GOZO Y TRISTEZAS DEL SACERDOTE EN LA
CIVILIZACIÓN DE LA ACEDIA

Lección Inaugural del Curso Lectivo en el Seminario San José

Arquidiócesis de la Plata

La Plata, 7 de marzo del 2001

Horacio Bojorge S.J.

 

                Exmo. Sr. Arzobispo de La Plata Mons. Dr. Héctor Aguer, Exmo. Sr. Arzobispo emérito Mons. Dr. Carlos Galán, Reverendo Padre. Rector del Seminario arquidiocesano San José, Dr. Fernando María Cavaller, estimadísimos formadores y profesores de este histórico seminario, estimados sacerdotes, seminaristas; familiares y hermanos en la fe: pienso que mi presencia aquí se debe, ya que no al conocimiento directo de mi persona, al conocimiento que he recibido y se me ha permitido expresar en dos libros recientes. En ellos hay un diagnóstico espiritual sobre la civilización en la que nos toca vivir. El primero, -escrito en 1995 y publicado en primera edición en 1996 y en segunda en 1999-, se titula: “En mi sed me dieron vinagre. La Civilización de la Acedia. Ensayo de teología pastoral”. El segundo, aparecido en 1999 y que es continuación y ampliación del anterior, se titula: “Mujer ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia”[1].

 

Importancia del hecho

            Al comenzar esta exposición quiero encarecer la importancia vital, existencial, que tiene -para todo creyente, pero de manera espeecial para el sacerdote-, el reconocer el hecho de la acedia, que he señalado y descrito en esos libros.

Se comprenderá así que la acedia no es solamente una tentación propia de los monjes del desierto sino que es el mal de la civilización moderna. Pero que además, no permanece exterior a la Iglesia, sino que, convergentemente, se plantea agudamente, también desde dentro del cuerpo eclesial, como una dolencia espiritual tan grave como no reconocida; o, -más exactamente-: tanto más grave cuanto menos reconocida, y tanto más grave porque inadvertida.

Una dolencia que, hasta ahora anónima, sin embargo urge diagnosticar, reconocer y tratar con remedios adecuados, para impedir que siga haciendo sus estragos en todos los niveles de la vida de la Iglesia. En particular en la vida del sacerdote y de los seminarios.

Reconocer y comprender la naturaleza del hecho espiritual que nos afecta, no sólo es decisivo para orientar la pastoral y por lo tanto para la actividad del sacerdote, sino para su vida sacerdotal misma y para el gozo y la fortaleza en su identidad y acción sacerdotal. Para realizarse gozosamente en su vocación.

Espero que al final de mi exposición se pueda comprender mejor que es debido a la convergencia de la acedia mundana con la acedia eclesial, que la identidad sacerdotal está siendo duramente cuestionada y replanteada por muchos, no sólo desde fuera de la Iglesia sino desde dentro. La pregunta acerca de la identidad del sacerdote, como si fuera algo desconocido, por descubrir o por redefinir, no sólo la plantea provocativamente el mundo, que una y otra vez arroja sobre el tapete y problematiza rasgos esenciales de la vocación sacerdotal como son el celibato, la ordenación de mujeres, etc. Sino que se la están planteando, con frecuencia e insistencia creciente, los mismos sacerdotes y aún los formadores de seminarios, en sus reuniones nacionales e internacionales.

Puede decirse que el continuo replanteo de la identidad sacerdotal, - como si no se supiera lo que el sacerdote es, o como si su ser dependiera de una redefinición-, es uno de los síntomas de la civilización de la acedia infiltrada en la Iglesia. Esa forma de acedia que parece extenderse cada vez más entre sacerdotes y formadores de seminarios, se manifiesta, en primer lugar, como una cierta disconformidad con lo que el sacerdote es, con lo que el sacerdote hace, y con lo que le toca sufrir en la civilización de la acedia. Esta dolencia acédica impide vivir los legítimos gozos y consuelos espirituales que brinda la caridad sacerdotal, aún en el pluriforme y anónimo martirio al que la civilización de la acedia somete al sacerdote.

 

            La tendencia idealista a reemplazar la realidad, por una idea que apunta a sustituirla en forma voluntarista, se manifiesta claramente en las actuales preguntas acerca de las cosas más fundamentales de la identidad católica, de la Iglesia, de la fe y -en particular- acerca de la identidad sacerdotal.

Como he observado en mi reciente libro “Teologías deicidas”[2] el idealismo moderno es voluntarista y por lo tanto fatalista, fanático y revolucionario. Y cuando se infiltra en el campo teológico, lo tiñe con esas características.

En efecto, en el citado libro señalo – a la luz de un ejemplo - cómo, en estos momentos un cierto idealismo teológico que padece de la ceguera acédica para las realidades eclesiales, inseparables de la cruz, pretende abolir lo que es en aras de lo que se sueña o se imagina que debería ser. Pero el destino fatídico del voluntarismo, del rupturismo gnóstico es que opone ideas humanas a realizaciones del Espíritu Santo, para cuya bondad es ciega y tácitamente impugna.

Me permito ejemplificar el hecho al que me refiero. Un número importantísimo de los mártires católicos del siglo XX muere gritando “Viva Cristo Rey”. No se trata de una consigna ni de un programa, porque no es programable lo que se va a decir a la hora de la muerte. Ese no es un grito programático ni ideológico, sino una obra del Espíritu Santo cuya significación divina la teología puede y debe auscultar.

 

Puede decirse, en forma de tesis, y aunque no tenga aquí el tiempo de probarla, que el rupturismo propio del idealismo moderno, es una forma de la acedia de nuestra civilización.

Y comprendido en ese marco, actualmente, el ministerio sacerdotal, como el paulino cobra su pleno sentido como ministerio de reconciliación. Un ministerio que consiste en llamar a la reconciliación a una cultura que se manifiesta como irreconciliada con Dios, tal como Él ha querido manifestarse en la concreta comunión divino-eclesial católica. Una cultura que se muestra tan tolerante con la idea o las ideas de Dios, cuanto intolerante con Dios mismo.

 

Espero que lo dicho sea suficiente para ilustrar la importancia existencial que este hecho reviste para nosotros los que somos o nos preparamos para ser sacerdotes.

Corresponde ahora adentrarnos en la exposición.

 

Orden de la exposición

            Articularé mi exposición en tres partes.

1)      Primero recordaré la noción tradicional de acedia y la ilustraré a la luz de las Sagradas Escrituras. Éstas nos ofrecen mucho más que ejemplos de acedia. Nos convencen de que la acedia es el pecado fontal, el mal radical, al que la redención viene a poner remedio. La Historia de la salvación es historia de la salvación de la acedia

2)      En segundo lugar corresponde mostrar que la nuestra es una civilización de la acedia, es decir, una cultura que se organiza gobernada por la acedia, contra los gozos de la caridad.. En los libros En mi sed me dieron vinagre y Mujer ¿por qué lloras? he descrito largamente los rasgos de esta civilización que nos convencen de que éste es el diagnóstico espiritual apropiado del mal moderno.

Pero en vez de repetir aquí mis propias argumentaciones, resumiré el diagnóstico, coincidente y contemporáneo con el mío, de un prominente norteamericano.

