6. El Tiempo Pascual.

 

La Fecha de la Fiesta de Pascua.

La primera gran cuestión que ha agitado al mundo cristiano ha sido una cuestión litúrgica: la fecha de la celebración de la Pascua. Desde el siglo I, toda la Iglesia estaba de acuerdo en celebrar el aniversario de la muerte y resurrección de Cristo, la Pascua cristiana, Pascha nostrum, que sucedió a la Pascua de los judíos; pero en cuanto a la fecha no había completa uniformidad.

Dos eran principalmente los usos en vigor, el asiático y el romano. Las comunidades del Asia Menor, así encontramos en Eusebio, remontándose a la tradición de los apóstoles Felipe y Juan, celebraban la pasión del Señor (Pascha crucifixionis) el 14 de la luna (Nisán), exactamente como la Pascua de los hebreos, cayese en el día de la semana que cayese, y en el mismo día ponían fin al ayuno. No sabemos cuándo festejaron la resurrección (Pascha resurrectionis). Las iglesias occidentales, por el contrario, apoyadas en la costumbre romana, que se hacía remontar hasta San Pedro, tenían en cuenta el 14 de Nisán para conmemorar la pasión, pero celebraban la resurrección siempre en la dominica sucesiva, y antes de este día no terminaban jamás el ayuno. De las dos fases del misterio pascual, Roma daba mayor importancia a la resurrección, las iglesias asiáticas a la pasión. Se comprende muy bien cómo de esta diversidad de usos naciesen disensiones. Aparecieron los primeros síntomas en tiempo del papa Aniceto (150). Entonces San Policarpo de Esmirna vino a Roma y trató de persuadir al papa de que el uso quartodecímano era el único admisible; pero no lo consiguió. Sin embargo, se separaron en buenas relaciones. Más tarde, hacia el 190, el papa Víctor, para cortar una polémica siempre viva y que amenazaba provocar, como la de Laodicea, serios disgustos, quiso definir la controversia. Los sínodos que por orden suya se reunieron para tal fin en las varias provincias del Imperio decidieron todos a su favor, excepto, naturalmente, el de los obispos de Asia, apoyado por la inmensa mayoría del episcopado; Víctor ya se disponía a tomar medidas enérgicas contra los asiáticos, dispuesto a separarlos de la comunión eclesiástica, cuando intervino San Ireneo de Lyón 3 muchos otros obispos, pidiendo que renunciase a una pena tan grave, la cual alcanzaba a numerosas iglesias venerables fundadas por los apóstoles; el papa Víctor probablemente consintió en no seguir adelante, pero es cierto que también los asiáticos terminaron por adoptar el uso romano.

Eliminado el uso judaizante de los cuartodecímanos la controversia pascual entró en una segunda fase. Admitido que la Pascua de Resurrección se debía celebrar en domingo, quedaba por determinar en cuál. Ahora sobre este punto surgían otras no pequeñas diferencias.

Las iglesias de la provincia de Siria, que tenían por cabeza la antioquena, aceptando el cómputo hebraico, escogían generalmente para la Pascua la dominica que seguía inmediatamente al 14 de Nisán; por lo cual sucedía muchas veces que la Pascua caía antes del equinoccio de primavera (21 de marzo). Este inconveniente se verificaba también en algunos occidentales (protopascuales). En cambio, en Alejandría y Roma, donde una tal dependencia de los hebreos debía parecer humillante, se había comenzado desde el siglo III a calcular la fecha de la Pascua con cómputos propios, independientemente del sistema judío, pero de forma que la fiesta no cayese nunca antes del equinoccio.

Pero aquí, sin embargo, surgían nuevos contrastes; porque mientras los alejandrinos, según el ciclo de diecinueve años, atribuido a Anatolio, fijaban el equinoccio el 21 de marzo, los romanos, siguiendo el ciclo de Hipólito, lo anticipaban al 18 de marzo, de donde surgían disputas y disensiones infinitas, que trascendían hasta los paganos, los cuales las hacían tema de irónicos comentarios.

A allanar estas divergencias vino en buena hora el concilio de Nicea (325). De la discusión habida y de las decisiones tomadas nos quedan en dos cartas: una de los Padres del concilio a la iglesia de Alejandría; la otra, del emperador Constantino a todos los obispos, en la cual, después de haber deplorado las disensiones acerca de una fiesta tan insigne, les exhorta a abrazar el uso seguido en Roma y Alejandría y en la gran mayoría de las iglesias, tanto orientales como occidentales. De estas cartas y de cuanto narra San Atanasio, testimonio ocular. se deduce bastante claramente cuál fue el pensamiento del concilio, es decir:

 

a) que la Pascua debía caer siempre en domingo;

b) que no sea celebrada nunca en el mismo día que la Pascua judía;

c) que debe fijarse la fecha en la primera dominica después del 14 de Nisán, computado no con el sistema judío, sino de forma que no pueda nunca anticiparse al equinoccio.

 

No se dice si el concilio aprobó el cómputo romano o el alejandrino. Cierto que éste debió tener la preferencia, porque, como atestiguan Cirilo de Alejandría y San León los Padres comisionaron al obispo de la metrópoli de Egipto el anunciar cada año la fiesta de la Pascua.

Por desgracia, los esfuerzos de los Padres nicenos no dieron prácticamente aquellos resultados que se esperaban. Las divergencias en gran parte continuaron, y ya en el 326, un año apenas después del concilio, los romanos celebraban la Pascua en día diverso de los alejandrinos. Unos y otros habían mantenido su cómputo, que, partiendo de fechas diversas, no podía llevar más que a resultados diversos.

Este estado de cosas duró poco más o menos hasta principios del siglo VI, si bien ya San León había en muchos casos corregido la supputatio romana sobre aquella más exacta de Alejandría, y Victorio de Aquitania, en torno al 457, había largamente difundido un sistema suyo, con el cual intentaba, el combinar el tipo griego con el tipo latino. Fue Dionisio el Exiguo el que en el 526 consiguió componer para uso de los latinos un cuadro pascual con el cual, teniendo como base el ciclo de diecinueve años, exactamente correspondiente al alejandrino, consiguió eliminar hasta las pequeñas diferencias que existían con el canon de Victorio.

El cómputo dionisíaco fue en seguida aceptado en Roma y en Italia, y poco después en Inglaterra y en las iglesias de la Heptarquía evangelizadas por los enviados romanos. En cambio, las de los bretones y de los irlandeses, las cuales, a pesar de celebrar la Pascua en domingo, se atenían al antiguo ciclo de ochenta años, no adoptaron el nuevo cómputo hasta el final del siglo VIH. Esta época se puede considerar, finalmente, por la que se hubiese alcanzado la unanimidad sobre la celebración de la Pascua en toda la Iglesia.

 

Ya que, según las reglas tradicionales expuestas, la Pascua era fijada en la dominica que sigue al plenilunio posterior al equinoccio de primavera (21 de marzo), la fecha puede oscilar entre los términos extremos del 22 de marzo, cuando el plenilunio cae en sábado, y del 25 de abril, cuando cae el 18 de abril.

En estos últimos tiempos ha hecho algo de ruido un movimiento en pro de la fijación de un día determinado para la fiesta de Pascua. La propuesta tuvo ya un principio de actuación en los siglos V-VII cuando varias iglesias especialmente de las Galias, para evitar las dificultades del cómputo, habían escogido a tal fin las fechas del 25 y del 27 de marzo, que en varios escritores antiguos (fertuliano, Hipólito, Epifanio) eran aceptadas, respectivamente, como el aniversario de la muerte y de la resurrección del Señor. El Martirologio jerosolimitano las anota, en efecto, regularmente. Sabemos por San Gregorio de Tours que en aquella ciudad se festejaba la Pascua el 27 de marzo, como fecha fija, y más tarde, en la fecha que ocurría, movible. Pero tal práctica no tuvo mucha aceptación por las protestas de los obispos. No se puede negar que un proyecto de fijar la Pascua presenta aspectos dignos de consideración aun para los efectos de la vida comercial; pero es preciso reconocer también que su realización, mientras haría desaparecer uno de los más venerados monumentos del pasado, llevaría a tales y tan grandes consecuencias en el campo litúrgico, que es de creer con fundamento que la Iglesia no debe ceder a tales innovaciones.

 

El Día de Pascua.

La vivacidad y el interés con los cuales la controversia pascual fue tan largamente agitada en la Iglesia, demuestra qué importancia tan capital se atribuyó a la fiesta de Pascua desde los albores del cristianismo. Su preeminencia absoluta, en comparación con otras fechas cristianas, que había sido ya para San Pablo argumento de especulaciones místicas nobilísimas, es reconocida y proclamada en todos los tiempos por los Padres con las expresiones más entusiastas: dies magnas, festivitatum festivitas, dies dierum regina, dies verus Dei, dies felicissimus. Pascua, en verdad, no es solamente la gran fecha del triunfo de Cristo, sino la de nuestro mismo triunfo, que en El, nuestra Cabeza divina, hemos alcanzado todos: Convivificavit nos in Christo... conresuscitavit et consedere fecit. Pascua, por tanto, debe justamente formar el punto culminante del ciclo eclesiástico entero, porque, entre todas, es la fiesta eminentemente de Cristo, principio y fundamento de toda nuestra vida cristiana. La antiquísima disciplina eclesiástica, en efecto, desenvolviendo un magnífico concepto simbólico del Apóstol, había hecho de Pascua el gran día del bautismo para toda la Iglesia. Mientras los catecúmenos, sumergidos en las aguas vivas de la fuente bautismal, salían limpios del pecado y renacidos a la nueva vida de la gracia, los fieles, en la periódica participación de aquel rito solemne, debían renovar incesantemente su espíritu, volviendo místicamente a la gracia de su primera infancia cristiana. La fiesta de la Pascua estaba, por tanto, íntimamente unida con la liturgia bautismal, y ni olvidando este concepto sería ya imposible entender una gran parte, y por cierto la mayor, de los ritos y de los textos de este tiempo.

 

La función bautismal de la noche de Pascua, al final del siglo IV, terminaba generalmente al alba, hora antelucana, dice Paulino, el biógrafo de San Ambrosio. Más tarde, disminuido el número de los bautizandos y anticipados los ritos de la vigilia nocturna a la tarde del Sábado Santo, se terminaba poco después de la media noche. In vigilia resurrectionis Domini — dice el Ordo romanas valgatus — ante mediam noctem populas non est dimivendus de ecclesia, iuxta canonum sanctiones. El resto de la noche no se concedía, sin embargo, todo al reposo. Una piadosa costumbre, que encontramos atestiguada ya desde el siglo VIII, hacía volver a la iglesia al despuntar el día, matutina irrumpente luce tenebras, para cantar con gran pompa el oficio de la vigilia de Pascua y celebrar la función de Jesús resucitado.

Los maitines de Pascua, según una costumbre antiquísima común a todas las iglesias tanto orientales como occidentales, se abría con el abrazo y beso de paz: Surgentes — dice el I OR — in ecclesiam veniunt et mutua chántate se invicern osculantes, dicant: "Deus, in adiutorium..." El oficio nocturno, que seguía inmediatamente, con motivo de la vela, muy prolongada, y del alba inminente era brevísimo: los primeros tres salmos del Salterio sin himnos de ninguna clase, según la antigua disciplina de la iglesia romana.

Pero en las iglesias fuera de Roma, antes de comenzar el oficio, tenía lugar una solemne procesión al sepulcro para recoger la cruz y la santísima eucaristía, que habían sido depositadas en él el Viernes Santo. El sacerdote, después de haber mostrado la sagrada hostia al pueblo, la llevaba con gran pompa al altar mayor, mientras el coro, en memoria de la triunfal bajada de Cristo al limbo, cantaba la antífona Cum Rex gloriae, Christus, infernum debellaturus iniraret...

Los maitines de Pascua de tres salmos eran ya en el siglo VIII el uso romano; sino que, mientras nosotros hoy repetimos constantemente en los días de la octava los tres salmos indicados, entonces, y hasta la reforma franciscana del breviario (s.XIII), eran recitados, de tres en tres, los primeros dieciocho salmos de los maitines de domingo.

Entre las lecciones eran cantados tres responsorios, que recordaban la visita de las tres piadosas mujeres al sepulcro, la búsqueda del cuerpo del Señor y el anuncio de la resurrección dado por los ángeles (Super lapidem monumenti sedebant Angelí). Estos tres episodios característicos, el primero y el último sobre todo, dieron por mucho tiempo (s.IX-X) motivo a un simple pero eficaz melodrama sacro, llamado visitatio sepulchri, ojficium sepulchri, que se desarrollaba junto al sepulcro del Jueves Santo, y que, con alguna variante de diálogo y de personajes, se hizo común en muchísimos lugares, permaneciendo en uso hasta el final del siglo XV. Después de este intermedio dramático seguían las laudes. También ésas en un principio tenían por única antífona el Allelnia; fueron provistas de las actuales antífonas históricas entre finales del siglo VII y principios del VIII.

 

La Semana de Pascua.

La Iglesia, inspirándose ciertamente en la antiquísima costumbre hebrea, ha prolongado la máxima fiesta cristiana durante siete días continuos: In Pascha Domini — dice una antífona del misal mozárabe — erit vobis solemnitas septem diebus, quorum dies prima venerabilis est, Alleluia! Alleluia! De esta semana pascual (hebdómada alba o in albis, *** διαχανέσφμος έδδομάς = hebd. renovationis) encontramos los primeros testimonios en la segunda mitad del siglo IV; pero es ciertamente muy anterior, porque San Agustín la llama una Ecclesiae consuetudo, tan antigua como la Cuaresma. Siendo considerada festiva como el día mismo de Pascua, el pueblo debía observar el reposo y asistir a los servicios litúrgicos que se celebraban cada día. Las leyes civiles y eclesiásticas hacían expresa mención. Valentiniano II, en efecto, en el 389 pone la quincena de Pascua al igual de los días natalicios de Roma y Bizancio: His adiicimus natalitios díes Urbium maximarum Romae et Constantinopolis... sacros quoque Paschae dies, qui septeno vel praecedunt numero vel sequuntur, in eadem observatione numeramus. Hacia el mismo tiempo, en Oriente, el canon de la Lex canónica SS. Apostolorum sancionaba: Si quis hebdomadem Resurrectionis vestem splendidam gerentis vel renovationis uno die diminuit, ñeque íotam hebdomadem colit sicut unum diem, eam celebrans simpliciter et non festive, vel laborem suscipit, partern habeat cum luda proditor e et constituatur cum ludaeis Dei ínterfectoribus. En un sentido análogo se expresaba un poco más tarde el concilio de Magon (585) en Occidente: Pascha itaque nostrum... debemus omnes festivissime, colere, et sedulae observationis sinceriiate in ómnibus veneran; ut illis sanctissimis sex diebus nullus servile opus audeat faceré, sed omnes simul coadunati hymnis paschalibus indulgentes perseverationis nostrae praesentiam quotidianis sacrificiis ostendamus, laudantes Creatorem et Regenératerem nostrum vespere mane et meridie.

En la Iglesia antigua este septenario pascual era de modo particular dirigido al perfeccionamiento de los neófitos, sea completando la instrucción religiosa con catcquesis a propósito, sea reforzando la voluntad en el bien obrar con la recepción cotidiana de la santísima eucaristía. Idcirco — decía a ellos el Crisóstomo — septem dierum spatio collectam agimus, ac spiritalem mensam vobis apponimus, divinis eloquiis instruimus et adversus diabolum armamus. Son célebres sobre este particular las catequesis mistagógicas de San Cirilo de Jerusalén dadas a los neófitos en la semana pascual del 347, y las de San Ambrosio, que nos han llegado en el De Mysteriis y De Sacramentis. Eran celebradas durante la misa verificada expresamente para ellos, pero en la cual no eran admitidos a hacer la ofrenda, como nos consta por San Ambrosio, no conociendo hasta ahora suficientemente el significado.

