LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
VII. «¡ENTRA DENTRO DE TI MISMO!»
El misterio pascual en la vida (II)
I. Volver al corazón
2. Interioridad, un valor en crisis
3. La interioridad en la Biblia
4. Vuelta a la interioridad
5. El eremita y su eremitorio
VII
«¡ENTRA DENTRO DE TI MISMO!»
El misterio pascual en la vida (II)
Una vez más partimos del texto de san Pablo donde se menciona
por primera vez la Pascua cristiana. Este texto, a pesar de su
brevedad, dice muchas cosas. Purificaos de la levadura vieja, para ser
masa nueva; pues sois ázimos. Porque nuestro cordero pascual,
Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja
levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de
pureza y verdad ( /1Co/05/07-08).
En este texto se habla, en realidad, de dos pascuas: una Pascua de
Cristo, que consiste en su inmolación, y una Pascua del cristiano que
consiste en pasar de lo viejo a lo nuevo, de la conupción del pecado a
la pureza de vida. La Pascua de Cristo ya está «hecha»; el verbo en
este caso está en pasado: «ha sido inmolado». Con relación a ésta,
tan sólo tenemos el deber de creer en ella y celebrarla. La Pascua del
cristiano, en cambio, está completamente «por hacer»; los verbos
están, en este caso, en imperativo: «purificaos», «celebremos».
En el ámbito cristiano, como podemos ver, encontramos de nuevo la
característica dialéctica entre Pascua de Dios y Pascua del hombre.
Esta distinción refleja, por otra parte, otras distinciones más notorias y
generales: las que existen entre kerigma y parénesis, fe y obras, gracia
y libertad, Cristo-don y Cristo-modelo. La Pascua de Dios,
personificada ahora por Cristo, es el objeto del kerigma; es don de
gracia que se acoge mediante la fe y es siempre eficaz por sí misma.
La Pascua del hombre es objeto de la parénesis; se realiza mediante
las obras y la imitación, postula la libertad, depende de las
disposiciones del sujeto. La Pascua aparece así como la concentración
de toda la historia de la salvación; en ella se reflejan las líneas y las
estructuras conductoras de la entera revelación bíblica y de toda la
existencia cristiana.
La tradición de la Iglesia ha comprendido y desarrollado esta tensión
entre las dos dimensiones de la revelación, distinguiendo dentro del
sentido espiritual de la Biblia dos componentes o sentidos
fundamentales: el sentido tipológico y el sentido tropológico. La
tipología (que san Pablo en Ga 4, 24 llama alegoría) se realiza cuando
se explica un «hecho» del Antiguo Testamento -ya sea una palabra o
una acción en referencia a otro «hecho» del Nuevo Testamento que
concierne a Cristo o a la Iglesia. La tropología, o sentido moral, se da
cuando se explica un «hecho», tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, en relación a algo que está «por hacerse». Más tarde,
cuando la teología comience a diferenciarse en distintos tratados
autónomos, el primer sentido -el tipológico o alegórico se hará objeto
de la teología dogmática, mientras que el segundo sentido -el moral- se
hará objeto de la teología moral y espiritual.
Esta doctrina patrística y medieval de los tres, o cuatro, niveles o
sentidos distintos de la Escritura, se ha visto a menudo con sospecha
y, en tiempos recientes, ha sido arrinconada; pero esta doctrina está
fundamentada, como muy pocas cosas lo están, en el Nuevo
Testamento. Rechazarla en bloque, o rechazar su misma legitimidad,
significa descalificar en bloque o definir como «pueril» la forma que los
apóstoles tenían de leer las Escrituras; y, antes que los apóstoles, la
forma en que el mismo Jesucristo practicaba dicha lectura. Pongamos
un sólo ejemplo que muestra cómo los tres niveles o sentidos de la
Escritura, recordados hasta aquí -literal, tipológico y moral- están
claramente presentes cuando san Pablo, en I Co 10, I ss., explica los
acontecimientos de la Pascua:
a) El sentido histórico o literal: «Nuestros padres estuvieron todos
bajo la nube y todos atravesaron el mar» (10, 1);
b) El sentido tipológico o alegórico: «Todos fueron bautizados por la
nube y el mar; todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos
bebieron la misma bebida espiritual; y la roca era Cristo» (10, 2-4). Los
hechos del Éxodo son contemplados como figuras (typoi) de Cristo y de
los sacramentos de la Iglesia, el bautismo y la eucaristía (cfr. 1 Co
12,13).
c) El sentido moral: «Estas cosas sucedieron en figura para
nosotros para que no codiciemos lo malo..., no nos hagamos
idólatras..., ni forniquemos..., ni murmuremos» (10, 6ss.).
Este modo de lectura lo encontramos aplicado también a realidades
concretas e instituciones en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, es
aplicado al templo. En sentido histórico, el templo indica el templo de
Salomón; en sentido tipológico o alegórico es Jesucristo, el nuevo
templo (cfr. Jn 2, 19); en sentido moral y personal es cualquier
creyente (cfr. 1 Co 3, 16). Así pues, no se puede rechazar en bloque,
en el principio y en las aplicaciones concretas, este método de lectura
de los padres de la Iglesia, sin descalificar con ello el modo de leer la
Biblia practicado en todo el Nuevo Testamento.