3)      Por fin, y en tercer lugar, señalaré las implicaciones que tiene para nosotros sacerdotes, llamados a ser ministros del gozo de la caridad, el hallarnos situados la cultura y civilización de la acedia.

Por estar allí sin advertir, la mayor parte de las veces, la verdadera naturaleza de los factores que entristecen a nuestros fieles y a nosotros en nuestro ministerio, nos vemos tentados de buscar falsos consuelos y gozos. Me referiré pues a las secuelas de no advertir cuál es la situación irreconciliada de esta civilización moderna y en consecuencia la actualidad y urgencia de nuestro ministerio de reconciliación.

 

1) QUÉ ES LA ACEDIA

                De la acedia no se suele hablar actualmente. No se la enumera habitualmente en la lista de los pecados capitales. Difícilmente se encontrará su nombre fuera de algunos manuales y diccionarios de moral. Ni siquiera de todos.

 Muchos son los fieles, religiosos y catequistas incluidos, que nunca o rarísima vez oyeron nombrar la acedia y pocos sabrán ni podrán explicar en qué consista.

                Sin embargo la acedia existe y abunda por ahí, aunque pocos sepan cómo se llama. Se la puede encontrar en todas sus formas: tentación, pecado actual, hábito extendido como una epidemia, y hasta en forma de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, puede describirse una verdadera y propia civilización  de la acedia por lo cual parece conveniente ocuparse de ella..

 

Definición y ejemplos bíblicos

Para dar una idea de lo que es la acedia expondremos primero sus definiciones y después daremos una serie de ejemplos bíblicos.

La acedia es propiamente una especie o una forma particular de la envidia O sea que es una especie de tristeza

                Santo Tomás de Aquino, la define como: "tristeza por el bien divino del que goza la caridad". O sea, envidia a Dios; tristeza envidiosa por los bienes espirituales, por las personas, funciones, signos, símbolos sagrados, sacramentos, efectos de gracia, dones y carismas....

Es, propiamente, el afecto demoníaco, del que nace el pecado demoníaco.

                El Catecismo de la Iglesia Católica (=CIC) la define así: "La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino" (CIC 2094).

                El Catecismo de la Iglesia Católica (=CIC) ubica la acedia entre los pecados contra la Caridad: 1º) indiferencia, 2º) ingratitud, 3º) tibieza, 4º) acedia y 5º) odio a Dios. La acedia se manifiesta en forma de indiferencia, ingratitud y tibieza. Su culminación es el odio a Dios.

                La acedia es, pues, tristeza por un bien  y por lo tanto es una especie de envidia. )Qué la distingue de la envidia en general? Que mientras la envidia es tristeza por cualquier bien terreno y genérico de la creatura, la acedia es tristeza por el bien divino, ya sea en Dios mismo ya en sus creaturas. Es, en una palabra una envidia opuesta al objeto de las virtudes teologales y a los bienes propios de la virtud de religión, entre los cuales son los principales las Personas divinas y las personas humanas que están en comunión con ellas.

                La acedia es igualmente enfriamiento o entibiamiento del fervor de la caridad. Como se dice en el Apocalipsis: "tengo contra ti que has perdido tu amor de antes" (Apoc. 2,4); "puesto que no eres frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca" (Apoc. 3,16).

Acedia en las Sagradas Escrituras

                Las Sagradas Escrituras nos ofrecen una galería de retratos de la acedia en todas estas formas, que van desde la indiferencia, pasando por la tibieza, la ingratitud y la burla, hasta llegar al odio.

Nos dan también pistas para comprender la naturaleza de la acedia. Nos ayudan para reconocerla en sus formas históricas y actuales. Nos permiten comprender mejor su mecanismo espiritual. En los casos clínicos bíblicos se ve cuáles son las causas y los síntomas de la acedia.

1) La acedia de Judas se pone de manifiesto cuando critica a María como exagerada por haber derramado toda la libra de perfume de nardo puro sobre Jesús. Es propio de la acedia en esta forma, oponer razones aparentemente sensatas a las obras del amor, desprestigiándolas como excesivas o exageradas. “¡Qué desperdicio!” se oye decir cuando un joven o una joven quieren seguir la vocación sacerdotal o religiosa y derramar su vida como un gesto de amor. Ni está lejos del sentir de Judas el escándalo por las “riquezas del Vaticano”.

Las razones de Judas implican un menos-precio del amor a Jesús, y de las conductas de los que lo aman, y en el fondo de Jesús mismo, que se irá manifestando durante la Pasión: en la venta por treinta monedas, en las burlas de la soldadesca. La burla nace del menosprecio y siembra más menosprecio.

2)  La Acedia de Mikal, Esposa de David: se manifiesta como irritación y menosprecio viendo a David bailar delante del Arca de la Alianza en la fiesta de la Traslación. La danza de David era una manifestación del gozo de la caridad. La irritación de Mikal por la devoción de David es acedia. (2 Samuel 6, 14-23). Los que menosprecian a los romeros, peregrinos, promesantes y a cuantos expresan físicamente su alegría religiosa están tentados con esta forma de acedia.

3) La Acedia de los Hijos de Jeconías: El Arca de la Alianza fue devuelta por los filisteos a los israelitas, para librarse del azote de la peste. Se alegraron con el retorno del Arca los habitantes de Bet-Shémesh. Excepto una familia, que fue por eso duramente castigada. He aquí otro ejemplo de lo que es acedia: "ausencia de la debida alegría a causa de la presencia de Dios; indiferencia". (Ver 1 Samuel 6,13-21). Los hijos de Jeconías consideran que la irrupción de Dios en plena tarea de la cosecha, era, por lo menos inoportuna. La solicitud excesiva por las cosas de esta vida, es otra forma y raíz de la acedia, que impide alegrarse en la fiesta y el culto. Los que dicen no tener tiempo para el culto debido a las urgencias de la vida, adolecen de este tipo de acedia.

4) El Menosprecio de un Profeta: Los niños que se mofan del profeta Eliseo, gritándole "(Sube, calvo! (Sube, calvo!", burlándose de su tonsura religiosa, y que a consecuencia de una maldición del profeta, son destrozados por los osos, reflejan una ignorancia religiosa y un menosprecio recibido de sus mayores. (2 Reyes 2,23-24).

El relato quiere inculcar el respeto a los profetas, a un pueblo que, por acedia, se inclinaba a rechazarlos y aún a matarlos. En efecto, la persecución a los profetas, y en general a los justos, empieza con burlas pero tiende a terminar en sangre. Eliseo ve, en ese menosprecio, más que una inocentada infantil, la manifestación de un pecado social, nacional. La acedia tiene sus raíces infantiles, puesto que también desde niños hay en Israel piedad e impiedad, religión e irreligión, gozo de la caridad o acedia.

Nuestros catequistas chocan continuamente, aún en nuestros colegios católicos, con la indiferencia, el desinterés y hasta la burla y el menosprecio de sus alumnos por la doctrina de la fe. El fenómeno es semejante. Porque muy a menudo la indiferencia de los niños es un puro reflejo de la tibieza de sus mayores.

