TU ERES MI GRAN FELICIDAD

Es una palabra cautivadora: ¡Felicidad! No me deja tranquilo, debo buscarla, la felicidad. Y tus pensadores, Señor, me aseguran que debe ser así, que yo no puedo hacer otra cosa sino ir a la búsqueda de la felicidad. Me dicen que así como mi entendimiento está dirigido hacia la verdad y debe perseguirla y no puede nunca conformarse con la mentira, así se encuentra también mi voluntad dirigida hacia la felicidad, hacia aquello que le parece bueno y hacia lo que verdaderamente le hace bien. También mis ojos están hechos para los colores y deben ver, quieran o no quieran. Y si mi voluntad no está aletargada e inoperante (pero así no está nunca esa compañera siempre intranquila y siempre inquieta y temblorosa), entonces debe ella aspirar al bien, quiera o no quiera. No puede querer el mal de ninguna manera, no puede tender a él, a lo que es una carencia de valor, algo esencialmente negativo. Y cuando aspira al pecado, en ese caso no busca en el pecado al pecado mismo, sino siempre tan sólo aquel ligero resplandor de la bondad y del valor que hay en el pecado. Lo malo en sí no es nunca nada valioso, y cada acción sobre la tierra no es nunca esencialmente mala en su totalidad, es siempre una aleación, una mezcla de bueno y malo. Y la voluntad en sus tendencias sólo ve esa parte «buena». Y cuando yo percibo un bien en cualquier parte, comienzan a temblar mis manos para agarrarlo. Y como el terreno de mi voluntad se extiende tanto como el campo de mis conocimientos, no tiene ninguna frontera como tampoco la tiene mi inteligencia. Existen siempre cosas y verdades más allá de las conocidas y mi entendimiento tiende hacia ellas. Y siempre quedan allí todavía bienes que son buenos y me hacen bien a mí, y mi voluntad, esa nunca satisfecha ni nunca contenta voluntad, quiere poseerlos. Ella tampoco quiere nunca conformarse con una parte de un bien, con fragmentos de la felicidad, siempre aspira a la totalidad, a la felicidad misma en su inmensidad. Sólo que muchas veces la busca donde no la puede encontrar. En cierta ocasión alguien escribía: «¡Oh tú, a quien yo clamo como si estuvieses sobre las estrellas, a quien llamo creador del cielo y de la tierra, amistoso ídolo de mi infancia, tú no te vas a enfadar si me olvido' de ti! ¿Por qué no será la tierra lo suficientemente pobre como para tener que buscar fuera de ella a otro?» (Hoelderlin, Hyperion). Señor, yo no puedo pensar así. La tierra es verdaderamente demasiado pobre, y aunque fuese diez veces más rica, alegre y hermosa, yo debería siempre por encima de ella buscar a otro, y ese otro eres tú, porque ni siquiera la tierra más rica, alegre y hermosa podría saciar mi hambre de felicidad. Y aquel mismo bendito fanático debe confesar unas páginas más atrás: «¡Ay, para el inquieto corazón del hombre no hay ninguna patria posible!» Aquí no, sobre esta tierra ciertamente no, eso ya lo he experimentado yo, tristemente, demasiado. Y por eso te busca a ti ese tempestuoso, inquieto corazón del hombre, ese insaciable hambriento de felicidad. Se halla metida en ese hambre, que nunca llega a acabarse, una infinitud, o por lo menos una tendencia hacia la infinitud, un infinito potencial. Quizás ello provenga de que yo soy tu imagen, oh infinito. Quizás por ello no pueda yo nunca saciarme con lo finito.

