La Penitencia.

 

La Penitencia en la Iglesia Primitiva. La Institución Divina. La Penitencia en la Iglesia Apostólica y Subapostólica. Conclusiones. El Régimen Penitencial en el Siglo III. La Tendencia Rigorística y sus Mitigaciones. La Disciplina de la Penitencia. La Penitencia Privada. La Penitencia Canónica del Siglo IV al VI. La Legislación Penitencial. Los Pecados Sometidos a la Penitencia. La Penitencia Pública. La Penitencia Privada. Terapéutica Espiritual. El Advenimiento de la Penitencia Privada. Los Libros Penitenciales. La Penitencia Privada en el Continente. La Confesión Privada. La Penitencia Pública. La Confesión Hecha a los Laicos. Falsedades y Abusos de la Indulgencias.

 

La Penitencia en la Iglesia Primitiva.

 

La Institución Divina.

El mensaje que Cristo trajo al mundo en nombre del Padre es esencialmente una invitación a la penitencia y al perdón dirigido a los pecadores. El lo declaró expresamente: Non veni vocare iustos, sed peccatores ad poenitentiam. Con las parábolas de la oveja, de la dracma perdida, del hijo pródigo, nos puso ejemplos; con su conducta hacia los pecadores — el paralítico, la adúltera, Zaqhueo, la Magdalena, el ladrón crucificado, el apóstol Pedro — nos mostró su actuación concreta; con su muerte redentora obtuvo la gracia para todas las almas extraviadas que en todo tiempo y lugar han recogido aquella invitación de Dios y puesto a sus pies su propio arrepentimiento.

Pero Cristo no podía permanecer siempre sobre la tierra. Era lógico y necesario que transmitiese a otros el mandato y los poderes recibidos del Padre para que en su nombre los usasen oportunamente para la salvación de todos los pecadores. Jesús, desde el comienzo de su ministerio, tuvo presente este futuro y grandioso diseño de misericordia universal, que un día sería realizado en su Iglesia a través de la obra de los apóstoles, y lo fue preparando gradualmente. En primer lugar lo anuncia. Estando en Cesárea de Filipo, después de haber preguntado a los apóstoles lo que la gente decía de él y oída la respuesta de Pedro, vuelto a éste, le dice solemnemente: Dichoso eres, Simón Baryona, hijo de Jonas, porque (lo que has dicho) no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo, a mi vez, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos, y lo que atares en la tierra, será atado en el cielo, y lo que desatares en la tierra, será desatado en los cielos.

Algún tiempo después, conversando Jesús con los apóstoles sobre el misterio de la redención, expresión de los propósitos misericordiosos de Dios hacia los pecadores, aclara bien el propio pensamiento con una parábola: Si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se hubiera descarriado, ¿qué os parece que hará entonces? ¿No dejará las noventa y nueve en los montes y se irá en busca de la que se ha descarriado? Y si la encuentra, en verdad os digo que más se alegra por causa de ésta que por las noventa y nueve que no se han perdido. Así que no es la voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, el que perezca uno solo de estos pequeñitos.

Enunciado el principio general, Jesús prosigue haciendo la aplicación práctica: Y si tu hermano pecare contra ti o cayere en alguna culpa, ve y corrígelo estando a solas con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano; si no hiciere caso de ti, todavía válete de una o dos personas, a fin de que todo sea confirmado con la autoridad de dos o tres testigos. Y, si no los escuchare, díselo a la Iglesia; pero, si ni a la misma Iglesia oyere, tenle como gentil y Publicano. Os empeño mi palabra de que todo lo que atareis sobre la tierra, será atado en el cielo; todo lo que desatareis sobre la tierra, sera desatado en el cielo.

Jesús previo que en la Iglesia habría pecadores; algunos, dóciles a la corrección y prontos a la enmienda; otros, obstinados y rebeldes, contra los cuales los apóstoles deberían tomar severas sanciones, hasta llegar a la excomunión. El garantiza la confirmación por parte de Dios de estas sanciones; como, en caso de revocación, la asegura también en el cielo.

¿Cuándo les entregó tales poderes a los apóstoles? Nos lo cuenta San Juan. La tarde de la resurrección, Jesús se aparece en medio de los apóstoles, reunidos en el cenáculo, y, después de haberles saludado y de haberles mostrado las cicatrices de sus manos y de su costado, les dice: ¡La paz sea con vosotros! Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros. Dichas estas palabras, alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes se los perdonareis y quedan retenidos a los que se los retuviereis.

 

Los tres episodios evangélicos antes narrados muestran con clara evidencia una abierta trabazón entre ellos. En los dos primeros, Jesús ha pretendido anunciar a los apóstoles que un día los investirá de poderes especiales para el funcionamiento de una institución a la cual los quería destinar. Lo ha indicado en la simbólica entrega de las llaves, que, en lenguaje bíblico y rabínico, significaba la facultad de mandar o prohibir, absolver o condenar; con la promesa expresa de que la sentencia dada por ellos en la tierra será ratificada en el cielo por Dios. Y para que los apóstoles estuviesen bien ciertos que no se trataba de juzgar de divergencias humanas de índole privada o social, Jesús, expresando sin velo ni metáfora su propio pensamiento, expresa claramente el carácter del todo espiritual e interior del juicio, para el cual les delegaba sus mismos poderes divinos. Ellos serán jueces de las conciencias, con la facultad consiguiente necesaria de conocer tanto el pecado como las disposiciones del pecador para estar en condiciones de ejercer con sinceridad y justicia el poder judicial conferido. Indudablemente, Jesús entregaba a los apóstoles y a la Iglesia los principios fundamentales de la disciplina penitencial.

Los apóstoles debieron comprenderlo bien. Ellos no podrían menos de recordar otras palabras parecidas, salidas tantas veces de los labios del divino Maestro, y dirigidas a los pecadores arrepentidos: ¡Vete en paz! Tus pecados te son perdonados, y mucho menos podían olvidar la categórica afirmación lanzada por El contra sus adversarios y sellada por el milagro del paralítico: Sabed que el Hijo del hombre tiene en la tierra la autoridad de perdonar los pecados. Era precisamente éste el poder que Jesús les delegaba.

Hay que notar, sin embargo, una diferencia substancial en las promesas hechas por Jesús a Pedro y las hechas a los apóstoles. A Pedro, piedra fundamental de su Iglesia, principio inmutable de unidad y de estabilidad, le concedió la plenitud de los poderes, mientras a los otros apóstoles les concede estos poderes subordinados a su unión con Pedro, el cual debe garantizar la legitimidad, el recto ejercicio, la duración en los siglos.

 

La Penitencia en la Iglesia Apostólica y Subapostólica.

De las palabras de Jesús puede extraerse no sólo el principio doctrinal de la remisibilidad de todos los pecados, cuyo ejercicio se confía a la Iglesia sin exclusión alguna, sino también la necesidad de que el ejercicio de tal poder espiritual quede condicionado a la existencia de algunos elementos característicos, que constituyen los factores esenciales del rito sacramental. Es decir, una confesión al menos genérica de la culpa; una manifestación de arrepentimiento asociada a una forma de satisfacción; una declaración de remisión de la culpa por parte de la autoridad eclesiástica, investida del poder necesario.

Los apóstoles entendieron así el mandato del Señor, y así lo debieron y mandaron ejecutar. ¿Es posible encontrar pruebas en los documentos de la Iglesia primitiva?

Debemos comenzar distinguiendo entre la primera y segunda penitencia. Llámase primera penitencia al bautismo conferido como lavatorio de todas las culpas hasta entonces cometidas y punto de partida de una nueva vida moral. San Pedro lo declaró en su primera alocución a los hebreos: Arrepentios y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesús para obtener el perdón de los propios pecados. Por tanto, no hay ninguna duda de que el candidato, antes de humillarse para recibir el bautismo, se acusaba, al menos genéricamente, de sus propias culpas delante del que administraba el sacramento, uniendo a la acusación, tácitamente al menos, un signo o una palabra de arrepentimiento y de propósito. La fórmula bautismal Yo te lavo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo era equivalente a una fórmula de absolución. Por lo demás, un complejo de actos parecidos se exigía también a los hebreos antes de recibir el bautismo, el lavatorio de penitencia en el Jordán: Eran bautizados — escribe San Mateo — confesando sus pecados. Se trataba ciertamente de una confesión genérica del tipo de la que pone Cristo en labios del publicano, aunque no puede excluirse el que alguno detallase alguna culpa que sentía ahogaba con más fuerza su conciencia. Más tarde, la confesión de los pecados entró a formar parte de los ejercicios penitenciales del catecumenado.

 

Pero aquí viene la dificultad: Los apóstoles y sus discípulos inmediatos, c practicaron también la segunda penitencia? Es decir, realizaron un rito sacramental, con el que pretendían perdonar los pecados cometidos después del bautismo y reconciliar al pecador con Dios? He aquí el problema, cuya solución se presenta muy difícil sobre todo por falta de documentos informativos. De todos modos, para aclarar cuanto sea posible la cuestión, es necesario en primer lugar hacer un inventario de los pocos datos ofrecidos por los escritos apostólicos y subapostólicos para después sacar las conclusiones. He aquí los más importantes:

a) Simón de Samaría, el Mago, después de haber recibido el bautismo, admirado de los prodigiosos efectos causados por la imposición de las manos sobre los neófitos, propone a los apóstoles el comprar con dinero el don del Espíritu Santo. Perezca tu dinero contigo — le reprocha indignado San Pedro-. Arrepiéntete y haz penitencia de este pecado y encomiéndate a Dios para que quiera darte el perdón. Es una abierta invitación del apóstol a arrepentirse, que presupone para Simón Mago la posibilidad de poder obtener la gracia del perdón, y éste por medio de San Pedro. Este, sin embargo, por lo que sabemos, no lo reconcilió entonces ni después, porque su corazón no era recto delante de Dios. Así lo dice el libro de los Hechos.

b) En su segunda carta, San Pedro pone en guardia a los fieles contra ciertos falsos doctores, sin duda cristianos, que reniegan del Maestro, por el que han sido redimidos; se abandonan a los desórdenes sensuales, a las pasiones impuras; blasfeman de lo que no conocen, desprecian la autoridad, ponen en duda la parusía de Jesús; para los cuales habría sido mejor no conocer el camino de la justicia que, después de haberlo conocido, alejarse de él. El acto de acusación que el apóstol dirige a estos promotores del mal es extraordinariamente severo; y no nos debe maravillar. Es difícil creer que, aunque fuese alto el ideal cristiano, todos los convertidos, especialmente los de la primera hora, depusiesen en seguida en la piscina bautismal, con la basura de los pecados, sus instintos depravados. Con todo, San Pedro los invita a todos al arrepentimiento y a la penitencia: Dominus patienter agit propter vos, nolens aliquos perire, sed omnes ad poenitentiam revertí. Existía, por tanto, una reconciliación y un perdón si en los cristianos degenerados existía una señal de arrepentimiento y una manifestación de penitencia.

c) También las cartas paulinas hablan frecuentemente de las miserias morales de los primeros fieles. En Tesalónica, Corinto, Filipos, Roma, Galacia, en las comunidades de la Siria, había muchos cristianos de vida irreprensible, favorecidos de modo maravilloso por los carismas espirituales. Pero no faltaban los tibios, los relajados y los que, a pesar del bautismo recibido, preferían a la observancia de la ley de Dios, antes que la satisfacción de sus pasiones. ¿Qué regla de conducta debían observar con estos los jefes de las comunidades? Tratándose de transgresiones leves, San Pablo, conforme al precepto evangélico, quería que se amonestase a los culpables para que se arrepintiesen y que cambien su comportamiento. Aconsejaba, en primer lugar, amonestar con caridad y en secreto, como a hermanos; pero después, si era necesario, también censurar más severamente en público, delante de la asamblea de los fieles: Reprende a aquellos que faltan en la presencia de todos, de forma que también los demás teman.

Pero cuando la advertencia no era suficiente para hacer juicioso al culpable, o se trataba de hechos graves y escandalosos, como la idolatría, el adulterio, el robo, la embriaguez habitual, era preciso recurrir a la excomunión, es decir, a la exclusión del pecador de la comunión de los hermanos: Si is — escribe el Apóstol a los corintios — qui frater nominatur, est fornicator, aut idolis serviens, aut maledicus, aut ebriosus, aut rapax, cum eiusmodi nec cibum sumere... Auferte malum ex vobis ipsis.

d) Tenemos un ejemplo típico en el caso del incestuoso de Corinto. San Pablo ha sido informado de que un cristiano vive incestuosamente, con la complacida tolerancia de sus compañeros de fe, con la propia madrastra. El Apóstol quiere darle, directamente a él e indirectamente a aquella comunidad, una severa lección, y por carta separa al incestuoso del cuerpo vivo de la Iglesia para abandonarlo a Satanás.

Apostol Pablo: "Lejano en el cuerpo, pero presente en el espíritu, ya he juzgado como si estuviese presente a aquel que ha obrado así. En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, habiéndonos reunido vosotros de espíritu con el poder de Nuestro Señor Jesucristo, (he decidido) entregar este tal a Satanás para perdición de su carne, a fin de que el espíritu sea salvado en el día del Señor."

 

El pecador debió estremecerse con la terrible sentencia, que el Apóstol, si hubiese estado corporalmente presente, le habría infligido en plena reunión, aun terminando con una expresa llamada a la esperanza del perdón. Sabemos, en efecto, por la segunda Carta a los Corintios y por la antiquísima tradición de los Padres que el incestuoso, después de hacer penitencia, fue reconciliado por San Pablo y admitido de nuevo en la comunión de los fieles. Una sanción igual a la precedente impuso el Apóstol a dos cristianos, Himeneo y Alejandro, que habían naufragado en la fe. De ellos escribe a Timoteo: Himeneo y Alejandro fueron entregados por mí a Satanás a fin de que aprendan a no blasfemar. También aquí se da el castigo ad correptionem, con la esperanza sobrentendida de un arrepentimiento y de un retorno a la fe. Qué alcance tenía una tal excommunicatio respecto al culpable. Lo separaba definitivamente de la Iglesia? Así sucedía cuando se trataba de un reincidente o rebelde. Así más tarde, según San Ireneo, se hizo con el heresiarca Cerdón (hacia el año 140), el cual más de una vez había simulado hipócritamente la penitencia al mismo tiempo que seguía realizando una subversiva campaña contra la verdad. Pero en los casos más ordinarios de un fiel que después del bautismo quebrantaba gravemente alguno de sus deberes cristianos, la ex-communicatio más bien lo separaba por cierto tiempo de sus correligionarios para evitar un contacto peligroso, pero no lo excluía ni de una activa y benéfica vigilancia por parte del obispo y de los presbíteros ni de una más o menos próxima rehabilitación. Era, más que otra casa, una pena medicinal infligida con el fin de provocar más fácilmente en el reo el arrepentimiento y la corrección y para servirle de expiación de su culpa. La Didaché, en efecto, prescribe que el delincuente no entre en la comunión de los hermanos doñee poenitentiam egerit.

e) San Juan nos ha dejado en el Apocalipsis varios mensajes en los cuales el Espíritu de Dios reprende a algunos obispos del Asia por su tolerancia con alguno de sus fieles que difunden doctrinas heréticas y llevan una vida escandalosa, participando en actos de idolatría y dejándose arrastrar por la codicia de las riquezas. Invita a todos sin distinción a hacer penitencia y a volver a la vida de la verdad para no incurrir en las severas sanciones de la divina justicia.

f) Clemente Alejandrino refiere un interesante episodio de la vida de San Juan que aclara su conducta sobre los delincuentes aun gravísimos. El apóstol había mandado instruir y bautizar por medio de un obispo asiático a un joven que le había parecido animado de singulares disposiciones hacia el bien. Pero el contacto con hombres perversos corrompió el corazón del joven neófito hasta el punto de hacerle abandonar la fe y convertirse en un jefe de banda, dedicado, con otros igual que él, a la rapiña y al asesinato. Cuando, bastante tiempo después, San Juan supo por el obispo el triste fin de su protegido y el lugar que había elegido para teatro de sus fechorías, quiso a toda costa volverlo a buen camino. Los bandidos lo descubrieron en seguida y lo condujeron a la presencia de su jefe. El cual, habiendo reconocido a su antiguo bienhechor, no pudo resistir a sus insistentes y afectuosas amonestaciones. Se dio por vencido, y el apóstol tuvo la alegría de restituirlo, arrepentido y convertido, a la iglesia de su bautismo.

98. g) San Clemente Papa, discípulo de los apóstoles y, como atestigua Tertuliano, ordenado por el mismo San Pedro en Rema, escribió alrededor del 91 una famosa carta a los fieles de Corinto para condenar la revuelta de algunos de sus jefes, los cuales habían pretendido deponer a los presbíteros no censurados. El santo pontífice inculca en los perturbadores de aquella comunidad el deber que tienen delante de Dios de reconocerse culpables y de confesar su pecado: Melius est enim homini peccata sua confíen, quam indurare cor suum. Que si todo esto exige el sacrificio de humillar en la penitencia y en la corrección el propio orgullo, éstos deben voluntariamente buscarlo para restituir la paz a su Iglesia.

De estas expresiones, como de toda la argumentación que San Clemente desarrolla en varios capítulos de la carta (n. 51-57), se deduce su pensamiento, que es substancialmente éste: Confiesen los rebeldes humildemente su culpa y sujétense a la penitencia eclesiástica para no merecer la expulsión del rebaño de Cristo.

Parece que San Clemente alude también a algunos elementos rituales de la práctica penitencial vigente en Roma, como las invocaciones de perdón, las lágrimas y las postraciones en tierra del pecador penitente. Alude igualmente a una clase de pecadores determinada cuando recuerda las intercesiones que en su favor se hacían (durante el sacrificio) ante Dios y ante los fieles a fin de que su penitencia fuese dócil y fructuosa.

 

Se habrá notado cómo San Clemente exige sobre todo a los culpables el confesar el propio pecado: Melius est enim homini peccata sua confiten, quam indurare cor suum. Ahora bien: también en otros documentos de esta época se insinúa más de una vez, y con suficiente claridad, la práctica de una confesión de los pecados hecha en el seno de la asamblea cristiana. He aquí los principales:

a) Hechos 19:14-20. Durante la permanencia de San Pablo en Efeso, algunos judíos exorcistas habían tentado inútilmente arrojar el demonio de un poseso en nombre de Jesucristo; más aún, el poseso se había arrojado sobre ellos y les había maltratado mucho. Este hecho llegó a conocimiento de los judíos y de los gentiles y les infundió un gran temor. Por todas partes, el nombre del Señor Jesús era glorificado, y multi credentium — narran los Hechos — veníebant confitentes et adnuntiantes actus. Multi autem ex eis qui fuerant curiosa sectati, contulerunt libros et combusserunt coram ómnibus, et computatis pretus illorum, inüenerunt pecuniam denariorum quinquaginta millium.

 

¿Qué valor podemos dar a la confesión de aquellos creyentes? ¿Eran o no bautizados? Los exegetas están divididos. Pero quizá, sin violentar el texto, se podría incluir en los creyentes tanto los que después del hecho se declararon cristianos como a los que lo eran ya desde hacía tiempo, aun sin haber renunciado todavía al gusto de la magia. Los unos y los otros vinieron al Apóstol a confesar y declarar sus prácticas supersticiosas. De todos modos, si hubo verdadera confesión, fue una acusación pública, como pública (coram ómnibus) fue la enmienda que hicieron, renunciando a sus no pocos libros de superstición.

b) La Didaché alude a la confesión en dos lugares. En el primero (IV, 14) se dice: In ecclesia confiteberis peccata tua, neque accedes ad orationem tuam in conscientia mala. Si, como parece probable, esta primera parte de la doctrina está dirigida a la instrucción de los catecúmenos, la confesión pública (in ecclesia), de la que se habla aquí, hay que entenderla como un simple ejercicio penitencial, preludio de la oración en común. De más valor es el segundo texto (14:1): Die dominica convenientes, frangite panem postquam delicta vestra confessi estis, ut sit mundum sacrificium vestrum. No pocos escritores, y entre éstos Funk, descubren un claro testimonio de la confesión sacramental, aunque genérica, y aducen en su apoyo el texto griego, que dice: προεξομολογησάμενοι τα παραπτώματα υμών; es decir: habiendo antes confesado vuestros pecados. Venía después el cumplimiento del precepto del Apóstol: Probet autem se ipsum homo..., que disponía al alma a la digna recepción de la eucaristía. La Didaché no especifica el lugar donde se hacía tal confesión; pero no hay duda de que, como la precedente, debía tener lugar in ecclesia, en presencia del presbítero, es decir, del obispo, de los presbíteros, de los diáconos y de todos los miembros de la comunidad, la Ecclesia fratrum.

