día ya no dije que podía sufrir todavía más!!!... Las palabras no pueden expresar nuestras angustias, por eso, no intentaré describirlas, Un día, en el cielo, nos gustará hablar de nuestras gloriosas tribulaciones. ¿No nos gozamos ya ahora de haberlas sufrido?... Sí, los tres años del martirio de papá me parecen los más amables, los más fructuosos años de toda nuestra vida.  No los cambiaría por todos los éxtasis y revelaciones de los santos.  Mi corazón rebosa de gratitud al pensar en este tesoro inestimable ... » (Ms A, 73rº.)

Todo esto está visto en un retroceso de años.  Pero un mes después de la penosa fecha, todavía bajo la impresión abrumadora de la tribulación, Teresa escribe: «Jesús es un "Esposo de sangre"... Quiere para sí toda la sangre del corazón..» (CT 59.) Esta angustia va a prolongarse durante tres años.  Este sufrimiento es complejo para las carmelitas: está el sufrimiento físico del padre, luego las circunstancias humillantes de su tratamiento, a veces los informes penosos, y más que nada el dolor de ver a su padre confiado a manos extrañas.  Al ritmo de las cartas de Teresa, advertimos, sin embargo, que la tristeza se va asimilando poco a poco y que disminuye en intensidad.  Las heridas dejan de sangrar tan fuertemente.

Al cabo de tres años, el Sr. Martin vuelve, paralítico, a su ambiente familiar.  Para Teresa es un alivio.  Poco más de dos años después, su padre muere. La carmelita siente la impresión de volver a encontrar a su padre «después de una muerte de cinco años. (CT 148). «La muerte de papá no me hace el efecto de una muerte, sino de una verdadera vida.  Vuelvo a encontrarle después de seis años de ausencia, le siento en torno a mí, mirándome y protegiéndome... » (CT 149.) «Esa cruz la más grande que yo hubiera podido imaginar» (CT 133), ya ha pasado.

Si nos hemos retardado tanto en describir la situación del sufrimiento de Teresa, es porque ahí radica el centro vital en el que se han desarrollado lentamente nuevas actitudes interiores.  Así corno Jesús «aprendió por sus padecimientos la obediencia- (Heb 5,8), del mismo modo el alma de Teresa se madura en el mismo «crisol- (Ms A, 3ro).  En el pantano brotarán preciosas flores.  En la relación yo-tú del amor se produce insensiblemente una sustitución: tú-yo.  El amor a Dios que Teresa quiere avivar en sí misma, se ve obligado a retroceder a un segundo plano de su conciencia, a causa del lastre que supone un programa demasiado pesado, y el amor que Dios quiere comunicar a Teresa pasa a ocupar el primer lugar.  Esto es lo que ahora vamos a precisar.

 

 

3. LA IMPOSIBLE TAREA

 

 

El fin que perseguía Teresa al abandonar la casa paterna era éste: «Quiero ser santa.  Encontré el otra día una frase que me gusta mucho, no me acuerdo ya de] santo que la dijo; era ésta: "No soy perfecto pero QUIERO llegar a serio"» (CT 24).  No contenta con subrayar la palabra: QUIERO, Teresa la escribe con letras grandes.  Durante los primeros meses de su vida religiosa este estribillo se repite muchas veces en la correspondencia epistolar: «¡Llegar a ser una gran santa!- La Madre María de Gonzaga echa todavía aceite sobre el fuego: «¡Tenéis que llegar a ser una segunda santa Teresa!» La novicia cree que Dios «no quiere poner límite» a su santidad (CT 58).

¿Qué significa ser santa? ¿Cómo podría Teresa ver la cosa y contestarse sino entendiendo que la santidad es una disponibilidad a las exigencias más radicales que el amor lleva consigo?  Celina te sirve de caja de resonancia: «Jesús te pide TODO, TODO, TODO, como se lo puede pedir a los más grandes santos...- (CT 32.)

¿Pero tiene ella conciencia de lo que significa y supone «darlo todo»?  Puede tomarse con entusiasma la resolución de hacerlo; pero cuando los requerimientos de Dios desatan sus olas incesantes, pronto se siente uno pobre y pequeño, aun cuando se trate de una futura santa Teresa de Lisieux.  Se dice en la Sagrada Escritura que puede ser «terrible cosa caer en las manos del Dios vivo. (Heb 10, 31).  Y Jesús no vino a poner la paz en la tierra, sino la espada (cf.  Mt 10,34), la cruz de cada día (cf.  Lc 9,23), el céntuplo, pero con persecuciones (cf.  Mc 10,30). «No está el discípulo sobre el maestro» (Mt 10,24).  El Señor mismo, presa de la angustia, sudó como gruesas gotas de sangre ante la inminencia de los padecimientos que habían de conducirle a la muerte (cf.  Lc 22, 44).  El enseñó a los hombres, en la oración dominical, a orar como pecadores y a pedir repetidamente, hasta el último día de su vida, el perdón de los pecados.  Y es él quien concede el sacramento de í,-, misericordia como una liberación.

Los caminos de la vida que sor Teresa Martin ha de recorrer requieren fuerzas, y la joven religiosa enclaustrado experimentará en sí misma que las exigencias de Dios la rebasan totalmente.  Lo excepcionalmente interesante es que ella no rebaja la santidad para situarla en un nivel inferior a sus limitadas posibilidades.  Pero su manera de tender hacia la santidad deja poco a poco de ser crispatura: «quiero hacerlo yo, y lo haré por Vos».  Surge la nueva fórmula: «Se trata de un imposible, por lo tanto, pues, Vos seréis quien lo haga por mí».  Sin embargo, aquí y al decir esto, nos estamos adelantando, rebasándola, a la actitud de Teresa novicia.

En la época de su noviciado, Teresa ve con frecuencia en la situación de vivo dolor en que se halla hundida la confirmación de la solicitud de Dios para con ella: -es señal de que Dios te ama, de que te toma decididamente en serio».  Considera muchas veces el sufrimiento como un -privilegio., y, en consecuencia, se cree obligada a dar todavía más.  Pero el sufrimiento revela al mismo tiempo nuestra propia impotencia, nos hace tocar como con la mano nuestra fragilidad y nos obliga a abandonarnos.  También la novicia empieza a prestar atención ,,gradualmente a este penoso privilegio y a percatarse gradualmente de la realidad.

