El Orden (la Ordenación).

 

Nomenclatura. La Institución Divina del Sacerdocio. Origen y Desarrollo de la Jerarquía Sagrada. La Jerarquía del Carisma. Las Fechas de las Ordenaciones. El Acceso a las Órdenes. La Tonsura y las Órdenes Menores. La Iniciación Clerical. El Lectorado. Los Exorcistas. Los Acólitos. Los Subdiáconos. El Ritual de las Órdenes Menores. Las Diaconisas. Los Diáconos y los Presbíteros. La Institución Apostólica y los Oficios de los Diáconos. Los Presbíteros. El Ritual de la Ordenación. Los Obispos. Orígenes y Funciones del Obispo. La Consagración Episcopal.
 

Nomenclatura.

El término técnico orden se puede tomar en sentido genérico y comprende todas las personas que forman parte de la jerarquía sagrada; así en las frases ordo ecclesiasticus, ordo sacerdotalis, que encontramos ya en Tertuliano, en oposición a otras análogas, como ordo plebeius, ordo curialis (orden de los abogados, de uso profano) o puede tomarse en sentido estricto, e indica cada uno de los grados de la misma jerarquía (orden de los sacerdotes, de los diáconos); o también en sentido (propiamente litúrgico, para designar los ritos con los cuales se confiere a un objeto sagrado el poder participar en las funciones propias de un determinado grado de la jerarquía. En este último caso, los latinos prefieren decir ordinatio, como hace Tertuliano: Ordinationes eorum (haereticorum), temeranae; los griegos usaban, en cambio, el término cheirotonia, refiriéndose a la ceremonia principal del rito, la imposición de las manos.

El sacramento del orden fue instituido sobre todo en orden a la eucaristía, porque sirve para consagrar a una persona sacerdote, es decir, hacerla idónea, por expreso deseo de Cristo, para administrar su divina palabra mediante la predicación y realizar el acto más grande y perfecto del culto, el sacrificio eucarístico. El sacerdocio representa, por tanto, eminenter toda la jerarquía de orden, y la designa lógicamente, siendo el grado culminante, hacia el cual convergen todos los otros, y del que éstos no son sino una participación. Por tanto, todo poder de orden es, en cierto modo, un poder sacerdotal; toda función de orden es una función sacerdotal, en cuanto que tiene por finalidades: la predicación de la Palabra de Dios, el culto divino y el sacrificio.

En la Iglesia latina, el orden está constituido por ocho grados jerárquicos, que son: episcopado, presbiterado, diaconado, subdiaconado, acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado. De ellos, los dos primeros, episcopado y presbiterado, son órdenes sacerdotales, porque tienen un poder directo sobre el sacrificio; los demás son órdenes ministeriales, porque su fin principal es servir al sacerdote en la celebración del sacrificio.

 

La Institución Divina del Sacerdocio.

El sacerdocio es esencialmente una función social y se encuentra, desde la más remota antigüedad, en todos los pueblos; su fin es el de representar oficialmente a la comunidad delante de Dios en las cosas del culto, y en particular ofrecerle los sacrificios en su nombre. Los egipcios, los asirocaídeos, les griegos y los romanos, en cierto sentido, veían en el rey y en el jefe del Estado al pontífice nato de la religión nacional y al jefe de todo el orden sacerdotal. En Roma, los emperadores, hasta Graciano (382), se aplicaron la dignidad de pontifex maximus. Entre los hebreos, durante la época patriarcal, el cabeza de tribu era constituido sacerdote por su pueblo. Vemos que Noé, Melquisedec de Salen, sacerdote del Altísimo; Job, Abrahán, Isaac y Jacob levantan altares al Señor y cfrecen sacrificios. Esaú es declarado "profano" porque, vendiendo a Jacob su derecho de primogenitura, le había cedido al mismo tiempo su derecho al sacerdocio.

Con Moisés, la disciplina cultural primitiva cambia y se reorganiza. Por orden de Dios, designa a la familia de Aarón y de sus hijos como proveedora en el nuevo culto de los sacerdotes de que tenía necesidad, y los miembros de la tribu de Leví, en general, para ayudar a los sacerdotes en el servicio litúrgico. Pero el sacerdote levítico no debía durar siempre. Ya Malaquías había preconizado no sólo el servicio perfecto (Cristo), sino también ei nuevo sacerdocio, que Cristo fundaría no sobre la descendencia carnal, sino sobre la libre elección de Dios.

La cabeza de este nuevo y eterno sacerdocio es Cristo Jesús. Por el hecho de que la segunda persona de la Santísima Trinidad asumió la naturaleza humana, Jesucristo queda constituido Dios hombre, es decir, Mediador sacerdotal entre Dios y los seres humanos; gran Pontífice, como dice San Pablo, colocándose entre Dios y nosotros. Es consagrado sacerdote en su naturaleza humana; más aún, el Consagrado por excelencia, el Cristo; y, consiguientemente, el Sumo Sacerdote de la nueva ley, el Litargo por antonomasia, el catholicus Patris sacerdos, que, por expreso mandato del Padre, debía, en nombre de la humanidad entera, ofrecerle el sacrificio perfecto.

Este sacrificio, iniciado por El como oblación en la última cena y consumado en el Calvario, era destinado, en la intención de Cristo, a renovarse perpetuamente sobre la tierra. Para esto eran necesarios sacerdotes; y éstos fueron los apóstoles. Cristo instituyó para ellos los nuevos poderes, y se los concedió: en la última cena sobre su cuerpo real (la eucaristía): Hoc facite in meam commemorationem; y en la tarde de Pascua, sobre su cuerpo místico (la penitencia): Quorum, remiseritis peccata, remittuntur eis. Pero así como el sacrificio eucarístico debía ser una institución permanente, y la necesidad del perdón de Dios necesaria en todos los tiempos, así los Apoderes conferidos a los apóstoles debían transmitirse a sus sucesores. (Apostoli) — escribe San Clemente"Constituerunt praedictos (se. episcopos et diáconos); ac deinceps ordinationem dederunt, ut cum illi decessissent, ministerium eorum alii viri probati exciperent. El sacerdocio debía ser una institución permanente. Así, en efecto, lo entendieron los apóstoles. Los escritos primitivos nos hablan de la admisión de nuevos miembros en la jerarquía mediante la ordenación, como un acto legítimo y ordinario del ministerio apostólico.

En cuanto al rito sacramental elegido por Cristo para significar sensiblemente la transmisión de los poderes sacerdotales, no tenemos noticias directas del Evangelio; pero la imposición de las manos que en dicha circunstancia, como veremos, fue adoptada por los apóstoles, hace suponer razonablemente que tal es el mandato de Cristo.

 

Origen y Desarrollo de la Jerarquía Sagrada.

Del examen de los escritos apostólicos, y en particular de los Hechos, que describen la organización de la iglesia primitiva de Jerusalén, encontramos, a la cabeza de las comunidades fundadas por los apóstoles, un consejo de ancianos, llamados indistintamente presbyteri o episcopi, los cuales llevan la conducción del gobierno de la comunidad de fe y realizan los actos del culto. En el concilio de Jerusalén son los presbíteros los que, junto con los apóstoles, deciden la cuestión de los judaizantes; Pablo y Bernabé, en su campaña misionera a través del Asia Menor, ordenan presbíteros y los ponen a la cabeza de aquellas nuevas cristiandades; cuando el Apóstol está para partir de Efeso, se despide de los presbíteros de aquella iglesia y les recuerda que el Espíritu Santo les ha constituido obispos para gobernarla. En la Carta a Tito le aconseja a establecer en las diversas ciudades de la isla de Creta presbíteros, o, como dice poco después, obispos. La primera carta de San Pedro menciona a los presbíteros, que deben el ercer las funciones de obispos. Todavía, al final del siglo I, la carta dirigida por San Clemente a los corintios habla solamente de obispos-presbíteros y diáconos, colocados para el gobierno de aquella iglesia. No puede ponerse en duda que los obispos-presbíteros de que se habla poseyeran el poder sacerdotal, porque los vemos ordenados con un rito sagrado; en Corinto celebran la Coena dominica, administran la Santa Unción, enseñan a les fieles las verdades de la fe y reconcilian a los penitentes.

De los testimonios referidos, podemos, por tanto, deducir que el régimen de las comunidades primitivas, viviendo todavía los apóstoles, y en alguna parte, como en Corinto, también después de su muerte, estaba confiado a un colegio de obispos-presbíteros, que reunía las facultades jurisdiccionales y litúrgicas. Hay que advertir, sin embargo, que tales grados jerárquicos no eran otra cosa que la prolongación de la persona y del poder de los apóstoles, los cuales, no teniendo posibilidad de regir directamente las nuevas iglesias, confirieron colegialmente a los obispos-presbíteros aquella autoridad que fue siempre considerada como propia de su misión apostólica. Per regiones igitur et urbes —escribe San Clemente— verbum praedicantes (Apostoli)... constituerunt episcopios et diáconos eorum qui credituri erant. Era, por tanto, lógico que, por disposición apostólica, desapareciendo los apóstoles y recibiendo cada una de las iglesias mayor desarrollo, cada día el presbiterado colegial tomase la forma de monarquía episcopal. En este cambio, cuyas fases se pueden señalar sólo confusa y sumariamente, los términos presbítero y obispo, hasta ahora sinónimos, se diferenciaron, en cuanto se comenzó a designar con el nombre de obispo a aquel de los presbíteros al cual se confería una primacía sobre los otros, y esto por consentimiento y voto común, reconociéndole así una plenitud de sacerdocio y de gobierno, como sucedáneo del Apóstol, del hombre apostólico (como Epafras, Tito, Timoteo) al cual la comunidad debía su propio origen.

 

Esta segunda fase, el episcopado monárquico, aparece claramente determinada, a principios del siglo II, en las cartas ignacianas, ya en Antioquía, ya en muchas comunidades del Asia. El obispo goza de una preeminencia absoluta, unida al ejercicio de todas las funciones pastorales, y subordinados a él los grupos de los presbíteros (presbyterium) y de los diáconos. Los tres órdenes jerárquicos forman la comunidad perfecta, en la cual, como refiere el santo mártir, aprecie el obispo, a imagen de Dios, y (presiden) los presbíteros, a semejanzadel Colegio apostólico, y (presiden) los diáconos, a los cuales es confiado el ministerio de Jesucristo." Sin embargo, obispo, presbíteros y diáconos no sólo gozan de derechos de autoridad o de administración, sino también de verdaderas funciones litúrgicas; presbíteros y diáconos asisten en el altar al obispo, al cual se reserva particularmente la celebración del sacrificio eucarístico. Escribe San Ignacio a los cristianos de Filadelfia: "Practicad una sola eucaristía; una sola es, en efecto, la carne de Cristo, nuestro Señor; uno solo es el cáliz en la unidad de sangre con El, uno solo el altar; así como vosotros sois un solo obispo también con el presbiterio y con los diáconos."

Fuera de los tres órdenes mencionados, no tenernos noticia cierta de que durante el siglo II existiesen ya grados inferiores al diaconado; pero no es improbable que en Roma y en alguna iglesia de África se hubiese introducido la institución de los lectores. Tertuliano parece aludir a ello cuando escribe de las liturgias gnósticas: taque (apud haereticos) alius hodie episcopus, eras alius; hodie diaconus, qui eras lector; hodie presbyter, qui eras laicas. Como quiera que sea, la gama de los órdenes menores aparece en seguida como complemento del diaconado y, especialmente fuera de Roma, con carácter de importancia menor. Una carta enviada en el 251 por el papa Cornelio a Fabio de Antioquía refiere que el estado jerárquico de la iglesia de Roma comprendía, además del papa, cuarenta y seis presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acolites y cincuenta y dos entre exorcistas, lectores y ostiarios. Alrededor de la misma época, San Cipriano recuerda aquí y allá en sus cartas a los subdiáconos, a los acólitos a los lectores y quizá también a los exorcistas. En Oriente, la Didascalia (primera mitad del siglo III) conoce solamente los subdiáconos y los lectores; pero más tarde, las Constituciones apostólicas conocen, además, los ostiarios, los acólitos y los cantores. Estos últimos se mencionan también en los llamados Statuta Ecclesiae antiqua (primera mitad del siglo v) y en San Isidoro; pero en Roma no tuvieron nunca un reconocimiento jerárquico. Tampoco los acólitos existieron durante mucho tiempo en las Galias y en Irlanda. Debe observarse además que en los documentos antiguos se mencionan a veces clases de funcionarios eclesiásticos, como fossores, custodes martyrum (encargados de la sepultura de los fieles), hermeneutae. notarii, defensores, etc., encargados de menesteres exclusivamente materiales y administrativos, pero sin entrar a formar parte de la jerarquía sagrada.

Hay que recordar también cómo en la Iglesia antigua el diaconado y los órdenes ministeriales inferiores eran oficio de carácter permanente, a los cuales quedaban adscritos durante mucho tiempo, y algunos aun durante toda la vida. Ellos además constituían el tirocinio obligatorio de preparación para ascender a los grados superiores, o sea, eran los diversos escalones por los que subían a los órdenes ministeriales superiores y a los órdenes sacerdotales. Este paso gradual aseguraba a la Iglesia la idoneidad necesaria para el ejercicio de los respectivos oficios litúrgicos. De aquí la obligación de los intersticios entre un orden y otro, la prohibición de proceder en les órdenes per saltum y el deber de ejercitar las funciones del orden inferior antes de recibir el superior.