 

h) La Epistula Apostolorum, compuesta alrededor del 140, desarrollando la alegoría de la parábola evangélica de Las vírgenes prudentes y necias, deplora los pecados gravísimos de los bautizados, como la apostasía, pero no pone límites a su perdón. El anónimo compilador presenta a los apóstoles, que confiesan delante de Jesús resucitado su incredulidad; muestra a los justos de la comunidad cristiana, que lloran y rezan por los pecadores; recuerda no sólo la exclusión eterna del culpable del convite de Dios, sino también la temporal aquí abajo, la excommuni cairo.

i) De San Policarpo (+ 155) tenemos una carta a la iglesia de Filipos, en la cual se queja de que un tal Valente, presbítero, junto con su mujer, haya pecado, volviendo a la idolatría por la avaricia. El espera todavía que ambos hagan penitencia de su pecado, y exhorta a los filipenses a considerarlos como miembros enfermos y dispersos que deben sanar y ser nuevamente conducidos a la unidad del cuerpo de Cristo.

j) El último en el tiempo en la serie de los testigos sobre la penitencia de la época primitiva, pero entre los primeros en importancia, es una obrita, el Pastor, compuesta en Roma por Hermas, hermano del papa Pío I, hacia la mitad del siglo II, la cual puede considerarse como el exponente de las ideas del presbiterado romano. Ella se propone como argumento la necesidad y la eficacia de la penitencia. El autor, siempre bajo el velo de la alegoría, ve en visión una mujer celestial, la Iglesia, la cual muestra el miserable estado de tantos cristianos degenerados porque o han apostatado durante la persecución, o han denunciado vilmente a sus hermanos de fe, o siguen doctrinas erróneas y perversas, o llevan una vida más pagana que cristiana. ¿Existe para todos éstos la esperanza del perdón? Hermas observa que, según algunos didascálicos, se debe responder que no; la única remisión concedida al cristiano es la del bautismo; según otros didascálicos, el pecador no tiene necesidad de penitencia, pero Hermas los denuncia como "hipócritas," ya que la penitencia es indispensable para salvarse; y, finalmente, según el pensamiento del escritor, todos los pecadores, por una especie de jubileo extraordinario y transitorio, pueden obtener después del bautismo con la penitencia la remisión de todas las culpas, aun de las gravísimas, pero una vez solamente. Si cayesen nuevamente, no hay ya para ellos lugar a la penitencia.

El Pastor es una reacción contra el rigorismo, que comenzaba a afirmarse, poniendo límites al perdón de Dios. Hermas no nos da pormenores acerca de la administración de la penitencia de que habla; sin embargo, la presenta como disciplina eclesiástica. Es la Iglesia la que recoge en su seno a los penitentes que ha expulsado y es a sus jefes jerárquicos a los que Hermas debe comunicar sus revelaciones.

 

Conclusiones.

Habiendo llegado al término de la reseña, suficientemente amplia, de los textos más importantes de la época apostólica y sub-apostólica alusivos a una disciplina penitencial, aunque casi todos son de un tono genérico, con rara alusión a la práctica, podemos, sin embargo, sacar algunas conclusiones, que presentan una fundada probabilidad y acusan una segura universalidad de aplicación en las mayores comunidades cristianas de la época.

1) Todos los testimonios aducidos convienen en el principio absoluto de que el perdón divino no tiene límites y, dada la fragilidad de la naturaleza humana, a pesar de la gracia del bautismo, en la posibilidad de una justificación post-bautismal; la cual se extiende a todos los pecadores arrepentidos y a todas las culpas, aun las más graves, como el adulterio, la fornicación, la apostasía, el homicidio. En Roma, en Corinto, en Alejandría, en Efeso, esta disciplina se afirma y está en vigor sin contradicciones. Comienza, sin embargo, a señalarse una corriente rigorista.

2) La Iglesia jerárquica, sintetizada en el presbiterado, presidido por el obispo, es la dispensadora del perdón de Dios. Así sucede en Roma, en Corinto, en Efeso, en Antioquía, en Filipos: Omnibus poenitentibus — escribe San Ignacio de Antioquía — remittit Deus, si se convertant ad unionem cum Deo et ad communionem cum episcopo. Ciertamente, este poder ministerial aparece usado con diversa amplitud según los casos; pero no consta que la Iglesia haya dudado nunca de ser depositaría del poder recibido de Cristo de perdonar los pecados.

3) Sobre las condiciones exigidas a los fieles caídos después del bautismo en culpa grave para obtener el perdón, faltan datos precisos que supongan una institución penitencial sistemáticamente ordenada. Esta, por lo demás, por diversas circunstancias, debía todavía revestir formas fluctuantes e indecisas. Pero entre tanto vemos que forman parte ya tres elementos esenciales:

a) Una confesión de la culpa, manifestada de alguna manera delante de la Iglesia, sea como comunidad, sea en la persona de sus jefes.

b) Una penitencia pública, más o menos larga y severa, unida generalmente a una exclusión temporal (excommunicatio) del consorcio de la comunidad de los fieles. Las formas de la penitencia, de origen predominantemente judío, consisten en la confesión de los pecados, en oraciones, ayunos, limosnas, genuflexiones y postraciones e invocaciones al perdón, a las cuales se asociaban los fieles.

c) Una reconciliación o absolución por parte de la autoridad eclesiástica; con carácter ciertamente sacramental, porque, cerrado el período de penitencia y admitiendo de nuevo al culpable en el rango de los fieles, lo restituye a la gracia de Dios, y con ello a la lícita recepción de la eucaristía. El principio extra ecclesiam nulla salus es el criterio que también en el campo penitencial informa toda la vida tanto de la comunidad como de los particulares. La idea de una remisión de la culpa tratada personalmente entre el pecador y Dios es una concepción moderna, extraña del todo a la práctica primitiva. De la reconciliación, San Pablo probablemente nos ha dejado también el rito de la imposición de las manos sobre el penitente, acompañada, sin duda, de una fórmula.

4) ¿Existía una reiteración de la penitencia pública para los pecadores reincidentes en culpas gravísimas? Los textos más antiguos callan; Hermas la estudia explícitamente; por lo demás, toda la tradición disciplinar de los siglos primitivos, que ilumina indirectamente la práctica primitiva, sugiere una respuesta totalmente negativa. Al cuplable reincidente no se le concede ya la penitencia, sino que el perdón está reservado a Dios. No obsta el hecho, atestiguado por Ireneo y Tertuliano, de los herejes Cerdón y Marción, que fueron admitidos más de una vez entre los penitentes; se trataba de desviaciones doctrinales, que la Iglesia condenaba ciertamente, pero no las ponía a la altura de los tres pecados característicos.

5) Por último, creemos que en la serie de los textos enumerados será difícil encontrar elementos seguros en favor de una penitencia privada; es decir, de una remisión del pecado hecha por la Iglesia como consecuencia de una confesión secreta e independientemente de toda forma de penitencia pública. Quizá podría verse un esbozo en la correptio fraterna, no privada, sino eclesiástica, de la cual hablan casi todos los escritores de aquella época. Con esto no pretendemos decir que fuese sacramental.

 

 

El Régimen Penitencial en el Siglo III.

 

Gnosticismo y Montañismo.

Hemos visto cómo ya en la época sub-apostólica comienzan a aparecer, todavía confusamente, las grandes líneas de la institución penitencial trazadas por Cristo y los apóstoles. Varios factores importantes contribuyeron a acelerar el desarrollo histórico y teológico. El mayor fue, sin duda, el aumento rápido de los fieles, en cuya masa se contaban no sólo los verdaderos hijos de Dios, deseosos de realizar en sí la sublime pureza del ideal cristiano, sino también numerosos pecadores y frágiles en la fe. Para corregir a estos últimos, llamándolos a una vida mejor, y para amonestar a los buenos con el ejemplo de las severas sanciones disciplinares, las grandes comunidades cristianas advirtieron la insistente necesidad de organizar de manera cada vez más regular y constante la disciplina de la penitencia. Esta, en efecto, desde el final del siglo II adquirió formas cada vez más precisas y definitivas en toda la Iglesia.

No puede negarse que a tal resultado cooperaron también dos grandes corrientes, las cuales en esta época, contando con numerosos adeptos, agitaron la Iglesia y atentaron de diversa manera contra la integridad de la disciplina penitencial; y son el gnosticismo y el montañismo.

Las varias sectas gnósticas que pulularon durante el siglo II, atribuyen de la impecabilidad absoluta a cierta clase de individuos (illumínati, pneumatici o espirituales), y la absoluta e irremisible degeneración a todos los demás (psychici o materiales), quitaban toda eficacia práctica a la penitencia y todo fundamento al rito sacramental de la confesión. Según estos herejes, la justificación era pura y simple consecuencia de la fe, y se obtenía con la adhesión a ciertas doctrinas recónditas y arcanas y con la práctica de algunas ceremonias de iniciación mística de origen pagano. Era la enseñanza de los neo-platóniccs, particularmente de Plotino, de Porfirio y de sus seguidores. En la práctica, estos illuminati, que se consideraban impecables, se abandonaban a todo desenfreno sensual, en la firme convicción de no quedar manchados; para ellos no era necesaria la penitencia.

En contraste directo con la práctica de los gnósticos, la corriente montañista, difundida en seguida de la Frigia a todo el Occidente con la exaltación fanática de la inminente parusia final de Cristo, predicaba una vida de extrema austeridad, y como corolario la irremisibilidad de los tres pecados más graves, y la doctrina de que la potestad de las llaves no residía en la Iglesia de los psíquicos, la católica, sino en la Iglesia espiritual formada por los profetas de la secta, inspirados por el Paráclito. A éstos en el 212 se sumó también Tertuliano, que se erigió en su más elocuente patrón.

 

La clasificación de los tres pecados — apostasía, adulterio, homicidio —, que en el sistema montañista y entre los defensores del ascetismo integral fue en esta época objeto de ardientes discusiones y ocasión de profundas divergencias, tenía quizá sus raíces en la moral judía enseñada a los prosélitos. El Nuevo Testamento no alude a esto, pero los apóstoles debieren sacarla de los preceptos evangélicos, como legítima y muy oportuna norma de moralidad para los fieles. Se hicieron objeto de una formal decisión del llamado Concilio de Jerusalén (Hechos 15:28-29); y su deliberación fue llevada en seguida a conocimiento de las comunidades. No tenemos, sin embargo, ningún elemento para afirmar que los apóstoles impusieran una sanción o reserva sobre tales pecados en cuanto a su perdón. Pero hay que notar que cuando al final del siglo II se quiso dar una base jurídica a aquella reserva, se adoptó para el caso el texto del decreto, reuniendo las dos prohibiciones a sanguine et suffocato en una sola, a sanguine: el homicidio.

La terna indicada presentaba, con el sello de la autoridad apostólica, los pecados que estaban en contraste directo con la profesión del cristiano; pero era lógico que aquella nomenclatura comprendiese también, además del pecado tipo (apostasía, adulterio, homicidio), el conjunto de desórdenes morales que gravitan, como causa y efecto, alrededor de aquel pecado. Encontramos, en efecto, entre los escritores más antiguos, comenzando por San Pablo, listas de vicios y pecados, colocados en cierto orden sistemático, en relación con su gravedad. La Didaché, por ejemplo, bajo el título "El camino de la muerte," enumera en primer lugar las obras malas que conducen a él después que los pecadores las han cometido:

"El camino de la muerte es éste: En primer lugar es malo y lleno de maldición: muertes, adulterios, concupiscencias, fornicaciones, hurtos, idolatrías, magias, envenenamientos, rapiña, falsos testimonios, hipocresías, doblez, engaño, soberbia, malicia, prepotencia, avaricia, turpiloquio, emulación, arrogancia, altanería, jactancia. Perseguidores de los buenos, odiadores de la verdad, amantes de la mentira, no reconocedores de la justicia, no apegados al bien ni al juicio justo, inclinados al mal, sin mansedumbre y paciencia, amadores de las vanidades, ansiosos de la recompensa, sin misericordia hacia los pobres y los oprimidos, no reconocidos hacia los que los han creado, matadores de los hijos, dañadores del trabajo de Dios, saqueadores del necesitado, opresores del oprimido, abogados de los ricos, jueces inicuos de los pobres, pecadores en todo."

Tertuliano enumera más de una vez los pecados capitales o considerados graves. En el Adv. Marcionem (IV, 9) habla de septem moculís capitalium delíctorum... idololatria, blasphemia, homicidio, adulterio, stupro, falso testimonio, fraude. En el De pudicitia, recalcando una frase de San Juan (1 Juan 5:16), distingue dos especies de pecado: los non capitalia, non ad mortem, y los capitalia, ad mortem.

Los otros, los más graves, aparecen en la lista antes referida, que Tertuliano reduce después a la terna acostumbrada, los pecados irremisibles, quorum veniam a Deo reservamos. Los primeros, en cambio, aunque algunos puedan revestir una innegable gravedad, entran en la disciplina penitencial ordinaria, propia del obispo: levioribus delictis veniam ab episcopo consequi potest.

Se puede imaginar sin dificultad cómo esta casuística moral, fácil en teoría, admitiese en la práctica grados y apreciaciones diversos y exigiese en el obispo iluminada discreción y madura experiencia. Otras clasificaciones de los pecados redactadas posteriormente, en los siglos IV y V, se muestran más precisas y completas. Pero es preciso llegar hasta San Cesáreo (+ 542) para encontrar modelos menos lejanos del uso medieval y moderno.

 

La Tendencia Rigorística y sus Mitigaciones.

El rigorismo moral de los montañistas procedía de una falsa idea escatológica, la supuesta inminente parusía de Cristo. Pero, indudablemente, al principio sobre todo, ejerció una sensible influencia sobre los fieles y sus obispos, reclamando una más severa disciplina de costumbres. Con todo, prescindiendo de este hecho secundario, es preciso admitir que el espectáculo de la depravación de muchos bautizados, que con su mala conducta renegaban de hecho de los principios esenciales de la vida cristiana, debió insinuar en no pocos pastores de almas la duda de si una mayor severidad hacia los pecadores no habría puesto quizá un freno más enérgico a sus culpas.

Así vemos después de la mitad del siglo II cómo en Roma, en África, en Alejandría y en Asia se afianza una difundida tendencia rigorista, la cual concede ciertamente después del bautismo (poenitentia prima) el beneficio de la penitencia canónica y de la reconciliación a los caídos en culpas graves, pero limitada a una sola vez, la segunda penitencia. En Roma, Hermas, hermano del papa Pío I, se hace paladín de esta doctrina, y la hace manifestar al Pastor, que en la alegoría de sus visiones representa a Cristo mismo: "Yo te anuncio que si alguno, después de tan grande y solemne llamada (la del bautismo), cediendo a las tentacienes del demonio, peca, él tiene (delante de sí) una sola penitencia,".

 

También Tertuliano, antes de pasar al montañismo, defiende una práctica idéntica, que supone pacífica en las comunidades de la iglesia africana. En el De poenitentia, escrito hacia el 203, se expresa así:

"Seamos salvados una vez (por el bautismo); no nos expongamos más al peligro con la esperanza de salir ilesos..., pues el implacable enemigo no cesa en ningún tiempo de poner por obra sus artes malignas; más aún, principalmente se enfurece cuando ve al hombre plenamente liberado (de la culpa), como llama que tanto más crece cuanto más se trata de extinguirla... Por tanto, Dios, previendo estas artes mortales, aunque esté cerrada ya la puerta del perdón y cerrado el camino con el cerrojo del bautismo, del ó todavía abierto un respiro. Colocó en el vestíbulo (de la domus ecclesiae) la segunda penitencia, para que abriese al que llame a la puerta; pero sólo por una vez, porque es ya la segunda, y no más, porque después será inútil llamar. ¿Y no bastará esta sola vez? Tú recibes aquello que no has merecido porque habías perdido aquello que ya habías recibido."

En Alejandría, la práctica es idéntica a la descrita por Tertuliano. Clemente Alejandrino (+ 302) declara que normalmente se concede a los reincidentes una sola penitencia después del bautismo. Orígenes (+ 255), su sucesor en la dirección del Didascaleion, confirma substancialmente la misma doctrina.

 

Pero surge una enredada cuestión: la segunda penitencia concedida después del bautismo admitía la reconciliación con la Iglesia y con Dios para todos los pecados graves, comprendidos los tres reservados, o bien para estos ultimes se concedía ciertamente La penitencia canónica, pero no la reconciliación, porque el perdón era reservado solamente a Dios? Es difícil dar una respuesta segura, porque los testimonios de los contemporáneos no son exhaustivos. Por esto, mientras muchos críticos juzgan que todas las culpas indistintamente eran perdonadas por la Iglesia después de la penitencia necesaria o, lo más tarde, al morir, otros lo niegan para los tres pecados gravísimos y otros parecidos. Esta disciplina se encuentra, si no en todas, en buena parte de las comunidades episcopales de Occidente aun de importancia, como Cartago y Roma. El papa Inocencio I (+ 417), escribiendo a Exuperio de Tolosa, admite que en lo pasado (illis temporibus) — y sería la época de que tratamos — a ciertos pecadores olvidadizos, que al final de su vida pedían demasiado tarde la penitencia y la reconciliación, se concediera la penitencia, pero no la reconciliación. Era una durior observatio, como él la llama, que un obispo podía muy bien imponer también en casos análogos; por ejemplo, a un apóstata o a un adúltero, como lo vemos sancionado por el canon 69 de Elvira (303). En este concilio, que reunía obispos de dieciocho diócesis españolas, se ordena diferir en muchos casos la reconciliación del penitente hasta la muerte, y en otros, rechazarla aun en el lecho de muerte. Esta última solución, que sigue un camino medio entre las dos opiniones extremas, presenta, a nuestro parecer, alguna mayor probabilidad, pues responde mejor al ambiente histórico-disciplinar de aquel tiempo.

Por lo demás, hay que tener en cuenta que en esta época, excepto el principio substancial del perdón divino a los pecadores, transmitido por la tradición apostólica, no había ni podía haber todavía normas filas y generales en la aplicación de aquel perdón a las necesidades tan diversas de las almas extraviadas. El determinar la medida, los límites, la Oportunidad, se dejaba necesariamente al juicio prudente del obispo, el cual, en conciencia y sin ceder a influencias menos ortodoxas, podía seguir criterios más amplios o más rigurosos. En efecto, encontramos frecuentes ejemplos, aun en una misma provincia, de dos direcciones penitenciales diversas, sin que por esto resultase amenazada la unión de las iglesias. San Cipriano, por ejemplo, refiere que varios obispos de la provincia de Cartago, sus antecesores, antes del edicto de Calixto, rehusaban la penitencia a los adúlteros, mientras que otros la concedían. Por Dionisio de Corinto (c. 170) sabemos que Amastri, en el Ponto, era generoso en el perdón a todos los pecadores, mientras que su colega vecino de Gnoso se mostraba muy riguroso.

 

Efectivamente, la corriente rigorista, a pesar del laudable fin de defender el purísimo ideal evangélico, se separaba de la tradición penitencial primitiva, que no ponía límites a la dispensa del perdón de Dios. Era, sin embargo, una medida prudencial de contingencia dictada por las necesidades del momento histórico y en plena coherencia con las facultades de la Iglesia.

La Iglesia es arbitro que debe hacer uso del poder de las llaves a ella confiado, y puede prodigarlo o reservarlo no ciertamente a capricho, sino según los tiempos y las circunstancias, para mayor bien de la comunidad. Y esto tanto más cuanto que la absolución eclesiástica no es la única vía por la cual cada uno de los fieles puede obtener el perdón de Dios; de donde negar aquella absolución no era sinónimo de condenar a la desesperación. Si pacem hic non metit —escribió Tertuliano a propósito de estos pecadores —, apud Dominum seminal; nec amittit, sed praeparat fructum. Ciertamente debía pesar en los caídos aquel período largo y acerbo de penitencia; tanto más si, tratándose de los tres pecados conocidos, éste se habría terminado solamente con la muerte. No hay que maravillarse si Tertuliano confiesa que la mayor parte (plerique) de los culpables o se substraían a la ignominia de la exomologesis o la diferían indefinidamente. La Iglesia, sin embargo, que no se encastillaba en sus posiciones y vigilaba, apenas advirtió que una postura demasiado rígida no sanaba, sino que exasperaba las llagas de sus hijos, se apresuró a mitigar su disciplina, adoptando una práctica penitencial más benigna.