En sus cartas, podemos ver de qué manera la experiencia de la debilidad pasa cada vez más, de día en día, al primer plano: «¡Qué gracia más grande cuando por la mañana nos encontramos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud!  Entonces es el momento de poner el hacha a la raíz del árbol Es verdad que a veces tenemos a menos durante algunos instantes el acumular nuestros tesoros, ése es el momento difícil, se ve una tentada de dejarlo todo... » (CT 40.) «(Tengo) mucha necesidad de pediros un poco de fuerza y de ánimo, de ese ánimo que lo vence todo.» (CT 52.) Reconoce ser «la debilidad misma» (CT 55).  Una carta dirigida a Celina es como un eco de su propia experiencia: -Jesús, camino del Calvario, cayó hasta tres veces, y tú, pobre niñita, ¿no te parecerás a tu Esposo, no querrás caer cien veces, si es necesario, para probarle tu amor levantándote con más fuerza que antes de la caída? ( ... quisieras que tu corazón fuese una llama... ( (Pero cuando el Señor nos enseña un poco la llama), ¡en seguida viene el amor propio como un viento fatal que lo apaga todo!.... (CT 57.) «¡Qué alegría inefable es llevar nuestras cruces DEBILMENTE!» (CT 59.)

«No creamos poder amar sin sufrir, sin sufrir mucho.  Nuestra pobre naturaleza está ahí, y está para algo.  Ella es nuestra riqueza, nuestro instrumento de trabajo, nuestro medio de vida. (... ) ¡Suframos con amargura, es decir, sin ánimo!... "Jesús sufrió con tristeza.  Sin tristeza, ¿qué sufriría el alma"? ¡Y nosotras quisiéramos sufrir generosamente, grandiosamente! ... ¡Celina, qué ilusión! ¿Quisiéramos no caer nunca? - ¿Qué importa, Jesús mío, que yo caiga a cada instante?  Veo en ello mi debilidad, y esto es para mi una ganancia grande.» (CT 65.)

Resumámoslo todo citando una carta escrita por Teresa tras dos largos años de vida religiosa: «Te equivocas si crees que tu Teresita marcha siempre con ardor por el camino de la virtud.  Ella es débil, muy débil, todos los días adquiere una nueva experiencia de ello; pero, María, Jesús se complace en enseñarle, como a san Pablo, la ciencia de gloriarse en sus enfermedades.  Es ésta una gracia muy señalada, y pido a Jesús que te la enseñe, porque solamente ahí se halla la paz y el descanso del corazón.  Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único Amado.... (CT 87.)

Sin embargo, en la misma carta observamos, como ya lo precisábamos más arriba (final del Capítulo primero), que esta experiencia de su fragilidad no, destruye en ella la conciencia de que se trata siempre del amor que Jesús le tiene, experiencia que la hace cada vez más realista: «En cuanto a mí, no conozco otro medio para llegar a la perfección que el amor... » (CT 87.) Las caídas, las faltas la hacen más humilde, pero esta humildad consiste, en suma, en interceptar y soslayar las dificultades: desapareciendo, anonadándose como el grano de arena, vivirá el amor de una manera más pura, más exclusiva, mas reiterada.

Progresivamente, no obstante, Teresa se ve puesta entre la espada y la pared en una confrontación inexorable frente a la impotencia.  Es, sobre todo, la visión penetrante y clara de las exigencias infinitas del amor la que la hace reconocer que no puede ya bastarse a sí misma de cara al ideal. la santidad se convierte en «una montaña cuya cima se pierde en los cielos», y ella no es más que un «oscuro grano de arena» al pie de esa montaña (Ms C, 2vº).  En el juego mismo del amor, el ideal del amor empieza a presentarse cada vez más elevado.  Es ésta una consecuencia normal del crecimiento del amor: lo amado se hace infinitamente digno de amor, Teresa presiente más y más el valor infinito del Altísimo, del Ser Absoluto. ¿Cómo podrá amársele suficientemente?

Esta toma de conciencia es muy importante, intensifica mucho el sentimiento de insuficiencia.  Esta insuficiencia es, por lo pronto, para Teresa una punzada del corazón, más tarde un camino hacia el abandono, finalmente una certeza de que no es ella quien alcanzará por sus propios medios el amor perfecto, sino que será Dios quien se lo concederá.  La santidad no es, por consiguiente, el éxito obtenido por un campeón, sino una gracia recibida.  El hombre, ante el Dios del amor, se hace más pasivo, más receptivo.  Deja de redimiese a sí mismo y acepta ser redimido.  La autonomía en el amor se convierte en heteronomía: Dios asume la función de maestro, y es él quien dice lo que se ha de hacer en lo que concierne a la vida del amor.  A partir de este punto, la primera tarea que ha de cumplir el hombre es abrir de par en par las puertas de su ser al Redentor.  Su trabajo, el suyo, se convierte en colaboración.

Vistos desde el exterior, estos dos estados pueden parecer muy semejantes, pues Dios sigue reclamándolo todo.  Pero la actitud del sujeto es muy distinta.  Teresa sugerirá esto por medio de la imagen típica del niño, que no puede dar mucho, sino que debe recibir mucho y es objeto de mucho amor.  También Jesús decía que ésa es la actitud con que debemos -recibir- (Me 10,15) el reino de Dios: como un niño.

A partir del hecho de la elevación de su ideal de amor, la novicia Teresa se sitúa, por el momento, ante una tarea imposible, aunque ella no se lo confiese a sí misma.  El bello «sueño» de amor (entendamos: el amor que ella aporta, ella) tendrá que caer hecho añicos, y, partiendo de estos escombros, será Dios quien realizará en ella el sueño que ella tenía.  La audacia misma del sueño pondrá muy en claro que su realización mediante las fuerzas personales no esta al alcance humano, y lo hará caer una y otra vez.  La novicia tiene conciencia de su presunción sobrenatural cuando escribe: «Es increíble lo grande que me parece mi corazón cuando contemplo los tesoros de la tierra, puesto que todos reunidos no podrían contentarlo.  Pero cuando contemplo a Jesús, ¡qué pequeño me parece!... ¡Quisiera amarle tanto!... ¡Amarle como nunca ha sido amado! ... » (CT 5 l.) Quiere establecer una especie de plusmarca en el mundo espiritual.  Como decíamos antes: igualar, y, si fuera posible, rebasar la «marca» de amor de una Teresa de Avila.  Una santidad homologado al más alto nivel.  Es la confrontación del pequeño David con el gigante Goliat, en la que la santa astucia del pequeño ha de compensar lo que le falta en fuerza.

Es cierto que Teresa pensaba, al principio, que le sería muy posible realizar por sí sola la subida a la montaña de la perfección, poniendo en la empresa el esfuerzo que lo da todo, y que no pensaba todavía en que los «brazos. de Jesús, que son los únicos que santifican, habrían de llevarla a la cumbre. la imagen de los brazos aparece frecuentemente, es verdad, desde la primera correspondencia epistolar, pero Teresa considera por entonces expresamente la eventualidad de que Jesús guste de verla por el suelo.  No siente, por el momento, necesidad alguna de que Jesús la tome en sus brazos.  Su debilidad constituye un triunfo para su humildad, y, por consiguiente, para su amor (CT 65).  Más tarde, ya no se contentará con esto.  Verá entonces, sencillamente, que si Jesús no la «lleva en sus brazos», nunca llegará a ser santa.  La intervención activa de Jesús será la última e inevitable solución.  Y esta situación interior significará el abandono definitivo a la supremacía del amor de Dios.