1. Volver al corazón
EPAD-PASCUAL: Dos características, o reglas, gobiernan la lectura
moral del Antiguo Testamento y de toda la Escritura: primera, lo que ha
tenido lugar una vez (semel), debe repetirse cada día (quotidie);
segunda, lo que ha tenido lugar para todos, de forma visible y material,
debe tener lugar en cada uno de forma interior y personal. Estas dos
reglas se pueden resumir en dos palabras: actualización e
interiorización. La exégesis reciente, llamada kerigmática o existencial,
ha alcanzado -por un camino distinto- esta misma conclusión cuando
insiste en el «para mí» y en el «aquí y ahora» (hic et nunc) de la
palabra de Dios.
Apliquemos ahora todo esto a la Pascua. ¿Cómo podemos concebir
esta Pascua «cotidiana», de carácter personal e interior? En el capítulo
precedente ya he ilustrado un aspecto de esta pascua moral, o Pascua
del hombre: ese que consiste en la purificación de la vieja levadura del
pecado. Quisiera ahora dar un paso más y mostrar cómo la
espiritualidad pascual no se limita a este primer contenido negativo que
es la fuga del pecado, sino que ilumina con su luz también a lo que
vendrá después en el camino hacia la santidad.
PAS/MUCHOS-PASOS: La tradición bíblica y patrística ha
interpretado la idea pascual de «paso» en distintos modos: como
«paso por encima» (hyperbasis), como «paso a través de» (diabasis),
como «paso hacia lo alto» (anabasis), como «paso fuera» (exodus),
como «paso adelante» (progressio) y, por último, en algún caso, como
«paso atrás» (reditus). La Pascua es un paso «por encima», cuando
indica que Dios pasa y preserva o protege; un paso «a través de»,
cuando indica que el pueblo pasa de Egipto a la tierra prometida, de la
esclavitud a la libertad; un paso «hacia lo alto», cuando el hombre
pasa de las cosas de aquí abajo a las cosas de allá arriba; un paso
«fuera», cuando el hombre pasa fuera del pecado o sale de la
esclavitud; un paso «adelante», cuando el hombre progresa en la
santidad y en el bien; y, finalmente, es un paso «atrás», cuando el
hombre pasa de lo viejo a la novedad del espíritu, cuando «vuelve» a
los origenes y entra de nuevo en el paraíso perdido.
Eran todas ellas distintas «modulaciones» de la idea de Pascua que
respondían a esquemas,y necesidades de su tiempo. Creo que hoy
debemos captar un matiz nuevo de este dinamismo pascual, una nueva
idea de paso: el «paso hacia dentro», la introversión o interiorización.
El paso de lo exterior a lo interior, de lo que está fuera a lo que está
dentro de nosotros. Del Egipto de la dispersión y disipación, a la tierra
prometida del corazón. Existe una Pascua esotérica, en el sentido más
positivo del término; es decir, una Pascua que se desarrolla dentro, en
lo secreto, o que tiende hacia el interior. Una Pascua, en definitiva,
centrípeta en lugar de centrífuga. Es ésta la Pascua que quisiera
ilustrar en este capitulo. A veces se celebran pascuas especiales en la
Iglesia: la Pascua del trabajador, del enfermo, del estudiante... Yo
quisiera señalar también la Pascua del hombre interior, del hombre
«oculto en el corazón», como lo llama la Escritura (cfr. I P 3, 4). En el
Deuteronomio encontramos esta prescripción acerca de la Pascua:
«No podrás sacrificar la Pascua en ninguna de las ciudades que Yahvé
tu Dios te da, sino sólo en el lugar elegido por Yahvé tu Dios para
morada de su nombre» (cfr. Dt 16, 5). ¿Cuál es este lugar elegido por
el Señor? En un tiempo, era el templo de Salomón, el templo histórico;
ahora, como hemos visto, es el templo espiritual o personal, que se
encuentra en el corazón del creyente. Nosotros somos santuario de
Dios vivo (2 Co 6, 16). Por lo tanto, es aquí donde, en definitiva, se
celebra la verdadera Pascua, sin la cual todas las demás son
ineficaces y quedan como no realizadas.
Nuestra cultura contemporánea ya no razona con el esquema: aquí
abajo-allá arriba, bajo-alto, tierra-cielo; sino más bien con el esquema
moderno de: objeto-sujeto, naturaleza-espíritu, que sería como decir, lo
que está fuera del hombre y lo que está dentro de él. En este sentido,
interiorizar la Pascua significa, al mismo tiempo, actualizarla; es decir,
hacerla significativa para nuestro tiempo y para el hombre de hoy.
También la Pascua, como todas las grandes realidades de la Biblia, es
una «estructura abierta»; esto es, capaz de captar nuevos retos y
nuevos contenidos. Como la Escritura «crece, al crecer aquellos que la
leen»1, así también la Pascua crece cuando crecen los que la
celebran.
H-INTERIOR/QUIEN-ES: ¿En qué consiste este «paso hacia
dentro»? Dejemos que nos lo explique ·Agustín-SAN que en esto,
como en muchas otras cosas, aparece como el primero de los hombres
modernos. En uno de sus sermones, comentando un versículo del
profeta Isaías que en la versión utilizada por él decía: «Volved,
prevaricadores, al corazón (redite, praevaricatores ad cor)» (/Is/46/08),
lanza a sus oyentes esta apasionada exhortación: «Volved al corazón.
¿Qué es eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista?
