EL CANTO DEL SOL

Señor, otra vez debo volver al canto del sol. Quizás no llegue todavía a entenderlo si lo leo sin considerar sus causas y motivos más profundos. Yo debo ponerme en el lugar del hombre en cuya boca pusiste tú ese canto... En realidad tú eres el que está escondido en todos los grandes pensamientos y todas las grandes acciones de los hombres, y sin ti nosotros no podemos decir ni siquiera Abba, Padre.

Un día volvió san Francisco a Asís como un tocado por la mano de Dios. Había pasado los meses de Agosto y Septiembre en el monte Alverno, y allí fue donde en la más profunda soledad en que puede encerrarse un hombre, en la soledad de una profunda gruta, donde su alma durante largos días había estado totalmente a solas con el amoroso Dios, en plena soledad, donde sólo le entraba un poquito de luz y de sol a través de las oquedades de las rocas... allí fue donde él se puso en contacto contigo, oh Señor, como hasta entonces ningún hombre lo había hecho, donde su Salvador se le apareció bajo la forma de un querubín crucificado y a ese gusano que rezaba entre las rocas —ante ti, Señor, el mayor de los santos es como una pobre creatura, un gusano— le imprimió sus cinco llagas.

Y cuando llegaron las tormentas otoñales sobre el monte Alverno, entonces volvió san Francisco a Asís. Apenas podía tenerse en pie, tan pobre y débil estaba. Amaba y sufría como solamente ha padecido y amado aquel cuya imagen había llegado a ser, el Crucificado. Los hermanos se dieron cuenta de que sólo unas cariñosas manos femeninas podrían proporcionarle los cuidados debidos y no se les ocurrió pensar en ninguna otra sino en Clara, que había llegado a comprender su espíritu más profundamente que ninguno de sus hermanos, la buena hermana Clara con su corazón maternal. En el jardín de las hermanas de San Damiano se construyó rápidamente una pequeña choza. Allí le llevaron a él. ¿Esa choza merecía en realidad el nombre de choza? ¿O era sólo un cobijo, un pobre nido? Porque Francisco no quería tener más de lo que había tenido nuestro Señor. El estaba continuamente oyendo resonar en el silencio de su vida las palabras del Señor: Las zorras tienen sus madrigueras... pero el Hijo del Hombre no tiene nada, nada... Allí yacía entonces el pobre san Francisco. Su antigua enfermedad de los ojos, que él había adquirido en Tierra Santa, había empeorado. La luz le hacía daño, la poca luz que todavía podía ver. Todas las enfermedades imaginables minaban su cuerpo como topos. Y por si fuera poco... las llagas sangraban. Quizás nunca haya habido un hombre más pobre, más miserable y más abandonado que él.

En esas circunstancias cantó él su canto del sol. El pobre hombre ciego, torturado, maltratado, el que a lo largo de las interminables noches daba vueltas sobre su dura estera, cantó, y cantó un canto de alabanza a todas las creaturas y un canto de alabanza a su Creador. Al fin y al cabo no es ningún hecho heroico el cantar un himno cuando se está sano y en medio de algún paisaje encantador: Eso lo hace cualquiera. Pero allí en San Damiano, entre dolores y torturas y padecimientos sin nombre, en la sangre y la ceguera cantar y jubilarse, ¡eso no lo hace cualquiera!

Era un hombre ciego quien compuso la más hermosa oración, la oración en la que debe rezar toda la creación, no sólo un pobre y estúpido corazón humano. En ella debe cantar el hermano sol, el hermano viento debe juntar las manos, todas las estrellas deben resonar un himno, la madre tierra debe humildemente arrodillarse, e incluso la muerte, la espantosa muerte, se convierte en un hermanito que brava y dócilmente debe rezar con nosotros... al Dios omnipotente. Y esta oración la compuso un hombre que ya no podía ver el sol cuando rojo como la sangre se levantaba sobre la llanura de Umbría y se ponía allí entre los oscuros cipreses mientras los montes se alzaban entre los más tiernos aromas y sobre los lejanos poblados blancos la eternidad resonaba en brillantes sonidos azules, cuando en un silencio conjunto soñaban todas las cosas. El cantor del canto del sol no podía ver ya ninguna tierra floreciente; ciertamente oía el murmullo del viento, pero no podía soñar con los árboles cuando la tempestad jugaba y retumbaba en sus copas, ya no veía ninguna estrella, y cuando todavía con toda intensidad intentaba contemplar el cielo a través de los agujeros del techo de su choza..., no veía ya ninguna estrella ni ninguna luz... y a pesar de todo el ciego Francisco cantó el maravilloso himno de la creación.

Loado seas, mi Señor, por todos ellos, a los que ya no puedo yo ver, de cuyo brillo no me puedo emocionar, yo, el pobre, ciego Francisco. Loado seas tú por mi esposa, la santa pobreza, y por mi ceguera.

Es grande el llamar al sol hermano cuando se está ciego y cada rayo de sol hace daño como suplicio infernal. Llamar al agua hermana cuando esta hermana durante horas se filtra a través del resquebrajado techo y atormenta al pobre hombre como sólo un joven de mala índole puede atormentar. Llamar a la luna hermana cuando esa hermana pálida y malintencionada se infiltra lentamente a través de los agujeros de la choza y con ganas de hacer daño ofende en la cara al deseo de dormir. Llamar a la tierra madre; ay, esta tierra. Yo creo que era la peor de toda la familia de san Francisco. ¿No le envió ella todas las enfermedades, ella... ¡ciertamente ella!? Ella, propiamente ella, le ponía entonces las piedras más agudas debajo de su estera, y punzantes y frías lo atravesaban y no le dejaban ningún descanso. ¡Yo no puedo hacerme idea de qué madre tan desnaturalizada era esa madre tierra con él!