 

La regular ordenación jerárquica del clero, realizada en el siglo III y IV, pudo mantenerse en forma perfecta solamente hasta que el clero hizo vida común con el obispo y la comunidad cristiana se mantuvo más o menos alrededor de él, formando como una sola parroquia. Pero cuando, con la penetración del cristianismo en los campos, el obispo tuvo que separar de manera permanente a los sacerdotes de la parroquia episcopal para el cuidado de las comunidades rurales, no fue ya posible que cada una de las iglesias mantuviese la jerarquía completa de los órdenes ministeriales, y por eso los oficios propios de estos órdenes fueron confiados al mismo sacerdote, apenas asistido, y no siempre, por un diácono o por un lector. En San Cipriano encontramos ya ejemplos; y en el 314, un concilio de Arles prohibió a los sacerdotes y a los diáconos residentes en el campo abandonar el puesto asignado para pasar a otro. Más tarde, los oficios menos importantes o con obligaciones materiales fueron confiados a simples clérigos o también a laicos, como el acolitado y el ostiariado. Las iglesias mayores continuaron poseyendo durante algún tiempo la jerarquía ministerial más o menos completa; después también ellas, por varias causas, imitaron el ejemplo de otras iglesias. Las iglesias catedrales fueron las más tenaces en esto, ya porque la solemnidad de la liturgia pontifical exigía mayor servicio, ya porque, debiendo mantener junto a sí escuelas de clérigos, proveían de clero a las otras iglesias de la diócesis. Pero después del concilio de Trento, con la institución de los seminarios, también aquéllas quedaron reducidas.

Como consecuencia de estas modificaciones disciplinares, se modificó también la función de los diversos órdenes ministeriales. Estos no se conciben ya como oficios permanentes, sino solamente como preparación litúrgica al sacerdocio. El concilio de Trento exhortó a restablecer, al menos en las iglesias mayores, la antigua disciplina de los órdenes jerárquicos; pero la ordenación no tuvo éxito, porque ya las necesidades de los tiempos modernos exigían una ordenación diversa; lo cual reconoce también implícitamente el Código Canónico, el cual requiere en el candidato a la tonsura el propósito de subir hasta el sacerdocio. Además, los oficios administrativos propios de los órdenes ministeriales, entre los cuales se halla principalmente el diaconado, se confían ahora a sacerdotes o a laicos. También los mismos oficios litúrgicos de tales órdenes, en parte modificados, se confían ordinariamente a sacerdotes o a laicos; sólo ocasionalmente lo ejercitan clérigos revestidos de aquel orden. El ostiario se ha transformado en nuestro sacristán; el exorcistado, si se trata de catecúmenos, es desempeñado por el sacerdote (o por el diácono), que administra el bautismo; si se trata de obsesos, por un sacerdote provisto de licencia especial del obispo; los acólitos se han convertido en nuestros monaguillos. El subdiácono y diácono han mantenido intacta su personalidad, pero sus oficios son ejercidos generalmente por sacerdotes, los cuales en tal ocasión se revisten de los ornamentos sagrados y las insignias de los respectivos órdenes.

Hoy, por tanto, los órdenes que constituyen un oficio permanente en la Iglesia católica romana son solamente los órdenes sacerdotales: presbiterado y episcopado. No obstante esta profunda modificación de la ordenación eclesiástica, la Iglesia ha creído oportuno mantener intacta la distinción de los antiguos órdenes ministeriales, porque constituyen una conveniente preparación litúrgica al sacerdocio y son a la vez un poderoso estímulo para hacerlos moral e intelectualmente menos indignos.

 

La Jerarquía del Carisma.

Hemos hablado aquí de la jerarquía de orden y de jurisdicción que Jesús estableció permanentemente en la Iglesia; pero no debemos pasar en silencio que al principio, tratándose de implantar y consolidar la semilla del Evangelio en medio de los gentiles, coordinando todas las actividades misioneras tanto en el campo práctico como en el doctrinal, el Espíritu Santo suscitó una serie de hombres dotados de particulares carismas en orden al bien, no sólo de una comunidad particular, sino de toda la Iglesia. Esto fueron los apóstoles, los profetas y los doctores; una tríada de la cual escribe San Pablo: primum apostólos, secundo prophetas, tertio doctores. Estos forman, podemos decir, la jerarquía del carisma, de la cual hablan frecuentemente los escritos antiguos, aunque no siempre es fácil señalar en concreto las respectivas atribuciones.

Están en primer lugar los apóstoles, es decir, los Doce, elegidos directamente por Jesús y testigos de su resurrección, a los cuales la Iglesia antigua asignó el primer puesto en origen de dignidad y de importancia, dejando ejemplo y normas a toda futura acción apostólica. De los Doce, algunos ciertamente se establecieron en un lugar fijo como jefes de una comunidad, tales Pedro en Roma, Santiago en Jerusalén; pero los otros, a los cuales hay que añadir San Pablo, que se reivindicó siempre el título y la dignidad de apóstol, ejercieron un apostolado ambulante, llevando por todas partes su infatigable actividad misionera. A los Doce, los apóstoles propiamente dichos, hay que asociar muchos otros que desarrollaron un ministerio análogo y alcanzaron renombre y estimación entre los fieles. La Didaché, cuyo título se refiere a la doctrina predicada por los Doce, indicando la conducta que hay que seguir respecto al "apóstol," hace ver claramente que pretende referir el apelativo no a los Doce solamente, sino también a aquellos que, pasando de una comunidad a otra, anunciaban la palabra de Dios.

En este sentido más amplio y comprensivo, el término apóstol es usado también por San Ignacio de Antioquía, si bien no acepta para sí la dignidad apostólica. También Hermas en su Pastor, citando los apóstoles, tiene delante de sí no sólo a los Doce, sino una lista larga de personas de su tiempo, fila y determinada en las propias funciones.

La función de los apóstoles se puede resumir en la predicación misionera del Evangelio, a la cual eran llamados no por propia elección, sino por una decisión de la autoridad legítima. Así hicieron les prophetae y los doctores de Antioquía con Pablo y Bernabé, los cuales, en efecto, missi a Spiritu sancto, abierunt... et praedicabant verbum Dei.

Y ya que con les apóstoles auténticos se habían mezclado en seguida aventureros con el fin de actividades especulativas, la Didaché, como veremos, puso en guardia a las comunidades. Antes los había desenmascarado San Pablo, llamándoles pseudoapostoli... operarii subdoli, transfigurantes se in apostolos Christi.

 

En cuanto a los profetas, parece que su oficio principal era el de hablar en las asambleas de los fieles: Prophetiae — escribe, en efecto, el Apóstol — in signum sunt fidelibus, non infidelibus. Movidos por una especie de inspiración lírica, que era la vibración del Espíritu Santo en su alma, se presentaban como intérpretes de la voluntad de Dios, a veces como anunciadores del porvenir, siempre excitadores ardientes de los fieles, para que la semilla del Evangelio se mantuviese viva en medio de ellos y fructificase vigorosa. Qui prophetat — continuaba San Pablo — hominibus loquitur ad aedificationem et exhortationem et consolationem... qui prophetat, Ecclesiam Dei aedifíat.

Los profetas podían residir establemente en una determinada comunidad, como vemos en Antioquía, pero más frecuentemente formaban parte del cuerpo misionero ambulante. Los fieles los acogían en su seno, los veneraban como apóstoles y durante su estancia los proveían de todo lo necesario. No faltaban, sin embargo, falsos profetas.

La Didaché menciona a los doctores en dos lugares, como formando un rango u orden especial en las comunidades. Están dedicados a la enseñanza de las verdades cristianas; son los loquentes verbum Dei, especialmente desde el punto de vista de la apologética contra el judaísmo, el gnosticismo y el paganismo. Por esto tienen derecho al respeto y consideración de los fieles y a su propio sustento. Sin embargo, a diferencia de los profetas, parece que podían poseer y estar siempre peregrinando de un lugar a otro, sin que tuviesen residencia fila en una determinada comunidad. Su autoridad debía ser grande, porque podían dar normas y prescripciones a los fieles. La amonestación de la Carta de Santiago: Nolite plures magistri bien, demuestra cuan deseado era el título de doctor, a propósito del cual dice Hermas expresamente que los que lo poseían habían recibido para ello el Espíritu Santo.

La función de doctor en las iglesias, a diferencia de la de profeta, no se apagó con el correr del tiempo, sino que en las más importantes de ellas se transformaren en una institución de enseñanza sagrada dada por maestros insignes en ciencia y santidad, aun siendo a veces simples laicos. En Roma aparecieron San Justino y Rodón; en Alejandría, Panteno desarrolló la famosa escuela catequística Didascaleion, que tuvo después como maestros a Clemente y Orígenes. El doctor audientium, que en Roma y en otras partes se ocupaba de instruir a los catecúmenos y a los que deseaban conocer la fe, era también algo parecido a la análoga institución primitiva.

 

"Es preciso, por último, considerar más atentamente toda la importancia de este hecho: los apóstoles, los profetas y, en parte, los doctores, según la concepción concorde de los más antiguos testigos, no pertenecían a cada una de las comunidades, sino más bien a la Iglesia universal, a la cual eran concedidos por gracia divina. La cristiandad dispersa poseía en ellos una ligazón y un instrumento de unión cuyo valor frecuentemente no se ha sabido apreciar.

Estos apóstoles y profetas, que peregrinaban de una parte a otra y en todas las comunidades eran recibidos con el más alto respeto, nos hacen en alguna manera comprender cómo el desarrollo de aquéllas en las distintas provincias, a pesar de la diversidad de condiciones ambientales, pudo efectuarse de manera tan uniforme.

Ellos además nos han dejado preciosas muestras de su actividad en las llamadas cartas católicas y en escritos parecidos, que forman parte no pequeña de la más antigua literatura cristiana. No se comprende el surgir, la difusión y la autoridad de este género literario tan singular y por muchos conceptos tan enigmático sino poniéndolo en relación con el concepto que de sí mismos tenían los apóstoles, les profetas y los doctores de aquel tiempo. Sus amonestaciones, dirigidas a fieles indeterminados, se explican muy bien si pensamos en los profetas peregrinantes, los cuales tenían conciencia de haber sido elegidos por Dios para la cristiandad, y sentían, por tanto, el deber de poner su obra al servicio de toda la Iglesia."

 

Las Fechas de las Ordenaciones.

El carácter público de las órdenes sagradas y en un principio la exigencia del beneplácito de la comunidad condujo en seguida a fijar su colación primero en el domingo, como alude la Traditio, para los obispos; después, en épocas determinadas del año, y principalmente en las cuatro témporas, para los otros grados. San León (+ 461) reprende el haber realizado una ordenación en viernes y se lamenta de que los sacerdotes y diáconos sean consagrados passim quolibet die; declara que la ordenación hay que celebrarla legitimo die... die sabbati espere, quod lucescilt in prima sabbati vel ipso die dominico. En una carta a Dióscoro, patriarca de Alejandría, se explica más claramente.

 

El Acceso a las Órdenes.

Hemos aludido ya a la antigua disciplina de los intersticios, los cuales distinguían, coordinándolos entre sí, los diversos grados de la jerarquía. La Iglesia nunca ha obligado a un clérigo a ascender a un orden superior. Eran muchos, en efecto, principalmente en los siglos pasados, los clérigos que permanecían durante toda la vida en un grado determinado. Leemos, por ejemplo, en la correspondencia del papa Gelasio los lamentos de un obispo contra sus diáconos, reacios a hacerse sacerdotes, quod diaconi ad presbyterii gradum... venire detrectant. El epitafio de Desiderio de Lyón, acólito, atestigua que permaneció tal hasta la muerte, viejo de ochenta y cinco años (+ 517). Pero, ordinariamente, el ejercicio de las órdenes menores era la escala para subir a las órdenes mayores. Las fórmulas mismas de la ordenación del lector y del diácono contenidas en las Constituciones apostólicas (c. 380) expresan la confianza que el sujeto se ha merecido para pasar a las órdenes superiores. La decretal antes referida del papa Gayo lo declara a su vez; y después de él escribieron el papa Siricio, el papa Inocencio I y, más extensamente en el 417, el papa Zósimo. Este desarrolló la conveniencia en una carta a Hesiquio de Salona, explicándole la propia solidaridad en la condenación que él hizo del abuso de ciertos monjes que pretendían hacerse consagrar obispos sin pasar antes por las órdenes intermedias.

 

Las ordenaciones per saltum son también condenadas por la constitución pontificia. En realidad, suplantar uno o más grados jerárquicos es un defecto más grave que la eventual omisión de los intersticios. Si en el derecho moderno esto no se verifica ya, antiguamente sucedía con cierta frecuencia. San Cipriano, de simple laico, fue consagrado en seguida sacerdote y obispo: presbyterium et sacerdotiurn statim accepit. Por esto quizá alababa al papa Cornelio, el cual non ad episcopatum súbito pervenit, sed per omnia ec clesiastica officia promotus... ad sacerdotü sublime Las tigiurn cunctis religionis gradibus pervenit. Posidio escribe lo mismo de San Agustín. La multitud, aclamándole, lo llevó, todavía laico, al obispo Valerio, el cual lo ordenó sacerdote. Un caso más radical de laicos elevados directamente al episcopado, contra Patrum decreta, lamenta en el 428 el papa Celestino I en una carta a los obispos de las provincias de Viena y de Narbona. Pero éstos evidentemente eran casos de excepción. San Gregorio de Tours (+ 593) se adviene, en efecto, a las reglas tradicionales cuando, como él narra, rechazó la ordenación a Burgundio, un laico de veinticinco años que su tío el obispo de Nantes quería elegir para sucesor. Vuelve a Nantes —le dice— y dirígete al que te ha mandado, para que comience a darte la tonsura. Cuando después seas sacerdote y te muestres asiduo en la iglesia, podrás esperar llegar a obispo." En Roma parece que a veces la disciplina no fue muy firme. En el 495, el papa Gelasio, a un obispo cuyos diáconos se resistían a recibir el sacerdocio, aconseja a ordenar sacerdotes a los acólitos y a los subdiáconcs: quos habes vel in acolythis vel in subdiaconibus ma turioris aetatis et quorum sit vita probabilis, hos in presbyteratum studeas promoveré. Cincuenta años después, el papa Gelasio (+ 560) encarga a Bono, obispo de Sabina, ordenar en seguida de subdiácono a un cierto Rufino, monje. Después él mismo, en la semana mediana, lo consagrará sacerdote.