¿Qué es eso de ir por los caminos de la soledad y vida errante y
vagabunda? Volved al Señor. Vuelve primero a tu corazón; como en un
destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en
busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón y deja tu cuerpo...
Vuelve al corazón; mira allí qué es lo que tal vez sientes de Dios: allí
está la imagen de Dios. En el hombre interior habita Cristo, y en el
hombre interior serás renovado según la imagen de Dios» 2.
Si queremos una imagen plástica o un símbolo que nos ayude a
realizar esta conversión hacia el interior, nos la ofrece el Evangelio con
el episodio de Zaqueo. Zaqueo es el hombre que quiere conocer a
Jesús y, para ello, sale de su casa, se mete entre la gente, se sube a
un árbol... Lo busca fuera. Pero Jesús, al pasar, lo ve y le dice:
Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu
casa (/Lc/19/05). Jesús conduce de nuevo a Zaqueo a su casa y, allí,
en lo secreto, sin testigos, tiene lugar el milagro: entonces conoce
verdaderamente quién es Jesús y encuentra la salvación. Nosotros, a
menudo, nos parecemos a Zaqueo. Buscamos a Jesús y lo buscamos
fuera, por los caminos, entre la gente. Y es Jesús mismo quien nos
invita a entrar en nuestra casa, en nuestro mismo corazón, en donde él
desea encontrarse con nosotros.
2. Interioridad, un valor en crisis
INTA/CRISIS: Hay un motivo que justifica esta insistencia en la
Pascua del hombre interior; y es que la interioridad es un valor en
crisis. La «vida interior» que en un tiempo era casi sinónimo de vida
espiritual, tiende ahora a ser vista con una cierta sospecha. Hay
diccionarios de espiritualidad que omiten por completo las voces
«interioridad» o «recogimiento» y otros que sí las recogen, aunque no
sin expresar alguna reserva. Por ejemplo, se hace notar que, después
de todo, no existe ningún término bíblico que corresponda exactamente
a estas palabras; que podría haber habido, en este punto, un influjo
determinante de la filosofía platónica; que podría favorecer el
subjetivismo... Un síntoma revelador de este descenso del gusto y de la
estima por la interioridad es la suerte corrida por la Imitación de Cristo,
que es una especie de manual de introducción a la vida interior. De ser
el libro más querido después de la Biblia entre los cristianos, ha
pasado, en pocos decenios, a ser uno de los libros menos estimados y
menos leídos.
Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra
misma naturaleza. Nuestra «composición» es decir, el estar
constituidos de carne y de espíritu, hace que seamos como un plano
inclinado, pero inclinado hacia el exterior; hacia lo visible y lo múltiple.
Como el universo, después de la explosión inicial (el famoso Big-bang),
también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del
centro. No se cansa el ojo de ver ni el oído de oír, dice la Escritura
(/Qo/01/08). Estamos perennemente «en salida», a través de esas
cinco puertas o ventanas que constituyen nuestros sentidos. Otras
causas son, en cambio, más específicas o actuales. Una es la
manifestación de lo «social» que es, ciertamente, un valor positivo de
nuestros tiempos, pero que si no es equilibrado, puede acentuar la
proyección hacia el exterior y la despersonalización del hombre. En la
cultura secularizada y laica de nuestros tiempos, el papel que
desarrollaba la interioridad cristiana ha sido asumido por la psicología y
el psicoanálisis, que, no obstante, se quedan tan sólo en el
inconsciente del hombre y, por tanto, en su subjetividad; prescindiendo
de su vinculo íntimo con Dios.
En el campo eclesial, la afirmación -con el Concilio- de la idea de
una «Iglesia para el mundo», ha hecho, ciertamente, que el antiguo
ideal de la fuga del mundo, haya sido sustituido tal vez por el ideal de
la fuga hacia el mundo. El abandono de la interioridad y la proyección
hacia el exterior es un aspecto -y es uno de los más peligrosos- del
fenómeno del secularismo. Ha habido incluso un intento de justificar
teológicamente esta nueva orientación que ha tomado el nombre de
teología de la muerte de Dios, o de la ciudad secular. Dios -se dice-
nos ha dado ejemplo él mismo. Al encarnarse, se ha vaciado, ha salido
de sí mismo, de la interioridad trinitaria, se ha «mundanizado»; es
decir, se ha dispersado en lo profano. Se ha convertido en un Dios
«fuera de si».
Como siempre, a la crisis de un valor tradicional, se debe responder
en el cristianismo realizando una recapitulación; es decir, retomando
las cosas desde su origen para llevarlas a un nuevo cumplimiento. En
otras palabras, se trata de volver a partir de la palabra de Dios y, a su
luz, volver a encontrar, en la misma tradición, el elemento vital y
perenne, liberándolo de esos otros elementos de los que ha ido
revistiéndose a lo largo de los siglos. Es el método que el concilio
Vaticano II ha seguido en todos sus trabajos. Como sucede en la
naturaleza, que al llegar la primavera se poda el árbol de las ramas de
la estación anterior para hacer posible que el tronco vuelva a florecer,
así también hay que hacer en la vida de la Iglesia.
3. La interioridad en la Biblia
BI/INTERIORIDAD: ¿Qué encontramos en la Biblia sobre la
interioridad? Recojamos algunos de los datos más significativos.