Y si les pregunto a los hombres sin problemas ni complicaciones, si es correcta esa teoría de tus pensadores, me la confirmarán todos ellos. Todos buscan, todos, la felicidad. Y felicidad es en todo caso un bien, un valor. El asesino no asesina por gusto al asesinado, sino por una posesión o un placer o un gozo, por un fragmentillo de felicidad. El ladrón no busca la desgracia de su víctima, sino sólo su propia felicidad. Todos se lanzan a la caza de la felicidad. Esta palabra nos fascina a nosotros, los hombres. Sólo estamos totalmente en desacuerdo sobre dónde haya que encontrarla. Uno la busca aquí, el otro allá. Señor, ¡qué buscadores tan locos somos! También decimos a veces que la felicidad tiene muchos nombres. Sí, si le pregunto en la calle a un niño pequeño cómo se llama su felicidad, tendrá los nombres más curiosos, como «naranjas» o «helados» o algo parecido. Y si le pregunto a un joven por el nombre de su felicidad me mostrará él la fotografía de su amada. Y si le pregunto a un hombre, quizás me responda con las palabras «dinero» o «poder». Y si le pregunto a un anciano recibiré quizás la respuesta más asombrosa; su felicidad acaso se llame «féretro» o «tumba>) y como disculpa quizás me cite a Schiller:

«Al Océano se lanza con mil mástiles el jovencito; tranquilo en el bote salvavidas vuelve al puerto el anciano.»

Y si tras una década vuelvo a preguntar a los mismos hombres cómo se llama ahora su felicidad, y si han encontrado lo que entonces llamaban felicidad, quizás la haya encontrado sólo el anciano a quien yo ya no puedo preguntar. Y los otros me dirán que no y se lamentarán de que se dejaron engañar y pese a ello me asegurarán que la felicidad tiene en verdad otro nombre del que entonces opinaban. Señor ¡qué pobres locos somos!

Lo que nosotros llamamos felicidad (esto me resulta ahora evidente) merece para nosotros ese nombre solamente mientras no lo poseemos. Nunca llamamos felicidad a algo que ya tenemos. Siempre estamos persiguiendo a una pompa de jabón, brilla y se refleja en todos los colores; que nosotros tomamos estos reflejos como la verdad y le dedicamos nuestras horas preciosas, todas nuestras energías y a veces hasta la sangre de nuestro corazón, nos acercamos a ella y la agarramos y hete aquí que explota con nuestro contacto y sólo nos queda una pequeña gotita de agua en la mano, la cual ya no nos parece de ninguna manera la felicidad. Siempre que le pregunto a un hombre que ha agarrado su pompa de jabón si ya es feliz, ya no la considera ni siquiera digna de ser mencionada, ya no la aprecia nada y está evidentemente otra vez a la caza de una nueva pompa de jabón, con la cual va a repetirse todo el juego. ¡Qué locos somos, Señor!

¿Es que quizás no existe lo que nosotros llamamos felicidad? ¿Quizás sólo nos la pase por delante de las narices un diablo travieso? ¿Nunca llegaremos a saciar nuestra ansia dé felicidad? Hay algunos hombres que así opinan y se hunden en un mar de amargura y en una melancolía sin fin. Pero, Señor, si fuese así, que nuestra ansia de felicidad nos engañase siempre con pompas de jabón, entonces bendeciría yo a cada animal por su destino, entonces sería yo, el hombre, la más desgraciada de todas tus criaturas. El animal por lo menos no sabe nada de su ansia de felicidad, caso de que la tenga; está ahí, se tumba al sol, se alimenta, se complace en la satisfacción de sus instintos sin tener pensamientos más lejanos. Si una vez queda desilusionado, no reflexiona sobre ello. Por lo menos no tiene en sí la conciencia de ese enorme desengaño, por lo menos no sabe que su ansia de felicidad ya desde su origen está condenada al fracaso y a la desilusión. Por lo menos no sabe qué creatura tan miserable es.

