ME ESPANTO ANTE MI

Señor, hay hombres que están tan contentos y felices consigo mismo, su alma está redondita y feliz enrollada en sí misma; no tienen ningún problema a no ser que se conviertan ellos mismos en problema; ciertamente son así y está muy bien que sean así. Pero, Señor, no quiero presentarme delante de ti como un fariseo, no quiero quejarme de otros, ya me he quejado bastante sobre tu mundo. Ahora quiero acusarme a mí mismo frente a ti. Solamente necesito mirar una vez a mi alma, no sólo en su superficie, sino muy profundamente, en sus últimos anhelos y motivos, en sus motivos subterráneos, a los que yo raramente puedo percibir en toda su amplitud y su sentido, y por los cuales en última instancia se forma propiamente el cuadro de mi alma —entonces me sobrecoge el pavor. A mí me parece que un hombre que todavía no se ha espantado de sí mismo, no se conoce perfectamente. A quien ha mirado alguna vez en la profundidad de su alma se le aparecen de vez en cuando sus llamadas buenas obras, sus aparentemente puras intenciones, sus virtudes y perfecciones como tantas otras cosas inseguras y sólo puede balbucir: «Nihil dignum in conspectu tuo egi.» —«No he hecho nada digno ante ti.» A él se le abren en el liso curso de su vida mortal simas a las que sólo puede contemplar con escalofríos. Sólo un optimista sin límites, o quizás un santo puede creer en la posibilidad de un amor a ti desinteresado y sin escorias, a nosotros, los demás, sólo nos queda el atemorizarnos.

Si pienso en mi amor hacia ti, qué miseria es eso a lo que yo llamo amor hacia ti. Si tú me preguntaras como un día le preguntaste a tu apóstol «¿Me amas?» —Señor, yo no tendría el valor de responderte: «¡Sí, te amo!» Sólo podría, enrojeciendo, encerrar mi apuro en tu corazón, sólo podría decirte: Señor, quisiera amarte, amarte sobre todas las cosas, amarte con cada fibra de mi corazón, cada minuto de mi tiempo y hasta las últimas consecuencias de mi pensamiento. Pero... ¡qué distintas cosas amo yo! Cada goce y comodidad me atraen más que tú; incluso debo esforzarme para hablar contigo; ¿acaso debe un enamorado hacerse esfuerzos para hablar con su amor? Y sin embargo todavía oso decirte: ¡Señor, yo te amo! Señor, no me dejes volverme hipócrita ante ti, que me conoces perfectamente y a quien no puedo engañar a base de palabras grandilocuentes.

É incluso aunque pudiese decir que te amo, incluso entonces sería mi amor todavía algo problemático; porque ¿qué es lo que yo amo cuando te amo a ti? Amo a tu cielo, tu paraíso, tu felicidad, tu dicha, tu contacto conmigo, la palabra de tu boca «tú, siervo bueno y fiel», me amo siempre a mí mismo en ti. Amo solamente la sonrisa con la que tú un día me harás feliz (Señor, a pesar de todas las cosas déjame creer en ello), la contemplación de tus moradas en las que tú un día me cobijarás, y la luz de tu resplandor con la que un día se borrarán todas mis tinieblas... eso es lo que yo amo en ti, siempre mi dicha en ti, pero nunca, al menos así me parece, a ti mismo, a ti totalmente solo, tal como tú eres, tan señorial y elevado, tan poderoso y dominador, tan tranquilo en ti y suficiente para ti mismo. Debo avergonzarme ante un piadoso musulmán, Rabia, que te rezaba: «Oh, mi Señor, si yo te rezo por temor al infierno, condéname al infierno. Si yo te rezo por deseo del cielo arrójame de él. Pero si yo te rezo por ti mismo, no me apartes entonces de tu eterna belleza.» Señor, ¡si yo pudiese rezar así y si yo pudiese amarte así!

E incluso si yo pudiese amarte, sincera y verdaderamente, puramente y sin egoísmo, profunda y fielmente, incluso entonces tendría mi amor un gran fallo, porque permanecería siempre el amor ¡de un hombre! ¿Y cómo puede atreverse el amor humano a querer pretenderte, a abrazarte, a querer amarte? Qué pequeño y humilde debe presentarse ante ti, cuando ya te está subordinado para presentarse en los escalones de tu trono. No puede negar nunca de dónde viene y qué hay detrás de él y a qué se ha entregado ya antes de que viniese a ti. Comprendo muy bien lo que alguien escribió: «Hay diversas clases de amor (yo amo a mi padre de distinta manera que a mi madre y a su vez de distinta manera que a mi esposa) y cada amor distinto tiene a su vez su expresión distinta. Así hay también un amor especial con el cual yo amo a Dios y posee su expresión especial y exclusiva en el arrepentimiento. Si yo no le amo así, no le amo en absoluto, no con lo más íntimo de mi ser. Todo otro amor a lo absoluto es un malentendido» (Kierkegaard, O ... o, II). Qué terriblemente triste es esto, Señor, que hasta mi amor a ti deba llevar las huellas del pecado, que yo deba presentarme a ti como un pecador cuyos padres y abuelos no fueron otra cosa sino hombres pecadores, incluso cuando tú en tu misericordia nos has lavado y borrado (sí, verdaderamente borrado) la culpa por medio de la sangre de tu Hijo. Pero pese a ello debo yo espantarme de mi amor hacia ti.

¿Debo añadir ante todo que siempre continúo pecando? ¿Que no sólo llevo sobre mí el pecado original sino también pecados personales? ¡Señor, a poder ser quisiera yo ahora callar ante ti, taparme la cara y ocultarme de tu vista! ¡Peco ante ti! ¡Me llena el asco de mí mismo! Señor, tú sabes que creo en ti y que te amo (sí, te amo aunque sólo sea con el amor de un hombre), ¡y pese a ello peco! ¿No es eso un tremendo sinsentido y una pavorosa falta de lógica? Y estoy profundamente sumergido como en un mar. Qué melodías y cantos de las sirenas me rodean todavía. Qué frecuentemente me dejo embelesar por toda clase de organillos y tonadillas de este mundo. Qué frecuentemente me atrapan cuando yo deseo establecer un compromiso entre Dios y el mundo, ya que deliro por este mundo y creo que puede (aparte del misterio de Dios que pese a todo lleva en su frente) de alguna manera decirme y darme algo que pueda hacerme feliz. Como si sin ese misterio de Dios no fuese sólo una sombra vacía, como si de alguna manera hubiese compromisos entre Dios, el Dios celoso, y el mundo, hermoso y desalmado; entre el canticum novum, el canto nuevo, que sólo tus escogidos pueden cantar, y el cabaret y la mascarada de esta parte. ¡Ay Señor!, es estremecedor estar en medio de este mundo, oírlo, ser su vasallo y pertenecer en realidad a otro totalmente distinto, saber que lo que el mundo nos enseña es una mascarada y una comedia, y pese a ello volver a pagarle siempre el tributo de nuevo.

¡Ay Señor, me colma el asco a mí mismo!

¡Y pese a ello voy a ti! Y no quiero ir a ti de otra manera. No quiero quejarme de mi pequeñez, ¡sólo quiero ser muy feliz porque tú eres grande, santo y hermoso! No quiero ser otra cosa sino un hombre. Yo no anhelo ser algún espíritu grande y orgulloso. Me quiero modesto en el papel para ser el oscuro telón de fondo de tu luz y de tu gracia. ¡Y cuanto más pobre y más pequeño sea yo, tanto más grande eres tú! Y esto me es suficiente. «¡Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam», «te damos gracias por tu gran gloria.»