5) Esaú menosprecia la Primogenitura Esaú le vendió a su hermano Jacob la primogenitura por un plato de guiso. Es otro ejemplo clásico de acedia como menosprecio - y consiguiente postergación y pérdida - de los bienes espirituales, debido a la compulsión y a la urgencia de un apetito de la carne. La civilización de la acedia abunda en ejemplos de estas actitudes de acedia, como desprecio de la vida eterna debido a las urgencias de esta vida. (Génesis 25,29-34).

6) "Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado endechas, y no habéis llorado." (Lucas 7, 31-35). La actitud de acedia como un "no" a la fiesta, o sea un no a las alegrías de Dios y a su oferta de comunicarla y participarla, la ilustran las parábolas de Reino como un Banquete al que se niegan a acudir los invitados. (Mateo 22,1-14; ver también 8,11-12; Lucas 14,16-24). No es otra cosa lo que hace la civilización de la acedia rechazando la alegría del culto divino.

7) San Clemente romano explica el mal de acedia que padecen los corintios como un caso particular de la acedia que él considera como el drama propio de toda la historia de la salvación: "Ya veis, hermanos, cómo los celos y la acedia produjeron un fratricidio [Abel a manos de Caín]. A causa de la acedia, nuestro padre Jacob tuvo que huir de la presencia de su hermano Esaú. La acedia hizo que José fuera perseguido hasta punto de muerte y llegara hasta la esclavitud. La acedia obligó a Moisés a huir de la presencia de Faraón, rey de Egipto, al oír a uno de su misma tribu: ')Quién te ha constituido árbitro y juez entre nosotros? )Acaso quieres tú matarme a mí, como mataste ayer al egipcio?'. Por la acedia, Aarón y María hubieron de acampar fuera del campamento. La acedia hizo bajar vivos al Hades a Datán y Abirón, por haberse rebelado contra el siervo de Dios, Moisés. Por celos no sólo tuvo David que sufrir envidia de parte de los extranjeros, sino que fue perseguido por Saúl, rey de Israel" (San Clemente romano, A los Corintios 4,7-13).

Uno se pregunta si la enumeración de San Clemente no refleja la enseñanza de Jesús a los de Emaús, cuando les explicaba las Escrituras por el camino. Por acedia mataron a Jesús los príncipes del pueblo elegido, que era la aristocracia religiosa del mundo antiguo.

Las Sagradas Escrituras no sólo nos ofrecen ejemplos de acedia; nos enseñan que la acedia es el drama mismo que las recorre. Y el libro de la Sabiduría podrá afirmar que la acedia es el pecado fontal de todos los pecados de todos los tiempos: "Por acedia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen" (Sabiduría 2,24).

 

Al recuento de San Clemente romano agregaré solamente dos episodios de acedia que lo completan:

8) El menosprecio de la Tierra Prometida: "Despreciaron una Tierra envidiable" (Sal 105(106),24; Números Caps. 13-14 y Deuteronomio 1,19-46). El pueblo no se alegró con el bien de la Tierra Prometida, que le pintaban Caleb y Josué, los buenos exploradores, testigos fidedignos de la bondad de la tierra, fieles a la verdad. Prefirió creer al testimonio de los malos exploradores, testigos falsos.

A esta forma de acedia, corresponde, en la dispensación del Nuevo Testamento, el menosprecio de la vida eterna de la que Jesús es el explorador y testigo: “En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al decires cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”. (Juan 3,11-13)

            9) La Acedia de Pedro ante la Cruz: Pedro se niega a recibir el testimonio de Jesús acerca del misterio de la cruz. Por eso se hace acreedor del nombre de Satanás, y en vez de piedra fundamental se convierte en piedra de escándalo (Mateo 16,18), no sólo para los más pequeños (Marcos 9,42), sino para Jesús mismo (Mateo 16,23).

 

Ya se ve la importancia que tiene el pecado de acedia en toda la Sagrada Escritura. Si se ignora lo que es la acedia no se puede entender la Escritura ni el drama de Jesús. La acedia es ceguera para el bien de Dios y confusión espiritual del mal por bien y del bien por mal. Es lo que muestran los dos ayes proféticos que siguen.

 

Dos Ayes Proféticos sobre la Acedia: nos enseñan que la acedia es apercepción y dispercepción del bien divino:

 1) Acedia como ceguera o a-percepción: "(Maldito el hombre que confía en el hombre, y hace de la carne su apoyo apartando del Señor su corazón! Es como el tamarisco en el desierto de Arabá y no verá el bien cuando venga" (Jeremías 17, 5-6).En cambio: "los rectos lo ven y se alegran" (Salmo 106,42) "En tu luz vemos la luz" (Salmo 35,10); "Ábreme Señor los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad" (Salmo 118, 18); "Al que sigue el buen camino le haré ver la salvación de Dios" (Salmo 49,23)..

2) Acedia como dis-percepción: "(Ay, los que llaman al mal bien y al bien mal; los que dan la oscuridad por luz, y la luz por oscuridad; que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!" (Isaías 5,20-21). Entristecerse por el bien del que goza la caridad, como hace la acedia, es dar por mal ese bien, dar lo dulce por agrio o por amargo, dar la luz por tinieblas.

 

2) LA CIVILIZACIÓN DE LA ACEDIA

Una vez descrita la acedia y ejemplificada, nos toca ahora señalarla como el mal característico de nuestra civilización. Ya he ido aludiendo, a raíz de cada ejemplo bíblico a algunas correspondencias modernas. Pero la Sagrada Escritura y el magisterio patrístico nos revelan que la acedia es la esencia del drama del pecado y que toda la historia de la salvación gira alrededor de ella. No habrá que extrañarse si también en nuestra cultura y civilización moderna, no sólo se dan aquí y allá ejemplos de acedia, sino que toda ella adolece de acedia y se construye desde ella.

            Las descripciones del pensamiento o tentación de acedia que han hecho los padres del desierto, presentan el fenómeno tal como se observa en la situación de laboratorio que es la vida ascética de ermitaños y cenobitas. El discurso sobre la acedia de los maestros espirituales, como San Isidoro de Sevilla o San Gregorio Magno y de teólogos como Santo Tomás de Aquino, está muy influido por la doctrina de los padres del desierto. Hacen un examen cabal del fenómeno, pero lo consideran más bien en el plano moral e individual. Diríamos que lo analizan más al nivel de la carne, pero no tanto a nivel de su configuración en mundo, ni a nivel de su raíz demoníaca.

            A señalarlo y mostrarlo reconocible en sus configuraciones colectivas, sociales, culturales, he dedicado prolijos análisis en mis dos libros, En mi sed me dieron vinagre y Mujer: ¿por qué lloras?. En vez de intentar sintetizarlos aquí, prefiero limitarme a exponer un testimonio ajeno que ofrece un diagnóstico coincidente con el mío.

Es el diagnóstico de un prominente político y hombre de la cultura norteamericano, que después de pasar revista a los males de la sociedad de los EE.UU., afirma que la raíz de ellos es un mal de naturaleza espiritual y su nombre es: acedia.