 

La primera intervención importante se verificó a principio del siglo III, en relación con los pecados de lujuria, con el llamado "edicto del papa Calixto" (217-222). Tertuliano nos ha dejado memoria en el De pudicitia, compuesto después del 217, cuando ya se había pasado al montañismo.

Consecuentemente, mientras se infligía a los adúlteros una excommunicatio perpetua, Calixto daba una nueva norma; éstos, después de la excommunicatio temporal (ad praesens), serían reconciliados y reintegrados a la communio ecclesiastica. El edicto no aludía al perdón de los apostatas ni al de los homicidas. Por eso Tertuliano reprendía a su autor de ser incoherente, porque la idolatría y el homicidio son de la misma naturaleza que la impureza, dirigidos igualmente contra Dios.

Tertuliano, ya fanático montañista, no obstante su violenta postura contra la disposición calixtina, olvidaba que veinte años antes había defendido los mismos principios de indulgencia en su De poenitentia. También San Hipólito en Roma, decidido adversario del papa Calixto, tomó partido contra su edicto, atribuyéndole la ruina de la moral cristiana. Sin querer dar a aquella decisión, fuese o no pontificia, la importancia excepcional asignada por ciertos escritores acatólicos, se debe reconocer que contribuyó poderosamente a fijar la disciplina penitencial en un punto capital todavía oscilante, preparando el camino a una definitiva liquidación de las tendencias rigoristas. A treinta años de distancia, bajo San Cipriano, la reconciliación de los adúlteros era ya una práctica pacífica.

 

Después de la indulgencia concedida a los adúlteros vino la de los apóstatas. Dio ocasión a ella la terrible persecución de Decio (250-251), en la cual, si muchos cristianos supieron afrontar noblemente la muerte por la fe y otros (martyres, conjessores) sufrieron prisiones y tormentos inauditos, un número mucho mayor de fieles sucumbieron, ya adhiriéndose públicamente a los sacrificios paganos (lapsi), ya con un simulado libelo, obtenido de la policía a precio (libellatici). Todos éstos debieran, según las reglas tradicionales de la penitencia, haberse sometido a una separación perpetua de la Iglesia; pero eran, para hablar sólo de Cartago, la casi mayoría de los fieles. El problema se presentaba arduo e imponente porque non paucorum, nec ec clesiae unius aut unius provtnciae, sed totius orbis causa erat.

Pasamos por alto los pormenores del debate que para remediar tal estado de cosas se desencadenó entre los obispos de la iglesia africana, capitaneados por San Cipriano, y el concilio de Roma, presidido por el papa Cornelio. El resultado fue éste: los verdaderos lapsi serían admitidos a la penitencia durante un período muy largo (traheretur diu poenitentia), pero con la esperanza de la reconciliación; los libellatici recibirían el perdón caso por caso, según la gravedad de su pecado; los sacrificati podrían esperarlo solamente a la hora de la muerte (sacrificatis in exitu subveniri). Además, en cuanto a los lapsi que no hubiesen querido someterse a la penitencia y a la exomologesis, ni siquiera en caso de muerte se les debía dar la reconciliación aunque la pidiesen: quia rogare illos non delicti poenitentia, sed mortis urgentis admonitio compellitt nec dignus est in morte accipere solatium, qui se non cogitavit esse moriturum.

Las decisiones de Cartago y de Roma tuvieron gran resonancia en toda la Iglesia a pesar de la tenaz y prolongada oposición cismática de Novaciano y de su partido y de algún obispo inclinado al antiguo rigorismo. En las Galias, por ejemplo, Faustino de Lyón adoptó en seguida los nuevos criterios de indulgencia; en cambio, Marciano de Arles se mostró refractario, provocando las protestas de San Cipriano. En Egipto, Dionisio de Alejandría, solidario con el papa Cornelio y San Cipriano, se hizo apóstol del perdón a los lapsi penitentes, pero no consiguió persuadir a Fabio de Antioquía. Pero Demetrio, su sucesor, en el concilio de Antioquía (252), constituido por obispos de todas las provincias orientales, condenó el novacianismo y sus principios rigoristas y heréticos. La Didascalia apostolorum (primera mitad del siglo III) alude a una persistente corriente de rigorismo cuando amonesta al obispo a no dejarse apartar de la misericordia para seguir sus propias duras recriminaciones. En Roma, según refieren dos epígrafes damasianos, bajo les papas Marcelo y Eusebio (303-309) ocurrieron graves turbulencias por parte de los lapsi en la persecución de Diocleciano, a los cuales, según parece, habían exasperado las condiciones de penitencia. En España, más ampliamente que en otras partes, los obispes ratificaron las severas reglas de la antigua disciplina penitencial; pero quizá había algún influjo novaciano en tanto rigor.

Con todo, podemos afirmar que al final del siglo III, terminado el período del rigorismo, la Iglesia había restablecido, tanto en Oriente como en Occidente, aquella prudente actitud de perdón de la que Cristo y los apóstoles habían dado ejemplo.

 

La Disciplina de la Penitencia.

La disciplina penitencial, único camino legítimo para llegar después del pecado al perdón de Dios, no admitía solamente una compunción del corazón, sino que imponía al culpable la necesidad de someterse a un complejo de prácticas exteriores, que Tertuliano resume en el término exomologesis: Ut non sola conscientia praeferatur, sed aliquo etiam actu administretur. Is actus... exomologesis est. Él término se encuentra por primera vez en San Ireneo, y con idéntico sentido que en Tertuliano. Narrando el caso de la mujer de un diácono seducida por el gnóstico Marcos y admitida nuevamente en la Iglesia, escribe que "pasó toda la vida en la exomologesis," es decir, en el estado de penitente. Para conocer los ejercicios penitenciales, nos basta examinar: para el Occidente, los escritos de Tertuliano y de San Cipriano; para el Oriente, la Didascalia apostolorum, compilada por un obispo de Siria alrededor de la primera mitad del siglo III, y también por otros escritores contemporáneos, como Orígenes.

La exomologesis, como ya notaba Tertuliano, comprendía tres actos o fases: Delictum Domino nostrum confitemur, satisfactione confessione disponitur, confessione poe nitentia nascitur, poenitentia Deus mitigatur; es decir:

1) La confessio, hecha al obispo o a un delegado suyo, seguida de la penitencia.

2) La poenitentia o satisfactio.

3) La reconciliatio con la Iglesia y con Dios, dada por el obispo o un delegado suyo.

 

La "confessio."

Todas las fuentes están conformes en designar al obispo como el administrador ordinario y oficial de la disciplina penitencial. "¡Oh obispo! — escribe la Didascalia —, (al acoger al penitente) trata de ser recto en tus decisiones y de tener conciencia de tu cargo, porque estás en presencia de Dios y tienes el puesto de Dios omnipotente." Le ayudaba el colegio de los presbíteros con alguna participación de la comunidad de los fieles. Era por eso el obispo el que en secreto recibía directamente del culpable la confesión del pecado, si éste era oculto, e invitándole a entrar en el rango de los penitentes, le fijaba el tiempo y la modalidad de la penitencia que debía cumplir. Escribía Orígenes (+ 254): Et adhuc... licet dura et laboriosa, per poenitentiam, remissio peccatorum... cum non erubescit (peccator) sacerdoti Domini indicare peccatum suum, et quaerere medicinam. Cuando, en cambio, el pecado grave de un miembro de la comunidad había sido o se había hecho público, o denunciado, según el Evangelio, dic Ecclesiae por algún fiel, el obispo junto con los presbíteros, reunidos en consejo, examinaban la verdad del hecho y de la acusación y discutían las medidas disciplinares que se le debían imponer. Tertuliano habla así en su Apologético:

 

"En nuestras reuniones tienen también lugar las exhortaciones, correcciones y censuras divinas. Estas sentencias, sin embargo, se dan con gran ponderación, como entre personas que están íntimamente persuadidas de encontrarse en presencia de Dios. Y existe gravísima amenaza, en consideración del último juicio divino, que nos espera después de la muerte, el hecho de que alguno haya cometido una culpa tal como para merecer ser excluido de la oración en común y ser mantenido lejos de nuestras reuniones y de cualquier relación con nosotros. Están en cabeza de estas reuniones nuestras los ancianos más venerandos."

 

También San Cipriano, en una carta a sus sacerdotes y diáconos, declara que no quiere decidir él solo sobre el caso deplorable de los lapsi, pero que lo discutirá con ellos y con el beneplácito de los fieles.

Pero podía suceder que el pecador en cuestión fuese no un pobre caído, sino un hipócrita; el cual, a pesar del bautismo recibido, demostraba no querer renunciar a las iniquidades de los gentiles. En tal caso no había que ser débil. La Didascalia amonesta al obispo el ser fuerte y no hacer caso a nadie; para el bien común, aparte de la grey de Dios la oveja enferma. Puede ocurrir que el pecador, confundido y excomulgado por sus hermanos, entre dentro de sí y haga penitencia. Semejante excommunicatio la impone la Iglesia — continúa la Didascalia — al pecador que rechaza el someterse a las decisiones del obispo. Sea tratado aquél como un pagano y publicano.

 

¿La aceptación de las sanciones penitenciales requería también, por parte del culpable, una confesión pública de su pecado? Por regla general, creemos que no. El hecho de someterse a humillantes prácticas de penitencia pública llevaba ya implícita la confesión de un grave pecado cometido, ya que tal penitencia no se imponía por pecados ligeros o considerados entonces como tales. En casos extraordinarios pudo darse también una confesión pública, como en el episodio narrado por el papa Cornelio en una carta a Fabio de Antioquía a propósito de uno de los obispos que había consagrado Novaciano. Dicho obispo algún tiempo después, arrepentido, ad ecclesiam rediit, delictum suum cum lamentis ac fletibus confitens; quem nos, cum universas populus pro illo intercessisset, ad communionem laicam suscepimus. Por esto, cuando Tertuliano declara que es mejor palam absolví quam damnatum latere, no se refiere a confesiones que los pecadores debían hacer ante la pública asamblea, sino a la patente ignominia, publicationem dedecoris, a la cual necesariamente se sometía el que entraba en el rango de los penitentes, cumpliendo delante de todos prácticas humillantes. Por esto, el número de los penitentes era escaso; la mayor parte substraía y difería el peso de día en día: plerique... publicationem sui aut suffugeref aut de die in diem differré praesumunt. Y San Ireneo nos describe el drama angustioso de varias mujeres extraviadas en alma y cuerpo por los gnósticos valentinianos, pero arrepentidas después de su ignominia. "De ellas, algunas abrazaron valientemente la penitencia pública, otras que no llegaban a decidirse, se retiraron, desesperadas, de la Iglesia; otras apostataron abiertamente; finalmente, otras dudaron, y, como dice el proverbio, no están ni dentro ni fuera." Pero por penosa que fuese, los obispos seguían exhortando a la confesión de la culpa, preludio de la penitencia y del perdón de Dios. Confiteantur singulif quaeso vos, fratres, delictum suum, dum adhuc, qui deliquit, in saeculo est, dum admitti confessio eius potest, dum satisjactio et remissio (facta) per sacerdotes apud Dominum grata est.

En la persecución de Decio, entre los lapsis hubo también miembros del clero, en su mayoría libellatici a los cuales se impuso justamente, como a los otros, las sanciones de la penitencia pública. Pero ya que la regla de la Iglesia no consentía que, con desdoro del sacerdocio, obispos y sacerdotes fuesen mezclados con el grupo de los penitentes, antes de someterlos al castigo, los obispos de África, conforme a una norma seguida también en Roma por el papa Cornelio, decidieron que fuesen degradados, es decir, reducidos al estado laical, sin esperanza de reintegrarse a su grado, cum manifestum sit — escribía San Cipriano — eiusmodi homines nec Ecclesiae Ghristi posse praeesse, nec Deo sacrificia of ferré deberé. Cita el ejemplo de un obispo español, Basílides, libelático y blasfemador de Dios; el cual, arrepentido de sus culpas, depuso espontáneamente el episcopado para entregarse a la penitencia, contento de poder, al menos como laico, pertenecer de nuevo a la comunión de la Iglesia: episcopatum... sponte deponens ad agendam poenitentiam... satis gratulans si sibi vel laico communícare contigeret.

 

Las formas de la "satisfactio."

El primer acto de la penitencia pública era la excommunicatio, es decir, una declaración expresa o tácita del obispo con la cual se expulsaba al pecador de la iglesia, de ecclesia expellitur; se le colocaba en el orden de los pecadores y se le separaba, como dice Tertuliano, de la communicatio e eclesiástica, o sea de la comunión espiritual de los fieles y de la participación litúrgica de los santos misterios. quis ita deliquerit a comrnunicatione orationis et conventus et omnis sancti commerdi relegetur. San Cipriano lo declara no menos formalmente. Juzgando la manera de proceder de algunas vírgenes cuya conducta no había sido correcta, escribe que, si no rompen las relaciones reprochadas, graviore censura (de ecclesia) eiiciantur nec in ecclesiam postmodum tales facile recipiantur. En Alejandría se hacía lo mismo. Qui manifesté et evidenter criminosi sunt — escribe Orígenes — de ecclesia expelluntur...; ubi enim peccatum non est evidens, eiicere de ecclesia neminem possumus.

Para saber cómo se encontraba el asunto de la penitencia pública en África a principios del siglo III, nos basta con examinar el De poenitentia, de Tertuliano, en el cual hallaremos datos abundantes y claros.

El cumplimiento de esta segunda y única penitencia, cuanto más limitada sea, requiere más severa prueba; ni debe consistir sólo en la manifestación de la culpa, sino también en ciertos actos exteriores. Tales actos constituyen lo que suele expresarse con el vocablo griego exornologesis. con el cual confesamos al Señor nuestro pecado, no porque El lo ignore, sino porque es necesaria la confesión para aplicar la penitencia proporcionada y porque de la confesión surge el deseo de expiar, y con la expiación es aplacado Dios.

La disciplina de la exornlogesis consiste, por tanto, en colocarse el ser humano en humilde postura; ésta impone también el encomendarse a las oraciones de los hermanos, las cuales obtienen la misericordia divina. También, respecto al vestido y al alimento, impone el cubrirse de saco y ceniza, el presentarse en postura humilde y desordenada, el sumirse en dolorosa tristeza y transformar con duro trato las inclinaciones que condujeron a la culpa. Y en cuanto al alimento y a la bebida, impone el régimen primitivo, para conservarse con vida y no para secundar los afanes del estómago. Es preciso, además, alimentar la oración con frecuentísimos ayunos; es preciso también gemir, derramar lágrimas. Gemir durante días y noches enteras, invocando al Señor, tu Dios; arrastrarse delante de los presbíteros, postrarse de rodillas delante de las personas amadas por Dios, confiar a todos los hermanos la embajada de las propias oraciones.

Todo esto requiere la exomologesis para hacer acepta a Dios la penitencia, para honrar al Señor con el temor de la propia perdición; de modo que ella, pronunciando la ley de la expiación contra el pecador, se oponga a la indignación de Dios y, mediante los sufrimientos temporales voluntarios, pueda, no diré anular, pero sí substituir las penas eternas."

La práctica penitencial descrita por Tertuliano es substancialmente confirmada por San Cipriano cincuenta años después; pero la misma debían seguir, poco más o menos, todas las iglesias. Para Roma tenemos el ejemplo de cierto sacerdote Natalio, el cual a principios del siglo III, a pesar de haber confesado a Cristo, se había dejado seducir por avaricia por el herético Teodoto, y había entrado en su secta, asumiendo el oficio de obispo, con un abundante salario mensual. El Señor, que no quería que pereciese así un confesor suyo, habiéndole amonestado en vano varias veces durante el sueño para que desistiese, permitió que una noche fuese ásperamente azotado por un ángel. Natalio, persuadido finalmente de su error.

 

Sobre la organización de la penitencia en Oriente, encontramos interesantes pormenores en la Epistula Canónica, de San Gregorio Taumaturgo, obispo de Neocesarea, en el Ponto, dirigida alrededor del 260 a un colega de su provincia sobre la penitencia que se debía imponer a algunos cristianos que durante las incursiones de los godos en el Ponto habían transgredido la disciplina y la moral cristianas. En ella distingue tres clases de penitentes:

1) Los auditores, los cuales después de las lecturas y el sermón de la misa didáctica salían de la iglesia y esperaban en el vestíbulo.

2) Los genuflexi, o prostrati, que, a diferencia de los fieles, stantes, permanecían siempre de rodillas, en la actitud del publicáno del Evangelio, aun durante el servicio litúrgico dominical y festivo.

3) Los assistentes, los cuales, permaneciendo en la iglesia en el lugar asignado a los penitentes, podían asistir a toda la misa, pero no recibir la eucaristía.

A estas tres clases, más tarde en muchas comunidades asiáticas se añadió una cuarta, que era como el preludio de las otras tres: los plangentes, debían ponerse no sólo fuera de la iglesia, sino también fuera del atrio, en el paso de los fieles. Se encuentran testimonios de esto por primera vez en una carta de San Basilio a propósito de un impúdico y de un homicida. El primero, antes de ser admitido a los demás grados de la penitencia, debía estar entre los plangentes durante un año; el segundo, durante cuatro.

No nos consta que los grados penitenciales instituidos por San Gregorio hayan sido copiados fuera de las provincias de Asia. En Occidente, al menos durante el siglo III no encontramos señales de ninguna clasificación de los penitentes. Tertuliano y después San Cipriano aluden solamente a dos estaciones penitenciales: en el atrio, delante de la puerta de la iglesia: in vestíbulo, pro joribus ecclesiae, ad limen ecclesiae, y después dentro de la iglesia misma: in médium, delante de la comunidad.

También en Roma debía suceder así. Escribe Novaciano: (Lapsi) pulsent sanctores (ecclesiae), sed non utique confringant; adeant ad limen eedediae, sed non utique transiliant.

 

Acerca de la duración del período penitencial, varios de los textos citados han aludido ya a ello, si bien en forma genérica. Por lo demás, no esperemos encontrar en esta época una norma que indique la medida de las penitencias, el iustum tempus, diría San Cipriano, impuesto a los culpables. El obispo tenía por tradición toda facultad sobre el particular; y, oídos los presbíteros, fijaba la pena según las razones de la justicia y la responsabilidad del pecador. Así vemos que en algunos casos, por ejemplo, con los lapsi, la penitencia era muy larga (poenitentia diu iraheretur), pero temporal; en otros, como en los sacnficati, podía abarcar toda la vida, salvo el ser reconciliado a la hora de la muerte (in exitu subveniri). Muchos cánones desde el concilio de Elvira (303) consienten en la admisión del culpable a la penitencia canónica, pero lo excluyen de la reconciliación aun en el artículo de la muerte: placuit... nec in finem communionem accipere. Admiten, además, otras penas menores; por ejemplo, de siete años, para la patrona que advertidamente ha permitido que su esclava fuese azotada hasta hacerla morir; de un año, para la joven seducida, pero que se casa con el cómplice, o de cinco años, si con otro hombre; de cinco años, para quien se casa con un hereje o un judío; de diez años, para un fiel que pasa a la herejía y después vuelve a la Iglesia; de diez años, para la mujer adúltera, si ha roto su relación; de lo contrario, nec in finem dandam esse communionem.

El obispo, por iniciativa propia o, como veremos, por la intercesión de los confesores, podía abreviar el tiempo de la penitencia y anticipar a los penitentes bien dispuestos la reconciliación. San Cipriano en el 252, juzgando inminente una nueva persecución, dispuso se concediese la paz a los lapsi que de buen grado habían aceptado la disciplina de La penitencia, a fin de que estuviesen dispuestos a resistir con la gracia de Dios la nueva prueba: ut quos excitamus et hortamur ad praelium, non inermes et nudos relinquamus, sed protectione sanguinis et corporis Christi muniamus. A sostener la constancia de los penitentes y animarlos en la larga y dura disciplina impuesta ayudaba mucho la fraternal solidaridad espiritual de la comunidad entera, la cual les asistía, lloraba con ellos y los recordaba incesantemente en la oratio fidelium de la misa. Decía Tertuliano al penitente: "La oración de la Iglesia es la oración misma de Cristo. Cuando tú te postras a los pies de los hermanos, tiende a Cristo las manos suplicantes, dirige a El tus súplicas. E igualmente, cuando los hermanos derraman lágrimas sobre ti, Cristo padece (por ti), Cristo suplica por ti al Padre."