 

 

4.  EN EL MOMENTO MAXIMO DE LA TENSION

 

 

El alto ideal de amor a que Teresa aspira, provisionalmente alcanzable con sus propias fuerzas, la coloca ante una tarea terrible.  No quiere ni puede que se le escape nada.  Su preocupación dejar por las cosas por las pequeñas aumenta cada vez más.  Hay que dejar las menos brechas posibles en las murallas de su vida espiritual.  En los procesos de beatificación y de canonización, sus hermanas dieron testimonio de su minuciosa exactitud: fidelidad al menor de los puntos de la Regla, al más ligero deseo de María de Gonzaga, manifestado eventualmente y por ella misma olvidados un día o dos después.  En las cartas de Teresa se reiteran las expresiones que subrayan el cuidado por las pequeñas cosas y su valor: una lágrima, un suspiro, una brizna de paja, y el término por el que siente predilección: un alfilerazo. «aprovechémonos, aprovechémonos de los más breves instantes, hagamos como los avaros, seamos celosas de las más pequeñas cosas por el Amado!...» (CT 79.)

La locura de amor de Jesús ha de ser pagado con la misma moneda: «¡El amor de Jesús a Celina no será comprendido más que por Jesús!... Jesús hizo locuras por Celina ... Que Celina haga locuras por Jesús... El amor sólo con amor se paga... » (CT 61.)

La palabra imposible queda, por el momento, desterrada de su vocabulario.  Con la Imitación de Cristo (111,5), está persuadida de que «El amor todo lo puede: las cosas más imposibles no le parecen difíciles» (CT 40).  En suma, no se trata de lo que se hace, sino de cómo se hace y por qué se hace. «Jesús no mira tanto la grandeza de las obras, ni siquiera su dificultad, cuanto el amor con que tales obras se hacen», aunque se trate de «nuestro pobre y débil amor» (CT 40).  Mucho amor «puede suplir una larga vida» (CT 89).

En la situación de sufrimiento por la que pasa Teresa, las ocasiones de amor no faltan.  Ella misma está convencida de que el amor debe llevar consigo el sufrimiento; ambos crecen juntos y a un mismo ritmo: « ... cuanto más (se) crece en el amor, tanto más (se) debe crecer también en el sufrimiento.» (CT 58.) Con esto, el sacrificio queda aureolado y se convierte en un ideal.  En íntima unión con el Siervo paciente de Yahvé, en cuya Faz se fijan los ojos de Teresa, nace en ella la «sed de sufrir y de ser olvidada» (Ms A, 7irl).  De la mano de su inspirador san Juan de la Cruz, escoge «por único patrimonio "los padecimientos y el desprecio".» (Ms A, 73vº.) Si, según santa Teresa de Avila, la vida es una noche pasada en una mala posada, a su émula no se le ocurre otra cosa mejor que decir que es preferible que nuestra vida «se pase en un hotel completamente malo, y no en uno que lo es sólo a medias» (CT 28).  Por lo tanto -sufrir ahora y siempre.... (CT 57.)

De aquí nace esa idea del martirio que tan frecuentemente le viene a la mente y al corazón como un sueño y una divisa.  Fue a la edad de nueve años cuando Teresa sintió el «impacto de la santidad», cuando entendió la llamada a la santidad, al leer las hazañas heroicas de Juana de Arco. Comprendió enseguida que su camino no pasaría por la gloria exterior, pero el deseo de convertirse en heroína, de otra manera y en otro estilo, se hizo muy vivo en su corazón.  Desde entonces, la figura de Juana de Arco seguirá seduciendo a Teresa.  Compondrá dos piezas teatrales sobre este tema. «Comencemos nuestro martirio, dejemos que Jesús nos arranque todo lo que nos es mas querido, y no le rehusemos nada.  Antes de morir a espada, muramos a alfilerazos... » (CT 62.) -¡Antes morir que abandonar el campo glorioso donde el amor de Jesús (nos) ha colocado!» (CT 58.)

De este modo, la santidad misma queda definida como una voluntad decidida y amorosa de sufrir: «La santidad no consiste en decir grandes cosas, ni siquiera en pensarlas, en sentirlas, sino que consiste en aceptar el sufrimiento».  Y Teresa recuerda, además, la frase del P. Pichon: «¡La santidad hay que conquistarla a punta de espada! ¡Hay que sufrir!... ¡Hay que agonizar!....» (CT 65.)

Teresa, pues, sigue acariciando inconscientemente la idea de que la santidad, en definitiva, depende totalmente del sufrimiento, y por lo tanto de sí misma.  Tiene que conquistarla, tiene que pagarla con su propia sangre.  Cada fracción de sufrimiento es una pequeña pieza de oro con la que ella espera poder conseguir el precioso tesoro.  Las ocasiones son innumerables.  Teresa se siente, en su situación actual, «rodeada de riquezas inmensas» (CT 57).  La prueba que el Señor le envía es «¡una mina de oro sin explotar! ¿Perderemos la ocasión?...» (CT 59.) Y en sus oídos resuenan todavía los consejos que en otro tiempo le dio su hermana María: «Mira a los mercaderes, cómo se molestan por ganar dinero; y nosotras, nosotras, podemos amontonar tesoros para el cielo a cada instante sin molestarnos tanto, no hemos de hacer más que recoger diamantes con un RASTRILLO». (CT 70.) Quiere tener «una corona muy bella» en el cielo (CT 23). «No obstante su pequeñez, (ella) quiere [de nuevo subraya la palabra: quiere] prepararse una bella eternidad» (CT 67).  Y todo esto hay que hacerlo con presteza: «Démonos prisa en tejer nuestra corona, tendamos la mano para asir a palma» (CT 73).

El amor desearía correr siempre, volar, acariciando apenas el suelo con sus alas.  Pero esto es imposible, no es humano.  De ahí nacen las quejas, que acabamos de señalar, contra su pequeñez, su tibieza, su debilidad de cada día.  Los titubeos en el amor perfecto suscitan en la novicia silenciosas cuestiones de conciencia y pulverizan, hacen migas, el ímpetu de vivir por sus propias fuerzas.  Esto la va preparando, poco a poco, a dejarse arrebatar de las manos la tarea de la propia santificación.