William J. Bennett, graduado en derecho en Harvard, doctor en Filosofía por la universidad de Texas, Ministro de Educación durante el gobierno del presidente Ronald Reagan, es conocido también como autor del bestseller: The book of Virtues, El libro de las Virtudes, con más de dos millones de ejemplares vendidos. Es un hombre bien conocido en Norteamérica y buen conocedor de la sociedad norteamericana. Lo que dice Bennett de su país se aplica en su medida también a nosotros, ya que los países latinoamericanos somos epígonos de aquél país que nos exporta e impone, globalizado, su modelo moderno de civilización feliz. A sus promesas seductoras y a sus encantos parecen incapaces de resistirse nuestra clase política, nuestros intelectuales y gobernantes, y en buena medida nuestros pueblos y hasta nosotros mismos.

No me detendré en ir señalando los pasajes del discurso de Bennett que son aplicables a nosotros: a nuestra sociedad, nuestra prensa, nuestros espectáculos televisivos. Creo que las semejanzas serán reconocibles sin necesidad de señalarlas.

 

En abril de 1995 Bennett expuso en un seminario para dirigentes nacionales, organizado por el Hillsdale College[3], las ideas que paso a resumirles:

"Cuando se examina la situación social y cultural de la moderna sociedad norteamericana, - comienza diciendo Bennett - son muchos los que están de acuerdo en afirmar que ofrece muchísimos motivos de preocupación. Y sin embargo, pienso que no llegan a medir el mal en su real dimensión, en su profundidad y su verdadera naturaleza".

Bennett ilustra esta afirmación con testimonios de extranjeros que opinan sobre la situación americana y señalan la violencia y el pánico ciudadano en que allí se vive. Una estudiante polaca le decía: “Cuando recién llegué a Estados Unidos fue como entrar en un mundo loco, pero ahora me estoy acostumbrando. Y debo decir que no es bueno acostumbrarse a esto”.

Bennett reconoce que los EE.UU. sobresalen en bienestar, consumo, tecnología, y muchos otros aspectos, que los ponen a la cabeza de las naciones, pero comprueba que todo esto no basta para hacer feliz al norteamericano.

          El progreso material y económico va acompañado de una regresión social y de las virtudes. En los treinta años que van de 1960 a 1990: “hubo un aumento del 560% en el número de crímenes violentos; más del 400% de aumento en el número de nacimientos ilegítimos; se multiplicó por cuatro el número de divorcios; por tres el porcentaje de niños que viven con uno solo de sus padres; aumentó un 200% el número de suicidios de adolescentes; cayó en un 75% el promedio de rendimiento de los estudiantes secundarios”.

          Entre los países industrializados, los EE.UU. están a la cabeza del número de abortos, divorcios e hijos ilegítimos. Están en la vanguardia de los asesinatos, violaciones y crímenes violentos. En educación básica y secundaria, van a la zaga con los más bajos logros de aprendizaje.  En 1940, los docentes luchaban con los niños porque hablaban sin permiso, mascaban chicle, corrían en los patios, no hacían bien la fila, o por problemas con el ruido, el vestido, la desprolijidad y el desorden. En 1990, los docentes se enfrentaban con: uso de drogas, abuso de alcohol, embarazos, suicidio, violaciones, robos y asalto, armas en la escuela.

Bennett afirma: “Hay rudeza, insensibilidad, cinismo, superficialidad y vulgaridad en nuestros tiempos. Hay demasiados signos de pérdida de civilización, o sea de civilización corrompida. Y lo peor tiene que ver con nuestros hijos. Aparte de las cifras y los hechos específicos, está el creciente crimen crónico contra la niñez, de hacerlos envejecer prematuramente. Vivimos en una cultura que parece a veces  dedicada a la corrupción de los menores, a garantizar la pérdida de su inocencia antes de tiempo”.

          “Esto puede sonar a demasiado pesimista o alarmista. Pero pienso que es tal cual es. Y lo que me preocupa es ver que la gente no parece suficientemente alarmada. Nos hemos habituado a la descomposición cultural de la que somos testigos. [...]. Se está padeciendo una sobredosis de atrocidades y se está perdiendo la capacidad de asombrarse, disgustarse e indignarse. Hace unos años once personas fueron asesinadas en Nueva York en diez horas; hasta donde sé, nadie se estremeció. Poco después un criminal violento, atracó y casi mató a un anciano de 72 años, fue baleado por un oficial de policía mientras huía de la escena del crimen, pero fue recompensado con más de cuatro millones de dólares. Silencio virtual”. “Estamos perdiendo el sentido cívico y moral ante la violencia y la crueldad” concluye Bennett.

          Bennett continúa su examen con la música rockera que celebra la tortura y el abuso contra las mujeres ante multitudes de jóvenes que crecen en las calles miserables, sin familia ni padres. Se hace eco de las críticas a la televisión que divulga una crueldad y una promiscuidad desenfrenadas. Pero: “Lo peor de la televisión es lo que se dice en los shows durante el día, en los cuales la exhibición de la indecencia se celebra como virtud.[...] Hubo un tiempo en que los fracasos personales, los deseos subliminales y el gusto perverso, iban acompañados de culpa o vergüenza, o al menos por el silencio. Actualmente son contraseña para aparecer en el show de Sally Jessy Raphael o en algún otro de las docenas de shows parecidos. He aquí una lista de temas agitados en estos shows en el lapso de quince días: parejas cruzadas; triángulos amorosos; un hombre cuyo ideal en la vida es engañar a sus parejas ocasionales haciéndoles creer que usa preservativo durante la relación; conductas sexuales femeninas compulsivas; prostitutas vocacionales que aman su profesión; un extraficante de droga; una joven prisionera en una verdadera lucha por mantener su integridad. Estos programas son un problema social de doble filo. El primer filo consiste en los tantos que apetecen aparecer en ellos para exhibirse. El segundo filo es que muchos sintonizan para verlos exhibirse”.

          “¿Por qué ocurre todo esto?  -se pregunta entonces Bennett- “¿Qué es lo que hay detrás de todo esto? Se han propuesto argumentos muy ingeniosos para explicar este estado de cosas. La gente que piensa ha señalado como causas: el materialismo, el consumismo, la sociedad permisiva, los escritos de Rousseau, Marx, Freud, Nietzsche, el legado de la década de los 60, etc., etc. Permítanme exponerles mi opinión”.

          “Les propongo mi tesis de que la crisis de nuestra época es de orden espiritual. Específicamente, nuestro mal es lo que los antiguos llamaban acedia. Acedia es el pecado de pereza. Pero lo que los santos entienden por acedia, no es la pereza en la que pensamos nosotros habitualmente, que consiste en la dejadez para los deberes cotidianos. La acedia es otra cosa. Bien entendida, es una aversión y una negación ante lo espiritual. La acedia se pone de manifiesto en una ansiosa e indebida preocupación por lo exterior y lo mundano. Consiste en una pachorra y ausencia de interés por las cosas divinas. Trae aparejada, según los antiguos, una cierta tristeza y dolor por todo. La acedia se pone de manifiesto en un rechazo carente de alegría, malhumorado, y egotista de la vocación a ser hijos de Dios. El hombre acedioso odia todo lo espiritual y quiere verse exento de sus exigencias. Según los antiguos teólogos la acedia produce odio contra todo lo bueno. Y este odio realimenta el rechazo, el mal humor, la tristeza y el dolor”.

