7. Los Vasos Sagrados.

El Cáliz.

334. El cáliz (calix, poterion), aquella humilde vasija que Jesús eligió en la última cena para obrar en ella el prodigio de la primera consagración eucarística, es el más importante de los vasos sagrados. Ya San Pablo lo identifica con la sangre misma de Cristo, y, más tarde, Optato de Mileto lo llamará "custodio de la sangre de Cristo."

Del cáliz o copa que utilizó el Señor no nos han llegado tradiciones atendibles. El Breviarium de Hierosolyma o Itinerarium, del Pseudo-Antonino de Piacenza, asegura (c. 570) que era de ónix y se conservaba en la basílica constantiniana de Jerusalén. Más tarde, el Venerable Beda dice ser de plata y con dos asas. En la Edad Media, varias iglesias, entre ellas la de Cluny, creían poseerlo. Una sola cosa puede afirmarse con mucha probabilidad, y es que el cáliz de la cena sería de vidrio, porque de esta materia eran generalmente las copas rituales usadas por los judíos en la época de Augusto.

De vidrio también fueron los primeros cálices, conforme al uso doméstico de los romanos. Lo dice Tertuliano, y, además, puede verse en la reproducción que se conserva en el fresco eucarístico del cementerio de Calixto, donde, dentro de un canasto rebosante de panes, se entrevé un vaso de vidrio que contiene un líquido rojo. San Ireneo cuenta que el gnóstico Marcos, hacia fines del siglo II, celebraba una pseudo-eucaristía sirviéndose de un cáliz de vidrio, cuyo contenido se volvía rojo mientras recitaba sobre él una oración. San Atanasio, escribiendo hacia el año 335, atestigua que el cáliz místico (esto es, eucarístico) era normalmente de vidrio. Como ejemplares antiguos de cáliz cristiano de vidrio pueden considerarse: el cáliz de vidrio azul hallado cerca de Amiéns, actualmente en el Museo Británico, muy semejante al del célebre mosaico de San Vital, y el cáliz descubierto en el cementerio Ostriano, de Roma, que se conserva hoy en el Museo de Letrán. Además de los cálices de vidrio, que se usaron hasta el tiempo de San Gregorio Magno (604), debió de haber otros de materia más sólida, como hueso, madera dura, cobre, pero sobre todo de metales preciosos. El Líber frontiftcalis — no sabemos con que rigor histórico — dice refiriéndose al papa Urbano 1 (227-233): jecit minitenas argénteas XX. El inventario de la pequeña iglesia de Cirta, del 303, registra dos cálices. Cáliz de wilten (s.XII) de oro y seis de plata. San Juan Crisóstomo tiene palabras fuertes para ciertos ricos de su tiempo que, habiéndose enriquecido con los bienes de los huérfanos, regalaban después a la Iglesia cálices de oro. El Líber pontificalis nos ha conservado abundantes noticias sobre la riqueza notable de las iglesias remanas de los siglos IV y V en cálices de oro y plata, provenientes de la munificencia de emperadores y papas, pero que fueron bien pronto objeto de la rapiña de los bárbaros. Estos también en otras partes despojaban las iglesias de sus cálices: Gregorio de Tours refiere que el rey Childeberto, al regresar de su expedición a España (531), trajo consigo sexaginta cálices, quindecim patenas... omnia ex auro puro ac gemmis pretiosis ornata.

 

En cuanto a la forma, podemos en general afirmar que los cálices antiguos se asemejaban más a una taza o ánfora. Es decir, que tenían una línea poco esbelta, con la copa muy ancha y profunda y unida al pie mediante un cortísimo cuello. A los lados presentaban dos asas para facilitar el manejo. En los documentos anteriores al año 1000 se distinguen dos clases de cálices: los que servían para la consagración del vino, llamados propiamente maiores, provistos siempre de asas, muy pesados y bastante capaces, y otros llamados ministeriales, con asas o sin ellas, pero más ligeros y, manejables, que servían para distribuir la comunión a los fieles bajo la especie de vino. El vino que los fieles ofrecían se recogía primeramente en las amae, ánforas de gran cabida; de éstas se escanciaba luego todo o parte en el cáliz maior, que estaba colocado sobre el altar delante del celebrante; finalmente, de este cáliz se repartía, mediante un instrumento apto (cuchara o cazo, por ejemplo), a los cálices ministeriales.

Estas exigencias litúrgicas trató de satisfacer el arte bárbaro de la alta Edad Media, olvidada ya de la técnica clásica. Producto de este arte fueron los cálices de la época, de forma burda, pesada y a veces de proporciones exageradas. Del papa Adriano II (772-795) leemos, en efecto, que donó a la basílica de San Pedro, para el servicio ordinario del altar, una patena y un cáliz de oro cuyo peso global era de unos ocho kilogramos; León II (795-816) regala igualmente un calicem maiorem cum gemmis et ansis duabus pensantem libras 18, o sea unos nueve kilogramos; Carlomagno da cálices preciosos que llegan a pesar hasta diez kilogramos. Sin embargo, no siempre se trataba de cálices para el servicio litúrgico; muchas veces eran puramente ornamentales, que solían colgarse de la pérgola o del baldaquín en los días festivos.

Los cálices de la primera Edad Media que se conservan en nuestros días son bastante escasos. Entre los principales recordaremos: el llamado cáliz de Antioquía, atribuido a los siglos V o VI9, y el del Museo Vaticano, del siglo V, entrambos todavía de carácter clásico; el de Gourdon (s.VI); el de Kremsmvnster (Austria septentrional), con el nombre del duaue Tasi-Ion de Baviera (c.788); el de Zamon (Italia, Trentino), en plata, del siglo VI, con la inscripción de donis Dei Ursus diaconus sánelo Petro et sancto Paulo obtulit: el de Pavía, en madera, de copa muy ancha (s.VIII): el de Gozzelino, obispo de Toul (f962), en Nancy; casi todos éstos carecen de asas y son de auténtico estilo barbárico. De piedra dura y alabastro son los cálices de estilo bizantino (s.X y XI) del tesoro de San Marcos, de Venecia. Por los siglos XI y XII comienza a decaer la comunión de los fieles bajo la especie del vino, por lo cual los cálices de dos asas apenas si se usan y ya no se fabrican.

Sobre los cálices se grababan con frecuencia inscripciones, llamadas unas dedicatorias, como la mencionada del diácono Ursus, derivada de la fórmula litúrgica de tuis donis ac datis... y otras deprecativas, como ésta, que se lee sobre el cáliz de San Remigio de Reims (+ 533): Hauriat hiñe populus vitam de sanguine sacro, iniecto aeternus quem fudit vulnere Christus.

Llegó después un tiempo en que los cálices se fundían para rescatar prisioneros hechos por los normandos. No era novedad en la Iglesia. San Ambrosio hace mención de las críticas de algunos observantes por el mismo motivo: Quod confregimus vasa mystica, ut captivos redimeremus. Con idéntica finalidad. San Cesáreo de Arles (+ 543) vendió los cálices y patenas de su iglesia, limitándose a celebrar en cálices de vidrio; dice justificándose: Non credo contrarium esse Deo de ministerio suo redemptionem dari, qui seipsum pro hominis redemptione tradidit.

 

Con la historia de los cálices ministeriales tiene relación la llamada cannula (fístula, calamus), que servía para que los fieles sorbieran cómodamente del cáliz el vino consagrado. En Roma y en otras partes parece que se usaba ya en el siglo VII. La rúbrica del X Ordo romanus describe así el empleo que se hacía de la cánula: Diaconus, tenens calicem et fistulam, stet ante episcopum, usque dum de sanguiñe Christi, quantum voluerit, sumat; et sic calicem et fistulam subdiacono commendet.

También el flabellum o abanico se introdujo en función del cáliz, a fin de alejar de él los insectos, y especialmente las moscas, durante el tiempo del calor; de ahí que se le llamara asimismo muscatorium. De este utensilio hablan ya las Constituciones apostólicas, que nombran a dos diáconos para que a ambos lados del altar agiten flabelos de pepel fino o de plumas de pavo real. En la Edad Media, en Roma y en todo el Occidente, el flabellum se utilizaba durante la misa desde la secreta hasta el final del canon: lo atestigua así Durando en pleno siglo XIII; pero más tarde, al cesar la comunión bajo la especie de vino, cayó en desuso, permaneciendo todavía como señal de honor en el cortejo del romano pontífice.

Recordaremos, finalmente, los llamados cálices bautismales, que la Iglesia antigua utilizaba para dar a beber a los neófitos la leche y la miel. Alude a ello el Líber pontificalis a propósito de Inocencio I (+ 417), que regaló cálices ad baptismum III, pensantes singulos lib. El Museo Vaticano conserva un hermoso vaso de vidrio blanco, salpicado de peces y conchas en relieve, que, según De Rossi, es un cáliz bautismal.

 

La Iglesia actualmente prescribe que el cáliz sea consagrado mediante la unción del crisma y conforme a las fórmulas del Pontifical, que se encuentran ya en el sacramentarlo gelasiano y en los libros galicanos. En un principio, sin embargo, el uso romano consideraba los vasos litúrgicos como res sacra por el mero hecho de haber sido utilizados una sola vez para el santo sacrificio. San Agustín lo advierte claramente: Sed et nos pleraque instrumenta et uasa huiusmodi materia (argento et auro) habemus in usum celebrandorum sacramentorum, quae. ipso ministerio consecrata, sancta dicuntur.

Algún escritor ha interpretado la cruz que muchos cálices medievales llevan grabada en el pie como el signaculum o contraseña de haber sido consagrados. A juicio del P. Braun, se trata de una cruz ornamental o bien de una señal que indica la posición normal de esos mismos cálices.

Por razón del carácter sagrado del cáliz, la antigua disciplina prohibía a los ministros inferiores, excepción hecha de los diáconos, el tocar el cáliz y la patena. Así el concilio de Laodicea. Pero más tarde la Iglesia latina mitigó este rigor, concediendo primero al subdiacono y luego a los acólitos y a todos los clérigos el poder tocar los vasos sagrados. Pío IX extendió tal facultad a los seglares y a las religiosas que en las respectivas iglesias desempeñen el cargo de sacristán.

El velo con que se cubre el cáliz en las misas privadas es, probablemente, la transformación del pannus offertorius que, según el I Ordo romanus (n.84), envolvía por reverencia las asas del cáliz mientras estaba sobre el altar.

 

La Patena.

El plato o patena (de patere) era, juntamente con el cáliz, un utensilio esencial del banquete que servía para poner en él el pan o las viandas. Los evangelistas, en el relato de la última cena, mencionan, en efecto, la paropsis o catinum que Jesús tenía delante de sí sobre la mesa. Tal fue desde un principio la función litúrgica esencial de la patena: recibir el pan consagrado y servir de plato antes y después de la consagración para partir las sagradas especies y distribuirlas luego a los fieles. El Líber pontificalis refiere — no sabernos con qué fundamento — del papa Ceferino (203-229) que dio orden para que, delante del obispo celebrante, los ministros sostuvieran patenas de vidrio, de las cuales cada uno de los sacerdotes asistentes debía tomar la corona consagrada para distribuirla entre el pueblo. El mismo Líber pontificalis atestigua veinte años después que el papa Urbano fecit ministerio, sacrata omnra argéntea, et patenas argénteas XXV posuit, o sea que suministró para el servicio litúrgico tantas patenas de plata cuantos eran los títulos presbiterales, ya que, como fue más tarde establecido por los papas Melquíades, Siricio e Inocencio, cada sacerdote titular debía, en señal de comunión con el pontífice, distribuir a los fieles las especies por éste consagradas.

