De los sermones de san León Magno, papa
Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3: PI, 54, 190-193)

 

Reconoce, cristiano, tu dignidad

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.

Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo porque nuestro Señor,, destructor del pecado y de la muerte, corno no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida.

Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos, asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, -de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma naturaleza gracias a la cual había vencido.

Por eso, cuando nace el Señor, los ángeles cantan jubilosos: Gloria a Dios en el cielo, y anuncian: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Pues están viendo cómo la Jerusalén celestial se construye con gentes de todo el mundo; ¿cómo, pues, no habrá de alegrarse la humildad de los hombres con tan sublime acción de la piedad divina, cuando tanto se entusiasma la sublimidad de los ángeles?

Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se: apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.

Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.

Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.

Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo


De las alocuciones del papa Pablo sexto
(Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)

 

El ejemplo de Nazaret

Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.

Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.

Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.

Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.

¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!

Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.

Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa, y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.

Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.

Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en si mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.

Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo, nuestro Señor.

 


De los sermones de san Bernardo, abad
(Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2: PI, 133, 141-143)

 

En la plenitud de los tiempos
vino la plenitud de la divinidad

Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este destierro, de esta miseria.

Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por los profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio? Pero ahora los hombres tendrán que creer a sus propios ojos, ya que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada pueda dejar de verlo, puso su tienda al sol.

Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia. Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Y que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda 14 plenitud de la divinidad. Ya que, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de divinidad. Vino en carne mortal para que, al presenta así ante quienes eran carnales, en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad. Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar mejor su bondad que asumiendo mi carne? La mía, no la de Adán, es decir, no la que Adán tuvo antes del pecado.

¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más -rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por, su humanidad. Cuanto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. Ha aparecido -dice el Apóstol- la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre de Dios.

 


Del tratado de san Hipólito, presbítero
Refutación de todas las herejías
(Cap. 10, 33-34: PG 16, 3452-3453)

 

La Palabra hecha carne nos diviniza

No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos ni nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón, como tampoco por el encanto de discursos elocuentes, sino que nuestra fe se apoya en las palabras pronunciadas por el poder divino. Dios se las ha ordenado a su Palabra, y la Palabra las ha pronunciado, tratando con ellas de apartar al hombre de la desobediencia, no dominándolo como a un esclavo por la violencia que coacciona, sino apelando a su libertad y plena decisión.

Fue el Padre quien envió la Palabra, al fin de los tiempos. Quiso que no siguiera hablando por medio de un profeta, ni que se hiciera, adivinar mediante anuncios velados; sino que le dijo que se manifestara a rostro descubierto, a fin de, que el mundo, al verla, pudiera salvarse.

Sabemos que esta Palabra tomó un cuerpo de la Virgen, y que asumió al hombre viejo, transformándolo. Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición, porque, si no hubiera sido así, sería inútil que luego nos prescribiera imitarle como maestro. Porque, si este hombre hubiera sido de otra naturaleza, ¿cómo habría de ordenarme las mismas cosas que él hace, a mí, débil por nacimiento, y cómo sería entonces bueno y justo?

Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento, obedeció hasta la muerte y manifestó su resurrección, ofreciendo en todo esto su humanidad como primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo mismo que Dios dispuso para él.

Cuando contemples ya al verdadero Dios, poseerás un cuerpo inmortal e incorruptible, junto con el alma, y obtendrás el reino de los cielos, porque, sobre la tierra, habrás reconocido al Rey celestial; serás íntimo de Dios, coheredero de Cristo, y ya no serás más esclavo de los deseos, de los sufrimientos y de las enfermedades, porque habrás llegado a ser dios.

Porque todos los sufrimientos que has soportado, por ser hombre, te los ha dado Dios precisamente porque lo eras; pero Dios ha prometido también otorgarte todos sus atributos, una vez que hayas sido divinizado y te hayas vuelto inmortal. Es decir, conócete a ti mismo mediante el conocimiento de Dios, que te ha creado, porque conocerlo y ser conocido por él es la suerte de su elegido.

No seáis vuestros propios enemigos, ni os volváis hacia atrás, porque Cristo es el Dios que está por encima de todo: él ha ordenado purificar a los hombres del pecado, y él es quien renueva al hombre viejo, al que ha llamado desde el comienzo imagen suya, mostrando, por su impronta en ti, el amor que, te tiene. Y, si tú obedeces sus órdenes y te haces buen imitador de este buen maestro, llegarás a ser semejante a él y recompensado por él; porque Dios no es pobre, y te divinizará para su gloria.