 

La reconciliación.

Con la reconciliación, o, como se decía frecuentemente, con la paz, el pecador cerraba el doloroso paréntesis de su culpa y terminaba el procedimiento penitencial delante de la Iglesia y de Dios. En la disciplina antigua, generalmente no se concedía la paz sin que antes el penitente hubiese cumplido la penitencia. El edicto calixtino decía: Ego et moechiae et fornicationis delicia, Poenitentiae Functis, dimitió. Se exceptuaba solamente a los penitentes en peligro de muerte, si su pecado lo consentía. Si el enfermo sanaba, quedaba reconciliado, sin ulterior obligación de penitencia. Es del todo insostenible la hipótesis emitida por algún historiador de que a la confesión del pecado hecha al obispo seguiría inmediatamente la absolución, de forma que la reconciliación dada después de cumplida la penitencia tendría un carácter puramente penitencial o significaría solamente la readmisión del culpable en la comunidad eclesiástica. Las fuentes antiguas no sólo callan, sino que son, como veremos, decididamente contrarias.

De ordinario, el rito de la reconciliación tenía lugar delante de la comunidad, solemnemente, mediante la imposición de las manos hecha por el obispo y por el colegio de los presbíteros: (Peccatores) per manus impositionem episcopi et cleri ius communicationis accipiunt. La introducción de la queirotonía en el rito se explica en relación con el Espíritu Santo. Según la concepción eclesiástica antigua, el pecado grave extingue en el alma la llama del pneuma; en la reconciliación, con la imposición de las manos, el Espíritu Santo, como en la confirmación, vuelve al alma y enciende el fuego de su gracia. El gesto episcopal iba ciertamente asociado a una fórmula. Alude a ella Orígenes cuando reprende a algunos presbíteros de su tiempo que pretendían conceder el perdón a los reos de ciertos delitos grandes con su oración sobre tales pecadores. La oración de que habla aquél es probablemente la fórmula de reconciliación, que en Alejandría, como en otras partes, tenía carácter deprecatorio. Cuando faltaba el obispo, si el caso era urgente, los presbíteros o los diáconos estaban autorizados para dar la paz. Al menos así lo había establecido San Cipriano en Cartago en favor de los lapsi provistos de un certificado de indulgencia cedido por los mártires.

Encontramos una disposición parecida para España en el canon 32 del concilio de Elvira: Cogente infirmitate (a los sacerdotes en penitencia) necesse est presbyterum communionem (la paz) praestare deberé et diaconum, si ei iusserit sacerdos (el obispo). También en Alejandría estaba en vigor una práctica idéntica. No debe sorprender esta delegación extraordinaria para reconciliar a los pecadores confiada por los obispos a sacerdotes y diáconos. La imposición de las manos por ellos realizada era en realidad la ejecucion material de un juicio y de una sentencia absolutoria que el obispo, en nombre del cual actuaban, había dado ya.

 

La reconciliación llevaba consigo la entrada del penitente en el rango de los fieles y en el derecho a participar en la ofrenda y en la eucaristía. San Cipriano, en efecto, anticipa en masa a los lapsi la paz para que en la inminencia de la persecución (252) sean fortificados con el cuerpo y la sangre de Cristo. Lo mismo se hacía con los penitentes reconciliados al final de la vida. Es conocido el caso de Serapión de Alejandría, penitente, el cual, estando para morir, recibió, llevada por un niño, la sagrada eucaristía. "Es evidente — concluye Dionisio Alejandrino, que nos ha legado la narración — que aquel hombre fue conservado con vida para poder obtener la reconciliación y, con la expiación de la propia falta, ser reconocido con Cristo."

De los textos referidos y de otros parecidos, se deduce que es absolutamente inadmisible la opinión de algunos que quisieran que la reconciliación no tuviese un carácter sacramental productivo de la gracia en el alma del penitente, sino que fuese un acto puramente eclesiástico, extrínseco a la conciencia, y sólo en el ámbito externo. Cuando Tertuliano, tratando de los tres pecados característicos que él consideraba imposibles de perdonar en la tierra, declara que su perdón está reservado a Dios sólo, veniam a Deo reservamus, viene implícitamente a afirmar que de los otros pecados menos graves a los que se concedía aquí abajo la reconciliación, ésta era no solamente una restitutio del pecador a la Iglesia, sino una expresión equivalente del perdón de Dios.

Es frecuente, por lo demás, en los escritores del siglo III la comparación entre el bautismo de agua y el místico de la penitencia; en uno y en otro, el pecador es regenerado por la gracia. Escribe, por ejemplo, el anónimo autor del Contra Novatianum: "Como el hombre bautizado por el sacerdote es iluminado por la gracia del Espíritu Santo, así el que hace la exomologesis en penitencia, obtiene, por medio del sacerdote, la remisión por la gracia de Cristo."

 

Hemos dicho que generalmente se obtenía la paz tras un notable período de laboriosa penitencia, soportada pacientemente según las normas fijadas por la autoridad episcopal. Pero durante la persecución de Decio (249-251), en África y en Alejandría los confesores y los mártires intentaron turbar la regularidad del procedimiento penitencial. De éstos es preciso hablar.

El grupo de confesores todavía en prisión por la fe y merecidamente venerados y honrados, valiéndose de una antigua prerrogativa, vigente también en Alejandría, acogió con cariño la triste situación de los lapsi, los cuales en gran número trataban de acelerar por todos los medios la propia reconciliación. A fuerza de billetes de recomendación (libelli pacis) que los confesores daban a los apóstatas, éstos no sólo obtenían que se abreviase su penitencia, sino que, por un simple examen del obispo, eran admitidos a la paz y al consorcio de la Iglesia. Todo el orden tradicional de la penitencia fue comprometido con este procedimiento sumario; la autoridad de los obispos quedaba aminorada y afectada la equidad con relación a aquellos penitentes que, sin tener sobre la conciencia el gravísimo pecado de la apostasía, debían seguir los caminos normales de la penitencia por culpas menores.

San Cipriano intervino pronto con firmeza y energía. Admite un valor de intercesión en los mártires y consiente de buena gana, pero no les reconoce una autoridad jurídicamente capaz de substraerse a la jerarquía divinamente constituida y de suprimir, sin más, las etapas de la actio poenitentiae. Condena por esto a aquellos presbíteros que con la simple exhibición de un certificado de los mártires han reconciliado a los lapsi:... contra eoangeln legem, ante actam poenitentiam, ante exomologesin gravissimi atque extremi delicti factam, ante manum ab episcopo et clero in poenitentiam impositam; exige que los mártires no den a los lapsi billetes genéricos colectivos, sino estrictamente personales, pero aun en este caso se reserva el examinarlos, junto con la comunidad, al final de la persecución.

Los confesores y los lapsi recibieron mal estas disposiciones; más aún, en algunas comunidades los lapsi llegaron a rebelarse e imponer violentamente su paz a los obispos. San Cipriano, tenaz en la observancia de la disciplina, pidió consejo y apoyo a Roma, la cual, con la pluma de Novaciano, se declaró plenamente solidaria con el primado de Cartago. Los lapsi, reconociendo la grandeza de su culpa, no deben precipitar la reconciliación, o por lo menos deben pedirla con humildad y sin violencia.

La sabia resistencia de San Cipriano y de la Sede romana tuvo un feliz éxito. En el concilio de Cartago, en el 251, celebrado una vez que terminó la persecución, los obispos tomaron las oportunas disposiciones sobre la conducta a seguir con las diversas categorías de lapsi, cuyos casos debían ser examinados individualmente sin tener en cuenta los documentos o cartas de indulgencia de los confesores. Cumplidas la penitencia y la exomologesis prescritas, éstos podrían obtener la paz y ser nuevamente admitidos en la Iglesia.

 

La Penitencia Privada.

119. Para completar el cuadro de la disciplina penitencial del siglo III es necesario discutir, aunque sea brevemente, una cuestión que, si es poco importante desde el punto de vista dogmático, lo es, y mucho, desde el histórico-litúrgico. La cuestión puede formularse así: ¿De las noticias contenidas en los escritos del siglo III podemos sacar datos suficientes para afirmar que al lado de la penitencia pública se practicaba también, si bien en forma reducida, una penitencia privada?

Precisemos ante todo el sentido de esta nomenclatura, del todo moderna, penitencia privada. Con ella se quiere designar una actio poenitentiae sacramental, constituida totalmente por elementos privados o, para decir mejor, no públicos; es decir: a) de una confesión secreta de la culpa, seguida b) de una serie de ejercicios penitenciales realizados privadamente, fuera del rango de los penitentes, y terminada c) con una absolución, dada también en privado. De estos tres elementos, el segundo sólo es característico y substancial, aunque coordinado a los otros dos; y es particularmente sobre este factor donde es preciso puntualizar, si se quiere llegar a una conclusión positiva.

Razonando a priori aunque siempre mirando a un cuidadoso análisis de los testimonios patrísticos, la respuesta se presenta ya desfavorable. Si los textos que conocemos y hemos aducido en las páginas precedentes tienen algún sentido, indican claramente que el único camino que guía al pecador al perdón de Dios pasa a través de la penitencia publica, con todo el largo y doloroso trabajo que lleva consigo. Cuando, por hipótesis, hubiese existido otro camino más fácil, más expedito, menos infamante, todos lo habrían elegido. Además, si existía, es inexplicable que los papas no, hayan hablado abiertamente de él y no lo hayan aplicado a los pecadores como un medio providencial de salvación. No parece, por tanto, históricamente aceptable una teoría que suponga en el siglo III la coexistencia de dos procedimientos penitenciales paralelos, público y privado. Dicha teoría no coincide en ninguna manera con el ambiente disciplinar de la Iglesia como nosotros lo conocemos.

Pero, objetan los defensores de la penitencia privada, si no se puede hablar de una dualidad de penitencia, es posible poner en evidencia, al margen de la única institución penitencial pública, elementos de carácter privado. Todos, en efecto, coinciden en que la confesión al obispo era secreta, al menos para los pecados ocultos, y la absolución podía tener tal carácter en algunos casos; por ejemplo, cuando se reconciliaba un pecador a la hora de la muerte. Además, respecto a la satisfactio, punto crucial de la disputa, citan algunos testimonios, con los cuales consideran suficientemente probado que, para los pecados menos importantes, la Iglesia seguía una práctica particular, fuera de la oficial de la penitencia.

 

Las palabras de San Cirpiano van dirigidas a los lapsi que, a pesar de la gravísima culpa cometida, pretendían obtener la reconciliación sin pasar antes por la humillación de la penitencia. A éstos les recuerda San Cipriano que si ciertos hermanos suyos, que solamente habían pensado en una apostasía, sin después ejecutarla, se sometían a la saludable expiación de la penitencia, cuánto más debían aceptarla ellos, los lapsi, que efectivamente habían apostado. Ahora bien: la penitencia de los primeros no podía ser más que una penitencia pública; la misma, en efecto, que debían abrazar los lapsi por su pecado.

San Cipriano (Epist., 4:4) recibe una consulta sobre las medidas a tomar con algunas vírgenes que han tenido dudosas relaciones con un grupo de jóvenes. ¿Qué pena merecían? El responde que por de pronto sean todas expulsadas de la Iglesia y sometidas a visita médica. Las que resulten comprometidas en su honor, agant poenitentiam plenam... et aestimato insto tempore, postea, exomologesi lacta, ad ecclesiam redeant; las demás.¿pueden ser readmitidas, a condición de romper toda relación con aquellos jóvenes; en caso contrario, graüiore censura eiiciantur, nec in ecclesiam postmodum tales facile recipiantur.

La readmisión de estas últimas sin previa penitencia no puede aducirse como ejemplo de un procedimiento penitencial privado. La ligereza de su comportamiento, que hacía suponer una culpa grave, ha merecido ya una censura, la provisoria expulsión de la Iglesia, en espera de un examen médico; pero, si éste les resulta favorable a ellas, queda demostrado que no existió culpa grave por su parte y sí, acaso, una culpa cuya gravedad no es tal como para merecer una sanción publica. Por lo tanto, son admitidas de nuevo, sin más, en la comunidad, salvo el que ellas pidan perdón a Dios por los medios ordinarios de la piedad cristiana. Se les impondrá una sanción más grave si, olvidándose del honor recibido al reingresar en la comunidad, quieren continuar una conducta menos edificante.

d) Se dice que Tertuliano da testimonio de dos "especies de penitencia": una para los delitos mayores y otra para los menores: Nemini dubium est alta (peccata) Casticationem mereri, alia Damnationem. Entre los menores, enumera él el asistir a los espectáculos del circo, decir palabras equívocas de negación de la fe, encolerizarse, dejarescapar alguna blasfemia, etc. Pero —continúa — muchas de estas culpas "menores," aun no siendo ad mortem, causan la "perdición"; el que las comete es comparado por él a la oveja perdida y a la dracma extraviada. Ahora bien: todo delito puede ser cancelado solamente por el perdón (venia) o por la pena (poena); el perdón es fruto de la castigatio; la pena, de la condena. Pero mientras por los delitos "capitales" el reo es expulsado en seguida de la comunidad y sometido a la penitencia pública (poena), para los delitos "mediocres" existe un procedimiento diverso: apenas descubiertos en la Iglesia, "son en seguida perdonados," es decir, obtienen del obispo el perdón que "arrola el delito":... mediocria, quae ibidem in ecclesia de litescentia, mox ibidem et reperta, statim ibidem cum gau dio emendationis transiguntur. Nos hallamos, por tanto, ante dos formas de penitencia; una que comporta una poena, impuesta con una damnatio (penitencia pública); otra que se reduce a una castigatio sin poena (penitencia privada). La castigatio desemboca directamente en la venia, que cancela el pecado.

A nuestro modo de ver, no es exacto decir "dos formas de penitencia," si con esto se pretende hablar de dos procedimientos penitenciales diversos, uno privado y otro público. El procedimiento en ambos casos es substancialmente idéntico. El pecado, si es "menor," se perdona con una penitencia menos onerosa, más breve (la castigatio), pero siempre pública (in ecclesia); mientras para los delitos capitales, según Tertuliano, montañista, existe la damnatio y la poena extra ecclesiam, sin obtener el perdón en la tierra.

 

Por lo que hemos expuesto hasta aquí, se puede comprender cómo es difícil probar en la época de que tratamos (s. III) la existencia y el funcionamiento de una penitencia privada con carácter sacramental. Aunque los textos discutidos pueden tener un significado más positivo, no se puede negar que el ambiente histórico-disciplinar del siglo III, tal como se nos presenta en Cartago, en Roma y en Alejandría en sus instituciones penitenciales, está tan íntimamente penetrado de un sentido eclesiástico e impersonal, que está muy lejos de las formas individuales de la penitencia privada. San Cipriano la conoce ciertamente, pero la hace consistir en la oración, en la limosna, en la mortificación, es decir, en las obras buenas satisfactorias de la vida cristiana: Opus est... nobis cotidiana sanctificatío, et quo cotidie deliquimus, debita riostra sanctijicatiorie assidua repurgemus.

Con todo, hay que tener presentes dos observaciones:

1.a Los obispos y sus delegados, en razón de sus poderes discrecionales en la aplicación de la penitencia según cada caso particular, han podido a veces abreviar las formalidades de la pena canónica, disminuir la publicidad, reconciliar al penitente sine strepitu et Jornia iudicii, como dirían los juristas modernos. Estas intervenciones, precisamente por su carácter excepcional, pasaban inadvertidas, sin dejar señal alguna. San Cipriano, aun siendo tan severo en la disciplina, no olvidaba las especiales exigencias de las almas a las que quería socorrer: Conscientiae nostrae convenit daré operam, ne quis culpa riostra de Ecclesia perea. Pero de esto a ver en acto una institución regular, y, más aún, sacramental, hay mucha distancia.

2.a Merece, a nuestro modo de ver, una mayor atención el procedimiento de la castigatio; no de la que habla Tertuliano, que se confunde en último análisis con la penitencia pública, sino una castigatio privada. Es fácil suponer que muy frecuentemente el obispo llamaba a sí a un fiel acusado de alguna falta menos grave, o bien que el fiel mismo, sintiendo remordimiento de conciencia, pidiese un coloquio íntimo con su pastor para exponerle las ansiedades de su alma. Este le hacía presente la poca conveniencia de aquella acción o de aquella mala costumbre y provocaba la acusación, el arrepentimiento, el propósito de la enmienda. Orígenes aconseja estos encuentros del pecador con los presbíteros cuando escribe:

"Está atento a quien deba confesar tu pecado. Busca sobre todo que el médico al que debes exponer las causas de tu mal sea compasivo con el que está enfermo y llore con el que llora...; procura seguir sus consejos; si después él juzga que tu mal es tal que debe ser expuesto y curado delante de la asamblea de la Iglesia, a fin de que también los otros puedan quedar edificados y tú mismo seas más fácilmente sanado, es preciso atenerse a la ponderada decisión y al sabio consejo de aquel medico."

Este procedimiento, no judicial y público, sino paterno y secreto, era substancialmente la correctio secreta del Evangelio, que estuvo siempre en vigor en la Iglesia, el ercitada por los pastores de almas. No era todavía una actio sacramental, sino un camino para ella, un desenvolverse hacia la penitencia privada, que maduró después del siglo VI en todo el Occidente.

 

 

La Penitencia Canónica del Siglo IV al VI.

 

La Legislación Penitencial.

Podemos afirmar que la institución de la penitencia al aparecer el siglo IV, habiendo eliminado los contrastes en el campo doctrinal con la superación definitiva de las tendencias rigoristas, se nos presenta consolidada en sus posiciones, mientras se desenvuelve, sobre las tradicionales directrices de los siglos precedentes, hacia una mayor unidad disciplinar en toda la Iglesia.

Han contribuido a acelerar este resultado dos factores importantísimos. En primer lugar, la paz concedida a la Iglesia, que, poniendo fin a un largo período de persecución, permitió a los obispos consagrarse con calma a la organización de la penitencia; y después, la imponente afluencia de masas populares a la Iglesia, que hacían engrosar no sólo las filas de los fieles, sino también las de los penitentes, presentando a los jefes de las comunidades problemas morales más vastos y complicados.

Comienzan, por tanto, a aparecer en el siglo IV las primeras colecciones de cánones penitenciales, madurados en las reuniones conciliares de los obispos y contenidas en las llamadas epistulae canonicae de varios autores, los cuales forman una de las fuentes principales de la historia de la penitencia en este período, y son los que le han dado el apelativo de canónica, que después se hizo oficial. Recordamos en Oriente los sínodos de Ancira (314), Neocesarea (314-325), Nicea (325), Antioquía (341), Gangra (350?), las cartas canónicas de San Gregorio Taumaturgo (254),. atribuidas a Pedro de Alejandría (+ 311), a San Basilio Magno (+ 379) a San Gregorio Niseno (+ d. 395). En Occidente dieron normas sobre la administración de la penitencia los papas Siricio (+ 398), Inocencio I (+ 417), San León Magno (+ 461), Félix III (+ 492), Hormisdas (+ 523), Gregorio Magno (+ 604), como también los numerosos sínodos celebrados en África, en España y en las Galias. En la alta Italia, la valoración de las ordenaciones penitenciales de las iglesias africanas era tan grande, que cuando alrededor del 500 fueron compilados los Siatuta ecclesiae antiqua se las hizo pasar como emanadas de un concilio de Cartago del 398. No menos importante que los fríos textos canónicos son para nosotros les pormenores sobre la práctica de la penitencia, dictados por un fervoroso celo pastoral, que nos han transmitido las obras de obispos insignes, como San Ambrosio de Milán (+ 396), San Agustín de Hipona (+ 430), San Paciano de Barcelona (+ 390) y San Cesáreo de Arles (+ 543).

 

Los Pecados Sometidos a la Penitencia.

Los Padres indicados, hablando a sus fieles, indican con suficiente claridad cuál es el campo que pertenece a la penitencia en relación con la gravedad de las culpas. Por esto distinguen frecuentemente dos categorías de pecados: los graves y los leves.