Pero yo lo sabría si en realidad no hubiese ninguna felicidad. Pero yo, Señor, no puedo creer que el animal esté en mejores circunstancias que yo. No puedo creer que tú nos hayas llamado a la existencia solamente para torturarnos y desengañarnos. Tú no eres ningún Dios desilusionador, ningún Dios mentiroso, ningún Dios torturador, tú, Dios, el que nos ha infundido ese hambre de felicidad, esa aspiración nunca saciada hacia algo grande y señorial, hacia una tranquilidad definitiva, hacia una felicidad sin fin. Mi corazón me lo dice, aun cuando mi cabeza estuviese tan desengañada de la vida: Lo que yo busco, esa gran felicidad que me llena totalmente, existe, necesariamente debe existir. Quizás no aquí, quizás no sea de este mundo, quizás no esté en este mundo ni en esta vida, sino más allá de este mundo, en otro mundo, por encima, arriba.

Y ahí vuelvo a estar contigo, Señor. Tan pronto como mi alma cae bajo las mentiras de este mundo, caigo yo también en tus brazos. Desespero de este mundo y en mi desesperación consigo la fe en ti y el conocimiento de tu enorme felicidad. Señor, tú eres dichoso en ti y estás totalmente lleno de felicidad en la contemplación de ti mismo y en esa dulce y fuerte plática o, por mejor decir, en esa conversación entre tres de ti mismo. Tú eres feliz desde toda la eternidad hasta toda la eternidad y nada puede turbar tu paz. Y como tú te encuentras tan infinitamente feliz en medio de todos los terrenos buscadores de felicidad, que siempre agarran en el vacío, por eso puedes ser tú mi felicidad grande, dulce y fuerte, ya que tú quieres hacerme participar de aquel conocimiento tuyo, en tu felicidad y en la conversación de tu amor trinitario.

Tú eres mi felicidad, tú solo, y fuera de ti nada.

Tú solo eres tan grande que mi alma puede encontrar un sitio en ti, y todo lo demás es demasiado pequeño para ella. Fuera de ti en todas partes tropieza hiriéndose. Tú solo eres infinito, y aun más infinito que el hambre infinita de mi alma, y por eso tú solo puedes saciar esos anhelos infinitos de mi alma y colmar sus exigencias; todo lo demás me deja insatisfecho. Yo puedo devorarlos, pero se sumergen en mí como si no fueran nada y dejan en mí siempre la misma oquedad y el mismo vacío. Tú solo, Señor, posees la belleza a la que yo puedo contemplar y mirar cara a cara, cuya profundidad nunca llegaré a agotar, la belleza que me fascina, me conmueve y me encanta. ¡Tú, el Dios hermoso, conmovedor y encantador!

¡Tú solo! Pero si tú solo, Señor, eres mi felicidad, ¿qué es de las otras cosas que se me presentan como mi dicha? ¿Debo yo sonriendo volverles la espalda a conciencia? ¿Pueden todavía significar algo para mí? ¿O debo retirarme de ellas y apartarme de ellas en una renuncia trapense? ¿Ante la brillantez del mundo debo yo convertirme en un trapense? ¿No puedo trabajar p o r un paraíso terrestre, aunque sepa que seguramente será un paraíso muy modestito? ¿Debo encerrarme en una soledad y en una caverna, en donde no me molesten el brillo y el resplandor de las cosas en el diálogo contigo, mi única felicidad? Señor, creo que eso no es lo que quieres tú de mí. Pues tú también eres el que ha creado esas pompas de jabón, tú eres el que ha colocado esos sucedáneos de felicidad ante mis ojos. Y tú quieres también que yo disfrute de ellos, aunque con una limitación: ¡según tu santa voluntad! Yo debo buscarlas y utilizarlas; solamente no debo perderme en ellas; debo permanecer siempre consciente de que son fragmentos de la felicidad, cosas parciales, símbolos solamente de la verdadera dicha, a través de las cuales debo yo verte resplandecer a ti, mi única felicidad. Debo saber que solamente encontraré felicidad donde estés tú y tu santa voluntad. Así no podrán desilusionarme a mí, engañarme con falsas representaciones, esos fragmentos, esas colgaduras de seda y esas estrellas doradas que caen de tu manto. Y si busco esos anticipos de la felicidad, provenientes de tu bondad, me sucede en esta búsqueda tras la felicidad lo que le ocurrió a Saúl que buscaba un pollino y encontró una corona real. Pero en esta búsqueda de la felicidad debo dejarme conducir por el profeta de mi conciencia y entonces encontraré el reino de la dicha. Tú, Señor, tú eres mi reino y mi corona. No esperaré de las cosas nada que no puedan darme, y esperaré todo de ti.