Ya los profetas de Israel habían pugnado por desplazar el interés
del pueblo de las prácticas externas de culto y del ritualismo a la
interioridad de la relación con Dios. Este pueblo -leemos en Isaías- se
me acerca con la boca, y me glorifica con los labios, mientras su
corazón está lejos de mí y su culto a mí es precepto humano y rutina (Is
29, 13). El motivo es que el hombre mira las apariencias, pero Yahvé
mira el corazón (I S 16, 7). Desgarrad vuestro corazón y no vuestros
vestidos, se lee en otro profeta (Jl 2, 13).
Es el tipo de reforma religiosa que Jesús ha recogido y llevado a su
cumplimiento. Si uno examina todo lo realizado por Jesús y las palabras
pronunciadas por él, sin ningún tipo de preocupaciones dogmáticas,
desde el punto de vista de la historia de las religiones, se da cuenta en
seguida de un hecho importante: Jesús quiso renovar la religiosidad
judaica que -a menudo acababa embarrancando entre las dunas del
ritualismo y del legalismo- poniendo en el centro de ella una íntima
relación con Dios vivida realmente. Él no se cansa de referirse a ese
ámbito «secreto», el «corazón», donde se realiza el verdadero contacto
con Dios y con su voluntad viva de la que depende el valor de toda
acción (cfr. Mt 15, 10ss.).
La motivación profunda que Jesús tiene es que Dios es espíritu, y
los que le adoran, deben adorarle en espíritu y verdad (Jn 4, 24). Esta
frase tiene niveles de significados diversos, hasta el más profundo de
todos, en el que «espíritu y verdad» indica el Espíritu Santo y el Verbo;
es decir, Dios mismo y su realidad viva. Pero ciertamente entre estos
distintos niveles está también aquel en que «espíritu y verdad» indica
la interioridad del hombre, su conciencia: el templo espiritual, en
oposición a lugares externos, como eran entonces el templo de
Jerusalén y el monte Garizim. Del mismo modo que para entrar en
contacto con el mundo, que es materia, necesitamos pasar a través de
nuestro cuerpo, así también para entrar en contacto con Dios que es
espíritu necesitamos pasar a través de nuestro corazón y nuestra alma
que es espíritu.
Hay además otra razón que Jesús aduce a menudo. Lo que se hace
externamente está expuesto al peligro casi inevitable de la hipocresía.
La mirada de otras personas tiene el poder de desviar nuestra
intención, del mismo modo que ciertos campos magnéticos hacen que
se desvien las ondas. La acción pierde su autenticidad y su
recompensa. El parecer prevalece sobre el ser. Por esto Jesús invita a
que la limosna se haga de forma escondida, a orar al Padre «en lo
secreto» (cfr. /Mt/06/01-04). Es verdad que no hemos llegado todavía
a la idea de la interioridad secreta, o de la conciencia del hombre, pero
estamos, ciertamente, en esta línea. ·Ambrosio-san, por tanto, no se
ha equivocado del todo cuando, explicando el texto donde Jesús invita
a entrar en el propio aposento y a cerrar la puerta para orar al Padre,
comenta: «Pero, entiéndelo bien, no se trata de un aposento rodeado
de paredes, en el cual tu cuerpo se encuentra como encerrado, sino
más bien de aquella habitación que hay en tu mismo interior, en la cual
habitan tus pensamientos y moran tus deseos» 3.
La llamada a la interioridad encuentra finalmente su motivación
bíblica más profunda y objetiva en la doctrina de la inhabitación de
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo en el alma; doctrina desarrollada
tanto por Pablo como por Juan (/Jn14/17/23; /Rm/05/05; /Ga/04/06).
Sobre este trasfondo evangélico se coloca la idea del «hombre
interior» o del «hombre oculto en el corazón» que a veces
encontramos en el Nuevo Testamento (cfr. Rm 7, 22; 2 Co 4, 16; I P 3,
4).
¿Qué ha añadido a todo esto la filosofía griega, y especialmente la
filosofía de Platón? También Platón había difundido el programa de
una vida interior El filósofo invita a recogerse dentro de uno mismo, a
concentrarse, retirándose de la dispersión del mundo y del mismo
cuerpo 4. Su discípulo Plotino había recogido y desarrollado este
programa. En el tratado sobre «El Bien y el Uno», habla de un «entrar
silenciosamente en el aislamiento y en un estado que ya no conoce
sobresaltos» de un «entrar en el interior, en las más íntimas
profundidades de uno mismo» 5.
Pero ¿qué añadía todo esto de nuevo al mensaje evangélico? Nada
más que un medio expresivo útil para hacer más cercano dicho
mensaje bíblico a la cultura helenista del tiempo, caracterizada por una
distinción entre alma y cuerpo, mucho más marcada que en la doctrina
bíblica. Ha aportado también un enriquecimiento y una puntualización a
nivel de expresión y de símbolos. Los santos padres han continuado en
la línea del discurso de Pablo en Atenas: «Lo que habéis vislumbrado y
buscado casi a tientas, nosotros os lo anunciamos como ya realizado»
(cfr. Hch 17, 23). Pero es mucho más lo que los padres de la Iglesia
han aportado de nuevo a la doctrina platónica de la interioridad que lo
que han tomado de ella. La mayor novedad es ésta: entrando dentro
de sí mismo, el hombre encuentra a Dios, y no a un Dios genérico o
impersonal, sino el Dios que se ha revelado en Jesucristo. No
encuentra sólo su propio espíritu, sino el Espíritu Santo. «No quieras
derramarte fuera -exhorta san Agustín-; entra dentro de ti mismo,
porque en el hombre interior reside la verdad» 6 Pero ya hemos oído
quién es para él esta «verdad», en el texto citado arriba, donde decía:
«En el hombre interior habita Cristo» 7. Esto no proviene de Plotino,
sino de Pablo que había hablado del Cristo que habita por la fe en
nuestros corazones (cfr. /Ef/03/17).