          “La acedia no es un mal espiritual nuevo, por supuesto. Es conocido como el séptimo pecado capital. Pero hoy en día viene en aumento”.

 

          Bennett cita a continuación dos testimonios famosos, el del novelista americano Walker Percy y el de Aleksandr Solzhenitsyn. Y continúa:

          “El mal que nos aflige es la corrupción del corazón, la deserción del alma. Nuestras aspiraciones y nuestros deseos se orientan hacia los objetos que no corresponden. Y solamente cuando nos orientemos hacia los fines correctos – hacia la fortaleza, lo noble, lo espiritual – mejorarán las cosas”.

          Y Bennett completa esta descripción social del mal de acedia con nuevas observaciones: “Al diagnosticar que nuestro principal problema es del orden espiritual y consiste en una debilidad espiritual, sé que voy contra la sensibilidad  de muchos. Hay en nuestros tiempos una repugnancia y resistencia a hablar seriamente de asuntos espirituales y religiosos. ¿Por qué? Quizás esto tenga algo que ver con la hipersensibilidad y profunda incomodidad moderna ante los mandamientos de Dios. Entre otras malas costumbres, nos hemos habituado también a no hablar de las cosas que importan más, y por eso no lo hacemos.”  Sí, señor Bennett, la acedia cultural se nos ha impuesto y amenaza imponérsenos a los creyentes y hasta a los sacerdotes [4]

             “Se oye decir a menudo –termina diciendo Bennett- que las creencias religiosas son un asunto privado que no corresponde tratar públicamente. Este es un criterio insostenible, por lo menos en algunos aspectos. Sea cual fuere la fe que uno tenga – e incluso en el caso de que no se tenga ninguna – lo cierto es que cuando millones de personas dejan de creer en Dios, o cuando su fe es tan débil que sólo se cree de palabra, se siguen de ese hecho enormes consecuencias públicas. Y cuando a esto se le agrega una extendida aversión al lenguaje espiritual en la clase política e intelectual, las consecuencias públicas son aún mayores. ¿Cómo podría ser de otra manera? En la modernidad, nada ha tenido tan vastas consecuencias o consecuencias tan manifiestas, como el hecho de que grandes sectores de la sociedad norteamericana se hayan apartado de Dios o lo hayan empezado a considerar irrelevante, o piensen que ha muerto. Dostoiewsky recuerda, en Los Hermanos Karamazov que ‘si Dios no existe, entonces todo está permitido’. Nosotros estamos ahora presenciando ese ‘todo’. Y no es bueno acostumbrarse a la mayor parte de todo esto”.

 

             Señor Bennett, gracias por su diagnóstico espiritual de la sociedad dominante. Mutatis mutandis, sus males ya nos han alcanzado o están en camino de alcanzarnos. Y reconocemos en la sociedad en que debemos desarrollar nuestro ministerio las mismas tendencias, que son, a todas luces, frutos del mismo mal espiritual, que amenaza globalizarse.

             Llega pues el momento de reflexionar y observar cómo se manifiesta la acedia sofocando el gozo de la vocación sacerdotal.

 

3) GOZO Y TRISTEZAS DEL SACERDOTE EN LA CIVILIZACIÓN DE LA ACEDIA.

             ¿Qué consecuencias tiene para la vocación sacerdotal el proceso de globalización de la acedia que produce la civilización de la acedia? ¿Cuáles son sus efectos? ¿Cuáles sus manifestaciones?

             En su libro Querer y formar sacerdotes[5], el jesuita francés André Manaranche, profesor y padre espiritual de seminarios en Francia, ha descrito el impacto de las gnosis recientes sobre el ministerio ordenado. Aunque él no utiliza el concepto de acedia, su obra es una descripción de este mal. Este autor observa que la fe sufre hoy el impacto de seis reducciones gnósticas, que la desnaturalizan, la limitan y la encierran dentro de los límites 1) de la mera razón, 2) de la subjetividad, 3) de lo existencial, 4) de la historia, 5) de la utilidad social y 6) de la antropología.

             Las consecuencias para el magisterio y el ministerio ordenado son fatales. El Magisterio es desoído o reinterpretado reductivamente. El presbiterado es erosionado bajo todos sus aspectos.

             Por la insistencia unilateral en el sacerdocio bautismal, y alineando el ministerio sacerdotal como uno más en la lista de los ministerios, el sacerdote queda ahogado en la masa.

             Debido a la desacralización y a la declaración de guerra contra todo lo sagrado, el sacerdote tiende a quedar reducido a funcionario. Y a ello contribuye la trivialización de su figura. Esta trivialización tiene lugar cuando se lo trata como si fuera un agente de pastoral más entre otros. O cuando, propendiendo a la ordenación de las mujeres, se pretende que el orden sagrado no tiene nada que ver con el sexo; o se pretende casarlo a toda costa, como si fuera un hombre más como todos los demás. La reducción a funcionario se agrava, según Manaranche, por la tendencia a aislar al sacerdote diocesano del sacerdote religioso. Esto implica minimizar el sacerdocio como elemento común, que los une más de lo que los distingue.

             La tenaz negación del celibato sacerdotal por parte del frente externo de los medios de comunicación y del frente interno de algunos grupos de presión laicales y/o clericales, propende aún más a esa reducción a mero funcionario, pero más aún, tiende a desmovilizar el sacerdocio. Un funcionario, como el soldado, queda desmovilizado durante sus licencias y vacaciones, por ejemplo.

             Un hombre tan radicalmente consagrado, llega a ser muy molesto para una mentalidad secularizada que no tolera más que funciones. Pero la negación del sentido del celibato, desmoviliza al sacerdote aislándolo o cortando su relación con el obispo, distrayéndolo de su consagración total mediante la atención a una familia propia, pero sobre todo despojándolo de su rol profético, diríamos  "contracultural".

             La acedia gnóstica pretende, por fin, desmantelar al sacerdote. Y lo hace por varios caminos. Manaranche describe así ese intento: "Al cabo de un curioso balanceo, se da una definición residual del sacerdote y se explota algún canon interpretándolo de manera torcida en nombre del perfil del sacerdote del mañana . Mediante la proliferación de asambleas dominicales sin sacerdotes mal definidas, se sugiere que su función es prescindible.

 

             Hasta aquí el resumen sucinto de los análisis de Manaranche que bosquejan el asedio acedioso al Ministerio ordenado por parte de la acedia moderna extra e intraeclesial combinadas.

 

            Los Santos Padres se refirieron a los efectos de la acedia en el alma y los describieron con el nombre de las Hijas de la acedia. Una de esas hijas es la aanimadversión - nosotros diríamos la antipatía - contra todo y todos los que le recuerden a Dios o su destino sobrenatural. La tirria de las gnosis modernas contra el sacerdocio ordenado que Manaranche describe, es un rasgo típico, es un efecto o hija de la acedia. Pero la acedia contra el sacerdote que vive su sacerdocio es, como hemos dicho, mancomunadamente extra e intraeclesial.