Podemos creer, por tanto, que primitivamente la patena era de vidrio, como el cáliz, y que posteriormente fue cuando se fabricó con materiales más sólidos y preciosos. De ordinario tuvo forma redonda, pero podía también ser cuadrangular, como la patena de oro anexa al cáliz de Gourdon (s.VI-VII).

El ejemplar más antiguo de patena vitrea que ha llegado hasta nosotros es el de Colonia (actualmente en el Museo Británico, de Londres), descubierto en 1864. Es una patena redonda con el centro deteriorado y perdido; en torno a la periferia lleva una ancha franja con escenas bíblicas de factura clásica, que se remontan a los siglos III o IV. En el año 1935, en Canosio (Umbría) fueron hallados varios vasos eucarísticos de los siglos V o VI, y con ellos cuatro patenas de plata; la más interesante tiene en el centro grabada una cruz, rodeada de una corona de palmas, y, junto al borde, la inscripción siguiente: De donis Dei sancti martyris Agapiti mater es eííx.

En la baja Edad Media, las patenas conservaron substancialmente la simplicidad de la forma circular antigua; en el fondo de la concavidad se grababa la cruz o la figura del Cordero o una mano nimbada, símbolo de la divinidad, o la efigie de Cristo bendiciendo; también, a veces, una inscripción conmemorativa, como ésta: En pañis sacer, et fidei laudabile munub, ómnibus omnis adest, et sufficit ómnibus unus.

Asimismo se encuentran patenas con la superficie modelada en forma de medallones, quizá guardando relación con la costumbre mozárabe de agrupar las oblatas sobre la patena en determinada forma simbólica.

En cuanto a las dimensiones, podemos creer que las patenas antiguas, usadas en la época de las ofrendas en especie, serían ligeramente diversas unas, de otras. Había una pequeña para uso del celebrante, sobre la cual éste consagraba la oblata; los Ordines romani prescribían que esta patena debía colocarse a la derecha del cáliz. Además se usaban otras, llamadas ministeriales, bastante más amplias, en las que se hacía la fracción del pan consagrado, y de las cuales el sacerdote tomaba una a una las porciones que daba en comunión a los fieles. En efecto, el Líber pontificalis, a propósito de algunos papas de los siglos VII-VIII, consigna regalos de patenas que pesaban veinte y más libras, y algunas incluso provistas de asas. Una rica patena ministerial de estilo bizantino es la que se conserva en Venecia, en el tesoro de San Marcos. Es de alabastro y tan amplia, que en cada una de las seis cavidades que rodean la figura del Salvador en esmalte cabe perfectamente una de nuestras más grandes hostias de celebrar. La patena está circundada por una lujosa corona de perlas, y el esmalte central por la inscripción en griego: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. En los siglos X-XI, al cesar el rito del ofertorio popular y extendiéndose el empleo de las planchas para fabricar las hostias, éstas fueron poco a poco reduciendo su tamaño, y, por consiguiente, también las patenas acortaron sus dimensiones.

Así como para sorber el vino consagrado se servían con frecuencia los sacerdotes y los fieles de una cánula de oro, así también, aunque menos frecuentemente, hallamos que el celebrante, para tomar de la patena la partícula u hostia consagrada y darla a los fieles, usaba una pinza de oro.

Los Relicarios.

Nos referimos aquí a los vasos o receptáculos de diversos tipos en los que la Iglesia a través de los siglos ha guardado determinados objetos de culto. Entre éstos figuran, en primer lugar, las reliquias de los mártires y de los santos.

La memoria de éstos no se limitaba únicamente a la lectura de sus gestas, ni sólo a la inscripción de sus nombres en los dípticos, sino que principalmente iba unida a la veneración de sus reliquias, ya estuviesen éstas encerradas dentro de una capsa, si se trataba del cuerpo entero, o en una capsella o cofrecito, si era solamente una parte de los huesos o cenizas, ya fuesen, en fin, reliquias de mero contacto (brandea, palliola).

A partir del siglo IV son frecuentes las alusiones a cajas de metal, madera y marfil que conteniendo reliquias se colocan en los altares en el acto de su dedicación o se entierran junto a las sepulturas de los difuntos para su sufragio, o bien se llevan al cuello (encolpia) o se tienen en casa como objeto de devoción.

El ejemplar más antiguo y precioso que ha llegado hasta nosotros es la Lipsanoteca, de Brescia (primera mitad del s.IV), el más bello de los marfiles cristianos;

En un principio tenía la forma de cofrecito; más tarde fue descompuesta, y cada una de las tapas puestas en comisa en forma de cruz su primitiva forma de cofrecito, no ha mucho que fue transformado en cuadro. Algo posterior en el tiempo es la capsella argéntea de la basílica de San Nazario, en Milán, donde en 382 San Ambrosio depuso algunas reliquias que consiguió en Roma. Otras vetustas arquillas con representaciones o emblemas cristianos son la de Brivio, en Brianza (s.V); la de Rímini (s.V), la de Grado (s.V), que lleva grabados los nombres de los santos cuyas son las reliquias; la de Monza (s. VIII), de factura tosca, pero toda ella incrustada de piedras preciosas. Son además interesantes, aunque de distinto carácter, las numerosas ampollas de plata (s.V-VI) que se conservan también en Monza; fueron llevadas de Roma para la reina Teodolinda con aceite de los santos mártires; provenían del Oriente y reproducen escenas de la pasión según el tipo de las medallas allí usadas.

 

 

8. Las Vestiduras Litúrgicas.

 

Origen y Desarrollo del Traje Litúrgico.

El origen de las vestiduras litúrgicas no hay que buscarlo, como erróneamente afirman algunos liturgistas medievales, en los vestidos sagrados prescritos por Moisés y usados en el templo judaico. De ellos, la Iglesia lo más que pudo tomar es la idea de la conveniencia de un vestuario especial para el servicio del culto.

Nuestras vestiduras sagradas se derivan sencillamente del antiguo traje civil greco-romano. El mismo tipo de vestidos que usaba entonces la población civil en su vida social se utilizó también en la celebración de los actos litúrgicos. Primis temporibus — escribe exactamente W. Estrabón — communi indumento vestiti missas agebant, sicut et hactenus quídam orientalium faceré perhibentur. No tenemos testimonios explícitos de los primeros siglos a este propósito, pero podemos suplirlos con pruebas monumentales que nos suministran las pinturas de las catacumbas. En ellas, los ministros son representados durante la celebración del culto con la misma vestimenta que lleva el común de los ciudadanos romanos.

Esta identidad del traje civil y litúrgico se mantuvo en la Iglesia por espacio de varios siglos, incluso después de la paz constantiniana, como se desprende de múltiples testimonios. He aquí algunos de los más importantes.

En el 428, el papa Inocencio I escribe a algunos obispos de las Galias, censurando ciertas novedades extrañas por ellos introducidas en su modo de vestir, y les dice que el clero debe, sí, distinguirse del pueblo, pero doctrina, non veste; conversatione, non habitu; mentís púntate, non cultu. En África, San Agustín (+ 430) afirma de sí mismo que vestía como uno cualquiera de los diáconos y demás personas que convivían con él, bastándole una túnica linea para debajo y el byrrus para encima. Un fresco del cementerio de Calixto, del tiempo de Juan III (560-573), representa a los papas Sixto II y Cornelio vestidos con la dalmática, la planeta y el manto. Excepto esta última prenda, puramente eclesiástica, tal era todavía el traje civil de los honestiores en tiempo de San Gregorio Magno (+ 606). En efecto, su biógrafo Juan Diácono refiere haber visto en el monasterio romano ad clurn Scauri los retratos de su padre, el senador Gordiano, y del santo pontífice, entrambos representados con el mismo traje, con dalmática y planeta.

Se comprende, sin embargo, fácilmente que por reverencia hacia los santos misterios usaran los ministros durante el santo sacrificio vestidos mejores, reservados tal vez para este acto. Esta circunstancia explica algunas expresiones un poco ambiguas que leemos en escritores antiguos a este propósito. En los Cañones, atribuidos a Hipólito, se habla de diáconos y sacerdotes que visten durante la sinaxis paramentos más bellos que de ordinario: induti vestímentís albis pulchrioribus toto populo, potissimum autem splendidis...; etiam(los lectores) habeant festiva indumenta. Y Orígenes observa que alus indumentis sacerdos utitur dum est in sacrificiorum ministerio, et alus cum procedit ad populum. Paladio narra en su vida de San Juan Crisóstomo que cuando éste comulgó, la víspera de su muerte, en el oratorio de San Basilio, habiéndose quitado los vestidos ordinarios, se puso otros blancos. Lo mismo indica San Jerónimo respondiendo a ciertos herejes que afirmaban que la limpieza del vestido iba contra Dios: Quae sunt ergo inimicitiae contra Deum si tunicam habuero mundiorem? Si episcopus, presbyter, diaconus et reliquus ordo ecclesiasticus in administratione sacrificiorum candida veste processermt?

El Líber pontificalis atribuye al papa Esteban I (257-260) una disposición sobre los vestidos sagrados, la cual evidentemente es un anacronismo: sacerdotes et levitas vestibus sacratis in uso quotidiano non uti, nisi in ecclesia. Esta disposición prueba solamente después de lo que llevamos dicho que a principios del siglo VI, cuando se compiló el Liber pontif¿calis, había ya vestiduras exclusivamente reservadas para la celebración de la liturgia (vestimenta officialía), no porque tuvieran una forma especial, sino solamente porque se destinaban a un uso litúrgico. Más tarde, incluso se dieron repetidas veces normas episcopales inculcando el mismo respeto y reverencia a los vestidos sagrados. Todavía en 889, Ricolfo de Soissons prohibía a los sacerdotes el celebrar con la misma túnica (alba) que traían habitualmente en la vida ordinaria.

 

Pero al declinar el siglo VI y al introducirse en Occidente el modo de vestir de los bárbaros, comienza a delinearse un notable cambio en la moda profana, cambio que conducirá a la diferenciación radical entre el traje civil y el eclesiástico. La túnica talar (alba), que desde el siglo III era el vestido común interior, poco a poco va siendo substituida por una túnica bastante más corta y cómoda (sagum), mientras que la tradicional pénula, cerrada por todas partes, cede el puesto a un largo manto abierto por delante. Era la nueva moda impuesta por los bárbaros. De ella tenemos un ejemplo en el mosaico de San Vital (Rávena; s.VI), que representa al emperador Justiniano con su corte y al arzobispo Maximiano con sus diáconos. Aquí el vestido litúrgico de los eclesiásticos presenta las formas tradicionales (dalmática, casula); en cambio, el de los funcionarios imperiales es ya distinto.

Frente a estas innovaciones, la Iglesia conminó enérgicamente a sus clérigos para que mantuvieran sin alteración las vestiduras antiguas: non sagis laicorum more — recomienda un sínodo de Regensburg del 742 — sed casulis utantur, ritu servorum Def. En la práctica se obtuvo solamente que las usaran durante el servicio litúrgico. Un concilio de Narbona del 589 manda al diácono y al lector que no se quiten el alba antes de acabada la misa, prueba de que esta vestidura litúrgica se ponía encima de los vestidos ordinarios. El mismo I Ordo hace notar que el papa, al llegar a la iglesia estacional, entra en el secretarium, donde mutat vestimenta sua solemnia (n.29). Lo mismo hacen los demás ministros. Un ulterior desarrollo y transformación sufrió el vestuario litúrgico en la época carolingia, durante la cual los vestidos propios de cada una de las órdenes, a excepción de la casulla, así como las insignias episcopales, salvo la mitra, quedaron determinados hasta en la forma que hoy conservan. "Así vemos que los acólitos no llevan ya ni casulla, ni estola, ni manípulo y que los subdiáconos han dejado igualmente la casulla y la estola; además, se inventa para el sub-diácono un vestido especial de ceremonia, consistente en una tunicela semejante a la dalmática y en el manípulo, que es la insignia del subdiaconado; más tarde, todavía se introducen la capa pluvial y la sobrepelliz; finalmente, de manera muy especial se lleva a término la indumentaria del obispo. Pues no solamente las cáligas litúrgicas se hacen privilegio episcopal, sino que su vestuario se enriquece con varias prendas nuevas, como el cíngulo, los guantes y la mitra, a lo que se añade en Alemania el racional o superhumeral. Puede extrañar quizá que en este período se perfeccionase de un modo tan particular el atuendo litúrgico del obispo. Sin embargo, esto se explica fácilmente si se tiene en cuenta que a partir de la época carolingia crecieron en todas partes y muchísimo el prestigio y la autoridad episcopales, siendo la mayor riqueza de la indumentaria consecuencia natural y expresión sensible de tal crecimiento."