Si también en Roma existía en un primer tiempo una misa especial pro baptizatis, como consta que existía en Milán, en las Galias y en España, es esto muy probable. Magani conjetura que el formulario de las misas para la octava pascua! como se encuentra en el gelasiano representa para cada día la fusión de las dos antiguas misas cotidianas, una para los neófitos, la otra para los fieles. Con todo esto, el gregoriano después la ha modificado profundamente, dirigiéndola principalmente a celebrar el misterio de la Pascua.

La observancia de la semana entera pascual comenzó a decaer hacia el siglo IX, si bien muchos obispos y concilios se esforzaron por conservar la antigua disciplina. Hubo por esto diversas usanzas en los varios países. Mientras, por ejemplo, los Statuta, atribuidos a San Bonifacio (+ 754), conceden que al cuarto día los hombres puedan de nuevo comenzar a trabajar, el Decreto de Graciano (s.XII) enumera todavía en el elenco de las fiestas los siete días de Pascua. Sin embargo, de ordinario, después del siglo X, se consideraron como propiamente festivos solamente los dos primeros días de la semana después del domingo, y éstos se mantuvieron hasta el siglo XIX, cuando las exigencias de la vida moderna y el relajamiento general obligaron a suprimir también esto. Pero quedaron siempre festivos en el oficio litúrgico.

 

En Roma durante la semana de Pascua, desde el siglo VI, se tenía para cada día un formulario litúrgico propio, y el actual misal ha conservado hasta el presente el título de las varias estaciones, en las cuales, como en los días más solemnes, eran convocados los fieles, y particularmente los neófitos.

 

 

El tiempo Pascual. Las Rogativas.

En el uso litúrgico moderno se designa con el nombre de tiempo pascual aquel espacio de cincuenta y seis días que discurre desde la fiesta de Pascua al sábado (post nonam) de la octava de Pentecostés. En cambio, en la disciplina antigua, cuando Pentecostés no tenía todavía una octava (s.VIII), y por eso los días eran cincuenta y seis precisos, llamados Quinquagesima, Quinquag. paschalis o laetitiae, o también simplemente Pentecostés (del griego πεντεκοστή= cincuenta dνas), como en aquella célebre frase de Tertuliano: Excerpe (¡oh cristiano!) singulas solemnitatis navonum et in ordínem texe, pentecosten implere non poterunt. Un período parecido formaba va parte del año litúrgico judío, y, aunque en la tradición cristiana el tiempo pascual haya asumido un significado substancialmente diverso del antiguo, es probable que la Iglesia primitiva, si no los mismos apóstoles, como quería San Ambrosio, se hayan inspirado para instituirlo en la costumbre judía. Es cierto de todos modos que las primeras constataciones positivas son antiquísimas. La apócrifa Epistula Apostolorum (130-140) nos da la época durante la cual era esperada la parusía del Señor. Las Acta Pauli, San Ireneo, Tertuliano y Orígenes nos dicen claramente que aquel período desde su tiempo se consideraba como particularmente solemne, más aun, una fiesta continua, transcurrida en medio de la alegría más viva. Cada día se celebraba la sinaxis, resonaba el canto triunfal del Alleluia, se rezaba de pie y estaba absolutamente prohibido el ayuno. San Máximo de Turín (+ 450) resumía así los caracteres del tiempo pascual: Per tíos quinquaginta dies nobis est iugis et continuata festívitas, Ha ut hoc omni tempore ñeque ad observandum indicemus ieiunia, ñeque ad exorandum Deum genibus succedamus... Instar Dominicae, tota Quinquaginta dierum curricula celebrantur, et omnes isti dies veluti dominici deputantur... Sic enim disposuit Dominus, ut sicut eius passione in quadragesimae ieiuniis contristar emur, ita eius resurrecíione in quinquagesima laetaremur.

En efecto, el oficio del tiempo pascual está todo impregnado de un sentimiento de alegría clara y viva. La aclamación Alleluia, que es la expresión litúrgica más característica, es añadida a todos los responsorios, versículos y antífonas tanto del oficio como de la misa, y algunas veces repetida más de una vez.

En las misas del tiempo pascual, por una antigua tradición litúrgica, todas las lecturas evangélicas son sacadas del Evangelio de San Juan. Se comienza la lectura el viernes de la tercera semana de Cuaresma y se prosigue hasta toda la octava de Pentecostés, hechas muy pocas excepciones.

A asociarse de una manera particular a la alegría de la Pascua son llamados los mártires, para los cuales la Iglesia ha instituido expresamente un oficio y misa propios durante este tiempo. El motivo de esta singularidad hay que buscarlo, sin duda, en el sacrificio cruento de la vida soportado por ellos, que los ha hecho especiales imitadores de la muerte de Cristo; por lo cual es justo que, en la gloria de la resurrección, los mártires le estén más cerca que nadie. Qui toleraverunt mala propter Christum — escribe el Pseudo-Ambrosio — debent gloriam habere cum Christo... Eadem enim raizo martyres suscitat, quae et Dominum suscitavit; y lo mismo que el misterio de la muerte de Cristo es celebrado en la liturgia de distinta manera que el de la resurrección, así para los mártires, en el oficio ordinario ínfra annum, se evoca especialmente la dolorosa pasión: suffert tentationem... probatus fuerit·.. certavii usque ad mortem...; mientras durante el tiempo pascual se canta, sobre todo, su triunfo y su gloria en los cielos: lux perpetua... laetitia sempiterna... gaudium et exultationem... coronavit eos in die solemnitatis et laetitiae.

En los ordinarios medievales, las dominicas de este período reciben su denominación o del incipit del introito o bien de la perícopa evangélica que se lee en la misa. Encontramos así que la primera es llamada Quasi modo (introito); la segunda, Misericordia (introito); la tercera, De modicum (evangelio); la cuarta, Cántate (introito); la sexta (en la octava de la Ascensión), De rosa, porque, como nota el XI OR, desde lo alto de la cúpula del Panteón, donde en este día se celebraba la estación, se dejaba caer sobre el pueblo.

Es decir, las del pasaje de los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas de los jueves de Cuaresma y del jueves de la octava de Pentecostés, que, como es conocido, fueron introducidas en el ciclo tardíamente. En estas misas se ve sistemáticamente adoptado el Evangelio de San Lucas.

Dios Forma parte de la lección atribuida en el Breviario (segunda nota T. P.) a San Ambrosio (Serm. XXII); en cambio, probablemente no es suya, sino de San Máximo de Turín.

 

La alegría de la Quincuagésima pascual está interrumpida por las solemnes procesiones de penitencia (rogativas), prescritas oficialmente por la Iglesia durante este tiempo; es decir, la litania maior, que tiene lugar el 25 de abril, fiesta de San Marcos, y las litaniae minores, que se celebran en los tres días precedentes a la Ascensión.

La Litania maior, así llamada desde el tiempo de San Gregorio Magno, en contraste quizá con otras menos antiguas o menos importantes, es de origen estrictamente romano, y se asemeja a las antiquísimas procesiones paganas, las ambarvalia, que se hacían a través de las zonas rurales durante la primavera para impetrar de los dioses la buena cosecha. Las ambarvalias más importantes eran las del 25 de abril. La procesión recorría la vía Flaminia — el Corso actual — y llegaba hasta la quinta milla, es decir, al puente Milyio, en un bosquecillo sagrado, donde el Flamen Quirinalis sacrificaba al dios Robigus los intestinos de un perro o de una oveja. El papa Liberio (352-366), así al menos refiere Juan Beleth, para suplantar la ceremonia pagana, tenazmente enraizada en el pueblo, pensó transformarla en rito cristiano, manteniendo durante la procesión el antiguo itinerario, pero substituyendo el sacrificio pagano por una solemne estación en San Pedro.

Puede observarse, sin embargo, que el carácter original de esta letanía no era tan penitencial como más tarde lo han hecho las rúbricas medievales y todavía lo es; admitía el Gloria in excelsis y el Alleluia en la misa y excluía el ayuno.

 

La Ascensión.

132. San Agustín (+ 430), afirmando que la fiesta de la Ascensio Domini in caelum es observada toto terrarum orbe, pretende hacer remontar la institución hasta los apóstoles mismos o a un decreto de sínodo general. Pero ninguna de las dos cosas parecen probables, porque ninguno de los concilios y de los escritores eclesiásticos anteriores al siglo IV muestra conocer su existencia. Los primeros testimonios seguros se encuentran en el fragmento de Eusebio sobre la fiesta de Pascua, escrito alrededor del 325, donde es llamada "día solemne," y en las Constituciones apostólicas, que le dan el nombre, común después entre los griegos, de "Ascensión del Señor." En el siglo V estaba difundida universalmente San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Avito de Viena y San Máximo de Turín han pronunciado homilías en este día. El canon romano la conmemora en la anamnesis con el apelativo de "gloriosa." Los antiguos sacraméntanos contienen también varias misas denominadas in ascensu Domini; seis el leoniano, dos el gelasiano y una sola el gregoriano, que es la que está todavía en uso.

Quizá la sentencia de San Agustín tiene un fundamento de verdad si admitimos la hipótesis de que, en origen, la fiesta de la Ascensión estuvo combinada con la de Pentecostés, la cual había sido para los apóstoles la confirmación del cumplimiento. Esta fusión era un hecho ciertamente en Jerusalén hacia el 395, en la época del viaje de la pía peregrina Eteria. Cuenta ella que, a los cuarenta días después de la Pascua, los fieles se reúnen en la iglesia de la Natividad, en Belén, para la vigilia y la misa, durante la cual presbyteri et episcopus praedicent ¿ceníes apte diei et loco, después de lo cual cada uno vuelve a su casa. Como se ve, nada en esta sinaxis en Belén parece aludir a la Ascensión. En cambio, diez días después, quinquagesimarum autem die, id est dominica, fiesta de Pentecostés, el pueblo durante la mañana se reunía para la misa y para el oficio en la Anástasis, y después en la iglesia del Eleona y más tarde en la del Imbomon, erigida sobre el lugar donde Nuestro Señor subió al cielo. Aquí se sentaban todos, se leían lecciones intercaladas con himnos y antífonas aptae diei ipsi et loco; orationes autem quae interponuntur, semper tales pronuntiationes habent ut et diei et loco conveniunt: legitur etiam Ule locus de evangelio, ubi dicit de ascensu Domini; legitur et denuo de actibus Apostolorum, ubi dicit de ascensu Domini in caelis post resurrectionem. Se va después al Eleona, y ya de noche, con la claridad de las luces, se vuelve procesionalmente a la ciudad. No hay duda que esta narración de Eteria se refiere a la conmemoración litúrgica de la Ascensión, la cual en Jerusalén era considerada todavía en su tiempo como apéndice de la fiesta de Pentecostés.

La misa de esta solemnidad está llena de textos escriturísticos referentes al misterio; se han inserto, sin embargo, en los varios cantos, exceptuando el introito, algunos versículos de los salmos 46 y 47, que expresan el júbilo de los cielos en el triunfo de Cristo de vuelta al Padre. La frase Psallite... ad orientem en el texto de la Commumo, sacada del versículo 33 del salmo 67 según la Vulgata, no responde exactamente al original hebreo; pero quiere ser una invitación a cantar himnos al Señor, el cual cruza los cielos eternos, fúlgido como un sol, en el esplendor de su majestad. El prefacio en la forma actual es la fusión de dos prefacios del leoniano; el texto especial del Communicantes es también del leoniano, pero ligeramente corregido. La fórmula primitiva, que decía Communicantes... qua Dominus noster Unigenitus Filius tuus, unitum sibi hominem nostrae substantiae in gloriae tuae dextera colocavit, fue felizmente cambiada así: Communicantes... unitam sibi fragilitatis nostrae substantiam in gloriae tuae... Capelle ve la mano reformadora de San Gregorio.

Una antigua costumbre romana propia de la fiesta de la Ascensión era la bendición de las habas, uno de los alimentos más usados por el pueblo, y que, como observa Magani, representaba, en cierta manera, las primicias de los nuevos frutos. El sacramentarlo gelasiano contiene la fórmula que debía recitarse, como nota en una rúbrica, ante expletum canonem, es decir, aquellas palabras Per quem hace omnia... Esta bendición desaparece en el gregoriano y sólo se conservó con ligeras variaciones en algunos libros litúrgicos posteriores.

En el Medievo estaba generalmente en uso una procesión, introducida para representar no tanto la marcha de Cristo y de los discípulos al monte de los Olivos, cuanto, como observa Ruperto de Deutz, su entrada triunfal en el cielo. Se salía de la iglesia antes de la misa cantando los Versas, de Teodolfo de Orleáns, Gloria, laus, que se adaptan mejor a la Ascensión que al domingo de Ramos. Esto era ya recordado por San Gregorio de Tours, pero desconocido para los Ordines román. La rúbrica de apagar el cirio pascual en este día después del canto del evangelio fue establecida por Pío V; en un principio se quitaba éste en la dominica in albis, y a veces antes. En la catedral ambrosiana se levanta lentamente en alto para simbolizar la ascensión de Cristo. En algunos iglesias de Alemania, por el contrario, se levantaba un crucifijo.

Si bien la Iglesia latina, a diferencia de la griega, alarga hasta Pentecostés el tiempo pascual, los textos del oficio y de la misa de la Ascensión, que se repiten en los ocho días consecutivos, sólo miran a glorificar el triunfo de Cristo, el cual, colocando a la diestra del Padre su divina humanidad, ha hecho partícipe a todo el género humano de la visión beatífica y ha preparado el corazón de los fieles a la venida del Espíritu Paráclito.

 

La Fiesta de Pentecostés.

Para los hebreos, desde el tiempo de Moisés, la fiesta de Pentecostés o de las Semanas, como la llama el Pentateuco, porque se celebra precisamente siete semanas después de Pascua, tenía como fin el dar gracias a Dios por la cosecha de cereales, cuya recolección estaba a punto de terminarse; más tarde, la tradición rabínica añadió una conmemoración de la promulgación de la ley sobre el Sinaí, que tuvo lugar cincuenta días después de la salida de los hebreos de Egipto. Pero en la historia evangélica, los cincuenta o pascual debiese acentuarse particularmente en el último día, tanto más que esto tenía, como se dijo, especialísimas razones históricas para ser solemnemente conmemorado. Y es en verdad lo que constatamos en los escritores de los siglos IV y V. En Jerusalén, según cuenta la Peirégriniitio, las funciones se sucedían casi ininterrumpidamente desde la aurora hasta la media noche. San Juan Crisóstomo, en un sermón pronunciado en este día, exclamaba: odie ad ipsum culmen bonorum provecti sumus, ad ipsam metropolim festorum evasimus, ad fructum ipsum dominicae promissionis pervenimus; y en otro pone de relieve la participación del pueblo, que no cabía en la iglesia: Dum enim sanctam Pentecostés celebritatem agimus, tanta concurrit multitudo ut magna hic locorum angustia laboretur. No de otra manera se expresan en Occidente San Ambrosio, San León, San Máximo de Turín y, sobre todo, San Agustín: Adventum Spiritus Sancti — comienza este santo Doctor — anniversaria festivitate celebramus. Huic solemnis congregatio, solemnis lectio, solemnis sermo debetur. Illa dúo persoluta sunt, quia et frequentissími convenistis, et cum legeretur audistis. Reddamus et tertiam...

 

A este largo desenvolvimiento de la fiesta de Pentecostés contribuyó, en primer lugar, el uso, que al principio del siglo IV comienza a imponerse casi como ley, de reservar a la vigilia nocturna de esta solemnidad la administración del bautismo a aquellos que por algún motivo no habían podido recibirlo en la noche de Pascua. La Peregrinatio calla sobre esta función bautismal supletiva de Pentecostés, pero San Agustín y San León en sus sermones de este día se dirigen varias veces a los neófitos bautizados en la noche precedente.