 

Es curioso, cómo puede crecer en los consagrados, religiosos y sacerdotes, una resistencia a las exhortaciones espirituales propias de retiros. Un hastío que nace de la desesperanza de alcanzar las metas y los bienes de la comunión divina. Una desilusión que predispone contra los fervorosos y los que explicitan la llamada de Dios. Al mismo tiempo que, paralelamente, se hincha desmesuradamente la asistencia a alguna misa secularista, celebrada por algún sacerdote que gusta ser “piola” o chocante desde el púlpito y el altar.

 

He abordado un tema que se torna inagotable. Debo conformarme con dejar bosquejadas pistas de observación (más que de reflexión) que provoquen para seguir examinando y pensando el hecho, tal como se está dando y nos está afectando en el ejercicio de nuestro ministerio y en nuestra formación sacerdotal. Pistas de observación y reflexión que, sin embargo, son disidentes y contraculturales, porque “recuestionan los cuestionamientos al sacerdocio” que plantea el stablishment modernista.

 

Las Hijas de la acedia

             Voy a proceder aplicando, -en cuanto nos lo permita el tiempo disponible-, la lista de hijas de la acedia, a nuestra actual situación sacerdotal.

             Hijas, es decir consecuencias, de la acedia son 1) Desesperación y desesperanza, 2) vagabundeo de la mente que se manifiesta en locuacidad (verbositas), curiosidad (curiositas), importunidad, inquietud e inestabilidad, 3) torpeza de la mente (torpor mentis); 4) pusilanimidad, 5) animadversión y odio a Dios.

 

1) Desesperación y desesperanza

Como sacerdotes nos toca vivir en un mundo donde el mito del progreso ha sustituido el objeto de la esperanza cristiana por bienes puramente inmanentes e intraterrenos. El mito del progreso y hasta una llamada teología de la esperanza que inmanentiza el ésjaton dan cobertura a la esencial Desesperación de la cultura de la acedia respecto de Dios como fin alcanzable y beatificante, fin último del hombre cuya posesión comienza en esta vida y culmina en una vida sin fin.

La desesperación moderna, se encubre primero de apariencias de indiferencia. Pero es una indiferencia religiosa que oculta un juicio adverso a Dios. No sólo desespera de la comunión, sino que ni siquiera la considera como un bien deseable.

Y su desesperanza se extiende no sólo al amor y a la comunión con Dios, sino también es desesperanza respecto de las gracias y bienes en el estado de viadores, durante esta vida. La consecuencia es pereza para ejercitar los actos propios de las virtudes teologales y de la virtud de religión.

Como ministros de la gracia, también nosotros, sacerdotes, somos alcanzados por la desesperanza ambiental. No se espera de nosotros ningún bien verdadero. Son muchos los que se alejan de nosotros con indiferencia, o con franca animadversión.

Este es un motivo de tristeza para el sacerdote. Y es bueno que se entristezca por el mal de las almas. Pero no por el aislamiento o menosprecio resultante y por el cual se ve progresivamente envuelto, porque esa es una bienaventuranza. “No es el discípulo mayor que su maestro, ni el servidor más que su amo.... Si al amo le llamaron Belcebul, ¡cuánto más a sus servidores!” (Mateo 10, 24-25).

Sería un error desalentarse o ponerse a luchar o discutir contra ese espíritu.

Es un demonio que sólo se quita en oración y ayuno. Y así nos lo ha enseñado proféticamente Juan Pablo II. Su modelo pastoral de preparación al gran jubileo fue paradigmático y se centró en la comunión con las Personas divinas, las virtudes teologales y los sacramentos. La carta Novo Millennio ineunte confirma el modelo de una pastoral gaudiocéntrica, que opone el gozo de Dios a la tristeza y desesperanza, la nueva evangelización a la tristeza ante el evangelio.

 

2) Vagabundeo de la mente: locuacidad (verbositas), curiosidad (curiositas), importunidad, inquietud e inestabilidad,

Consecuencia de esta desesperanza y pereza es una conversio ad creaturas, una efusión en las creaturas caracterizada por:

1) Vagabundeo de la mente. Cuando se pierde de vista el fin último, el hombre queda a merced de una multitud de fines inmediatos. Se produce así esa otra consecuencia de la acedia: el vagabundeo de la mente, que va acompañada y se manifiesta en: locuacidad, curiosidad, importunidad, inquietud e inestabilidad,

a) Locuacidad, charlatanería conversación ociosa, intrascendente, que no edifica ni construye nada: “no dice nada pero (qué bien lo dice!”; o que se derrama sin tasa en lo intrascendente.

Es el discurso exuberante de la crónica deportiva al servicio de la empresa económica del espectáculo deportivo. Es el discurso de muchos suplementos “culturales” que se llenan con crónicas al servicio de la industria editorial, teatral, cinematográfica, y por lo tanto, tienen por fin el provecho económico y no la edificación del hombre en orden a su comunión con Dios. Los intereses económicos parasitan todo lo humano, el deporte, el arte, la poesía, la narrativa... Al desconectar la vida humana de su meta religiosa, someten todo lo humano a la tiranía de lo inmediato, que termina por ser la del dios Mammon.

Como sacerdotes estamos a veces tentados de entregar nuestra palabra al servicio de la intrascendencia. Pero si la sal pierde el gusto ¿en qué se salará? Debemos ser testigos de la fascinación de lo sagrado en un mundo que se fascina por lo profano hasta el punto de sacralizarlo. Nos toca, por el contrario, una tarea contracultural: la de poner el lenguaje al servicio, rendido amorosamente, al anuncio de la Verdad; al anuncio del Evangelio y a la catequesis; al servicio de la comunicación entre el hombre y Dios, en el culto y la oración.

Nos toca ser profetas de Dios, transmisores de una palabra divina, en el mundo de los pseudoprofetas del rey. Nuestra palabra ha de ser la de Maestros y Profetas.

Por eso el mundo se empeña en reducirnos a meros funcionarios

 

La verbositas mundana es también una tentación para el teólogo. El discurso teológico puede ser arrastrado por la acedia ambiental y separado de su función religiosa, que es la comunión con Dios y con los creyentes. Se separa así la dogmática de la pastoral, el ministerio del teólogo se independiza del Magisterio y de la misión de enseñar a los fieles. El discurso acerca de Dios se desentiende de la oración, y el hablar de Dios, comienza difiriendo, continúa dificultando y termina suplantando el hablar con Dios.

René Laurentin describe así la situación: “Si hiciéramos hoy un sondeo preguntando dónde se encuentran los mejores modelos de fe, ¿cuál sería el porcentaje de los que responderían: ‘entre los teólogos’?”[6] [...] “Muy raras veces son hoy las facultades de teología lugares de oración, lugares en los que se vive la experiencia de Dios. Las facultades científicas miden su nivel por la calidad de sus laboratorios de investigación; y las facultades de teología deberían medirse por la calidad de sus lugares de oración; de los lugares ejemplares de los que habrían de salir santos. La experiencia orante debería ser a la vez la inspiración y fructificación de la teología”[7].