A este proceso de acortamiento contribuyó ciertamente la particular riqueza de las telas empleadas para la confección de los paramentos litúrgicos: iglesias, abadías, príncipes y pueblo emulaban por hacerse con suntuosos ornamentos después del siglo XI, ostentando las propias riquezas en lo precioso del tejido (ferciopelo, damasco, brocado) y en el arte del recamado en su más alta expresión (pintura a aguja). Ahora bien: todo esto fue en menoscabo de la ligereza y flexibilidad de las vestiduras, obligando, por razones prácticas de manejo y economía, a suprimir todo cuanto no fuese estrictamente necesario.

 

Las Antiguas Vestiduras Romanas.

Después de dar una idea general acerca del origen y desarrollo de las vestiduras sagradas, es necesario, antes de estudiarlas una por una consignar algunos datos sobre los antiguos vestidos romanos que dieron origen a aquéllas.

En el traje usado por los romanos en tiempo del Imperio hay que distinguir el vestido interior y el exterior. El vestido interior, prescindiendo de la faja lumbar y calzones cortos, lo constituía esencialmente la túnica, vestido amplio en forma de camisa, más bien corta en un principio, sin mangas y atada con dos cintas sobre los hombros; más tarde, hacia el siglo IV, fue con mangas hasta las muñecas y larga hasta los talones (túnica talaris et manicata). Era de hilo, blanca o de color claro; de ahí el nombre de alba que recibió en la Edad Media; se adornaba con dos galones purpúreos (clavi), más o menos anchos según la dignidad de la persona, que descendían paralelos por la parte delantera. Dentro de casa se dejaba caer suelta, pero en público se ceñía al cuerpo con un cinturón y se levantaba un poco por delante para mayor comodidad al andar; muchos, sin embargo, prescindían del ceñidor (túnica discincta).

El vestido externo o superior presentaba formas diversas según los tiempos y la categoría de las personas. La más solemne era la toga, prenda eminentemente romana, amplísima, de forma circular o elíptica, que se arrollaba artísticamente sobre la túnica. Era, sin embargo, bastante pesada e incómoda; por eso, en la época imperial, habiendo sufrido notables modificaciones, se reservaba para ciertas ocasiones solemnes, substituyéndola de ordinario por la dalmática, la pénula o el manto.

La dalmática, introducida en Roma por Cómodo (+ 192), era una especie de túnica para llevarse sobre la talar, diversa de ésta por ser bastante más corta (hasta las rodillas), suelta y provista de unas mangas más anchas, que no pasaban del codo. Se usaba muchísimo como traje de paseo; llevaba como adorno dos listas o claves purpúreas, que caían perpendiculares por delante; a veces se adornaba con dibujos en forma de palmas (fúnica palmata) o de circulitos rojos, a modo de estrellas, dentro de anillos.

La pénula (amphibolus) era un vestido de lana pesado, de forma redonda, cerrado por todas partes y provisto de una capucha (cucullus); por una abertura que tenía en el centro se introducía en él la cabeza y cubría completamente el cuerpo; para utilizar las manos era preciso levantar de los lados los bordes y echarlos sobre los brazos o los hombros. En un principio, la pénula se usaba en los viajes o durante el mal tiempo para protegerse de la lluvia y del frío; después pasó a ser un traje común y elegante. A últimos del siglo IV se confeccionaba con telas preciosas y ricos adornos de pasamanería, siendo entonces el traje de los senadores. El pueblo, sin embargo, la llevaba en forma más sencilla y reducida, con la parte anterior muy corta y la posterior hasta las pantorrillas.

El palio, de proveniencia griega, era el traje de los filósofos, el que llevaron Nuestro Señor y los apóstoles, por lo cual Tertuliano hizo un particular elogio de esta prenda. Consistía en un paño rectangular de lana tres veces más largo que ancho, que se ponía echando una tercera parte sobre el hombro izquierdo, de forma que esa parte cayese por delante sobre el brazo izquierdo; los otros dos tercios se pasaban por la espalda, recogiendo lo restante la mano derecha y volviéndolo a echar sobre el hombro izquierdo. Resultaba más bien incómodo, porque había que estar siempre colocándolo en su sitio; por eso, a veces se sujetaba con una fíbula al hombro izquierdo. Por este motivo, el palio en el siglo IV se reemplazó por la pénula, prenda mucho más cómoda. Con todo, no fue suprimido. Lo mismo que la toga sufrió el proceso de la contabulatio, y entonces, usado a manera de bufanda, pasó a ser un accesorio ornamental. Así lo hallamos en la ley sobre el vestido del año 382, es decir, como distintivo de los officiales. En África, más que en ninguna otra parte, se había introducido el uso de la lacerna después del siglo I, que era un mantillo corto, a manera de esclavina, abierto por delante, que se echaba sobre los hombros y las espaldas y se sujetaba sobre el pecho por medio de la lígula, pieza de paño o de cuero con dos botones o también con una correílla.

La usaban mucho los militares en guerra para defenderse de la intemperie, pues era más cómoda que la pénula; pero también la llevaban las personas distinguidas encima de la toga o de la dalmática para preservarse del polvo o la lluvia. San Cipriano se la puso en el momento del martirio: Se lacerna byrro expoliavit... — escribe Poncio, diácono — et cum se dalmática expoliasset et diaconibus tradidisset, in linea stetit et coepit spiculatorem sustinere. Idéntico a la lacerna, sólo que más pesado, era el byrrus, que estaba además provisto de capucha. También ésta era una prenda muy corriente en África.

Podernos deducir del examen de las diversas vestiduras romanas que el traje ordinario de una persona acomodada en el siglo IV del Imperio, se componía esencialmente de la túnica interior talar y con mangas, la dalmática y otra prenda exterior, que podía ser la pénula, la lacerna o la toga en las grandes ocasiones.

 

Las Vestiduras Litúrgicas Interiores.

A semejanza de los indumentos romanos, las vestiduras litúrgicas, que, salvo pequeñas transformaciones, se derivan de aquéllos, pueden dividirse en interiores y exteriores. En este punto comenzaremos a tratar de las primeras, que son las siguientes:

 

a) El amito.

b) El alba con el cíngulo.

c) El roquete.

d) La sobrepelliz.

 

El amito.

El amito que actualmente usan los ministros sagrados de rito romano, colocándoselo sobre los hombros y alrededor del cuello, no recibió este nombre antes del siglo IX Los Ordines romani antiguos le llaman anagolaium, anagolagium (de αναφσλαιου = manteleta); mαs tarde, especialmente en Alemania después del siglo XI, se llamó también humeral. El amito no trae su origen ni del velo con que los romanos se cubrían la cabeza durante los sacrificios ni del palliolum que algunas veces usaban para proteger la parte del cuello que la túnica dejaba descubierta, sino más bien de un paño de forma rectangular que desde la nuca se extendía hacia los hombros y, pasando los dos cabos por debajo de las axilas, sujetaba y ceñía al cuerpo los vestidos, haciendo más fácil el movimiento de los brazos. Casiano habla de ello, y dice que tal era la costumbre de los monjes egipcios; San Benito la adoptó para los monjes de Occidente.

El amito es mencionado por vez primera en el primer Ordo romanas como ornamento propio del pontífice en las grandes solemnidades y de los diáconos y subdiáconos regionales, que se lo ponían sobre el alba. En un principio, el uso del amito fue exclusivamente romano. En las Galias no entró hasta el tiempo de los carolingios, y no en todas partes. Pero al extenderse fuera de Italia, prácticamente lo adoptaron todos los clérigos, los cuales lo usaban debajo del alba. La antigua costumbre de vestirlo sobre el alba quedó como un privilegio del sumo pontífice y de los presbíteros asistentes al trono episcopal en las funciones pontificales. Esta es igualmente la práctica de la iglesia ambrosiana.

Una usanza característica que todavía hoy está vigente entre los franciscanos, dominicos y alguna familia de la orden benedictina, es la introducida después del siglo X, y que consiste en cubrirse la cabeza con el amito en la sacristía, dejándolo caer sobre,1ª casulla o la dalmática mpenas se ha llegado al altar. Esta práctica, probablemente instaurada con el fin de preservar meior la limpieza y la nitidez de los ornamentos litúrgicos, dio pie al simbolismo del amito como salea salutis conservado aún en la oración del misal.

Una derivación del amito es el llamado fanone (del latín fano, paño), que el papa lleva sobre la casulla en las solemnes funciones pontificales. Consiste en un paño redondo de seda blanca, abierto en el centro para introducir la cabeza, adornado con tiras perpendiculares de color rojo, y que, a guisa de amplio collar, le cubre los hombros y cae hasta la mitad del pecho y espaldas.

 

El alba con el cíngulo.

El alba (alba — túnica), llamada en los primeros Ordines romanos linea o camisia, no es sino la antigua túnica romana talaris et manicata. Como vestidura litúrgica, la mencionan ya en el siglo VI el concilio de Narbona (589) y los escritos atribuidos a San Germán de París (+ 576), que hablan del alba como de un indumento común a todos los clérigos, incluso menores. En la Edad Media, el alba sufrió notables modificaciones en cuanto a su forma. Aunque fue siempre vestido talar, se confeccionó dando mucha anchura a la parte inferior de la falda y, en cambio, poquísima al talle y bocamangas. Alba descendens usque ad talos — dice Sicardo de Cremona — medio angustatur, in extremitate muítis commissuris dilatatur, stringet manus et tracna. Más tarde se volvió a las antiguas formas, más regulares. Las primitivas albas medievales eran de lana y rara vez de lino o de seda. Más tarde (s.LX), según se ve en Alcumo y otros escritores, se generalizó el uso del lino.

Del mismo modo que el amito, el alba, a partir del siglo X, se adornaba frecuentemente con recamados y telas preciosas (parurae, plagulae, aurifrisia grammata), que primero corrían alrededor de la falda entera y de las bocamangas, y luego, para mayor comodidad, quedaron reducidas a dos cuadrados de tela aplicados abajo por delante y por detrás y en los dos extremos de las mangas.

 

El cíngulo (cingulum, zona), como ya dijimos, era entre los romanos un accesorio casi imprescindible de la túnica; forzosamente, pues, hubo de pasar con ésta al vestuario litúrgico. Sin embargo, en la iglesia galicana no lo usaban los clérigos menores: Alba autem non constringitur cingulo, sed suspensa tegit levitae corpusculum, dice San Germán de París; a no ser que el término alba no indique en este caso la túnica talar, sino otra túnica algo más corta. Los cíngulos usados comúnmente en la Edad Media, según testimonio de los escritores de aquel tiempo, eran de lino las más de las veces, teniendo la forma de una faja de seis o siete centímetros de ancha, que se sujetaba mediante una correa o cintas. De cíngulos en forma de cordón no se habla sino muy raras veces, y sólo después del siglo XV vinieron a ser de uso común. También sobre la faja se recamaban motivos ornamentales, como flores y animales, brillando también a veces piedras preciosas y láminas de oro y plata. Los documentos medievales recuerdan una faja especial para el obispo, además del cíngulo, llamada subcingulum, subcinctorium perizoma, balteus.