En Teresa, además, nos hallamos ante una conciencia delicadísima, en la que la menor falta o defecto tiene una gran resonancia, y que podría, por sí misma, desencadenar en su alma muchas inquietudes y dudas sobre su andadura interior.  Dotada, por constitución, de una finísima sensibilidad, se hace aún más sensible a causa de su auténtica grandeza de alma.  De niña, hubiera permanecido despierta toda la noche, si hubiese pensado que Dios no estaba totalmente contento de ella.  Más tarde, esta fina sensibilidad degenerará en crisis de escrúpulos, que se desató probablemente bajo la influencia de una frustración afectiva (tras la muerte de su madre) y de una ausencia total de iniciación en materia sexual.

Una vez superada esta fase, una oculta inquietud, sin embargo, queda en Teresa.  El Padre Pichon lleva a su alma un inmenso alivio cuando, poco después de su entrada en el Carmelo, le asegura que nunca ha cometido pecado mortal.  Pero añadió: Si Dios «os abandonase, en lugar de ser un pequeño ángel, llegaríais a ser un pequeño demonio». «¡Ah, -dice Teresa- no me costó creerlo!  Sabía cuán débil e imperfecta era.» El motivo de su inquietud de conciencia es un poco sorprendente: «Tenía tanto miedo de haber empañado la vestidura de mi bautismo.... (Ms A, 70rº.) Evidentemente, no se trata, pues, de un temor respecto a un estado actual de pecado, sino más bien de una especie de pundonor: una mancha sobre su pasado, un punto oscuro que engendra una duda en torno a la totalidad de su entrega a Dios en el pasado.

Nos hallamos, pues, siempre y absolutamente, en el plano de una preocupación por ser impecables a los ojos de Dios, de manera que no quede demasiado dañada nuestra vista cuando volvemos la mirada sobre nosotros mismos.  En todo caso, estamos todavía lejos de la línea de conducta que Teresa se trazará cuando llegue al apogeo de su madurez espiritual, y en la que toda mirada sobre sí misma se pierde únicamente en los horizontes de la misericordia de Dios. «Aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza: sé que toda esa muchedumbre de ofensas sería como5una gota de agua arrojada en un brasero encendido - (CA 11.7.6.)

En los primeros años de su vida religiosa, Teresa hubo de batallar mucho con la problemática de las faltas.  Comprobando sus caídas reales -aunque mínimas- y en una época cuya mentalidad estaba todavía un poco marcada por el jansenismo, esta preocupación por una pureza irreprochable frente al pecado se halla, en ella, en lucha con el sentimiento cada vez más hondo de que Dios juzga con mayor benignidad y blandura que el hombre.  Esto queda bien patente en una carta escrita pocos días antes de su profesión: «Pedidle (a Jesús) que me lleve el día de mi profesión, si todavía he de ofenderte, porque quisiera llevar al cielo la vestidura blanca de mi segundo bautismo sin mancha alguna.  Pero creo que Jesús puede concederme la gracia de no ofenderle más, o bien de no cometer más que faltas que no le OFENDEN, faltas que sólo humillan y hacen más fuerte al amor». (CT 89.)

Un año más tarde, se realiza su encuentro con el Padre Prou, con ocasión de un retiro.  El Padre le dice que sus faltas «no desagradan a Dios».  Teresa confiesa que nunca había oído decir tal cosa, es decir, que las faltas pudiesen no desagradar a Dios.  No había comprendido hasta entonces que fuese posible tanta bondad divina (la Madre Inés atestigua más tarde que el temor de ofender a Dios «amargaba» la vida de Teresa (PO, 1513).  El Padre Prou la lanza -a velas desplegadas por los mares de la confianza y del amor» (Ms A, 80vº).  Por muy liberadora que sea esta frase, no parece que Teresa se atreva todavía a realizar audazmente la expedición por el océano, altamente comprehensivo, del amor de Dios.  Porque, quince meses más tarde, el Padre Pichon tendrá que llamarla una vez más, y enérgicamente, al orden: «No, no habéis cometido pecados mortales.  Os lo juro.  No, no se puede pecar mortalmente sin saberlo.  No, después de recibir la absolución no se debe dudar de estar en gracia de Dios ( ... ) Disipad, pues, vuestras inquietudes.  Dios lo quiere así y yo os lo ordeno.  Creed en mi palabra: Nunca, nunca, nunca habéis cometido un solo pecado mortal» (CC 151 del 20 de enero de 1893).

Ni aun en la vida de los santos se ha de negar la ley fundamental del crecimiento.  Teresa no nació santa; se hizo santa a través de un proceso doloroso.  Hay que darle tiempo.

 

 

5. TRANQUILIDAD EN EL ABANDONO

 

 

Poco a poco, durante los primeros años de vida conventual, ha ido madurando en Teresa esta certeza: «No puedo alcanzar la santidad, está por encima de mis fuerzas personales».  El programa de la profesión: «el amor infinito, sin otro límite que tú [Jesús] mismo», se ha convertido en una tarea no simplemente «elevada», sino «sobrehumana».  Nadie alcanza la dimensión de lo infinito por sus propias fuerzas.  Siempre nos quedamos por debajo de la medida: cuanto más se ama, tanto más aguda se hace en el alma la conciencia de este hecho.  Dios crece mucho más rápidamente a nuestros ojos que lo pueda hacer el fuego más encendido en nuestro corazón.  El amor creciente une, pero por otra parte aumenta la distancia.  Cualquier esfuerzo por llegar al mismo grado de altura que Dios ha de someterse a un momento dado.

Esto es lo que le sucedió a Teresa, y provocó en ella una conversión, una inversión de valores.  La relación yo-Tú se invierte en la relación Tú-yo. Es un proceso doloroso hasta tanto que uno no se reconozca vencido y no se acostumbre a la nueva visión, hasta que no se decida a creer más en esta realidad espiritual que en el antiguo esfuerzo personal.  Se trata, en una palabra, de cesar en el empeño de realizar las propias y personales ambiciones de santidad, y aceptar el hecho innegable de que es Dios mismo quien atrae a sí al hombre.  Al final de este proceso se llega a conseguir que el hombre no reivindique ya nada para sí como proveniente de sus propias fuerzas, sino que lo vea todo -incluidos sus personales esfuerzos- como nacido del amor proveniente, obsequioso y rico en iniciativas, de Dios.

Volvamos ahora al testimonio mismo de Teresa. El 10 de mayo de 1892, el Sr.  Martin vuelve al círculo familiar de Lisieux.  El acontecimiento constituye para Teresa una profunda alegría, aunque desde hace tiempo está acostumbrada a este sufrimiento.  El clima psicológico en que vive se hace más suave, más benigno.  Por añadidura, sor Inés es elegida priora a principios de 1893, en lugar de María de Gonzaga: una forma autoritaria de gobierno cede la plaza al gobierno de la «segunda mamá» de Teresa.