El servicio litúrgico era casi el de la vigilia pascual; una serie de lecturas, solamente cuatro: Tentavit Deus Abraham...; Et scripsit Moyses canticum hoc...; Apprehendent septem mulleres...; Audi, Israel, mandato vitae, intercaladas con cánticos y oraciones; la bendición de la fuente, seguida del bautismo y de la confirmación de los catecúmenos, y, por último, la misa. La bendición del fuego y del cirio fue en todas partes, excepción hecha de alguna iglesia galicana, excluida por el ritual. Después, hacia los siglos VIII-IX, encontramos que la función nocturna se anticipaba a la tarde del sábado, en algunas partes a la hora sexta, como en Italia, en otras a la hora nona, según nos atestigua Amalario. Además, el XI OR (s.XII) prescribe no sólo cuatro, sino seis lecturas, número que ha quedado todavía en el misal.

El ayuno hoy prescrito en el sábado de Pentecostés, a pesar de la antigua disciplina, que lo excluía rigurosamente del tiempo pascual, es de origen incierto. Algunos creen que es una importación galicana. En Roma, en el siglo V, San León (+ 461) no lo conoce todavía. El más antiguo documento que alude a él es el sacramentarlo leoniano, el cual, en una serie de orationes pridie Pentecostés, habla dos veces del ayuno. También el gelasiano presenta una misa In vigilia Pentecosten, cuya segunda colecta es todavía más explícita: Da nobis, quaesumus, Domine, per gratiam S. Spiritus, novam tui Paracliti spiritalis observantiae disciplinam, ut mentes nostrae, sacro purificatae ieunio, cunctis reddantur eius numeribus aptiores. El ayuno no aparece más en los textos del gregoriano. Pero su observancia en este día fue siempre tenazmente mantenida en toda la Iglesia latina.

 

Los Domingos Después de Pentecostés.

El período que de la octava de Pentecostés se prolonga durante casi seis meses hasta el Adviento, ha sido el último y el más lento en recibir una organización litúrgica. El leoniano no conoce todavía ningún sistema para este período; propone solamente una copiosa colección (cuarenta y cinco sólo para el mes de julio) de formularios genéricos para la misa, entre los cuales el celebrante podía elegir a su gusto. Trece de éstos se encuentran todavía en nuestro misal.

El gelasiano indica ya una primera fase de arreglo. Contiene una serie de dieciséis misas dominicales (orationes et preces... per dominicis diebus), verdadero tesoro eucológico, que, a una venerable antiguedad de redacción, une una profundidad de doctrina y un vigor de expresión verdaderamente admirable. Las dieciséis misas corresponden a las actuales post Pentecosten de la quinta a la vigésima.

Una regular organización de este ciclo se encuentra por primera vez en el evangeliario de Murbach (segunda mitad del siglo VIII). La serie de las misas postpentecostales (todavía mezcladas con santorales) está dividida en semanas, agrupadas alrededor de la fiesta de algunos santos más sobresalientes. Las encontramos así: dominicas ante nat. apostolorum (SS. Pedro y Pablo), posf nat. apostolorum posf nat. S. Laurentii, posf naf. S. Cipriani. O bien post nat. S. Angelí (S. Miguel), como indica el Comes Alcuini.

 

Con los gelasianos del siglo VIII, seguidos del gregoriano de la época carolingia, se abandona este sistema de secciones semanales para adoptar el que desde entonces quedará como único, "dominicas después de Pentecostés." Pero aquí se nota una divergencia, aunque más bien aparente que real. Algunos cuentan veintiséis domingos post octavam Pentecostés, computándolos desde la octava; otros, en cambio, veintisiete, computándolos desde la fiesta, posf Pentecosten, según la denominación que prevaleció después.

En este ciclo, la serie de las dieciséis misas del antiguo fondo gelasiano comienza después de los Santos Apóstoles (29 de junio), como punto fijo de partida con la dominica sexta, Deus, qui díligentibus, mientras para el período precedente, que era siempre fluctuante (dominicas de la primera a la quinta) en relación a la fecha movible de Pascua, se elegían algunos formularios sacados de las misas pascuales y de otras partes.

Sino que después de la supresión de la misa gelasiana Timentium, después del siglo X, atribuida en un principio a la octava de Pentecostés, y de la Deprecationem, que los gelasianos del siglo VIII ponían en la dominica sexta, toda la serie de las dominicas quedó desplazada hacia adelante en una unidad, de manera que la misa Deus qui díligentibus se encuentra hoy en la quinta dominica en vez de la sexta, y así sucesivamente todas las demás.

En cuanto a los textos epistolares de estas dominicas, conviene advertir que en las cinco primeras continúa la lectura de las cartas católicas, iniciada el viernes después de Pascua (San Pedro, Santiago, San Juan); con la sexta, es decir, después de la fiesta de los Santos Apóstoles, comienza la lectura de las cartas de San Pablo en el orden de la Vulgata: Rom., 2 Cor., Gal., Eph., Phil., Col. Es un claro vestigio de la antigua lectio continua. Una cosa parecida sucede con las perícopas evangélicas. Después de San Juan, cuya lectura termina con la octava de Pentecostés, viene la serie de los Evangelios sinópticos, comenzando por San Mateo, y más especialmente los capítulos que forman la segunda parte de estos tres Evangelios, porque los primeros capítulos habían sido leídos ya en las dominicas después de la Epifanía.

El comes de Murbach (s.VIII) nos presenta ya el cuadro casi completo de las lecturas según el actual misal romano. Consta de veinticinco dominicas desde Pentecostés. La serie de las epístolas concuerda plenamente con la que está todavía en uso; en cambio, la serie de los evangelios ha sufrido una transposición; el evangelio de la sexta dominica pasó, como se ha dicho, a la quinta; el de la séptima, a la sexta, y así sucesivamente

En cuanto a las partes cantadas, se puede apreciar una substancial uniformidad entre el antifonario gregoriano y nuestro misal, pero también aquí hubo desplazamientos. Por lo que respecta a los graduales en particular, hay que señalar el hecho de que en el antifonario de Senlis (s.IX) se encuentra indicada en las dominicas después de Pentecostes.

 

 

 

7. Las Fiestas del Tiempo Después de Pentecostes

 

Las Fiestas en Honor de la Santa Cruz.

Son dos, llamadas en los libres litúrgicos romanos Invención de la Santa Cruz y Exaltación de la Santa Cruz, fijadas, respectivamente, el 3 de mayo y el 14 de septiembre. Pero el título de la primera es totalmente equivocado, porque el hecho de la invención, según nos parece, sucedió el 14 de septiembre. En cuanto a precisar el año y las circunstancias, nos encontramos en gran incertidumbre.

La crónica alejandrina, cuyos datos son generalmente dignos de crédito, señala a la Invención el 14 de septiembre del 320. Otras fuentes indican fechas diversas; el autor del Líber pontijicalis, el 310; la Doctrina de Addai la remonta nada menos que al tiempo de Tiberio, durante el episcopado de Santiago; Eteria supone que se ha encontrado antes del 335, cuando fueron dedicadas las dos basílicas constantinianas de la Anastasis y del Martyrium: El ideo propter hoc ita ordinatum est, ut quando primum sanctae Ecclesiae suprascriptae consecrabantur, ea dies esset qua Crux Domini fuerat inventa,, ut simul omni laetitia eadem die celebrarentur. Al contrario, Eusebio, que estuvo presente en la consagración de aquellas iglesias y nos habla en su Vita Constantini, escrita en el 337, no alude para nada al hecho de la Invención. El primer dato seguro nos lo ofrece San Cirilo de Jerusalén, que en la 13 catequesis anagógica, acaecida en el 347, hace constar la larga difusión de las reliquias de la santa cruz: Sí nunc negavero (que Jesús haya sido crucificado), arguet me iste Golgothas, cui nunc omnes proxime adsistimus, arguet me Crucis lignum, quod per partículas ex hoc loco per unioersum iam orbem distributum est.

También sobre las circunstancias del encuentro estamos faltos de noticias precisas. Las lecciones del breviario lo atribuyen a Santa Elena, madre de Constantino el Grande. Ella durante su peregrinación a Tierra Santa, realizada en el 327, había hecho derribar un templo de Venus construido sobre el Calvario y erigir en su lugar una suntuosa basílica; en aquella circunstancia, después de ordenadas minuciosas excavaciones, habían sido encontradas tres cruces, una de las cuales mostró ser la cruz de Jesús porque, aplicada a una enferma, la curó instantáneamente. Pero este relato no tiene testimonios contemporáneos. Eusebio, a pesar de recordar el viaje de Elena a los lugares santos y los ricos regalos hechos a las iglesias erigidas por su hijo, calla absolutamente sobre la invención de la cruz, emprendida por ella de alguna manera. Constantino, en una carta del 326, encarga a Macario de Jerusalén cuidar de que la basílica que se estaba levantando sobre el sepulcro resultase de magnificencia real, pero no habla nada de la santa cruz. A San Cirilo, sucesor de Macario, se atribuye una carta, escrita en el 351 al emperador Constancio, en la cual se atestigua la invención de la cruz bajo Constantino, sin una alusión a Santa Elena. Sin embargo, la carta, al menos en su actual redacción, no puede ser auténtica, porque contiene una doctrina sobre el homousios repugnante para San Cirilo. Eteria, en fin, refiere, ciertamente, el hecho escueto de la invención, pero sin aludir a Santa Elena, a la cual alude solamente a propósito de las basílicas del Martyrium y de la Anastasis, que Constantino había mandado erigir sub praesentia matris suae.

En cambio, la narración de nuestro breviario, que se apoya sobre Santa Elena, está tomada de escritores tardíos, los cuales la repiten con notables variantes. Entre los primeros, encontramos a San Ambrosio en la oración fúnebre de Teodosio (a.395), seguido de San Paulino de Nola y Sulpicio Severo, y después a los historiadores Rufino, Sócrates, Sozomeno y Teófanes. Queda el hecho de que en los siglos IV-V circulaban fabulosas leyendas sobre la invención de la cruz, como la Doctrina de Addai, la siríaca de Judas Ciríaco y otra anónima, expresamente repudiada por el Decreto pseudo-gelasiano. Es, por tanto, muy probable que éstas hayan influido con particularidades legendarias sobre el hecho histórico.

 

De lo que hemos dicho hasta ahora, se comprende cómo la fiesta del 14 de septiembre en un principio fue propia solamente de Jerusalén, donde adquirió en seguida importancia extraordinaria. La piadosa Eteria (c.394) ha dejado una interesante descripción, de la cual resulta que era equiparada a la Pascua y a la Epifanía y atraía inmensa turba de fieles y gran número de obispos. He aquí el texto:

"La dedicación de estas santas iglesias (el Martyrium y la Anastasis) se celebra con sumo honor, porque la cruz del Señor fue encontrada en el mismo día... Por tanto, cuando llegan los días de las recordación, éstas duran ocho días; y ya muchos días antes comienzan a llegar turbas de monjes de diversas provincias, es decir, de Mesopotamia, Siria, Egipto y Tebaida, donde viven muchísimos monjes; en efecto, no hay ninguno que en aquel día no vaya a Jerusalén para gozar de tanta alegría y de tan espléndidas jornadas; también los seglares, sean hombres o mujeres, vienen de todas las provincias a Jerusalén. Los obispos, cuando son pocos, son por lo menos más de 40 ó 50, y con ellos vienen muchos de sus clérigos. Y qué más? Cree que ha cometido un grave pecado el que no ha participado en tan grande fiesta sin estar impedido por una verdadera necesidad. En estos días, el adorno de las iglesias es el mismo de Pascua y de Epifanía, y así, en cada uno de los días, para los diversos lugares santos, se hace como en Pascua y Epifanía."

El Chronicon Paschale, redactado a principios del siglo VII, añade una particularidad importante, es a saber, que en esta circunstancia se mostraba al pueblo el leño de la santa cruz. Debemos creer, por tanto, que la fiesta en un principio tuvo por objeto el aniversario de la dedicación de las dos basílicas, mientras que el mostrar la cruz debía ser una ceremonia secundaria. Pero en seguida llegó ésta a ser lo principal de la solemnidad, hasta que poco a poco, creciendo en importancia, hizo casi olvidar la dedicación, para transformarse en una conmovida exaltación del santo leño de la redención. Alejandro de Chipre (s.VI), en su gran discurso sobre la Invención de la Cruz, designa ya la fiesta con este título: Exaltatio praeclarae Crucis.

De Jerusalén la solemnidad se difundió fácilmente en muchas iglesias orientales, sobre todo a aquellas que habían tenido la gracia de obtener reliquias de la cruz, como Constantinopla, Apamea y Alejandría. En Roma debió introducirse hacia la mitad del siglo VII, con la afirmación de la dominación bizantina. El Líber pontificalis, en efecto, deja entender que la fiesta preexistía en la época del papa Sergio (687-701), el cual, según parece, añadió el mostrar y adorar la cruz, es decir, el insigne fragmento de la cruz llevado a Roma bajo Constantino y conservado después en la capilla del Sancta Sanctorum, en el Laterano: Qui etiam ex die illo, oro salute humani generis ab ornni populo christiano die Exaltatlonis S. Crucis in basilicam Salvatoris, quae oppellatur Constantiniana, osculatur, et adoratur.

Mientras Rema en el siglo VII copiaba de Jerusalén la solemne conmemoración de la cruz, las iglesias galicanas adoptaban una fiesta análoga, titulada De Inventione S. Crucis, fijándola generalmente el 3 de mayo.

Baste observar que la primera antífona de laudes, O magnum pietatis opus... está sacada ad litteram del epígrafe métrico puesto por el papa Símaco (498-514) sobre el oratorio de la Cruz, erigido junto al baptisterio de San Pedro, y la segunda antífona, Salva nos, Christe... qui salvasti Petrum in mari... mientras parece a primera vista poco ligada con el oficio de la Cruz, está, al contrario, estrechamente unida con la basílica de San Pedro, que ha formado su escudo de aquel episodio.

Cuando en el 635 sucedió el hecho del rescate del santo leño de la cruz de manos de los persas como consecuencia de la victoria ganada por Heraclio Augusto, cuyas particularidades forman después materia de las lecciones históricas del breviario el 14 de septiembre, hubo en todo el mundo cristiano, pero especialmente entre los latinos, un despertar de la devoción hacia la santa cruz. Es probable que esto haya influido para una más precisa sistematización de su fiesta en Roma.

 

 

8. Las Fiestas de María Santísima

 

La Devoción de María en la Iglesia Antigua.

No debe maravillar si el altísimo puesto ocupado por María en la vida y en la obra de Jesús le obtuvo, desde los primerísimos tiempos de la Iglesia, un particular sentimiento de amor y de veneración por parte de los fieles. Los Actos la presentan en medio de los discípulos esperando el Espíritu Santo los Padres apostólicos recuerdan y exaltan la prodigiosa y divina maternidad y la antiquísima fórmula romana del símbolo natum ex María Virgine consagraba continuamente su memoria en la mente de los fieles. Los más antiguos e importantes apócrifos, como la Ascensión de Isaías, los oráculos sibilinos y especialmente el Protoevangelio de Santiago, dedican a ella las páginas más bellas sobre sus maravillosas leyendas.

No se quiere decir con esto que María, desde los siglos I y II, recibiese honores litúrgicos propiamente dichos; la Iglesia primitiva no conoció en primer lugar más que el culto de Cristo y de sus mártires.

Por tanto, las imágenes de la Virgen, ya sea con el Niño entre los brazos, ya sea en la simple figura de orante, que se encuentran en las catacumbas y se remontan a los siglos II y III, no pueden ser interpretadas como prueba de un verdadero y propio culto mariano, sino más bien como índice de aquella profunda veneración que gozaba la Virgen en la Iglesia antigua.

Estas, por otra parte, a través del vago simbolismo de aquellos toscos frescos cementeriales, son un testimonio importantísimo — dramático y litúrgico al mismo tiempo — de la piedad mariana de nuestros primitivos hermanos; la cual, ya desde entonces substancialmente semejante a la nuestra, miraba a María no como una simple criatura, sino como Madre de Jesús e intercesora junto a El.