 

Las Vestiduras Litúrgicas Exteriores.

Comprendemos entre ellas:

 

a) La casulla.

b) La dalmática y la tunicela.

c) La capa pluvial.

 

La casulla.

La casulla (casa pequeña, también llamada planede πλανάσθαι = quia oris errantibus evagatur, dice San Isidoro de Sevilla) es la derivación de la antigua pénula romana, que, como dijimos, en el siglo III era ya de uso común, y, por lo tanto, debía formar parte del vestuario litúrgico. De ella habla Tertuliano, motejando a aquellos que por su superstición o comodidad se quitaban la pénula antes de orar como si Deus non audiat poenulatos Un fresco del siglo III en el cementerio de Priscila representa a un obispo, vestido de pénula, oficiando una función litúrgica. Afirma Sulpicio Severo que San Martín da Tours (+ 400) solía ofrecer el santo sacrificio con túnica y amfchibulo. Los retratos en mosaico de San Ambrosio, en la capilla de San Sátiro, de la basílica ambrosiana de Milán (s.V). y de San Maximiano, en la de San Vital, de Rávena (s.Vl), representan a los dos obispos vestidos con la pénula. Todo esto confirma que el mismo tipo de pénula que obispos y sacerdotes usaban fuera de la iglesia servíales también para el servicio litúrgico.

El primero que alude a la casulla como vestidura específicamente sagrada es el Pseudo Germán de París: Cásala, quam amphibolum vocant, quod (sic) sacerdos induitur (para la misa), unita intrínsecas, non scissa, non aperta, tota unita sine manicis. En España, el concilio IV de Toledo (633) habla también de la casulla como de paramento característico del sacerdote: Presbyter... si a grada sao iniuste deiectus, in secunda synodo innocens reperitur, non potest esse quod fuerat, nisi gradas amissos recipiat... si presbyter, orarium et planeta... Según el I Ordo, en Roma el papa, al llegar en procesión, a la iglesia estacional, se despoja en el secretarium de los vestidos comunes y se reviste de los sagrados, el último de los cuales es la casulla.

 

La casulla, dado su origen, era una prenda común a todos los ministros sagrados: pertinet generaliter ad omnes elencos, dice Amalarlo. En los Ordines romani antiguos vemos que la llevan los acólitos, lectores, subdiáconos y diáconos. Estos últimos tenían ya como vestidura litúrgica propia la dalmática, de color claro, considerada como símbolo de alegría; pero por eso mismo no la usaban en las procesiones ni en los días de luto y penitencia, substituyéndola entonces por la planeta fusca o nigra. Lo recuerda Amalario y también el V Ordo romanus desde el siglo IX, y todavía hoy la rúbrica del misal manda lo mismo.

Es de notar, sin embargo, que la planeta o casulla que usaban entonces los diáconos sufría una particular transformación. En efecto, durante el santo sacrificio, debiendo los diáconos tener las manos libres para el servicio del altar, apenas el papa había recitado la primera colecta, se quitaban totalmente la casulla, la arrollaban (contabulatio) y se la ponían sobre el hombro izquierdo, pasándola a manera de bufanda por debajo del brazo derecho y sujetando los extremos con el cíngulo. Diaconi — nota el Ordo si tem~ pus fuerit, levant planetas in scapulas. Y el XIV Ordo de la colección de Mabillon explica con más exactitud el procedimiento: Diaconus quando pergere debet ad legendum evangelium, deponat planetam et acolithi decenter eam complicent, et imfconat super sinisirum humerum illius, ac sub dextero bracckio ligent eam. Por el contrario, los subdiaconos teniendo que hacer en el altar, no se quitaban la casulla, sino que se limitaban a plegar la parte anterior del pecho, asegurándola con broches o hebillas. Subdiaconi — dice el I Ordo similiter levant (planetam) sed cum sinu. Precisamente de estas costumbres proceden las actuales planetae plicatae, que el diácono y el subdiácono llevan cuando les está prohibido el uso de la dalmática y tunicela, así como el llamado estolón, es decir, según la descripción del misal, la stola altior quae ponitur super humerum diaconi... in modum planetae plicatae.

 

La casulla conservó durante muchos siglos la forma amplia y elegante de la poenula nobilis antigua. La que viste el papa Teodoro en el mosaico de San Venancio, en San Juan de Letrán (s.VII, y las que con frecuencia aparecen representadas en los mosaicos antiguos permiten suponer que la línea que describe la orla se parece mucho a una circunferencia perfecta, mientras que esas casullas en la parte superior se contraen en forma de cono. Sin embargo, esta forma tan amplia de la casulla necesariamente tenía que suponer notable molestia para el celebrante en el movimiento de los brazos, mucho más si la tela era pesada o rica, como sucedía frecuentemente a partir de la época carolingia. Por eso, hacia los siglos X-XI se registra una primera modificación, consistente en acortar de manera notable la parte anterior de la casulla, dejándole forma semicircular y, más frecuentemente aún, puntiaguda. La célebre casulla de San Villigiso (+ 1011). obispo de Maguncia, que se conserva en aquella catedral, tiene por detrás 1.57 metros de altura, y por delante apenas 1,15 metros. También la casulla que lleva San Clemente en el fresco de la basílica de su nombre, en Roma (s.XI), por delante termina en punta y es bastante corta, mientras que la parte posterior llega hasta los talones. Afortunadamente, esta forma, tan poco satisfactoria desde el punto de vista estético, fue pronto abandonada.

 

En cuanto a la decoración de la casulla, nótese que, desde los primeros siglos, las pénulas profanas llevaban motivos ornamentales diversos, como, por ejemplo, las dos tiras de púrpuras verticales que se ven en la pénula del orante en el cementerio de Calixto. Las casullas del mosaico de San Venancio, en Letrán, presentan sencillamente unos galones alrededor de la abertura del cuello. En los mosaicos de San Vital, en Rávena, la guarnición de la casulla de los obispos Ecclesius y Maximiano tiene la apariencia de una cruz en forma de horca. Sin embargo, antes del siglo XI no aparece un sistema uniforme de ornamentación de la casulla. Hacia esa época se recamaba o bien se aplicaba en la parte posterior y central de la casulla una cenefa o lista vertical que subía hasta la nuca, pero que a la altura de los omoplatos se dividía en dos brazos oblicuos (Y: crux bifida, trífida), que, pasando por encima de los hombros, se juntaban sobre el pecho para bajar hasta la orla inferior. Esa cenefa se recamaba con adornos representativos de objetos o figuras humanas. Motivo muy frecuente era la representación de santos, de medio busto, dispuestos en otros tantos compartimientos redondos, ojivales o cuadrados; en el punto de unión de los brazos se colocaba la figura del Salvador, de la Virgen o del santo patrono.

 

A la preciosidad de los tejidos se añadía la riqueza de las labores ejecutadas sobre aquéllos, labores que conferían a las vestiduras sagradas un valor artístico incomparable. El arte del recamado, conocido ya en tiempo del Imperio, nació y se perfeccionó sobre todo en Oriente, primeramente entre los frigios y los griegos, después entre los árabes y bizantinos. En un principio, el recamado se hacía de lana sobre seda, con pocos hilos de oro y seda; luego fue perfeccionándose y adquiriendo finura y esplendor, conservando siempre en el diseño y en las pocas tintas empleadas un no sé qué de ingenuidad y sencillez que indicaba la infancia del arte. Pero en el siglo XI el arte de recamar alcanza un grado altísimo de perfección en Bizancio y entre los árabes (recamar es palabra árabe). Las Cruzadas contribuyen a despertar en Occidente el gusto por este arte, introduciendo los procedimientos técnicos y las combinaciones de los colores. En los siglos XIII y XIV, las vestiduras litúrgicas se ven inundadas de oro y perlas, cubiertas de arabescos, flores, follaje y animales y enriquecidas con aquellos famosos recamados historiados, representando escenas bíblicas, los cuales con razón se han llamado "pinturas a aguja," en que sobresalieron principalmente artistas ingleses y flamencos. En esta época se trabajó el llamado oro sombreado, es decir, un fondo de oro que difuminaba la aguja con seda a colores; asimismo, la amalgaba de tintes alcanzó efectos decorativos, que más tarde el Renacimiento y el barroco pudieron emular, pero difícilmente superar.

 

La dalmática y la tunicela.

La dalmática, que a principios del siglo III habíase convertido en traje de las personas más distinguidas se nos presenta por vez primera como vestidura sagrada en un fresco del siglo III en las catacumbas de Priscila. El fresco representa la consagración de una virgen, realizada por un obispo (acaso el mismo papa) vestido de dalmática y pénula. En el siglo siguiente, el Líber pontificalis la recuerda como un distintivo de honor concedido a los diáconos romanos por el papa Silvestre (314-335), ut diaconi dalmaiicis in ecclesia uterentur, para distinguirlos del clero a causa de las relaciones especiales que tenían con el papa. La noticia la confirma el autor romano de las Quaestionum Veteris et Novi Testamenti (c.370), el cual, no sin algo de ironía, escribe: Hodie diaconi dalmaticis induuntur sicut episcopi (n.46). Esto prueba que la Iglesia romana consideraba el uso de la dalmática como un privilegio exclusivo suyo y que solamente el papa podía conferirlo. En efecto, el papa Símaco (498-514) la concede a los diáconos de Arles, y San Gregorio Magno al obispo y al archidiácono de Gap; Esteban II en el 757 otorga a Fulrado, abad de San Dionisio, la facultad de ser asistido durante la misa por seis diáconos vestidos con dalmática. En tiempo de los carolingios, empero, al imponerse en las Galias la liturgia romana, la dalmática pasa a ser de uso bastante común, por más que los papas continuaran concediéndola como privilegio. Afirma Wilfrido Estrabón (+ 849) que en su tiempo la llevaban no sólo los obispos y diáconos debajo de la casulla, sino también los simples sacerdotes.

 

La tunicela (subtile, stricta), actualmente vestido litúrgico del subdiácono y uno de los indumentos pontificales del obispo, es una imitación de la dalmática. Como vestidura pontifical es mencionada ya en los siglos VII-VIII, ya que la dalmática maior que, según el I Ordo, se ponía el papa antes de la misa, no puede ser más que la tunicela. En tiempo de San Gregorio, los subdiáconos vestían ya este ornamento. El desaprueba la decisión de aquel antecesor suyo que, al conceder la dalmática a los subdiáconos, los equiparó a los diáconos, y por su parte dice que había derogado tal concesión. Subdiaconus autem ut spoliatos procederé facerent, antiqua consuetudo ecclesiae fuit; sed placuit cuidam nostri pontifici, nescio cui, qui eos vestitos procederé praecepit... Unde habent ergo ut subdiaconi Uñéis in tunicis procedant.

Resulta, en cambio, difícil precisar la época en que los subdiáconos empezaron a llevar la tunicela. La miniatura del subdiácono Juveniano, existente en un códice de siglo IX en la biblioteca Vallicelliana, de Roma, lo representa ya con una vestidura de mangas estrechas, sin clavi y distinta evidentemente del alba por estar sin ceñir. Es natural, por otra parte, que, al crecer la importancia del subdiaconado, se pensara en darle una vestidura diversa de la simple alba, que llevaba como hábito ordinario de servicio mientras era considerado como orden menor. Esto acaeció probablemente en las Galias. En cuanto a la forma, la tunicela sufrió las mismas vicisitudes de la dalmática. Es decir, progresivamente se fue acortando y después fue abierta por los flancos, hasta quedar reducida a la forma de la dalmática, como actualmente se encuentra.