Ahora que el sufrimiento exterior se ha disminuido y que se ha agrandado la percepción de su propia impotencia, el programa «hacerse más pequeña» cambia un poco de coloración.  Consiste no tanto en abajarse a los ojos de los demás, sino, en primer lugar (y éste es un cambio importante), en hacerse conscientemente cada vez más pobre y pequeña a sus propios ojos: no poner la mira en nada que pueda engrandecerla en su propia estimación, depositar en las manos del Señor toda posesión de la que pudiere gloriarse interiormente, vaciarse totalmente de sí misma, no querer ser propietaria de nada ni en ningún sentido, ni siquiera propietaria de su propio amor.

Después de un retiro, hacia finales del año 1892, Teresa escribe a su confidente Celina las siguientes líneas, muy significativas, en las que expresa esta nueva convicción que está a punto de madurar: «¡Jesús nos dice que bajemos!  Pero ¿hasta dónde hemos de bajar?  He aquí hasta dónde hemos de bajar nosotras para poder servir de morada a Jesús: hasta ser tan pobres, que no tengamos dónde reclinar la cabeza.  Ya ves, mi Celina querida, lo que Jesús ha hecho en mi alma durante mi retiro... Ya comprendes que se trata del interior.  Por lo demás, ¿el exterior, no ha sido ya reducido a la nada con la dolorosísima prueba de Caén?... En nuestro amado padre, Jesús nos ha herido en la parte exterior más sensible de nuestro corazón.  Ahora dejémosle obrar, él sabrá acabar su obra en nuestras almas... Lo que Jesús desea es que le recibamos en nuestros corazones.  Ciertamente, éstos están ya vacíos de las criaturas, Pero, ¡ay, siento que el mío no está enteramente vacío de mí misma, y por eso Jesús me manda bajar ... » (CT 116.) Obsérvese cómo la aspiración a desaparecer ha cambiado de orientación, y a falta de un nuevo sufrimiento exterior, se ciñe ahora al sector interior del yo, donde se realiza una desaprobación al más íntimo nivel.  Por lo demás, esta interiorización en la manera de renunciarse a sí misma es un fenómeno normal en quienquiera que busque a Dios con generosidad.  Por el crecimiento mismo de su generosidad, el alma comprende cada vez mejor cuán sutil su orgullo y su amor propio.

Así es como, en los años 1893-1894, vemos a Teresa abrirse a una actitud consciente de abandono, última preparación a lo que ella llamará su «caminito».  Si podemos caracterizar los años 1888-1892 que acaban de pasar como el descubrimiento de la humildad, recalcando el acento en la idea de permanecer escondida a los ojos de los demás para no ser vista más que por Jesús y mostrarle así su amor, la época 1893-94 puede caracterizarse por el descubrimiento de la pobreza espiritual, por la que Teresa se entrega a la actividad del amor a Dios considerada como primaria.  La voluntad de conquista se ha trasformado completamente en receptividad del don.  En lugar de tratar de adquirir el amor, ahora espera que el Señor mismo visite con su omnipotencia divina (a impotencia humana de su amor.  Justificar en detalle esta novedad nos llevaría demasiado lejos; dejemos, sin embargo, que Teresa misma nos hable de esta nueva dimensión de su abandono.

El 6 de julio de 1893, escribe, con toda naturalidad, a Celina: «El mérito no consiste en hacer mucho o en mucho dar, sino en recibir, en amar mucho. (…) Dejémosle tomar y dar todo lo que quiera, la perfección consiste en hacer su voluntad». (CT 121.) ¡Qué lejos estamos aquí de la visión del año 1889!  Entonces Teresa veía la santidad «como una conquista a punta de espada». por el único camino saludable de i«sufrirlo todo»!  Aquí el ideal es «amar mucho», pero la actividad personal se coloca bajo el signo del abandono a la voluntad de Dios, cualquiera que sea la forma en que ésta se manifieste, incluso cuando esté en contradicción con el programa de sufrir mucho, que el alma se había prefijado.  Las preocupaciones concernientes a las condiciones de la perfección cobran aquí otro color distinto que antes: .¡Qué fácil es complacer a Jesús, cautivarle el corazón! No hay que hacer más que amarle, sin mirarse una a sí misma, sin examinar demasiado los propios defectos... » (CT 121.)

La carta continúa en esta línea, que profundiza el pensamiento.  Teresa no permanece indiferente al comprobar sus faltas, pero el Señor «le enseña a sacar provecho de todo, del bien y del mal que halla en sí».  Con un lenguaje imaginario, en tono un poco familiar pero que no es, en absoluto, ajeno a nuestro modo de hablar acerca de la «economía» de la salvación, expone las lecciones que Dios le enseña: «Jesús enseña (a Teresa) a jugar a la banca del amor, o mejor, no, él juega por ella sin decirle cómo se las ingenia, pues eso es asunto suyo y no de Teresa.  Lo que ella tiene que hacer es abandonarse, entregarse sin reservarse nada, ni siquiera la alegría de saber cuánto rinde su banca». (ibíd.)

Nada en las concepciones de Teresa, ni aun aquí, preconiza una renuncia a la actividad del amor.  No entra por un camino fácil.  Su doctrina no es la proclamación de una «gracia barata», cual si de un grabado sin pie se tratara (Bonhoeffer).  De ella se deriva, ciertamente, una grandísima tranquilidad para su alma, pero Teresa no descuida esfuerzo alguno por mantenerse fiel en toda la línea a la voluntad de Dios tal como se manifiesta en su vida concreta.  Comienza expresamente a esperar mucho más en Dios mismo; de ese modo ve su propia debilidad bajo una luz que la relativiza.  Hacemos todo lo que podemos, pero sabemos que el Señor por sí mismo es suficientemente grande para reparar todas nuestras faltas, colmar nuestras lagunas, y hacer triunfar su propia fuerza divina en nuestra fragilidad.  Esta línea de ideario y de conducta será llevada en lo sucesivo por Teresa cada vez más lejos.  En la carta que vamos a leer, vemos cómo la línea punteada antes de una manera casi imperceptible, cobra una especie de nitidez, como un hilo bien visible y apreciado: «Mi director, que es Jesús, no me enseña a contar mis actos, me enseña a hacerlo todo por amor, a no negarle nada, a estar contenta cuando él me ofrece una ocasión de probarle que le amo; pero (¡y he aquí una nueva y profunda toma de conciencia!) esto se hace en la paz, en el abandono, es Jesús quien lo hace todo, y yo no hago nada.». (CT 121.)