 

Fue la elaboración del pensamiento teológico en torno a la obra del Verbo encarnado la que, madurando una comprensión cada vez más clara de la grandeza de la maternidad de María y de su sublime virtud, preparó los comienzos del culto litúrgico hacia ella. Añádase que al terminar el siglo III, cuando los ideales del ascetismo cristiano comenzaban a difundirse en la Iglesia, atrayendo tantas almas generosas a una vida más perfecta y consiguiéndoles la admiración del mundo, María aparece como el tipo y él ejemplar del asceta cristiano, que, consagrando toda su vida a la práctica asidua y heroica de la virtud, merece, a semejanza del mártir, el honor y la veneración de sus hermanos. Todo esto da razón del bello fresco en el cementerio de Priscila (s.III) representando una velatio virginis, en la cual el obispo confía la candidata a la divina Madre, sentada en una cátedra con el Niño Jesús en brazos, como un modelo de pureza virginal. De la misma época son algunos vidrios dorados y varios sarcófagos de Roma y de las Galias, en los cuales la Virgen está representada en medio de dos santos, a veces también entre los mismos apóstoles Pedro y Pablo.

Las primeras señales de un culto público tributado a María se encuentran en Oriente. Al final del siglo IV, en Tracia y en Arabia; éste, al decir de San Epifanio (+ 403), había alcanzado tal popularidad, que asumía formas de culto muy variadas. Recuerda la costumbre paganizante de ciertas mujeres de aquellas provincias llamadas por él coliridianas, que, para honrar a la Madre de Dios, se reunían en fechas fijas y en un lugar determinado. En Siria, las Precationes ad Deiparam, escritas por San Efrén (+ 373) probablemente para el servicio litúrgico de sus monjes, atestiguan un desarrollo de la piedad mariana tal, que quizá no se haya alcanzado otro en los siglos posteriores. El Santo invoca a la Virgen con los títulos más honoríficos y afectuosos: esperanza de todos los cristianos; pacificadora de la cólera divina; después de Dios, único refugio, luz, fuerza, riqueza, gloria de quien recurre a ella; que asiste aquí abajo a sus devotos en todas las contingencias, tanto del alma como del cuerpo, y después de la muerte, delante del tribunal supremo, salvándoles de la condenación eterna; cuya intercesión ante Dios es omnipotente y es puesta por El a total disposición de los hombres pecadores.

Por lo demás, los Padres y los escritores eclesiásticos, tanto latinos como griegos y siríacos, de esta época — San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Epifanio, Afraates, Cirillonas,- Balai, Rábulas y Santiago de Sarug — van a porfía en glorificar a María, elevada a la inefable dignidad de Madre de Dios, y en exaltar la perfección de sus virtudes, que la hicieron digna de ser elegida por Dios.

 

Los Comienzos del Culto Litúrgico.

Esta unánime porfía de admiración y de piedad hacia María por parte de los hombres más representativos que tenía la Iglesia en los siglos IV y V, al mismo tiempo que fue el más sólido baluarte contra la herejía de Nestorio, que impugnaba su divina maternidad, dio nuevo y vigoroso impulso al desarrollo del culto mariano.

Su primera consecuencia fue el multiplicarse las iglesias dedicadas a la Virgen. En Roma, probablemente el más antiguo santuario en honor de María debió de surgir en la zona del Traste veré, en Santa María in Traste veré, donde se reunía preferentemente el elemento oriental. En Oriente es digna de memoria la iglesia que recuerda los actos del concilio de Efeso (431), en la cual los Padres definieron, contra Nestorio, la divina maternidad de María." El glorioso suceso fue eternizado en Roma por el papa Sixto III (432-440), que dedicó a María la basílica liberiana, suntuosamente reconstruida sobre el Esquilino,

Virgo María Tibí Xistus nova templa dicavi digna salutífero muñera venir e Tuo, ilustrando los mosaicos del arco triunfal las principales escenas de la infancia de Jesús, pero en relación con María. En Palestina, bajo el obispo Juvenal (425-458), la esposa de un alto funcionario romano levantó a la Virgen Madre una magnífica iglesia en el camino de Jerusalén a Belén. Otras fueron igualmente erigidas por la emperatriz Pulquería (+ 453) en Constantinopla, por Juan Silenciario en Nicópolis, por Sabas en Palestina, por el emperador Zenón en el monte Garicim y en Cícico y por Justiniano, que se distinguió entre todos por el celo de levantar muchos y suntuosos edificios en honor de la Madre de Dios, a fin de que, dice Procopio, mejor aún que las fortalezas, defendiesen el Imperio de la irrumpente furia de los bárbaros. Después del siglo V, las iglesias marianas fueron comunes también en el Occidente latino. Las Galias y la baja Alemania cuentan entre éstas varias de las más antiguas e insignes catedrales. En España, Jerez y Toledo conservan todavía las lápidas conmemorativas a la dedicación de una ecclesia S. Mariae, realizadas, respectivamente, en los años 556 y 587. En cuanto a Italia, tales iglesias debían de ser bastante numerosas, si San Gregorio Magno señala su existencia también en ciudades poco importantes, como Ferentino y Valeria."

 

Con la erección de las iglesias entró también en el uso litúrgico el culto de las imágenes de María. La más antigua de las que se tiene noticia es la que la emperatriz Eudoxia mandó de Jerusalén a Constantinopla a su prima Pulquería (451). Era atribuida a San Lucas y representaba la Virgen con el Niño entre los brazos. En el siglo VI, en Oriente no eran pocas las iglesias que se preciaban de poseer imágenes famosas de María; aquella, por ejemplo, del monasterio de Hogeeazwan, en Armenia, que se hacía remontar a San Bartolomé; de Diospolis, en Siria, y en Constantinopla, la de Blachernes, venerada como palio de la ciudad, destruida después por Constantino Coprónimo, y la otra de la Fuente (la Nicopoia), hoy en el tesoro de San Marcos, de Venecia. En esta época, en pleno esplendor del arte bizantino, los iconos marianos habían llegado a ser uno de los objetos preferidos por los artistas y casi un elemento común del ajuar doméstico. Los tenían todos los fieles en sus casas, los monjes en sus celdas; los anacoretas encendían lámparas delante de ellos; y existían hasta en las prisiones para consuelo de aquellos infelices. Una bandera con la efigie de María ondeaba sobre los mástiles de las naves que Heraclio en el 610 condujo delante de Constantinopla para combatir a Foca.

En Occidente la difusión de las imágenes de María no alcanzó, ciertamente, tanta popularidad, pero también aquí tuvieron en seguida éstas, si no un culto litúrgico verdadero y propio, que entonces, dada también la disposición de las iglesias, es imposible concebir, sí una veneración indiscutible. Pertenecen a los siglos IV-V dos importantes frescos que representan la Virgen en la figura de orante. Uno fue descubierto por el P. Marchi en un arcosolio del cementerio de Santa Inés, en Roma. El otro se encuentra en San Maximino, de Provenza. Es también de este período la real figura de María que el papa Sixto hizo trazar sobre el arco efesino de la basílica liberiana. La Virgen viste una rica vestidura recamada y el manto tiene una lámina de joyas a guisa de corona alrededor de los cabellos, y sobre la frente y las orejas, una gema. Está sentada sobre una silla con cojín y grada; una paloma aletea al lado derecho, mientras los ángeles la circundan respetuosamente. Es probablemente del siglo VI la Theotokos todavía venerada en la misma basílica. El sagrado icono pertenece a las Vírgenes así llamadas de San Lucas, con las características del arte greco-romano: "Es el tipo de Giunone — escribe Ventura -, con la regularidad y la dignidad de las pinturas y esculturas paganas, de grandes ojos, de nariz recta, de barba ateniense; porque al mismo tiempo que nacía la idea de la mujer elegida por Dios, nacía también la idea de su belleza, que se intentó conformar, cuanto era posible en aquella época, con el tipo clásico de la belleza femenina."

De la misma época es también la imagen, magníficamente trabajada en mosaico, en la concavidad absidal de la catedral de Parenzo y la no menos real de la capilla arzobispal de Rávena.

Qué sentimientos de verdadero culto y de filial piedad inspiraban estas imágenes en el corazón de los fieles, podemos deducirlo de cuanto se lee en una carta falsamente atribuida al papa Gregorio II (715-731): "Delante de una imagen del Señor, nosotros decimos: Señor Jesús, apresúrate a ayudarnos y sálvanos; mientras, delante de la imagen de su santa Madre, rezamos: Santa Madre de Dios, intercede por nosotros junto a tu Hijo para que lleves nuestras almas a la salvación."

 

Otra consecuencia del movimiento ascético-teológico que en los siglos IV y V contribuyó a poner en mayor realce la figura de la Virgen fue la inscripción de su nombre en los dípticos y en los formularios litúrgicos y la introducción de un ciclo de fiestas en su honor.

Cuándo precisamente se comenzó en la misa a recitar el nombre de la Madre de Dios, no lo sabemos. Un eminente liturgista conjetura que en aquellas palabras del canon: Communicantes... gloriosae semper Virginia Mariae, Genitricis Dei et D. N. lesu Christi, la expresión semper Vír ginis es una inserción hecha alrededor,, del 383 como protesta contra Helvidio, que negaba la perpetua virginidad de María, y las otras: Genitricis Dei et D. N. lesu Christi, han sido añadidas poco después del concilio de Efeso (431) o del pontificado de San León (+ 461). Es cierto de todcs modos que a principios del siglo VI la conmemoración litúrgica de la Madre de Dios era un hecho consumado en Roma. Sin embargo, hay quien cree que se trata de la imagen original, y en las Galias. Podemos creer que en Oriente sucedió esto aún antes, porque las liturgias de Santiago y de San Marcos, cuyo origen se remonta por lo menos al siglo V, hacen amplia y solemne mención.

Debemos constatar igualmente cómo el genio eminentemente intelectual e imaginativo de los orientales comenzó muy pronto, precediendo con mucho al Occidente a embellecer sus libros litúrgicos con formularios propios en honor de María. Baste recordar, entre muchos ejemplos, la antífona Sub tuum praesidium, la más antigua oración a la Virgen, que se encuentra ya en un papiro copto del siglo III, tomada después por la liturgia romana y ambrosiana, y el famoso himno Acatisto, compuesto en Bizancio en el 626 con ocasión de la liberación de la ciudad en tiempo de Heraclio. Es un verdadero poema litúrgico, de 24 apartados, sobre el tema de la anunciación, que se resuelve en un espléndido coro en honor a la Virgen, cantadas con un ardor de afecto y un entusiasmo de fe incomparables.

En cuanto a las fiestas marianas, las primeras alusiones se encuentran en Siria al final del siglo IV. Parece cierto que la más antigua de ellas surgió en Antioquía hacia el 370, teniendo por objetivo no tanto algún episodio especial de la vida de María, cuanto una conmemoración genérica de sus virtudes, especialmente de su integridad virginal. Tenemos directos testimonios en los himnos de Balai, escritor siríaco del 400, y en el célebre discurso de Proclo, pronunciado en Constantinopla y dedicado a la glorificación le la Madre de Dios y de su virginidad incontaminada. Parece que esta fiesta en algunas iglesias caía inmediatamente después de Navidad, el 26 ó 27 de diciembre; en otras, algún día después. En Occidente, la Dormitio., el Natalis Mariae del Año Nuevo, la Anunciación y la Navidad fueron las fiestas más antiguas, introducidas primeramente en Roma por la Iglesia bizantina; el gelasiano contiene ya las fórmulas de la misa. En los países de rito galicano no fueron conocidas antes deja adopción de la liturgia romana, excepto quizá hispana. La Purificación no adquirió carácter preferentemente mañana sino después del papa Sergio (+ 701).

 

La Asunción.

Es la fiesta más antigua y solemne que la Iglesia celebra en honor de la Virgen, destinada a conmemorar su santa muerte (de donde el nombre griego de kοίμησις, lat. pausatio, dormitio, depositio, naiala, transitas V.) y su gloriosa asunción en cuerpo y alma al cielo.

Nos es desconocido cuándo exhaló la Virgen el último suspiro. Algunos escritores antiguos, fundados en un pasaje interpolado de la Crónica de Eusebio, creen que murió en el 48 después de Cristo; otros le asignan unos sesenta y tres años; otros, sesenta y nueve; todavía otros, si bien sin serio fundamento, han pensado que sufrió el martirio. De cierto, sabemos solamente que, después del sacrificio del Gólgota, el apóstol San Juan, en obsequio a las recomendaciones del divino Maestro, tuvo consigo a la Virgen mientras vivió: ex illa hora accepit eam discipulus in sua. En cuanto al lugar de la muerte, Efeso y Jerusalén se disputan el honor de su tumba. La discusión que sobre este argumento se encendió vivísimamente al final del siglo pasado, si no ha llevado a resultados ciertos, ha acrecentado la probabilidad para Jerusalén, en favor de la cual están los testimonios de todos los antiguos itinerarios y la narración del apócrifo De iransitu Mariae o Evangelium lohannis, llegado a nosotros bajo el nombre de Juan el Apóstol, y que contiene amplia información sobre la muerte de María. Fue redactado hacia el final del siglo IV o a principios del V; y, no obstante la explícita prohibición del decreto pseudo-gelasiano (494), gozó de gran favor y difusión en la Iglesia, como lo prueban las numerosas versiones e inspiró la elocuencia de muchos Padres orientales, como Modesto, obispo de Jerusalén; Andrés de Creta, San Juan Damasceno y quizá también el escritor que se oculta bajo el nombre de Dionisio Areopagita.

 

Es precisamente en el De transitu Mariae donde se encuentran las primeras memorias de una fiesta mariana el 15 de agosto, si bien sin ninguna relación con la dormición. El texto siríaco del Transitus narra que los apóstoles establecieron durante el año tres días conmemorativos de la Virgen: el 25 de enero (de seminibus), por el buen éxito de la sementera; el 15 de mayo (ad aristas), por la cosecha inminente, y el 15 de agosto (pro vitibus), para una vendimia próspera.

Sin duda que el escritor del Transitus atribuyó a una ordenación apostólica la triple memoria de la Virgen, que debía existir en su tiempo en muchos países de Oriente. Cómo se llegó a la elección de aquellas tres fechas, es difícil decirlo. Últimamente, Pestolozza, por el hecho de ver invocada a María para la protección de las viñas, lanzó la opinión de que la fiesta del 15 de agosto habría substituido a una antigua fiesta pagana en honor de la diosa Atergatis. la cual tenía entre sus atributos la protección de la naturaleza. Pero se trata de una hipótesis que, si tiene algún elemento de probabilidad, está muy lejos de estar históricamente probada.

 

Fue a principios del siglo VI cuando, en Palestina y en Siria, la tradicional fiesta mariana del 15 de agosto se transforma en la conmemoración de su muerte. Un himno de Santiago, obispo de Sarug (+ 523), deja entender que en aquel día la muerte de María era ya celebrada en algunas iglesias de Siria; además, en la vida de San Teodoro de Jerusalén (+ 529) se habla de una fiesta de la Virgen, con ocasión de la cual en esta ciudad se reunía un gran concurso de gente. Ahora, Tillemont y Báumer creen que se trata de la solemnidad de la Dormzíro, que debía celebrarse en la basílica del valle de Getsemaní, donde, como cuenta Antonino de Piacenza (año 570), se guardaba el sepulcro de quo dicunt sanctam Mariarn ad cáelos fuisse sublatam. Al final de este mismo siglo, sabemos por Nicéforo Calixto que un decreto del emperador Mauricio (582-602) prescribía la celebración de la fiesta Κοίμησις (dormivo) en todas las iglesias del Imperio el 15 de agosto; de manera que en esta época la antigua solemnidad mariana había llegado a ser el dies natalis Mariae.

¿Cómo evolucionó este cambio? Esto está totalmente obscuro, y sólo podemos formular dos hipótesis. Quizá con el difundirse la narración maravillosa del Transitus Mariae, que coincide con los primeros años del siglo VI, y con la afluencia de peregrinaciones a la tumba de la Virgen, en Jerusalén, se creyó oportuno recordar el suceso en la liturgia, dedicando particularmente a este misterio la fiesta genérica más solemne que ya se celebraba en su honor. Ciertamente es una conjetura excesivamente ingeniosa la de De Fleury de que la entrada del sol como signo de la Virgen haya sugerido el 15 de agosto como el día natalicio de María para la gloria del cielo.