Tanto la dalmática como la tunicela, quizás por razón de su color blanco primitivo, se consideraron siempre como vestiduras de fiesta y de júbilo, por lo cual se dejaban de usar en los días de penitencia, siendo substituidas por las planetas o casullas plegadas. Por el mismo motivo, el obispo, al revestir al diácono con la dalmática, le dice: Induat te Dominas indumento salutis et vestimenta laetitiae, et dalmática iustitiae cincumdet te semper; y al subdiácono al ponerle la tunicela: Túnica iucunditatis et indumento laetitiae induat te Dominus.

 

La capa pluvial.

La capa pluvial, llamada en los países meridionales de Europa, a partir del siglo IX, pluviale, o mejor, pluvialis (se. cappa), y, en cambio, en los pueblos del Norte simplemente cappa, trae su origen, según Wilpert, de la antigua acema, o birrus, convenientemente alargada hasta debajo las rodillas. Según otros, la capa pluvial no es más que una transformación de la poenula, provista de capucho para la lluvia y luego abierta por delante para mayor comodidad. Son evidentes las analogías de forma entre la capa medieval y la lacerna romana, pero está fuera de duda que esta última en los siglos VIII y IX, cuando el pluviale entró a formar parte del vestuario litúrgico, había por completo desaparecido de la moda civil de vestir. Braun demuestra que la capa pluvial fue en un principio una capa con su capucho (cucullus), que llevaban en los días solemnes los miembros más conspicuos de las comunidades monásticas, y especialmente los principales cantores. De los monasterios, sobre todo por influencia de Cluny, el uso de la capa se difundió pronto a todas partes. Mientras la casulla mantenía, por razones predominantemente simbólicas, la forma tradicional, la cappa, mucho más cómoda cara el libre movimiento de los brazos, se impuso pronto en las funciones menores, como procesiones, incensación en laudes y vísperas (de ahí el nombre dado por los alemanes a la capa de rauchmantel, vespermantel), las consagraciones solemnes, etc. En el siglo XI, la capa pluvial era ya de uso general.

 

Los Colores Litúrgicos.

La variedad de colores en las vestiduras sagradas era cosa conocida en la liturgia mosaica, con la diferencia de que, mientras nuestros ornamentos tienen un color predominante, entre los judíos los cuatro colores litúrgicos — jacinto, púrpura, azafrán y carmesí — debían ir juntos. En los primeros siglos cristianos no se halla rastro de colores litúrgicos propiamente dichos. Los frescos y mosaicos de las antiguas basílicas muestran que el artista ha elegido a su antojo el color de las vestiduras sagradas. Así, San Ambrosio, en el mosaico de la basílica de su nombre en Milán (s.v), aparece vestido de una pénula de color amarillo; amarillas son, asimismo, las pénulas de la capilla de San Sátiro; en cambio, son de color púrpura las de los mosaicos de San Vital, en Rávena (s.Vl).

Muchos documentos de los siglos IV y V — como las Constituciones apostólicas y los Cañones, de Hipólito y Paladio — hablan de "vestidos espléndidos" usados en el servicio litúrgico, lo cual hace suponer que se trataba de tejidos policromos. Esto sería lo más natural. "Sería extraño — dice Braun — que en el siglo V, cuando, como atestigua la carta cornutiana, del 471, se embellecían las basílicas alrededor del ciborio y en los intercolumnios con ricos paños de oro y púrpura, estos colores no apareciesen también en las vestiduras usadas en el altar." Por lo tanto, hay que considerar errónea la opinión de muchos, según los cuales antes del siglo VIII el color blanco fue el único color litúrgico. A lo más, pudo ser el predominante, por ser el color natural del lino y el que los romanos consideraban más indicado para los días de fiesta y las ceremonias religiosas; color albus praecipue decoras Deo est, como símbolo de la pureza ritual.

Los primeros vestigios de la tendencia a usar un color en las vestiduras sagradas relacionado con la festividad litúrgica se encuentran en el Ordo de San Amando (s.IX), publicado por Duchesne. El día de las litaniae maiores, el pontífice y los diáconos induunt se planitas fuscas, y en la fiesta de la Purificación, ingreditur Pontifex sacrario et induit se vestimentis nigris et diaconi similiter planitas induunt nigrasí21. Es un hecho comprobado que el tiempo de los carolingíos coincide con una singular variedad y riqueza de colores en los ornamentos litúrgicos. Un curioso tratadito irlandés de esta época sobre las vestiduras de la santa misa publicado por Moran afirma que en la casulla deben hallarse estos ocho colores: oro (amarillo), azul, blanco, verde, bruno, rojo, negro y púrpura, porque "son misterios y figuras." El inventario de la abadía de San Riquier, compilado en el 831, incluía: Casulae castaneae XL, sericae nigrae V, persae (azules) ser/cae //, ex blatta (rojo vivo), ex pallio XX, galbae (amarillas) sericae V, melnae (?) sericae III. En el mismo siglo, Ansegise regala a la abadía de Fontanelle casulas ex cindato indici colorís ΙΙΙ, viridis colorís ex cindato ítem III. ítem rubri sive sanguinei colorís ex cindato I. blatteam ítem casulam I. Esta variedad de colores litúrgicos era producto de las tendencias místico-simbólicas de aquel tiempo, que veían una relación estrecha entre cada uno de los colores y su eficacia espiritual, y la índole de las diversas fiestas del año eclesiástico. Así se explica que durante mucho tiempo fuera tan diverso en unas y otras iglesias el uso de los colores de las vestiduras sagradas en relación con los tiempos litúrgicos.

 

9. Las Insignias Litúrgicas.

Las insignias litúrgicas pueden dividirse en mayores y menores.

Son mayores:

a) El manípulo.

b) La estola.

c) El palio.

d) El superhumeral.

 

Son menores:

a) La mitra.

b) El báculo.

c) El anillo.

d) La cruz pectoral.

 

 

La estola.

La estola, insignia litúrgica común a diáconos, sacerdotes y obispos, no recibe en los documentos más antiguos este nombre, sino que es llamada en Occidente orarium, y en Oriente οθόνη, ωράριον.

El orarium, llamado también mappa, sudarium, era en el uso profano un paño, normalmente fino, propio de las personas distinguidas, destinado a limpiarse la cara o bien a echárselo alrededor del cuello como si fuera una gran corbata. San Sátiro, hermano de San Ambrosio, escondió la eucaristía en su oratorio cuando naufragó y se lo ató al cuello... El οθόνη (linteum) de los griegos era igualmente un paño de hilo bastante amplio, equivalente, más o menos, a nuestra toalla. Tal es el sentido que le da San Isidoro de Pelusio (+ 440). El orario, con el cual los diáconos hacen su servicio en los sagrados ministerios, recuerda la humildad del Señor cuando lavó y secó los pies de sus discípulos. El término estola, que en el lenguaje clásico designaba el amplio manto de las matronas, aparece con el significado litúrgico de orarium en las Galias hacia el final del siglo VI. A este cambio de una palabra por otra contribuyó quizás el haberse olvidado en los países del Norte el sentido primero de orarium, palabra que creyeron provenía de orare (hablar, predicar), por lo cual hicieron de la estola un distintivo de los predicadores. Hoc genere vestís — escribe Rábano Mauro — solummodo eis personis uti est concessum, quibus pre-dicandi officium habere convenit. Así entendida, era natural que se le aplicasen las palabras del Eclesiástico: In medio ecclesiae aperiet (sapientia) os eius et adimplebit Ulum spiritu sapientiae et intellectus, et stola gloriae vestiet illum. A partir del siglo XII, el término oraríum fue completamente abandonado, substituyéndolo el de estola.

 

En Oriente, el uso del orarium por decisión del concilio de Laodicea, estaba prohibido a los subdiáconos y a los clérigos inferiores; según testimonio de San Juan Crisóstomo, los diáconos los llevaban ya entonces sobre el hombro izquierdo, sin ceñir. Otro tanto consta de la mayor parte de los países occidentales, fuera de Roma. El concilio II de Braga (563) ordenó que los diáconos no escondieran la estola debajo de la túnica (alba), sino que la llevaran sobre el hombro izquierdo para distinguirse de los subdiáconos. Y en el concilio IV de Toledo (633) se prohibió a los diáconos llevar dos estolas: Orariis duobus nec episcopo quidem licet, nec presbytero uti, quanto magis, diácono, qui minister eorum est. Unum igitur orarium oportet levitam gestare in sinistro humero, propter quod orat, id est praejdicat; dexteram autem pariem oportet habere liberam ut expeditus ad ministerium sacerdotale discurrat. Caveat igitur amodo levita gemino uti orario, sed uno tantum, nec ullis coloribus auro ornato. Esta concreta alusión del concilio toledano refleja la práctica de todo el Occidente, excepción hecha de Roma, y halla confirmación en multitud de monumentos figurados, que representan al diácono con el orarium o estola, en forma de bufanda, de tela o de lana, colocada siempre sobre la dalmática, cuyos extremos caen perpendicularmente del hombro izquierdo.

Los sacerdotes y los obispos, en cambio, llevaban el orario debajo de la casulla, haciéndolo girar alrededor del cuello de modo que colgaran las dos partes verticalmente sobre el pecho; así aparece ya la estola en el mosaico del obispo Ecclesius, en San Vital, de Rávena (s.VI), y en los retratos de San Ambrosio y San Martín, en la basílica ambrosiana de Milán (s.V). Pero el Concilio III de Braga (675) mandó a los sacerdotes que cruzaran la estola sobre el pecho. Esta forma de llevar la estola, propia de los sacerdotes, con exclusión de los obispos, se hizo común en la Iglesia en el siglo XIV y por primera vez fue prescrita en las rúbricas del misal de San Pío V.

En Roma no existe rastro de la estola diaconal en los monumentos figurados anteriores al siglo XII. Los Ordines romani del siglo IX hablan, sí, de un orarium común a todos los ministros, incluso inferiores al diácono, orarium que se llevaba en torno al cuello, no encima, sino debajo de la dalmática o casulla, y que, como el palio, era depositado la noche anterior a la ordenación sobre la confesión de San Pedro; no obstante, Duchesne no cree que se trata de la estola diaconal o presbiteral, que en Roma sólo después del siglo XII entró en el uso litúrgico con la forma todavía vigente.

 

El origen de la estola es obscuro. Wilpert distingue entre la estola de los diáconos y la de los sacerdotes y obispos. La primera se deriva, según él, de la mappa (mantile, linteum) o lienzo que los diáconos, por razón de su oficio de sirvientes de la mesa eucarística o agápica, debían llevar desde un principio. Los monumentos profanos presentan a los ministros de los servicios paganos (camilli), lo mismo que a los sirvientes a la mesa (delicati), provistos siempre de una mappula o servilleta colgada del hombro o del antebrazo izquierdo, como se acostumbra hoy. De manera semejante describe a los diáconos el texto arriba citado de Isidoro Pelusiota y otros contemporáneos. Más tarde, al cesar las exigencias del servicio material, que pasó en gran parte a los subdiáconos, el paño de servicio de los diáconos quedó convertido en un objeto de adorno, que poco a poco, mediante la contabulatio, acabó por transformarse en una tira o franja de tela.