«Es Jesús quien lo hace todo, y yo no hago nada.» En estas expresiones de Teresa hallamos la nueva óptica del abandono, el cual se extiende mucho más lejos y llega mucho más a lo profundo que en la época de las dificultades que se oponían a su entrada en el convento.

En efecto, cuando en 1887 Teresa encontraba por todas las partes obstáculos a su proyecto de hacerse carmelita a los quince años, e incluso su apelación al papa León XIII en persona fracasaba, la joven se había refugiado también de lleno en el abandono.  Las dificultades fueron para ella una lección, una purificación, pero no con la suficiente profundidad como para poder edificar sobre esta base una espiritualidad.  Era todavía algo demasiado parecido a una simple resignación, algo como decir: «acepto la derrota en esta batalla». Mientras que más tarde, descubre que la voluntad propia debe capitular en toda la línea, si se quiere llegar a la santidad.  De hecho, hallamos grandes diferencias cuando comparamos el abandono de 1887 con el de 1897, diez años más tarde, cuando Teresa se encuentra de cara a la muerte y de cara a la santidad, bien que hayamos de admitir que ya desde 1887 el abandono comienza a ser en su vida un valor real.  He aquí algunas diferencias: En 1887, el abandono nace de la prueba y de la tribulación, mientras que más tarde nace de la percepción de Dios como el Misericordioso que todo lo atrae a sí. 2.ª El abandono en 1887, va acompañado de pena, incluso de mucha pena, mientras que al final de la vida de Teresa se convierte en fuente de alegría. En 1887, el abandono se limita al terreno de las dificultades concretas con las que hay que enfrentarse, mientras que más tarde constituye un estilo general que sostiene y anima toda la vida.

El abandono de 1893, en cambio, está mucho más cerca del estadio final que de la fase inicial.  Efectivamente, vemos aflorar aquí una mayor complacencia ante la falta de fuerzas, un humorismo más indulgente al comprobar su impotencia, una mayor intuición sobre el valor relativo de nuestro esfuerzo, menos lucha contra el espectro del desaliento.  Teresa escribe a Celina: «Tal vez creerás que hago siempre lo que digo. ¡Oh, no, no soy siempre fiel!  Pero no me ,desanimo nunca, me abandono en los brazos de Jesús».  Y expresa simbólicamente su fe en el amor salvador del Señor: «La "gotita de rocío" se hunde más adentro en el cáliz de la Flor de los campos, y allí encuentra ella todo lo que perdió, y aun mucho más» (CT 122).

 

 

6. A UN PASO DE LA INFANCIA ESPIRITUAL

 

 

Llegados aquí, ¿no es, acaso, llegado también el momento de plantearnos la cuestión: todo esto no es ya el «caminito»? ¿Hay algo más en el «camino de la infancia espiritual»?

Acabamos de observar, en efecto -cosa que se verifica, por lo demás, desde la primera juventud de Teresa- la insistencia realista en la fidelidad a las pequeñas cosas Méritos, progresos, santidad... Desde 1893 Teresa no espera ya todo esto de sí misma, sino de Dios.  A partir de este punto, su debilidad le parece no tanto un factor que ella misma ha de trasformar en amor, sino más bien un elemento del que se servirá el Señor para comenzar su obra en ella.  El conocimiento que tiene de su propia fragilidad es ya muy antiguo y profundo.  Está igualmente presente en ella la conciencia de la prioridad del amor de Dios, que no se contenta sólo con preparar nuestros actos imperfectos de amor, sino que (os empuja también hacia una fase ulterior, en la que él mismo los perfecciona, los prolonga, los hace «rentar».  Teresa, en su diálogo con Dios, se ha convertido mucho más en la que escucha que en la que habla.  Es humilde, y se ha desarrollado en ella una profunda confianza en Dios...

Todo esto guarda una esencial dependencia de «la infancia espiritual».  Y todo se integrará en la visión final de Teresa.  Toda su existencia es una paciente acumulación de materiales que servirán para construir la síntesis final.  Hay que decir, sin embargo, que todo esto no es todavía el «caminito» teresiana en su plenitud.  Debemos tomar muy en serio la afirmación de la santa cuando dice que tiene que hallar, descubrir un camino.  Aunque estén reunidas todas las piedras del edificio, lo cual no sucede siempre en nuestro caso, el montón de piedras no constituye todavía la casa.  Teresa debe determinar una última jerarquía de valores, estructurar por última vez su visión de la santidad.  En 1893, está todavía a un paso de su síntesis definitiva.  El capullo está a punto de abrirse.

Digámoslo con la terminología misma de Teresa en julio de 1893.  Ella se da cuenta, en ese momento, del juego que Dios se trae en su adelantamiento en la santidad, sin por ello poder constatar cómo se las ingenia Jesús para hacer que su amor rente en ella.  Pero cuando descubra su «caminito», el Señor le revelará ese «cómo» de su santificación.  De este modo, Teresa podrá entrar perfectamente en el juego de Dios.  Verá entonces con una luz más clara el camino que se alarga ante sus ojos, y esta visión desencadenará un nuevo estímulo. ¡Cuán rápidamente se puede caminar por una ruta bien iluminada!  Antes, Teresa andaba su camino como una ciega, con retrasos, errores, vacilaciones, propios de quien camina a ciegas.  Cuando se realice la revelación, podrá apresurarse.  Verá, tendrá unos ojos nuevos bien abiertos.

Según las explicaciones que Teresa misma da, el gran descubrimiento, el esperado hallazgo, se referirá a Dios.  Será una penetración del Misterio divino.  Será el descubrimiento de la Misericordia en su concepto estricto de Misericordia, como lo demostraremos más adelante.  Teresa conocía sin duda alguna el amor de Dios hacia ella, su bondad, y lo infinitamente compasiva que ésta es.  Pero lo que comprenderá más tarde es que este Amor, no solamente es real, primario y fiel, sino que es un Amor que se abaja, que desciende, que busca lo que es pequeño porque es pequeño, y todo para colmarlo de dones.  Dicho de otra manera: será necesario que Teresa descubra la misericordia de Dios como centro de toda su vida, que la misericordia de Dios está con el pequeño, y que está con el pequeño precisamente porque es pequeño; que es infinita para quien la recibe como un pequeño y se confía a ella.

Esta luz será un nuevo principio de inteligibilidad para comprender toda su ruta.  En la misericordia de Dios Teresa encontrará la clave de su santificación, una dinámica que nace de la confianza.  La humilde aceptación de las propias limitaciones estará presente y viva en su síntesis, es una de sus bases evidentes; por ella empieza, por decirlo así, la abertura. ¡Pero el símbolo polivalente de la pequeñez, en lugar de ser principalmente la humildad, será, en lo sucesivo, principalmente la confianza!  Y a la luz de la Misericordia, la impotencia conducida por la humilde confianza se hace, a los ojos de Dios y en cierto sentido, promesa de la intervención de Dios.

