La Eucaristía Sacramento.

 

1. La Comunión "Extra Misma."

La Comunión a los Moribundos. La Comunión a Domicilio. La Comunión de los Niños. La Frecuencia de la Comunión. El Ayuno Eucarístico. Los Elementos Eucarísticos.

2. El Culto al Santísimo Sacramento.

Las Primeras Manifestaciones del Culto "Extra Misma."

3. La misa ambrosiana.

Las Fuentes. Las Procesiones Estacionales. La Misa de los Catecúmenos. La Misa de los Fieles. El Canon.

 

Hemos estudiado hasta aquí la eucaristía en su aspecio sacrifical, la misa. Pero Cristo, que constituye la Víctima augusta, ha querido asociar al hombre a su sacrificio, dándole en alimento, bajo las especies (signa) del pan y del vino, su carne inmaculada y su sangre derramada, a fin de que, incorporándose a El, reciba una fuerza divina y ponga en sí mismo los gérmenes de la inmortalidad.

Desde este punto de vista, la eucaristía es un sacramento cuya divina eficacia no queda estrictamente limitada a la duración de la misa, sino que se mantiene íntegra también para aquellos que la reciben fuera de la acción sacrifical.

Nos queda, por tanto, por estudiar la historia de la liturgia eucarística extra missam, la cual abraza dos secciones distintas:

 

1) La comunión "extra missam," considerada en cada uno de sus aspectos:

a) La comunión a los moribundos.

b) La comunión a domicilio.

c) La comunión a los niños.

d) La frecuencia de lo comunión.

e) La comunión ordinaria "extra missam."

f) El ayuno eucarístico.

g) Los elementos eucarísticos.

 

2) El cufio al Santísimo Sacramento; tratando de los siguientes puntos:

a) Los comienzos del culto al Santísimo Sacramento "extra missam."

b) La contemplación de la hostia.

c) La exposición del Santísimo Sacramento.

d) Las procesiones eucarísticas.

e) La bendición con el Santísimo Sacramento.

 

 

1. La Comunión "Extra Misma."

 

La Comunión a los Moribundos.

Los primeros ejemplos de una comunión extra missam se refieren a casos de necesidad, enfermos y moribundos. La Iglesia prodigó siempre a éstos una solícita asistencia no sólo en sus necesidades materiales, como había recomendado él divino Maestro, sino más aún en las del alma, para prepararlos oportunamente al juicio de Dios.

En cuanto a los enfermos, el testimonio más antiguo se encuentra en San Justino (+ 165). Este, después de describir el orden de la sinaxis eucarística dominical, refiere que el pan y el vino consagrados se distribuyen a todos les presentes, y a los ausentes se les lleva por medio de los diáconos.

¿Quiénes eran los ausentes? Sin duda alguna, en primer lugar, los enfermos, los cuales tenían una razón legítima de su ausencia, y entre éstos, sobre todo, aquellos que se encontraban en peligro de muerte. No se puede poner en duda que la práctica de la comunión a los moribundos se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia, aunque no se posean positivos testimonios de antes del siglo III. Aunque en algún rincón apartado, como en España, en el concilio de Elvira, el antiguo ideal de austera vida cristiana no rechazase el recurrir para ciertos pecadores a las penas más severas, entre las cuales se hallaba la exclusión de la comunión aun en peligro de muerte, nec in finem dandam esse communionem, sin embargo, la Iglesia en el concilio ecuménico de Nicea (325) reconoció oficialmente que al fiel, aun culpable de delitos gravísimos, que próximo a morir hubiese pedido la reconciliación, debía concedérsele la eucaristía. El canon 13, que sanciona este criterio fundamental, recurre a una ley o, para decir mejor, a una tradición "antigua y canónica" observada en la Iglesia.

Esta, en efecto, encuentra confirmación en algunos episodios, por desgracia escasos, pero significativos. Unos tratan de la solicitud de los obispos en hacer llegar la eucaristía a las cárceles, donde los confesores designados para el martirio esperaban la hora del sacrificio. A esto aluden veladamente las actas de las Santas Perpetua y Felicidad (c. a. 203), y más claramente las de los Santos Montano, Lucio y compañeros, mártires en Cartago en el 259, donde se narra cómo el sacerdote Luciano llegó a la prisión, superando barreras que parecían inaccesibles por el rigor de la guardia, acompañado del subdiácono Hereniano y por Jenaro, catecúmeno, los cuales llevaban a los mártires el alimento indeficiente, alimentum indeficiens ómnibus administraüit.

Otros episodios se refieren a moribundos normales. Es característico el de Serapión, conservado en una carta de Dionisio de Alel endría (+ 264). Serapión, que había caído vencido por la persecución, había sido privado de la comunión y se le había impuesto la penitencia. Pero, habiendo caído enfermo y próximo a morir, mandó a un niño a la iglesia a pedir, con la reconciliación, la eucaristía. El sacerdote, no pudiendo llevarla personalmente, la confió al niño, recomendándole que antes hiciese reblandecer en el agua la partícula consagrada a fin de que el pobre viejo pudiese más fácilmente tragarla. El niño puso en práctica la orden exactamente, y Serapión, apenas recibida en la boca la comunión y tragada, murió.

De la narración de Dionisio no se deduce si se le dio el viático a Serapión intencionadamente cuando estaba para morir; el contexto parece más bien excluirlo. Es incontrastable, sin embargo, el hecho de que durante los siglos IV y V, si no antes, a los moribundos, en el momento supremo, se les repartía la eucaristía para que el alma, bien provista, bonum viaticum ferens, se preparase al viaje de la eternidad. Geroncio (+ 485) en la vida de Santa Melania lo afirma explícitamente para Roma: Consuetudo est Remanís, ut cum animae egrediuntur, communio Domini in ore sit; pero la misma costumbre se encuentra también en Milán, en Constantinopla, en Jerusalén y en Cesárea. Paulino, biógrafo de San Ambrosio (+ 396), narra que el santo Obispo, próximo a morir, recibió de manos de San Honorato de Vercelli el cuerpo del Señor, recibido el cual y tragado, expiró, llevando consigo un viático excelente. Leemos de San Basilio que en el día de su muerte fue confortado tres veces con la sagrada comunión, de modo que cum Eucharistia adhuc ore reddidit spiriium Domino. El piadoso deseo de que el fiel expirase con la eucaristía en la boca confirma lo referido, atestiguado también por otras fuentes, esto es, el repetir más de una vez la comunión poco antes de expirar. Pero como generalmente es difícil prever el momento preciso de la muerte, a veces los presentes la podían varias veces creer inminente y apresurarse a dar la comunión a los moribundos, siendo así que muchas veces mejoraba después. Gercncio refiere que se hizo así con ocasión de la muerte de Volusiano, ex prefecto de Roma, que tuvo lugar en Constantinopla (437); en la de Melania, sobrina de su santa homónima, y en la de esta ultima, muerta en Jerusalén el 31 de diciembre del 439. Aquel día había comulgado ella por primera vez muy de mañana, cuando Geroncio, su capellán, en una habitación vecina ofreció por ella el santo sacrificio. Más tarde volvió a recibirla de manos del obispo Juvenal, que había ido a visitarla; el cual, hacia la hora de nona, le dio la comunión por tercera vez cuando ya agonizaba, pero con capacidad todavía de responder Amen a sus oraciones y de besarle la mano.

No sabemos hasta cuándo se conservó esta costumbre. A principios del siglo VI aparecen aún en una famosa colección canónica, los llamados Statuta Ecclesiae antiqua, donde en el canon 20, tratando del caso de un enfermo que, habiendo pedido hacía tiempo la penitencia, había perdido después los sentidos, se dispone que el sacerdote, antes de morir, "lo reconcilie con la imposición de las manos y le ponga la eucaristía en la boca."

Por lo demás, prescindiendo de esta especial costumbre referida, la Iglesia quiso siempre que los sacerdotes se conformasen en la práctica pastoral al principio sancionado por los Padres nicenos, y en 416 lo manifestó autorizadamente por medio del papa Inocencio I en la fórmula Nemo de saeculo absque communione discedat. En esta ley estaban comprendidos todos los bautizados en comunión con la Iglesia, aun los niños de tierna edad. Un capitular de los reyes francos (s. VIII) los nombra expresamente. A su vez, los fieles tienen el mismo deber de pedir la eucaristía a los pastores propios. El ritual romano prescribe en efecto que los fieles, encontrándose en peligro de muerte, de cualquiera parte que venga éste, están obligados a recibir la sagrada comunión.

La recomendación de la Iglesia fue calurosamente aceptada por las almas cristianas, deseosas de su eterna salvación. El episodio de Serapión es una prueba.