 

 

La Tonsura y las Órdenes Menores.

 

La Iniciación Clerical.

La entrada a formar parte de la jerarquía eclesiástica se hace por medio de un rito litúrgico de venerable antigüedad, el cual, si bien no entra, propiamente hablando, en la serie de las órdenes sagradas, sirve de remota preparación del sujeto a una recepción atenta y digna de aquéllas. El rito comprende dos ceremonias distintas:

 

a) La tonsura de los cabellos.

b) La traditio de la sobrepelliz (superpelliceum).

 

La diversa manera de llevar los cabellos ha tenido siempre, aun entre los antiguos, un significado propio. Mientras los cabellos largos, necesitando un cuidado continuo, se prestaban fácilmente a los adornos caprichosos de la vanidad, y para los hombres, a aquel afeminamiento que había condenado San Pablo los cabellos cortos y casi rapados eran señal da mortificación y, entre los griegos, de condición servil. Sabemos que, a principios del siglo IV, una de las primeras formalidades a las cuales se sometía al novicio en los monasterios pacomianos de Egipto era la de cortarle el cabello. No parece, sin embargo, que esta tonsura tuviese carácter sagrado; era probablemente una regla de higiene corporal. Tanto es así, que también las religiosas, al decir de San Jerónimo, lo hacían con tal fin. El mismo santo Doctor, escribiendo alrededor del 445, observa que en Belén los sacerdotes no deben llevar los cabellos demasiado largos, quod proprie luxuriosum es, barbarorum et militantium, y ni siquiera rapados, como los sacerdotes de Isides y Serápides, rasa capita habet superstitio gentilis; de donde puede deducirse que no conocían todavía una tonsura propiamente dicha. Como ceremonia sagrada, ésta se encuentra en Oriente; por primera vez en el 379, si el testimonio es auténtico. El obispo Otreio de Mitilene (Armenia) ordena de lector a San Eutimio confiriéndole la tonsura. Entre los monjes hay testimonios también posteriormente, es decir, al final del siglo V; pero es cierto que en Constantinopla, desde la mitad del siglo anterior, se la consideraba como ceremonia de iniciación a la vida monacal. Juliano el Apóstata (+ 363), según refiere Sócrates, para introducirse mejor en los ambientes cristianos, había simulado hipócritamente, con el corte de los cabellos (abrasa cute), una vocación de asceta.

También en Occidente los sacerdotes al principio debieron observar, en cuanto a los cabellos, la regla general de las personas civiles; los frescos de las catacumbas de los obispos del siglo IV los representan con cabellos de longitud ordinaria. Una disciplina particular existía quizá entre los monjes. San Martín de Tours (+ 397) quería que en el monasterio de Marmoutiers los llevasen muy cortos; pero no nos consta que esto tuviese un significado religioso. Para encontrar sobre el particular un dato positivo es preciso esperar un siglo. En el 488, Cesáreo, elevado más tarde a la primacía de Arles, pidió al propio obispo Silvestre le hiciese clérigo, oblatis sibi capillis. Pero en esta época el llevar los cabellos cortados a modo de corona debía ser común entre los eclesiásticos. Los retratos de los papas más antiguos ejecutados en la basílica de San Pedro, de Roma, bajo el papa Zósimo (+ 418) y el papa San León Magno (+ 461), salvados del incendio del 1823, generalmente llevan corona. Esta se presenta como una franja de cabellos de ancho diámetro que sobresale sobre el fondo casi rasurado de la cabeza. Después, a partir del siglo VI, muchos escritores hablan de ella y hacen su descripción; frecuentemente, los concilios medievales piden a los sacerdotes y a los clérigos su exacta observancia, indicando con detalle las particularidades.

Se hacía lo mismo a Dios, ofreciéndole las primicias tanto de los cabellos como de la barba. Las fórmulas ad capillaturam (infantuli) deponendam y ad barbam tondendamf que aparecen frecuentemente en los antiguos libros litúrgicos, servían a tal fin y expresaban análogos sentimientos. Por tanto, en el fondo de la ceremonia tonsural existe un acto de humilde renuncia a un adorno de la propia cabeza por un sentimiento de homenaje a Dios y de voluntaria consagración a su servicio.

El rito de la tonsura se encuentra por primera vez en el sacramentarlo de Gelón (gelasiano del siglo VIII) como acto consistente en sí mismo y con fórmulas propias, orationes ad capillos incidendos, inserto después en el Ordo ad cíericum faciendum con diverso formulario y con las rúbricas relativas. Se abre con un prefacio de tipo galicano invitando a los fieles a rezar por el que por amor de Dios está para deponer comas capitis sui, para que obtenga del Espíritu Santo la gracia de conservar habitum religionis in perpetuum, es decir, la vida propia de quien se ha consagrado a El. El obispo le corta entonces un mechón de cabellos en forma de cruz, mientras la schola canta la antífona Dominus pars haereditatis meae... Por último, bendice al nuevo clérigo con la fórmula Praesta quaesumus, Deus, ut famulus, tus cuius hodie comas capitis pro amore divino deposuimus, in tua Jilectione perpetuo maneat et eum sine macula in sempiternum custodias. Per Christum...

 

El Lectorado.

En la historia de las órdenes menores, la del lector es, sin duda, la más antigua y la más brillante. Sin remontarse a una análoga costumbre judía, se puede decir que los lectores nacieron con el culto cristiano; porque, siendo necesarios para la lectura de los libros sagrados, era uno de los elementos litúrgicos de origen apostólico.

Como oficio sagrado específico lo recuerda sobre todo Tertuliano cuando para probar las incongruencias de los herejes escribe: Apud vos hodie diaconus, qui eras lector. San Cipriano ensalza su dignidad al anunciar a su pueblo que ha ordenado lectores a los jóvenes Aurelio y Celerino, que en la persecución de Decio habían confesado firmemente la fe. "Es justo —escribe— que en la lectura pública de la palabra de Dios se haga oír la voz que ha confesado al Señor con un glorioso testimonio). La primera mención del lector en Roma se encuentra en la Traditio, de Hipólito. Poco tiempo después, la conocida carta del papa Cornelio a Fabio de Antioquía (251) da testimonio de cierto número de lectores en el clero romano. Pero, según De Rossi, puede remontarse su existencia a un siglo antes, teniendo como base dos epígrafes sepulcrales de lectores encontrados en el arcaico hipogeo del cementerio de Ostia.

Una característica de los lectores en los primeros siglos era el ser generalmente jóvenes. Los testimonios sobre esto son indiscutibles. Sidonio Apolinar (+ 482) escribe de un obispo que lector hic primum sic minister altarts, idque ab injantia; y Paulino de Nola, a.propósito de San Félix: Primis lector serviüit in annis. San Ambrosio habla siempre de lectores niños, per vocem lectoris parvuli. La decretal 70 del papa Siricio (+ 398) la hace casi una norma disciplinar: Quicumque se ecclesiae vovit obsequiis, a sua injantia... lectorum debet ministerio sociari. En efecto, no pocos obispos, como Félix Nolano, Eusebio de Vercelli y Epifanio de Pavía, y varios papas, como Liberio, Dámaso y Siricio, iniciaron muy jóvenes con el lectorado la carrera eclesiástica.

Generalmente, se explica la edad juvenil de los lectores porque por su voz, que confería a la lectura le daba una claridad especial, se prestaba a que ninguna otra para hacerse oír en ambientes amplios y de mucha gente, como eran las naves de las antiguas basílicas. Pero quizá otra razón ha contribuido a sugerir aquella elección. En algunas inscripciones funerarias de lectores se pone de relieve la inocencia y la pureza de su vida; fueron éstas las dotes, a juicio de Peterson, que inclinaron a revestir a los niños, precisamente y sólo por ser niños, del lectorado.

La conjetura de Peterson encuentra una analogía entre el uso de los niños en el culto en la Iglesia antigua y el uso mismo en los cultos paganos. Según los antiguos, el niño encerraba en sí fuerzas misteriosas, mágicas, proféticas; por esto en les cultos mistéricos era un niño el lector del libro sagrado, y así se encuentra representado en el cielo de la villa de los misterios, en Pompeya. La analogía con los lectores cristianos es innegable; pero la analogía que hay entre los antiguos coros de niños del culto clásico y los pueri chorales no supone ninguna dependencia directa de la liturgia de los cultos paganos. Tal analogía deriva de una idéntica concepción que de la inocencia y de la sinceridad de los niños tenían tanto los paganos como la Iglesia. Esta, dándose cuenta de las divinas grandezas de las páginas inspiradas, dispuso que fuesen leídas por voces sencillas e inocentes.

 

Cada iglesia un poco importante tenía generalmente varios lectores. San Pollón, martirizado en el 304 en Civalis (Panonia), se declaró al presidente Probo como primicerius lectorum. Y, habiendo Probo preguntado: Quorum lectorum?, el mártir respondió: Qui eloquentiam divinam populis legere consueverunt. En Roma, los epígrafes sepulcrales de los lectores recuerdan frecuentemente la iglesia titular a que estaban agregados, como Pascentius, lector de Fasciola, Leopardus lector de Pudentiana. Estos recibían de los sacerdotes titulares una instrucción conveniente. Para el África lo declara expresamente San Agustín, el cual, a propósito de los que difundían escritos apócrifos, observa que etiam a pueris qui adhuc pueriliter in gradu christianas litteras norunt, mérito rideantur. Alguien ha supuesto que en Roma desde la mitad del siglo IV existió una schola lectorum; el hecho es verosímil, pero no tenemos pruebas documentales. Es cierto, sin embargo, que, al final del siglo V, la costumbre de reunir en las canónicas presbiterales a los jóvenes lectores para instruirlos en las Escrituras y en las ciencias sagradas, entre las cuales estaban las modulaciones del canto, debía estar muy difundido en Italia, porque lo atestigua el concilio de Vaison (529), que hacía votos para que el ejemplo fuese imitado por las provincias de las Galias.

Más tarde, es decir, después del siglo VI, en Roma, el Patriarcado lateranense fue el seminario y la escuela donde muchos pontífices de los siglos VIII y IX iniciaron su formación eclesiástica para subir a los supremos grados de la jerarquía; pero entonces era preciso, para ser ordenado lector, la legitima actas, que Justiniano en el 546 había fijado alrededor de los dieciocho años; haber recibido la tonsura y demostrar saber leer. Los niños, sin embargo, si no podían ya formar parte de la schola lectorum, entraban en la schola cantorum, donde su voz era siempre deseada, más aún, necesaria.

Al principio, el lector tenía la facultad de leer todos los libros sagrados, incluidos los Evangelios, de los cuales eran también depositarios y custodios. San Cipriano, a propósito de los dos confesores jóvenes ordenados lectores por él, escribe: " No es quizá justo que de lo alto del ambón de las iglesias lean al pueblo aquellos preceptos y aquel Evangelio del Señor que han seguido siempre con fidelidad y coraje? Ninguno puede hacer oír con mayor aprovechamiento el Evangelio a los propios hermanos que un confesor de la fe."

De la devolución de la lectura evangélica al diácono hallamos testimonio primeramente en Oriente, donde probablemente existió, por las Constituciones apostólicas (a. 380); en Occidente, por San Jerónimo. Esta disciplina, naturalmente, se perfiló con el tiempo, es decir, a medida que con la organización del culto se quiso justamente poner de relieve la lectura del evangelio, confiándola al ministro más calificado después del sacerdote. Una norma precisa encontramos solamente por San Gregorio Magno (+ 606), el cual en el concilio de Roma (595) confió a los diáconos la lectura del evangelio, y al subdiácono y, en caso de necesidad, a los minoristas, el canto del responsorio gradual y todas las otras lecciones.

El lectorado estaba ya en plena decadencia en esta época, porque con la devolución, al correr del tiempo, a los diáconos y a los subdiáconos de las lecturas de los cantos de la misa y al cesar las vigilias nocturnas, con sus relativamente prolongadas lecciones, les lectores habían perdido gran parte de los motivos que justificaban su existencia. Los jóvenes, que en el pasado eran iniciados en la vida eclesiástica como lectores, entraban ahora a formar parte de la schola cantorum.