INTA/SUBJETISMO: Para Plotino, entrar dentro de uno mismo es un
proceso de ascensión hacia la unidad. Asemeja al movimiento de los
radios que, yendo desde un extremo de la circunferencia hasta el
centro, poco a poco van uniéndose hasta converger. ¿Pero qué se
encuentra en el centro por esta vía? Un simple punto homogéneo con
el resto, es decir, el Uno. ¿Qué hay en cambio para Agustín cuando se
llega al centro, cuando se llega al corazón? No se trata de ningún
punto, ni tampoco de una unidad impersonal, sino que hay una
persona, un tú: Jesucristo. De la interioridad pagana a la interioridad
cristiana el salto es infinito. Esta última ha sido definida, justamente
como una «interioridad objetiva» El hombre, entrando en si, no se
encuentra sólo a sí mismo, a su yo, sino que encuentra al Otro por
excelencia que es Dios. La interioridad cristiana no es una forma de
subjetivismo, sino que es un remedio para el subjetivismo.
Ya he dicho que la Pascua es el paso desde fuera hacia dentro de
uno mismo. Ciertamente la Pascua verdadera y última no consiste en
entrar en uno mismo, sino en salir de uno mismo; no consiste en
hallarse sino en perderse, en renegar de uno mismo. Llegado al
término de su ltinerario del alma a Dios, san Buenaventura escribe:
«Tan sólo resta que nuestra mente vaya más allá no sólo de este
mundo visible, sino que se trascienda a sí misma; en cuyo tránsito
Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo» 3.
Sin embargo, es necesario entrar dentro de uno mismo para poder
trascenderse a sí mismo. El mismo san Buenaventura lo ilustra con el
ejemplo del templo de Salomón. Para entrar en el «Santo de los
Santos» era necesario atravesar el umbral exterior del templo y entrar
en el «Santo». Y solamente desde aquí -o sea, sólo desde el interior-
se podía acceder al Santo de los Santos, a la presencia de Dios9. Sólo
al final de este camino se celebra la verdadera Pascua moral o mística.
Ésta tiene lugar -dice san Buenaventura- cuando alguien «dirigiéndose
a Cristo suspendido en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con
devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, realiza
con él la Pascua, esto es, el paso, ya que sirviéndose del bastón de la
cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto,
donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el
sepulcro, como muerto en lo exterior»10.
Esto ya estaba contenido en el grito de san Agustín: «¡entra dentro
de ti mismo!», que, en efecto, proseguía así: «Y si hallares que tu
naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al
remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada
de razón. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se
enciende»11. Agustín había puesto en el mismo plano, con el fin de
descubrir a Dios, los dos movimientos que consisten en «el ascender
de los seres inferiores a los superiores o en el entrar de las cosas
exteriores en las interiores»12
Es necesario reconocer que, con el pasar del tiempo, en esta visión
clásica de la interioridad cristiana algo se había ensombrecido
contribuyendo a esa crisis de la que he hablado más arriba13. En
ciertas corrientes espirituales, como por ejemplo en algunos místicos
renanos, había ido ensombreciéndose el carácter objetivo de esta
interioridad. Ellos insisten en la vuelta al <<fondo del alma» a través de
lo que llaman «introversión». Pero no siempre aparece claramente si
este fondo del alma pertenece a la realidad de Dios o a la del propio
yo; o peor todavía, si se trata de ambas cosas a la vez fundidas de
manera panteísta. La interioridad objetiva se convierte, o enteramente
objetiva, cuando Dios sustituye al yo (panteísmo), o enteramente
subjetiva, cuando el yo sustituye a Dios (ateísmo).
INTA/PARAISO: En los últimos siglos, el aspecto del método había
terminado por prevalecer sobre el contenido de la interioridad cristiana,
reduciéndola alguna vez a una especie de técnica de concentración y
de meditación, más que al encuentro con Cristo vivo en el corazón; si
bien en ninguna época han faltado espléndidas realizaciones de la
interioridad cristiana. La beata Isabel de la Trinidad va en esta hnea de
la más pura interioridad objetiva, cuando escribe: «He encontrado el
paraíso en la tierra, porque el paraíso es Dios y Dios está en mi
corazón»14.
4. Vuelta a la interioridad
EVASION/INTERIORIDAD: Pero no nos detengamos más en el pasado y volvamos al presente. ¿Por qué es urgente hoy
volver a hablar de interioridad y, aún más, redescubrir el gusto por ella? Vivimos en una civilización enteramente proyectada hacia el
exterior, hacia fuera. El hombre es capaz de lanzar sus vehículos espaciales hasta los mismos límites del sistema solar, pero la mayoría
de las veces ignora lo que hay dentro de su corazón. Evadirse, es decir, salir fuera, es una especie de consigna. Existe incluso una
literatura de evasión, espectáculos de evasión... La evasión está, por decirlo de algún modo, institucionalizada. Y por el contrario, palabras
como introversión, que indican una conversión a la interioridad, han adquirido un sentido tendenciosamente negativo. El introvertido es
visto como alguien replegado sobre sí mismo. El silencio da miedo. No se consigue vivir, trabajar, estudiar si no se hace escuchando música o
voces alrededor. Hay una especie de horror vacui, de miedo al vacío que empuja a distraerse. «¡Nunca solos!», ésta parece ser la consigna.