 

¿Se llevaba la comunión a los enfermos bajo las dos especies o solamente bajo la del pan? El texto referido de San Justino no aclara nada: iis, qui absttnt, per diáconos mittuntur; pero, dados los fáciles inconvenientes que presenta un traslado de líquido, creemos que se llevaría solamente una partícula de pan consagrado. Así se hacía en Alejandría, y la práctica de los tiempos más antiguos debió ser siempre ésta en todas partes. El fermentum y la reserva eucarística que durante mucho tiempo pudo cada uno conservar en el sagrario doméstico se conservaban solamente, según hoy nos consta, en una sola especie: el pan consagrado. Generalmente, los Padres griegos usan para esta eucaristía el término iχέρις, que se refiere siempre a materias sσlidas, pero no podemos negar el que en muchos casos se llevase al enfermo también vino consagrado. Sofronio en la vida de Santa María Egipcíaca narra que, cuando San Zósimo descubrió en el desierto a la piadosa penitente, le dio en comunión un trozo de pan y una parte de vino consagrado por él el Jueves Santo. San Juan Crisóstomo, contando al papa Inocencio I en el 404 la invasión de su iglesia como consecuencia de las intrigas de Teófilo de Antioquía, dice que los soldados penetraron en el sagrario y derramaron la sangre de Jesucristo. Es probable suponer que el vino consagrado se guardaba para servir a los enfermos en caso de necesidad.

Esta fácil presunción encuentra amplia confirmación en las biografías que nos han llegado de personajes religiosos de la alta Edad Media, la mayor parte de los cuales, narrando la muerte, aluden al viático recibido por ellos bajo ambas especies. He aquí algunos ejemplos:

 

La Comunión a Domicilio.

En los primeros tres siglos de!a Iglesia, durante los cuales los peligros de la lucha contra el paganismo ponían de improviso a los fieles ante la persecución y la muerte, la Iglesia sintió el deber de fortalecer permanentemente la natural debilidad con la fuerza divina de la eucaristía, de modo que en cualquier momento, principalmente en la imposibilidad de dirigirse al sacerdote, pudiesen recibir la comunión. Ya en el siglo II constatamos la costumbre de llevar cada uno a su propio domicilio el pan consagrado y de guardarlo consigo. Tertuliano, que nos proporciona el primer testimonio seguro, habla de ella como de una práctica ya consuetudinaria. Exponiendo a la esposa cristiana los peligros de casarse con un pagano, recalca la dificultad de guardar en casa las sagradas especies y de substraerlas a graves profanaciones: "¿Podrá, por tanto, tu marido ignorar lo que tú secretamente buscarás antes de cualquier otro alimento? Y si sabe que es pan, ¿sospechará que sea aquel del cual corren infames calumnias? Y si ignorase tales calumnias, ¿cómo podrá soportar esto, adaptarse a tu modo de obrar sin quelas, y no entrar en sospecha de que, bajo la figura del pan, ocultas tú algún veneno?"

También en Roma encontramos testimonio de una costumbre parecida. San Hipólito en su Traditio advierte que hay que estar en guardia "para que ningún infiel busque la eucaristía, o los ratones o algún otro animal la estropeen, o caiga en tierra y se disperse aunque sea un solo fragmento." Evidentemente, tal recomendación no podía dirigirse más que a los laicos.

Estos la recibían en la iglesia, en una o varias porciones, y, envuelta en un blanco lino (dominicale), la encerraban en un cofrecito a propósito (arca, árcala), que después colocaban en casa en un lugar seguro, rodeándolo del más profundo respeto. Los romanos, como todos los orientales, tenían de ordinario en sus propias habitaciones un sagrario (sacra gentilicia), que podía adaptarse maravillosamente. San Cipriano refiere el caso prodigioso ocurrido a una mujer infiel, la cual en el sagrario cum arcam suam, in qua Domini sanctum fuit, manibus immundis temptasset aperire, igne inde surgente deterrita est, ne auderet attingere. San Zenón de Verona (+ c. 380), al des-aconsejar a la joven cristiana el casarse con un pagano, le anticipa la posibilidad de que el marido en un ímpetu de cólera, precipitándose sobre ella, llegue al punto de arrojarle a la cara la píxide (sacrificiumj que contiene su eucaristía.

La eucaristía se tenía en casa como tutela, quizá también como medicina, pero sobre todo se tenía para la comunión.

San Basilio (+ 379) en el 372, en una carta a Cesárea, da a este propósito algunos interesantes consejos, sacados de las costumbres egipcias, dejando comprender, sin embargo, que en Capadocia, donde escribía, o no se había introducido nunca el uso o no existía ya. "Todos los solitarios que viven en el desierto, faltando los sacerdotes, tienen siempre consigo la eucaristía y se comulgan cada uno con sus propias manos. Por lo demás, en la ciudad de Alejandría y en las otras regiones de Egipto, los fieles ordinariamente guardan en casa la comunión. ¿Podemos quizá dudar que cuanto toman por sí mismos con sus propias manos no sea la misma cosa que han recibido en la iglesia de manos del sacerdote? Nosotros vemos, en efecto, que éste, después de haber puesto sobre las manos del fiel el pan consagrado, le del a el cuidado de comerlo llevándoselo a la boca. Lo mismo debe decirse en cuanto a recibir de las manos del sacerdote al mismo tiempo varias porciones de la eucaristía o recibir una sola."

En Constantinopla, en cambio, el uso de la reserva eucarística en casa era todavía normal en tiempo de San Juan Crisóstomo (+ 407), el cual alude a esto expresamente en una homilía: "No solamente vosotros lo veis (el cuerpo de Cristo), sino que lo tocáis, lo coméis y lo lleváis a vuestras casas"

Se deduce de todo esto que la eucaristía se entregaba al fiel en cantidad variable, y él debía en casa repartírsela en cantidad tal según el tiempo en que no le era posible marchar a la iglesia. Leemos a este propósito de Doroteo, obispo de Tesalónica, que en el 519, temiendo que por una inminente persecución sus fieles pudiesen quedar privados de la eucaristía, hizo entregarles canastos llenos del sagrado pan.

La facultad de la autocomunión fue muy reducida en Oriente por el concilio II Trullano (592), el cual prohibió a los laicos el usarla, siempre que pudiesen encontrar disponible un sacerdote o un diácono para distribuirla. Esto debía valer también para los monasterios, donde, en defecto del ministro sagrado, correspondía a las superioras, consideradas como diaconisas, distribuir a las propias hermanas la eucaristía. Con todo esto, la práctica de la eucaristía doméstica se conservó mucho tiempo en la Iglesia bizantina. Mosco (+ 620), en las fantásticas narraciones de su Pratum Spirituale, la recuerda varias veces como una costumbre siempre vigente; y lo era todavía en el siglo VII! en plena lucha iconoclasta, tanto entre los monjes como entre los laicos. En Occidente debía reinar en los siglos IV-V una disciplina análoga, no menos difundida. Los Padres de aquel tiempo hablan muy rara vez de esto. San Ambrosio en la narración del naufragio del hermano Sátiro, todavía catecúmeno, dice que se salvó colgándose al cuello, cerrada en un pañuelo, la eucaristía. San Agustín refiere una curación milagrosa que supone la práctica de la eucaristía doméstica. La madre de un cierto Acacio de Fusala (norte de África), nacido ciego, despreciando los remedios propuestos por el médico, quiso un día aplicarle sobre les ojos, como colirio, la eucaristía, y le fue devuelta la vista. San Jerónimo reprende a algunos que juzgaban lícito usar con menos respeto y devoción la eucaristía en casa que cuando la usaban en la iglesia: An alius in publico, alius in domo Christus epsí — dice él —; quod in ecclesia non licet, nec domi licet.

Tenemos también noticia, alrededor de esta época, de dos concilios españoles (Zaragoza, 380; Toledo, 400), en los cuales se sancionaba con la excomunión a aquellos que no hubiesen consumido la eucaristía en la iglesia; pero la pena iba dirigida contra los priscilianistas, los cuales, por prejuicios de secta, refutaban comer en seguida el pan consagrado recibido del sacerdote.

De todos modos, la práctica de la comunión a domicilio en Occidente comenzó a decaer en seguida al final del siglo V.

 

La Comunión de los Niños.

