TU ME HAS HECHO

Es una pregunta difícil la de tu esencia, Señor; una pregunta a la que no recibiré aquí nunca una respuesta definitiva. Todas las respuestas que oigo son sólo o zalamerías que quieren sorprenderte o palabras serias que desearían arrancarte y arrebatarte algo. Pero la respuesta a la pregunta de mi esencia es casi tan difícil. ¿Qué es el hombre? Es una pregunta difícil que san Agustín colocó a igual nivel junto a la otra, qué es Dios; y ambas las incluye en la misma frase. «Domine Jesu, noverim me, noverim Te»; Señor, que yo me conozca y te conozca.

Pero también con esta pregunta terminan pronto los hombres. Y también el diablo, que en una obra teatral la respondía así: «El hombre es tonto, sinvergüenza y vulgar» (Hofmannsthal, Jedermann). Esta es quizás la respuesta más diabólica, la que no encuentra en el hombre nada valioso, solamente negación, sólo vulgaridad. Y los mismos hombres dan a esta pregunta las respuestas más estúpidas. El hombre es solamente para algunos una máquina para explotarla y hacerla rendir, o una ampliación del mundo de los animales en una especie más, y una especie que ni siquiera se caracteriza por la agudeza de su visión, la finura de su oído y la fortaleza... ¡Ay, Señor! Qué respuestas dan los hombres a la pregunta de su propia esencia, y yo creo en verdad que nadie, que no se pregunte en sus labios por ti, puede responder esa pregunta. Pero todas estas curiosas opiniones las terminó ya el primer libro de Moisés, o mejor dicho, las terminaste tú mismo. Tú diste ya a esta pregunta la respuesta más precisa: «El hombre es mi imagen y semejanza.»

Cuando tú creaste las estrellas y el mundo y los animales y las plantas en su multiformidad maravillosa, te bastó una sola palabra: «Fiat!», ¡sea! Pero cuando tú creaste los hombres, no te bastó esa palabra; a él no le llamaste como se llama a un animal doméstico. Entonces tú —¿puedo yo hablar así humanamente?— te volviste solemne. En las palabras con que tú me llamaste se encuentra un sentido de oración y de orgullo. Sabías muy bien, y esto lo deduzco yo de tus palabras, que con el hombre no creabas una creatura cualquiera sino algo superior, especial, algo de lo que no podrías prescindir, algo que sería la corona de la creación y tu preocupación hasta el fin, algo que incluso llegaría a ser tu destino (¡cómo hemos resultado los hombres destino divino en el monte de los Olivos y en el Calvario!)

¡Oh Señor, yo sé cuán insensatas son mis palabras, humanas y demasiado humanas! Pero es que tú hablaste con una solemnidad especial en la creación del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.» Así, el hombre es tu obra maestra, tu predilecto, tu hijo.

Hagamos... ahí por primera vez hablaste tú en plural. Por vez primera una insinuación de tu Trinidad. Al mismo tiempo que creabas al hombre —y eso a tu imagen y semejanza— mostraste por primera vez tu más íntimo misterio, alzaste por primera vez un poco el velo de tu más honda profundidad y de tu riqueza más divina. ¡Qué será pues, el hombre cuando tú tantas precauciones tomas en su creación, tantos cuidados le dedicas y tan solemnemente vas a tu trabajo! Que allí se resalte además el hecho de que el hombre es una imagen del Dios trino, eso me debe hacer comprender a mí, aunque yo solamente lo vislumbre, dónde se muestra tu Trinidad en mí. ¿Te ríes tú de mí, tú, Dios misterioso? Ríete de todos modos... porque se trata de la risa de un padre, no de aquella terrible risa sarcástica que dirigiste al hombre que quería ser igual a ti.

¡Tú me has hecho! ¿Intuyo yo lo profundo de esta realidad? Adán debía saber muy bien, que todo en él, su vista, su oído, sus manos y sus pies, su libertad y su entendimiento, su hermosura y su salud, todo era obra de tus manos, que le formaron así y no de otra manera. Pero eso vale también para mí; sé que aquí no debo pensar sólo en términos generales, que me debo decir: Yo, este individuo, he sido hecho por ti. Quiero pensar verdadera y vitalmente.

¿Quién soy yo? Así, de cierta edad, sano o enfermo, con tales propiedades o defectos, así de alto o bajo, situado en tales relaciones y dificultades y asechanzas. No hay dos hombres que sean iguales, cada uno tiene su propio aspecto y su propio carácter (¡qué maravillosa es sólo esa diferenciación de los rostros humanos, qué infinita inventiva debe haber sido puesta en juego en esas caras humanas con millones de tipos!) Cada hombre es en verdad único, un caso que nunca fue y que nunca volverá a repetirse. Y uno de esos casos, en el que tú has pensado desde la eternidad ¡ése soy yo! ¡En mí, ciertamente en mí pensabas tú cuando hablaste de aquella manera solemne: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»! No solamente en el hombre en abstracto, ni solamente en Adán. También en mí, también en el último hombre. Yo he representado un papel en tu plan del mundo. Yo, este pobre hombre. Incluso he sido tan importante que tú en aquel momento me mirabas a mí como si fuese yo el único ser de este mundo. Y si entre todas las creaturas yo fuese el único que hubiese pecado y nadie más, entonces tú por amor a mi alma te hubieses hecho hombre, y por causa de solos mis pecados hubieses yacido en un pesebre, hubieses sudado sangre en el monte de los Olivos y hubieses colgado de la cruz, sólo por mi causa. Y si yo hubiese estado solo, totalmente solo en el mundo, yo, el único hombre, y no hubiese pecado, te hubieses hecho hombre sólo para estar cerca de mí, sólo para ser mi hermano. Tan importante soy ante ti. O mejor dicho: Tanta importancia me das tú a mí, oh Señor, a mí, al único.