Tuve ocasión de poner los pies en una vez en una discoteca, invitado a
hablar a los jóvenes allí reunidos. Esto me bastó para hacerme una
idea del ambiente que reina en estos lugares: la orgía del bullicio, la
droga del ruido ensordecedor. Se han realizado encuestas entre los
jóvenes a la salida de una discoteca, preguntándoles: «¿Por qué os
reunís en este lugar?», y algunos responden: «¡Para no pensar!» Pero
¿a qué tipo de manipulaciones no estarán expuestos todos esos
jóvenes que incluso han renunciado ya a pensar? «Que se aumente el
trabajo de estos hombres para que estén ocupados en él y no den
oídos a las palabras de Moisés», fue la orden del faraón de Egipto (cfr.
/Ex/05/09). La orden tácita, pero no menos perentoria, de los faraones
modernos es: «Que se aumente el ruido de estos jóvenes hasta
hacerles ensordecer, de modo que no piensen ni hagan opciones
libres, sino que sigan la moda que nos favorece a nosotros, compren lo
que decimos nosotros y piensen como queremos nosotros». Para un
sector muy influyente de nuestra sociedad, el sector del espectáculo y
de la publicidad, los individuos cuentan sólo en cuanto meros
«espectadores», simples números que hacen subir la audiencia de los
programas.
Es necesario oponerse con un decidido «¡no!» a este vaciamiento.
Los jóvenes son también los seres más generosos y dispuestos a
rebelarse ante la esclavitud y, efectivamente, existe una gran cantidad
de jóvenes que reaccionan ante este asalto y, en vez de huir, buscan
lugares y tiempos de silencio y de contemplación para reencontrarse
consigo mismos cada cierto tiempo y, de este modo, reencontrarse
también con Dios. Jóvenes que han descubierto la diferencia que hay
entre ser meros «espectadores» y, por el contrario, ser contemplativos.
Éstos han superado, para atrás, la «barrera del sonido», ese terrible
muro que hay entre uno mismo y Dios.
La interioridad es el camino a una vida auténtica. Se habla mucho
hoy de autenticidad y se hace de ésta el criterio de éxito o no en la
vida. Pero ¿dónde está para el cristiano la autenticidad? ¿Cuándo un
joven es verdaderamente él mismo? Sólo cuando tiene como medida a
Dios. «Un vaquero -si es que esto no es una imposibilidad- que no
fuese más que un yo delante de sus vacas, sería indudablemente un
yo muy inferior; y la cosa tampoco cambiaría mucho aunque se tratara
de un monarca que sólo fuese un yo frente a todos sus esclavos.
Tanto el vaquero como el monarca absoluto carecerían en realidad de
un yo, pues en ambos casos faltaba la auténtica medida... Pero, ¡qué
rango infinito no adquiere el yo cuando Dios se convierte en medida
suya!»15. «En el mundo también se habla muchísimo -escribe el
filósofo apenas citado- de las vidas desperdiciadas. Sin embargo, no
hay más que una vida desperdiciada, la del hombre que nunca cayó en
la cuenta ni sintió profundamente la impresión del hecho de la
existencia de Dios y que él, él mismo, su propio yo existía delante de
este Dios»16. Verdaderamente, es en nuestra soledad donde estamos
menos solos.
A la luz de estas palabras, quisiera decirles a muchos jóvenes:
Jóvenes, no os contentéis con ser sólo «vaqueros», aspirad a
convertiros en eso tan maravilloso que supone ser «un yo que existe
delante de Dios». El Evangelio nos narra la historia de un joven
«vaquero» que un día tuvo el valor de cambiar. Había huido de la casa
paterna y había malgastado todos sus bienes y su juventud, viviendo
como un libertino. Pero un día recapacitó «entrando en sí mismo».
Pasó revista a su vida, preparó el discurso que tenía que decir y se
puso en camino hacia la casa paterna (cfr. /Lc/15/17). Su conversión
se realizó en este momento, antes de moverse, mientras estaba solo
en medio de una piara de puercos. Se realizó en ese momento en que
el texto dice: «entrando en sí mismo». A continuación no hizo más que
ejecutar lo que había estado deliberando. La conversión exterior fue
precedida de la conversión interior y recibió de ésta todo su valor.
¡Cuánta fecundidad en aquél «entrando en sí mismo»! No sé si
también san Agustín estaría pensando en estas palabras cuando
lanzaba aquella invitación: «Entra dentro de ti mismo», pero
ciertamente el hijo pródigo había puesto en práctica aquel grito antes
de que el santo teorizase sobre él.