No sabemos si la Iglesia antigua dio a aquellas palabras de Cristo: Nisi manducaveritis carnem Filii hominis et biberitis eius sanguinem, non habebitis vitam in vobis, el valor absoluto que les reconocieron San Agustín y muchos Padres de los siglos IV y V. De todos modos, es muy probable que la preocupación por asegurar también a los niños su eterna salvación empujó en seguida a regenerarlos con la gracia del bautismo y a hacerlos participar, aun en tierna edad, de la comunión. No conocemos sobre el particular un testimonio explícito de tal práctica durante los dos primeros siglos; San Justino, en su famosa descripción de la misa, alude tal vez a esto cuando escribe que al neobautizado se le da una parte del pan y del vino consagrado. Si se admite, como parece cierto, que en su tiempo se bautizaba también a los niños, es preciso reconocer que también ellos debían recibir la eucaristía, porque el Apologista no hace distinción de ninguna clase; por otra parte, la iniciación cristiana comprendía, desde el siglo I, tres ritos esenciales: el bautismo, la confirmación y la comunión.

La primera mención segura de una comunión a los niños se encuentra a principios del siglo III en San Cipriano (+ 258). Habla de una niña cristiana, pero confiada temporalmente a una nodriza pagana, la cual durante la persecución, para substraerse a responsabilidades, le hizo tragar un pedacito de pan empapado en el vino ofrecido a los ídolos. Cuando los padres recibieron a la niña, un día la condujeron consigo a la iglesia para asistir a la misa celebrada por el obispo Cipriano. Llegado el momento de la comunión, el diácono, según la costumbre, presentó el cáliz también a la pequeña, la cual, cerrados los labios, se opuso a aceptar el vino consagrado. El diácono, imprudentemente, quiso insistir; le hizo a la fuerza abrir la boca y le metió algunas gotas de vino; la niña lo arrojó Violentamente.

Que el caso narrado fue esporádico, lo declara un razonamiento del mismo santo Obispo. Deplorando que los lapsi habían arrastrado en la propia culpa también a sus niños, haciéndoles perder, quod, in primo statim natiüitatis exordio, fuerint consecuti, es decir, la gracia del bautismo, supone que éstos, llamados un día al juicio de Dios, podrán disculparse diciendo: Nos nihil malí fecimus, nec, Derelictg Gibo Et Póculo Domlni, ad profana contagia sponte properavimus. La alusión aquí a una práctica eucarística respecto a los niños es bastante clara.

La disciplina de la iglesia africana debía ser la misma que la de Roma. De la misma época (s. III) conocemos las inscripciones, sacadas del cementerio de Priscila, de dos niñas, Irene y Tique, de cada una de las cuales se dice: accepit, percepit, término convencional que, según Dólger, significa accepit, percepit gratiam; es decir, recibieron no sólo el bautismo, sino también la eucaristía. Esto, por lo demás, encuentra un completo parecido en la Traditio (220), la cual, después de describir el ritual para conferir el bautismo a los adultos y a los niños, aunque algunos de éstos no puedan todavía hablar, hace seguir inmediatamente la celebración de la misa, en la cual los neobautizados, no excluidos, por tanto, los niños, se acercan a la comunión.

En los siglos IV-V era normal en Occidente y en Oriente la comunión de los niños. San Agustín, San Paulino de Nola, Inocencio I, los Padres del concilio de Mileto, en el 416; San León y Genadio hablan de manera explícita, pero aludiendo solamente a la comunión postbautismal. Era la época de las controversias pelagianas, y el insistir sobre la obligación de la comunión para los pequeños a base del conocido versículo de San Juan 6,54 servía muy bien para reforzar con un argumento a fortiori la del bautismo.

 

En Oriente, las Constituciones apostólicas, el Testamentum Domini y Mosco atestiguan también una frecuencia normal en la comunión de los niños con ocasión de la misa ordinaria. Ellos, como los adultos, se acercaban a recibirla cuando les tocaba el turno: diaconissae, virgines, viduaeque, tum Pueri... El historiador Evagrio (+ c. 600) nos informa de una vetus consuetudo vigente en su tiempo en Constantinopla, por la cual, cuando los residuos del pan consagrado eran demasiados, se llamaba a los niños de las escuelas para que los consumiesen, pueri impúberes qui scholas frequentabant.

Una costumbre parecida se encuentra también en las Galias. En el 585, un sínodo de Magon dispuso que las reliquiae sacrificiorum sobrantes de la misa se entregasen a los inocentes empapadas en vino, siempre que ellos hubiesen guardado el ayuno durante algún tiempo.

En realidad, si se examina bien, se trata siempre o de comunión postbautismal o de casos excepcionales. Por regla general, en Occidente los niños no comulgaban en la misa hasta que no hubiesen alcanzado cierta edad. Así se hizo en un sínodo de Tours (813), que excluye, sin embargo, el peligro de muerte, ya que en este caso, como prescribe formalmente un capitular carolingio, el sacerdote debía administrar el viático también a los niños.

La comunión a los niños se daba ordinariamente sólo bajo la especie del vino: infantulis mox baptizatis solus calix datur, quia pane uti non possunt, sed in cálice totum Christum accipiunt. El sacerdote con una cucharilla echaba en la boca alguna gota, quem bibat parvulus, ut habere possit vitam, decía San Agustín; o bien mojaba el dedo en el cáliz y lo metía en la boca del neobautizado, que lo chupaba. También a los niños, no menos que a los adultos, se pedía una especie de ayuno preliminar. El I OR observa a este particular que postquarn baptizati fuerint, nullum cíbum accipiant, nec lactentur, qntequam communicent sacramenta Corporis Christi; y añade que cada día de la semana pascual, ad missas procedant, et parentes eorum offerant pro ípsis et communicent omnes.

 

La Frecuencia de la Comunión.

La historia de la frecuencia de la comunión es el reflejo o de las respuestas dadas, a lo largo de los siglos, a dos fundamentales afirmaciones eucarísticas; una, la de Cristo: Yo soy el pan de la vida; solamente el que me come vivirá; y la otra, del Apóstol: Antes de comer un pan tal, cada uno examine bien la propia conciencia para no tragarse la propia condenación. De aquí surgieron dos posturas diversas, que a veces parecían contrarias: una la de aquellos que dieron más importancia a la necesidad de la eucaristía como alimento espiritual, otra la de aquellos que se preocupaban más del grado de perfección exigido para recibirla dignamente.

Habiendo dicho ya que en la Iglesia antigua y medieval, al menos hasta el siglo XIII, fue disciplina absoluta recibir la comunión durante la misa, salvo en casos de necesidad, diremos que no está demostrado cómo en los primeros días de la Iglesia se celebraba la misa todos los días, y, por consecuencia, cómo los fieles podían cotidianamente acercarse a la comunión. Los escritos neotestamentarios y los de la época subapostólica se limitan a recordar repetidamente la Fractio panis o la eucharistia, celebrada cada domingo con la comunión de los asistentes; y alude a las dos reuniones estacionales del miércoles y del viernes, las cuales solamente en ciertas iglesias llevaban consigo la misa y la comunión. Tertuliano comienza a hablar claramente de una comunión a domicilio, cuya frecuencia no precisa; pero que, a la luz de testimonios algo posteriores a él, podemos suponer que era cotidiana o poco menos.

En el siglo III, en efecto, poseemos para Roma el del famoso San Hipólito, que, según San Jerónimo, escribe un tratadito, De Eucharistia an accipienda quotidie; para el África, San Cipriano, el cual, comparando el pan cotidiano material y el espiritual, concluye diciendo: "Por tanto, nosotros pedimos que se nos dé cada día nuestro pan, es decir, Cristo; de forma que, permaneciendo y viviendo en él, no seamos nunca separados de su gracia y de su cuerpo" (la Iglesia); para Alejandría, Clemente Alejandrino, que escribe: "Jesús es el divino alimentador, dándose a nosotros en alimento, el cual proporciona cada día la bebida de la inmortalidad."

En el siglo IV, la práctica de la comunión cotidiana o dominical, más fácil por una más frecuente celebración de la misa y por la multiplicación de los edificios del culto, es atestiguada, o simplemente recomendada, se puede decir que en toda la Iglesia occidental. Para España, el testimonio de San Jerónimo; para Roma, los de San Jerónimo y el sacerdote Geroncio (+ 439), el cual refiere que Santa Melania no acostumbraba tocar ningún alimento antes de comulgar y que en Roma estaba en vigor el uso de comulgar cotidianamente, conforme a una tradición que se remontaba a los apóstoles Pedro y Pablo; para Milán, el de San Ambrosio; para Aquileya, el de San Cromacio (+ 407); para África, el de San Agustín. Puede bastar por todos lo que escribe San Ambrosio en sus instrucciones a sus neófitos comentando la petición del pan cotidiano, contenida en la oración dominical: "Si el pan es cotidiano, cómo se come apenas una vez al año, como se dice que suelen hacer los griegos? Si no se come cada día, no merece la pena comerlo cada año... Panem... da nobis hodie. Si lo recibes cada día, para ti cada día es hoy. Si para ti Cristo es hoy, El para ti resucita cada día."