 

El oficio de lector en los primeros cuatro siglos de la Iglesia tuvo estrechas afinidades con el canto, porque una lectura en voz alta y bien ejecutada se asemeja a a una modulación musical. Una antiquísima inscripción griega de Bitinia (s. II-III) recuerda a un joven muerto a los dieciocho años que "había alegrado al pueblo de Dios con el canto de los salmos y la lectura de los libros sagrados." En muchas iglesias, en efecto, como nos consta por San Agustín, el lector era también el salmista en los cantos de la iglesia y del oficio, aunque debemos suponer que no todos los lectores reunían los requisitos necesarios para ser cantores. En Oriente, el salmista desde el siglo IV fue distinto del lector y reconocido además como oficio sagrado; pero esto no sucedió nunca en la Iglesia latina. El canon 10 de los Statuta Ecclesiae antiqua, que admite una bendición presbiteral del cantor o salmista, no hace suponer un uso romano, sino una influencia de la costumbre oriental que se esparció en los siglos V-VI en las Galias y en España. Una inscripción española del 525 recuerda a un cierto Andrés, muerto a los setenta y cinco años, princeps cantorum sacrosanctae Ecclesiae Mir tillianae (Mertola).

 

Los Exorcistas.

Jesús había venido para redimir a la humanidad de la esclavitud del pecado, es decir, del demonio. El no solamente arrojaba los demonios de los obsesos, sino que, cuando confirió a los Doce la dignidad y la misión del apostolado, les dio también el poder de exorcizar; poder del que ellos hicieron uso en seguida: Et exeuntes praedicabant... ei daemonia multa eiciebant. También Jesús prometió una análoga facultad a los que creyesen en El: In nomine meo daemonia eiicient.

La Iglesia antigua, que, conforme a una doctrina común entre los hebreos, creía que el mundo entero, y la humanidad con él estaba infestado de demonios, dio gran importancia a les exorcismos y a su eficacia sobre las personas y sobre las cosas. Todas las comunidades contaban en su seno con un cierto número de hermanos que, en virtud de un carisma particular, eran considerados como más idóneos para exorcizar a los poseídos del demonio. Estos exorcistas, generalmente simples laicos, formaban de hecho una clase especial, que gozaba entre los fieles de alta estima y respeto. San Ireneo los recuerda con admiración: "En el nombre de Jesús, sus verdaderos discípulos... arrojan realmente los demonics y sin error; y frecuentemente sucede que aquellos que quedaron libres de los espíritus malos, se convierten a la fe y se hacen miembros de la Iglesia."

Pronto la autoridad religiosa concedió a sus exorcistas un reconocimiento oficial, porque se hacía sentir demasiado la necesidad de distinguir claramente ante el mundo pagano quiénes obraban en el nombre de Cristo y quiénes eran hechiceros gentiles y heréticos, que con sus embusterías pretendían seducir a las almas simples. En la carta pseudo-clementina De virginitate (s. III) se lee: "También esto se confía a los hermanos en Cristo:...visitar a aquellos que son atormentados por espíritus malignos y pronunciar sobre ellos convenientes conjuros en forma de preces que sean gratas a Dios; mientras los otros (los hechiceros paganos) sen buenos solamente para recitar horrendas palabras, que infunden terror a las gentes."

La primera mención de los exorcistas ostentando un oficio sagrado la encontramos en Roma, en la antes mencionada carta del papa Cornelio (251). Pero también en África, según un texto claro de San Cipriano, debían éstos formar un grupo eclesiástico aparte: Praesente clero ei exorcista et lectore. Es en esta época y durante los dos siglos siguientes cuando los exorcistas lo ejercitaron sobre todo sus funciones. Estas, excepto en casos particulares, consistían, sobre todo, en la imposición de las manos sobre los catecúmenos, repetida muchas veces en los escrutinios, y quizá también sobre los enfermos, según la idea entonces en vigor de que ciertas enfermedades provenían de una posesión diabólica. En las Galias parece que el exorcista tuvo alguna injerencia en la administración diocesana, porque de las actas del concilio de Arles, en el 314, se deduce que muchos obispos intervinieron en él acompañados de un exorcista propio.

La decadencia del exorcismo como actividad, comienza cuando vino a menos el catecumenado, es decir, alrededor del siglo VI. Sin duda, en esta época, y también más tarde, existen todavía clérigos que llevan el nombre de exorcista y que poseen nominalmente los poderes, pero sin ejercitar en realidad. Ya en tiempo de Inocencio I (+ 417) se requería para exorcistar a un energúmeno, por parte del exorcista, un permiso especial del obispo. Es la disciplina todavía en vigor, sancionada por el Código Canónico (en. 1151).

En Oriente, a los exorcistas no se los consideraba como un orden ni como parte del clero. Exorcista — dicen las Constituciones apostólicas — non ordinatur... pendet a libera et bona volúntate, en cuanto que es considerado como una libre expresión del carisma del Espíritu Santo llamado "don de las curaciones."

 

Los Acólitos.

El nombre griego (ακο'λοος — pedissequo, sequens) indica la alta dignidad de este oficio y la índole específica de los oficios que estaba llamado a prestar. El acólito, a diferencia de los otros órdenes menores, no tenía atribuciones autónomas, sino que dependía directamente de una autoridad superiorsequens lo llama, en efecto, el papa Gayo —, que era el subdiácono y, sobre todo, el diácono, a los cuales servía en el ministerio eucarístico.

Es preciso observar que desde los tiempos apostólicos, solamente el diácono, que ya entonces estaba adscrito a la mesa de la consagración, tenía facultad de servir directamente al celebrante y de ayudarle en el desenvolvimiento de la acción sacrifical. Y ya que el desempeño de tal servicio, especialmente después que la misa adquirió toda su pompa oficial, requería la ayuda de un personal subalterno, para cumplir tan delicadas tareas fueron llamados los subdiáconos y los acólitos. Estos, por tanto, deben ser considerados como un desarrollo y casi un desdoblamiento de las funciones diaconales.

Desconocemos el lugar y la época de la institución de les acólitos. Probablemente nacieron en Roma en el 251; cuando el papa Cornelio escribió la conocida carta a Fabio Antioqueno, su orden debía estar ya establecido hacía tiempo. El enumera siete diáconos, siete subdiáconos y 42 acólitos, es decir, separa cada una de las siete regiones eclesiásticas de la ciudad, creadas pocos años antes por el papa Fabiano (236-250). En Cartago da testimonio de ellos San Cipriano, pero con atribuciones más bien administrativas. También en otras partes debían existir en gran número, porque en el concilio de Nicea (325), según Eusebio, formaban una verdadera multitud.

 

Al principio, todas las funciones propias de los acólitos tenían relación con la eucaristía. La más alta y delicada era la de llevar la partícula consagrada por el papa, el fermentum, a los sacerdotes titulares que no habían podido intervenir en su misa estacional. El papa Inocencio en el 416 lo declara expresamente. Presbyteri (per títulos) fermenturn a nobis confectum per Acolythos accipiunt. El mártir San Tarsicio, cuya heroica defensa de la eucaristía nos han transmitido los versos del papa Dámaso, era, en la opinión de muchos, un acólito que llevaba el fermentum.

Una especial incumbencia en los mismos acólitos regionarios aparece alrededor del siglo VII: la de acompañar al papa en las funciones estacionales llevando consigo la ampolla del sagrado crisma a fin de que el papa, al presentarse la ocasión, pudiese administrar el crisma a algún fiel. En aquella época se confería el bautismo en los tituli parroquiales, y, no pudiendo intervenir siempre un obispo, la administración del crisma era trasladada a otro día.

Al perder esplendor las órdenes menores, el acolitado absorbió las obligaciones y se mantuvo siempre a través de los siglos en servicio activo, porque ha sido constante la necesidad de su colaboración litúrgica en el altar. Pero así como antes las cumplían personas consagradas para ello, más tarde, a falta de ellas, fueron confiadas a simples clérigos aun no tonsurados, como sucede hoy día. En realidad, el concilio de Trento expresó el deseo de que, al menos en las iglesias catedrales y en las más importantes, los obispos restableciesen el antiguo servicio del acolitado con clérigos ordenados regularmente para esto; pero, por desgracia, el deseo quedó y queda todavía prácticamente sin realizar.

El Oriente no ha conocido nunca el orden de los acólitos, como no lo conoce todavía, o por lo menos no lo miró nunca como parte del clero.

 

Los Subdiáconos.

Los subdiáconos (hypodiaconus) aparecen desde el siglo III como servidores inmediatos del diácono en el servicio litúrgico. Tal ha debido ser la razón primitiva de su institución, desde el momento en que los diáconos se encontraron siempre insuficientes para satisfacer soles las exigencias de su ministerio. La Traditio, de Hipólito (218), habla en este sentido: "Al subdiácono no se le deben imponer las manos, porque es escogido con el fin de ayudar al diácono." Desde el principio, sin embargo, con las funciones litúrgicas recibieron también las administrativas. El Líber pontificalis, a la nota del catálogo liberiano Hic (Fabianus) regiones divisit diaconibus, añade: ei fecit VII subdiaconos qui septem notaris inminerent ut gestas martyrum fideliter collígerent; noticia que confirma (251) el papa Cornelio en la conocida carta a Fabio de Antioquía. En realidad, la iglesia romana debía tener subdiáconos aun antes del papa Fabiano (236250), porque, en la época de la muerte de éste, San Cipriano los menciona repetidamente en Cartago, y con atribuciones no siempre estrictamente de culto. El se sirve, en efecto, de ellos como de sus hombres de confianza, encargados de transmitir su correspondencia y de distribuir sus limosnas a los pobres y a los confesores de la fe. Las Constituciones apostólicas nos los muestran también en Antioquia. Sus oficios sagrados eran afines a los de los acólitos y miraban principalmente al servicio poblacional en la misa, pero siempre bajo la dependencia del diácono. Cuando en Oriente, durante el siglo IV, los diáconos tuvieron, según parece, pretensiones superiores, intervino el concilio de Laodicea (375), prohibiéndoles tocar los vasos sagrados, ofrecer el pan y bendecir el cáliz.

En Roma, después del siglo IV, los siete diáconos regionarios mantuvieron constantemente su título; más aún, crecieron en importancia. Vemos que, cuando se sintió la necesidad de aumentar el número, se crearon subdiaconis sequentes. Así los llama el papa Bonifacio V (610-625) al confiarles las funciones bautismales. El I OR los nombra como intermediarios entre los subdiáconos regionarios y los acólitos.

La Iglesia antigua y medieval, como ya observaba San Hipólito, no consideraba como sacramento el subdiaconado; excluía, por tanto, a los subdiáconos de la imposición de las manos y los ponía, aunque en primer puesto, entre las órdenes menores. Urbano II en el concilio de Benevento, en el 1091, declaraba: Sacros ordines dicimus diaconatum et presbyteratum; hos siquidem solos primitiva legitur ecclesia habuisse. El primero en considerarlo orden mayor ha sido Durando. Con todo, los subdiáconos, por sus estrechas relaciones en el altar, fueron en seguida equiparados a las órdenes mayores en la obligación del celibato. Encontramos una primera obscura alusión en el canon 33 del concilio de Elvira (303).

 

El Ritual de las Órdenes Menores.

La historia del ritual romano de las ordenaciones abraza dos grandes períodos: a) el antiguo, que llega hasta el siglo X; b) el moderno, que llega hasta nosotros.

En este apartado, naturalmente, nos limitamos a las órdenes menores.

 

El ritual romano antiguo.

Nada sabemos de cómo se realizaba la investidura de los ostiarios y de los exorcistas. En cuanto a los lectores, San Cipriano, como hemos visto, alude a un rito de ordenación, sin precisar las formas. La Traditio, en cambio, prescribe que "el lector queda constituido como tal por el solo hecho de entregarle el obispo el libro de las Sagradas Escrituras"; pero añade: "No se le deben imponer las manos." Un Ordo quomodo in Sancta Romana Ecclesia lector ordinatur, editado por Andrieu, cuya redacción se puede fijar en los siglos VII-VIII, dispone que el joven suficientemente instruido, atque clericus iam legitima aetate adultus, sea presentado al papa, pidiendo que in sánela ecclesia ex permissu vestro efficiatur lector. El pontífice lo invita a una próxima vigilia nocturna para que delante de él y del pueblo dé señales de su idoneidad. Si la prueba resulta favorable, terminada la lección, el candidato va delante del papa y, prostratus omni corpore in térra, osculans pedes illius, recibe de él la investidura de lector con la fórmula Intercedente B. Petro principe Apostolorum et S. Paulo vase electionis, salvet et protegai et erudiíam linguam tríbuat tibí Dominus. Todos responden: Amen. Et deinceps fiet in ecclesia lector. El ceremonial es primitivo sin duda; pero debe estar mutilado, porque le falta la tradición del libro sagrado, común en todos los rituales y prescrita ya por San Hipólito.

Según el XXXIV OR, la ordenación del acólito, que se supone ya tonsurado, se desarrolla así: poco antes de la comunión se presenta al papa, el cual le entrega una bolsa de vino, que recibe sobre la planeta, con la cual está ya revestido. Después, postrado en tierra, el papa pronuncia sobre él la fórmula siguiente: Intercedente beata et gloriosa semperque sola virgine María et B. Petro apostólo, salvet, et custodiat et protegat te Dominus. Amen. La fórmula, más bien banal y genérica, acusa una época de decadencia. La repite el obispo también en la ordenación del subdiácono cuando le entrega un cáliz vacío con la patena. El antiguo ritual de la Traditio no habla sobre este particular. Advierte solamente que al subdiácono no le son impuestas las manos, sino que es declarado simplemente ayudante del diácono. La entrega del cáliz es atestiguada al final del siglo V por Juan Diácono como un tradicional uso romano.

 

Las Diaconisas.