 

Hacia el 550, la fiesta siríaca del 25 de enero, que era celebrada por los coptos (Egipto) el 21, pasa a Occidente a través quizá de los monasterios egipcios-galos, fundados por Casiano precisamente en Tours, anticipada por razones cronológicas al 18 del mismo mes de enero. Huius festivitas sancta — escribe Gregorio de Tours (+ 594), que es el primero que nos da noticia — mediante mense undécimo celebratur. El objeto de esta solemnidad no era, como observa Morin, un misterio particular de la fiesta de María, sino la conmemoración de su divina maternidad (Maria Teotokos). Pero la fiesta se transforma pronto. El sacramentario de Bobbio (s.VII) contiene en enero dos misas en honor de la Virgen. La primera con el título in S. Mariae solemnitate, y en su formulario alude exclusivamente a la divina maternidad; en cambio, la segunda, titulada in adsumpiione S. Mariae (con la perícopa evangélica de María y Marta, es todo un himno a la asunción corporal de María según la narración de los apócrifos: Cuz Apostoli sacrum reddunt obsequium, Angelí cantum, Christum amplexum, nubis vehiculum, adsumptio paradisum... En el misal gótico-galicano, la primera misa ha desaparecido ya, mientras que la segunda encuentra abonadísimo el campo litúrgico. Algo parecido sucede también en la iglesia romana. La fiesta primitiva del 15 de agosto, introducida quizá en el siglo VII, y cuyos textos están contenidos en el gelasiano, no contienen, fuera del título: In adsumptione sanctae Mariae, de indudable procedencia galicana, ninguna alusión a la asunción; más aún, hacia esta época, el escritor romano anónimo de una carta ad Paulum, atribuida falsamente a San Jerónimo, hablando de la asunción de María, utrum assumpta fuerit, simul cum corpore, an abierit relicto corpore, contesta a las aserciones del Transitus Mariae contra las cuales pone en guardia a su lectora, ne forte si venerit in manus Oestras illud apocryphum de transita eiusdem Virginis, dubia pro certa recipiaiis.

 

La Natividad.

También esta fiesta, como la de la Concepción, nació en Oriente, y probablemente en Jerusalén, hacia la mitad del siglo V, donde estaba siempre viva la tradición de la casa nativa de María. Por qué haya sido elegido el día 8 de septiembre, nos es desconocido. Quizá, considerando el nacimiento de María como el comienzo histórico de la obra de la redención, se la colocó a principios de septiembre, época en la cual, según el Menologium Basilianum, comenzaba el año eclesiástico. Como primer documento de esta fiesta, tenemos un himno de San Romano, el famoso himnógrafo griego, compuesto por él entre el 536-556, y en el cual es puesta en bellos versos la narración del Proto-evangelio de Santiago. En Occidente, la Natividad de María no fue probablemente introducida antes del siglo Vil, si bien ya fuese solemnizada la de San Juan Bautista. Se la encuentra mencionada en las Galias en el calendario de Sonnatio, obispo de Reims (614-631), y en casi todos los leccionarios y calendarios carolingios. En Roma, el sacramentario gelasiano contiene las tres oraciones de la misa. El Líber pontíficalis atestigua indudablemente su existencia en la segunda mitad del siglo VII, habiendo sido prescrita por Sergio IV (687-710) una procesión (litania) que en este día y en los de la Anunciación y de la Dormitio iba de San Adrián a Santa María la Mayor.

 

La Anunciación.

La narración de la anunciación de María, que forma la página más bella de su vida y el documento evangélico de su grandeza, aunque desde el siglo II encontró precisa expresión en las antiguas fórmulas del Credo y en las representaciones del primitivo arte cristiano en Santa Priscila, tuvo que esperar por lo menos hasta el siglo VI antes de entrar en el calendario litúrgico y ser objeto de una particular solemnidad, Cabrol, apoyado en un paso obscuro de la Peregrinatio y en el hecho cierto de la existencia en Nazaret en el siglo IV de una basílica erigida sobre la casa misma de la Virgen, ha conjeturado ingeniosamente que, ya al final de este siglo, la fiesta de la Anunciación se celebrase en la iglesia jerosolimitana. Pero la hipótesis, aunque no del todo inverosímil, no está respaldada por ningún texto positivo. Muy probablemente, el misterio de la anunciación no dio lugar por mucho tiempo a una fiesta especial, porque en la Iglesia antigua era indisolublemente asociada al de la Natividad de Cristo. Fue solamente después del siglo V cuando, aumentada la importancia de la Navidad y formado un pequeño ciclo natalicio, la Anunciación fue separada de su núcleo primitivo, transformada en fiesta autónoma de María y trasladada a su puesto natural.

Los primeros indicios ciertos de la fiesta se encuentran en el siglo VII: en Oriente, en el Chronicon Paschale, de Alejandría, en el año 624, y en un decreto (25) del concilio de Trullo (692); en Occidente, en el sacramentarlo gelasiano, que tiene oraciones para la misa y las vísperas; en los cánones del concilio de Toledo (656), de los cuales se deduce que era celebrada in multís ecclesiis a nobis et spatio remotis et terris, y, un poco más tarde, en la decretal antes citada del papa Sergio (687-90), que instituía una Utanía en ocasión de esta solemnidad.

 

De los testimonios indicados se deduce que la Anunciación fue asignada desde su origen al 25 de marzo. Esta fecha, por lo demás, era ya conocida en la mitad del siglo III; y, como hemos señalado hablando del origen de la Navidad, se apoyaba en el opinión de que Nuestro Señor se hubiese encarnado en el equinoccio de primavera, es decir, cuando había sido creado el mundo y el primer hombre.

Introduciendo, sin embargo, la Anunciación el 25 de marzo, surgía el inconveniente de tener que celebrar una fiesta en Cuaresmales decir, en un tiempo en el cual, según la austera costumbre de la Iglesia antigua, estaba rigurosamente prohibida toda solemnidad. La dificultad fue resuelta de diversas maneras. En Oriente, el concilio de Trullo creyó hacer una excepción a la regla y declaró que el día de la Anunciación, en cualquier tiempo que cayese, debía ser celebrado con el sacrificio eucarístico, como el sábado y el domingo.

 

 

9. Las Fiestas de los Santos

 

El Culto de los Mártires.

El culto de los santos comenzó en la Iglesia con el culto de los mártires. El sentimiento de profunda simpatía que tenían los antiguos cristianos hacia aquellos héroes de la fe que habían sellado con su sangre la fidelidad a Cristo, fue el móvil que empujó a las comunidades cristianas a rendir a sus restos mortales y a su memoria una veneración particular, la cual insensiblemente debía tomar formas litúrgicas verdaderas y propias. Esto no sucedió en todas partes al mismo tiempo. El Oriente se adelantó al Occidente.

Mientras en Esmirna a mitad del siglo II, junto a la tumba de San Policarpo (+ 155), ya se celebraba regularmente el aniversario de su martirio con una reunión eucarística (y fue en esta ocasión cuando en el 250 fue arrestado San Pionio), en Cartago, como consta por Tertuliano el culto litúrgico de los mártires no debió de comenzar hasta final del siglo II.

En cuanto a Roma, las fuentes monumentales nos aseguran que antes del 250 no existía un culto de los mártires unido a su tumba. Estos reposaban en sus nichos ordinarios sin ninguna decoración, ni inscripción honorífica, ni lugar distinguido; o en modestos sepulcros, mezclados con todos los demás y escalonados a lo largo de las grandes vías romanas; ni encontramos memoria de que la comunidad se preocupase de tributarles honores especiales o que usara criptas especiales para recibirlos. Los mismos apóstoles Pedro y Pablo, si bien su sepulcro fue en seguida particularmente señalado y se convirtió en centro de un ilustre cementerio cristiano, muy probablemente no tuvieron en la ciudad durante los dos primeros siglos una conmemoración litúrgica. Con esto se explica el hecho muy extraño de que en el primitivo catálogo festivo no se encuentren registrados los nombres de algunos ilustres mártires romanos, como Flavio Clemente, las dos Domitilas, el papa Telesforo, el filósofo Justino y el senador Apolonio. Evidentemente, cuando se comenzó a organizar el culto de los mártires, el recuerdo de aquellos héroes de la fe se había perdido casi totalmente, o quizá se quiso reservar a sólo los obispos romanos mártires, entre los cuales fue incluido San Hipólito, doctor y mártir.

A pesar de esto, se puede afirmar con certeza que, generalmente, las grandes comunidades cristianas desde su fundación, así como guardaban las memorias de los propios obispos y conservaban sus fastos para demostrar la propia apostolicidad, igualmente componían los propios fastos hagiográficos, que constituían la gloria de las Iglesias, teniendo cuidado de dar noticia de los confesores de la fe y del día de su martirio, el dies natalis, para poder celebrar a su tiempo el aniversario. Dies eorum quibus excedunt, adnotate — recomendaba San Cipriano (+ 258) — ut commemorationes eorum ínter memorias martyrum celebrare possimus Y el mismo santo obispo recuerda ya varios celebrados en Cartago desde hacía tiempo: Sacrificia pro eis, semper, ut meministis, offerimus, quoties Martyrum passiones et dies anniversaria commemoratione celebramus.

 

Cuando un fiel había confesado a Cristo con el martirio cruento de la propia vida, era adornado con la calificación de martyr escrita sobre su sepulcro, el glorioso título, tan ambicionado, que hacía inscribir su nombre en los fastos religiosos y en los dípticos litúrgicos de su iglesia, e instituía en ella la conmemoración de su aniversario, no temporal y privada, como la de un difunto cualquiera, sino pública y perpetua. Todo esto era en aquel tiempo, en cierta manera, un equivalente del actual proceso de canonización de los santos. Hay quien ha preguntado si la asignación del título oficial de martyr era precedida de un proceso informativo. Es posible que, en algún caso excepcional y en alguna provincia, esto tuviera lugar. En África, por ejemplo, parece que existía, con el nombre de Martyrum vindicatio. San Optato (+ 370) narra de una tal Lucila, matrona cartaginesa, que durante la persecución de Diocleciano fue severamente reprendida por haber besado las reliquias de un mártir cuyo título no había sido todavía jurídicamente reconocido, nescio cafas hominis mortui, ei si martyris, sed nondum vindicafi. Sin embargo, en otras partes no tenemos pruebas de un procedimiento de este género, porque en la mayor parte de los casos no había necesidad. La confesión del mártir, su constancia en los tormentos hasta la muerte, eran hechos públicos, desarrollados casi siempre ante los ojos de los fieles, sobre lo cual no podía existir motivo de duda o materia de una encuesta.

 

La tumba del mártir, cuyo nombre era regularmente inscrito en el catálogo festivo, la Depositio martyrum de su iglesia, adquirió en seguida categoría de santuario, objeto de la amorosa piedad de los fieles. Generalmente se colocaba fuera de la ciudad, al margen de las grandes vías. En Roma la vía Cornelia, la vía Ostiense, la vía Apia y la vía Tiburtina estaban llenas de tumbas de mártires. En Antioquía, San Ignacio reposaba extra portam Daphniticam, in cemeterio. San Juan Crisóstomo, en sus homilías en honor de algún mártir, supone siempre a su auditorio fuera de la ciudad, en medio de las tumbas comunes. Es junto a estos modestos sepulcros de los mártires, o, más frecuentemente, en una celda funeraria adyacente (memoria, martyrum), donde en los días aniversarios se reunían los fieles para celebrar la solemne vigilia en su honor. El diácono Poncio la recuerda narrando la pasión de San Cipriano (258). Se cantaban salmos; se evocaba, con la lectura de las actas, la pasión gloriosa del mártir y, finalmente, se celebraba el santo sacrificio. Por tanto, en un principio el culto de los mártires fue estrictamente local y cincunscrito a la ciudad que poseía la tumba.

Pero con la paz y libertad dada a la Iglesia, éste recibió un impulso inesperado."No solamente sobre aquellas humildes tumbas se alzaban los oratorios y las espléndidas basílicas, convirtiéndose en meta de peregrinaciones, sino que su fiesta aniversaria, pasando más allá de los confines de la iglesia local, se extendió poco a poco a las iglesias limítrofes y a las de la provincia entera. La Depositio martyrum romana del 336 señala ya el 7 de marzo la fiesta Perpetuae et Felicitatis Africae; el 14 de septiembre, la de Cypriani Africae. San Gregorio Nacianceno (+ 389) tiene un panegírico pronunciado en Constantinopla el día de la fiesta de San Cipriano. La iglesia de Nola, según San Paulino, celebraba el natalis de San Prisco de Nócera.

Muchos y diversos factores contribuyeron a este extraordinario desarrollo litúrgico, que comienza en el siglo IV y se acentúa en los siglos sucesivos. El primer factor es el traslado de las reliquias de los mártires, no obstante las rigurosas disposiciones de las leyes antiguas, que salvaguardaban la inviolabilidad de los sepulcros. Esto sucedió primeramente en Oriente. Fundada Bizancio, la nueva Roma, se la quiso enriquecer, a semejanza de la antigua, de reliquias de mártires. Y así Constancio en el 356 transportó los restos de San Timoteo; en el 357, los de San Andrés y San Lucas, y más tarde, de San Foca y de algunos mártires egipcios. Bajo Teodoro (379-395) se hizo lo mismo con las reliquias de San Pablo de Cucuso, de los mártires Terencio y Africano y de la cabeza de San Juan Bautista. A Antioquía se transportaron también los cuerpos de San Ignacio, de San Melecio, de San Babila; a Cesárea, el de San Sabas; a Alejandría, los restos del Precursor. Los despojos de los mártires eran llevados en triunfo por las ciudades y depositados en templos erigidos a propósito, donde daban origen a un nuevo centro de culto. Además, en esta misma época no sólo fueron exhumados fácilmente de los lugares primitivos los despojos de los mártires, sino que, para satisfacer el deseo de obispos, iglesias y particulares, se dividieron con la misma facilidad las reliquias. En Roma, donde sobre este punto eran muy severos, a duras penas se concedían reliquias tocadas; pero en otras iglesias, y especialmente en Oriente, eran mucho más amplios. De las reliquias de San Esteban, encontradas en el 415 en Caphargamala, se enriqueció todo el mundo, y las de los Santos Gervasio y Protasio, dice Gregorio de Tours, per universam Italiam vel Galliam délatac sunt. Es cierto que la fecha de la deposición de las reliquias era cuidadosamente anotada, y muchas veces venía a ser como el equivalente del dies natalis del mártir cuando por ventura se ignoraba éste. Muchas inscripciones africanas lo recuerdan: Positae sunt reliquiae S. luliani et Laurentii cum sociis suis, per manus Colombi episcopt sanctae ecclesiae universis... sub pridie nonas octobris. Memoriae sanctorum martyrum Laurentv, Hippolyti, Eufemiae, Mimnae et de Cruce Domini, depositae die III nonas Februarias. De este modo, los mártires más ilustres, rotas las barreras del reducido culto local, pudieron en poco tiempo difundirse en las principales iglesias de la cristiandad, entrar en sus martirologios y en sus dípticos y tener casi un culto universal. San Agustín podía decir ya de San Vicente: Quae hodie regio, quaeve provincia ulla, quousque vel romanum imperium vel christianum nomen extenditur, natalem non gaudet celebrare Vincentii?

 

El Culto de los Santos.