 


De los sermones de san León Magno, papa
Sermón 6 en la Natividad del Señor, 2-3. 5: PL 54, 213-216)

 

El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz

Aunque aquella infancia, que la majestad del Hijo de Dios se dignó hacer suya, tuvo como continuación la plenitud de una edad adulta, y, después del triunfo de su pasión y resurrección, todas las acciones de su estado de humildad, que el Señor asumió por nosotros, pertenecen ya al pasado, la festividad de hoy renueva ante nosotros los sagrados comienzos de jesús, nacido de la Virgen María; de modo que, mientras adoramos el nacimiento de nuestro Salvador, resulta que estamos celebrando nuestro propio comienzo.

Efectivamente, la generación de Cristo es el comienzo del pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza lo es al mismo tiempo del cuerpo.

Aunque cada uno de los que llama el Señor a formar parte de su pueblo sea llamado en un tiempo determinado y aunque todos los hijos de la Iglesia hayan sido llamados cada uno en días distintos, con todo, la totalidad de los fieles, nacida en la fuente bautismal, ha nacido con Cristo en su nacimiento, del mismo modo que ha sido crucificada con Cristo en su pasión, ha sido resucitada en su resurrección y ha sido colocada a la derecha del Padre en su ascensión.

Cualquier hombre que cree -en cualquier parte del mundo-, y se regenera en Cristo, una vez interrumpido el camino de su vieja condición original, pasa a ser un nuevo hombre al renacer; y ya no pertenece a la ascendencia de su padre carnal, sino a la simiente del Salvador, que se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios.

Pues si él no hubiera descendido hasta nosotros revestido de esta humilde condición, nadie hubiera logrado llegar hasta él por sus propios méritos.

Por eso, la misma magnitud del beneficio otorgado exige de nosotros una veneración proporcionada a la excelsitud de esta dádiva. Y, como el bienaventurado Apóstol nos enseña, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, a fin de que conozcamos lo que Dios nos ha otorgado; y el mismo Dios sólo acepta como culto piadoso el ofrecimiento de lo que él nos ha concedido.

¿Y qué podremos encontrar en el tesoro de la divina largueza tan adecuado al honor de la presente festividad como la paz, lo primero que los ángeles pregonaron en el nacimiento del Señor?

La paz es la que engendra los hijos de Dios, alimenta el amor y origina la unidad, es el descanso de los bienaventurados y la mansión de la eternidad. El fin propio de la paz y su fruto específico consiste en que se unan a Dios los que el mismo Señor separa del mundo.

Que los que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios, ofrezcan, por tanto, al Padre la concordia que es propia de hijos pacíficos, y que todos los miembros de la adopción converjan hacia el Primogénito de la nueva creación, que vino a cumplir la voluntad del que le enviaba y no la suya: puesto que la gracia del Padre no adoptó como herederos a quienes se hallaban en discordia e incompatibilidad, sino a quienes amaban y sentían lo mismo. Los que han sido reformados de acuerdo con una sola imagen deben ser concordes en el espíritu.

El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz: y así dice el Apóstol: Él es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, ya que, tanto los judíos como los gentiles, por su medio podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu.

 


De las cartas de san Atanasio, obispo
(Carta a Epicteto, 5-9: PG 26, 1058. 1062-1066)

 

La Palabra tomó de María nuestra condición

La Palabra tendió, una mano a los hijos de Abrahán, como afirma el Apóstol, y por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro. Por esta razón, en verdad, María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo y, como propio, lo ofrezca por nosotros. La Escritura habla del parto y afirma: Lo envolvió en pañales; y se proclaman dichosos los pechos que amamantaron al Señor, y, por el nacimiento de este primogénito, fue ofrecido el sacrificio prescrito. El ángel Gabriel había anunciado esta concepción con palabras. muy precisas, cuando dijo a María no simplemente «lo que nacerá en ti» -para que no se creyese que se trataba de un cuerpo introducido desde el exterior-, sino de tí, para que creyéramos que aquel que era engendrado en María procedía realmente de ella.

Estas cosas sucedieron de esta forma para que la Palabra, tomando nuestra condición y ofreciéndola en sacrificio, la asumiese completamente, y revistiéndonos después a nosotros de su condición, diese ocasión al Apóstol para afirmar lo siguiente: Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.

Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero. Porque de ninguna forma es ficticia nuestra salvación ni afecta sólo al cuerpo, sino que la salvación de todo el hombre, es decir, alma y cuerpo, se ha realizado en aquel que es la Palabra.

Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que todos nosotros hemos nacido de Adán.