Como conclusión de este capítulo será oportuno hacer referencia a la institución de las diaconisas, frecuentemente mencionada en la historia litúrgica de la Iglesia antigua oriental y no del todo desconocida en África, en Italia y en las provincias de más allá de los Alpes. El nombre refleja exactamente el complejo de tareas subsidiarias que, desde la edad apostólica, la mujer, sea por una cierta espontánea vocación, sea por tácito o expreso encargo de la autoridad, desempeñó en las iglesias para servicio indirecto del culto. Sin embargo, no se le dio siempre al nombre el mismo significado. En los textos occidentales designa frecuentemente ya un oficio, ya el matrimonio con un diácono, de la misma manera que las mujeres de los sacerdotes eran a veces llamadas praesbyterissae.

Los escritos neo-testamentarios y primitivos recuerdan frecuentemente la laboriosidad benéfica y generosa de la mujer. San Mateo y San Lucas mencionan con agrado a un grupo de piadosas mujeres que desde Galilea acompañaban a Jesús y le servían. San Pablo, al final de la Carta a los Romanos, recomienda a una cierta Febe, sororem nostram, quae est in ministerio ecclesiae quae est in Cencris. Debía ser mujer rica, porque el Apóstol añade que ipsa astitit multis et mihi ipsí. En la misma carta recuerda también con gratitud a Frisca con su marido Aquila, adiutores meosf in Christo esu; y después, a otras varias mujeres: María, quae multum laboravit in Domino; Trifón y Trifosa, quae laborant in Domino; la madre de Rufo, matrem eius et meam. Todas estas mujeres, sin duda, debieron contribuir con su trabajo a importantes servicios de la comunidad del Apóstol. Sin embargo, al mismo tiempo pone en guardia contra una subversiva injerencia de las mujeres en la comunidad; ellas no deben enseñar, no deben ser charlatanas y ociosas, no deben dejarse deslumbrar y seducir "por falsos maestros." En las cartas pastorales encontramos después alusiones a la existencia de las viudas como institución eclesiástica, y a un orden de mujeres consagradas a la vida ascética, vírgenes, a las cuales quizá el Apóstol se refería ya en la primera Carta a los Corintios. También San Ignacio alude claramente a los dos grupos, pero les da el nombre común de viduae. Es difícil saber qué relaciones existían entre estas varias clases de mujeres y cuál fuese el carácter de su organización.

Plinio II (c. a. 110), gobernador de Bitinia, escribiendo a Trajano, asegura haber preguntado a dos mujeres llamadas ministras: Necessarium credidi ex duabus ancillis, quae Ministrae dicebantur, quid esset veri... Eran, indudablemente, dos diaconisas de la comunidad. Debían ser, como advertía el Apóstol, de edad madura y libres de esenciales deberes de familia; es decir, generalmente entre las nubiles o las viudas. San Policarpo, escribiendo sobre estas últimas, enumera los deberes y las virtudes del estado, llamándolas "altar de Dios," porque estaban dedicadas especialmente a la oración y porque se mantenían con las ofrendas que presentaban al altar los fieles. Según la Didascalia (s. III), las viudas forman un grupo aparte, intermedio entre el laicado y el clero, del cual forman parte todavía las diaconisas. Su obligación es la oración, el ayuno y la imposición de las manos sobre los enfermos, dependiendo del obispo; les está prohibido predicar y bautizar.

 

Con una importancia mucho mayor se presentan, al final del siglo IV, las diaconisas en las Constituciones apostólicas, reclutadas casi siempre entre los monasterios femeninos, tan florecientes en aquel tiempo. Su grupo es claramente distinto del de las viudas; más aun, éstas son colocadas en un orden inferior a ellas. La diaconisa, al aumentar su prestigio, fue objeto de una ordenación por parte del obispo, el cual, rodeado del (presbiterado, de los diáconos y de las diaconisas ancianas), les impone las manos con un rito que presenta los caracteres de una ordenación diaconal. Esta, en efecto, seguía inmediatamente a la de los diáconos. La fórmula con que el obispo acompañaba a la queirotonía pedía al Señor que como en el Antiguo Testamento había establecido mujeres adscritas al templo y no rechazaba su humilde servicio, así quisiera enviar su Espíritu a fin de purificar a la elegida y hacerla idónea para su oficio. La rúbrica del ritual bizantino, posterior al siglo VII, ha añadido otras fórmulas parecidas a las del diácono, como la imposición en el cuello de la estola diaconal y la entrega de un cáliz vacío, que la diaconisa, después de haberlo tomado en las manos, pone sobre la mesa. Es superfluo, sin embargo, observar que, a pesar de las apariencias contrarias, el rito no tenía nada de sacramental; era una simple bendición constitutiva, que no pretendía conferir ningún poder sacerdotal, sino que significaba solamente la agregación litúrgica de la elegida al orden de las diaconisas e invocaba sobre ella la asistencia de Dios. San Epifanio lo declaraba expresamente: Quarnquam diaconissarum in Ecclesia ordo sit, non tamen ad Sacerdotii functionem aut ullam huiusmodi admínistratrionem institutus est. La Traditio es todavía más explícita para Roma: "La viuda entra en su grupo por la simple lectura de su nombre. No debe estar sujeta a la ordenación, porqué no ofrece la oblación ni realiza un servicio litúrgico. La ordenación está reservada al clero para su servicio litúrgico, mientras la viuda lo es para la oración, que es común a todos."

 

Los oficios de las diaconisas eran todos ministeriales y en relación con su sexo. Los principales de orden litúrgico se referían especialmente al bautismo: Diaconissae —escriben las Constitucionespresbyteris ministrant cum mulieres baptizantur, idque propter decorum et honsstatem. A ellas correspondía la unción preliminar de las catecúmenas y la asistencia durante la ablución. En las Galias, según un canon de los Statuta, estaban también encargadas de la instrucción elemental de las catecúmenas rudas y de tarda inteligencia: docere imperitas et rusticanas mulieres, tempore quo baptizandae sunt, qualiter baptizatori ad interrogata respondeant et qualiter accepto baptismate vivant. Con motivo de la unción relativa, las diaconisas en Oriente conferían siempre a las enfermas el óleo de los enfermos; en las iglesias se encargaban de la custodia de la puerta reservada a las mujeres, vigilaban la conducta de las vírgenes y, en general, hacían aquellos servicios extra-litúrgicos que habrían causado admiración si los hubiera hecho un diácono. Sin embargo, mientras la Iglesia griega mantenía su ministerio en sus justos límites, las iglesias siríacas — oriental nestoriana y occidental jacobita — les permitían arrogarse misiones evidentemente excesivas, aunque supletorias, como la lectura en pública asamblea de los libros sagrados y, en defecto del diácono, la distribución a los fieles, o en los monasterios a las hermanas, del pan y del vino consagrados. Tanto en los monasterios monofisitas como en los ortodoxos, la abadesa era normalmente una diaconisa; y, según la costumbre del tiempo, gozaba de algunos derechos en el servicio litúrgico. Diaconissa —escribe Rábulas de Edesa (412-435) — monialibus praeest in divinis officiis.

 

En Occidente, la institución de las diaconisas no fue nunca en aumento, porque su específica función en el bautismo de los adultos, donde fue introducida, cesó en seguida. La vocación ascética, que las había llamado a vida más perfecta, desembocó poco a poco en las fundaciones monásticas, donde, con la observancia de los votos de castidad y de obediencia a la diaconisa jefe, ésta poco a poco retuvo exclusivamente el nombre, asimilándolo a la vez al de abadesa. A los monjes y después a las mujeres anónimas se transfirieron, por tanto, aquellas providencias de cuidado, de asistencia y de instrucción que en un tiempo eran confiadas a las diaconisas. El nombre, sin embargo, se conservó en los monasterios, añadido al de abadesa o asumido por aquella monja que por su cultura era designada para leer las perícopas de la Sagrada Escritura y las homilías patrísticas durante el oficio divino.

 

A esta veneración con que la Iglesia rodeaba a las diaconisas debían responder por su parte con una vida inmaculada. Diaconissa eligatur virgo púdica — prescriben las Constituciones —; sin autem non fuerit virgo, sit saltern vidua, quae uní nupserit. El concilio de Calcedonia (451) excomulga a las diaconisas que faltan a la castidad; y una novela de Justiniano manda que, si una fundada sospecha recae sobre una diaconisa, ésta cadat a diaconia; y, si se la encuentra infiel, sea, como las antiguas vestales, castigada con la pena de muerte.

En Oriente, la institución diaconal femenina comienza a declinar en las iglesias seculares durante el siglo V, para desaparecer casi por entero en el VI. En Occidente, la decadencia se advierte quizá antes. En el 441, un concilio de Orange disuadió de ordenar diaconisas: Diaconissae omnímodo non ordinandae; y el concilio de Orleáns (533) prohibe absolutamente que la institución se mantenga por más tiempo. Para Italia, tenemos una carta de Otón de Vercelli (934-950) a un cierto sacerdote Ambrosio, donde trata a propósito de las diaconisas, y constata su decadencia. Los formularios para su consagración se conservaron durante mucho tiempo, como vimos antes, en los libros litúrgicos, pero probablemente sin aplicación práctica.

Es justo, finalmente, observar cómo las diaconisas de tipo primitivo no han desaparecido del todo. El final de la Edad Media ha madurado y puesto más en evidencia cada vez en la Iglesia una categoría de "siervas de Dios," religiosas no de estricta clausura, que pueden salir al mundo para el ejercer la caridad en sus mil formas y el apostolado evangélico de vasto alcance. Estas participan de la vida activa de las diaconisas de otro tiempo y de la vida claustral y contemplativa de las monjas consagradas. Estas diaconisas modernas son miembros de las congregaciones religiosas. Del amor a Dios, de su serena y desinteresada caridad y de su generoso apostolado está lleno el mundo. Desde las tierras de misiones hasta nuestras civilizadas y cristianas ciudades, la Iglesia es admiradora y espectadora de cuanto ellas realizan con infatigable laboriosidad para servicio de Dios y de sus hermanos.

 

 

Los Diáconos y los Presbíteros.

 

La Institución Apostólica y los Oficios de los Diáconos.

En la ordenación disciplinar de la Iglesia antigua, los diáconos formaban el primer grado de la jerarquía sagrada propiamente dicha, es decir, las órdenes mayores.

Es conocida la institución de los primeros diáconos, que tuyo lugar en la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, originada por ciertas disensiones sobre el trato de ciertas viudas helenistas nacidas entre los dos elementos que la componían: los hebreos palestinenses y los hebreos de la diáspora c helenistas. Para suavizar tales diferencias, los apóstoles, convocados los discípulos, decidieron elegir viros ex vobis boni testimonii septem, plenos Spiritu sancto et sapientia, quos constituamus super hoc opus. Los siete elegidos debieron ser, como del a suponer su nombre griego, de la parte helénica, es decir, menos apegados que los de la otra parte a la observancia odiosa y material de la ley.

Los historiadores se han preguntado por qué los apóstoles limitaron a siete el numero de los diáconos. Es difícil dar una respuesta segura. Algunos sugieren una razón simbólica; el siete era un número sagrado. Otros piensan que los siete diáconos fueron elegidos en correspondencia con las siete regiones en que habría estado dividida la primera comunidad de la ciudad santa, hecho incierto y no probado. Otros, en cambio, con mayor fundamento, ponen en relación aquel número con una prescripción mosaica que imponía el instituir en cada barriada iudices et magistros, los cuales, iusto iudicio, debían decidir en las eventuales controversias. Los rabinos, aplicando aquella ordenación, habían introducido la costumbre de poner en cada lugar un consejo de siete hombres, los cuales debían proveer a la administración de la comunidad y al arreglo de las disensiones. Parece, por tanto, muy probable que los apóstoles constituyeron el oficio y el número de los diáconos inspirándose en aquella costumbre hebrea de todos conocida.

Como quiera que sea, es cierto que el número septenario fue considerado en la Iglesia antigua como sagrado. Siete eran los diáconos en Roma en tiempo del papa Corne lio (251) y del papa Sixto II (+ 261). Muy probablemente había otros tantos en Cartago, en Milán y en Zaragoza de España; el canon 15 del sínodo de Neocesarea (314-325) prescribía que en cada ciudad, licet válete magna sit civitas los diáconos debían ser siete, según la institución apostólica. Sin embargo, en Italia, más tarde, en las iglesias menos importantes se contentaban con tres o con cinco. En Roma, en tiempo del papa Vigilio (550), en ausencia de uno de los siete diáconos regionarios, el papa lo substituía con otros supernumerarios, pero solamente ad tempus.

Desde el punto de vista moral, los diáconos debían ser de vida intachable; San Pablo, escribiendo a Timoteo (1, 3:10), los quiere así: Y, por tanto, sean éstos antes probados; y así entren en el ministerio no siendo tachados de ningún delito. Las mujeres han de ser igualmente honestas, no chismosas; sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean esposos de una sola mujer; que gobiernen bien sus hijos y sus familias. Pues los que el ejercitaren bien su ministerio se granjearán un ascenso honorífico y mucha confianza para enseñar la fe de Jesucristo.

 

Los Hechos resumen las tareas confiadas por los apóstoles a los primeros diáconos en la frase ministrare mensis. Esta actividad es considerada en relación con la eucaristía y con la caridad, los dos aspectos que designan substancialmente el ministerio ejercido por los diáconos en la Iglesia, especialmente durante los seis primeros siglos.