Para el Oriente poseemos una carta de San Basilio de Cesárea (+ 379), que da testimonio de usos diversos. Varios solían hacer la comunión cada día; otros, cuatro veces a la semana. He aquí sus palabras: "El comulgar cada día recibiendo el santo cuerpo y sangre de Cristo, es cosa buena y saludable. En efecto, dice El: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Lc. 6:55). ¿Quién puede poner en duda que el participar frecuentemente de la vida no sea otra cosa que un vivir con mayor intensidad? Nosotros verdaderamente nos comulgamos cuatro veces cada semana, es decir, el domingo, el miércoles, el viernes y el sábado, y también en otros días, cuando ocurre la conmemoración de algún santo." Entre los ascetas y los monjes ocurría, poco más o menos, lo mismo, si bien no faltaban aquellos que por temor reverencial comulgaban una sola vez al año.

Estas fluctuaciones de la disciplina, que, como era natural, se verificaban también en otras partes, por ejemplo, en África y en las Calías, dejan más bien suponer que acerca de la frecuencia de la comunión existían disputas y opiniones contrarias. San Agustín, en efecto, alude a esto en una carta cargada de un cierto gnosticismo práctico: "Los unos —escribe — comulgan todos los días, otros solamente en ciertos días determinados. Aquí cada día se celebra el santo sacrificio; en otra parte, todos los sábados y domingos...; alguno dirá que no se debe comulgar cada día. Preguntadle por qué. Os responderá que no se siente lo bastante puro o que no ha hecho suficiente penitencia de algún pecado grave. Está bien — observa el santo Doctor-; no depende, sin embargo, de nosotros el acercarnos o no a la eucaristía; porque, si los pecados no son tales que merezcan una separación del altar, ninguno debe privarse del remedio cotidiano de la comunión del cuerpo de Cristo, non se a quotidiana medicina dominici Corporis debet separar." Y concluye: "Si después algunos creen regularse directamente según la propia fe y piedad, faciat unusquisque quod secundum fidem suam pie credit esse faciendum."

Esta deducción, no demasiado lógica, ha hecho frecuentemente atribuir a San Agustín un dicho análogo de San Jerónimo sobre la práctica romana de la comunión eucarística: Quod non reprehendo, nec probo; unusquisque Qnim in suo sensu abundet, dicho que linda con cuanto escribía algún tiempo después Genadio de Marsella (+ 492): Quotidie Eucharistiae communionem accipere, nec leudo, nec vitupero... ómnibus tamen dominicis diebus communicandum suadeo et hortor, si tamen m£ns sine afjectu peecandi sí; mientras la Iglesia antigua medía la frecuencia de la eucaristía por el deber impuesto por Cristo y expresado, como amonestación a los fieles, en la petición de la oración dominical, más tarde, como nos indican los textos citados y otros parecidos, comienzan a prevalecer los motivos de mayor o menor dignidad del fiel que la recibe. Serán éstas, de ahora en adelante, las consideraciones a las cuales se obedecerá; y que poco a poco, secundadas por la pereza natural, del arán casi desiertas las mesas del Señor.

 

Desde el comienzo de la Edad' Media hasta cerca del 1100, período obscuro, de gran ignorancia religiosa al lado de magníficos fervores de ascesis, una serie de documentos conciliares y episcopales comprueban, excepto raras excepciones, cuan escasa se había hecho la frecuencia de la comunión de los fieles. El concilio de Agde (506), que por el prestigio de quien lo presidió, San Cesáreo de Ariés, alcanzó gran autoridad en las Galías y en Italia, y después de él, numerosos sínodos de la época merovingia y carolingia, junto con las disposiciones episcopales de Vercelli, Verona y Milán, obligaban a sólo tres comuniones durante el año: Navidad, Pascua, Pentecostés; en alguna diócesis, por ejemplo, en Verona, se añadió también el Jueves Santo.. Había después ocasiones particulares en las cuales existía el deber de comulgar, como, tratándose de la profesión religiosa, durante los ocho días siguientes, en la investidura de caballero, en la consagración de los reyes, en las ordalías, al final de la peregrinación.

Naturalmente, mientras las ordenanzas eclesiásticas señalaban un mínimum de comuniones para todos los fieles, no faltaba el estímulo a una frecuencia mucho mayor. El sínodo de Glasgow (747) recomienda quod laici pueri hortandi sunt ut saepius communicent, necnon et provectioris quoque aetatis seu célibes, sea etiam coniugati, qui peccare desinunt, ad hoc ipsum admonendi sunt quatenus frequentius communicent. Benedicto Levita, que vivió alrededor del 850, exhortaba a comulgar todos los domingos: Omnes, per dies dominicas vel festivitates praeclaras s. Eucharistia communicent, nisi quibus abstinere praeoccupatum est. El Venerable Beda (+ 735), que se revela convencido defensor de la comunión cotidiana, trayendo a colación de cuanto creía que se hacía en el continente, escribía así a Egberto, obispo de York: Quam salutaris (est) omni christianorum generi cotidiana Dominici corporis ac sanguinis perceptio, iuxta quod ecclesiam Christi per Italiam, Galliam, Africam, Graeciam ac totum Orientem solerter agere nosti; y continúa deplorando el que innumerables niños, jóvenes y muchachas, viejos, y hasta los mismos unidos por el lazo del matrimonio, podrían, por la bondad de sus vidas, recibir cada domingo la comunión, si la incuria de sus pastores no hiciese que aun los laicos más ejemplares participasen en los divinos misterios apenas en Pascua, Navidad y Epifanía.

Se registraba, en cambio, una mayor frecuencia periódica en la mayoría de los monasterios. La Regula Magistri (s. VII) dispone que los monjes reciban cada día, a ser posible, la comunión. La Regla de San Crodegando de Metz (+ 776), la de San Benito de Aniano (+ 821) y la práctica benedictina era comulgar, si no cotidianamente, al menos cada dominica y en las fiestas más solemnes. No faltaban, sin embargo, excepciones. Las Consuetudines de la reforma de Cluny, inspirándose más bien en el uso vigente entre los laicos, ordenan que en la misa dominical se consagren cinco hostias, a fin de que "los que quieran" puedan comulgar. Los cistercienses imponían a los hermanos conversos siete comuniones al año, a menos que el abad juzgase oportuno aumentar o disminuir el número; los camaldulenses, cuatro. A este propósito, Browe hace notar que el contravenir los religiosos al uso establecido de una sola comunión significaba asumir una nota de singularidad, que ni la Regla ni los superiores veían con buenos ojos. Se exigía un permiso especial para recibir la comunión, y esto con mucha razón, porque la comunión importaba como preparación una serie de prácticas devotas y penitencias, que se salían de lo ordinario. Se exigía, en efecto, el estar días y días en ayuno a pan y agua, guardar silencio durante mucho tiempo y, si eran laicos casados, se exigían varios días de continencia absoluta.

 

El Ayuno Eucarístico.

Carece de fundamento la opinión frecuentemente repetida de que la disciplina tradicional de anteponer a la comunión un ayuno es de origen apostólico, ya que Cristo en la última cena y la Iglesia primitiva lo practicaron, siendo también cierto que la eucaristía se celebró por mucho tiempo como conclusión del ágape.

Los primeros testimonios de un ayuno de este género se encuentran a principios del siglo III en Tertuliano, para el África, y en San Hipólito, para Roma. Tertuliano, exhortando a la mujer cristiana a no casarse con un pagano, le hace ver el peligro de que su marido piense en alguna magia si la ve comer a escondidas el pan eucaristico antes de cualquier otro alimento: Non sciet maritus quid secreto Ante Omnem Cibum gustes? et si sciverit panem, non illum credii esse qui dicitur? Frochisse, que pone en duda el valor del texto para probar la antigüedad del ayuno, traduce la frase ante omnem cibum "antes de la comida familiar." Pero las palabras de Tertuliano son más concretas; él dice: "Antes de gustar cualquier alimento"; por tanto, a partir de la mañana, después del acostumbrado reposo, se puede comenzar a comer. Es, por lo demás, por la mañana cuando, según el mismo Tertuliano, se celebraba la eucaristía tanto en los domingos como en los días estacionales. Puede muy bien creerse que esta expresión de veneración y respeto hacia el cuerpo del Señor que se guardaba en la comunión a domicilio se guardaba también en la función litúrgica de la iglesia.