 Lo característico de las ciencias humanas es la curiosidad. Y en ese dominio, como en el filosófico, la curiosidad es virtud, es lícito deseo de saber. Pero cuando se instala en la teología, esa curiosidad puede volverse -y Laurentin afirma que de hecho se ha vuelto-, vicio. Es decir: una “curiositas” opuesta a la debida “studiositas”: Las facultades universitarias de teología se han alineado en exceso según el modelo que preside las ciencias humanas, y no han sabido dar una prioridad suficiente a su carácter teológico específico” [8].

b) Se pone así de manifiesto una cierta infiltración de la curiosidad acediosa en el mundo teológico. Cuando el deseo amoroso de conocer, propio de la caridad, es sustituido por una curiosidad irreverente, brota lo que a lo largo de los siglos se ha conocido como gnosis.

La gnosis que caracteriza la evagatio mentis de la acedia, es un insaciable afán de novedades, bulimia intelectual, cultura insustancial: reducción de la fe a conocimiento. Esta curiositas es opuesta a la studiositas que es expresión de la caridad, deseo de conocer a Dios y los misterios divinos, y es afín a los dones de ciencia, inteligencia y sabiduría. A la curiosidad pertenece en cambio el vicio de los que siempre están aprendiendo y jamás alcanzan el conocimiento de la verdad [9].

En teología un discurso teológico que convierte a Dios en objeto y se queda hablando de Dios, sin llegar nunca a hablar con Dios. Martin Buber ha observado este fenómeno en el discurso del pensamiento moderno acerca de Dios, que convierte al autoevidente Tú divino en problema [10]

En Mujer: ¿por qué lloras?, (p.93) me he ocupado de este conocimiento de Dios sin caridad, que es el fenómeno propiamente demoníaco.

La gnosis no es otra cosa que el intento de saber lo que se debe creer. La describe bien San Columbano:

“No indagues demasiado acerca de Dios [...] Insisto, si alguien se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda conseguirlo. Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisiciones verbales, sino con la perfección de una buena conducta. No con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, estará lejos de ti, más de lo que estaba. Pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquél que es invisible, sin comprenderlo, porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo” [11]:

 

La curiositas gnóstica, parece haberse instalado en el mundo académico de occidente. Y desde allí ha infectado también nuestras facultades de teología. Según lo observaba ya en 1930 José Ortega y Gasset en sus conferencias sobre la Misión de la Universidad [12]. Lo que él critica de las Universidades laicas, se ha vuelto aplicable a nuestras facultades teológicas.

A la Ilustración alemana se debió la muy cuestionable creación de cátedras de teología pastoral separadas de las cátedras de teología dogmática [13]. Podría pensarse que eso era un progreso, pero en realidad, sancionaba un divorcio entre el dogma y la cura de almas. Se llegó así a poder enseñar en dogmática y exégesis, cosas que era desaconsejable y hasta contraproducente enseñar a los fieles. Esa esquizofrenia no ha cesado de extenderse desde entonces.

Esta separación entre dogma y pastoral corresponde y es la consecuencia lógica de la separación naturalista y neomodernista entre razón y fe, entre conocimiento y caridad. El fenómeno tan bien descrito por Martin Buber en El Eclipse de Dios[14] ha llegado a las facultades teológicas: el discurso acerca de Dios que allí se escucha, parece a menudo haberse desentendido del interés en hablar con Dios; y de ayudar a los hombres a lograrlo. No se trata de elegir entre una cosa u otra, sino de mantenerlas unidas: estudio y oración, conocimiento y caridad. Pero la verbositas y la curiositas separan lo que la caridad de Dios ha unido.

            David Friedrich Strauss, -a cuyo ejemplo y magisterio adhieren cada vez más exegetas y docentes en facultades católicas de teología-, había separado de tal manera ambas cosas que a Cristo sólo lo encontraba interesante como idea: “Esta es la clave de toda Cristología: que como sujeto de los predicados que la Iglesia atribuye a Cristo, se coloque una idea en lugar de un individuo” [15]. “¿Qué puede tener todavía de especial un individuo? Nuestro tiempo quiere una Cristología que lo lleve desde el hecho a la idea, desde el individuo a la especie. Una dogmática que se quede en Cristo como individuo, no es una dogmática sino una prédica” [16].

¿Cómo podría ser una idea objeto de caridad? Es evidente que en este ‘cristianismo’ que propone Strauss, la comunión de amor ha desaparecido; y la predicación, que está a su servicio, es objeto de menosprecio. La fría indiferencia hacia el individuo que murió en la Cruz por mí, sería inexplicable en un creyente. Lo que ha sucedido en esta perspectiva es que ha muerto la fe, o se mantiene un conocimiento sin amor, que, como muestra el episodio del endemoniado de Cafarnaúm (Mc 1,21ss) es el conocimiento que los demonios tienen de Jesús.

            Esta ‘religión’ donde Dios se transforma en Idea es una Ideo-latría. Es ésta una propuesta lógica en un discípulo de Hegel. La ideo-latría de Strauss es propia del idealismo, que penetrará en el catolicismo en forma de la herejía modernista, condenada por San Pío X en la encíclica Pascendi, pero no bastó a extinguir esa condenación.

            Esta inversión de la fe católica, es, sin embargo difícil de discernir, por diversos motivos. Primero: porque nada más parecido a Cristo que la idea de Cristo. Strauss seguirá hablando de Jesús, pero ya se ve qué es lo que le interesa. Así también, dentro del catolicismo, la gnosis, el modernismo y el secularismo seguirán hablando de Jesús, pero no desde la fe y la caridad. Lo que les importa de Jesús es la idea, el enunciable. En segundo lugar: porque el idealismo, al ingresar en la Iglesia católica no podía moverse con la misma libertad que en el mundo protestante, debido al Magisterio católico que vigila la doctrina. Por eso el modernismo siempre ha debido ocultar su pensamiento y cubrir sus errores con nieblas de silencios. En ese sentido, autores como D. F. Strauss tienen, al menos, la virtud de la sinceridad y la claridad en la exposición de sus convicciones.

 

La curiositas reglamentarizada en las facultades eclesiásticas

Las tesis doctorales deben aportar siempre algo nuevo, deben contribuir al progreso del saber. Con lo que el saber exegético y teológico ha quedado también, en buena medida y sin mala conciencia, cautivo del mito moderno del progreso. El criterio del avance de los conocimientos es bueno en el campo científico, pero se ha extrapolado, sin embargo, no sin graves perjuicios en el dominio de la teología católica. Y el principal de esos perjuicios es el que señalaba José Ortega y Gasset en sus conferencias sobre la Misión de la Universidad [17]: “Uno de los males traídos por la confusión de ciencia y Universidad ha sido entregar las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo. Así me ha acontecido durante mis años de estudio en Alemania – dice Ortega y Gasset-: he convivido con muchos de los hombres de ciencia más altos de la época, pero no he topado con un solo buen maestro. Lo cual no quiere decir que no los haya, pero sí que no los hay con la mínima frecuencia exigible”. Y concluye: “¡Para que venga nadie a contarme que la Universidad alemana es, como institución, un modelo!” [18]

Lo que afirmaba hace 70 años Ortega, lo puede decir el que habla recordando sus años de estudios teológicos en Holanda y después exegéticos en el Instituto Bíblico. Y creo que, aún cuando no lo hayan ni advertido ni criticado, lo han vivido y padecido la mayoría de nuestros bienistas, licenciandos y doctorandos. Lejos de corregirse, la tendencia señalada por Ortega para las Universidades en general, se ha seguido acentuando y se ha asentado sólidamente en la enseñanza filosófica y teológica superior en nuestras facultades católicas.