Entre las mesas agápicas que los apóstoles habían organizado en común para los primeros cristianos, y de cuyo regular funcionamiento estaban encargados los diáconos, una tenía el primer puesto por su importancia; aquella donde el apóstol o el obispo, rodeado de los ancianos o presbíteros, realizaba la fractio pañis eucarística. A aquella mesa sobre todo y a aquel que la presidía, los diáconos hacían converger sus servicios y eran de hecho sus ministros. San Ignacio de Antioquía, pone ya de relieve esta dignidad de los diáconos, llamándolos mysteriorum lesu Christi ministros...; non enim ciborum et potuum ministri sunt, sed Ecclesiae Dei; y la Didaché, después de haber aludido al sacrificio dominical, concluye: "Elegios, por tanto, obispos y diáconos," porque éstos eran los asesores de aquéllos en la celebración de la eucaristía. Esta cooperación eucarística con el obispo la confirmaba expresamente San Justino, San Ignacio y después toda la tradición litúrgica posterior. Son los diáconos los que preparaban el altar cuando era todavía portátil, los que vestían la mesa, los que recogían y disponían las oblatas bajo las dos especies, los que asistían al papa o al obispo en el desenvolvimiento de la acción sagrada, los que distribuían a los presentes la comunión, los que la llevaban a los ausentes, los que guardaban en el sagrario las especies eucarísticas; los que, en caso de necesidad, suplían al obispo o a los presbíteros en el bautismo, en la reconciliación a los penitentes, en la predicación a los fieles y en la catcquesis a los competentes. Los primeros diáconos Esteban y Felipe habían inaugurado así su ministerio. Todavía hoy los diáconos conservan en el servicio litúrgico gran parte de estas atribuciones y las particularmente delicadas y honoríficas que se refieren a la santísima eucaristía.

Un particular aspecto litúrgico en el cual los diáconos romanos durante el siglo V se mezclaban activamente por deber de oficio era la preparación de los cantores y la ejecucion de los cantos de la misa. Son numerosas las inscripciones de las tumbas de los diáconos romanos de los cuales se recuerda la virtuosidad del canto de los salmos. Parece, sin embargo, que alguno de los diáconos ponía en esta obligación, especialmente en la ejecucionde los responsoriales y solo, un interés excesivo y vanidoso; de manera que en la elección de los sujetos se miraba frecuentemente más a las cualidades de la voz que a las de la vida moral. San Gregorio Magno, que por Pelagio II en el 585 había sido creado archidiácono, y como tal había notado quiza el inconveniente, cuando fue hecho pontífice, en el concilio Romano del 595 desposeyó a los diáconos del encargo del canto, para transferirlo a los subdiáconos y a los clérigos inferiores. A ellos les del ó casi sólo la lectura oficial del evangelio.

 

Junto con las funciones litúrgicas, los diáconos eran revestidos de funciones administrativas y caritativas bajo la directa dependencia del obispo. Proveer a las múltiples exigencias de las mesas agápicas, llevar cuenta de los ingresos, administrarlos fielmente, distribuir equitativamente las reservas a favor de los hermanos, especialmente de los más necesitados, como los huérfanos, las viudas, los viejos; visitar a los enfermos, tener cuidado de los prisioneros, de los condenados; asegurar una sepultura a los difuntos pobres: he aquí una colección de providencias en las cuales los diáconos debían emplear su actividad ordinaria. Esto quizá pedía parecer a un profano un negocio totalmente material, mientras que era la genuina expresión del mensaje social de caridad y de hermandad que Cristo había traído al mundo. Los fieles, como refieren San Justino y Tertuliano, el domingo llevaban sus bienes en dinero o en especie al jefe de la comunidad, el cual los ponía sobre la mesa del Señor, y dé esta manera eran consagrados a Dios; los pobres los recibían ya de la mano de Dios. El obispo, con el consejo de los diáconos, los cuales debían conocer las condiciones familiares de los hermanes, establecían la cantidad y la modalidad de los socorros, que después los diáconos repartían.

Esta disciplina económica, centralizada en las manos del diácono, se verificaba, en medida más o menos grande, en todas las iglesias. La historia del martirio de San Lorenzo, diácono, demuestra qué parte tan grande tenía él en la administración de los bienes de la iglesia romana y en el cuidado de los pobres. No debe maravillar el que la importancia de estas misiones diaconales en el culto y en la economía eclesiástica diese a los diáconos en los primeros siglos un prestigio y una autoridad a veces superior a la de los mismos presbíteros, fomentando en algunos extrañas pretensiones, que el concilio de Arles (314) y más tarde, en tiempo del papa Dámaso, el Ambrosiáster y San Jerónimo reprenden severamente.

La coordinación de las múltiples funciones administrativas prescritas a los diáconos exigía en la práctica la directiva superior de un jefe: el archidiácono. No sabemos muchas cosas sobre el particular, excepto su existencia, que comienza a conocerse en los siglos IV-V con San Agustín y San Jerónimo. Pero no debía estar muy difundida. Este último escribe a este propósito: Archídiaconus iniuriam Jbutat si presbyter originatur; y, en efecto, Sidonio Apolinar (482) habla de un cierto Juan, que no se quería ordenar de sacerdote para permanecer más tiempo en el cargo de archidiácono. Es cierto que más tarde, en las Galias y en la alta Italia, los archidiáconos desempeñaron misiones jurisdiccionales superiores, que los colocaban por encima de los presbíteros que residían en las iglesias rurales; pero muy probablemente no se trataba ya de verdaderos diáconos, sino de sacerdotes con título antiguo de diácono. En Roma, en el período entre los siglos V y IX no fueren pocos los archidiáconos que ascendieron directamente del orden diaconal en que estaban al trono pontificio.

 

Los Presbíteros.

Los presbíteros, sucesores del primitivo colegio presbiteral que había elegido en su propio seno al obispo, habían permanecido, aunque en un segundo orden, a su lado en la dirección y en la administración espiritual de la comunidad. Ellos formaban su consejo permanente, su "presbiterio," al cual correspondía dar su parecer consultivo sobre la ordenación de los clérigos, el examen de la ortodoxia o no de una doctrina, el comportamiento del clero, la admisión de un fiel caído a la penitencia y, en general, sobre los negocios de algún relieve que interesaban al gobierno de la diócesis. Eran auténticos sacerdotes, inferiores solamente al obispo; in secundo sacerdotio constituti, decía Optato de Mileto; o, como se expresa el pontifical, colocados en el segundo grado de la jerarquía, in secundi meriti munere.

Asociados al ministerio episcopal, los vemos substituir al obispo, cuando está ausente, en la celebración de la misa comunitaria, ayudarlo en la vigilancia de los penitentes, en la colación del bautismo, en la predicación, en la unción de los enfermos, en su reconciliación in extremis. En Roma, los presbíteros de los títulos urbanos, instituidos o reorganizados por el papa Marcelo (308-309), hombres de madura experiencia, ejercitaban sobre los fieles un verdadero cuidado pastoral y gozaban entre el clero de una indiscutible autoridad. Los ayudaban otros presbíteros agregados al título, del que tomaban el nombre. Estos asistían al titular (presbyter prior) en la celebración de la misa dominical o celebraban en las iglesias cementeriales dependientes del título. Los otros días, excepto los alitúrgicos, podían todos celebrar la misa, y frecuentemente la celebraban sea en su iglesia, sea en los oratorios privados; porque el papa Inocencio I deriva de esta frecuente celebración eucarística y de la administración del bautismo la obligación de la continencia en los presbíteros. Estos en las grandes ciudades episcopales eran, por tanto, más bien numerosos. Hacia la mitad del siglo III había en Roma 46; en el 499 eran 74, de los cuales 67 firmaron las actas del sínodo Romano. San Jerónimo, no sin un dejo de ironía, escribía: Diáconos paucitas honorabiles, presbyteros turba contemptibiles facit.

 

Un campo más vasto e independiente a la actividad de los presbíteros se abre en los siglos V-VI al extenderse las comunidades cristianas fuera de la ciudad episcopal. Esto naturalmente se verificó antes en unas que en otras, según las provincias. En África, en la Italia meridional, en el Asia Menor, las ciudades no estaban generalmente muy distantes unas de otras; pero en las Galias, en la alta Italia, estaban más alejadas. Los fieles que los misioneros habían evangelizado en los pagi, en las vid, en las villae lejos de la urbs donde residía el obispo, difícilmente podían acudir a los servicios religiosos de la iglesia urbana, o lo hacían solamente en las grandes solemnidades. Decía San Agustín a un grupo de sus fieles en la clausura de las fiestas pascuales: "Vosotros ahora tornaréis a vuestros países, y desde este momento no nos veremos más que con ocasión de las solemnidades." Fue preciso proveer a las necesidades espirituales de aquellos fieles erigiendo en los campos pequeñas iglesias rurales, servidas por un sacerdote o al menos por un diácono, los cuales se reunían el domingo, excepto en las grandes fiestas del año, para celebrar el servicio eucarístico. Desde el principio, algún obispo se mostró reacio a conceder esta mayor libertad litúrgica. Decencio de Gubio era uno de éstos. Pero el papa Inocencio I en una famosa carta (416) lo persuadió para que se sometiera a la realidad. "En cuanto a la eucaristía —le escribía— que nosotros mandamos el domingo a las iglesias titulares, nuestro caso es diverso, porque en Roma los títulos están todavía situados dentro de la muralla urbana. Pero tú no puedes hacer lo mismo con las iglesias rurales, porque el Sacramento no debe ser trasladado a grandes distancias. Por lo demás, nosotros mismos autorizamos a los sacerdotes adscritos a los cementerios (fuera de la ciudad) a celebrar los santos misterios."

A pesar de todo, esto no bastaba; era necesario dar al sacerdote rural una justa autonomía. Vemos, en efecto, en las múltiples decisiones de los concilios de los siglos VI y VII que en seguida les fueron concedidas las facultades, hasta ahora reservadas al obispo, de bautizar, de predicar, de vigilar sobre los pecadores públicos, formar los futuros colaboradores, recogiendo en casa un núcleo de clérigos, lectores y subdiáconos. El obispo se mantenía en contacto con aquellos sacerdotes suyos, ordenados por él y distribuidos en los lugares más lejanos de la diócesis; los proveía de un stipendium de las rentas de las propiedades eclesiásticas y los visitaba periódicamente él mismo o por medio de un representante suyo. Más allá de los Alpes, éste fue durante algún tiempo (s. VI-VIII) el obispo rural, revestido ciertamente del carácter episcopal, pero sin una efectiva jurisdicción territorial, con poderes limitados y en plena dependencia del obispo diocesano.

En Italia, en cambio, los arciprestes o decanos, puestos al frente del gobierno de las iglesias bautismales rurales en los vid o en las villas más importantes de un territorio, ejercieron en toda la Edad Media una verdadera jurisdicción sobre los sacerdotes de las iglesias existentes en su territorio; aun hoy día mantienen sobre ellos, si bien en medida mucho menor, una supremacía oficialmente reconocida.

 

El Ritual de la Ordenación.

El más antiguo cuadro ritual de la ordenación de los presbíteros y de los diáconos según el uso de la iglesia romana nos lo presenta la Traditio, de San Hipólito, de principies del siglo III. Posee para ambos órdenes líneas y elementos uniformes.

 

El ritual de la "Traditio" (s. III).

La función se desarrolla, en presencia del colegio de los presbíteros y de la asamblea de los fieles, dentro de la celebración eucarística. Leído el evangelio y despedidos los catecúmenos, el obispo inicia la gran oración intercesoria, alternada con las suplicantes aclamaciones de todos los presentes. Cuando la Grafio fidelium ha terminado, comienzan las ordenaciones.

Primero la de los presbíteros, después la de los diáconos. Ambas, simplicísimas, ccmprenden dos elementos substanciales:

1.° La imposición de las manos sobre el ordenando.

2.° La fórmula consagratoria, que integra y especifica el gesto de la queirotonía.

 

a) La imposición de las manos sobre el diácono candidato al presbiterado la realizan colectivamente el obispo y todos los sacerdotes por contacto directo con la cabeza del ordenando: Imponat manum super caput eius episcopus, contingentibus etiam presbyteris. Pero, si la queirotonía es idéntica para ambos, el sentido es diverso. La de los sacerdotes, explica poco después San Hipólito, significa una colación del Espíritu, que los presbíteros pueden solamente recibir y no dar, pero el mismo Espíritu por ellos poseído es el que se transmite al neopresbítero. El gesto no tiene un valor sacramental, porque ellos clcrum non ordinanl, pero equivale a una expresión de solidaridad con la acción del obispo.

Si se trata, en cambio, de ordenar un diácono, el obispo solamente debe imponerle las manos, "ya que — observa la Traditio — el diácono es ordenado no con vistas al sacerdocio, sino al servicio debido a su obispo," quia non in sacerdotiot sed in ministerio episcopi (ordinatur). "En efecto, no recibía el Espíritu que posee el colegio de los presbíteros, y del cual cada uno de ellos es partícipe, sino que era llamado a hacer aquello que se le confiaba bajo la dependencia del obispo."

San Hipólito indica una excepción a la imposición de las manos respecto de los confesores que por motivo de la fe han sufrido prisión y cadenas. "A éstos — dice él —, cuando sean ordenados diáconos o sacerdotes, no se deben imponer las manos, porque, en razón de la confesión hecha, tienen ya la dignidad del sacerdocio."