Señor, alguien dijo una vez: «No existe ningún desgraciado sino sólo quien ha perdido a Dios y se encuentra en el infierno.» Este es el anverso de la medalla. Tan sólo me parece que se suele decir con ligereza: Dios es la única felicidad, y por lo tanto solamente existe una verdadera desgracia: no tener a Dios. Esta frase se suele decir rápidamente si se puede añadir que yo, pese a ello, estoy contento porque fuera de Dios todavía tengo otras cosas. Pero quien dijo esas palabras no tenía nada fuera de ti, era un vagabundo de tu providencia, era un pobre pordiosero que no sabía si aquella noche encontraría un cobijo bajo el que pudiese acostarse, era uno que en su hambre no sabía si se le tendería una mano desde una puerta para darle un trozo de pan, era un torturado por la enfermedad, la necesidad y el dolor, era alguien que estaba sin esperanza a merced del frío y del calor; se llamaba Benedicto José Labre. Y dijo: Ay, todo esto no tiene importancia, no es ninguna desgracia; solamente hay una verdadera desgracia, no tener a Dios. Señor, esto es espantoso, porque él no hablaba a la ligera. Pero cuando se comprende esto, debe ser verdaderamente u n a dicha enorme el poseerte (y Labre lo comprendió perfectamente); cuando este Benedicto José se olvidaba por ello de todas sus calamidades, ¿era en verdad un pobre pordiosero? ¿Pero es que todavía lo era? Quien te posee a ti, Señor, nunca es pobre, y quien a ti no te tiene, nunca es rico, aunque disfrute de una magnífica salud y riquezas y poder y honra, ¡en realidad es un pobre desgraciado! Así tus santos resultan las personas más inteligentes, como ese san Francisco que se enamoró formalmente de la jaculatoria «Mi Dios y mi todo» y aquella santa Teresa que escribió «Dios solo basta».

Así resulta que tus santos son los que disfrutan más y más refinadamente, los que incluso transforman la cruz y el dolor en una experiencia feliz, que saben, en medio de sus lágrimas, que el dolor ciertamente les enriquece de forma indecible, y que tienden hacia el sufrimiento como otros hacia el placer y el goce. Nosotros, los hombres, encontramos casi incomprensible una semejante transformación del dolor, pero esos transformados, esos inteligentes que recorren el camino de la cruz como una vía triunfal, Señor, ¡esos sí que son los más inteligentes y los más listos de entre nosotros! Llevan en sí la felicidad (¡a ti, Señor) y por eso la encuentran en todas partes, mientras que los otros que ' no te poseen no la encuentran en ninguna parte.

Señor, ábreme de nuevo los ojos y enséñame que tú eres mi única felicidad, que todas las otras cosas son engañosas o ilusiones o, todo lo más, solamente una imagen y un anticipo de tu felicidad. ¡Enséñamelo y haz que luego permanezca totalmente impregnado de este conocimiento!

Y, —también quiero pedírtelo, aunque me cueste— no me escatimes los desengaños si estuviese en camino de abandonar tus huellas y perderte a ti por causa de la felicidad terrena. Haz que se me rompan como un cristal todas las dichas terrenas si yo quisiese embriagarme en las copas de este mundo. No me ahorres la gran desilusión y el desengaño de todo lo terrenal y participado, porque entonces más seguramente caeré yo en tus brazos, tú, mi única felicidad.

San Francisco de Asís se encontró en cierta ocasión a un hermano que tenía una cara muy triste y el santo le preguntó: ¿Por qué estás tan desconsolado? ¿Has ofendido a Dios? ¡Porque no hay otra razón para estar atribulado!