Lo que Juan afirma: La Palabra se hizo carne, tiene la misma significación, como se puede concluir de la idéntica forma de expresarse. En san Pablo encontramos escrito: Cristo se hizo por nosotros un maldito. Pues al cuerpo humano, por la unión y comunión,con la Palabra, se le ha concedido un inmenso beneficio: de mortal se ha hecho inmortal, de animal se, ha, hecho espiritual, y de terreno ha penetrado las puertas del cielo.

Por otra parte, la Trinidad, también después de la encarnación de la Palabra en María, siempre sigue siendo la Trinidad, no admitiendo ni aumentos ni disminuciones, siempre es perfecta, y en la Trinidad se reconoce una única Deidad, y así la Iglesia confiesa a un único Dios, Padre de la Palabra.

 


Del libro de san Basilio Magno, obispo, sobre el Espirítu Santo
(Cap. 26, núms. 61. 64: PG 32, 179-182. 186)

 

El Señor vivifica su cuerpo en el Espíritu

De quien ya no vive de acuerdo con la carne, sino que actúa en virtud del Espíritu de Dios, se llama hijo de Dios y se ha vuelto conforme a la imagen del Hijo de Dios, se dice que es hombre espiritual. Y así como la capacidad de ver es propia de un ojo sano, así también la actuación del Espíritu es propia del alma purificada.

Así mismo, como reside la palabra en el alma, unas veces como algo pensado en el corazón, otras veces como algo que se profiere con la lengua, así también acontece con el Espíritu Santo, cuando atestigua a nuestro espíritu y exclama en nuestros corazones: Abbá (Padre), o habla en nuestro lugar, según lo que se dijo: No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.

Ahora bien, así como entendemos el todo distribuido en sus partes, así también comprendemos el Espíritu según la distribución de sus dones. Ya que todos somos efectivamente miembros unos de otros, pero con dones que son diversos, de acuerdo con la gracia de Dios que nos ha sido concedida.

Por ello precisamente, el ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No os necesito.» Sino que todos los miembros completan a la vez el cuerpo de Cristo, en la unidad del Espíritu; y de acuerdo con las capacidades recibidas se distribuyen unos a otros los servicios que necesitan.

Dios fue quien puso en el cuerpo los miembros, cada uno de ellos como quiso. Y los miembros sienten la misma solicitud unos por otros, en virtud de la comunicación espiritual del mutuo afecto que les es propia. Esa es la razón de que cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos le felicitan.

Del mismo modo, cada uno de nosotros estamos en el Espíritu, como las partes en el todo, ya que hemos sido bautizados en un solo cuerpo, en nombre y virtud de un mismo Espiritu.

Y como al Padre se le contempla en el Hijo, al Hijo se te contempla en el Espíritu. La adoración, si se lleva a cabo en el Espíritu, presenta la actuacíón de nuestra alma como realizada en plena luz, cosa que puede deducirse de las palabras que fueron dichas a la samaritana. Pues cómo ella, llevada a error por la costumbre de su región, pensase que la adoración había de hacerse en un lugar, el Señor la hizo cambiar de manera de pensar, al decirle que había que adorar en Espíritu y verdad; al mismo tiempo, se designaba a sí mismo como la verdad.

De la misma manera que decimos que la adoración tiene que hacerse en el Hijo, ya que es la imagen de Dios Padre, decimos que tiene que hacerse también en el Espíritu, puesto que el Espíritu expresa en sí mismo la divinidad del Señor.

Así, pues, de modo propio y congruente contemplamos el esplendor de la gloria de Dios mediante la iluminación del Espíritu; y su huella nos conduce hacia aquel de quien es huella y sello, sin dejar de compartir el mismo ser.


De los tratados de san Agustin, obispo, sobre el evangelio de san Juan
(Tratado 17, 7-9: CCL 36, 174-175)

 

El doble precepto de la caridad

Vino el Señor mismo, como doctor en caridad, rebosante de ella, compendiando, como de él se predijo, la palabra sobre la tierra, y puso de manifiesto que tanto la ley como los profetas radican en los dos preceptos de la caridad.

Recordad conmigo, hermanos aquellos dos preceptos. Pues, en efecto, tienen que seros en extremo familiares, y no sólo veniros a la memoria cuando ahora os los recordam os , sino que deben permanecer siempre grabados en vuestros corazones. Nunca olvidéis que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a sí mismo.

He aquí lo que hay que pensar y meditar, lo que hay que mantener vivo en el pensamiento y en la acción, lo que hay que llevar hasta el fin. El amor de Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor del prójimo es el primero en el rango de la acción. Pues el que te impuso este amor en dos preceptos no había de proponerte primero al prójimo y luego a Dios, sino al revés, a Dios primero y al prójimo después.

Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verlo; con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como sin lugar a dudas dice Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.

 

Que no es más que una manera de decirte. Ama a Dios. Y si me dices: «Señálame a quién he de amar», ¿qué otra cosa he de responderte sino lo que dice el mismo Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás? Y para que no se te ocurra creerte totalmente ajeno a la visión de Dios, Dios -dice- es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios. Ama por tanto al prójimo, y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios.

 

Comienza, pues, por amar al prójimo. Parte tu pan con el hambriento, y hospeda a los pobres sin techo; viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne.

¿Qué será lo que consigas si haces esto? Entonces romperá tu luz como la aurora. Tu luz, que es tu Dios, tu aurora, que vendrá hacia ti tras la noche de este mundo; pues Dios ni surge ni se pone, sino que siempre permanece.

 

Al amar a tu prójimo y cuidarte de él, vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas sino hacia el Señor Dios, el mismo a quien tenemos, que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser? Es verdad que no hemos llegado todavía hasta nuestro Señor, pero sí que tenemos con nosotros al prójimo. Ayuda, por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta aquel con quien deseas quedarte para siempre.

 


De los Capítulos de las cinco centurias de san Máximo Confesor, abad
(Centuria 1, 8-13: PG 90, 1182-1186)

 

Misterio siempre nuevo

La Palabra de Dios, nacida una vez en la carne (lo que nos indica la querencia de su benignidad y humanidad), vuelve a nacer siempre gustosamente en el espíritu para quienes lo desean; vuelve a hacerse niño, y se vuelve a formar en aquellas virtudes; y no es por malevolencia o envidia que disminuye la amplitud de su grandeza, sino que. se manifiesta a sí mismo en la medida en que sabe que lo puiede asimilar el que lo recibe, y así, al mismo tiempo que explora discretamente la capacidad de quienes desean verlo, sigue manteniéndose siempre fuera del alcance de su percepción, a causa de la excelencia del misterio.

Por lo cual, el santo Apóstol, considerando sabiamente la fuerza del misterio,exclama: Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre ; ya que entendía el misterio como algo siempre nuevo, al que nunca la comprensión de la mente puede hacer envejecer.

 

Nace Cristo Dios, hecho hombre mediante la incorporación de una carne dotada de alma inteligente; el mismo que había otorgado a las cosas proceder de la nada.

Mientras tanto, brilla en lo alto la estrella del Oriente y conduce a los Magos al lugar en que yace la Pálabra en carnada; con lo que muestra que hay en la ley y los profetas una palabra místicamente superior, que dirige a las gentes a la suprema luz del conocimiento.

 

Así pues, la palabra de la ley y de los profetas, entendida alegóricaménte, conduce, como una estrella, al pleno conocimiento de Dios a aquellos que fueron llamados por la fuerza de la gracia, de acuerdo con el designio divino.

Dios se hace efectivamente hombre perfecto, sin alterar nada de lo que es propio de la naturaleza, a excepción del pecado (pues ni el mismo pecado era propio de la naturaleza).

 

Se hace efectivamente hombre perfecto a fin de provocar, con la vista del manjar de su carne, la voracidad insaciable y ávida del dragón infernal; y abatirlo por completo cuando ingiriera una carne que habría de convertírsele en veneno, porque en ella se hallaba oculto el poder de la divinidad. Esta carne sería al mismo tiempo remedio de la naturaleza humana, ya que el mismo poder di vino presente en aquélla habría de restituir la naturaleza humana a la gracia primera.

Y así como el dragón, deslizando su veneno en el árbol de la ciencia, había corrompido con su sabor la naturaleza, de la misma manera, al tratar de devorar la carne del Señor,se vio corrompido y destruido por la virtud de la divinidad que en ella residía.

 

Inmenso misterio de la divina encarnación, que sigue siendo siempre misterio; pues, ¿de qué modo puede la Palabra hecha carne seguir siendo su propia persona esencialmente, siendo así que la misma persona existe al mismo tiempo con todo su ser en Dios Padre? ¿Cómo la Palabra, que es toda ella Dios por naturaleza, se hizo toda ella por naturaleza hombre, sin detrimento de ninguna de las dos naturalezas: ni de la divina, en cuya virtud es Dios,ni de la nuestra, en virtud de la cual se hizo hombre?

Sólo la fe capta estos misterios, ella precisamente que es la sustancia y la base de todas aquellas realidades que exceden la percepción y razón de la mente humana en todo su alcance.