La Traditio hace seguir a las fórmulas indicadas la advertencia de que su texto no debe considerarse como estrictamente obligatorio. Si algún obispo se siente inspirado a hacer una oración más amplia, hágala; como también si quiere reducirla a términos más modestos y breves, con tal de que su oración sea correcta y ortodoxa. No se había, por tanto, cerrado el período de la improvisación carismática.

 

 

Los Obispos.

 

Orígenes y Funciones del Obispo.

Los obispos son los sucesores de los apóstoles. Es un hecho del que encontramos fácil demostración en los escritores contemporáneos, como San Pablo y San Clemente Romano, y en los que cronológicamente están cercanos a aquéllos, como San Ignacio, Hegesipo, San Ireneo y otros, cuyo testimonio nos conservó Eusebio. Estos últimos no sólo han afirmado expresamente la institución divina y apostólica de los obispos, sino que han recogido y transmitido de muchas iglesias también la lista episcopal, encabezada por un apóstol o un discípulo de los apóstoles. La conocemos, en efecto, en las principales iglesias metropolitanas, como Roma, Alejandría, Jerusalén; y en muchas otras iglesias no menos importantes, como Lyón, Esmirna, Atenas, Corinto, Efeso, en las cuales desde principios del siglo II existía pacíficamente, como jefe de la jerarquía local de sacerdotes y diáconos, un dignatario, un presidente, el obispo. Este sistema de gobierno eclesiástico, el episcopado monárquico, estaba ya tan difundido, que San Ignacio de Antioquia en el 112, escribiendo a los efesios, llega a decir que hay "obispos constituidos en las más lejanas partes de la tierra" La expresión es muy vaga sin duda, pero debía ser fruto de una vasta experiencia del santo mártir.

Naturalmente, con el conocimiento tan fragmentario que tenemos de época tan lel ana, y dada la nomenclatura íodavía no muy definida de los términos επίσκοποι y πρεσβύτεροι usados en los escritos de aquel tiempo, no se puede aclarar a fondo cómo se realizó el paso del gobierno de una comunidad, de los apóstoles a los presbíterosobispos y después al obispo; si de una vez y casi violentamente, como pretendieron algunos, o, en cambio, como parece más acertado, a través de una progresiva gestación unitaria.

Duchesne ha lanzado sobre el particular una hipótesis que nos parece muy plausible. "Las primeras comunidades de fe — dice él — fueron sobre todos gobernadas por los apóstoles de distinto grado, a los cuales debían su fundación, o por otros miembros del personal propagandista. Ya que este personal era por naturaleza ambulante y estaba en todas partes, los fundadores se dieron prisa en confiar a algún neófito más instruido y más digno las funciones permanentes necesarias a la vida cotidiana de la comunidad: celebración eucarística, predicación, preparación al bautismo, dirección de las asambleas, administración de la penitencia. Antes o después, los misioneros debieron dejar solas a estas jóvenes comunidades, y su dirección quedó enteramente en manos de jefes salidos de su seno. Tuviesen un solo jefe como cabeza, cosa la más probable, o tuviesen varios, en todo caso el episcopado recogía la sucesión apostólica."

Como quiera que sea, el hecho es que alrededor del 150, es decir, poco más de un siglo después de la muerte de Cristo, el episcopado se presenta estable y pacíficamente implantado en muchos centros del imperio, desde la Bitinia quizá hasta España, lo cual supone un uniforme y regular proceso evolutivo, cuyo punto de partida no puede ser más que una positiva institución de Cristo y de los apóstoles.

 

Las atribuciones del obispo en relación particularmente con el sector litúrgico sen a principios del siglo II clara y vigorosamente afirmadas por San Ignacio de Antioquía en sus cartas.

El obispo es el jefe de los sacerdotes y de sus diáconos, su corona espiritual. El sacerdocio episcopal tiene la sanción divina a través de la ordenación de los apóstoles. El es el representante de su iglesia, su centro de unidad; su función es esencial a la vida total de la Iglesia. Los actos litúrgicos, especialmente la misa y el bautismo, son válidos solamente si son realizados por él o por quien haya sido delegado por él. El que hace alguna cosa sin saberlo el obispo, realiza un servicio ritual ofrecido no a Dios, sino al demonio. La obediencia al obispo es equiparada al recinto del altar, en el cual el fiel encuentra el contacto con Dios y donde recibe de él sus dones (sacramentos). Desobedecer al obispo es ponerse fuera del ámbito sacrifical, que asegura los dones de Dios. El obispo es la imagen del Padre, el representante visible de Cristo. Estas fuertes expresiones y otras muchas parecidas demuestran cuan profunda y enraizada era en San Ignacio la convicción de que la autoridad del obispo está en relación con la suprema autoridad de Dios. "Obedeciendo al obispo — escribe, en efecto, a los presbíteros de Magnesia —, obedecéis no a él, sino al Padre de Jesucristo, Obispo de todas las cosas."

Uniforme con esta postura, encontramos en la Traditio la de Hipólito, que dice (a. 218) que el obispo era elegido por toda la iglesia, clero y fieles, ab omni populo. El, en efecto, no es el simple presidente de los presbíteros y de los diáconos, sino más bien el representante de la Iglesia. Pero, por otra parte, también él está revestido de una misión divina.

La Iglesia es un organismo sagrado, y considera que la elección hecha así por la Iglesia recibirá con seguridad la sanción de Dios. El obispo recibe, por tanto, de Cristo su autoridad. Si la Iglesia fuese simplemente una sociedad humana, la elección de un presidente social conferiría sólo una autoridad a propósito para tal sociedad. Pero, ya que de hecho la Iglesia es institución divina, por eso alcanza aquél la más alta posición en la jerarquía. El obispo es el oficial de Dios y, además, el delegado de la Iglesia.

En el obispo están el secreto y la fuerza de unión espiritual de la comunidad. Hasta qué punto el episcopado, junto con los otros órdenes del clero a él sujetos, era el sostén de la Iglesia, lo demuestra el encarnizamiento con que el Estado lo combatió en el siglo III. Decio, Valeriano, Diocleciano y Licinio lo hicieron objeto de una sistemática persecución, sabiendo bien cómo había dicho Jesús que, eliminado el pastor, se dispersarían las ovejas del rebaño.

Dionisio de Corinto, en tiempo de Marco Aurelio, escribía a la comunidad de Atenas que ella había perdido casi la fe después del martirio de su obispo Publio, pero que después el nuevo obispo Cuádrate había sabido nuevamente recogerla y llevarla a la vida cristiana. San Cipriano cuenta que el obispo Trófimo con la mayor parte de su comunidad, cediendo a la persecución, renegó de la fe y sacrificó a los ídolos; pero, habiéndose arrepentido y habiendo hecho penitencia, lo siguieron también los demás, qui omnes regrcssuri ad Ecclesiam non essent, wsi cum Tro fimo cominante venissent. Ausente San Cipriano, que se había escondido durante la persecución de Decio, su cristiandad fue casi a la ruina. De donde se deduce cuan importante era para la cohesión espiritual de los fieles la presencia del obispo. La comunidad cae con él y con él se levanta en la fe. El fenómeno se reproduce frecuentemente en la historia; es más, aun hoy día se repite.

 

De las cartas ignacianas, no menos que de todos los escritos de los primeros siglos, es fácil deducir cómo el vínculo unitario en la Iglesia lo constituye el obispo, no solamente como autoridad, sino además, y sobre todo, como liturgo, es decir, como ejecutor oficial de los actos litúrgicos en las asambleas del culto. San Justino, en la primera descripción de la misa que muestra la historia litúrgica, nos presenta alrededor del altar a su clero y a todos los miembros de su comunidad, venidos de todas partes: omnes sive urbes, sive agros incalentes. En las manos del obispo está, además de la celebración del sacrificio, la administración normal de todos los sacramentos. Los sacerdotes celebran con él u ofician separadamente, pero por su mandato o por su delegación. En la ciudad episcopal no hay más que una sola iglesia, una sola cátedra, un solo altar, un solo sacrificio, el del obispo. Con esta disciplina se explica el origen de la misa estacional y, todavía en sentido más reducido, el carácter peculiar que conserva aún la misa del párroco, representante del obispo en las comunidad de fe lejanas.

Asimismo, cuando la expansión del cristianismo en los campos obligó al obispo a establecer en pequeños centros rurales sacerdotes y diáconos, la iglesia madre, donde el obispo tenía su cátedra, símbolo de su sacerdocio y de su magisterio, subsistió la casa paterna, centro de la autoridad y del culto. El obispo es siempre el único pastor, el único padre. El es el que establece la nueva iglesia, es quién delimita sus confines, consagra la iglesia, ordena al sacerdote, le da la investidura con determinados poderes, 1o llama frecuentemente, junto con los otros hermanos suyos, a la ciudad episcopal para las reuniones sinodales; realiza periódicamente la visita, guía y vigila el ministerio episcopal, inspecciona la marcha administrativa.

La historia eclesiástica de todos los siglos cristianos en todas las provincias, sea de Oriente, sea de Occidente, posee, manifestada en los cánones de innumerables concilios y sínodos, la prueba inconfundible de la actividad apostólica de los obispos, que las exigencias modernas, más que debilitar, han hecho cada vez más vasta e intensa.

Las funciones propias del obispo las resume así el pontifical romano: Episcopus oportet indicare — interpretan — ordiñare — offerré — baptizare — confirmare.

El comentario de cada una de estas atribuciones episcopales, todas, excepto la primera, de carácter litúrgico, lo hemos hecho ya en las páginas de este y de los precedentes volúmenes al describir la historia de las multiformes instituciones que constituyen el sagrado patrimonio litúrgico de la Iglesia. Aquí basta señalar que:

a) Indicare lleva consigo el derecho de ser juez, es decir, de resolver las controversias de índole eclesiástica que eran llevadas a su tribunal. En el pasado, el ejercicio de la jurisdicción, la episcopalis audientia, para las causas aun civiles, que las partes en litigio preferían llevar delante del obispo, era muy frecuente. Ante meridiem et post meridiem occupationibus hominum implícor, escribía San Agustín; y deploraba que tales ocupaciones le quitasen un tiempo precioso para el estudio y la oración.

b) Interpretan confiere la autoridad y el deber de ser maestro de las verdades de la fe a los propios diocesanos, interpretando auténticamente la Sagrada Escritura y la doctrina de la Iglesia, sea en el magisterio ordinario de la predicación, sea en el extraordinario, al cual podía ser llamado en las grandes reuniones conciliares.

c) Consecrare. Es el obispo el que, con la plenitud de los poderes de santificación que posee, destina definitivamente al servicio de Dios y de su culto personas (abades, abadesas, vírgenes) y cosas (iglesias, altares, elementos rituales, como los óleos sagrados).

d) Ordinare implica la facultad de conferir todos los órdenes propios de la sagrada jerarquía según las leyes canónicas.

e) Offerre es la potestad de consagrar la santísima eucaristía, de la cual es el ministro primero y calificado.

f) Baptizare da al obispo, como jefe de su iglesia, el derecho de admitir a un nuevo miembro en la familia de la comunidad. Generalmente, él lo delega en los párrocos.

g) Confirmare: es el ejercicio, normalmente reservado al obispo, de conferir el crisma.

 

La Consagración Episcopal.

La ordenación de los obispos comprende dos tiempos distintos: a) la elección; b) la consagración.

a) La elección

También para la elección del obispo, al menos desde el siglo VIII, se usó pedir primeramente el sufragio del pueblo y del clero diocesano. Qui praefuturus est ómnibus, ab ómnibus eligatur, decía San León. Y dos siglos antes, la Traditio daba testimonio de una idéntica disciplina: Episcopus ordinetur electus ab omni populo.

Vacante una sede por muerte de su titular, el obispo más próximo o el más anciano de la provincia se dirigía a la ciudad episcopal y recogía el voto del clero, de las personalidades más conspicuas y del pueblo; voto que, como es fácil imaginar, no se daba a veces sin algún vivo incidente entre los partidos. Este voto lo sancionaba con su autoridad, en espera de proceder a la consagración del elegido. Cuando resultaba imposible poner de acuerdo a los contendientes, la elección era remitida al metropolitano. Como excepción, podía darse el caso de que el obispo difunto hubiese designado el propio sucesor; pero esto iba contra los cánones y era poco agradable al pueblo. San Agustín cuenta haber sido llamado un día a Mileto, donde había muerto el obispo Severo, para aquietar el vivo mal humor de aquellos fieles, poco dispuestos a aceptar el pastor preelegido por Severo para sucederle, porque no había hablado antes con ellos: ad po pulum inde non est locutus: et erat inde aliquorum nonnulla tristitia. A veces, el pueblo elegía por aclamación, cuando se trataba especialmente de sujetos con extraordinaria fama de sabiduría y santidad. Así sucedió en Milán con San Ambrosio, a pesar de todas sus resistencias. La elección debía hacerse siempre canónicamente, es decir, en presencia de un notario, que ponía en un documento, firmado por quien debía, el consentimiento del clero y el sufragio del pueblo. Cuando el clérigo elegido era proclamado obispo electo, la multitud, según el uso común del foro, lo aclamaba, gritando repetidamente: Dignus est! Dignas est!