San Hipólito Romano expresa a su vez una recomendación análoga: "Todo fiel apresúrese a recibir la eucaristía antes de comer cualquier otro alimento, antequam aliud gustet, eucharistiam recipere, ya que — añade — si lo come con fe, si se le diese algún veneno, éste no le haría daño." El texto es explícito, aunque puede discutirse la causa, y demuestra cómo en Roma, no menos que en África, se observaba un ayuno eucarístico natural, si no por mandato, al menos por respeto al Sacramento; ayuno que más tarde fue reglamentado en disposiciones canónicas. En el siglo V, el anónimo corrector de la Traditio no interpretaría en sentido diverso las palabras de Hipólito.

Podemos preguntarnos si en el siglo III el Oriente seguía una disciplina parecida. Desgraciadamente, no poseemos documentos sobre el particular; la Didascalia ni siquiera hace alusión; pero en el siglo siguiente, en Egipto, una consulta canónica, no demasiado clara sin embargo, del patriarca Timoteo de Alejandría (381-385) hace suponer una respuesta afirmativa; aunque no debía tratarse de una práctica todavía oscilante, ya que Teófilo, sucesor inmediato de Timoteo, el 6 de enero de 386 autorizó formalmente a sus fieles a tomar alimento antes de comulgar; y el historiador Sócrates refiere que, alrededor de la misma época, los egipcios y los habitantes de la Tebaida solían celebrar el sábado una sinaxis eucarística hacia la puesta del sol después de haber comido copiosamente: Postquam enim epulati sunt, et omni ciborum genere saturati, sub vesperam, oblatione facta communicant.

Sócrates, sin embargo, que escribía hacia el 440-443, declara expresamente que una costumbre de este género iba contra el uso universal de la Iglesia; tanto es así, que entre las calumnias lanzadas contra el Crisóstomo estaba también la de haber administrado la comunión a fieles que no estaban en ayunas. Lo mismo confesaba San Agustín en la carta a Jenaro: Placuit Spiritui Sancto ut in honorern tanti Sacramentí in os christiani prius Dominicum corpus intraret quam ceteri cibi, nam ideo per universum orbcm mos iste servatur. Los concilios de Hipona (396) y de Cartago (397) habían sancionado algún tiempo antes la obligación del ayuno sacramental para los fieles.

El Medievo conservó, naturalmente, la práctica tradicional; más aún, la hizo todavía más rigurosa. Confirmó la estricta obligación del ayuno, no sólo del sacerdote celebrante y de los fieles comulgantes, sino también la de los ministros que debían servir a la misa e indistintamente a cuantos asistían, aunque no recibiesen la comunión.

 

La más antigua derogación del ayuno eucarístico — excepto la necesaria de los moribundos — se encuentra en el antiguo ritual del bautismo. Según Tertuliano, la simbólica bebida de la leche y de la miel se suministraba al neobautizado inmediatamente después del bautismo, inde suscepti, lactis et mellis concordiam praegustamus. Por tanto, antes de la eucaristía; en cambio, según Hipólito, en Roma se daba después del pan consagrado, junto con la copa de agua, pero antes del vino.

Otra derogación tenía lugar en África, alrededor de la segunda mitad del siglo IV, el Jueves Santo. En la misa celebrada ad vesperam commemoratwa, como dice el sínodo de Hipona (393), de la Coena Dominica, estaba permitido, como excepción, comer antes de la comunión. Esta costumbre, que era para algunos motivo de admiración, la recuerda San Agustín, el cual ni la alaba ni la reprende, limitándose a dar razón con la alusión a la institución eucarística, que tuvo lugar manducantibus discipulis. El uso había penetrado también en España y en alguna iglesia del Oriente; pero fue prohibida en seguida por el concilio de Braga (563) y por el Trullano (692). Pero todavía en el siglo XIV existían vestigios en los monjes de San Dionisio, de París, los cuales el Jueves Santo solían tomar alimento antes de comulgar.

 

Los Elementos Eucarísticos.

Si se admite el carácter pascual de la última cena, es cierto que Nuestrc Señor realizó la primera consagración eucarística con pan ácimo, es decir, confeccionado sin levadura. La ley mosaica prohibía severamente usar pan fermentado durante teda la semana pascual, del 15 al 21 de Nisán; de aquí el apelativo de "fiesta de los ácimos" que le da San Lucas (22:1). No sabemos si los apóstoles en la celebración de la Fractio panis, inaugurada por ellos, dieron a aquel detalle una importancia normativa; probablemente lo consideraron caído en desuso, como tantos otros del ritual judaico. San Pablo lo recuerda, más sólo desde un punto de vista alegórico: En nuestra Pascua, cuyo cordero es Cristo, nosotros mismos debemos ser los ácimos, o sea la nueva masa, sin fermento de pecado, criatura regenerada en la santidad.

Hasta el siglo VIII, ninguno de los testimonios de los escritores que hablan del pan usado en la misa es tan explícito que declare cuál era su composición exacta; todos generalmente se limitan a decir que se trataba del pan acostumbrado, que el pueblo comía cada día; pan que normalmente era confeccionado con levadura para hacerlo más fácilmente digerible y asimilable. Tertuliano, cuando pone en guardia a la joven cristiana que va a desposarse con un pagano, escribe: Non sciet maritus quid secreto ante omnem cibum gustes. Et si scierit panern, non illum credat esse, qui dicitur. Si el pan eucarístico hubiese sido diferente del usual, quizá el marido hubiera podido conocerlo. San Cipriano tiene un texto más interesante, si bien tampoco es del todo concluyente.

De donde se deduce que San Cipriano pone en directa relación el vino y el agua del cáliz consagrado con la harina y el agua con la cual se confecciona el pan consagrado. Quería decir con esto que se excluía el pan con levadura? No osaríamos afirmarlo; era un detalle insignificante que no afectaba a su alegorismo.

San Epifanio (+ 402) nos ha dejado noticia de algunas comunidades de cristianos judaizantes existentes en su tiempo, de las cuales señala ciertas particularidades rituales, entre las cuales está la de consagrar con agua y pan ácimo. Este detalle, puesto de relieve por San Epifanio, hace suponer que, en cambio, el pan eucarístico normalmente consagrado en las iglesias del Oriente no era ácimo, sino fermentado.

Por lo demás, cuando los Padres y después el antiguo ceremonial romano (I OR) hablan de la ofrenda del pan llevado al altar por los fieles para ser consagrado, nunca amonestan que tal pan deba tener una especial confección sin levadura. San Ambrosio lo llama, en efecto, pañis usitatus. Todavía en tiempo de San Gregorio Magno debía usarse un pan de este género, porque sólo así se explica el episodio, narrado en su vida por Juan Diácono, de aquella mujer que se rió escépticamente cuando vio dar en la comunión pan que el día antes había cocido en casa y ofrecido poco antes en la misa. Si ella lo hubiese intencionadamente confeccionado para tal fin sin levadura, su maravilla no habría tenido ningún fundamento.

Por tanto, según nuestro parecer, mientras juzgamos más probable la sentencia de aquellos que admiten también en Occidente el uso preferente del pan fermentado en la misa, como ocurría y ocurre todavía en las iglesias orientales, comprendidas las nestorianas (cuyas costumbres litúrgicas se remontan al siglo V), concedemos de buena gana que, en defecto de testimonios explícitos, la cuestión queda indecisa, si bien no queremos concluir que, en la disciplina litúrgica antigua, el seguir una u otra costumbre (del pan fermentado o no) fuese indiferente para la Iglesia.

En Occidente, el primer testimonio explícito del uso del pan ácimo en la misa lo encontramos en la carta Ad fraires Lugdunenses, escrita por Alcuino en el 798: Pañis, qui in Corpus Christi consecratur, absque fermento ullius alterius injectionis, debet esse rnundissirnus. Desde entonces, vemos que la disciplina se orienta en tal sentido. ¿Cuál fue el motivo? El cardenal Bona lo ve en la decadencia de la práctica ofertorial por parte de los fieles y de la comunión consiguiente. Mientras ellos prepararon el pan para ofrecer y consagrar, lo confeccionaron en casa fermentado, conforme al tipo común que comían cada día; cuando, en cambio, en la época post-carolingia, la preparación del pan sagrado fue en la práctica monopolio de los sacerdotes o de los monjes, entró fácilmente la idea evangélica y simbólica del pan ácimo, como fue consagrado por Cristo, y peco a poco ésta se abrió camino y prevaleció.

Es conocida la acritud con la que en el siglo XI Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla (1043-58), atacó a la Iglesia latina por algunas de sus observancias disciplinares, entre las cuales está la del pan ácimo.

 

 

2. El Culto al Santísimo Sacramento.

 

Las Primeras Manifestaciones del Culto "Extra Misma."