 

 

7. EL HALLAZGO DE UN «CAMINITO»

 

 

El 14 de septiembre de 1894. Celina, a su vez, entra en la comunidad de las carmelitas de Lisieux… Teresa ve en este hecho algún que otro inconveniente, pero predomina la alegría.  Entre las cosas que forman el equipaje de Celina hay un cuadernito que va a jugar un gran papel.  Se trata de un pequeño florilegio de bellos textos del Antiguo Testamento.  De hecho, en aquel tiempo no le estaba permitido a una joven carmelita leer entero este extraño Antiguo Testamento. ¡Por eso, el cuadernito en cuestión es una buena provisión que Celina aporta consigo!  Teresa, ávida amadora de la Escritura, se apodera del librito.

Poco después, ciertamente antes de finales de 1895, en el curso de esta lectura se produce un acontecimiento de la máxima importancia. ¡Teresa encuentra, por fin, su «caminito»!  La respuesta que encuentra allí, más que una respuesta fundada sobre un análisis exegético objetivo de estos textos escriturísticos, es una lectura «en profundidad» de los mismos.  Una iluminación interior del Espíritu la hace leer los textos «entendiéndolos con el corazón», como dice Jesús, citando a lsaías (Mt 13, 15).  Bajo la capa superficial del texto, percibe las corrientes de fondo de la Revelación, y ofrece a su invasión el campo entero de su propia vida para que lo impregnen todo.

Algunos meses apenas antes de la muerte de Teresa, el descubrimiento será relatado por escrito.

La redacción muestra ya las huellas de una formulación enriquecida por el dato original.

El relato (Ms C, 2vº-3rº) es demasiado extenso para reproducirlo aquí entero.  Pero podemos distinguir netamente en él cinco puntos principales.

1º. Teresa empieza hablando de un viejo deseo: «Siempre he deseado ser santa».  Esto lo sabemos ya.  La nueva línea de conducta que va a seguir revela, pues, desde el principio su carácter funcional.  El «caminito» (es la expresión misma de Teresa) no es un fin en sí.  Es un instrumento, un medio, un intermedio, es por naturaleza algo que conduce a un fin.  Este fin es la santidad, la plena floración de todas las posibilidades de amor que hay en el hombre.

2.º Al lado el uno de la otra, están este viejo deseo y la vieja constatación de la impotencia personal.  Hemos visto a estos dos elementos luchar durante toda la vida de Teresa.  El combate desesperado de Jacob con el ángel de Yahvé, tras el cual el hombre queda marcado para toda la vida (Gén 32), se reproduce en la joven monja enclaustrado. «Siempre he deseado ser santa.  Pero ¡ay!, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.» Ante tal declaración, podemos evidentemente argumentar partiendo de datos objetivos, y entonces, lo mismo podemos relativizar la santidad gigantesca de los demás santos, que relevar la humilde estimación que de sí tiene Teresa.  Mas esto no sirve para nada aquí.  Lo que importa es el sentimiento subjetivo de Teresa.  Ella concibe el proyecto de su camino partiendo de este punto.  Su doctrina no es una lección teórica, sino la respuesta existencia¡ a un urgente problema de vida.  Y porque precisamente radica aquí una cuestión vital, por eso, muchos hombres han podido, y pueden, reconocer en todo esto su propia experiencia, y, por eso, la respuesta de la carmelita de Lisieux ha logrado hallar un eco tan universal en la Iglesia.

3º. Viene luego el reflejo de alguien que ya desde hace mucho tiempo vive en la luz de Dios.  Una certeza íntima le impide dejarse arrastrar a la confusión y a la renuncia: «En vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad».  Es más que probable que en el momento mismo del hallazgo Teresa no haya, en absoluto, razonado explícitamente sobre todo esto.

Pero estas cosas vivían en ella, y se habían convertido en otras tantas constantes de su pensamiento y de su vida.  Sin duda pensaba: por mí misma no llego, y sin embargo todo me está diciendo en el corazón que no debo renunciar. «Acrecerme es imposible; he de soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones».

4ª. Consciente de su inevitable pequeñez, tras de haberlo intentado todo y haberse visto obligada a confesar la impotencia de su amor, va en busca de una solución en la Sagrada Escritura.  El abandono de 1893 no era en manera alguna algo suficientemente fuerte y luminoso como para contentarla; esto es evidente.  En su descripción, Teresa emplea la imagen del ascensor. (El ascensor era entonces una novedad.  Hoy, Teresa hablaría de una escalera mecánica o de una nave espacial.) Al ascensor que sin esfuerzo nos conduce hasta la cumbre, opone la escalera ordinaria que subimos trabajosamente.  Comparado con la sinuosa escalera, el ascensor es «un caminito muy recto, muy corto».

Una hipótesis verdaderamente sería autoriza a afirmar que el símbolo del ascensor no se remonta más allá de la época del relato, y por lo tanto no estaba en manera alguna en la mente de Teresa en el momento en que trataba de conciliar la altura del ideal y la pequeñez de sus desproporcionadas fuerzas.  Este hecho ilustra y demuestra cómo a veces una experiencia puede revestirse de una figuración simbólica que se ajusta a ella no en el momento de vivirla, sino mucho más tarde.  Es necesario considerar y ponderar el contenido de una experiencia más bien que su expresión simbólica.  Un símbolo puede cubrir realidades diferentes.  Al estudiar la doctrina de Teresa, se han equivocado muchos sacando conclusiones apresuradas al encontrarse con un determinado símbolo.  Cuando, por ejemplo, se encuentran, en los primeros años de la vida religiosa de Teresa, con símbolos tales como: los brazos de Dios, ser llevada, niño, ser pequeño, etc., es imprudente introducir en este lenguaje figurativo el contenido de las experiencias o de las reflexiones de sus últimos años.  Hay que distinguir forma y contenido, y controlar, a tenor de la experiencia vivida, el grado de riqueza que representa entonces y ahora tal o cual símbolo.

5º. Finalmente, Teresa encuentra en la Escritura  la respuesta liberadora.  Lee en los Proverbios: 9, 4: «Si alguno es PEQUEÑITO, que venga a mí».  Pequeño, he aquí justamente el problema con el que Teresa está batallando.  La pequeña sor Teresa se siente interpelada en este texto; esta frase le está dirigida a ella, tiene que ir a Dios, él quiere decirle algo.  Llena de confianza, Teresa se acerca; es decir, sigue buscando lo que Dios va a revelarle sobre sí misma y sobre el problema de su santidad, y lo hace con un corazón henchido de esperanza.  Lee en lsaías 66, 12-13: «¡Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo! ¡Os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas!»