El orario sacerdotal, en cambio, fue al principio un verdadero orarium es decir, una bufanda o pañuelo para el cuello que servía para preservar del frío en invierno, y en verano del sudor; por eso, justamente los griegos, reservando a la estola del diácono el nombre de oraríum, dieron a la del sacerdote el apelativo de επιτραχήλιον. También éste, lo mismo que el orarium diaconal, pasó por una transformación análoga, desde la forma contabulada hasta la de bufanda; una vez convertido en una pura insignia, fue substituido por el amictus. A su vez, Braun propugna la hipótesis de que el oraríum se introdujo desde un principio como verdadero distintivo de las órdenes mayores mediante una disposición especial de la autoridad eclesiástica. Es cierto que el oraríum se nos presenta muy pronto, desde el siglo IV en Oriente y poco después en las Galias y en España, como un elemento esencial en la ordenación de los diáconos, sacerdotes y obispos. Más aún: en Roma era tenido en tan alto concepto, que recibía una especie de consagración, siendo depositado durante una noche sobre el sepulcro de San Pedro.

Hemos de confesar que, entre las dos hipótesis, nos parece preferible la de Wilpert, ya que explica mejor, por ejemplo, el origen de la estola presbiteral, pues es inconcebible que se creara una insignia para esconderla debajo de la casulla.

En la disciplina actual, la estola está prescrita, además de en la misa, para la confección y administración de los sacramentos y sacramentales y siempre que el sacerdote deba tener contacto directo con la sagrada eucaristía. En la Edad Media estaba todavía más extendido el uso de la estola.

 

El palio.

El palio como insignia litúrgica propia del papa aparece ya desde el tiempo del papa San Marcos (+ 336), el cual, si hemos de creer al Líber pontificalis, lo confirió al obispo suburbicario de Ostia, uno de los consagrantes del papa. A mediados del siglo V hallamos la primera representación monumental en el famoso marfil de Tréveris, en que aparecen dos arzobispos sobre el carro con un relicario en las manos, los cuales llevan alrededor del cuello y colgando por delante una faja, que no puede ser más que el palio. Más abundantes y seguros testimonios hallamos en el siglo VI. En el 513, el papa Símaco concede el privilegio del palio a San Cesáreo de Arles, en el 545-546, el papa Vigilio hace otro tanto con Auxanio y Aureliano, sucesores del obispo arelatense. Por esta época encontramos también una auténtica y segura figuración del palio romano en un fresco de las catacumbas de San Calixto, obra del papa Juan (560-573), que representa a San Sixto, papa, y San Optato, obispo. A partir de entonces se multiplican las concesiones del palio por parte de los pontífices a obispos de Italia y fuera de Italia. En las iglesias de Occidente, excepción hecha de Roma, no parece que haya existido nunca la insignia del palio. Algunos testimonios aparentemente contrarios deben interpretarse en otro sentido después de los estudios hechos por Wilpert en esta materia. En Oriente, San Isidoro de Pelusio (Egipto, f 440) menciona, antes que nadie, el palio episcopal con el nombre de omofórion ωμοφσριον: “Aquello que el obispo lleva sobre los hombros — dice — το δε του επισπσπου ωμοφοριον, y que es de lana, no de lino, simboliza la piel de la oveja perdida que el Seρor buscó y, habiéndola hallado, cargó sobre sus hombros." Una miniatura contemporánea de Alejandría muestra el omoiorion como una especie de bufanda que gira alrededor del cuello, cuyos extremos cuelgan el uno por delante y el otro por detrás.

Se han excogitado las más diversas hipótesis sobre el origen del palio, que constituye uno de los problemas litúrgicos más debatidos. Unos le hicieron derivar de un supuesto manto de San Pedro, del cual poco a poco se fueron cortando tiras, hasta que, agotadas las auténticas, se fabricaron otras de otro paño según el modelo de aquéllas. Es una piadosa invención de la fantasía, que no tiene ni sombra de fundamento histórico. De Marca, Bona, Tommasin y otros, entre ellos Duchesne, ven en el palio una concesión imperial. Se fundan en el testimonio del autor de la Pseudo-Donatio Constantini (s.VIII), según el cual este emperador regaló al papa Silvestre superhumerale, videlicet lorum qui ímperíafe ofrcumdare assolet colla, así como en el hecho de que los papas del siglo VI, para conceder el palio a obispos no subditos del Imperio griego, acostumbraban a pedir el permiso del emperador. Sin embargo, hay que advertir que la Donaría habla exclusivamente de vestiduras imperiales y no de litúrgicas, y que si en varios casos, por motivos especiales de política, los papas pidieron un placet gubernamental para otorgar el palio, en otros casos lo adjudicaron y lo quitaron o amenazaron con quitarlo por propia iniciativa, sin contar para nada con la autoridad imperial.

Braun defiende el origen puramente eclesiástico del palio, como lo propugnó ya para la estola. Según él, los papas desde un principio quisieron que el palio fuera insignia y bufanda litúrgica propia y exclusiva de ellos. Genial es la hipótesis de Wilpert. Este pone en relación el palio sagrado con el pallium, el antiguo manto de los filósofos y vestido exterior predilecto de los primeros fieles. Pero ¿cómo se ha podido pasar de un amplio manto a una simple tira? Wilpert observa que esta vestidura, tan holgada y solemne un tiempo, al final del Imperio se presenta en los monumentos bajo la forma de ancha bufanda de pliegues. Es la toga contabulata, es decir, replegada muchas veces en sentido longitudinal, según la moda de la confabulatio. Un proceso semejante — agrega Wilpert — sufrió el palio sagrado hacia la mitad del siglo IV. En esta época comenzó a imponerse un traje exterior más cómodo, la poenula; sin embargo, no se abandonó el palio, sino que se llevaba sobre la pénula en la forma plegada, a manera de tapaboca, hasta que quedó reservado como insignia litúrgica a los obispos de Roma. La hipótesis de Wilpert es bastante feliz; pero, desgraciadamente, no se encuentra en los monumentos conocidos ejemplo ninguno de pallium contabulatum.

A pesar de todo, hay que reconocer que el palio litúrgico, en sus representaciones más antiguas, se nos muestra en forma de bufanda completamente abierta y dispuesta sobre los hombros de la misma manera que el paliomanto. En la figura del obispo Maximiano, en San Vital, de Rávena (primera mitad del s.VI), el palio da esta vuelta: un cabo, que lleva el signo de la cruz, pende por delante, el resto sube hasta el hombro izquierdo, da la vuelta al cuello hasta llegar al hombro derecho, baja bastante por delante del pecho y vuelve a subir al hombro izquierdo, cayendo el otro cabo por detrás de la espalda. Esta manera de llevar el pallium se mantuvo hasta el siglo IX, cuando, como atestigua Juan Diácono, mediante spinulae, se comenzó a colocar de manera que los dos cabos cayesen exactamente hasta la mitad del pecho y de la espalda. Por substitución de los alfileres con un cosido frio, se llega a la forma circular cerrada que encontramos comúnmente a partir del siglo IX y que perdura todavía.

La ornamentación del palio a base de cruces, que vemos ya iniciada en el mosaico de Rávena, con el tiempo fue aumentando en número y riqueza. Se recamaron hasta cuatro, seis y ocho cruces, generalmente en rojo, y más tarde en negro; en los extremos se ponían a veces franjas o flecos. Actualmente, las puntas de los apéndices colgantes llevan pequeñas planchas de plomo cubiertas de seda negra. El color del palio ha sido siempre blanco. Los tres broches que actualmente adornan el palio, y que originariamente servían para tenerlo fijo en su sitio, ya en el siglo XIII eran puramente decorativos.

El palio es una insignia de honor y jurisdicción reservada de iure al papa y a los arzobispos. Es difícil determinar cuándo el palio pasó de simple distinción honorífica a insignia de jurisdicción. Esto acaeció, sin duda, insensiblemente y no antes del siglo VII. En una asamblea sinodal de Soissons el año 742, se exhorta encarecidamente a todos los metropolitanos a que pidan el palio a la Santa Sede. Luego esta petición no era todavía estrictamente obligatoria, sino solamente una plausible costumbre que siempre observaban, cómo dice Nicolás 1, Galliarum omnes et Germaniae et aliarum regionum archiepiscopi. Fue Juan VIII en el sínodo de Rávena del 877 quien hizo de la concesión del palio y de la correspondiente profesión de fe una condición sine qua non para el ejercicio de la jurisdicción arzobispal: Quisquís metropolitanus intra tres menses consecrationis suae, ad fidem suam exponendam palliumque suscipiendum, ab Apostólica sede... non miserit, commisa sibi careat dignitate, ita ut tamdiu episcopali illi sedi cedat, omnique consecrandi licentia careat, quamdiu in exponenda fide et in expetendo pallio priscum morem contempserit.

De acuerdo con esta ley, incluida en el Corpus Iuris y reproducida por el Código de Derecho Canónico, todos los arzobispos, dentro de los tres meses de su consagración ó confirmación, por medio de un abogado consistorial, piden en consistorio al sumo pontífice la concesión del palio, instanter, instantius, instantissime. Apenas concedido, si el titular está presente en Roma, lo recibe de manos del primer cardenal diácono; si está ausente, como sucede con más frecuencia, se encarga a un obispo que haga la imposición de la insignia. Este obispo, en el día establecido, después de celebrar la misa, sentado sobre el faldistorio in medio altaris, recibe el juramento de fidelidad, que el arzobispo pronuncia de rodillas, con la diestra sobre los Evangelios, y acto seguido le impone el palio, ya preparado sobre el altar, recitando la fórmula prescrita por el Pontijical. La ceremonia se acaba con la bendición solemne, impartida por el nuevo arzobispo. La imposición del palio al papa tiene lugar el día de su coronación; el papa lo recibe de manos del cardenal archidiácono.

El metropolitano, según el Coeremoniale Episcoporum y el Derecho Canónico, puede llevar el palio in singulis ecclesiis provinciae suae, non autem extra provinciana et dumtaxat dum Missam solemnem celebrat. praescriptis quibusdam diebus. En el pasado, los obispos se lo ponían también en otras circunstancias, como procesiones, sínodos, etc., pero los papas clamaron siempre contra esto: Illud, frater carissime — escribía a este propósito San Gregorio Magno a Giovanni, obispo de Rabean, tibí non putamus ignotum, quod pene de nullo Metropolita in quibuslibet mundi partibus sit auditum extra Missarum teinpus usum sibi pallii vindicasse, y le amenaza con que in plateis pallio ulterius uti non praesumas, ne non habere nec ad Missas incip]ias quod audacter et in plateis usurpas.

 

Las Insignias Pontificales Menores.

 

La Mitra.

Es cosa cierta que, a diferencia de las vestales y de los sacerdotes paganos, los cuales durante los sacrificios se tocaban la cabeza con la mitra o la ínfula, los obispos y sacerdotes cristianos de los primeros siglos no usaron prenda alguna de cabeza durante el servicio litúrgico. Quis apostólas, aut evangelista, aut episcopus — escribía Tertuliano — invenitur coronatus? San Pablo, además, había mandado que los hombres orasen descubiertos (1 Cor. 11:4). Cierto que de la mitra se habla ya desde el siglo IV, pero como de un birrete característico que llevaban las vírgenes consagradas a Dios. San Optato de Mileto y después San Isidoro hablan de ella y el Líber ordinum de la liturgia mozárabe la tiene por uno de los ornamentos de la abaciesa.

En la vida doméstica, tanto los hombres como las mujeres, llevaban ordinariamente un gorro, de procedencia oriental, de forma semiesférica baja, llamado pileus, porque originariamente se hacía de fieltro. Probablemente, de uno de estos gorros nacieron la mitra episcopal y la tiara papal, para uso privado del papa.