Generalmente, durante los siglos IV y V, la elección hecha no era válida si no venía después la aprobación del emperador. Así sucedió en el nombramiento de San Ennodio (+ 521) para obispo de Pavía. En las Galias, desde finales del siglo V, vemos a los reyes merovingios involucrarse activamente en las elecciones episcopales, exigiendo que el elegido obtenga también el beneplácito real (praeceptio) y, pasando también sobre las reglas tradicionales, pretendieron frecuentemente que personas gratas a ellos, aun simples laicos culturalmente formados, fuesen promovidos a importantes episcopados después de haberles conferido en poquísimo tiempo todas las órdenes. Los abusos galicanos fueron todavía más graves bajo los emperadores alemanes, los cuales se abrogaron la facultad no sólo de nombrar a los obispos, sino de darles la investidura con el báculo y el anillo, símbolo de la autoridad episcopal sobre las almas. Fueron necesarias la valentía y la constancia de San Gregorio VII para devolver a las elecciones episcopales la independencia necesaria, a pesar de que después, por la fuerza de las cosas, no ha sido siempre posible substraerlas por entero a las injerencias dinásticas o estatales.

 

l.) El rito de la consagración

Debiendo comentar el rito de la consagración episcopal, expondremos, sobre todo, las normas generales que lo han regulado en el pasado y lo regulan todavía en el cuadro de la gran tradición litúrgica de Roma y del Occidente. Después haremos el análisis histórico de las ceremonias que constituyen el rito consgratorio propiamente dicho. Este, como sucede en los otros grados jerárquicos, se ha desarrollado a través de tres largos períodos de tiempo, hasta llegar a la forma con que se presenta hoy en el pontifical romano.

Dividimos, por tanto, este importante párrafo en los siguientes puntos:

1) Normas generales.

2) La ordenación episcopal en el tiempo apostólico.

3) El antiguo ritual romano (s. III-IX).

4) La ordenación episcopal según el ritual romanogalicano (s. X-XVI).

 

1) Normas generales

Una tradición siempre en vigor, de la cual alguno cree descubrir las primeras huellas en la Didaché, exige celebrar la ordenación del obispo no en los sábados de las témporas, como en las otras órdenes, sino el domingo, el gran día de Dios, memorial de la resurrección de Cristo. La Traditio contiene la más antigua prescripción: Episcopus ordinetur... die dominica. Después, todas las fuentes históricas antes del siglo IX concuerdan unánimemente.

Otra antiquísima tradición, quizá también apostólica, exigía para la ordenación del obispo la presencia de los obispos de su provincia o de sus representantes. Era la manifestación de su consentimiento a la promoción del colega y del buen testimonio que con la imposición de las manos hecha sobre él daban del elegido. Roma lo hacía así desde principios del siglo III. Para la consagración conveniet populas una cum presbiterio et his qui praesentes fuerint episcopi, escribe la Traditio, sin precisar el número. Algún tiempo después, el papa Cornelio (+ 255) alude a tres obispos reunidos a la fuerza por Novato para arrancarles la ordenación episcopal. El concilio de Nicea (325) promulgó en seguida una ley canónica, fijando en tres el número mínimo de los obispos exigidos para la ceremonia: Episcopus convenit máxime quidem ab ómnibus qui sunt in provincia episcopis ordinari. Si hoc difficile fuerit, aut propter instantem necessitatem, aut propter itineris longitudinem, Tribus tamen omnimodis in idifcsum convenientibus, et absentibus quoque parí modo decernetibus, et per scripta consentienvbus, nunc ordinato celebretur.

 

Esta disciplina, confirmada en el 386 por el papa Siricío, se hizo general en las iglesias de Occidente, si bien no ha sido nunca considerada como elemento esencial para la validez del rito. San Gregorio Magno, en efecto, dispensaba de ella cuando escribía a San Agustín de Inglaterra; el papa poseía el privilegio de consagrar él solo a los obispos. El hecho es señalado en el siglo VI por el africano Ferrando: Ut unus episcopus episcopum non ordinet, excepta ecclesia romana. Encontramos la confirmación en el ritual del XXXIV OR. El papa realiza la consagración episcopal solo. Lo rodean ciertamente obispos y sacerdotes, pero ninguno participa activamente en el rito. Más tarde, los papas, renunciando al privilegio, se conformaron a la ley general.

 

La ordenación episcopal en el período apostólico.

Los Hechos narran en el capítulo 13 una ordenación episcopal: En Antioquía, convertida pronto en una ferviente comunidad, había un grupo de profetas y doctores, entre los cuales estaban Bernabé, Simón el Negro, Lucio de Cirene, Manalien y Saulo. Mientras celebraban la liturgia y se mortificaban con el ayuno, el Espíritu Santo les dijo: Segregate mihi Saulum et Barnabam in opus ad quod assumpsi eos. El opus que Dios deseaba era la misión apostólica en medio de los gentiles. Ellos obedecieron. Preparados con el ayuno y la oración, impusieron las manos sobre Pablo y Bernabé: Tune ieiunantes et orantes, imponentesque eis manus, dimiserunt illos. Estos, despidiéndose bajo el impulso vivo del Espíritu, que los había consagrado apóstoles suyos, navegaron hacia Seleucia y Chipre, comenzando así su primer viaje apostólico. Los comentaristas se preguntan: ¿ La ceremonia descrita por los Hechos — ayuno preliminar, queirotonía, oración — fue una ordenación episcopal o bien una simple bendición augural sobre los que partían? Los pareceres, naturalmente, son diversos.

Nosotros creemos ver en esto una ordenación episcopal. Mientras tanto, los profetas y doctores, comprendidos Saulo y Bernabé, de los cuales hablan los Hechos, son sacerdotes, porque participan en el servicio litúrgico: λειτουργούντων os αυτών τω Κυρίω. Todo induce a creer que uno de ellos era el jefe de la comunidad, o, como despuιs se llamó, el obispo; provistos de la autoridad necesaria para poder conferir a Saulo y a Bernabé la plenitud de los poderes jerárquicos. Vemos que los otros presbíteros imponen con él las manos sobre los dos colegas, que fue posteriormente la disciplina común.

Todo esto lo confirma el hecho de que Pablo y Bernabé en el curso de su misión, después de haber visitado a los neófitos de Listria; Iconio y Anticquía de Pisidia, ordenan con oraciones y ayunos presbíteros que asuman el gobierno de aquéllos. El término griego χερονέσαντες no tiene en este texto de los Hechos el sentido litϊrgico de "imponer las manos," sino el de "elegir, seleccionar." Es cierto, sin embargo, que aquella elección, que tuvo lugar entre oraciones y ayunos, se realizó con la χειροτονία sacramental; aquellos presbíteros no debían desempeñar solamente una función de autoridad, sino también un ministerio litúrgico. Ahora bien: si Pablo y Bernabé hubiesen sido simples laicos, aunque "profetas y doctores," ¿cómo habrían podido comportarse así? Tanto más cuanto que después del rito de Antioquía no nos consta que a la vuelta de sus viajes misioneros fueran objeto de ceremonias de este género.

El rito consecratorio de los dos apóstoles, que debió celebrarse en Antioquía, aparece aludido más claramente en dos textos de las cartas a Timoteo respecto del discípulo predilecto del Apóstol. En la primera escribe: Noli negligere gratiam ouae in te est, quae data est tibí per prophetiam cum impositione manuum presbyterii. El carisma de que habla el Apóstol es la consagración episcopal, con los dones de sabiduría y de caridad que la acompañan, conferida a Timoteo mediante la imposición de las manos del colegio de los presbíteros, del cual San Pablo era el jefe; porque en otra carta le recuerda la imposición hecha sobre él con sus propias manos: Admoneo te, ut resusciies gratiam Dei quae in te est per impositionem manuum mearum. Timoteo y Tito, el otro discípulo, habían, por tanto, recibido la ordenación episcopal. Ellos desempeñan, respectivamente en Efeso y en Creta, las funciones propias del obispo, gobernando las dos comunidades y ordenando sacerdotes.

De los pocos datos históricos antes referidos, podemos deducir que el rito primitivo de la consagración de un obispo consta de tres elementos: 1) un ayuno preliminar, practicado ya por el consagrante, ya por el consagrado; 2) una fórmula de oración que acompaña al gesto de la queirotonía; 3) Una imposición de las manos sobre el candidato, realizada por el consagrante y por el clero asistente al rito, el "presbiterio."

 

El Antiguo Ritual Romano (7, III IX).

Las sobrias pero substanciales líneas del ritual apostólico se convirtieron, sin apreciables añadiduras, en las del ritual de Roma. Las ordenaciones estaban demasiado unidas a la vida y al porvenir de la Iglesia para que no entrasen, aun con sus modalidades, a formar parte de la tradición apostólica, que Roma por medio de San Pedro había acogido y guardaba con cuidado.

El rito trata de dos distintas imposiciones de las manos sobre el elegido. La primera la realizan los obispos y los presbíteros sin pronunciar una palabra: es la designación material que ellos hacen del elegido, al cual dan su consentimiento. Sigue una pausa en silencio. La oración, si bien tácita, brota conmovida de los corazones de todos, pidiendo que descienda el Espíritu Santo sobre el consagrando. Después de algún tiempo es roto el silencio por el obispo que preside, el cual, imponiendo solamente las manos sobre el elegido, pronuncia la solemne oración consagratoria.

La consagración del nuevo obispo ha terminado. Todos cambian con él el ósculo fraterno de paz y lo rodean de homenajes, salutantes eum quia dignus factus est. Los diáconos disponen sobre la mesa las oblaciones, y el necconsagrado inicia en seguida la celebración del sacrificio.

La fórmula de Hipólito hizo eco en Oriente. La mayor parte de las colecciones canónicas orientales, comenzando por las Constituciones apostólicas (380), la adoptaron con ligeras variantes, aun poniéndola bajo seudónimos diversos: de Pedro, de Clemente o de Santiago.

En Roma, en cambio, mientras el ritual quedaba substancialmente inalterable, la fórmula de la oración decayó y fue substituida por otra, cuyo texto nos lo dan los sacramentarlos leoniano y gregoriano; su composición puede colocarse con alguna probabilidad alrededor de la mitad del siglo V.

Terminada la oración, se cambia entre todos el beso de paz, et tune iubet eum domnus apostolicus super omnes episcopos sedere. Prosigue después la misa. El XXXIV OR observa ya que el rito se termina inmediatamente después del canto del gradual.

Alguien ha lanzado la hipótesis de que la fórmula de consagración antes referida fue compuesta en un principio para la ordenación episcopal del papa, cuando, como frecuentemente sucedía en la alta Edad Media, siendo elegido entre el orden de los diáconos, necesitaba la consagración episcopal. Algunas expresiones, en efecto, dejan ver un sentido de universalidad, que dice mal en un simple obispo; per ejemplo: summi sacerdotii ministerium; tribuas cathedram... ad regendam plebem universam. Oportunamente esta última frase fue más tarde substituida por las palabras et plebem tibí commissam. La hipótesis nos lleva también a pensar en el compositor de la consecratio; la cual, a juzgar por el ritmo impecable y por la fraseología elegante, que encierra no pocos parecidos con sermones de San León, parece ser precisamente obra del gran pontífice. Más tarde, la prez, en lugar de estar expresada en singular, como en el texto primitivo, fue puesta en plural para poder servir a la consagración de varios obispos, caso en Roma muy frecuente

Los que reciben los sacramentos, silencian cuanto se relaciona con las ceremonias que debían acompañar al rito; la primera entre todas, la imposición de las manos. Sin embargo, no hay ninguna duda de que Roma la conservaba íntegramente. El papa Hormisdas (514-523), en una carta a los obispos de España, designa el acto consagratorio con la frase benedictio per imposítionem manuum. San Gregorio Magno (+ 604), exigiendo a los diáconos y a los notarios una rigurosa corrección en las ordenaciones, escribe: Quia enim ordinando episcopo pontífex manum imponit... et sicut pontíficcrn non decet, manum quam imponit venderé, ita miníster vel notarius non debet in ordinationem eius vocem suam vel calamum venumdare. Por lo demás, el edictum, o folio de instrucciones que la secretaría pontificia consignaba a cada nuevo obispo consagrado, comenzaba con una expresa exigencia de la imposición de las manos: Quoniam... Dco annuente, per manus nostrae impositionem episcopus consecratus es...

. Una ceremonia, en cambio, del todo nueva vino a asociarse a la nueva fórmula de consagración: la imposición del libro de los Evangelios sobre la cabeza del consagrando. La antigua fórmula del Líber diurnus, como el XL OR, no posterior al siglo VI, describe así la rúbrica: Postmodum adducuntur evangelia et aperiuntur et tenentur super caput electi a diaconibus. La rúbrica se refiere a la ordenación episcopal del papa; no sabemos si se hacía lo mismo cuando se trataba de un obispo. El rito simbólico, copiado del Oriente, cuyo testimonio aparece desde el 380 en el ritual de las Constituciones apostólicas, pasó en seguida de Roma a los países transalpinos codificado en el canon 2 de los Statuta Ecclesiae antigua.

Otra particularidad romana mencionada a principios del siglo VIII por el XXXIV OR, análoga a la ya referida en la ordenación de los sacerdotes, es la entrega al neoconsagrado, hecha por el pontífice antes de la comunión, de la fórmula, es decir, del certificado auténtico de su normal ordenación, y de una oblata grande consagrada en la misa, de la cual separa en seguida una partecita para comulgar, reservando lo restante para su comunión en los cuarenta días sucesivos. El uso romano, imitado después también en Francia y en Alemania, se interpretaba allí simbólicamente, como recuerdo de los cuarenta días pasados por Cristo, después de su resurrección, junto con sus apóstoles, comiendo con ellos y alegrándoles con su divina presencia. El uso decayó alrededor del siglo XIII; el pontifical de la curia romana no alude ya a él.