Hemos citado aquí los textos tal y como Teresa ¡os encontró, bajo la forma en que Dios se sirvió de ellos para iluminarla.  La Biblia de Jerusalén dice: «¿Quién es sencillo?  Que pase por aquí». La fórmula -pequeñito [= tout petit]. no aparece aquí textualmente, ni tampoco el giro personal «a mí». En esta versión, Teresa, con toda probabilidad, habría leído simplemente el texto sin percibir la luz y la inspiración que en él vio efectivamente brillar.  Esto demuestra cómo la gracia de Dios llega frecuentemente a nosotros a través de factores ocasionales.  El Señor da su luz cuando quiere, a pesar de todo, y a quien quiere, y en el momento y por los caminos que él mismo escoge. ¡En Teresa todo estaba maduro, su abertura llegaba al máximo, y muy bien hubiera podido encontrar otro día cualquiera y por otro camino lo que hemos visto que acaba de encontrar!

¿Qué sorprendente luz le lleva al alma el texto de lsaías? «¡Ah, nunca palabras más tiernas, más melodiosas, me alegraron el alma! ¡El ascensor que ha de elevarme al cielo son vuestros brazos, oh, Jesús!». Otra vez un lenguaje simbólico: los brazos de Jesús.  Teresa quiere significar con él que es Dios mismo quien hará santo al hombre, y no el hombre a sí mismo. ¿Pero con qué condición? «Por eso, no necesito crecer, al contrario, he de permanecer pequeña, empequeñecerme cada vez más». Y esta verdad desencadena en su corazón un canto de júbilo: «¡Oh, Dios mío!, habéis rebasado mi esperanza, y quiero cantar vuestras misericordias».

Continuemos nuestros sondeos en busca del contenido conceptual de este relato lleno de imágenes.  Se le describe a Dios como a quien ama al pequeño y le invita a acercarse, y, si el hombre responde, le atrae a sí y le colma de tierno amor, amor comunicativo, unidor. Lo que aparece aquí en primer plano es la realidad misericordioso, pues a Dios se le describe como un amor que se inclina hasta el pequeño, hasta el hombre impotente.

Por su parte, el hombre debe aceptar a fondo su pobreza, lo cual implica una profunda humildad.  Para pertenecer al número de los invitados, hay que reconocerse «pequeñito». Hay que «ir -también- a Dios».  Esto es confesar la propia indigencia, y reconocer que Dios es quien misericordiosamente viene en nuestra ayuda; es creer en él y confiarse a éI con una confianza ciega -esta «ceguera» es la mayor lucidez del abandono amoroso-; es ponerse en las manos de Dios, abandonarse-en.

He aquí el núcleo.  En Teresa la intuición está todavía en estado embrionario.  Tendrá que asimilar perfectamente, en los años siguientes, esta nueva toma de conciencia; deberá aprender a actuar prontamente los reflejos de la confianza total en la práctica de la vida cotidiana, a profundizar cada vez más su intuición y, finalmente, a formularla para los demás.

Ahora, sin embargo, la vida ha cambiado.  Algo muy fundamental se ha abierto paso, una luz que desencadena el lanzamiento hacia la santidad.  La ruta está ahí, abierta y clara.  Una alegría muy íntima canta su verso en Teresa: Jesús quiere hacerme santa.  Yo haré todo lo que me sea posible, colaboraré, trataré de hacer, haré lo que pueda, pero no lo haré yo, sino que lo hará él en mí.  El añadirá lo que falte.  Tal vez ya en esta vida, poco a poco, o tal vez en una poderosa eclosión. ¡O tal vez en el instante mismo del encuentro definitivo, cuando la vida llegue de una manera plena!

Teresa lo sabe ahora y piensa: ése es mi camino, ése es el que debo seguir.  Si lo sigo, lógicamente desembocará allí donde Dios quiere que desemboque: en la plenitud de mi participación en la propia vida de amor de Dios, según Dios mismo lo ha determinado para cada hombre en particular.  Dios me dará el amor que yo no puedo alcanzar por mí misma, abandonada a mis propias fuerzas, y le dará también a este amor el lenguaje y los signos del amor.

Cuenta el Evangelio que un día le presentaron a Jesús unos niños para que los tocase.  Los discípulos se enfadaron.  A su vez, también Jesús se enojó, y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis».  Y dirigiéndose a los mayores: «Porque de los que se les asemejan es el reino de Dios.  En verdad os digo: quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10, 13-15).

Esta es la perspectiva desde la que ahora Teresa se propone «permanecer» pequeña, y «hacerse cada vez más pequeña», hasta llegar a ser «pequeñita [= toute petitel]». Así es como podrá «recibir», totalmente pura, el Reino.  Resulta típico ver cómo, cada vez que cita los Proverbios 9, 4, recalca la(s) palabra(s) «pequeñito [= tout petitEste es ahora su programa de vida, su lema, su motivo central, su motivo-guía.  En él ve todo lo que contiene la dinámica de la humilde y amorosa confianza en la bondad misericordioso de Dios.  Además, subraya esta(s) palabra(s) como lo hace frecuentemente para indicar las citas, y ésta es también una manera de remitir implícitamente a los grandes textos de la Escritura que han desencadenado en ella tantas cosas.

Podemos todavía atraer la atención sobre otro detalle revelador.  Se trata del uso mismo de la palabra misericordia.  Teresa leyó con frecuencia esta palabra en los salmos, pero no parece haber suscitado amplio eco en su alma antes del hallazgo de 1894.No despertaba resonancias.  En todos sus escritos anteriores a esta fecha -trescientas cincuenta páginas de cartas, poesías, piezas teatrales, etc.- esta palabra no aparece más que una vez, y el adjetivo misericordioso también una sola vez.  Tras el descubrimiento de la misericordia de Dios como centro a partir del cual el hombre que se confía a ella se hace santo, hallamos una veintena de veces la palabra misericordia, desde el primer manuscrito autobiográfico (cerca de doscientas páginas escritas).  Se comprende: Teresa está embebida en misericordia.  La boca habla de la abundancia del corazón.

Y cuando, en esta fría tarde invernal de enero de 1895, la pequeña sor Teresa se pone a escribir el prólogo de su autobiografía a la fumosa luz de su lamparilla de petróleo, salta de su pluma un canto meditativo de alabanza a esta misericordia de Dios, que ella ve más claramente que nunca correr como un hilo de oro a través del tejido de su historia.  Teresa se asirá a este hilo.  Su futuro está suspendido de él como una rica promesa: los treinta y dos meses que le quedan de vida en la tierra seguirán pendiendo, como toda su vida, de la misericordia de Dios.