 

Deberíamos seguir describiendo las demás hijas de la acedia tal como se presentan hoy en la vocación y en la formación sacerdotal: la importunitas, inquietudo, inestabilitas, turpitudo mentis, pusillanimitas, animadversio  o antipatía. Pero ya es hora de poner término a esta disertación, tratando de resumir lo dicho.

 

En conclusión:

No nos toca vivir en una civilización neutra desde el punto de vista religioso, sino que tanto quienes se preparan hoy para el sacerdocio como quienes nos desempeñamos ya en las diversas formas y tareas del ministerio sacerdotal y de la formación de los futuros sacerdotes, nos enfrentamos con esa adveniente cultura, cuya oculta naturaleza consiste en ser una civilización de la acedia.

            ¿Qué es la civilización de la acedia? Es una civilización que se entristece o es ciega o indiferente ante aquellos bienes en los que se goza la caridad. Y viceversa, es una civilización que promueve como bienes, males de los que se entristece la caridad.

            La oposición de la civilización de la acedia a la civilización de la caridad en nuestros días reviste una característica peculiar, y es que no solamente combate los gozos de la caridad desde fuera de la Iglesia, sino que, como sucedía ya en las comunidades paulinas con el partido de la ley, esa oposición toma dentro de la Iglesia la forma de un partido del mundo, que combate desde dentro, con lenguaje cristiano y argumentos cristianos, las obras del amor. El Colegio apostólico albergó a Judas y éste pudo criticar a María por derrochar un perfume sobre Jesús que debía haberse vendido y repartido entre los pobres. La razón que no ama, la razón opuesta a la caridad, no cesa de inventar argumentos verosímiles para combatir a la caridad en nombre de la caridad.

            Como sacerdotes – por otra parte al igual que nuestros fieles – nos vemos acosados por este doble frente, externo e interno. “Peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros entre falsos hermanos” (2 Cor 11, 26). La tribulación paulina es arquetípica y de alguna manera caracterizará la situación de la Iglesia en el tiempo, en todo tiempo, hasta la venida del Señor.

            Pero también como sacerdotes, como ministros de la caridad divina y como heraldos de la reconciliación, estamos colocados en la primera línea del combate con la civilización de la acedia. A nosotros nos toca llamar a todos los hombres al fervor de la caridad, cuyos frutos son el gozo y la paz verdaderos, que el mundo no puede dar. Nuestra misión no es combatir la tristeza sino sembrar, cultivar y fomentar la caridad que Dios ha derramado en los corazones. Pero es necesario que, como médicos de las almas, conozcamos el síndrome y sepamos tratarlo. Frecuentemente nos encontramos con una mala praxis, que por ignorar la naturaleza del mal, lo deja intacto, cuando no lo agrava aplicando a ciegas remedios inadecuados.

            Lo más común es que la tristeza de la acedia sea tratada con una actitud pastoral fatalista: como un mal social inevitable, como una constelación cultural que no se puede cambiar o lo que es peor, a la que hay que acomodarse para no salir de este mundo o no perder el tren de la historia. Psicólogos, asistentes sociales y sacerdotes asimilados actúan así como funcionarios del mundo de la acedia, como facilitadores. Pero eso es convertirse en convalidadores de la apostasía.

 

            La confrontación con la civilización de la acedia es inevitable. Asentir a ella equivale a avergonzarse de Jesucristo delante de los hombres de esta civilización perversa. Ante ella se aplican adecuadamente las palabras de Jesús: “no se puede servir a dos señores”.

            Y a nosotros, sacerdotes o que se preparan para serlo, se aplican las palabras de Pablo: “lo que se espera de un administrador es que sea fiel” (1 Cor 4,2). Y al servidor fiel se le promete entrar en el gozo de su Señor: `¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.' (Mateo 25,23).

 

Oración final

            Los invito a ponernos de pie y a orar:

            Padre, que nos engendras cada día y a cada momento, de Quien por eterna y divina generación procede eternamente tu Hijo consustancial, que se nos manifestó en su naturaleza humana como un hombre, Jesús, que recibía de ti amorosamente su ser y su obrar...

            Engéndranos a nosotros también como hijos tuyos, hoy y cada día de nuestra vida terrena y luego en la eternidad.

            De Ti queremos recibir todo lo que somos y hacemos, pensamos y amamos.

            Manifiesta en nosotros tu gloria y glorifica en nosotros tu Nombre como lo glorificaste en Jesús, tu Hijo muy amado. Configúranos con Él puesto que nos has elegido para el sacerdocio.

            Padre: Tú nos has colocado en esta civilización de la acedia. No permitas que ella sofoque en nosotros el gozo de la caridad, que es nuestra fuerza. Danos tu gracia para ser testigos y apóstoles de tu gozo. Y a los que lo reciban admítelos en tu reposo y en tu Paz. Amén.



[1] Editorial Lumen, Buenos Aires

[2] Teologías Deicidas. El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto. Ed. Encuentro, Madrid, 2000, 380 págs.

[3] William J. Bennett, “Redeeming Our Time” en: Imprimis Nov. 1995, Vol. 24,  nr. 11 (Hillsdale College, Hillsdale, Michigan 49242, USA). Una versión anterior de esta presentación, apareció como “Getting Used to Decadence; The Spirit of Democracy in America” en: The Heritage Lectures, publicado por The Heritage Foundation, 1993

 

[4] Sobre el cinismo de la modernidad como manifestación de su acedia moral y religiosa, véase nuestra conferencia en el CIES: Felicidad y tres pecados capitales” (13 de junio 2000)

[5] Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1996

[6]R. Laurentin, La Iglesia del futuro... p. 149

[7]R. Laurentin, La Iglesia del futuro... p. 160

[8]R. Laurentin, La Iglesia del futuro... p. 160

[9] (2 Tim. 3,7

[10] Martin Buber, El Eclipse de Dios, Ed. Galatea, Nueva Visión, Bs. As. 1955

[11] San Columbano, Instrucción 1, Sobre la fe, 3-5, Opera, Dublin 1957, pp. 62-66. Ver en el Oficio de Lecturas del Jueves de la séptima semana durante el año.

[12] José Ortega y Gasset, La Misión de la Universidad, Obras completas, Ed. Revista de Occidente (3ª. Ed) , T. 4, pp. 313-353

[13] E. Hegel, Art.: Aufklärung, en Lexikon f. Theol. u. Kirche, Bd. I,1061

[14] Ed. Galatea, Nueva visión, Bs. As. 1955

[15]David Friedrich Strauss, Das Leben Jesu kritisch bearbeitet, Tübingen 1836, p. 734.

[16] Die Einfluss Hegels in deutscher Theologie: Christusereignis und Gesamtmenschheit, en: Zeitschrift f. Kath. Theol. 93 (1971) 1-28

[17] José Ortega y Gasset, “La Misión de la Universidad” (1930), Obras completas, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1955, Tomo IV, pp. 313-353

[18] O.c. p. 348