San Agustín llama a los pecados graves magna crimina, scelera gravia et mortífera, peccata malitiae; el papa Inocencio 1, delicia graviora, y San Cesáreo, peccata capitalia. En esta serie están comprendidos, sobre todo, la terna clásica — idolatría, homicidio, adulterio — y además también las culpas más o menos afines, como el hurto, la rapiña, la fornicación, el falso testimonio, el odio duradero, la embriaguez; es decir, los que se oponen más directamente al decálogo.

San Agustín los pone más de relieve, rechazando la opinión de algunos, compartida, según parece, por algún obispo, de que solamente los tres característicos eran pecados graves: quasi non sint mortífera crimina quaecumque alia sunt praeter tria haec, quae a regno Dei separant; aut inaniter aut fallaciter dictum sit: ñeque jures, ñeque avari, neque ebriosi,neque maledici, ñeque rapaces regnum Dei possidebunt.

Los pecados ligeros, llamados venialia, minuta, parva, crimina leviora, quotidiana sine quibus homo vivere non potest, comprenden, según San Cesáreo, los ligeros abusos en el alimento, el hablar demasiado, el maltratar a los mendigos, la inobservancia del ayuno eclesiástico, el abuso del matrimonio, la adulación de los poderosos, las imprecaciones, los malos pensamientos, la poca guarda de los ojos y de los oídos, las distracciones en la oración. San Agustín incluye también los pecados de pensamiento consentidos, pero no llevados a efecto. En la duda acerca de la gravedad de una culpa, exige una consulta del obispo.

Los Padres coinciden en asignar a cada diverso género de culpa una expiación diferente. Los pecados ligeros o cotidianos se perdonan con el ejercicio cotidiano de las buenas obras propias del cristiano: meliorum operum compensatione curantur, dice San Paciano.

 

Cuando, en cambio, el fiel sabe que ha cometido un pecado grave, para obtener el perdón de Dios no le bastan los remedios cotidianos que presenta la vida cristiana, sino que son precisos los extraordinarios y mucho más costosos de la penitencia pública.

La penitencia pública era, por tanto, la expiación obligatoria y única para los pecados más graves, sea que hubiesen llegado a una cierta notoriedad de iure o de jacto entre los fieles, sea que hubiesen permanecido ocultos. San Ambrosio en este caso invita encarecidamente al pecador a asegurarse el perdón: Sí quis occulta crimina habet, propter Christum tamen studiose poenitentiam egerit... petat eam lacrymisf petat gemitibusf petat populi totius fletibus..., Este llamamiento a la piedad de los fieles hacia los penitentes demuestra cómo, en la intención de la Iglesia, la publicidad de su penitencia no miraba tanto a su humillación como a pedir en su ayuda las oraciones de la comunidad. Agite poenitentiam — les decía San Agustín — qualis agitur in ecclesia, ut orei pro vobis ecclesia.

La penitencia pública no se exigía solamente para expiar pecados graves, notorios u ocultos, sino que a veces los fieles la pedían espontáneamente, por simple devoción. Lo atestigua San Agustín: Aliqui ipsi sibi poenitentiae locum petierunt. Esto ocurrió sobre todo después del siglo V, en las Galias y en España con personas aun buenas, que se preparaban así para la muerte. Pero no se trataba más que de una ceremonia simbólica, llamada poenitentiam accipere. Consistía sobre todo en cortar los cabellos a modo de tonsura sobre la cabeza del enfermo, seguida de la imposición de la ceniza y del cilicio. Después de algún día de cumplida la obligación penitencial, se le daba la reconciliación y se le admitía a la comunión. Los detalles de la ceremonia los describe el sacerdote Redento, familiar de San Isidoro de Sevilla (+ 636). Encontrándose éste próximo a la muerte, quiso lo llevasen a la basílica de San Vicente para recibir la penitencia delante de su pueblo.

San Cesáreo (+ 542) invitaba ardientemente a su pueblo a "tomar la penitencia" al menos una vez en la vida, y confiesa que en su tierra se había hecho costumbre casi general. No son raros los documentos epigráficos de las Galias y de España en los que se recuerda corno mérito del difunto que poenitentiam accepit, poenitentiam consecutus est.

 

La Penitencia Pública.

La penitencia pública comprendía normalmente estos tres actos esenciales, ejercitados ya en los siglos precedentes; es decir:

a) La confesión del pecado al ministro sagrado.

b) Los ejercicios penitenciales.

c) La reconciliación.

 

El ministro confesor.

En la persona del obispo, cabeza de la comunidad, continúa concentrándose la potestad ordinaria de "imponer la penitencia," según la expresión de San León: actionem poenitentiae daré. Accepimus Spiritum sanetum — escribe San Ambrosio — qui... nos facit sacerdotes suos alus peccata dimitiere; y su biógrafo Paulino nos refiere con cuánta caridad lo cumplía él con los pecadores: Quotiescumque illi aliquis, ob percipiendam poenitentiam, lapsus suos conjessus est, ita flebat ut et illum ere compelleret. San Agustín, dirigiéndose a un pecador dispuesto a convertirse, lo exhorta a dirigirse al obispo, venial ad antistites, per quos illi in ecclesia claves ministrantur..., y acepte de él los ejercicios de expiación que tenga que cumplir, a praepositis sacramentorum accipiat satisfactionis suae modum. El obispo delegaba también en los presbíteros para recibir a los penitentes y asistirles en la santa observancia de los ejercicios penitenciales. Tal delegación en caso de urgencia o de ausencia del obispo era, como ya veíamos, una tradición antigua en la Iglesia; en la época de que tratamos, en las grandes y pobladas comunidades debía ser cosa normal y aun necesaria, pues de este modo aligeraban al obispo de una fatiga no pequeña. En Roma, por una noticia del Líber pontificalis, sabemos que el papa Marcelo (308-309) dividió la ciudad en 25 títulos o parroquias, confiando a los presbíteros a ellas propuestos el cuidado de los catecúmenos y de los penitentes, propter baptismum et poe nitentiam, principalmente cuando, encontrándose para morir, pedían con urgencia el bautismo y la reconciliación. Era en vísperas de la persecución de Diocleciano y el número de los lapsi penitenciados, y más bien turbulentos, no debía ser pequeño. Faltan detalles sobre el ministerio penitencial de los sacerdotes titulares; pero es muy probable que la admisión de los pecadores a la penitencia y su reconciliación fuese realizada colectivamente, y por esto reservada personalmente al papa. En la famosa carta del papa Inocencio I al obispo de Gubio, escrita en el 416, ni siquiera alude a una intervención de los presbíteros en la penitencia; su ejercicio, desde la confesión del pecador hasta la reconciliación después de cumplida la expiación, es oficio propio del obispo, sacerdotis est. En Oriente, pero probablemente en un número muy limitado de iglesias, según la narración no muy clara del historiador Sócrates, los obispos después de la persecución de Decio habían delegado sus poderes en un sacerdote penitenciario, con el encargo de facilitar el retorno de los lapsi, escuchando su confesión, vigilando la penitencia y, en fin, dándoles la reconciliación. La institución duró hasta el tiempo del patriarca Nectario de Constantinopla (381-397). Este, indignado por un escándalo provocado por un sacerdote penitenciario entonces en funciones, suspendió, sin más, el oficio. Como quiera que fuera, San Jerónimo, escribiendo en el 398 a Belén, habla de ciertos presbíteros que no siempre juzgan con equidad, ut vel damnent innocentes, vel solvere se noxios arbiirentur, cuando deberían ser objetives, conforme a la gravedad de las culpas acusadas: pro officio suo, cum peccatorum au dierint varietates, sciant qui ligandus su, quique solvendus. Es probable que se refiera a los sacerdotes penitenciarios de Oriente.

 

La acusación de los pecados.

La manifestación de la culpa al obispo era la primera fase del actio poenitentiae. El, según la gravedad del pecado, juzgaba si existían motivos suficientes para imponer o no al culpable la penitencia publica; y, en caso afirmativo, fijaba la modalidad: a praepositis sacramentorum accipiet satis factionis suae modum; de lo contrario, se perdonaba la culpa con los medios ordinarios de la penitencia personal. Una carta de San León a los obispos de la provincia de Viena del Delfinado lamenta que por leves faltas, pro commissis et levibus verbis, algunos hayan sido excluidos a gratia communionis; y esto ad arbitrium. indignantis sacerdotis! Ciertamente, en muchos casos, entonces como hoy, los obispos debían sentirse embarazados en el momento de dar una sentencia, por no exasperar, de un lado, al culpable, y del otro, no dejar mala impresión en los fieles; cum saepe accidat — confesaba San Agustín — ut si in quemquam üindicavens, ipse pereat; si inultum reliqueris, alter pereat. A veces también, si el pecado había permanecido totalmente oculto, el obispo sugería la oportunidad de la penitencia.

Ningún texto de esta época alude a la obligación de acusarse públicamente. San Agustín recuerda sólo el caso de un donatista que, volviendo a la Iglesia, confesó el pecado del segundo bautismo. Sin embargo, mientras el obispo lo exhortaba a la penitencia, algunos hermanos comenzaron a protestar, y fue despedido sin ser admitido a la penitencia.

Sobre el secreto de que debía estar rodeada la confesión de los pecados, poseemos una carta de San León a los obispos de la Campania, del Sannio y del Piceno, en la que les reprende enérgicamente porque obligaban a escribir los pecados sobre un folio y leerlos públicamente. Declara este uso como contrario a la regla apostólica, uso capaz de alejar a muchos fieles de la penitencia. "Aunque sería muy laudable el desprecio a sonrojarse por temor de Dios, existen, sin embargo, muchos que no quieren que sean publicadas sus culpas." La "puesta" en penitencia, ¿no era ya una viva y manifiesta humillación? Por esto, muchos pecadores, después de haberse confesado, no se decidían a someterse a aquella pública expiación: plerique... poenitentiam petunt, et cum acceperint, publicae supplicationis revocantur pudore.

 

La confesión de un pecado grave y la consiguiente asignación de la penitencia canónica tenían como primer efecto La excomunión, elemento fundamental de la actio poenitentiae. Era un acto esencialmente jurídico y público que separaba al culpable del cuerpo de Cristo; o, como se expresa San Agustín, sacramentorum participatione, sacramento caelestis panis, pane quotidiano, a societate altaris; por tanto, quedaba excluido del derecho a presentar la oblación en la misa, de recibir la eucaristía y de ser asociado al grupo de los fieles. El pecado grave, además de una ofensa a Dios, era un ultraje a la comunidad, cuyo esplendor disminuía; impedía el incremento moral y atentaba contra su prestigio en medio de la sociedad pagana. El culpable, abandonando su puesto entre los fieles, se colocaba entre los penitentes, in ordine poenitentium. Estos en la iglesia de África ocupaban, en grupos, un sector especial, a la izquierda del altar, el locus poenitentiae, locus humilitaífs, a la vista de toda la comunidad. lili, quos videtis agere poenitentiam, scelera commiserunt) decía San Agustín; para confiarlos a la piedad y a la intercesión de los catecúmenos porque humilitas lugentium debet impetrare misericordiam.

Es probable, sin embargo, que la excommunicatio del pecador llevase también consigo, en un principio, su alejamiento de la iglesia, poniéndolo fuera, en el atrio. Las expresiones ya citadas de Tertuliano, in vestíbulo, pro foribus ecclesiae, y de Novaciano, ad limen ecclesiae, lo hacen suponer. Más tarde, encontramos la misma disciplina en Roma. San Jerónimo escribe a Fabiola que non esi ingressa ecclesiam Domini, y San Benito, que en las normas penitenciales de la Regula ha imitado el uso romano, impone al monje penitente que, hora qua opus Dei in oratorio percelebratur, ante ores oratorii prostratus iaceat.

La "puesta" en penitencia iba acompañada de un rito, la imposición de las manos y del cilicio sobre la cabeza del pecador, con lo cual se le inscribía "canónicamente" en el rango de los penitentes. Así al menos se hacia en Roma, en África y en las iglesias de las Galias al principio del siglo V. Poenitentes, tempore quo poenitentiam petunt — sanciona el concilio de Agde (506) — impositiónem manuum et cilicium super caput a sacerdote... consequantur; porque, comentaba San Cesáreo, el cilicio, tejido con pelos de cabra, significa que ellos se consideran no ovejas, sino cabritos, en la grey de Cristo: non se agnos, sed haedos publice profitentur.

 

El sacramentarlo gelasiano (n. 15) contiene cinco Orationes super poenitentes, de las cuales las cuatro primeras se remontan ciertamente a los siglos V-VI, y por su estilo muestran haber sido compuestas para iniciar en la penitencia pública a un pecador.

El Ordo agentibus publicam poenitentiam, que sigue inmediatamente (n. 16), excepto el título y alguna rúbrica, introducidos evidentemente con posterioridad, debía formar en un principio un único "librito penitencial" con el número 38 del mismo sacramentarlo, que abarca el rito de la reconciliación de los penitentes el Jueves Santo. El librito refleja en las dos partes el uso litúrgico del siglo V y tal vez fue compilado en Roma en la época de la organización de las estaciones cuaresmales, hecha durante el siglo VI. Más tarde fue inserto en el sacramentarlo.

La rúbrica del número 16 dice: Suscipis eum IV feria mane in capite quadragesimae et cooperis eum cilicio et oras pro eo, et inclaudis usque ad Coenam Domini. Esta rúbrica está suspendida, porque al final del siglo V no se había introducido todavía el miércoles de Ceniza ni era conocida la reclusión de les penitentes en un monasterio. La "puesta en penitencia" de los pecadores debía, en cambio, tener lugar el primer día de Cuaresma; es decir, excluida la dominica, el lunes siguiente después de la celebración de la misa, cuyos textos están todos dedicados a la gran ceremonia penitencial. La estación está asignada a la basílica de San Pedro ad Vincula, enfrente del tribunal de Roma. La epístola es un tierno llamamiento de la Iglesia a los pecadores y de ánimo para los penitentes: Ego pascam oves meas, dicit Dominus. Quod perierat requiram et quod abiectum erat, reducam. La perícopa evangélica, con la profecía de Cristo acerca de la separación final de las ovejas de los cabritos, abarca toda la actio poenitentiae, desde las sentencias del juez terreno, el obispo, a la exclusión del penitente del consorcio de los fieles, y al cilicio, símbolo del pecado y de la expiación. Las oraciones son una insistente invocación al perdón de las culpas.

Terminada la misa, el obispo cubría al penitente con el cilicio y ponía ceniza sobre su cabeza, y, separándolo de les fieles, lo asignaba formalmente al locus poenitentiae.

 

Los ejercicios penitenciales.

La penitencia pública, llamada por San Cipriano poenitentia plena, y por San Agustín poenitentia gravior atque insignior, poenitentia luctuosa et lamentabilis, era la forma jurídica y oficial de expiación de los pecados graves. Por esto no se concebía como un ejercicio puramente privado y personal, sino esencialmente eclesiástico y público, realizado bajo la directa vigilancia de la autoridad eclesiástica y a la vista del pueblo cristiano, cuya eficacia superaba la de la penitencia privada. De aquí la invitación de San Agustín a los pecadores: Agite poenitentiam; pero no una penitencia cualquiera, sino la especial, que se cumple en la Iglesia y que ésta avalora, qualis agitur in ecclesia, ut oret pro vobis Ecclesia.

Llevaba consigo no solamente la segregación humillante de los fieles y de la activa participación en el sacrificio, sino que imponía una extrema severidad en la vida y en el vestido, en el abandono del cuidado de la persona, en la comida, en las mismas relaciones sociales y conyugales. No debe parecemos extraño el que en muchos penitentes la compunción del corazón se manifestase publicamente también con lágrimas y sollozos. San Ambrosio da testimonio de haber conocido algunos que al cumplir la penitencia mostraban el rostro y las mejillas surcadas por un continuo llanto. Además, se arrojaban al suelo para ser pisados por todos. Tenían con los ayunos su aspecto casi deshecho, de forma que casi parecían muertos. San Jerónimo nos ha legado la narración de la conmoción sufrida por los fieles cuando en el 399, ante diem Paschae, vieron a la ilustre Fabiola, que había sido excomulgada por una caída, quam sacerdos eiecerat, presentarse como penitente en la basílica del Laterano, cubierta de saco, descalzos los pies, con los cabellos despeinados cubiertos de ceniza y acusándose de su culpa con fuertes gemidos. El papa, los presbíteros y todo el pueblo, tota urbe spectante romana, se impresionaron hasta derramar lágrimas; Fabiola mereció por acto de tan profunda humillación ser en seguida absuelta y admitida de nuevo entre los fieles. Parecida fue la penitencia pública que la severa firmeza de San Ambrosio impuso al emperador Teodosio después de las devastaciones de Tesalónica.

En los ejercicios penitenciales tomaba parte también la publica reprensión (correptio), que el obispo daba a los penitentes cuyas culpas habían sido notorias y escandalosas. Podía a veces por esto ser muy penosa y acerba, como lo fue la hecha por San Agustín contra un ex astrólogo admitido a la penitencia pública después de una vida de engaños y de sacrilegios.

 

Durante el período de su expiación, los penitentes eran asistidos espiritualmente por las oraciones del clero y de los hermanos. La letanía de la Oratio fidelium ambrosiana los recuerda todavía en su formulario: Pro... poenitentibus precamur te, Domine; no es del todo infundada la suposición de que la oratio super populum de nuestras misas feriales de Cuaresma, precedida de una postración en silencio intimada por el diácono: Humiliate capita vestra Deo! sea la fórmula de bendición recitada un día por el obispo sobre los penitentes. A este rito alude probablemente el historiador Sozomeno. "En La iglesia de Roma — escribe —, terminada la misa, los penitentes se postran boca abajo; los rodean los fieles con los presbíteros y el papa. También él se postra. Después exurgit et iacentes erigit; et quantum satis est, pro peccatoribus poenitentiam agentibus precatus, eos dimittit. Es cierto, de todos modos, que su despedida iba siempre acompañada por una imposición de las manos, hecha por los obispos y por los presbíteros como rito de epiclesis y de exorcismo para implorar sobre los penitentes la gracia del Espíritu Santo y para purificarlos de toda influencia diabólica. En África da testimonio San Agustín: Abundant hic poenitentes; quando illis manus imponitur, fitorjo longissimus; y el biógrafo de San Hilario de Arles (+ 447), en las Calías: Quotiescumque poenitentiam dedit, saepe die dominico ad eum turba varia confinebat. También en Roma se hacía así; porque el papa Félix III (+ 492), escribiendo a los obispos de Sicilia acerca de la sanción que debía imponerse a los rebautizados por los arrianos, dice que durante siete años deberán estar en las filas de los penitentes y recibir la imposición de las manos de sus obispos: subiaceant, ínter poenitentes, manibus sacerdotum.

Fijar la duración del período penitencial es propio también del obispo en esta época, el cual determina la medida y las modalidades: a praepositis sacramentorum (el penitente) accipiat satisjactionis suae modum, teniendo presente la cualidad y la gravedad de la culpa. Este criterio lo encontramos canónicamente determinado por el Concilio III de Cartago así: Ut poenitentibus secundum dijferentiam peccatorum, episcopi arbitrio, poenitentiae témpora decernantur. No parece por esto que en África, y ni siquiera en Roma, existiese una medida penitencial; ésta era dada al prudente juicio del obispo, episcopi arbitrio, al cual correspondía tener en cuenta las circunstancias y, sobre todo, las disposiciones del pecador. Si era joven, era precisa mayor discreción: luvenibas — amonestaba el concilio de Agde (506) — poenitentia non facile committenda ese propter actatis fragilitatem (en. 15); con los avanzados de edad había que tener en cuenta senilis aetatis intuitum, et periculorum quorumque aut aegritudinis necessitates; con los fervorosos, en cambio, se podía ser más indulgente, ya que, al decir de San Agustín, in actione poenitentiae non tam consideranda est mensura temporís quam doloris. En general encontramos en la práctica penitencial del siglo IV un sentido de mayor indulgencia en relación con los siglos precedentes. Sin embargo, mientras en Oriente ningún concilio conoce ya la pena de negar la comunión en peligro de muerte, en Occidente la encontramos todavía sancionada por los cánones del concilio de Elvira (303), de Arles (314; en. 14 y 22), de Sárdica (343; en. 2) y de Zaragoza (320; en. 2). No existía el peligro, presentado ya por los rigoristas y los novacianos, de que la posibilidad indefinida de remisión pudiese dar lugar a la relajación, dando alas al pecador. La vida cristiana, en efecto, se mantenía en alto tono de austeridad, y la abundante mies de mártires en la persecución de Diocleciano es una prueba elocuente.