DISIPACION/ENFERMEDAD: No sólo son los jóvenes quienes están
envueltos en esta oleada de exterioridad. Lo están también las
personas más comprometidas y activas en la Iglesia. También los
religiosos. Disipación es el nombre de esta enfermedad mortal que nos
acecha a todos. De este modo, se acaba siendo como un vestido
vuelto del revés, con el alma expuesta a los cuatro vientos. En un
discurso pronunciado a los superiores de una orden religiosa
contemplativa, dijo Pablo VI: «Vivimos en un mundo que parece
envuelto en una fiebre que es capaz de infiltrarse hasta dentro del
santuario y en nuestra soledad. El ruido y el estruendo lo invaden casi
todo. Los hombres ya no son capaces de alcanzar el recogimiento.
Sumidos en miles de distracciones, dispersan sus energías entre esas
distintas formas de la cultura moderna. Periódicos, revistas, libros, ...
invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es
más difícil que en otros tiempos encontrar una ocasión propicia para
aquel recogimiento en donde el alma logra estar plenamente ocupada
en Dios».
Nadie más que nosotros tiene necesidad de hacer esa Pascua de la
que estamos hablando y que consiste en una conversión hacia el
interior. La antítesis exacta de esta Pascua se llama, precisamente, la
disipación o la evasión; es decir, el desbordarse hacia el exterior.
Santa Teresa de Ávila escribió una obra titulada El castillo interior, que
es uno de los frutos más maduros de la doctrina cristiana de la
interioridad. Pero, por desgracia, existe también un «castillo exterior» y
hoy podemos constatar que es posible estar encerrados también en
este castillo. Encerrados fuera de casa, incapaces de volver a entrar
en ella. ¡Prisioneros de la exterioridad! San Agustín describe de este
modo su vida antes de la conversión: «Tú estabas dentro de mí y yo
afuera, y asÍ por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba
sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas
yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no existirían»17. Cuántos deberían repetir esta
amarga confesión: ¡Tú estabas dentro de mí y yo afuera!
SOLEDAD/MIEDO SILENCIO/INTERIORIDAD: Hay algunos que
sueñan con la soledad, pero tan sólo la sueñan. La aman, con tal de
que se quede en el sueño y nunca se haga realidad. En la realidad,
huyen de ella, le tienen miedo. La desaparición del silencio es un
síntoma grave. Han desaparecido casi por completo aquellos típicos
carteles que se veían en los pasillos de los conventos y casas de
religiosos y que, en latín, imponían: Silentium! Estoy convencido de
que a muchos ambientes religiosos les incumbe el dilema: ¡O el
silencio, o la muerte! O se es capaz de encontrar un clima y tiempos de
silencio y de interioridad, o se llega al vacío espiritual progresivo y
total. Jesús llama infierno a «las tinieblas exteriores» (cfr. Mt 8, 12) y
esta designación es altamente significativa.
No hay que dejarse engañar por la objeción habitual: pero a Dios se
le encuentra fuera, en los hermanos, en los pobres, en la lucha por la
justicia; se le encuentra en la eucaristía, que está fuera de nosotros,
en la palabra de Dios... Todo esto es verdad. Pero ¿dónde
«encuentras» de verdad al hermano y al pobre, si no es en tu corazón?
Si lo encuentras tan sólo fuera, no es un yo, no es una persona, sino
una cosa; más que encontrarle, chocas con él. ¿Dónde encuentras al
Jesús de la eucaristía sino en la fe, es decir, dentro de ti? Un
verdadero encuentro entre personas no puede tener lugar más que
entre dos conciencias, dos libertades; o sea, tan sólo puede tener
lugar entre dos interioridades.
Se objeta también que, según la psicología moderna, existen dos
categorías de personas, dos tipos humanos distintos: el introvertido y
el extrovertido. El primero encuentra a Dios dentro de sí, el segundo
fuera, en el cosmos o en los demás. Sin duda existe esta diferenciación
y nosotros mismos podemos constatarlo en la experiencia cotidiana.
Pero dicha diversidad no puede ser aplicada tan mecánicamente a la
esfera espiritual. Cuando se trata de Dios, salta a la vista una
consecuencia muy particular: ¡Dios es Espíritu! ¿Cómo, pues, lo
encontrarás fuera, en el cosmos, si no es entrando dentro de ti,
abriendo los ojos interiores de la fe? También contemplando el cosmos
y saliendo al encuentro de los demás debe existir -si bien en una
medida y de una forma distinta en un caso y en otro- un hábito hacia la
interioridad. De lo contrario, ya no es posible ver a Dios fuera, en el
cosmos y en las criaturas hermosas. Podemos lanzarnos sobre las
criaturas y ser llevados por ellas lejos de Dios, como nos acaba de
recordar san Agustín. Uno puede ser un tipo introvertido y encontrar
dificultad en las relaciones con los demás y en el ir hacia el prójimo,
pero no por esto está exento de actuar, de cumplir con sus deberes
externos. Lo mismo vale para el extrovertido en relación con la
interioridad.
Por otra parte, es totalmente equivocado pensar que la insistencia
en la interioridad pueda dañar al compromiso activo por el reino y por
la justicia; en otras palabras, es falso creer que si se afirma el primado
de la intención pueda perjudicar a la acción. Interioridad no se opone a
acción, sino a un cierto modo de realizar la acción. Lejos de disminuir la
importancia del obrar por Dios, la interioridad la fundamenta y la
garantiza.