El autor del Líber pontificalis, describiendo la entrada del papa Constantino I (708-715) en Constantinopla, dice: Apostolícus Pontifex cum camelauco, ut solitus Roma procederé, a palatio egressus, in Placidias properavit. Asimismo, la Pseudo-Donatio Constantini (s.VIII) enumera el "camelauco" con el nombre de pileum phrigium candido nitore entre los regalos hechos por el emperador al papa Silvestre: Eumdem phrigium omnes eius successores pontifices singulariter uti in processionibus. Este camelaucum o calamaucum, llamado más tarde mitra (regnum), era un gorro bajo y redondo, de color blanco; aparece como ornamento papal en las monedas de Sergio III (904-911) y Benedicto VII (974-983).

 

El báculo.

La mención más antigua del báculo (baculus, pe-dum, farula, cambuta) como insignia litúrgica de los obispos y abades es quizá la que se contiene en una rúbrica del Líber ordinum español, que se remonta por lo menos hasta el siglo VII, relativa a la consagración de un abad: radetur e/ baculum ab epfscopo. En una época no muy posterior aluden a él el canon 28 del concilio IV de Toledo (633), San Isidoro de Sevilla (636), que ve en el báculo el símbolo de la autoridad episcopal82, y en Inglaterra el penitencial de Teodoro de Cantorbery (690).

Sin embargo, el uso del báculo debió de ser todavía más antiguo, si efectivamente a él se refiere una frase un poco alegórica del papa Celestino I (423-432) escribiendo a los obispos de la Narbonense; algunos incluso, con poco o ningún fundamento, han querido ver en el báculo la imitación de una costumbre oriental, basándose en un discurso de San Gregorio Nacianceno.

De todos modos, lo que no puede ponerse en duda es que las primeras representaciones del báculo no son anteriores al siglo VIII. Así, pues, los cayados que se conservan en ¡os tesoros de no pocas viejas catedrales de Europa atribuyéndolos a personajes apostólicos o postapostólicos, no han de tenerse como auténticos.

 

La cruz pectoral.

El origen de la cruz pectoral parece relacionado con los encolpia (de ενκóλπος = seno, o φυλακτήρια), es de es decir, una santa protección que los antiguos cristianos llevaban sobre el pecho. El uso de cruzes nos lo atestiguan ya documentos del siglo IV. Eran, por lo general, láminas de metal muy delgadas, o pequeñas cápsulas en forma de cruz frecuentemente, que contenían reliquias de mártires o cosas santas, sentencias del Evangelio, invocaciones a Dios, o también trocitos de la verdadera cruz. Esta piadosa costumbre la vemos practicada en la Edad Media particularmente por los obispos. Llevaban encolpia San Gregorio de Tours, San Gregorio Magno, San Aidano (+ 651), Rothadio de Soissons (+ 868) y Elfego de Canterbury (+ 1012).

Como ornamento litúrgico del papa, la cruz pectoral aparece mencionada la primera vez por Inocencio III, quien hace observar que la llevaba sobre el pecho. Pero en su tiempo era ya de uso casi general entre los obispos, aunque no obligatoria, pues un pontifical del siglo XII, enumerando los paramentos, dice de la cruz: Crux pectoralis, si quis ea uv velit.

Actualmente, el obispo puede llevarla cuando y dondequiera. En cambio, los prelados inferiores que hayan obtenido este privilegio no pueden llevarla sino durante las funciones sagradas. Algunos metropolitanos, como el patriarca de Lisboa y el arzobispo de Armagh, usan una cruz pectoral con dos travesanos paralelos, según el tipo de la cruz de Lorena.

 

 

 

10. El Canto Litúrgico.

 

Canto y Música en la Liturgia.

Si todas las bellas artes fueron en todo tiempo puestas por el hombre al servicio del culto, de una manera especial ha sido siempre la música elemento inseparable del mismo. En cualquier época y entre cualquiera clase de gentes, hasta las menos civilizadas, toda vez que se ha organizado un culto público, la música tuvo allí su papel, más o menos importante según el mayor o menor desarrollo de la organización litúrgica. El canto, es decir, la palabra con atuendo musical, lo ha considerado siempre el ser humano como la manifestación más solemne del sentimiento religioso, la expresión más sublime de la alabanza, de la súplica y de la acción de acción de gracias.

Entre los pueblos antiguos — asirios, babilónicos, egipcios, griegos —, la música se presenta primeramente como algo sagrado, un don de los dioses a los hombres, destinado exclusivamente a honrar a la divinidad; tan es así, que Platón creía ser un abuso y casi un sacrilegio emplearla con fines profanos. Por eso se la consideraba dotada de poderes mágicos; por ejemplo, para arrojar los espíritus malignos (apotropia), para llamar a la divinidad al lugar del sacrificio (epiclesi). En los cultos mistéricos se atribuyó a la música incluso una eficacia catártica, es decir, una acción purificadera del pecado.

Entre los judíos, la música se tuvo en gran estima desde el tiempo de Moisés. Los hijos de Israel salidos de Egipto, al llegar milagrosamente a la orilla opuesta del mar Rojo, entonan con Moisés un cántico al Señor, mientras todas las mujeres, dirigidas por María, la hermana de Aarón, responden cum tympanis et choris. Y David, apenas logra establecer en Jerusalén un digno tabernáculo para el arca de la alianza, piensa en organizar un servicio regular de música sagrada: Et dixit David principibus Levitarum ut constituerent de fratribus suis cantores in organis musicorum, nablis videlicet, et lyris, et cymbalis, ut resonaret in excelsis sanctus laetitiae; constitueruntque levitas... Y en la famosa fiesta de la dedicación del templo de Salomón, la música, tanto vocal como instrumental, tuvo una parte principalísima: Tam levitae quam cantores vestiti byssinis, cymbalis et psalteriis et cytharis concrepabaní, stantes ad orientalem plagam altaris, et cum eis sacerdotes centum viginti cañentes tubis. También el pueblo participaba con entusiasmo en el canto, respondiendo a los salmos en el templo y durante el servicio sabático matinal de las sinagogas, en el hallel de la cena pascual y en el hosanna de la fiesta de los tabernáculos.

 

No es de extrañar, por tanto, que la Iglesia, que por medio de su divina Cabeza ha iniciado en el mundo el perfecto culto litúrgico, haya querido que el arte de la música sea parte integrante de ese mismo culto y esté estrechamente vinculada a la misa y al oficio, a fin de celebrar con ella los novísimos misterios de salud y de gracia instaurados por Cristo y expresar en el lenguaje más eficaz y elevado sus sentimientos de admiración y agradecimiento a Dios. Y esto tanto más cuanto que la liturgia de la Iglesia militante debe reflejar la mística liturgia de la Iglesia triunfante en los cielos, la cual, según la describen Isaías y San Juan, canta en torno al altar de Dios y al trono del Cordero el eterno canto de la gloria y de la bendición.

Es verdad que en los siglos IV y V se manifestó en algunas partes de la Iglesia, sobre todo entre los monjes orientales, una corriente que, basándose en la doctrina de mortificación profesada por el cristianismo, se mostraba hostil al canto, al que consideraba como un halago de los sentidos, llegando a quererlo desterrar del culto. Niceto de Remesiana, en su obra De psalmodiae bono, alude a tales corrientes extremistas cuando escribe: Sczo nonnullos, non solum in nobis sed etiam in orientalibus esse partibus, qui superfluam nec minus congruentem divinae religión! aestiment psalmorum et hymnorum decantationem. Sufficere enim putant qtiod corde dicitur, lascivum esse si hoc lingua proferatur. Pero, afortunadamente, prevaleció contra tales extremismos la opinión de aquellos que no veían en el canto un elemento profano y mundano, sino un factor de gloria de Dios y edificación de los fieles. San Basilio, San Ambrosio y San Juan Crisóstomo fueron sus mejores apologetas.

Según eso, la música y el canto no son arte pura, un accesorio de belleza en la liturgia cristiana, sino un arte sagrado, un elemento litúrgico en sentido propio y verdadero, con carácter no de canto privado, sino social y colectivo, y que concurre con los demás elementos, ante todo, a la glorificación de Dios y, subordinadamente, al provecho de las almas. Por eso, la música sagrada no se presenta solamente con sonido melódico, sino sobre todo con las palabras del texto sagrado, palabras que ella acentúa maravillosamente por medio de la melodía y las funde en una única expresión.

 

Los Orígenes del Canto Litúrgico.

Es de todos conocido cómo, desde los tiempos apostólicos, el canto de los salmos de David, de los himnos y cánticos inspirados, fue un elemento ordinario de las primitivas sinaxis litúrgicas. En este punto no hay lugar a duda. La incertidumbre empieza en cuanto se quiere determinar el modo como entonces se cantaba o, en otras palabras, el género de música que debían modular los primeros cantores cristianos.

Para llegar, si cabe, a algún resultado concreto en esta materia, es preciso no olvidar que el cristianismo había nacido y crecido en un ambiente judaico y que, al separarse de éste y salir de Palestina, entró en contacto con la civilización greco-romana. Ahora bien: el arte helénico y el culto judío sobre todo poseían sus propias formas musicales, a cuya influencia no podía substraerse de ninguna manera el nuevo culto cristiano.

El canto en la sinagoga era puramente mono melódico, unísono, a ritmo libre, lo ejecutase un solo cantor o un coro. Base del canto litúrgico eran los 150 salmos, que ordinariamente se cantaban por un solo cantor o por un grupo de pocas voces. El coro se limitaba a cantar en determinados salmos el Alleluia inicial y final o a intercalar entre versículo y versículo una frase a guisa de ritornello Filón, en un pasaje transcrito por Eusebio, hablando del canto de los salmos entre los miembros de una secta judaica, los terapeutas, de Alejandría, dice que cantaban con ritmos y melodías muy variados.

Además, en el patrimonio musical de los hebreos debían existir fórmulas melódicas para las bendiciones, las oraciones, las eulogias, etc., tan frecuentes en el ritual del templo y de las sinagogas. No faltaban, en fin, según una antigua costumbre oriental, los iubili, es decir, grupos melismáticos cantados con las vocales, que todavía usan los judíos modernos.

La música griega no se diferenciaba mucho de la hebrea, en la cual había influido no poco desde tiempo atrás. Abarcaba tres géneros: el diatónico, que procede por tonos y semitonos combinados según su natural sucesión, de modo que no haya dos semitonos seguidos ni tampoco más de tres tonos consecutivos; el cromático, que dividía un tono en dos semitonos; y, finalmente, el inarmónico, que, a su vez, dividía el semitono en cuartos de tono. En tiempo de Cristo, el género inarmónico había casi desaparecido; el cromático, por su carácter triste y apasionado, se consideraba sensual, propio de gente afeminada; para el canto coral se empleaba casi exclusivamente el género diatónico.

Con probabilidad, podemos suponer que la Iglesia primitiva, dando de lado al género cromático al inarmónico, escogería el sistema diatónico griego para dar a sus nuevos cantos una forma melódica clara, seria y bien ordenada, junto con aquella distribución rítmica de tiempos y pies, binarios y ternarios, cuyas leyes eran conocidísimas de los antiguos. En cambio, tomó de la sinagoga la melodía propia del salmo responsorial y de los recitados litúrgicos (anáfora, oraciones, lecturas, etc.) Querer precisar más, sería vano intento. En cuanto a los melismas del canto aleluyatico, es muy verosímil que al menos algunos se cantasen en la Iglesia primitiva. Puede deducirse no sólo de la tradición hebrea y de ciertas expresiones de escritores antiguos, comenzando por San Pablo, sino también del mucho uso que hicieron de los melismas los gnósticos en los siglos II y III, como consta por los curiosos restos conservados en no pocos papiros y amuletos de esta época. En ellos se ve que el canto melismático alterna con el recitativo, o bien forma un grupo melódico que se desenvuelve sobre la última vocal de la frase o versículo.