No conocemos señales apreciables de ella en los siglos cristianos antes del 1100. Es indiscutible que existía en la Iglesia antigua viva, profunda y operante la fe en la presencia real, que expresaba y acababa en el sacrificio y en la comunión todos sus sentimientos hacia la eucaristía, pero no es menos cierto que ninguno pensaba en hacerla objeto extra missam de honores rituales, y ni siquiera de una particular devoción; a menos que queramos llamar así a la reverencia de que fue siempre rodeada la eucaristía cuando los fieles la llevaban y guardaban en casa. Hemos visto que Tertuliano e Hipólito se hacen sus inspiradores cuando exhortan a guardarla con celosa cautela para que no sea profanada por manos impuras o paganas o maltratada por animales y para que no caiga a tierra ni siquiera un fragmento. También San Jerónimo pone en guardia sobre la falta de respeto al sagrario doméstico que guardaba el pan consagrado: A alius in publico, alius in domo Christus cst? Quod in ecclesia non liczt, nec domi licet.

Con esta simple, íntima familiaridad hacia la eucaristía doméstica, creemos que puede explicarse un episodio, singular en su género, narrado por San Gregorio Nacianceno (+ 398) en el elogio hecho por él de su hermana Gorgonia, del cual él mismo garantiza la autenticidad.

Gorgonia estaba desde hacía tiempo gravemente enferma: "Depuesta ya toda esperanza en las ayudas terrenas, recurrió al Médico de todos los mortales. En una noche profunda, en un momento en que la enfermedad más la atormentaba, llena de fe, se arrojó a los pies del altar y, en el ímpetu de una piadosa y confiada confidencia, comenzó a invocar a grandes voces a Aquel que es honrado sobre el altar, llamándolo con los nombres más diversos y evocándolo como si El hubiese podido olvidar los prodigios que había realizado. Quiso después imitar a la mujer que había sido curada al tocar apenas las orlas del manto de Cristo. ¿Qué hace entonces? Apoya, siempre gimiendo, su rostro inundado de lágrimas sobre la mesa del altar y le dice que no lo retirará sino después de haber obtenido la curación. Toca después todo su cuerpo con el remedio divino (la eucaristía), y, después que hubo mezclado sus lágrimas con las reliquias del precioso cuerpo y la sangre (de Cristo) que hubiesen podido quedar en sus manos, ¡Oh milagro! se sintió súbitamente libre de su mal, renovada de cuerpo, de alma y de espíritu, habiendo obtenido., como respuesta a su firme fe, la curación deseada."

El hecho debió suceder en el oratorio doméstico de la casa episcopal de Nacianzo o de Constantinopla, porque durante el siglo IV todas las residencias de los obispos y las casas de los cristianos más distinguidos, como en Roma la de Santa Melania, estaban provistas de él. La circunstancia de tomar las especies consagradas y tocar con ellas los sentidos del cuerpo con fin devocional o medicinal, refleja una costumbre entonces muy común en Oriente y en otras partes. Tanto es así, que San Agustín recuerda, sin ninguna nota de reprensión, el gesto de una mujer de Hipona que había confeccionado con la eucaristía una especie de ungüento para curar de esta forma la ceguera de su hijo.

Así que, aun cuando sea grande el valor que quiera darse al episodio de Santa Gorgonia, no podemos decir que nos encontremos delante de una expresión de culto eucarístico extremadamente encendido; queda siempre el hecho, que es certísimo por el conocimiento de todo el ambiente religioso en los primeros once siglos, de que la Iglesia de aquel tiempo ignoró un culto verdadero y propio hacia las reservas eucarísticas. Por lo demás, tal situación ha existido hasta ahora y continúa existiendo en la Iglesia griega, donde un culto extra missam hacia la santísima eucaristía es absolutamente desconocido.

Para explicar la actitud negativa de nuestros antepasados hay que tener en cuenta la circunstancia de que entonces, terminada la misa, o no quedaba ninguna de las ofrendas consagradas, porque se distribuían todas en la comunión, o bien, si quedaban reliquias, éstas debían ponerse al cuidado de los diáconos en la sacristía, en aquella custodia a propósito, que era llamada por esto sagrario. Las Constituciones apostólicas lo indican expresamente; los griegos las conservan todavía. No es de extrañar, por tanto, el que no se le ocurriese a nadie el tributar culto a las especies eucarísticas, que quedaban ocultas totalmente a la vista de los fieles.

 

 

3. La misa ambrosiana.

 

Las Fuentes.

Los escritos de San Ambrosio fueron aprovechados por diversos liturgistas con el fin de reconstruir la antigua misa ambrosiana. Así hicieron, por ejemplo, Bona, Lebrun, Mabillon y Pamelio Pero más directamente fue realizado este trabajo por Magistretti, si bien de manera imperfecta dado el estado incipiente de los estudios litúrgicos en su tiempo, y, con criterio científico, recientemente por Paredi.

Noticias sobre el sacramento y sobre el sacrificio eucarístico sacadas de los escritos del Santo fueron reunidas a su tiempo en artículos de divulgación por Biraghi y en un estudio reciente por Bernareggi.

La atribución a San Ambrosio del De Sacramentis, tan importante para el estudio del rito ambrosiano y más particularmente para la historia del canon, ya demostrada sólidamente por Morin en 1928, fue confirmada todavía mejor por los estudios de Faller y Connolly.

 

En cuanto a los textos, antes de hablar del Ordinarium Missae, creo oportuno recordar un documento importante, llamado, con un título convencional, Missa catechumenorum; está sacado del palimpsesto del códice 908 de San Gao; fue editado primero por Wilmart y después en edición más perfecta, dados los recientes procedimientos fotográficos, por Dold. Contiene el Gloria in excelsis, pero en la redacción romana, seguida en la misa, al himno angélico sigue la invocación Kyrie eleison; siguen cuatro perícopas evangélicas y cuatro oraciones. Las cuatro perícopas son Mit. 8:2326; 15:2128; 9:18; Lc. 8:311. Las cuatro oraciones son: Ecclesiae tuae, Domine; Exaudí, Domine, vocem; Deus, qui Ecclesiam tuam; Porrige dexteram tuam. El palimpsesto, aun en su brevedad, es importante, sobre todo, por su antigüedad, que se remonta al siglo VII. Si el documento es ciertamente ambrosiano, tendremos como consecuencia que el Gloria in excelsis existía ciertamente en la misa ambrosiana en esa época. El Kyrie eleison, en efecto, si bien escrito de manera bárbara, después y no antes del Gloria, atestigua en favor de la ambrosianidad del fragmento. Pero no creo prudente hacer afirmaciones categóricas en la materia.

En efecto, dom Wilmart observaba que el texto seguido en las cuatro perícopas evangélicas es el de la Vulgata, y la selección de ellas representa el uso de los países romanos, y especialmente el de la Alta Italia y el de Napoles. Por lo cual, después de la conclusión de que nos encontramos ante un pequeño misal de tipo ambrosiano o milanés, añade en una nota esta observación: "Nótese que no digo nada de más, porque subscribo plenamente las excelentes palabras de G. Morin, que no es inútil recordar: Es preciso desprendernos, de una vez para siempre, de este prejuicio, enraizado en muchos espíritus; de esta concepción excesivamente simplista, que consiste en creer que no existía más que una sola liturgia ambrosiana, en vigor indistintamente en todas las iglesias de la diócesis metropolitana de Milán; sin duda, en el fondo eran del mismo tipo; pero nada impide que hayan podido existir divergencias notables aquí y allá. Nótese que estas palabras dijo dom Morin a propósito de un sistema de lecturas de la Alta Italia; pero volveremos más adelante sobre el argumento."

El texto del Ordinarium Missae nos lo dan los misales, los más antiguos de los cuales, sin embargo, no van más allá del siglo IX, mientras se resienten ya de influjos francoromanos.

Dom Wilmart nos ha dado, en parte, la edición de una Expositio Missae ambrosiana, que él atribuye al arzobispo de Milán Odelperto (806-812) o a su antecesor Pedro (784-799). Siendo Odelperto autor del Líber de Baptismo, resulta más probable la atribución a él también de la Expositio Missae Canonícete, la cual forma parte de una colección de opúsculos pastorales en uso entre el clero milanés, del período carolingio, en conformidad con las prescripciones reformadoras de los capitulares. Wilmart sacó su edición de un manuscrito de Montpellier del siglo XI; supone este manuscrito derivado de un arquetipo italiano llevado a Francia por Guillermo de Volpiano, fundador de la abadía de Fruttuaria, que fue también reformador del monasterio de San Ambrosio, en Milán. La misma Expositio se encuentra en dos códices de la Biblioteca Ambrosiana, mutilada en el T. 103 sup., del siglo XI, e íntegra en el I. 152 inf., del siglo XII, que reproduce Beroldo.