Y pese a ello, pese a ello canta este Francisco: «...Loado seas, mi Señor, por el hermano sol, por la hermana luna, por el agua, mi querida hermanita. Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana madre tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas. Load y bendecid a mi Señor y dadle gracias y servidle con gran humildad. Amén.»

Así sólo puede cantar quien experimente lo que en realidad supone que Dios es nuestro Padre y que todas las creaturas nos están fraternalmente ligadas, porque por encima de todo está el mismo padre común, Dios, mi Padre; y yo veo en todas partes su imagen, sus rasgos, su dulzura, su bondad; yo veo por todas partes hermanos y hermanas, y de la misma paternidad de Dios de la que yo vengo y a la que retorno, provienen los copos de nieve y las flores, el agua y la roca, el árbol y el pájaro, la tempestad y el sol, la paz y la muerte, y todos ellos son para mí hermanos, todos nosotros pertenecemos a la misma familia.

Sí, ¡también la muerte! «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar.»

Señor, cómo se me presenta tu creación unida a mí cuando pienso sobre todo esto. Ya sé que los niños con frecuencia llaman a las cosas de «tú». Tú, árbol bueno, que me das las manzanas, y tú, fuego malo, que me quemas. Pero yo adulto, me alejo de todo. Veo a tu creación yacer muy profundamente debajo de mí. A mí no me dice nada más. Está ahí, bueno, pero para mí no significa nada más. Pero sí, porque a veces me quedo tan subyugado por ella, cuando estoy sobre la cima de un monte y contemplo el paisaje, cuando el mar rompe sus olas a mis pies y cuando sobre mi cabeza brillan y parpadean las estrellas, entonces quisiera yo caer a sus pies y adorarla. ¡Siempre me voy de extremo a extremo! Pero el que yo tenga en esta creación una misión, la misión de colocarla a tu servicio y volverla de nuevo a ti, poner en ella un himno y libertarla de su más íntima nostalgia..., eso se me ocurre a mí muy rara vez. Y yo tengo ese deber, porque yo también soy quien ha corrompido la creación por medio del pecado. Qué íntima debió ser la unión entre el hombre y la naturaleza en los tiempos del paraíso cuando con el pecado del hombre todo el resto de la creación se resquebrajó y cooperó en el pecado. Yo, el hombre, he llevado el desorden a todo. He lanzado el animal contra el animal, he desencadenado el rayo y provocado los desbordamientos de los ríos que desolan los campos de los hombres. Yo he producido la gran desgarradura en tu creación y ahora está ahí y la cosa se lanza contra la cosa y el animal contra el animal y todos contra mí. Sin embargo yo debo procurar el cerrar esta desgarradura y superar los abismos. Hace mucho tiempo que trabajamos ya en ello, pero quizás hayamos empezado en una falsa dirección. Creíamos que lo conseguiríamos por medio de la técnica, pero ahora vemos que la técnica vuelve a devorarnos a nosotros sus creadores y que de nuevo se coloca frente a nosotros. Nos ha convertido en parados sin trabajo y se venga de vez en cuando con explosiones y con los sucesos más imprevistos. ¿No deberíamos probar otra vez por medio del amor a ensamblar todas las cosas como Francisco de Asís buscaba la liberación de las creaturas? Quizás sea ese el único camino. Queremos volver a tratar de «tú» a todas las creaturas, queremos ver en ellas a nuestros hermanos y hermanas, queremos volver a sentirnos todos como una gran familia, queremos volver a construir los puentes del amor sobre los abismos y las hondonadas, con un amor grande, universal y que abarque todas las cosas. El purificar totalmente esta corrupción eso no puedo hacerlo yo. ¡Sólo lo puedes tú, Señor! Sólo tú, Señor, puedes dejar pastar al cordero junto al león, y puedes cambiar todas las crueldades en una paz paradisíaca. ¿Pero, lo harás tú? ¿O acaso esta liberación de todas las creaturas es ahora solamente una promesa futura?

Promesa, ciertamente. Alguna vez se cumplirá cuando tú nos regales el nuevo cielo y la nueva tierra. Sí, no solamente un cielo nuevo sino también una tierra nueva. ¿Qué acontecerá con esa nueva tierra? Sólo me lo imagino muy oscuramente. Será una tierra muy hermosa, en la que las puertas de tu ciudad brillarán como piedras preciosas y las calles de tu mundo serán como oro fundido. No serán allí necesarios el sol ni la luna porque tu gloria las iluminará. Y la noche nunca más existirá. Y corrientes de aguas vivas atravesarán ese mundo y el árbol de la vida estará allá y nos ofrecerá sus frutos y sus hojas servirán de curación a los pueblos. Doce veces al año se podrá cosechar de él. Ya no habrá ningún destierro más. Así nos describe el apóstol esta nueva tierra (Ap 21 y 22) y sus palabras se desbordan y sus pensamientos e imágenes no encuentran expresión suficiente; tan grande y brioso es este cuadro de la nueva tierra que él debe presentármelo con palabras y formas que yo no puedo ya imaginarme.

Esta es la promesa pero de alguna manera se encuentra ya como en germen la gloria futura en todas las creaturas. A veces lo intuyo y entonces canto yo también el canto del sol. Pero además son para mí una misión estos gérmenes de futura gloria. Debo ya trabajar para su desarrollo. Yo el hombre debo introducir en este mundo el brillo del Logos, debo construir mis catedrales y mis capillas, debo hacer cristiana a esta tierra y colocar la cruz en sus caminos. Yo debo sentirme fraternalmente unido con esta tierra y armonizar sus notas en un himno a ti, Señor, que nos creaste a los dos y a los dos nos amas, a mí y a tu mundo.