 

Pero al final del siglo IV, y más todavía en el siguiente, las costumbres y la intensidad de la fe van decayendo rápidamente en la sociedad cristiana. Tres fueron las causas principales: a) la afluencia de muchos ricos a la Iglesia, atraídos por los privilegios que otorgaba la ley al grupo cristiano; b) el escándalo permanente de las controversias doctrinales, que degeneraban en verdaderos conflictos entre una y otra parte del alto clero, controversias acompañadas de graves derivaciones heréticas (arrianismo, nestorianismo, etcétera); c) el abuso de los catecúmenos de diferir el bautismo, y de los pecadores bautizados la penitencia, hasta el fin de la vida. Contra este abuso vemos encenderse el celo y la elocuencia de los pastores de almas, pero con escaso provecho.

Pero el motivo principal del progresivo abandono de la penitencia pública hay que buscarlo, además de en el decaído temple moral del medio ambiente de los fieles, en el complejo público y humillante de exigencias que acompañaban la práctica, las cuales no terminaban ni aun después de la reconciliación. Como el bautismo, con el cual se la ponía frecuentemente en parangón, la penitencia pública dejaba una impronta en el fiel que duraba toda la vida. Era siempre un cristiano, pero un cristiano capitidiminuído. No podía ascender a las órdenes sagradas, ni ostentar cargos públicos, ni enrolarse en milicias, ni practicar el comercio, ni comer carne y, sobre todo, no podía contraer o usar del matrimonio. Por esto, la Iglesia misma sugería el conceder preferentemente la penitencia en edad madura: eo tempore — decía San Ambrosio — quo culpae defervescat luxuria; y el concilio de Agde (506) la desaconseja, sin más, a los jóvenes: Iiwenibus poenitentia non facile committenda est propter aetatis fragilitatem. No debe, por tanto, maravillarnos el que pocos, vix pauci, decía San Cesáreo, pidiesen la penitencia; y muchos, los más, aun sintiendo el peso de alguna culpa grave, la pidiesen sólo al fin de la vida; es por esto por lo que, con tan gran relajación de costumbres, la institución penitencial se redujo poco a poco a la ceremonia simbólica de que hemos hablado.

Entre tanto, uno de los medios introducidos para reavivar la frecuencia del sacramento fue el reducir a una medida casi igual el tiempo de los ejercicios penitenciales, concretándolo, en la mayor parte de los casos, en el período de la Cuaresma. Es difícil precisar cuándo comenzó esta práctica. Si estuviese en directa relación con el rito de la reconciliación de Jueves Santo, podríamos encontrar los primeros testimonios seguros, al final del siglo IV, en Milán y en Roma. Aluden a ella San Ambrosio, San Jerónimo, cuando fila la reconciliación de Fabiola en Roma ante cizem Paschcte del 399, y el papa Inocencio 1 en el 416, que la llama ya una romanae Ecclesiae consuetudo.

La idea de considerar el período cuaresmal como el más apto para cumplir la penitencia pública la encontramos en San León Magno. El la señala para los que tienen necesidad del perdón de Dios: quí, letalium conscii peccatorum, per reconciliationis auxilium festinant ad veniam. En las Calías y en la alta Italia, los Statuta traen una disposición parecida: Omni tempore ieiunii manus poenitentibus a sacerdotibus imponatur. El Jueves Santo se reconciliaban los penitentes si habían observado fielmente las observaciones de la penitencia; en caso contrario, su reconciliación se difería al año siguiente. Así lo ordena el papa Inocencio I al obispo de Gubio: tune iubere dimitti, cum viderit congraam satisfactionem. Hace solamente una excepción: el peligro de muerte: Sane, si quis in aegritudinem inciderit... ei est ante tempus Paschae relaxandum.

132. La disciplina de la penitencia con los moribundos no fue siempre la misma. En un tiempo, escribía el mismo santo Pontífice a Exuperio de Tolosa, se negaba a los incontinentes la comunión también al final de la vida; pero esta durior observatio, si podía ser entonces oportuna para apartar a les fieles del pecado, ahora, depulso terrore, communionem dari abeuntibus placuit, et propter Domini misericordiam, quasi üiaticum, profecturis, et ne Novatiani haeretici, negantes, veniam, asperitatem et duritiam sequi videamur. La concesión a que alude Inocencio I es quizá la que sanciona el I concilio Niceno, y que dice así: De his qui ad exitum veniunt, etiam nunc lex antiqua regularisque servabitur; ita ut si quis egreditur de corpore, ultimo et máxime necessario viatico minime prívetur.

La antigua práctica rigorista hacia los penitentes moribundos debía estar muy difundida en las Galias, porque el papa Celestino en el 428, escribiendo a los obispos de la Narbonense, denuncia indignado a quienes negaban la penitencia a aquellos pecadores que, habiéndola descuidado durante la vida, la pedían a la hora de la muerte: Horremus, tantae impietatis aliquem reperiri. Negar la reconciliación significa añadir muerte a muerte, equivale a matar el alma de quien la pide. Y concluye reafirmando el principio general: Quovís tempore non est deneganda poenitentia postulanti. Hay que observar, sin embargo, que en esta época, en contraste con el uso africano del siglo III, la práctica normal de la Iglesia era la de conceder al moribundo la communio, es decir, el viático, y una imposición provisional de las manos; si el enfermo sanaba, debía someterse a la penitencia pública. Solamente después de cumplida ésta podía obtener la impositio manus reconciliatoria, la reconcíliatio absoluiissima. Más tarde, estas prescripciones fueron suprimidas también. Los Statuta in extremis la reconciliación y la comunión: reconcilietur per manas impositionem et injundatur orí eius Eucaristía.

Pronto debió sentirse la necesidad de un formulario para la reconciliación de los penitentes al final de la vida, dado el número extraordinario de adultos que después del siglo IV entraban a formar parte del grupo de los penitentes. El gelasiano antiguo, en el libelo penitencial inserto el Jueves Santo, trae, bajo el título Reconciliatio poenitentis ad mortem, cuatro oraciones, anteriores al siglo VII, pero sin ninguna rúbrica. Supone en el enfermo una confesión y una penitencia en curso, porque en la segunda se dice: huic fámulo tuo, longo squalore poenitentiae macerato, miseratíonis tuae veniam largiri digneris. La primera: Deus misericors, Deus clemens..., se recita todavía en el Ordo commendationis animae. La cuarta, casi una repetición de la primera, es posterior.

 

Un caso regulado por criterios especiales en el procedimiento penitencial eclesiástico es el del clero caído en pecados graves. El culpable merecía justamente la penitencia; pero en tiempo de San Cipriano, como veíamos, antes de asociarlo a las filas de los penitentes, se le deponía de su grado jerárquico. Más tarde, en cambio, y de ello es testigo el concilio Romano del 313, se estableció como regla canónica el excluir totalmente a los clérigos de la penitencia pública: Poenitentiam agvere — declara el papa Siricio (+ 399) — cuiquam non conceditur clericorum. El papa León I consideraba esto como una tradición apostólica.

Repetir sobre personas consagradas la imposición de las manos in poenitentiam, escribe Optato de Mileto, sería una desconsagración, un desdoro del sacramento: non homini, sed ipsi sacramento fit iniuria; Dios quiere que se respete la unción de sus sacerdotes: oleum suum defendit Deus, quia si peccatum est hominis, unctio tamen est divinitatis. Pero, aunque se le excluyese al clérigo infiel de la humillación de la penitencia pública, aquél no podía evitar la quizá peor de la degradación. El papa Siricio depuso a algunos clérigos notoriamente incontinentes: ab omni ecclesíastico honore apostolicae sedis auctoritate deiectos, y los condenó a penitencia perpetua.

El papa León I, al mismo tiempo que excluye al clérigo culpable de la penitencia pública, le impone una penitencia privada, la privata secessio, es decir, el confinamiento en una casa religiosa: Unde huiusmodi lapsis, ad promerendam miserícordiam Dei, privata est expetenda secessio, ubi illis satisfactio, si fuerit digna, sit etiam fructuosa.

Nótese, sin embargo, que la penitencia de la privata secessio era privada sólo en cuanto a la publicidad, pero siempre canónica, de carácter oficial, pues la infligía la autoridad eclesiástica:...ut habeat poenitendi licentiam, petitorium daré vobis censemus, escribe el papa Juan II a los obispos de las Galias. Esta se practicó generalmente en algún, monasterio. San Jerónimo la recuerda a propósito de un cierto Sabiano, diácono, enviándolo de Roma a Belén para expiar allí sus innumerables caídas.

 

A la actio poenitentiae de los clérigos se asemeja después del siglo V la de los ascetas y los monjes, que se habían empeñado en una vida religiosa regular. Para éstos, la penitencia, en el caso de una caída, era la misma vida canónica, era la secessio en su monasterio: Abrenuntianti publica poenitentia non est necessaria, dice un anónimo del tiempo, porque, cuando el monje se ha comprometido a cumplir sus obligaciones, etsi peccaverit in saeculo post abrenuntiationem iterum jaciam dominicum corpus non dubitet accipere. Genadio de Marsella (+ 505) confirma la misma doctrina.

También los llamados conversos forman en los siglos V y VI, especialmente en las Galias y en España, un grupo especial de penitentes. Con la conversio, el fiel, deseoso de expiación, se obligaba delante de la Iglesia a llevar una vida de rigurosa mortificación, con oraciones, ayunos, perpetua continencia, vistiendo ropas lúgubres y considerándose como puesto en penitencia. Pero, desde el punto de vista canónico, el conversus era muy distinto del penitente verdadero; éste no podía ascender a los órdenes sagrados; se le consideraba indigno; aquél, por el contrario, adquiría casi el privilegio. La conversio se iniciaba con un rito a propósito, llamado en los libros penitenciales Benedictio poenitentiae, asociado a una imposición de las manos del sacerdote.

 

Por regla general, la penitencia publica se concedía una sola vez. La Iglesia mantuvo inmutable el principio ya mencionado por Hermas: Servís Dei poenitentia una est, y repetido como un artículo de fe por San Ambrosio: Sicut unum baptisma, Ha una poenitentia. Esta rígida sanción contra los reincidentes provenía de una cierta praesumptio iuris, que hacía poner en duda la sinceridad de su primera conversión y miraba a mantener bien elevado el prestigio del sacramento. Caute salubriterque proüisum est — decía San Agustín — ut locus illius humillimae poenitentiae semel in ecclesia concedatur, ne medicina vilis esset aegrotis. Con esto se buscaba el que los reincidentes no desesperasen de su salvación, porque Deus super eos suae patientiae non obliviscitur; más aún, el papa Siricio (+ 399), modificando la antigua disciplina penitencial sobre el particular, permitió que éstos, quia iam suffugium non habent poenitendi, pudiesen asistir, junto con los fieles, a todo el sacrificio eucarístico y recibir la comunión al menos a la hora de la muerte. Parecidos sentimientos de mayor comprensión hacia los reincidentes debió abrigar San Juan Crisóstomo, pues entre las acusaciones de sus adversarios estaba también la de haber predicado que se podía conceder ilimitadamente a los pecadores la penitencia y la reconciliación: Sí millies lapsus, poenitentiam egeris, in ecclesiam ingreciere. También un obispo africano de mitad del siglo V, Víctor de Cartena, invita a los reincidentes a no desesperar por sus recaídas, ya que el Médico divino no niega nunca su perdón.

Señal esta de que la práctica pastoral se orientaba hacia una decisiva mitigación de la antigua disciplina.

Con todo, el extremo rigor hacia los relapsi perduró mucho tiempo en la Iglesia. Todavía al final del siglo VI, el II concilio de Toledo (589) calificaba como una execrabilis praesumptio la costumbre, hacía poco introducida en alguna iglesia de España, de dar más de una vez la reconciliación: ut (homines) quotiescumque peccare líbuerint, toties a presbytero reconciliari expostulent. Contra éstos, qui ad priora vitia, üel infra poenitentiae tempus, vel post reconciliationem relabuntur, el concilio, conforme a lo dispuesto por les antiguos cánones, prohibe toda ulterior penitencia, secundum priorum canonum severitatem damnentur. Pero esta costumbre se consolidó y extendió en seguida sus benéficos influjos sobre toda la Iglesia.

 

La reconciliación.

136. La reconciliación) llamada frecuentemente en esta época communio, es el correctivo de la excomunión infligida al pecador. Este, separado a corpore Christi y purificado por la expiación de la penitencia, es admitido de nuevo por el obispo, auctoritate antistitis, en la comunidad y reconciliado con Dios. San León pone de relieve exactamente la doctrina católica sobre este particular.

El título jurídico por razón del cual la Iglesia absuelve al pecador está en el poder de las llaves conferido por Cristo.

El valor de la reconciliación era tan grande y esencial, que, según San León, si el penitente, sorprendido por la muerte, no la recibía, se le consideraba excluido de la comunión eclesiástica y del sufragio litúrgico: quod manens in corpore non recepit, consequi exutus carne non poteni.

Pero el papa aludía a aquellos cristianos que, habiendo retardado a propósito la penitencia, habían sido sorprendidos por la muerte; en cambio, por los penitentes que habían muerto sin poder recibir la reconciliación se ofrecía a Dios la oblatio, pro eo quod honoravit poenitentiam. El sacramentario leoniano (s. VI) contiene dos oraciones super defunctos, alusivas a los penitentes muertos antes de la reconciliación; ut poenitentiae fructum, quem voluntas eius optavit, praeventus mortalitate, non perdat.

Con la reconciliación, el penitente se unía de nuevo a los fieles y recuperaba el derecho a la oblación y a la eucaristía, la reconciliatio altaris. La reconciliación tenía, por tanto, valor sacramental, es decir, conseguía para el penitente el perdón de los pecados por parte de Dios; cum excommunicatus reconciliatur ab Ecclesia —escribe San Agustín— in caelo solvitur reconciliatus. Por lo demás, el paralelismo que frecuentemente ponen los Padres entre el bautismo y la penitencia significa precisamente que también la penitencia, como el bautismo, tiende y se concluye con la remisión del pecado.

 

Jerónimo traza así el cuadro ritual de la reconciliación en sus elementos más importantes.

La ceremonia, por tanto, se desarrollaba públicamente, a la vista de toda la comunidad, delante del altar; ante absidem, precisa un concilio contemporáneo de Hipona (393), en un cuadro de oración en que, por invitación del obispo, todos participan (mater deprecatur). El obispo impone sobre el penitente la mano o ambas manos, recitando una fórmula a propósito. Quid est manus impositio — escribe San Agustín —: si oratío super hominem? Esta oratio era probablemente deprecatoria y epiclética. San Ambrosio la llama una intercessio; San León, sacerdotalis supplicatio. San Jerónimo alude a una invocación del Espíritu Santo, reditum sancti Spiritus invocat. El texto de las más antiguas fórmulas absolutorias muestra este doble carácter.

Después de reducida al período cuaresmal la duración de la penitencia pública, se eligió el Jueves Santo para el rito de la reconciliación solemne de los penitentes. El papa Inocencio I en el 416 lo llama ya una consuetudo: Quinta feria ante Pascha eis remittendum romanae Ecclesiae consuetudo demonstrat. El formulario más antiguo de la ceremonia, contenido, como ya decíamos, en un libelo penitencial aparte lo encontramos inserto en el gelasiano antiguo (n. 38) entre las primeras colectas y el ofertorio de la primitiva misa del Jueves Santo. Sus textos con las rúbricas relativas han sufrido ciertamente algún retoque posterior, pero substancialmente reflejan el uso de Roma al final del siglo V.

Los penitentes se presentan en la iglesia delante de los fieles y se postran boca abajo, prostrato omni corpore in térra. Un diácono habla a los asistentes, exaltando el advenimiento de estos días, llenos de tanta misericordia para los penitentes y de tanta gracia para los catecúmenos, y, vuelto hacia el obispo, le dice así: Adest, venerabilís Pontifex, tempus acceptum, dies propitiationis diüinae et salutis humanae... Lavant aquae, lavant lacrymae. Inde gaudium de assumpiione vocatorum, hinc laetitia de absolutione poenitentium. Después prosigue implorando el perdón y dando buen testimonio de la penitencia cumplida: manducavit panem doloris, lacrymis stratum rigavit, cor suum luctu. corpus afflixit ieiuniis. A su vez, el obispo, después de amonestar a los penitentes a no recaer en las culpas borradas con la penitencia, ne renatum lavacro salutari mors secunda possideat, recita sobre ellos dos oraciones absolutorias: Tibí, Domine, supplices preces, tibí fletum cordis effundimus. Tu parce confitenti, ut in imminentes poenas sententiamque futuri iudicii, te miserante, non incidat. Después de lo cual los penitentes son admitidos entre los fieles, vuelven a hacer la oblación y se acercan a la comunión. Posf haec —concluye el libelo— ofjert plebs et conficiuntur sacramenta. En la rúbrica no se hace alusión al gesto de La imposición de las manos realizado, según la tradición, por el obispo al recitar las fórmulas de la absolución; pero es cierto que se realizaba.

138. Alguien ha puesto en duda, o negado sin más, el valor sacramental de la reconciliación pública, como si fuera una simple absolutio a reatu poenae y no a reatu cul pae. Pero tales opiniones carecen de fundamento. Las fórmulas litúrgicas, aunque entonces todas de carácter optativo, alejadas, por tanto, de la forma categórica y judicial que asumieron más tarde, muestran con suficiente claridad que miraban a conceder el perdón de Dios. Esto se deduce fácilmente del prólogo dirigido por el diácono al obispo: Adest, o venerabilis Pontífex..., en el cual declara que lo que él va a hacer es devolver al pecador la gracia de la reconciliación con Dios, orationum tuarum patrocinantibus meritisf per divinae reconciliationis gratiam, fac hominem proximum Deo; el realizar, por medio del ministerio de la persona, lo que es propio solamente de Dios, ipse, in nostro ministerio, quod tuae pietatis est, operare; de sanar lo que la obra del demonio había corrompido, redintegra... quidquid diabolo scindente, corruptum est. Y la oración del obispo es toda una súplica epicletica de la misericordia de Dios hacia el pecador arrepentido. "Tú —le dice—, que has redimido al hombre con la sangre de tu bendito Hijo, que no quieres su muerte, que no lo has abandonado en sus desvíos, recíbelo arrepentido, sana sus llagas, alárgale tu mano en su abyección; no permitas que, después de haber sido una vez regenerado, sea victima de una segunda muerte." No se puede negar razonablemente a fórmulas de este género el carácter remisorio, ni al obispo que la pronunciaba, la intención de reconciliar al pecador con Dios.

 

La Penitencia Privada. Terapéutica Espiritual.

Del examen de los numerosos textos aducidos hasta aquí, que reflejan en sus varios aspectos toda la actio poenitentiae, es fácil deducir cómo la Iglesia antigua, aun en la época de que estamos tratando, no conoció, fuera de la penitencia pública, otra penitencia sacramental; intentando referirnos con el término "penitencia pública" solamente a la satisfacción y a la reconciliación, no a la confesión preliminar hecha al obispo, que tuvo siempre una forma secreta. De un procedimiento penitencial privado, en el sentido moderno de la palabra, no se encuentra ninguna señal segura. Los poquísimos ejemplos que algún escritor ha querido interpretar en tal sentido no resisten la crítica; y, si les quitamos el carácter de excepcionalidad, entran en el procedimiento ordinario y lo confirman. Se reducen principalmente a dos: a) la penitencia a los moribundos; b) la reconciliación de los herejes.

a) En cuanto a la primera, se citan dos hechos referidos por San Agustín. Evodio. obispo de Uzala (Numidia), en una carta al santo Doctor informándole de la muerte de un secretario suyo de apenas veinte años, refiere haberle preguntado poco antes de morir si había cedido alguna vez a los estímulos de los sentidos, y recibir con alegría respuesta negativa. En otra carta, San Agustín cuenta su visita al conde Marcelino, detenido en la cárcel en espera de la ejecucioncapital, al cual preguntó si sentía acaso gravada su conciencia por alguno de los pecados que suelen expiarse maiore et insigniore poenitentia. Marcelino comprendió el sentido de esta pregunta, y afirmó con juramento el no haber tenido nunca relaciones con otras mujeres diversas de la propia ni antes ni después del matrimonio. "Es claro — escribe un historiador — que en tales circunstancias los dos obispos no pensaban para nada, aun en el caso de que los hubiesen encontrado reos de los pecados sospechosos, en imponerles la penitencia pública, sino que se habían dirigido a los moribundos para llevarles la reconciliación por vía de penitencia privada."