¿Qué soy yo ahora ante ti?

Ciertamente en mi particularidad, en lo que yo no comparto con nadie, soy tu imagen y semejanza. En mí, en mi propiedad individual se expresa algo tuyo, y se manifiesta en mí algo que de lo contrario permanecería oculto en este mundo. ¿O quizás no? Tu podrías también hacer surgir de las piedras hijos de Abrahán.

Yo he salido también inmediatamente de tus manos, aunque tú utilizaras a mis padres y antepasados como instrumentos para mi creación. Por lo menos mi alma ha salido tan inmediatamente de tus manos como el alma de Adán. «Manus tuae fecerunt me et plasmaverunt me» (Sal 118, 73): «Tus manos me hicieron y me plasmaron» como un escultor forma y modela de arcilla una estatua; y más todavía, tú creaste también la arcilla y todo mi ser. Qué dignidad y qué resplandor me da esto ante ti. Incluso aunque mi vida fuese un eterno peregrinar a través de los valles, debería yo estarte infinitamente reconocido porque soy tu creatura. En realidad yo no puedo comprender la genial inteligencia de tu santo Agustín cuando decía que es «mejor ser condenado que no existir» porque un condenado conserva el título nobiliario de ser tu creatura. Pero no tengo suficiente valor para creerlo...

Pero yo sé también que soy totalmente propiedad tuya y que nunca tengo un derecho frente a ti. ¿Qué tipo de derecho tiene una creatura frente a su creador, una vasija de arcilla frente al alfarero, una estatua frente al escultor? Y si un día yo yaciera miserable y ciego y sordo sobre toda ponderación, no debería nunca preguntarte: «¿Por qué, Señor, te portas así conmigo, que no he hecho nada malo?» Solamente debería decir como Job: «El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado, ¡bendito sea su santo nombre!» Y esta expresión no debería surgir de aquella triste resignación con la que nos comportamos ante un acontecimiento inevitable, sino que debería encontrarse en ella todo el valor y la inteligencia de un hombre que se fía de ti y te hace responsable y reconoce la realidad, y la realidad es que nosotros somos tus creaturas y carecemos de derechos ante ti. Cuando tú me creaste, Señor, debiste tener también sobre mí una finalidad muy especial. Tú me creaste «ludens in orbe terrarum» (Pro 8, 31), «jugando sobre el orbe de la tierra». Tu crear en realidad no es sino un juego, y yo soy un personaje de ese juego, pero era un juego lleno de sentido y en él no se encuentra un solo trazo que carezca de sentido. Pero ¿cuál es este sentido especial de mi vida? Tú no haces nada en vano, y cuando me creaste debías preparar para mí algo muy especial; tú me encomendaste una tarea y una misión que yo tengo y fuera de mí ningún otro tiene; yo tengo un papel que debo representar en tu plan del mundo, lo mismo que cada arcángel. Podría yo no cumplirlo, y eso redundaría sólo en detrimento mío; tú puedes fácilmente fabricarte un sustituto. Señor, ¿por qué entre las infinitas posibilidades me has elegido precisamente a mí? ¿Cuál es ese sentido especial de mi vida? Quizás sea la profesión en la que me ocupo, mi familia, la educación de los hijos, cualquier trabajo en la vida pública, quizás sea empero algo mucho más pequeño, quizás importe yo solamente en un puesto muy pequeño, en un momento fugaz, en un servicio auxiliar totalmente secundario, con una pequeña palabra o gesto con los que yo ayude a alguien, en el movimiento ordenado de las ruedas de tu mundo, y todo lo demás, por importante que a veces pueda parecerme, es un girar en el vacío. Así, presiento que el sentido del anciano Simeón fue solamente el par de instantes de su contacto con el Niño Jesús y que el resto de su vida fue sólo cosa secundaria. De todas maneras, el que yo realice algo grande o pequeño no tiene ninguna importancia. Para ti el servicio de una criada es tan importante como el servicio humano del sacerdote en el altar; los dos son instrumentos y el uno no va a ser mejor pagado que el otro. El servicio de Dios es servicio de Dios. Quizás sea mi misión especial ante ti el que lleve un corazón sangrante a través de mi vida y participe un poco en los dolores de tu Hijo en Getsemaní, o el que un día yazga totalmente miserable, pobre e incapacitado. Y entonces no quiero yo hacerme la idea de que mi existencia sea superflua y sin valor; también fueron en la vida de tu Hijo las horas más fructíferas y valiosas aquellas en las cuales no hizo nada más, sino que sólo podía sufrir, y quizás para tu reino los que sufren tranquilamente sean mucho más importantes que aquéllos que se llaman pregoneros y predicadores.

Señor, no sé nada acerca del sentido especial de mi vida. Y tampoco quiero saberlo, quiero contentarme con lo que me envíes. Me basta saber que «In manibus tuis sunt sortes meae» (Sal 30, 16), «en tus manos está mi destino». Y si el camino por el cual tú me llevas es también a ratos una «via mirabilis», un camino asombroso y de maravillas, no quiero dudar que tú me llevas allá adonde me necesitas y donde yo sea de valor. Yo no sé qué me conviene, pero tú lo sabes. Yo no sé cuál es precisamente mi felicidad, pero tú lo sabes. Así, guíame. Yo no exijo ver y conocer, solamente te pido: Utilízame como tu instrumento según tus inescrutables designios. ¡Tú, sabiduría eterna!