 

Las Formas Originales del Canto Litúrgico.

En la antigua liturgia cristiana, el libro de los Salmos fue, como lo había sido entre los hebreos, la norma, el códice oficial y la base del canto litúrgico. Durante los ágapes, las vigilias, las sinaxís estacionales, ciertamente que se cantaban también composiciones de origen privado; pero el canto oficial de la misa, el único propiamente tal que entonces existía, no conocía otro texto fuera del Salterio.

La ejecución de la salmodia se encomendaba de ordinario a un solo cantor. Como ya hemos indicado, esta forma, el solo salmódico, procedía directamente de la liturgia del templo y de la sinagoga. Un cantor subía al ambón y entonaba el salmo. A cada versículo, el pueblo le respondía con una frase a modo de ritornello, breve y concisa, tomada las más de las veces del mismo salmo, pero que expresaba de manera vigorosa un pensamiento dogmático, como Amen, Alleluia, Gloria Patri et Filio... Este tipo de salmodia, llamada responsorial (cantus, psalmus responsorius, grádale), es la más antigua en la Iglesia. Ya Orígenes da cuenta de ella. Eusebio, refiriendo las noticias de Filón sobre el canto responsorial de los judíos terapeutas, añade que entre los cristianos se hace otro tanto. Y San Atanasio, narrando un episodio de su arresto frustrado, escribe: "Ocupé mi sitial y mandé al diácono que dijese un salmo, y a la asamblea que respondiera con Quoniam in saecula misericordia eius." En efecto, todo el pueblo se unía con el solista en la respuesta, formando, sin distinción de edad ni de sexo, una sola voz. "Iniciado el salmo — observa San Juan Crisóstomo —, todas las voces se unen, formando un armonioso coro. Jóvenes y viejos, rizos y pobres, mujeres y hombres, esclavos y libres, todos tomamos parte en la melodía. En los palacios de los reyes, todos están en silencio... pero aquí, cuando el profeta habla, todos respondemos, todos cantamos." El misal romano ha conservado un hermoso ejemplo de salmodia responsorial en el cántico de los tres niños Benedictas es Deus, de la antiquísima misa de vigilia del sábado de las cuatro témporas; en él se repite a cada versículo: et laudabilis et gloriosus in saecula.

Consta con certeza que hacia la mitad del siglo IV, con la paz otorgada a la Iglesia, con el consiguiente desarrollo del culto litúrgico público, el arte de la salmodia responsorial tuvo un incremento extraordinario. Sobre el fondo de las antiguas melopeyas tradicionales, los solistas cristianos aprovecharon lo más noble y puro del arte greco-romano para producir modulaciones y melismas tan espléndidos y complicados, que suscitaron en algunos, como en San Agustín, una especie de escrúpulo por razón del atractivo irresistible de aquel arte. De hecho, el cantor, que por lo regular pertenecía al orden del diaconado, siendo una personalidad litúrgica muy importante, tenía en esta época aún muchísima libertad tanto en el modo de emplear las fórmulas tradicionales como en la elección de los adornos que les añadían. Esta costumbre existe aún hoy día entre los orientales y los judíos. Cada cantor alarga o abrevia las modulaciones según su gusto personal, según la flexibilidad mayor o menor de su garganta y según el grado de solemnidad de la fiesta.

Algunas inscripciones romanas de los siglos IV-V recuerdan y alaban el arte de los solistas. En el epitafio autobiográfico de un cierto obispo León se lee: Psallere et populis volui modulante propheta. Y en el de un diácono por nombre Redentor: Dulcía nectareo promebat mella canore, prophetam celebrans placido modulamine senem. Otro diácono romano llamado Sabino, que vivió a fines del siglo IV, quiso que escribieran sobre su sepulcro: Ast ego qui voce psalmos modulatos et arte diversis cecini verba sacrata sonis.

Todos los Santos Padres celebran unánimemente el encanto y la belleza fascinadora de la salmodia eclesiástica. Son famosas las palabras de San Agustín: Cuántas veces lloré oyendo tus himnos y tus cantos, profundamente conmovido por la voz de tu Iglesia, voz que resonaba suavemente y penetraba en mis oídos, mientras la verdad se iba insinuando en mi corazón; tiernos afectos encendían mi alma y lágrimas saludables brotaban de mis ojos!"

Musicalmente afín a las melodías de la salmodia era el canto pascual del Alleluia, que en Roma fue introducido en la misa, de Hierosolymorum traditione, por el papa San Dámaso (366-384). San Agustín afirma que se cantaba solemniter o, como en otro lugar dice, mediante iubilationes, o sea fórmulas rítmicas melismáticas. Quz iubilat — escribe el santo Doctor — non verba dicit, sed sonus quídam est laetitiae sine verbis; non est ením animi diffusa laetifia, quantum potest exprimentis affectum, non sensum comprehendentis. Gaudens homo in exultatione sua ex verbas qui· busdam, quae non possunt dici et intelligi, erumpit in vocem quamdam exultationis sine verbis, ita ut afrfrareat eum ipsa voce gaudere quidem, sed quasi repletum nimio gaudio, non posse verbis explicare quod gaudet. Por este y otros textos semejantes, se deduce que, en un principio, el canto del Alleluia era independiente de todo verso salmódico. Fue más tarde, alrededor de los siglos V-VI, cuando Roma añadió a ellos uno o más versículos para cercenar un poco la exuberante riqueza de los "júbilos" aleluyáticos. A pesar de todo, el Alleluia sigue siendo el canto más rico y florido del repertorio litúrgico.

 

El siglo IV, que inauguró el esplendor del canto litúrgico, vio asimismo difundirse triunfalmente en la Iglesia otra importantísima forma de canto sagrado: la salmodia antifonal. Consistía ésta en cantar los versículos de los Salmos, alternando, entre dos coros. Este sistema, conocido ya de antiguo por los judíos y los griegos y practicado en los siglos II y III, según parece, en las iglesias de Siria oriental (Mesopotamia), lo introdujeron por vez primera en Antioquía (348-58) Flaviano y Diodoro, dos jefes seglares de una hermandad de ascetas muy floreciente en aquella ciudad. Ambos fueron después obispos. Hi primi — escribe Teodoreto — psallentium choros duas in partes diviserunt et davidicos hymnos alternis canere docuerunt.

Hemos de suponer, sin embargo, que la salmodia antifonal revestía dos formas distintas, según que los dos coros cantasen cada uno un versículo diverso del salmo (y esto probablemente es lo que hacían al principio en Antioquía, donde los ascetas y las vírgenes estaban familiarizados con el Salterio) o que un coro de cantores amaestrados ejecutase el salmo completo, intercalando el otro coro después de cada versículo un verso breve (antífona) siempre igual. Este segundo modo se hizo más general, debido a que el pueblo no podía saberse de memoria todos los salmos ni tener siempre muchos códices a su disposición. Viene a confirmar esto mismo el testimonio de Sozomeno, el cual, narrando el traslado de los restos de la mártir Santa Babila a Dafne, cerca de Antioquía (362). dice que praecinebant coeteris u qui psalmos apprime callebant; multitudo deinde respondebat cum concentu, et huno versiculum succmebat: Confusi sunt omnes qui adorant sculptilia, qui gloriantur in simulacris.

La introducción de la salmodia antifonal constituyó en Antioquía un éxito clamoroso, difundiéndose en breve tiempo por todas partes, a excepción de los monasterios del Sinaí. San Basilio da fe de la existencia del nuevo canto en Cesárea en el 375; la Peregrinatio lo registra en Jerusalén hacia el 417; Sozomeno acusa su presencia en Constantinopla en tiempo de San Juan Crisóstomo. En Occidente fue el papa Dámaso (366-384) quien probablemente lo hizo adoptar en Roma después del concilio del 382, en el que se hallaron presentes muchos obispos griegos y sirios. Constituit -dice el Líber pontificalis- ut psalmos die noctuque canerentur per omnes ecclesias, qui hoc praecepit presbyteris vel episcopis vel monasterios. En Nola (Campania), hacia el 400, la nueva salmodia florecía en las comunidades de varones y vírgenes que el obispo San Paulino había fundado junto a la basílica de San Félix. En Milán, como narra San Agustín, inició la antifonía San Ambrosio cuando en el 386, por la persecución de la emperatriz Justina, estuvo encerrado dos días enteros en la vieja iglesia orando con sus feligreses. Tune hymni et psalmi ut canerentur secundum morem orientalium partium, ne populus moeroris taedio contabesceret, institutum esí. Y más claramente lo dice Paulino, el biógrafo de San Ambrosio: Hoc in tempore primum antiphonae hymnique ac vigiliae celebran coeperunt, cuius celebritatis deootio usque in hodiernum diem, non so lum in eadem, ecclesia, verum per omnes pene occidentis provincias manet.

Adviértase que las innovaciones litúrgico-musicales de San Ambrosio, aunque ocasionadas por aquella circunstancia excepcional, habrían necesitado algún tiempo para imponerse. Paulino, en efecto, dice hoc in tempore, por aquel tiempo. Resulta imposible creer que la elaboración del antifonal y del libro de himnos ambrosianos, así como de los oficios de vigilia, hayan sido obra de cuarenta y ocho horas.

 

Otra forma de salmodia, ciertamente no tan antigua como la anterior, pero realmente distinta de la responsorial y de la antifonal, era el cantus in directum, o directaneus, que consistía en ejecutar el salmo entre dos coros, pero sin intercalar responsorios ni antífonas. Hablan de ella Casiano y San Benito, el cual la prescribe para las horas diurnas y las completas cuando el número de monjes sea escaso. maior congregatio fuerit cum antiphonis dicantur (Psalmi); si oero minor in directum psallantur.

Parecida a la descrita era otra forma de canto, el tractus, que corría exclusivamente a cargo de la habilidad de un solista, sin participación ninguna de la asamblea. El solista comenzaba un salmo y lo cantaba hasta el final (fractim), mientras todos los presentes escuchaban en silencio. Era el canto usado en las prolongadas vigilias de los monjes egipcios, durante las cuales, como atestigua Casiano (+ 435), los monjes meditaban y trabajaban tejiendo esteras.

 

El movimiento musical, que, como ya hemos dicho, recibió a finales del siglo IV un impulso tan vigoroso en el campo litúrgico en toda la Iglesia, debía conducir necesariamente no sólo a una evolución y mayor perfeccionamiento de la antigua melopeya salmódica, sino, sobre todo, a la creación de nuevas fórmulas melódicas para uso del pueblo y de las escuelas monásticas. Es posible reconstruir con alguna probabilidad, en el repertorio gregoriano tradicional, alguno de los textos melódicos que debieron entonces estar en uso en al servicio litúrgico? Gastoué cree que sí. San Agustín, por ejemplo, cita con frecuencia en sus obras versículos de salmos que el pueblo cantaba como ritornello así en el canto responsorial como antifonal. Ahora bien: un buen número de tales textos y otros análogos se encuentran en el canto romano y ambrosiano con melodías silábicas bastante sencillas, y precisamente en aquellos oficios que constituyen el fondo más antiguo de ambas liturgias.

Sabido es además cómo, recorriendo el repertorio gregoriano, se encuentran un buen número de textos, en su mayor parte antífonas, que con ligeras variantes reproducen algunos ternas melódicos característicos.

Tanto Gastoué como Leclercq no dudan en afirmar que en tales tipos melódicos fundamentales se hallan restos preciosos del antiquísimo repertorio musical.