Frecuentemente, cuando se pone en crisis un valor espiritual o de
fe, queda en pie su simulacro que es el equivalente secular de ese
mismo valor. El equivalente secular, o natural, de la interioridad se
llama hoy, en psicología, introspección y, en otros campos,
concentración. Los atletas y todos aquellos que se preparan para
cualquier empresa que requiera todas sus energías, conocen la
importancia de la concentración. Todos tenemos presentes esas
imágenes de los atletas concentrados en sí mismos, dispuestos a
lanzarse hacia la línea de meta, como si debieran ponerse en contacto
con una misteriosa fuente de energía que está dentro de ellos. Lo
mismo hace también el artista, el director de orquesta, etc. No hay
nada tan perjudicial, para un atleta o para un artista, como el estar
«desconcentrado» y es precisamente a ello a lo que se atribuye de
buen grado un eventual fracaso. Pero esto es tan sólo una pálida idea
de lo que tiene lugar en el campo del espíritu, de la importancia de la
contemplación y del recogimiento, de donde debe brotar la acción.
Si queremos, pues, imitar lo que Dios ha hecho, imitémosle de
verdad, hasta el final. Es verdad que él se vació, que salió de si mismo,
de la interioridad trinitaria para venir al mundo. Pero sabemos cómo
esto ha tenido lugar. «Lo que era, permaneció; lo que no era, fue
asumido», dice un antigua máxima a propósito de la encarnación. El
Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando
desde el trono celestial, sin abandonar la gloria que tiene junto al
Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas; «conservando
la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de
nuestra esencia humana»18. También nosotros vamos hacia el mundo,
pero sin llegar a salir nunca del todo de nosotros mismos. «El hombre
interior -dice la Imitación de Cristo- se concentra espontáneamente en
sí mismo porque nunca se dispersa del todo en las realidades
exteriores. La actividad exterior y las necesarias ocupaciones, no
suponen para él daño alguno, pues sabe adaptarse a las
circunstancias»19.
5. El eremita y su eremitorio
Pero tratemos también de ver cómo hacer, concretamente, para
reencontrar y conservar el hábito de la interioridad. Moisés era un
hombre muy activo, pero se dice que se había hecho construir una
tienda portátil, y en cada etapa del éxodo fijaba su tienda fuera del
campamento y regularmente entraba en ella para consultar al Señor.
Allí el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como habla un hombre
con su amigo» (Ex 33, 11).
Pero esto tampoco se puede hacer siempre. No siempre podemos
retirarnos a una capilla o a un lugar solitario para entrar de nuevo en
contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello otra
estratagema más a mano. Al enviar a sus frailes por los caminos del
mundo, les decía: «El hermano cuerpo es la ermita y el alma es el
eremita que habita en ella para poder orar a Dios y meditar»20,
Francisco recoge así, de un modo muy particular la antigua y
tradicional idea de la celda interior que cada uno lleva consigo, aunque
vaya de camino y a la que siempre es posible retirarse con el
pensamiento, para reanudar un contacto vivo con la Verdad que habita
en nosotros.
M/INTERIORIDAD: María es la imagen plástica de la interioridad
cristiana. Ella, que durante nueve meses llevó en su seno -también
físicamente- al Verbo de Dios; ella que lo «concibió primero en su
corazón antes que en el cuerpo», es el icono mismo del alma
introvertida; es decir, literalmente, vuelta hacia dentro, atraída hacia
dentro. De ella se dice que meditaba todas las cosas en su corazón
(cfr. /Lc/02/19). Las interiorizaba, las vivía dentro. Cuánta necesidad
tiene la Iglesia de reflejarse en este modelo! Nunca como en este caso
habría que tomarse tan en serio la doctrina del Vaticano II, según la
cual Marta es «figura de la Iglesia»: lo que se ve en ella debería verse
también en la Iglesia.
A ella le suplicamos que le pida al Padre por nosotros para que
realicemos esta Pascua nueva que consiste en pasar de la exterioridad
a la interioridad, del ruido al silencio, de la disipación al recogimiento,
de la dispersión a la unidad, del mundo a Dios.
RANIERO
CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
EDICEP. VALENCIA 1997
........................
1. SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 20, 1: PL 76,135.
2. SAN AGUSTIN, In loh. Ev. 18, 10; CCL36,186.
3. SAN AMBROSIO, De Caín et Abel, 1, 9: CSEL 32, 1, 372.
4. Ctr. PLATÓN, Fedón. 67 c; 83 a.
5. PLOTINO, Enéadas, IX. 9, 9.
6. SAN AGUSTIN, De vera relig. 39, 72. CCL 32. 234.
7. SAN AGUSTIN. In Ioh. Ev. 18, 10.
8. SAN BUENAVENTURA, Itin. Vll, l.
9. Ibid. III, 1I; V, 1.
10. Ibid., VII 2.
11. SAN AGUSTIN, De vera relig. 39, 72; CCL 32, 234.
12. SAN AGUSTiN, De Trinitate XIV. 3, 5; CCL 50A, 426.
13 Cfr. Dictionnaire de Spiritualité 7,1970, col. 1889-1918.
14. BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD, Carta 107 a Mme. De Sourdon
15. S. KIERKEGAARD, La enfermedad mortal, II, Sarpe, Madrid 1984, 121-122.
16. ibid., 54-55.
17. SAN AGUSTIN, Confesiones, X, 27.
18. Cfr. SAN LEÓN MAGNO, Ep. ad Flavianum, 3; PL 54, 763.
19. II, 1.
20. Leg. Perug. 80; FF 1636.