El culto de los santos confesores, asociado al culto de los mártires, es el otro elemento que abrió en la Iglesia nuevas vías al desarrollo litúrgico. El término sanctus (= sancitus, de sanere, encerrar), en su noción primitiva denota un lugar cerrado, reservado, donde la divinidad se ha manifestado de alguna manera. En el campo religioso, el término sanctus fue aplicado por derivación a aquellas personas, ya vivas, ya difuntas, tenidas en tan alta estima moral, que se creían como res sacra, porque en ellas Dios se había manifestado de modo particular. Sin embargo, el apelativo sanctus, en el sentido más moderno y litúrgico de la palabra, es decir, dado a una persona canónicamente inscrita en el catálogo de los santos, no se encuentra en los primeros siglos de la Iglesia. Hasta la mitad del siglo IV solamente los mártires fueron considerados sancti y tuvieron los honores del culto. Eran los cristianos perfectos, los verdaderos imitadores de Cristo, porque eran partícipes efectivos de su pasión, quienes, lavando en la sangre toda mancha, habían merecido ser admitidos en seguida a la visión de Dios, y en el último día serán, como los apóstoles, jueces, al lado de Cristo, de sus hermanos.

Pero, cerrado el período de las persecuciones, se entendió que la vida piadosa y mortificada de las vírgenes, de los obispos y de los ascetas era, en realidad, un eauivalente del martirio. La idea no era nueva. Clemente Alejandrino (+ 215) había ya llamado mártir al gnóstico que, por amor de Dios, observa los preceptos del Evangelio y renuncia a los placeres del mundo. Pero en el siglo IV esta idea se hizo común. Devotae mentís serviius immaculata quotidianum martyrium est, escribía San Jerónimo respecto a Paula. San Gregorio de Nacianzo vio a San Atanasio en compañía de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles y de los mártires, que han combatido por la verdad; y llama a San Basilio mártir, reunido con los mártires, sus hermanos. Sulpicio Severo observa a propósito de San Martín de Tours: Nam, licet ei ratio temporis non potuerit praestarc martyrium, gloria tamen martyris non carebit, quia, voto et virtute, et potuit esse martyr et voluit. Más aún, todo el mundo estaba entonces lleno de la fama y de los prodigios de los primeros solitarios San Antonio, San Hilario y San Afraates. Una muchedumbre continua venía no sólo de Egipto, sino de Palestina, de Constantinopla y de las tierras más lejanas, para conocerlos, preguntarles, admirarlos, El mismo emperador se encomendaba a las oraciones de San Antonio. El aceite y el pan que Hilario había bendecido eran buscados ávidamente como un remedio seguro contra todo mal.

 

Esta valoración nueva de algunos estados de vida religiosa, tan floreciente en aquel tiempo — vírgenes, obispos, ascetas — que venía justamente a hacerse popular en medio de la iglesia, debía necesariamente ejercer su influencia también en el campo litúrgico. Si los obispos y los ascetas eran también mártires de la paz, mártires no sin sangre, sino de voluntad y de penitencia, por qué su tumba, al igual que la de los mártires antiguos, no debía ser venerada y su nombre inscrito en el álbum festivo de las iglesias. Ha quedado testimonio de esto en Orígenes hacia la mitad del siglo IV. San Jerónimo narra que San Antonio (+ 358), morti próximas, sepulturam suam ignoto loco paran iussit, ne Pergamius, qui in iis locis ditissimus erat, martyrium, idest, aediculam sacram, super tumulum sumum fabricarel; prueba de que, para honor de ciertos personajes muertos con fama dé gran santidad, se habían comenzado a erigir capillas (martyria, memoriae), como hasta entonces se había hecho con los mártires. Sozomeno refiere eme el cuerpo de San Hilarión (+ 371), poco después de su muerte, fue trasladado de Chipre a su monasterio de Palestina, donde el aniversario de este traslado llegó a ser fiesta popular, celebrada con máxima pompa y con concurso enorme de pueblo a su sepulcro. Teodoreto recuerda a un famoso anacoreta de Siria, Marcieno, al cual, todavía vivo, le fueron levantados un gran número de oratorios. El asceta Teodosio fue transportado solemnemente a la iglesia de Antioquía, dedicada a San Juliano, donde ya había sido sepultado otro célebre solitario, Afraates. A la muerte de Marón, los países vecinos se disputaron con las armas el cadáver, los vencedores lo depositaron en una espléndida iglesia expresamente erigida, instituyendo una fiesta anual en su honor.

Con los ascetas, también los obispos entraron en el culto litúrgico. En Occidente, el papa San Silvestre (+ 337), San Martín de Tours (+ 398), San Ambrosio de Milán (+ 397), San Eusebio de Vercelli (+ 371) y San Severo de Rávena (+ 352) fueron ciertamente los primeros hallados en la recensión más antigua del Martirologio jeronimiano, compilado, según Duchesne, en la segunda mitad del siglo V. En África, parece ser que a San Agustín (+ 430), inmediatamente después de su muerte, se le dio culto público, encontrándose señalado en el calendario de Cartago. En Oriente, ya San Gregorio de Nisa (+ 386) celebraba delante de su pueblo la memoria de San Efrén (+ 373), y San Gregorio Nacianceno (+ 389), la de San Atanasio y de San Basilio. Se puede afirmar que, a principios de siglo V, el culto de los mártires, integrado por el culto de los santos confesores, era practicado, de manera más o menos amplia, en todas las iglesias de la cristiandad.

 

Un desarrollo más firme y orgánico del culto de los santos comenzó en la Iglesia al introducirse una fórmula de canonización de los santos por parte de la Sede Apostólica. Como hemos dicho antes, no hay noticias, salvo en casos excepcionales, de que en los primeros siglos los obispos hiciesen un exámen previo para admitir un mártir al culto público. Pero después (s. X-Xl), o porque se sintieron incapaces de resistir a ciertos impulsos poco iluminados de su pueblo o porque quisiesen con el sello de la Santa Sede dar mayor brillo y notoriedad a un santo más favorito, entró el uso de pedir al papa el reconocimiento y la autorización de cada nuevo culto. Juan XV dio el primer ejemplo de este procedimiento cuando en el sínodo de Roma del 993 canonizó solemnemente al obispo Ulrico de Augsburgo.

 

El Culto de las Reliquias.

Entre las manifestaciones del culto de los santos tiene particular importancia en la historia de la liturgia el culto de las reliquias. Este, aunque encuentra analogías sorprendentes con modos y formas usadas en la antigvedad pagana, tuvo exclusivamente origen en la idea de la gran dignidad del mártir y de la profunda veneración en que era tenido por los fieles. El antes referido Martyrium Polycarpí (156) nos trae el primer ejemplo y una prueba luminosa: Nos postea ossa illius (Polycarpí) gemmis praetiosíssimis exquísitiora et super aurum probatiora tollentes, ubi decebat, deposuímus. Quo etiam locí nobis, ut fieri poterít, in exultatíone et gandió congregatis, Dominas praebebít natalem martyrii eius diem celebrare... La veneración a las reliquias de los mártires juzgaba como una gran fortuna el ser sepultado junto a sus tumbas. Los primeros papas reposaron en el Vaticano junto al sepulcro de San Pedro. Son numerosos los epitafios romanos que hablan de difuntos inhumados ad martyres, ínter limina martyrum, ad sonetos, o bien junto a un mártir determinado. Paraoerunt sibi locum ad Hipolytum, ad sanctum Cornelium, ad sanctum Petrum Apostolum. Si muchos, sin embargo, ambicionaban este privilegio, muy pocos podían obtenerlo: Merita accepit sepulchrum intra limina sanctorum — dice una inscripción del 382 — quod multi cupiunt et vari accipiunt.

Los restos mortales de los mártires formaban la gloria más ambicionada de las iglesias que los poseían, y aquellas que se veían privadas se tenían por afortunadas al obtener una mínima parte. Como hemos indicado antes, esta febril búsqueda de reliquias comienza en Oriente hacia la mitad del siglo IV. Las grandes metrópolis — Antioquía, Alejandría, Constantinopla, Cesárea — y las ciudades menores participaban con igual ardor. San Gaudencio de Brescia (+ 410) visitó con este fin las principales iglesias de Oriente, volviendo con un rico tesoro de reliquias, que distribuyó en parte entre obispos amigos, como San Ambrosio, San Vitricio de Rúan, y en parte depositó en la iglesia de Brescia, llamada precisamente Concilium Sanctorum.

La veneración por los cuerpos santos, agudizada particularmente con el descubrimiento de los Santos Gervasio y Protasio, hecha per visum por San Ambrosio en Milán (386), y más tarde de San Nazario y de los Santos Vital y Agrícola, en Bolonia, hizo que nacieran también falsas revelaciones y deplorables abusos. Un concilio africano del 401 reprueba enérgicamente las memorias martyrum, levantadas aquí y allí en las zonas rurales teniendo como fundamento pretendidos sueños y luces sobrenaturales: Nam quae per somnia et per inanes reoelationes quorumlibet hominum ubique constituuntur altaría omnimode reprobentur; y San Agustín denuncia a ciertos falsos monjes circumeuntes provincias, nusquam missos, nusquam fixos, nusquam stantes, nusquam sedentes, los cuales membra martyrum, si tamen martyrum, venditant. También en Egipto parece que existieron estas sacrilegas especulaciones. Schenoudi, monje egipcio de la mitad del siglo V, pone en ridículo a algunos que afirmaban tener revelaciones sobrenaturales de mártires escondidos y que veían huesos de mártires en cada tumba que aparecía. "Quizá — decía él — no se han enterrado nunca más que mártires?" Debieron también intervenir los poderes civiles. Humatum corpus — dice una ley de Teodosio del 386 — nemo ad aiierum locum transferat; nemo martvrem distrahat, nemo mercetur.

Por fortuna, la iglesia de Roma no tenía necesidad de tales amonestaciones. Heredera del sagrado respeto a los cadáveres, propio de los antiguos romanos, supo actuar torpemente contra la devoción indiscreta, que hubiera querido poner las manos en los sepulcros de los mártires. San Gregorio Magno se hacía eco de estas nobles tradiciones cuando a la emperatriz Constantina, que pedía caput eiusdem Sancti Pauli aut alíud quid de corpore ipsius para ponerlo en la nueva iglesia dedicada al Apóstol en Constantinopla, respondía: Cognoscat autem tranquillissima Domina quia Romanis consuetud non esí, quando Sanctorum reliquias dant, ut quidquam tangere praesumant de corpore. Sed tantummodo in buxide brandeum mittitur, atque ad sacratissima corpora sanctorum poniturf quod levatum, in ecclesia, quae est dedicando, debita cum veneratione reconditur, et tantae per hoc ibidem virtutes fiunt ac si illic specialiter eorum corpora deferantur. Las palabras de San Gregorio nos indican la clase de reliquias que Roma solía distribuir. No eran nunca partículas, aunque pequeñas, sacadas del cuerpo del mártir u objetos sepultados con él, sino simples reliquias de contacto, es decir, pedacitos de lino o estopa (brandea, palliola, sanctuaria) santificados mediante el contacto más o menos inmediato con el sepulcro. Estos eran después cerrados en cofrecitos en forma de píxide, o bien en cajas pequeñas (encolpia) de oro o de plata, que se llevaban colgadas al cuello especialmente por los sacerdotes y los obispos. De este género eran también las reliquias que se depositaban en la consagración de las iglesias, y que, por una especie de ficción legal, se consideraban equivalentes al mismo cuerpo del mártir. San Gregorio lo nota expresamente.

Por desgracia, la justa severidad impuesta por los papas en lo que respecta a las reliquias no debía durar mucho tiempo. En Roma, como en otras partes, los más ilustres sepulcros de los mártires y todos los cementerios estaban fuera de la ciudad, y por esto singularmente expuestos a la irrupción y al saqueo de un ejército invasor. En efecto, las hordas vandálicas de Alarico en el 410 y después de Genserico en el 435 hicieron daños inmensos no sólo en la ciudad, sino, sobre todo, en los santuarios suburbanos de los mártires. Más grande todavía fue la ruina durante el asedio y el saqueo de los godos en el 545. Ecclesiae et corpora sanctorum — dice el Líber pontificalis — extermínala sunt a Gothis. El papa Vigilio, y sucesivamente Juan 111, Sergio I y Gregorio III, trabajaron con celo para reparar los cementerios y mantener el ejercicio del culto, pero apenas lo consiguieron. Las iglesias urbanas estaban demasiado cerca para los fieles; la zona rural romana, desolada, poco segura, veía apenas a algún peregrino aventurarse a buscar las catatumbas, que se habían convertido en refugios de rebaños y de ladrones. El asedio de los longobardos en el 755 agravó de tal forma la ruina, que Paulo I (767) se decidió a abrir los sepulcros de los mártires más famosos y trasladar las reliquias a Roma, a la iglesia de San Silvestre in capite. Dos grandes lápidas colocadas por él en el atrio de esta iglesia nos han conservado los nombres; son más de 100. Más tarde hicieron lo mismo los papas Pascual I, que en el 818 trasladó a Santa Práxedes más de 2.300 cuerpos de mártires, y Sergio I y León IV (+ 855) los cuales depusieron en las iglesias de los Santos Silvestre y Martín y de los Cuatro Santos Coronados muchos restos de mártires dirutis in coemeteriis iacentia. Puede afirmarse que, en la segunda mitad del siglo IX, las catacumbas habían sido ya despojadas de sus antiguas riquezas.

 

Estos grandiosos traslados de reliquias daban ocasión propicia a aquellos que, como los pueblos de las Galias y Alemania, ambicionaban poseer cuerpos de santos. En efecto, las peticiones llovían de todas partes, y Roma, quizá para unir cada vez más a los diversos pueblos consigo misma, distribuyó con largueza preciosas reliquias. En el 765, Paulo I daba a Crodegango de Metz los cuerpos de los Santos Gorgonio, Nabor y Nazario; poco después, Alsacia tuvo los cuerpos de San Vito, Hipólito y Alejandro; Zempten, San Giordano y San Epímaco; Maguncia, San Cesáreo; Frisinga, San Alejandro y San Justino; Benevento, San Mercurio; Magdeburgo, Santa Felicitas con dos hijos; Aquileya, San Marcos; Salisburgo, San Hermes y San Vicente, etc.

 

El Culto de las Imágenes.

Se ha dicho muchas veces que el cristianismo primitivo se había declarado hostil a toda representación humana, plástica o pictórica, sea por heredera de la tradición judaica, la cual, especialmente en el tiempo de Jesús, se mostraba muy severa sobre el particular, o por natural reacción contra la descarada idolatría dominante. Se trata, por el contrario, de una leyenda que el estudio sistemático de los monumentos primitivos, y en particular de las catacumbas romanas, ha desmentido de lleno. Los artistas cristianos comenzaron muy pronto a retratar sobre las bóvedas las paredes de los cementerios y de las domas ecclesiae, y a veces también sobre los pavimentos, un complejo de obras figurativas: escenas bíblicas y evangélicas, escenas litúrgicas, símbolos de Cristo, profetas, mártires, la misma Madre de Dios con el divino Niño entre los brazos y hasta héroes mitológicos interpretados en sentido cristiano. No se trata ciertamente de pinturas delineadas con el fin de un culto litúrgico propiamente dicho, pero prueban que el principio de la iconografía sagrada era amplia y pacíficamente admitido por la Iglesia.

Este se desarrolló en una escala mucho más amplia cuando, después de la paz, la Iglesia pudo respirar segura y disipar todo temor. Vemos que, bajo la orientación de los obispos, los artistas crearon en las iglesias ciclos iconográficos monumentales de carácter bíblico y litúrgico de extraordinario tamaño e importancia con el fin primordial de hacerlos servir para la instrucción del pueblo, conforme al dicho de San Gregorio: Quod legentibus scriptura, hoc idiotis praestat pictura. San Agustín (PL 34, 1049; 42,446), San Jerónimo (In lo. 4), San Nilo (Ep. 4,36), San Basilio (PG 31,488), Asterio de Amasia (+ 410) y San Gregorio de Tours (PL 71,215) hablan de una costumbre general, y los de Rávena, todavía en su lugar, son un admirable ejemplo. En San Apolinar el Nuevo, a lo largo de las paredes de la nave central está representado el ciclo de la vida y pasión de Cristo en relación con la liturgia cuaresmal; las dos series de santos y santas en la zona inferior reproducen el conjunto de mártires invocados en el canon de la misa. En San Vital encontramos un ciclo litúrgico único, con la representación de los sacrificios bíblicos de Abel, Melquisedec y Abrahán sobre las paredes a los lados del altar; del ángel dentro de un escudo, como hostia, levantado por cuatro ángeles, en el presbiterio, y de las ofrendas con la patena y con el cáliz hechas por San Justiniano y Teodora, en los cuadros históricos del ábside.