A nuestro parecer, no existe hilación en esta última declaración del historiador. Aunque se hubiesen acusado de criminal, la reconciliación concedida estaba idealmente en relación con la penitencia pública que habrían tenido que hacer, si no hubiese resultado imposible a causa de la muerte inminente. En efecto, San Agustín lo declara expresamente. Se trata por esto de una forma excepcional de penitencia pública y no privada. Todos admiten que entonces, como hoy, los obispos, y en su ausencia los presbíteros, tenían en los casos de urgencia, por exigencia de las circunstancias, una facultad discrecional de reducir en todo o en parte las penas de la penitencia, En el 251 hemos visto que San Cipriano y los obispos de su provincia concedieron en seguida, sin previa penitencia, la reconciliación a los lapsi, juzgando inminente el comienzo de la persecución. San Agustín atestigua que en África, ante la desbordante invasión de los vándalos, los cristianos de toda edad y sexo corrían aterrados a los sacerdotes a pedir unos el bautismo, otros la reconciliación, otros la comunión; y de ellos, adsint, ómnibus subüenitur; alii baptizantur alii reconciliantur, nulli dominici Corpons communione fraudantur. Puede presumirse muy bien que, en tan dramáticas circunstancias, la reconciliación pedida por los pecadores se concediera sin previa penitencia, pues el tiempo apremiaba. Pero era un caso de necesidad. Excepto este u otros casos parecidos de urgencia, el procedimiento penitencial ordinario era uno solo, el público, descrito por nosotros.

b) En cuanto a la reconciliación de los herejes, es preciso distinguir en ellos dos categorías diversas. Había herejes que, después de bautizados en la Iglesia católica, se habían adherido a la herejía o al cisma, y ahora volvían a la Iglesia madre, ad veritatem et matricem redeunt. Venía después la cuestión de los herejes que, nacidos o bautizados en una secta herética, querían abrazar la verdadera fe. La conducta de la Iglesia fue lógicamente diversa en los dos casos. Con los primeros, traidores, a su bautismo, fue siempre muy severa; los trató como pecadores ordinarios y les sometió a todos los rigores de la penitencia pública; con los segundos, en cambio, usó, según los lugares, modos diversos, excluida la penitencia. En África, como decíamos, en su lugar se exigió la renovación del bautismo, juzgando nulo el de la herejía.

Alguno quiso ver también en este procedimiento un ejemplo de penitencia privada, porque los herejes eran reconciliados sin previa penitencia. El hecho es verdadero, pero el motivo es diverso. Los herejes de la segunda categoría eran inculpables; la Iglesia los trataba sólo como iniciados imperfectamente, y, admitiendo la validez de su bautismo, les concedía, con ceremonias análogas a las del catecumenado y a las de la confirmación, no sólo al Espíritu Santo, que habían recibido ya, sino la gracia. Son palabras del papa Vigilio: poenitentiae fructus acquiritur et sanctae communionis restitutio perficitur.

Por lo demás, si hubiese existido un procedimiento privado ordinario de penitencia, no se comprende cómo San Ambrosio pudiese deplorar que la mayor parte de los fieles, después de haber pedido la confesión y obtenida la penitencia, se volviesen atrás por la ignominia pública a que se exponían: plerique... poenitentiam petunt et, cum acceperint, publicae supplicationis revocantur pudore. Era precisamente la ocasión de asignarles una expiación secreta, seguida a su tiempo de una absolución análoga; pero San Ambrosio calla totalmente.

140. Otro argumento rotundo puede extraerse del modo como los antiguos buscaban el conciliar la concesión de una sola penitencia canónica con la obligación de no desesperar. Es conocido el pasaje, ya citado en parte, de San Agustín: Et quamvis eis (a los pecadores reincidentes) in ecclesia locus humillimae poenitentiae non concedatur, Deus tamen super eos suae patientiae non obliviscitur. Y continúa suponiendo el diálogo con uno de ellos: Ex quorum numero si quis nobis dicat: Aut date mihi eundem iterum poenitendi locum, aut desperatum me permitirte, ut faciam quidquid libuerit..., aut si me ab hac nequitia revocatis, dicite utrum mihi aliquid prosit ad vitam futuram, si in ista vita illicebrosissimae voluptatis blandimenta contempsero, si libidinum incitamenta frenavero...; quis nostrum — argumenta San Agustín — ita desipit, ut huic homini dicat: Nihil tibí zsía proderunt in posterum; vade, saltem vitae huius suavitate perfruere? E insiste, demostrando que ninguno tiene derecho a afirmar que Dios no pueda o no quiera perdonar a tales reincidentes aunque la Iglesia no les conceda una segunda penitencia. Todo esto, en la hipótesis de una penitencia sacramental privada e iterable, no tendría sentido alguno; es decir, no resolvería precisamente ni el dilema de la objeción ni la respuesta del santo Obispo.

No se puede negar que la severa disciplina penitencial de la Iglesia antigua choca no poco con la concepción moderna de una mayor largueza del perdón de Dios; pero aquel rigor era oportuno entonces, como más tarde fue oportuno el mitigarlo, cuando las volubles circunstancias sociales hicieron constatar los inconvenientes e hicieron imposible la aplicación. Por otra parte, teniendo en cuenta que nuestros pecados veniales no coinciden precisamente con los peccata levia de San Agustín, y menos todavía con los leviora de Tertuliano (ya que no hay duda que nosotros llamamos mortales a muchos pecados que los antiguos contaban entre los "cotidianos" o "ligeros"), se explica fácilmente cómo la mayor parte de los fieles no tienen necesidad después del bautismo de penitencia pública y puedan llegar hasta el final de la vida sin haberse confesado nunca. También, por lo que respecta a la tradicional terna de pecados, si quitamos la fornicación, es cierto que los otros dos, apostasía y homicidio, habían llegado a ser en los siglos V-VI menos frecuentes. Con todo, en aquel tiempo estaba floreciente, mucho más que hoy, la mortificación ordinaria de la vida, sea con la práctica cotidiana de las obras buenas, sea con las austeras observancias propias de los tiempos oficiales de penitencia, como la Cuaresma. Por reacción contra el pelagianismo de la época, los sermones de los Santos Padres, especialmente San Agustín, San Juan Crisóstomo y San León, exhortan continuamente con fuerza y elocuencia a esta penitencia ordinaria.

 

Antes de terminar, no podemos pasar en silencio una forma de aparente penitencia privada, llamada a veces por los escritores ascéticos terapéutica espiritual, que se encuentra con bastante frecuencia en la Iglesia antigua. Consistía en descubrir la conciencia a personas "espirituales," o a les "pneumáticos," o "perfectos," o "ancianos," que eran juzgados ricos en los carismas del Espíritu Santo, de los cuales esperaban adquirir corrección contra los defectos y guía en su conducta moral. Era, más que otra cosa, una medicina espiritual, que admitía, por un lado, una confesión de las culpas y, por otro, una corrección paternal e iluminada, pero sin ningún carácter sacramental.

Tertuliano habla de ella en sentido montañista; Orígenes y Clemente Alejandrino parece que la conocieron. Pero solamente en el siglo IV se convierte en Oriente, en los monasterios, en una institución difundida y recomendada. Contribuyó mucho a ello la regla de San Basilio (+ 379), que señala en el jefe de la comunidad, el "médico del alma," al "padre confesor," aunque no fuese sacerdote. En la vida de San Pacomio (+ 348), escrita en el 368, se dice que el gran cenobita aconsejaba a sus discípulos el descubrir en seguida el estado anormal del alma a un hombre el ejrcitado en la discreción de los espíritus, de animae suae statu hominem in discretione spirituum exercitatum consulatf para romper el lazo de la tentación. Y de Teodoro, su célebre discípulo, se narra que todos iban a confesarse con él para recibir consejo: Nullus porro ínter fratres reperiebatur qui formidaret animum suum ei secreta confessione aperire et indicare qua quisque ratione adversus inimicum decertaret. Casiano (+ 435), que pasó diez años (390-400) en los monasterios egipcios, da testimonio de una disciplina análoga. La regla Nihil seniori tuo erubueris revelare se inculcaba insistentemente a los obispos del gran monasterio de Tabenisis, los cuales, divididos en grupos de diez o doce, tenían cada uno por jefe un sénior.

La cura de almas del Oriente fue transplantada después por Casiano a sus monasterios de Marsella e inserta en seguida entre las principales normas de la ascética monástica. Naturalmente, los séniores de un monasterio no siempre eran sacerdotes; la confesión hecha a ellos no tenía por esto valor de sacramento, sino de simple dirección espiritual. Si se confiesan los pecados, éstos se perdonan no por la absolución del anciano, del que raramente se habla, sino por la oración del sénior, por las obras de penitencia y por la detestación de la culpa. Indicium satis factionis et indulgentiae — dice Casiano — est affectus quoque eorum de nostris cordibus expulisse. La importancia dada en Oriente a la dirección espiritual ha contribuido a difundir la extraña mentalidad, todavía existente, que, substrayendo la penitencia a la jerarquía de la Iglesia, ha hecho de ella un don característico reservado a los "padres espirituales" especialmente monjes, con preferencia del clero casado. También San Benito reúne entre los instrumenta de la disciplina monástica la manifestación al anciano espiritual (seniori spirituali pater acere) de los malos pensamientos; pero los séniores de los que habla eran probablemente monjes sacerdotes, los cuales, junto con el abad, administraban el sacramento de la confesión. Es cierto de todos modos que tales usos de los monasterios de Oriente y de Occidente no tardaron en ser conocidos también en el mundo por las almas simples y fervorosas, las cuales comenzaron a servirse de la confesión como instrumento de enmienda y de ascesis. Hablan de ello. Pomenio de Arles (c. 500) en su De vita contemplativa y San Gregorio Magno, el cual lamenta que muchos sacerdotes se muestren reacios a cumplir el opus onerosum et laboriosum de recibir a los pecadores, cisque compati culpam suam fatentibus.

 

 

El Advenimiento de la Penitencia Privada.

Los siglos VII-VIII señalan un desenvolvimiento de capital importancia en la historia de la penitencia. Ya en el siglo anterior, y aun antes, la institución de la penitencia pública, la única con que la Iglesia garantizaba el perdón de los pecados graves, se presenta en decadencia.

Contribuyeron a ello muchos factores: 1)Las invasiones de los bárbaros, paganos o semi-paganos, incapaces de sufrir cualquier regla y demoledores de toda tradición, que convirtieron en un caos indescriptible la mayor parte de las provincias cristianas ¿Cómo era posible a tal raza de gente, para la cual los homicidios y las rapiñas estaban a la orden del día, imponer, no obstante el bautismo, las reglas de la penitencia canónica? 2) La profunda corrupción de las costumbres en todo el Imperio, que habia penetrado ampliamente en todos los estratos de la sociedad cristiana. 3) La unicidad y las excesivas durezas del régimen penitencial, que alejaban radicalmente a los pecadores. Razón por la cual eran ya muy pocos los que osaban abrazarlo en vida, y reducido solamente al breve período de la observación litúrgica cuaresmal. Los más, como decíamos, la habían substituido por una simple ceremonia simbólica, recibida poco antes de morir, cuya eficacia ponían en duda los mismos Padres.

Estas consideraciones parecen suficientes no digo a explicar, pero sí a aclarar un poco aquel obscuro cambio de disciplina en la administración de la penitencia, de la cual se advierten claros síntomas ya en el siglo VI. El famoso concilio III de Toledo (589), que aprobó el retorno del rey Recaredo I y de los visigodos arríanos a la fe católica, da testimonio, aun condenándola, de la costumbre introducida per quasdam Hispaniarum ecclesias de recibir más de una vez la absolución de los pecados, sin que el sacerdote atendiese a hacer cumplir previamente la penitencia a los pecadores. Los Padres del concilio la califican de execrabilis praesumptio, contraria a las reglas canónicas, non secundum canonem. En el continente, ésta era la primera afirmación de la penitencia privada normal, que más tarde debía imponerse en todas partes.

En las Galias, la disciplina penitencial en tiempo de San Cesáreo (542) mantenía todavía, al menos oficialmente, las posiciones tradicionales; pero pocos años después, desde San Gregorio de Tours (+ 593), quedó reducida totalmente al silencio, y Jonas, el biógrafo de San Columbano, afirma que, cuando éste llegó (c. 590), poenitentiae médicamentel et mortificationis amor vix vel paucis in illis reperiebañir locis6. Ciertamente no había desaparecido del todo, pero en los escasos residuos se habían introducido ya compromisos, debidos a las primeras influencias de la disciplina irlandesa. He aquí, por ejemplo, dos muestras características.

En la vida contemporánea de San Desiderio de Viena (+ 606), se narra cómo la reina Brunilda y el rey Teodorico, que habían lanzado una calumnia atroz contra el santo Obispo, arrepentidos, le pidieron la penitencia, y él, a pesar de que se trataba de un pecado gravísimo, los perdonó y sin más los reconcilió con Dios: lile autem facinus perpetratum animo clementi laxavit, et iuxta sententiam Domini culpas debentium non retinuit sed omisit. De San Sigfredo de Benasque (s. VI) se recuerda que, habiendo descubierto a un ladrón de reliquias, no lo denunció, sino que, inducido a la restitución y al arrepentimiento de su falta, acto continuo lo absolvió: Siegue vir Dei salus effectus est reí, solo remoto furto absolvit, et conscio facti culpam pepercit, iniuncto ne peccaret, abire praecepit. Eligió de Noyón (+ 648) admitía ya una repetición de la penitencia.

 

Característica única era la situación de las iglesias de Irlanda y Bretaña, las más alejadas del centro de la cristiandad y situadas fuera de las grandes vías de comunicación. Por los documentos de las provincias predominantemente monásticas, que van de los siglos VI al VIII, vemos que la práctica penitencial aparece allí como un ejercicio exclusivamente privado.

Se inculca insistentemente la confesión hecha ad confessores suos, es decir, a los sacerdotes, no sólo para los pecados graves, sino también para los ligeros. La expiación de las culpas no admite ya la antigua figura litúrgica de la actio poenitentiae, es decir, una excommunicatio del pecador del consorcio de los fieles, un lugar segregado en la iglesia in ordine poenitentium, una "puesta en penitencia" igual para todos al principio de la Cuaresma y una reconciliación pública el Jueves Santo. La penitencia, excepto una abstención temporal de la eucaristía, ne penitus anima tanto tempore caelestis medicinae intereat, se realiza en privado con rigurosas obras de mortificación corporal, especialmente en la comida y en la bebida; se impone ésta al pecador según su culpa, no ya al arbitrio del confesor, sino en la medida que se encuentra indicado en una especie de escala penal, llamada precisamente penitencial, que aplica a la vida moral la idea del Wergeld francogermánico, y a veces asigna un eventual correctivo pecuniario para rescate parcial del pecado o de la pena; la duración de la expiación no estaba ya limitada a la Cuaresma, sino a un período libre de tiempo; la absolución (ya que de reconciliación, en el sentido antiguo, no era del caso hablar) se da privadamente, expirado el tiempo de la penitencia, a veces también a continuación de la acusación. La penitencia es reiterable y no lleva consigo ninguna consecuencia aflictiva social o jurídica. La fisonomía particular de la penitencia en las iglesias celtas y anglosajonas la explica así Teodoro de Canterbury (+ 690) en el gran penitencial a él atribuido: Reconciliatio in hac provincia publice statuta non est, quia et Publica Ppenitentia Non Est.....

 

Los Libros Penitenciales.

Las normas que han regulado la práctica penitencial celta se encuentran reunidas en algunas colecciones de cánones bajo varios nombres, como los Excerpta quaedam de libro Davidis, de Menebia; el Synodus Aquilonalis Britanntae, el Praefatio de Poeniteñtia, del PseudoGildas, todos del siglo VI; pero de una manera especial en los llamados libros penitenciales, los cuales indican, al lado de una serie variada de culpas, la penitencia correspondiente, de donde el nombre dado a este sistema de "penitencia tarifada." Estos no se derivan, como afirmó alguno, de un hipotético desconocido penitencial romano; nacieron y se perfeccionaron con el uso de los confesores en las comunidades cristianas celtas de Escocia, Irlanda y Bretaña. Traídos después al continente, fueron reproducidos y difundidos, poniéndolos al día con las nuevas necesidades y las nuevas mentalidades. No revisten autoridad oficial, como los cánones de un concilio o los decretos de los papas, sino que la teman del prestigio de sus compiladores.

El más antiguo es el irlandés de Vinniai, de la primera mitad del siglo II, formado por 53 cánones, divididos en dos partes, una para los laicos y la otra para los clérigos. Para éstos, las penas son más severas, principalmente si hubo escándalo. En ciertos casos, la penitencia lleva ccnsigo también una multa pecuniaria: pecuniam dabit pro redemptione animae suae et fructum poenitentiae in manu sacerdotis (en. 35). Se derivan de éste otros dos importantes penitenciales: el de Cummeano, de Irlanda, y el famoso de San Columbano (+ 615), de Bobio, si bien alguno pone en duda su paternidad. El penitencial anglosajón más importante entre los conocidos es el atribuido al monje griego Teodoro de Tarso, arzobispo de Canterbury (+ 690). Por el su actual composición hay que colocarla en la primera mitad del siglo VIII. Buena parte de sus cánones entraron más tarde en las grandes colecciones canónicas. Otros dos penitenciales anglosajones menos ordenados que el precedente, atribuidos al Venerable Beda (+ 735) y a Egberto, arzobispo de York (+ 376), representan en realidad una compilación hecha en el continente alrededor del 800. Todos los penitenciales excepto los de Vinniai y el de Cummeano, manifiestan una influencia más o menos profunda de la disciplina romana.

 

Los ejercicios penales impuestos por los penitenciales eran principalmente éstos: 1) el ayuno en su forma más rigurosa, pan y agua, reservada a los pecadores más graves, y a veces también con limitaciones (panis per mensuram); abstinencia de carne, de vino y de bebidas alcohólicas. El ayuno debía ser más riguroso en las tres cuaresmas observadas por los celtas; frecuentemente también se sobreponía (superpositio ieiunii), es decir, se prolongaba la abstinencia de toda clase de comida tres y hasta cuatro días (biduanum, triduanum, quatriduanum ieiunium); 2) el destierro o exilio de la familia y de la patria. El Penií. Cummeani infligía al incestuoso tres años de penitencia cum pe. regrinatione perenni, con el agravante de no poder llevar armas consigo, inermis existat, nisi virgam tantum in manu eius et non maneat cum uxore sua; 3) la oración aflictiva, porque se realizaba durante una panuquia, pasada siempre en pie y recitando una serie larga de salmos, concluidos con repetidas genuflexiones; 4) la reclusión en un monasterio por diez, cinco años y también por toda la vida; 5) la flagelación o disciplina corporalis. Desde un principio (s. VI-VIII) esta fue la pena impuesta a los clérigos o religiosos de ambos sexos; más tarde, también a los laicos, pero de baja estirpe.

La medida de las penitencias variaba según los penitenciales; en general eran largas y severas. En los Excerpta Davidis, al obispo pro capitalibus peccatis se le impone una penitencia de veintitrés años, de doce al sacerdote, de siete al diácono. En el caso de una fornicación sacrilega con persona consagrada o de homicidio premeditado, la penitencia dura toda la vida. El perjuro es también gravemente castigado. Magnum crimen est — observa Vinniai — aut vix aut non potest redemt; al delincuente se le asigna una penitencia de siete años et de reliquo vitae suae b ene faceré; además no deberá jurar más y ofrecer el precio de una ancilla o de un servus como limosna. También los pecados veniales, aunque fuesen de sólo pensamiento, recibían su sanción: la embriaguez en un laico, con siete días de penitencia; con cuarenta si había hecho votum religionis; el comer demasiado, con un día; la injuria contra un hermano, previo el pedir perdón, con siete días a pan y agua; la negligencia en rechazar las fantasías deshonestas, con uno o dos días.