Ya Wilmart había señalado en el texto del canon, atestiguado por la Expositio, las genuinas lecciones contrarias al texto de Biasca, ya algo romanizado, aunque alguna afirmación suya haya sido atenuada por Paredi.

Un caso que me parece demostrar la importancia de la Expositio para la autenticidad del texto es éste: recientemente, dom Capelle, estudiando la frase et ómnibus orthodoxis atque apostoliccie fidei cultoribus del Te igitur, notaba que mientras Bobio tiene solamente catholícae, y los mejores representantes ddl grupo galicano sólo apostollcae, que es leíctura mejor, el binomio catolícete et apostolicae no es anterior a Alcuino.

 

Las Procesiones Estacionales.

El culto litúrgico de los santos en la antigua liturgia ambrosiana era eminentemente local, y, por tanto, su liturgia era estacional.

Hecho este, por otra parte, en un principio, universal. Lo atestiguan la Deposítio Martyrum, del 354, para Roma; San Juan Crisóstomo, también en el siglo IV, para Antioquía; Perpetuo, obispo de Tours, del 461 al 469, para Tours; el sinaxario de Oxyrinchos, del siglo VI, para Egipto; el martirologio jeronimiano, el sacramentarlo leoniano y el homiliario gregoriano, para Roma, en el siglo VI; para la iglesia de Metz, en el siglo VIII, una lista estacional, redactada quizá por Crodegango, y un reglamento contemporaneo de Angilramc (768-791), que fija los honorarios para algunas funciones, entre las que están las estaciones. Para otras iglesias, el uso de las estaciones está documentado para una época más tardía.

También otras iglesias emparentadas con la ambrosiana conservaron por largo tiempo el uso de las estaciones. Por ejemplo, la de Vercelli y la de Pavía.

Para Pavía, el autor anónimo del Líber de laadibus cíoítatis Ticinensis, en el capítulo 19, "De processionibus clericorum," dice: ínter quas íllae devotissimae sunt, cum certis festis quasdam ecclesias üisitant in Vesperis primis et in miséis diei, procedendo cantantes per urbem. Para la misma ciudad, también la Charta Consuetudinum habla de estas procesiones estacionales.

Para el rito de Aquileya, un misal citado por De Rubeis tiene estaciones para las tres misas de Navidad, para las fiestas de San Esteban, San Juan, Santos Inocentes y para las ferias de Pascua.

En el concilio de Pavía, para la alta Italia, celebrado en el 866, en el capítulo 7 se ordena: Ut seculares et fideles latcí diebus festis qui in ciuitatibus sunt, ad publicas stattiones occurrant.

Milán ha conservado todavía algunas estaciones. En las fiestas de San Ambrosio y de los Santos Protasio y Gervasio, el clero metropolitano se dirige a la basílica ambrosiana para celebrar las primeras vísperas y la misa pontifical; en la fiesta de San Esteban, a la basílica del Santo; en las fiestas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y de los Santos Nazario y Celso, a la de los Apóstoles, en la cual reposa el cuerpo de San Nazario; en la fiesta de San Sebastián, a la iglesia del mártir (por un voto hecho por San Carlos con ocasión de la peste).

En un tiempo, tanto para las primeras vísperas como para la misa, el clero metropolitano, solemnemente preparado, se dirigía desde la catedral a la iglesia de la estación procesionalmente; durante la procesión, para las primeras vísperas se cantaban antífonas penitenciales de las letanías triduanas; durante la procesión para la misa, las antífonas del Psallentium.

Por lo demás, desde hace tiempo, el tráfico de la gran ciudad ha suplantado a estas procesiones, por lo cual el clero se dirige todavía a la estación en aquellas fiestas, pero privadamente, aunque en aquellas fiestas el calendario ambrosiano indique que el clero metropolitano se dirila a la iglesia de la estación praevia supplicatione. La supplicdiio, o laetania, era sinónimo de procesión.

En las solemnidades principales, todo el clero metropolitano con el arzobispo, y en las menores sólo una representación, se dirigía procesionalmente desde la catedral a la iglesia de la estación para la misa solemne.

Los ritos de esta procesión tienen grandes semel anzas en los dos ritos, ambrosiano y romano, de forma que el primero parece calcaplo en el segundo.

En Roma, en la iglesia de la Coiecia, el clero, vestido con los ornamentos, se dirigía al altar cantando el salmo del introito, terminado el cual y recitada la colecta comenzaba el cortel o procesional al canto de las Antiphonae per üiam; al final del cortel o, ya en las proximidades de la iglesia estacional, se entonaba la letanía; entrado el clero en la iglesia, comenzaba el canto del introito; a éste no seguía, como de costumbre, el Kyrie, porque ya había sido cantado en la letanía.

En Milán caminamos en la misma línea, si bien con alguna variante. La descripción nos fue dada por Beroldo para las festividades grandes y para las menores, Preparado el clero en el altar de la catedral y dado el saludo Dominus vobiscurn, sin oración, se entonaba la primera de un grupo de antífonas llamado Psallentium. En los códices, manuales y antifonarios, a la primera antífona sigue un versículo, que para algunos de ellos está precedido de la sigla Ps., la cual haría pensar en un salmo antifonado, que sería el equivalente del primer introito romano en la iglesia de la colecta; tanto en Roma como en Milán se cantan antífonas durante el trayecto. La letanía, que en Roma finaliza el cortel o, en Milán se reduce al canto del Kyriel no está claro si nueve o doce veces. El canto del introito en la basílica estacional despues de la letanía, en Milán está representado por la Psallenda, o sea por una antífona repetida después de la doxología; antífona que, estando después del Kyrie, en los códices se llama post Kyrie cum Gloria.

 

De la procesión a las estaciones más solemnes da Beroldo esta descripción:

Dada la señal con las campanas, el arzobispo se viste con las vestiduras sagradas como para la misa; los diáconos se revisten con las dalmáticas, y los subdiáconos con las tunicelas; mientras, los presbíteros cardenales, el primero de los decumanos, el primero de los lectores, el maestro de las escuelas, los que llevan el texto de los evangelios, la cruz de oro y el azote de San Ambrosio, todos visten pluvial; entonces, cuatro ostiarios preparados para llevar los turíbulos los encienden y preparan tantos candelabros cuantos son los subdiáconos y se los ponen en las manos. Dos lectores en algunas solemnidades y dos guardianes en otras llevan el texto de los evangelios y el libro (quizá el leccionario); los dos guardianes llevan el misal y el epistolario; dos guardianes con los azotes van delante para preparar el camino. El orden de la procesión es el siguiente: precede la Schola de San Ambrosio con la cruz de plata; sigue el clero de los presbíteros menores (decumanos), con un ostiario, que lleva delante del primero de los decumanos la cruz, con la cual se debe después encender el faro (véase arriba); siguen los notarios con su primero y los cuatro maestros de las escuelas (= macecónicos); después, los subdiáconos con los turíbulos y con los candelabros encendidos; siguen los presbíteros cardenales, delante de los cuales un ostiario lleva la cruz de oro; siguen todavía los diáconos, delante de los cuales es llevado solemnemente el texto de los evangelios; dos diáconos sostienen los brazos del arzobispo, que viene después precedido de un notario, que lleva la cruz arzobispal. Vienen, finalmente, los lectores con su primero.

Más reducido es, en cambio, el orden procesional de las solemnidades menores.

 

En las fiestas titulares o patronales de los mártires se usa en la diócesis milanesa quemar al principio de la misa solemne, cuando la procesión estacional ha llegado a la entrada del presbiterio, un globo de algodón (pharus) suspendido delante del altar mayor. Algunos pasajes de Beroldo recuerdan el uso de fijar las candelas sobre los brazos y sobre la parte superior de las cruces procesionales y de encender con la candela de la parte superior de la cruz de los decumanos el pharus.

El pharus, en un Ordo de Monza de rito patriarquino, se llama corona lampadarum; y es descrita así la ceremonia de quemarlo: Et cum intramus chorum cusios, levata cruce áurea cum candelís accensis desuper, ponit ignem in corona iampadarum tota circumdata et cooperta bómbice, quod diottur pharum. De la misma manera, al final de la procesión ad Crucem, que comenzaba el oficio solemne de las laudes matutinas, el subdiácono, con la candela puesta en la parte superior de la tercera cruz, encendía el gran cirio y otros doce cirios menores que estaban en el coro. Probablemente, el algodón servía para propagar la llama de la candela de la cruz a cada una de las lámparas.

 

 

La Misa de los Catecúmenos.

Las oraciones al pie del altar son una imitación tardía de los usos galoromanos.