Y mientras las escenas pictóricas de los ciclos didascálicos brillan sobre los fondos de oro, las imágenes de Cristo, de la Virgen, de los apóstoles y de los santos se multiplican en las concavidades absidales sobre el arco triunfal de la iglesia, en las casas privadas, en las encrucijadas de los caminos y sobre otros mil sitios. Los fieles les rezaban, las besaban con afecto, las guardaban como un tesoro. Encendían delante luces, quemaban incienso, cantaban salmos y troparios. Los Padres pregonaban la virtud taumatúrgica, parecida a la poseída por el cuerpo mismo del santo. "Los santos — escribe San Juan Damasceno — estaban llenos del espíritu de Dios, y aun, después de la muerte, esta fuerza divina no sólo queda unida a su alma, sino que se comunica también a su cadáver, a su nombre, a su santa imagen."

 

Hay que observar también que, a pesar de este movimiento de simpatía hacia las sagradas imágenes, una corriente rigurosa hizo en todo tiempo oír contra ellas alguna voz de protesta. El canon 26 del famoso concilio de Elvira (304) prohibe que sea pintado sobre los muros todo lo que forma el objeto del culto y de la adoración. Eusebio tacha de "pagano" el hecho de haber levantado estatuas a Cristo y a los apóstoles Pedro y Pablo. San Epifanio de Salamina, según cuenta San Jerónimo, arrebató una tela preciosa porque llevaba la imagen de Cristo. En Marsella, en el 599, el obispo Severo ordenó la destrucción de todas las estatuas sagradas de la ciudad, razón por la cual San Gregorio Magno no le ahorró una precisa desaprobación: Et quidem, quia eas adorare vetuisses omnino laudavimus; fregisse vero, reprehendimus. Las palabras de San Gregorio dejan suponer que este primer rayo iconoclasta fue motivado por un exceso en el culto hacia las imágenes; alguno quizá las adoraba. Es cierto, en efecto, que los abusos (consecuencia de una mentalidad todavía pagana) tenían lugar no sólo en las Galias, sino también en otras partes. Una carta del emperador Miguel II (820-29) a Ludo vico Pío denuncia una serie de desórdenes, verdaderos o presuntos, a este respecto. Alguno adornaba la estatua del santo favorito y la llamaba a hacer de padrino de sus propios hijos; otros, en la toma de hábito monacal, en vez de coger en las manos la tonsura de los propios cabellos, los ponían en las del santo; algunos sacerdotes además usaban hasta el mezclar las raspaduras de las imágenes con la hostia y el vino consagrado, y hacían un sacrilego comercio. Pero la persecución iconoclasta desencadenada en Oriente en el 725 por León III Isáurico no fue motivada, según nos consta, por particulares abusos en el culto de las imágenes, sino por los falsos conceptos aprendidos por el monarca en la familiaridad con los judíos, paulicianos y mahometanos y por un fanático celo de reforma, que él creyó deber introducir en la Iglesia. Su sucesor Constantino V Coprónimo le siguió en el mal camino, más aún, agravó ulteriormente la situación, condenando con las imágenes también las reliquias de los santos. No es éste el lugar de narrar todas las alternativas de la sangrienta lucha iconoclasta, que por más de un siglo turbó profundamente el Oriente y el Occidente, pero terminó con el triunfo de la ortodoxia, propugnada corajudamente por los doctores iconófilos, como San Germán de Constantinopla y San Juan Damasceno, y claramente definida en el concilio II de Nicea (787). Diremos solamente que de ella sacó una calificación y adquirió un lógico desenvolvimiento la doctrina genuina de la Iglesia acerca del culto de las imágenes. El concilio lo declara en estos términos: "Las representaciones de la cruz, como también las santas imágenes, sean pintadas o esculpidas o reproducidas de cualquier manera, deben colocarse sobre las paredes de las iglesias, sobre los vasos, sobre los hábitos, a lo largo de los caminos. Fijando estas imágenes, el fiel se acordará de aquel que ellas representan, se estimulará a imitarlo y se sentirá estimulado a tributarles respeto y veneración, sin atribuir por eso a ellos un culto latréutico verdadero y propio, que corresponde solamente a Dios; pero los podrá venerar ofreciéndoles incienso y luces, como se suele hacer con la imagen de la cruz y con los santos Evangelios. Esta era la piadosa costumbre de los antiguos, ya que el honor dado a una imagen va a aquel que ella representa, y quien venera a una imagen intenta venerar la persona allí representada."

 

El Culto de los Ángeles: San Miguel.

La mención tan frecuente y honorífica que la Sagrada Escritura hace de estos espíritus poderosos y misteriosos, debió procurar en seguida un sentimiento de veneración en los fieles. San Justino alude expresamente a ello cuando, para probar que los cristianos no son ateos, alega el culto que ellos tributan a la Trinidad y al bonorum Angelorum exercitum. Más aún: sobre este punto, en algunas comunidades judaizantes del Asia Menor debían merodear teorías y prácticas sospechosas, contra las cuales ponía en guardia, en sus tiempos, San Pablo. Más tarde, Orígenes, mientras deja entender que algunos exageraban en el honor hacia los ángeles, estimándolos como a otros dioses, sintetiza así el culto que a ellos se tributaba en la Iglesia: Laudamus eos quidem et beatos praedicamus, quibus a Deo res nostro generi útiles commissae sunt; sed honorem Deo debitum Ulis non habemus.

Los errores contra los cuales clamaba Orígenes tenían su centro en Frigia. En efecto, parece que allí el culto de los ángeles tuvo el carácter de una verdadera adoración, expresada con ritos y fiestas gentiles, condenadas más tarde por el concilio de Laodicea (c.35). Sus autores se justificaban diciendo que, en la imposibilidad de ver y de llegar al Dios del universo, era preciso acapararse la benevolencia de los ángeles que la devoción primitiva hacia los ángeles buenos fue motivada principalmente también por tradición judía, por la persuasión de asegurarse la eficaz tutela contra los espíritus malvados paganos, que se creía maquinaban toda clase de insidias contra los fieles. Por esto, Dios les había confiado a ellos, según la palabra de Cristo. Dependiente de esto, él les había confiado a ellos todos los elementos de la naturaleza: la tierra, las aguas, el cielo, y además todo el pueblo, todas las iglesias, todas las ciudades. No debemos, sin embargo, creer que esta devoción a los ángeles constituyese un verdadero culto litúrgico; era más bien una corriente de piedad popular. Esta se mantuvo siempre bastante viva también, a través del Medievo, especialmente en ciertas fórmulas de conjuros y de exorcismos, las cuales frecuentemente en los libros rituales asociaban al nombre de los tres ángeles recordados en la Escritura, Miguel, Rafael y Gabriel, otros nombres de ángeles, derivados probablemente del libro apócrifo de Enoc.

En San Miguel Arcángel parece que se individualizó el primer culto de la Iglesia hacia los ángeles. Pero, parece extraño el decirlo, en él, el campeón de Dios, que había triunfado de Satanás, que había combatido por el cuerpo de Moisés y por defender a la mujer del Apocalipsis, los fieles no vieron al patrono de los cristianos guerreros, sino al médico celestial de las enfermedades humanas. Antiguas leyendas narraban que desde el siglo I, en Frigia, San Miguel se había aparecido en Cheretopa, junto a Colosas, haciendo brotar una fuente milagrosa que curaba toda enfermedad. En el siglo IV, en Frigia, centro de su culto, había otro santuario famoso junto a Kone, donde el agua que brota de una roca, abierta, según se decía, por San Miguel, estaba dotada de eminentes virtudes curativas. Sozomeno narra además que se hacía remontar al tiempo de Constantino el santuario de Sosthenion, junto a Bizancio, dedicado a San Miguel (Michaelion), frecuentadísimo por las muchedumbres principalmente con ocasión de la fiesta, que se celebraba el 9 de junio. Por lo demás, todo el Oriente estaba lleno de iglesias dedicadas al santo arcángel. En la sola ciudad de Constantinopla se contaban quince. En Egipto, según nos atestigua Dídimo, eran numerosos, tanto en la ciudad como en los camoos, los oratorios dedicados a San Miguel, ricos en oro, plata y marfil; y la gente venía desde lejos, aun a través de los mares, para asegurarse en aquellos santuarios la benevolencia del gran arcángel y, por su medio, la gracia de Dios. La Iglesia de Alejandría había puesto bajo su protección el Nilo, y celebraba su conmemoración con mucha solemnidad el 12 de junio, la época en la cual el río comenzaba a crecer.

En Occidente, y particularmente en Italia, el culto de San Miguel a principios del siglo V estaba también bastante difundido. Existían iglesias dedicadas a él en Espoleto, Rávena, Perugia, Piacenza, Genova y Milán. En Roma, el sacramentario leoniano, el 30 de septiembre, bajo el título átale basilicae S Angelí in Salaria, contiene cinco formularios de misa, tres de los cuales en el prefacio se refieren a la dedicación de la iglesia indicada en honor de San Miguel, situada en la vía Salaria, a seis millas al norte de la ciudad. El gelasiano y el gregoriano tienen, a su vez, una Dedicatio basilicae S. Michaelis, pero sin la añadidura in via Salaria, y la colocan el 29 de septiembre. Duchesne opina que es la misma del leoniano; Kelner, por el contrario, conjetura que se trata de la iglesia de San Misuel, en Sajonia, restaurada por el papa Símaco (498-514), ahora con el título de San Miguel el Magno; fue esta fecha del 29 de septiembre la que de aniversario de dedicación se transformó después en la actual misa de San Miguel y se esparció por todos los países occidentales.

La otra fiesta en honor del santo arcángel, que la Iglesia latina celebra el 8 de mayo, fue instituida en un principio para recordar la victoria naval obtenida por intercesión del santo arcángel sobre los longobardos de Sipanto (Manfredonia) el 8 de mayo del 663. En una fecha semejante, el 8 de mayo del 492 ó 494, se decía todavía, según una narración mezclada con leyenda, que San Miguel se apareció en una caverna del monte Gárgano, en Manfredonia. El santuario edificado allí en su honor adquirió en seguida gran fama y llegó a ser centro activo de irradiación de su culto en Italia del Sur y además en Lombardía, a través del régimen de los longobardos, entonces dueños del ducado de Benevento. A imitación del santuario garganense y con una leyenda parecida fue fundado en 709, en San Miguel, de Normandía, otro célebre santuario, que difundió en todo el Occidente y en el septentrión de Europa el culto al santo arcángel.

La liturgia romana atribuye a San Miguel una doble función:

a) La de ser guía de las almas al cielo. Era una opinión común en las religiones paganas que el alma era conducida hacia su morada en la otra vida por un conductor de los muertos. Y ya que éste debía haber recibido de Dios la misión de llevarle las almas, tenía también el nombre de ángel. Estos ángeles psicopuentes eran fácilmente mezclados con los genios de los vientos, porque escoltaban a las almas a través del aire. También el judaismo helénico participaba de estas ideas. Los rabinos enseñaban que pueden ser introducidos en el cielo solamente aquellos cuya alma es llevada por los ángeles. Jesús mismo, por lo demás, C no había dicho en la parábola del epulón que habían sido los ángeles los que llevaron el alma de Lázaro al seno de Abrahán? Ahora, entre todos los ángeles, San Miguel era el psicopuente más importante; había sido él, al decir de San Gregorio de Tours, el que había presentado a Dios las almas de Adán y Eva y aun la de San José y de María Santísima. He aquí por qué la creencia en los ángeles conductores de las almas fue en seguida acogida en la Iglesia y fijada en vetustos textos epigráficos y litúrgicos. Uno de éstos, contenido en el Ant. ad offeri. de la misa de los difuntos, se refiere precisamente a San Miguel: Signifer sanetus Michael repraesentet ets (se. animas) in lucem sanctam. Otros textos con el mismo significado se encuentran en el oficio y en el ritual, pero son de creación posterior.

En relación con este encargo confiado por Dios a San Miguel existe una escena, ya atribuida por los antiguos a Mercurio y figurada sobre los monumentos clásicos, que se encuentra frecuentemente en los ciclos iconográficos medievales: el peso de las almas. El arcángel es representado con una balanza en las manos; en uno de los platillos es puesta el alma bajo la figura de un niño desnudo; mientras el otro platillo, que se supone que contiene el peso moral de sus malas obras, es solicitado por el diablo para que la balanza se incline de su parte.

b) La de defensor del pueblo cristiano. Los textos litúrgicos se inspiran gustosos en la Escritura, que designa a San Miguel como jefe de las milicias angélicas, las cuales combaten a Satanás, el enemigo de Dios y de su pueblo, y lo invocan para que defienda a la Iglesia en sus luchas, y a las almas en las estrecheces de la muerte en del juicio: Michael Archangele, veni in adiutorium populo Dei (1.a ant., 2.° noct.); Sánete Michael Archangele, defende nos in praelio, ut non pereamus in tremendo indicio (vers. del Aleluia en la misa). La tradición cristiana ha elegido por esto a San Miguel como patrono de las ciudades. de las provincias y de los reinos católicos; llevaba sus estandartes en primera fila en las batallas; ha puesto su estatua en las ciudadelas, como el castillo del Santo Ángel, en Roma, y lo ha representado con preferencia vestido de guerrero, cubierto con coraza, con la espada en la mano, mientras aterra al dragón infernal, que se agazapa vencido a sus pies.

 

Las místicas visiones de Isaías y las de San Juan en el Apocalipsis, que aluden frecuentemente a una liturgia celestial, es decir, a un templo, a un altar de oro erigido delante del trono de Dios y a un ángel oficiante con un incensario de oro, han dado motivo para ver en él a San Miguel. La oración Supplices, el canon romano y la fórmula todavía en uso en la bendición del incienso parecen confirmarlo. La leyenda se apoderó de la idea, e inventó la creencía de que San Miguel cada lunes celebra en el cielo la misa. Por eso en Verona y en la alta Italia durante el siglo X se iba el lunes a la iglesia de San Miguel ad portam para oír allí la misa, que se creía rica de especiales virtudes. Raterio de Verona (1976), que recuerda tan extrañas supersticiones, las ridiculizaba, diciendo: Secunda, inquiunt, feria Michael Archangelus Deo missam celebrat. O coeca dementia! Quae tibí enim videtur causa, quae apud nos primam vel secundam. facit feriam? nonne solis ortus et eius accubitus? Et quis est alius sol in cáelo nisi sol iustitiae?... Et in quali templo canit S. Michael missam, cum lohannes in Apocalypsi dicat: Templum non vidit in ea? No obstante, la leyenda ha dejado una señal en la liturgia medieval, porque, en la serie de las misas votivas semanales, la del lunes estaba generalmente dedicada a San Miguel, jefe de las milicias celestiales.

Finalmente, no hay que olvidar que la fiesta litúrgica del 29 de septiembre mira a honrar a San Miguel no sólo individualmente, sino de una manera especial como cabeza y representante de todas las legiones angélicas. Los textos más antiguos de la misa y, en manera más reducida, los del oficio expresan este carácter colectivo que se dirige globalmente a los ángeles, comenzando con la oración Deus, qui miro ordine, compuesta muy probablemente por San Gregorio Magno. Los dos himnos del oficio Te sfrlendor y Christe sanctorum son atribuidos a Rábano Mauro, de Fulda (+ 856).

 

San Juan Bautista.