En el caso de un pecador culpable de muchos y varios delitos, por los cuales, según las "tarifas," había merecido un cúmulo de penas de cien o más años de duración, imposible de satisfacer, se aplicaba para reducirlas, derivado del derecho civil, el principio de la conmutación y de la redención de las penitencias: una penitencia larga podía conmutarse con otra más breve, pero de mayor sacrificio. Por ejemplo, un año de penitencia, según el penitencial de Cummeano, podía reducirse a doce triduanas. Por triduana se entendía, pasar tres días en una iglesia sin ninguna especie de alimento, sin dormir, o muy poco, permaneciendo derecho con los brazos extendidos en forma de cruz recitando salmos y multiplicando las postraciones y genuflexiones. También la flagelación después del siglo X fue considerada como medio para compensar años de penitencia. San Pedro Damián (+ 1072) se hizo ferviente propagandista. A su juicio, 3.000 latigazos redimen un año de penitencia. De San Rodolfo de Gubio se refiere que saepe poenitentiam centum suscipiebat annorumf quam scilicet per viginti dies allisione scoparum ceterisque poenitentiae remediis persolvebat; la conmutación (llamada arreum, del viejo irlandés arra = equivalente) de las penitencias se hacía también dando dinero a los pobres, contribuyendo a la construcción o dotación de iglesias y monasterios, haciendo peregrinaciones y celebrando misas. Esto hacían especialmente los enfermos, a los cuales era imposible el ayuno: Alii poenitentiam aegris statuunt, ut eleemosynam dent, hoc est pretium viri vel ancillae.

 

La Penitencia Privada en el Continente.

Las comunidades irlandesas y las bretonas, gobernadas en gran parte por monjes bajo la autoridad de abades-obispos, estaban en pleno florecimiento de virtud y de actividad en la segunda mitad del siglo VI. Esta vitalidad religiosa, unida a un singular carácter aventurero, impulsaba a muchos de aquellos monjes a una forma de especial ascetismo, que se transformaba en apostolado misionero. Abandonaban de buena gana su patria "por amor a Dios" e iban a llevar la fe y a desplegar su celo en otros campos lel anos. En grupos de diez, de doce, los vemos esparcirse por Inglaterra, y después, por las devastadas provincias del Occidente, en las Galías, en España, sobre las riberas del Rin y el Danubio; implantar o resucitar la fe donde estaba casi extinguida. Y con la fe llevaban al pueblo la austeridad de sus costumbres, sus libros rituales, su práctica sacramental y litúrgica. Ha sido una renovación del Occidente silenciosa, pero profunda, la realizada por ellos, principalmente a través de las formas de la penitencia privada, contenida en sus penitenciales, sobre todo en el del más célebre misionero, San Columbano (+ 615).

La evolución de la nueva disciplina se efectuó sin suscitar en el Septentrión reacciones sensibles. El período caótico que atravesaba la Iglesia no permitía demasiado el fijarse en las formas externas de sus instituciones; por lo demás, la substancia del sacramento predicada por los monjes era siempre la misma: la penitencia para la remisión de los pecados. El primer sínodo que alude a la nueva dirección en la práctica penitencial es el de Chalons (650), que en el canon 8 emite un juicio substancialmente favorable: De poenitentia vero, quae est medela anímete utilem ómnibus hominibus esse censemus; et ut poenitentibus a sacerdotibus data confessione indicatur poenitentia, universitas sacerdotum (y obispos del sínodo) noscitur consentiré. Como se ve, el sínodo no quiere afirmar la utilidad genérica de la confesión, sino la específica de poderla repetir al sacerdote como ejercicio sacramental, según la reciente forma de penitencia. Entre los Padres del sínodo había, en efecto, varios, como Eligió de Noyón, Donato de Besangon, Chagnoaldo de Laón, provenientes del famoso monasterio de San Columbano, en Luxeuil. La reiteración de la confesión a los sacerdotes, facilitada por los libros penitenciales, ayudaba no poco a aliviar a los obispos del peso no ligero de ocuparse de la reconciliación de los pecadores. San Bonifacio (680-755) en sus Canones casi lo da a entender: Quia varia necessitate praepedimur canonum statuta de reconciliandis poenitentibus pleniter observare... curet unusquique presbyter statira post acceptam confessionem poenitentiam, síngalos data oratione reconcilian. Los sacerdotes se hicieron así a la práctica del sacramento y, como en los monasterios, tomaron en sus manos la dirección de las almas.

148. Una reacción, y fuerte, tuvo lugar solamente en España en el III concilio de Toledo, de la cual ya hemos tratado. El nuevo régimen penitencial, condenado por el concilio como una execrabilis praesumptio, había sido traído por los monjes misioneros irlandeses, obteniendo en seguida muchas simpatías. El concilio pidió enérgicamente la observancia de las tradicionales normas de la penitencia pública; pero no sabemos con qué resultado. Es un hecho que, al final del siglo VIII, en las Galias era ya más rara: Poenitentiam agere iuxta antiquam canonum institutionem — constataba un concilio de Chálons alrededor del 813 — in plerisque locis ab usu recessit. Los penitenciales, en cambio, eran buscados y difundidos y se componían nuevos. En el esquema de visita pastoral extendido por Reginón, abadobispo de Prüm (892-915), se exigía que cada párroco estuviese provisto de un penitencial para la administración de la penitencia.

Sin embargo, este sistema de minuciosa reglamentación de los pecados, si, de un lado, era cómodo para el confesor, de otro, presentaba el peligro de hacer mecánico un acto eminentemente íntimo y espiritual como es la penitencia. Quizá también, con sus alusiones y conmutaciones, venía a ser en la práctica excesivamente indulgente con ciertos pecados graves y públicos contra los cuales había sido necesario usar los rigores de la antigua disciplina. Qui (presbyteri), dum pro peccatis gravibus leves quosdam et inusitatos imponunt poenitentiae modos, consuunt pulvillos, lamentaban el 813 los Padres de un sínodo de las Galias. Todo esto explica cómo a principios del siglo IX, mientras se ejecutaban los vastos planes de la reforma litúrgica y disciplinar de los carolingios en todo el Imperio, varios sínodos se mofaron de los penitenciales y proscribieron ulteriormente su uso: repudiatis — dice el canon 38 de uno de ellos — ac penitus eliminatis libellis, quos poenitentiales vocant, quorum sunt certi errores, incerti auctores. Para substituirles de alguna manera, dando a los sacerdotes nuevas directivas para la práctica penitencial, se compilaron las colecciones formadas por las sententiae Patrum, los cánones conciliares y las decretales pontificias.

 

La Confesión Privada.

Hay que observar ante todo que desde esta época el término confessio, confiten, comienza a significar casi siempre no ya la manifestación ritual de la culpa, sino todo el complejo del procedimiento sacramental. Desde el momento en que faltaba, en la mayor parte de los casos, toda exteriorización pública de satisfactio, era natural que la manifestación humillante del pecado adquiriese una importancia mucho más grande que antes. El sacramento de la penitencia se convierte así en el sacramento de la confesión.

Por eso vuelve a despuntar aquí y allá la antigua objeción contra la necesidad de la confesión oral al sacerdote, contra la cual se protestaba, sobre todo en la práctica, por 1a vergüenza que lleva consigo la manifestación de la culpa. "¿No basta confesarse a Dios?" Poseemos sobre esto una carta de Alcuino (+ 803) dirigida a algunos hermanos in provincia Gothorum, en la cual rebate aquella fútil objeción.

Sobre el rito litúrgico con el cual se comenzaba y concluía el procedimiento sacramental hablaremos más adelante.

 

Ya que hemos aludido arriba a una frecuencia de la confesión que la nueva disciplina sacramental introdujo en la práctica pastoral, es oportuno precisar algunos puntos. La primera alusión a una periodicidad fija en la recepción del sacramento se encuentra en la Regula Canonicorum, compuesta hacia el 760 por Crodegango, obispo de Metz. Prescribe que los clérigos hagan su confesión, ad suum episcopum, dos veces al año: al principio de la Cuaresma y en el período que va de la mitad de agosto al primer día de noviembre.

Nótese que la confesión que había que hacer antes de la Cuaresma no era solamente una observancia monástica, sino un deber estrictamente impuesto por los obispos y practicado por los fieles. La Cuaresma era considerada como la "puesta en penitencia" de todo el pueblo cristiano, inaugurada con la imposición de la ceniza bendita y concluida con la reconciliación solemne del Jueves Santo. Los sacerdotes debían considerarse movilizados para este fin, de manera que los fieles, confesadas y expiadas sus culpas a través de la penitencia cuaresmal, se encontrasen dispuestos a celebrar dignamente la Pascua.

 

La Penitencia Pública.

Hemos explicado ya cómo el régimen de la penitencia pública, con la aspereza de sus penas de toda especie, corporales, morales, sociales, y la fácil hostilidad de las poblaciones todavía bárbaras a someterse, había entrado en una fase de decadencia, especialmente en las regiones occidentales de Europa. Además, la creciente difusión de la penitencia privada había agravado su situación, aunque ya la nueva disciplina había suprimido — ya los penitenciales lo demostraban— una publicidad notable de penitencia en sus sanciones penales. Sin embargo, éstas no estaban ya encuadradas en la forma canónica de la excommunicatio.

Era lógico que esta nueva ordenación de la disciplina produjese alguna reacción. La hubo en España, como decíamos, en Toledo (589), y más fuerte todavía en las Galias, a principios del siglo IX. El concilio de Chalons, celebrado en el 813, después de haber constatado que la antigua institución penitencial había casi desaparecido, poenitentiam agere iuxta antiquam canonum institutionem in plerisque locis ab usu recessit, invocaba la ayuda del brazo secular para restablecer su eficiencia: Domino imperatore impetretur adiutorium, qualiter si quis publice peccat, publica mulctetur poenitentia, et secundum ordinem canonum pro mérito suo excommunicetur et reconcilietur. No creemos que Carlomagno interviniese directamente con medidas legislativas, pero es cierto que les distintos sínodos reunidos en el 813 en Maguncia, Reims, Tours, Chálons y Arles, iussu eius (de Carlomagno) super statu ecclesiarum corrigendo, intentaron hacer revivir con disposiciones a propósito las normas canónicas tradicionales de la penitencia, limitándola a ciertos pecados gravísimos cometidos en público o llegados a pública notoriedad. Este será el campo propio y restringido de la penitencia canónica, que más tarde (s. XI-XII), para distinguirla de la privada, tomará también el nombre de poenitentia solemnis.

De aquí que, cuando un fiel en su confesión preliminar se acusaba de un pecado sujeto a los rigores de la penitencia pública, no podía ser absuelto por el sacerdote; más todavía, bajo la pena de suspensión al confesor, debía quedar reservado al juicio del obispo diocesano.

 

La Confesión Hecha a los Laicos.

Hemos aludido ya a la idea, que comienza a prevalecer con el advenimiento de la penitencia privada, por la que la confesión, o sea la manifestación de la culpa, imponiendo al penitente un gravamen por la humillación (confusio, erubescentia) que exige, es por sí misma un sacrificio, un acto meritorio capaz de obtener el perdón. Esta doctrina fue elaborada por el famoso doctor anglosajón San Beda (+ 735); más tarde, por Alcuino y, después de mediado el siglo XI, en un tratadito, De vera et falsa poenitentia, que, amparándose en el nombre de San Agustín, adquirió amplia difusión en las escuelas. El anónimo autor, después de haber elogiado el valor de la confesión, en cuanto a la erubescentia que acompaña a aquélla, fit venia criminis, saca esta consecuencia práctica: Tanta itaque vis confessionis est, ut, si deest sacerdos, confiteatur próximo, es decir, a un laico. Por lo tanto, un penitente que, ex desiderio sacerdotis, no estando el sacerdote, confiesa a uno cualquiera sus propias culpas, obtiene el perdón de Dios, sicut si solverentur a sacerdote. El Venerable Beda (+ 735), comentando el conocido pasaje de la Carta de Santiago, recomendaba calurosamente su uso a todos los fieles como medio de remisión de los quotidiana leviaque peccata; y Jonas de Orleáns (+ 843) se lamenta que fueran muy pocos los que se sirviesen: de quotidianis (peccatis) et levibus quibusque perrari sunt qui invicem confessionem faciunt, exceptis monachis qui id quotidie faciunt.

 

Falsedades y Abusos de la Indulgencias.

El deseo siempre vivo de ensalzar las indulgencias y la ambición de poseerlas más ricas que otras iglesias, hizo a veces que personas de poca conciencia o ignorantes, aunque ciertamente de buena fe, inventasen rescriptos episcopales o papales ficticios, con los cuales se concedían indulgencias, aun cuando todavía no existía la costumbre, o, más frecuentemente, en forma o en medida diversa o superior a la costumbre del tiempo. Por esto, algunas se designan ya como dudosas o falsas. Tales son las anteriores al 1000; la más conocida es la que recuerda Mabillon en relación con la fiesta de los 1480 mártires legendarios (22 de junio), quibus concessum est pro illo uno die annum dimitiere in poenitentiam. Más fabuloso todavía es el llamado "privilegio plateado," que Urbano II había concedido a dos iglesias de Piacenza. A una, de 100 años y 100 cuarentenas; a la otra, de 1.000 años y otras tantas cuarentenas. Además, el papa, después de haber llenado de arena un vaso de plata, había declarado: Concedo ómnibus veré poenitentibus... tot annorum indulgentiam quot sunt grana arenae in isto vasulo. Igualmente son fantásticas las indulgencias de 1.000 años y 1.000 cuarentenas concedidas en el 1 108 por Pascual II a la iglesia de Santa María del Pueblo; las de Gelasio II en el 1 1 18 a la catedral de Genova, y del mismo papa a la catedral de Pisa, de 14.000 años, en el aniversario de su consagración, y de 24.000 años en el período de la Asunción a Navidad; como también tantas otras cuya veracidad histórica o no tiene como prueba documentos contemporáneos o, si los tienen, no son históricamente atendibles por varios rnotivos. No eran raros en la Edad Media los clérigos vagabundos, fabricatores mendacíí et figuli falsitatis, como los designa un sínodo de Mainz (1261), los cuales, así como inventaban reliquias de santos, así también fabricaban rescriptos de obispos y bulas papales.

A éstas se equiparan ciertas maravillosas indulgencias contenidas en muchos libritos de devoción anónimos, muy difundidos a finales de la Edad Media y frecuentemente reimpresos, en los cuales a determinadas oraciones (por ejemplo, Anima Christi...; Deus, qui pro redemptione mundi...; Ave sanctissima María...) o a prácticas especiales de piedad (como el rosario) se asignan indulgencias de miles de añcs. Oportunamente, el Tridentino antes y después la Congregación de las Indulgencias, establecida por Clemente IX (1669), consiguieron la necesaria unidad y disciplina también en ese campo.

Entre las indulgencias a las cuales faltan los títulos de autenticidad se deben contar algunas muy famosas en la Edad Media, como la jubilar de Santiago de Compostela, la "grande de Einsiedeln," la de la "bula sabatina" y la de la Porciúncula de San Francisco de Asís. Es preciso recordar, sin embargo, que, si existe una fundada duda sobre su origen, más tarde fueron reconocidas y hechas auténticas por los papas, y gozan justamente en la Iglesia de una segura autoridad y de un gran valor.

Contra el uso romano-católico de las indulgencias se opuso frecuente y gravemente el obstáculo de una serie de abusos a que dieron ocasión en la práctica; abusos de tal gravedad, que muchos historiadores han podido hablar de "venta de las indulgencias" y acusar a la Iglesia de un comercio escandaloso y simoníaco.

La primera acusación se funda en la fórmula indulgcntia a poena et a culpa, usada frecuentemente en el lenguaje indulgencial popular en les siglos XII-XV; como si la adquisición de la indulgencia eximiese al fiel, sin más, de la obligación de la confesión. La fórmula efectivamente era equívoca, porque la indulgencia miraba a la pena, no a la culpa. Los canonistas de la época lo habían notado. Proprie loquendo — escribía Nicolás Weigel en el siglo XV — non est indulgentia dicenda a poena et a culpa, licet pvsset dici absolutio aliqua a poena et a culpa. La expresión, en efecto, se había introducido con ocasión de las dos grandes indulgencias plenarias de la cruzada y del jubileo, y en tales casos podía entenderse y aceptarse rectamente. La Iglesia, de todos modos, la toleró, pero rara vez se sirvió de ella en sus formularios oficiales; más aún, se preocupó de aclarar por todos los medios la verdad y de distinguir los dos elementos. En el 1450, en el concilio de Magdeburgo, el delegado pontificio, cardenal Nicolás de Cusa, condenó expresamente a aquellos que habían defendido o predicado tal doctrina. Por lo demás, en la práctica, la aplicación de la indulgencia hecha por el confesor iba siempre precedida de la confesión: Auctoritate apostólica — decía la fórmula relativa — in hac parte mihi concessa, te ab ómnibus peccatis tuis, ore confessis et corde contritis... absolvimus et plenariam tuorum peccatorvm remissionem indulgemus.

No puede negarse que hubiera confusiones, provocadas ya por parte de ciertos predicadores poco prudentes, sólo preocupados de hacer aceptar a los fieles la indulgencia, ya por parte de los llamados quaestores (encargados de notificar las indulgencias y de recoger las limosnas), los cuales, por ignorancia o por lucro, declaraban que ciertas indulgencias podían muy bien substituir a la confesión. Pero tales confusiones, aunque deplorables, no se pueden imputar a la Iglesia.

El otro y más grave abuso proviene de las colectas en dinero, con las cuales, de hecho o de derecho, se concedían y aplicaban las indulgencias. Fueron la causa más remota las limosnas que afluyeron a la iglesia de Roma en los primeros años jubilares. Bonifacio VIII no había condicionado la adquisición del jubileo a limosnas de esta especie; pero éstas, espontáneamente ofrecidas por los peregrinos, mostraron cuan lucrativa era económicamente aquella indulgencia. Debemos creer que no por afán de lucro han hecho los papas posteriormente, y a veces por instancia de los mismos romanos, más frecuente el ciclo jubilar, concediéndolo frecuentemente también en forma extraordinaria por graves y urgentes necesidades de la cristiandad en general o de cada una de las naciones; pero no se puede negar que, habiendo condicionado la indulgencia a una limosna, de distinto valor según la indulgencia, hayan contado con las excepcionales reservas financieras, de las cuales la indulgencia se convertía en fuente abundante.

Pero se promulgaban y recomendaban las indulgencias a los fieles y se recogían las ofrendas relativas por medio de personas delegadas para esto. Estas fueron los quaestores o quaestuarii, de los cuales se tiene noticia ya en los comienzos del siglo XII. Sin embargo, aquella afluencia de dinero encendió en seguida las envidias de príncipes, reyes y obispos, los cuales pretendieron el derecho de restar cuotas notables a las sumas recogidas desde el momento que éstas habían sido entregadas por sus fieles y en su territorio. De modo que la predicación de las indulgencias y la percepción de las limosnas prescritas vino a tomar el aspecto de una compleja operación comercial. Por un lado, el sacerdote en el pulpito o en el confesionario invitaba a los fieles a adquirir la indulgencia para una saludable renovación de su vida o para un eficaz sufragio en favor de sus muertos; por otro, el quaestor o colector en su banco, según una tarifa cuidadosamente calculada, recogía el dinero, en cuota mayor o menor según la indulgencia deseada. Sin contar con que a veces los predicadores o quaestores, para obtener mejor su fin, exigían odiosamente las ofrendas aun de aquellos que estaban dispensados y anunciaban principios falsos o inexactos; por ejemplo: que para aplicar la indulgencia a los difuntos no es preciso estar en estado de gracia; por lo cual, apenas la ofrenda entraba en la caja, el alma quedaba liberada. Statim — denunciaba irónicamente Lutero en una de sus tesis — ut iactus nummus in cistam tinnierit, evolare dicunt animam.

También ocurría esto en las órdenes religiosas, confraternidades y pías asociaciones, las cuales, habiendo obtenido, al menos así decían, indulgencias y privilegios para sus bienhechores, desarrollaban un activo comercio de favores espirituales y pecuniarios, tanto más sospechoso cuanto que operaban en silencio y se substraían fácilmente a la vigilancia de la autoridad superior.

El estado de cosas a que esto había llegado en la segunda mitad del siglo XV era tan grave, que suscitaba en el ánimo de muchas personas insignes por su autoridad y santidad un vivo sentimiento de indignación y de reprobación; más aún, no pocas de ellas lo denunciaron abiertamente. No hay que maravillarse de que todo esto haya servido de fácil pretexto a las críticas y a la rebelión de Lutero.