Los misales ambrosianos, en cambio, ya desde los siglos IX-X contienen oraciones ante altare, algunas de las cuales son atribuidas por los manuscritos a San Ambrosio; son las llamadas apologiae Sacerdotis. He aquí el comienzo:

a) Rogo te altissime, Deus Sabaoth.

b) Indignum me, Domine, sacris tuis.

c) Ante conspectum divinae maiestatis tuae.

d) Ignosce, Domine, quod dum rogare compenzor.

 

El Confíteor en este punto de la misa es ya atestiguado por Beroldo, el cual indica que antes se hace la incensación del altar: sed diaconi prius faciunt incensum ante ipsum altare, deinde archiepiscopus facit confessionem, qua finita leüitae statím ascendunt ad cornua altaris, et subdiaconi vadunt post altare. Del Confíteor encontramos algunos testimonios en los manuales, especialmente en el apéndice, en los ordines ad visitandum infirmum et ad dandam poenitentiam.

La frase citada por Beroldo, según el cual los diáconos debían subir a los lados del altar, y los subdiáconos detrás del mismo altar, atestigua el uso ambrosiano antiguo, diverso del romano, que pone a los ministros en columna detrás del celebrante. Al uso ambrosiano atestiguado por Beroldo parecen aludir dos transitorios: Angelí circurndederunt altare et Christus admin'strat Panem sanctorum et Calicem vitae ín remissionem peccatorum; y: Stant Angelí ad latus altaris; et sanctificant Sacerdotes Corpus et Sanguinem Christi, psallentes ct dicentes: Gloria in excelsis Deo, si no existiese el inconveniente de que estos dos textos son de origen oriental.

Al uso ambrosiano antiguo de que los ministros rodeasen el altar, a los lados y de frente, parece aludir San Ambrosio donde dice: Non enim omnes vident alta mysteríorum, quia aperiuntur a Levitis.

La frase de Beroldo subdiaconi vadurit post altare hay que entenderla según el uso medieval; cuando el altar estaba de cara al pueblo, el celebrante estaba ante altare, cuando estaba en el coro, vuelto hacia el pueblo mismo; mientras que cuando se volvía de la parte del pueblo para mirar al oriente, como en el lucernario de las vísperas, entonces estaba post altare.

 

 

La Misa de los Fieles.

Beroldo describe aquí el orden de la ofrenda, que se ha conservado todavía en la catedral de Milán en las misas solemnes, y de la cual da la descripción el capítulo de la rúbrica del misal sobre las ceremonias propias de la metropolitana. Beroldo, en la descripción de toda la jerarquía de la catedral, que pone al principio de su orden, indica como último grado el orden de los veinte ancianos, del cual doce hombres y doce mujeres estaban organizados en una confraternidad llamada Schola S. Ambrosii. Nos atestigua la existencia ya un documento del año 879 Para presentar la ofrenda, los hombres entraban en el coro, mientras las mujeres permanecían fuera; cada uno ofrecía tres oblatas, que el arzobispo o el sacerdote presentaba al subdiácono, mientras las ampollas de vino las entregaba al diácono; éstos entregaban las ofrendas a los ostiarios, que las echaban en los vasos de las oblaciones y devolvían las ampollas a los ancianos.

Los ancianos tenían y tienen todavía un hábito talar característico, y en el acto de hacer la ofrenda tienen el cuerpo y las manos envueltos en un amplio manto blanco, llamado fanón; es un uso antiquísimo el tener las manos veladas en el acto de dar alguna cosa o de tocar objetos sagrados. Todavía hoy el subdiácono, llevando el cáliz, lo sostiene con las manos envueltas en el velo humeral.

Duchesne, después de haber explicado el rito de la procesión de las oblatas del altar de la prótesis al de la misa al canto del Sonum, como es descrito por el Pseudo-Germán, observa que la ofrenda hecha por los ancianos en Milán no puede ser otra cosa que una imitación del uso romano, substituyendo al primitivo, como se encuentra en los ritos galicanos y orientales; el canto que habría acompañado esta processio oblationis sería, para él, la antiphona post Evangelium de la misa ambrosiana, como las laudes de la mozárabe. Llegada la procesión al altar, depositadas las oblatas y cubiertas con un precioso velo, se ejecutaba un canto, que el Pseudo Germán llama laudes, y que para Duchesne correspondería al Sacrificium u Offertorium mozárabe y al offerenda ambrosiana. La oratio veli, que debía seguir, sería, según él, ni más ni menos que la oratio super sindonem.

Como se ve, hay aquí una serie de afirmaciones gratuitas, que vienen a deshacer el orden tradicional de este punto de la misa ambrosiana.

Pero, como ha observado De Meester, para el rito bizantino, apoyándose también sobre el estudio de Petrovsky, la preparación de la materia del sacrificio está, por su misma naturaleza, íntimamente unida al rito eucarístico, y, en consecuencia, a la misa de los fieles; tenía lugar en un principio después de la despedida de los catecúmenos, y consistía en la ofrenda que los fieles hacían del pan y del vino. Cuando estas ofrendas cayeron en desuso, entonces la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa de los fieles; desaparecido el rito de la ofrenda, se desarrolló el rito de la preparación, llamada prótesis. Emita cambio piensa De Meester y Petrovsky que haya podido tener lugar entre los siglos VIII y IX.

Todavía antes de que tuviese lugar esta transformación, cuando todavía los fieles llevaban sus dones al altar, se introdujo en el oficio bizantino, en la segunda mitad del siglo VI, el canto del himno Cherubicon. Cuando la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa, entonces este canto en este punto, más que al rito de la ofrenda, acompañó al traslado procesional de las oblatas de la prótesis al altar. Es ilógico, por tanto, declarar primitivo en la misa ambrosiana el rito de la procesión de las oblatas, que no es primitivo ni siquiera en la oriental; y más ilógico todavía afirmar que Milán del ó este pretendido uso primitivo hacia los siglos VI-VII por influjo de Roma, de la cual habría tomado el uso de la ofrenda de los fieles, precisamente cuando el Oriente dejaba el uso primitivo de la ofrenda para substituirlo con la prótesis, con la correspondiente procesión de las ofrendas.

 

El rito de la prótesis al principio de la misa de los catecúmenos no ha formado nunca parte de la misa ambrosiana. Solamente en el siglo V hubo alguna tentativa sobre el particular.

 

El Canon.

Con el diálogo entre el sacerdote y los fieles comienza la parte más sagrada de la misa, el canon. San Ambrosio la llama con los nombres benedictio, sacrae orationis mysterium, prex, sermo caelestis, verba sacramentorum.

La introducción al canon está constituida por el Praefatio. Tal nombre, faltando en el leoniano y encontrándose excepcionalmente en tres lugares del gelasiano antiguo, Jungmann piensa no ser improbable que haya pasado a designar las fórmulas Veré dignum en los libros romanos posteriores del uso milanés.

La abundancia de prefacios en el misal ambrosiano no es una característica suya, sino que representa el uso romano antiguo, reducido después en el gregoriano. Sobre los prefacios ambrosianos genuinos, de los cuales se distinguieron los derivados en el misal ambrosiano de otras fuentes, particularmente de los gelasianos del siglo VIII, ha hecho un excelente estudio Paredi.

Conservados en los antiguos misales ambrosianos, como extraños a todos los otros sacraméntanos latinos, hasta sesenta y ocho prefacios, y afirmada la casi certeza de que algunos otros, a pesar de que se encuentran en libros de otros ritos, se hayan derivado del misal ambrosiano, a este grupo de prefacios ambrosianos genuinos Paredi se propone asignar como autor en bloque al arzobispo de Milán San Eusebio, a mediados del siglo V. Este estudio tiene un valor capital, especialmente por asegurar la existencia de un sacramentarlo ambrosiano en el siglo V. Si la probabilidad del nombre de Eusebio como autor de los prefacios es buena, podrá, sin embargo, parecer un poco forzado el atribuir en bloque a él todos los prefacios genuinos ambrosianos. Algunos de ellos son de composición más antigua. Un ensayo de examen literario y de clasificación de los prefacios desde este punto de vista lo había intentado también Lelay. Un examen rítmico no sólo de los prefacios, sino también de las oraciones del misal bergomense, se debe a Guerini.

Lejay, remitiéndose a Turmes, supone que la enumeración de los nueve coros de ángeles en las liturgias latinas, y especialmente en la ambrosiana, haya sido introducida en Occidente por San Gregorio Magno. Pero Manser cita un pasaje (V, 20 de la ed. Schenkl) de la Apología Praphetae David, de San Ambrosio, donde son enumerados los nueve coros.

En Oriente, las Constituciones Apostólicas (VIII, 12:26) tienen la serie de los coros parecida a la ambrosiana.