Los sucesos prodigiosos verificados en el nacimiento de San Juan Bautista, su dignidad de profeta del Altísimo, de ángel precursor; la proclamación de su eminentísima santidad, hecha por el mismo Jesucristo; su glorioso martirio, lo hacían acreedor, sin duda, a la veneración de toda la Iglesia. En efecto, su culto, a diferencia de los otros, estrictamente locales, se nos presenta desde el siglo IV con carácter universal. Constantino le dedica una basílica en Ostia, Albano. Constantinopla y el famoso baptisterio lateranense, que sucesivamente dio el nombre a la vecina basílica del Salvador y a la mayor parte de los baptisterios antiguos. Al final del siglo IV se encuentran señales de su culto en Siracusa y en Turín, en Campania, en Egipto, en África y en Palestina, donde en Sebaste eran veneradas sus reliquias, dispersas después baio Juliano el Apóstata.

Su fecha festiva más antigua que nosotros conocemos es la del 24 de junio, atestiguada por numerosos sermones de San Agustín: Solos dúos natales celebrat Ecclesia, huius et Christi, e instituida, según se observa desde hacía tiempo, maiorum traditione accqpia. Pero, como justamente opina Duchesne, en un principio debió de existir primero otra fiesta, fijada en enero, en relación con el bautismo del Señor (Epifanía). El uso armeno nestoriano y el bizantino, como también el acróstico del papiro litúrgico de Fajium (s.IV), señalado con la fecha del 5 de enero, podría servir de prueba.

Ya que, según las palabras del ángel a María, el nacimiento del Bautista precedió en seis meses al de Jesús, no hay duda de que la fecha del 24 de junio haya sido instituida después y en relación con la de la Navidad de Cristo. Efectivamente, la fiesta natalicia, cayendo el 25 de diciembre, habría hecho poner la de San Juan el 25 de junio; pero porque Navidad en la fecha latina era VIII Kal. lanuarii, análogamente se fijó el nacimiento de San Juan en el VIII Kal. lulii, que corresponde al 24 de junio, porque este mes, a diferencia de diciembre, tiene sólo treinta días.

El culto del Precursor en Roma y en Occidente adquirió en seguida importancia extraordinaria. En la ciudad se contaban por lo menos veinte iglesias dedicadas a él; veintiséis papas tomaron su nombre. En las Galias, su fiesta estaba precedida de dos semanas de ayuno, como en Oriente; y en el 505, el concilio de Agde la equiparaba, como única entre las fiestas de los santos, a la de Pascua y a la de Pentecostés. El sacramentario leoniano contiene para este día cinco misas; la primera, para la vigilia, con ayuno, exhibentes solemne ieiunium, dice el prefacio; la segunda y la cuarta, para la fiesta; la tercera, titulada ad Fontem, para la sinaxis, que debía celebrarse en el baptisterio; era, en suma, un día polilitúrgico, a semejanza de Navidad; la Navidad del verano. El uso de cantar este día más de una misa duró mucho tiempo en la Iglesia latina, probablemente hasta fines del siglo XI. El gregoriano tiene tres, comprendida la vigilia, que en el alto Medievo debía decirse al atardecer, al cerrarse el solemne ayuno. La segunda tenía lugar de nocte, después del canto del doble oficio matutino; la tercera, en el día. Era una feliz imitación de la análoga costumbre natalicia, que Alcuino interpretaba así: Tres missae celebrantur in festivitate S. loannis, quia tribus insignibus triumphis excellenter refulsit, officio Praecursori, baptistae ministerio, et quia Nazaraeus ex útero matris remansit.

Esta solemnidad, acompañada por todas partes de usos populares a veces también supersticiosos, se mantiene casi inalterada hasta nuestros días. Dejó de ser fiesta de precepto con la reforma introducida por el Código Canónico. Los signos sáficos asignados por el breviario a esta fecha son del monje casinense Pablo Diácono (+ 799), historiador muy conocido del siglo VIII, el cual los compuso en honor del Bautista, titular de la iglesia de Montecasino. Añade después la leyenda que un Sábado Santo, mientras él se preparaba a cantar el Exultet, se vio aquejado de afonía, y compuso aquellos versos en la esperanza de que se renovase en él el prodigio que se cumplió en el padre de San Juan Bautista. De estos signos, más tarde, Guido de Arezzo (+ 1050) fue el primero que derivó los nombres de las notas musicales:

Ut queant Ickvis — Resonare fibris Mira gestorum — FamwZi tuorum, Solve polluti — LaZm reatwm, Sánete lohannes.

Iíes pascha vero Natale Domini, Epiphaniam, Ascensionem Domini, Pentecosten et Natalem S. loannis Baptistae, vel si qui?naximi dies in festivitatibus haoeantur... (en. 22).

 

La Iglesia latina celebra el 29 de agosto otra fiesta en honor del Bautista, la Degollación o, como nota el gelasiano, la Passio. Es imposible decir si es éste el día aniversario de su martirio. El Venerable Beda creía que la fecha del 29 recordaba la invención de la cabeza del Precursor, que tuvo lugar en Cosilao, junto a Calcedonia, poco antes del 391; pero, por el contrario, es el aniversario de la dedicación de una iglesia en Sebaste, la antigua Samaría, hacia la mitad del siglo IV, en la cual se veneraba la tumba del Precursor y la del profeta Elias. La fiesta no era conocida por San Agustín, pero se encuentra celebrada en las Galias y en España en el siglo V; falta en el sacramentarlo leoniano, pero se encuentra en el gelasiano.

Algunos antiguos calendarios orientales recuerdan una tercera fiesta del Bautista, la de su concepción, la cual en un tiempo fue también admitida en Nápoles, España e Inglaterra. Hoy ha quedado solamente en el calendario de la Iglesia bizantina, el 23 de septiembre.

 

San José.

198. Es ciertamente muy extraño que el culto de San José, el esposo de María y el padre de Jesús, el vir iustus recordado varias veces en el Evangelio, no se haya introducido en la Iglesia más que en época muy tardía. En Oriente, su nombre se encuentra, en primer lugar, en algunos calendarios coptos de los siglos VIII-IX señalado el 20 de julio, y algún tiempo después, en el Menologio de Basilio el Joven (s.X) asociado al nombre de los Magos y puesto el 25 de diciembre, y fue alli que en torno a esta fecha, 25 ó 26 de diciembre, se celebrase una fiesta en honor de San José, del rey David y de Santiago, frater Domini, en algunas iglesias bizantinas, o al menos una conmemoración litúrgica, se deduce claramente de los himnos acrósticos compuestos por el himnógrafo José de Siracusa, llamado Melode, que floreció en Bizancio en el siglo IX, elegido como relator de la Iglesia griega por el patriarca San Ignacio y venerado también él como santo. En Occidente, San José es ciertamente objeto de las alabanzas admirables de los Santos Padres, su figura domina en los apócrifos más antiguos, pero no aparece ninguna señal de culto litúrgico; su nombre entra en los libros rituales justamente en el siglo X. El martirologio de Fulda (s.X) lo reseña el 19 de marzo bajo la rúbrica In Bethleem sancti loseph, pero se trata de un libro de carácter privado.

Para encontrar las primeras alusiones a un culto público es preciso descender hasta el siglo XI. Sabemos que los cruzados habían edificado en Nazaret, si no existía ya en formas más modestas, una gran basílica dedicada a San José sobre el lugar donde la tradición local indicaba su casa y su taller de carpintero. Los cimientos de la iglesia han sido encontrados hace pocos años.

 

En estos últimos años, algunos miembros del clero y del episcopado han pedido repetidamente a la Santa Sede que eleve a San José al primer rango litúrgico de honor, hasta ahora reservado, después de la Virgen, a San Juan Bautista, introduciendo su nombre en el canon, Conífeor, letanía y en todas las conmemoraciones; pero la Santa Sede no ha creído oportuno hasta hoy el derogar la tradición. A este respecto ayuda referir algunas atinadas observaciones del cardenal Schuster.

Pero hoy, que la devoción al patriarca San José ha irradiado tanta luz sobre su figura, es más fácil el resolver la cuestión en el sentido ya aludido por la liturgia, cuando anteponía José al coro de los apóstoles. Del contexto del Evangelio aparece que el primado concedido a Juan se refiere a su misión profética y mesiánica. El es el vértice de la pirámide de los patriarcas, de los profetas y de los santos que anuncian y preparan el Nuevo Testamento. Como Juan los sobrepuja a todos en dignidad, así los supera también en santidad, ya que fue santificado en el mismo seno materno.

San José, por el contrario, forma parte de otro sistema y de otro cuadro. El no entra, por decirlo así, a formar parte de la teoría de los patriarcas que se mueve en torno al Mesías, no tiene una misión profética al servicio de Cristo; pero, en cambio, entra en el mismo plano de su santa encarnación como el verdadero esposo de María y el depositario, en nombre del Eterno Padre, de la patria potestad sobre el Niño Jesús. Y es José, el hijo de David, el que con su matrimonio virginal con María introduce y presenta dignamente al mundo a Jesús como el legítimo heredero de las promesas mesiánicas, hechas precisamente a David y a Abrahán.

La trascendencia de María y de José no menoscaba, por tanto, nada la gloria de Juan, proclamado por el Redentor como el más grande entre todos los profetas nacidos de mujer. De donde también la sagrada liturgia, tanto sobre la cuna del Precursor como en la prisión de Maqueronte, entona en su alabanza los propios cantos triunfales."

 

La Fiesta de Todos los Santos.

La idea de una conmemoración litúrgica colectiva de todos los santos mártires (ya que la Iglesia antigua sólo a éstos tributaba culto) nació y se concretó primeramente en Oriente. En Antioquía esta fiesta se celebraba en la primera dominica de Pentecostés, es decir, al final del tiempo pascual; y San Juan Crisóstomo nos ha dejado un "panegírico de todos los santos mártires martirizados en todo el mundo," pronunciado precisamente siete días después de la solemnidad de Pentecostés. En cambio, en Edesa, como ha demostrado Bickell, tenía lugar una fiesta análoga el 13 de mayo. Finalmente, la Siria oriental ya en el 411 hacía memoria de todos los mártires el viernes infraoctava de Pascua.

Esta triple tradición oriental encontró en seguida eco también en Occidente. El más antigqo leccionario romano, el de Wurzburgo, que refleja el uso litúrgico del siglo VI, contiene en la dominica primera después de Pentecostés la indicación Dom. in nat. sanctorum, con la perícopa del Apocalipsis... et ecce turba magna quam dinumerare,.., y el viernes de la octava de Pascua, la estación ad sta Maña martyra. Queda la fecha del 13 de mayo, la cual, si bien se aceptó la última, prevaleció en seguida sobre las otras. Esta, por la influencia de las comunidades ítalogriegas, fue escogida por el papa Bonifacio IV para realizar en el 609 la dedicación del Panteón. Este magnífico edificio, levantado por Agripa (+ 12 a.C.) en honor de Júpiter vengador, había sido cerrado al culto desde el siglo V. El pontífice, obtenido el permiso del emperador Foca, depositó en él numerosas reliquias de mártires, y el 13 de mayo del 609 lo consagró basílica cristiana, en honor de María Virgen y de todos los mártires, con el nombre de S. María ad Maríures. El recuerdo de esta solemne dedicación se celebraba cada año con concurso extraordinario de peregrinos. El papa mismo cantaba la misa estacional, durante la cual, desde lo alto del lucernario abierto en la cúpula majestuosa, se hacía llover dentro del templo una nube de flores y de pétalos de rosa, que descendían sobre los fieles. Era la "rosario" o fiesta de las rosas, tan querida por los romanos.

 

Un nuevo impulso en Roma, no sólo al culto de los mártires, sino también al de todos los santos en general, lo dio Gregorio III en el 741 con la fundación en San Pedro de un oratorio dedicado in honorem Salvatoris, sanctae Del genitricis semperque virginis Mariae dominae nostrae, sanctorumque apostolorum, martyrum quoque et confessorum Christi, fierfectorum iustorum, en el cual los monjes basilicarios debían celebrar cada día las vigilias, y los presbyteri hebdomadarii, missarum solemnia. Sino que cien años después, en 835, Gregorio IV, como lo atestigua el escritor contemporáneo Adón (+ 874), presionaba sobre Ludovico Pío para que con un decreto real ordenase la celebración, en sus estados, de la fiesta de Todos los Santos con la fecha de 1.° de noviembre.

 

Excurso II.

El Año Litúrgico Ambrosiano

 

Las Fuentes.

Las fuentes para el estudio de un año litúrgico ambrosiano no son, en general, anteriores a los siglos IX-X, la época más antigua a que se remontan los manuscritos, Noticias parciales, sin embargo, se encuentran también en los siglos precedentes. Los escritos de San Ambrosio nos dan buenos indicios para su época. Notamos al propósito los estudios de Magistretti y los más recientes y críticos de Paredi y de Frank.

Se remontaría al siglo V, según Paredi, el número de prefacios genuinos del misal ambrosiano, cuya redacción él atribuye a San Eusebio, arzobispo de Milán en aquella época. Estos prefacios, por tanto, serían testimonios de las fiestas para las cuales fueron redactados; si no todos se remontan a aquella época, se pueden, sin embargo, considerar como muy antiguos.

El Martirologio jeronimiano, en sus notas muchas veces confusas y equivocadas, nos da noticias para una época casi idéntica. Las notas milanesas contenidas allí fueron ilustradas por Savio, Lanzón y Delehaye. Son relativas al santoral.

Para el siglo VII tenemos el Capitulare Epistolarum S. Pauli (Ms. Reginense 9 de la Vaticana), editado por Tommasi, por Giorgi y por Quentin, de cuya edición lo reeditó Leclercq. Sería de grandísima importancia este documento si su genuinidad ambrosiana no fuese sospechosa. La duda sobre ella fue ya expresada por Morin, y se funda en la diversidad total de los textos entre este manuscrito y los otros seguramente ambrosianos. Es verdad que de este testimonio a los primeros códices ambrosianos va un espacio de tiempo de cerca de tres siglos; intervalo en el cual se habría podido operar una reforma del epistolario, especialmente en la época carolingia, época de reformas y de retoques, a los cuales no escapó en gran parte ni siquiera el rito ambrosiano; pero entonces las modificaciones habrían debido llevar a una uniformidad con los libros romanos, que es, por el contrario, muy débil; pero aquí nos encontrarnos sólo en el campo de la hipótesis. De todos modos, tal documento, si no representa el genuino uso ambrosiano del siglo VII, es, sin embargo, testigo de un uso muy semejante y emparentado con el ambrosiano y podrá servir, al menos, como fuente secundaria de consulta.

 

Viniendo después a los primeros manuscritos litúrgicos ambrosianos, el más importante, sin duda, para los efectos del año litúrgico es el Capitulare Evangeliorum, de Busto Arsizio, manuscrito de los siglos X-XI, pero que representa un tipo litúrgico anterior a los influjos de la reforma carolingia, como demuestra la ausencia en él de fiestas características para los gelasianos del siglo VIII.

También es importantísimo un evangeliario con epistolario ambrosiano, Ms. A. 28 Inf. de la Ambrosiana, de los siglos IX-X, con alguna fiesta más que el capitular, pero siempre menos que los misales y manuales.

Los misales ambrosianos no son anteriores a los siglos IX-X y denotan fuertes influios de los libros romano-carolingios, especialmente de los sacramentarlos del siglo VIII. Baumstark hubiese querido que el misal ambrosiano fuese una de las fuentes de los gelasianos del siglo VIII, sacando de él algunas fiestas y sus formularios relativos. Pero eminentes liturgistas, como Molhberg y Andrieu, han demostrado la tesis opuesta, indicando los puntos en los cuales el redactor ambrosiano ha fallado, copiando inoportunamente de los gelasianos del siglo VIII, y la comparación del capitular de Busto con los misales ambrosianos, con la ausencia en el primero de fiestas contenidas en los segundos, fiestas propias de los gelasianos del siglo VIII, ha confirmado definitivamente esta tesis. Esto tiene gran importancia para la demostración de la tardía introducción en el calendario ambrosiano de algunas fiestas, especialmente de la Santa Cruz, de la Virgen y de algunos santos, principalmente de apóstoles.

Otras fuentes son los manuales, que son una mezcla de salterio, calendario, antifonario y oracional tanto para la misa como para el oficio; también aquí la época del manuscrito no es anterior a la de los misales.