VIRGINIDAD CONSAGRADA EN LA IGLESIA
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SUMARIO: I. La virginidad en las comunidades apostólicas - II. Las vírgenes consagradas en la edad patrística: 1. Hasta el concilio de Nicea (325); 2. Hasta la mitad del s. VII - III. Las vírgenes consagradas en el medievo: 1. Las vírgenes que viven en un monasterio; 2. Las vírgenes en los movimientos de vida evangélica; 3. La virginidad consagrada según santo Tomás de Aquino (+ 1274) - IV. Doctrina y praxis de la consagración virginal del concilio de Trento al Vat. II: 1. El concilio de Trento; 2. La encíclica "Sacra virginitas"; 3. El Vat. II; 4. La praxis de la virginidad consagrada.


Aunque en este Diccionario se reservan dos voces a la ilustración de ->  libros litúrgicos concernientes a la vida de especial consagración a Dios en la iglesia [->  Consagración de vírgenes; ->  Profesión religiosa], no parece inútil detenerse, casi a modo de introducción, en la historia de la virginidad consagrada, presente en la iglesia desde sus orígenes, presencia que llega a justificar, en cierto sentido, la existencia de un ritual para un estado de vida no sancionado con un sacramento —mientras que una liturgia para el estado de vida conyugal, al que "Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente"
(GS 48) con el sacramento del ->  matrimonio, no necesita apología—. Por eso el plan de lectura de la amplia temática "vida de especial consagración y liturgia" podría articularse de la siguiente manera: 1) Virginidad consagrada en la iglesia (la presente voz); 2) ->  Consagración de vírgenes; 3) ->  Profesión religiosa (N.d.R.).

Prescindiendo del caso particular de Jeremías, célibe por orden de Yavé (Jer 16,1-4), y quizá los casos de los profetas Elías y Eliseo, que, según tradiciones eclesiásticas, vivieron en celibato y de la posible presencia de célibes en la comunidad esenio-qumramita, la virginidad consagrada , es una institución neotestamentaria, específicamente cristiana, y constituye una forma de vida constantemente presente en la historia de la iglesia.


I. La virginidad en las comunidades apostólicas

No es nuestra intención tratar aquí de la noción de virginidad en el NT, sino que simplemente deseamos poner de relieve cómo en las comunidades apostólicas hombres y mujeres, siguiendo el ejemplo y el consejo del Señor (Mt 19,10-12), vivían la continencia voluntaria por el reino; sensible a los valores de la virginidad merced al testimonio del Bautista, "el amigo del esposo" (Jn 3,29), la primitiva tradición cristiana considera que el apóstol Juan, tipo del perfecto discípulo del Señor, vivió en virginidad; Pablo, convertido a Cristo, vive célibe para dedicarse por entero a la causa del evangelio y se convierte en teorizador y propagador de la doctrina sobre la virginidad consagrada (1 Cor 7,1.7-8.25-38); en la comunidad de Cesarea, el diácono Felipe "tenía... cuatro hijas vírgenes, que profetizaban" (He 21,9) 6.

Los datos bíblicos no nos permiten indicar otros discípulos que eligieran la virginidad por el reino; tampoco sabemos qué frutos obtuvo en este campo la predicación de Pablo. De todas formas, algunos escritos de los padres apostólicos, que nos llevan retrospectivamente a un tiempo cercano al de los apóstoles, nos informan de comunidades paulinas y joaneas en las que florece la vida virginal: Clemente Romano exhorta a los corintios: "El casto en su carne no se jacte de serlo, sabiendo como sabe que es otro quien le otorga el don de la continencia" (Ad Corinthios 38,2: Padres Apostólicos, BAC 65, Madrid 1979', 213); Ignacio de Antioquía escribe a Policarpo, discípulo del apóstol Juan y obispo de Esmirna: "Si alguno se siente capaz de permanecer en castidad para honrar la carne del Señor, que permanezca sin engreimiento" (Ad Polycarpum 5,2: BAC 65, p. 500); por su parte, Policarpo amonesta a los filipenses: "Las vírgenes caminen en intachable y pura conciencia" (Ad Philippenses 5,3: BAC 65, p. 665).

Todo esto demuestra que la enseñanza de Jesús sobre la virginidad, diametralmente opuesta a la de los rabinos, fue acogida en las comunidades apostólicas y subapostólicas: en ellas, la opción de la virginidad, con motivaciones cristológicas, ascéticas y escatológicas, es un dato de hecho, objeto de atención por parte de los pastores, que ya ponen también en guardia a los fieles contra posibles desviaciones y peligros en esta materia.


II. Las vírgenes consagradas en la edad patrística

La época de los padres es particularmente importante en la historia de la virginidad cristiana; en su tiempo, el ideal de la virginidad experimenta un extraordinario florecimiento y es objeto de una notable profundización doctrinal. En nuestra exposición, de carácter necesariamente sintético, distinguiremos en la edad patrística dos grandes períodos: el primero, desde el principio hasta el concilio de Nicea (325); el segundo, desde Nicea hasta la mitad del s. vii.

1. HASTA EL CONCILIO DE NICEA (325). A las alusiones escasas de los padres apostólicos y a las también sobrias de los primeros apologistas sigue, a partir del final del s. II, una abundante literatura sobre la virginidad cristiana. Se escriben las primeras obras monográficas sobre el argumento: los Actos de Pablo y de Tecla y la Carta a las vírgenes, del pseudo-Clemente, dos apócrifos de finales del s. II; los opúsculos El velo de las vírgenes, de Tertuliano, y El vestido de las vírgenes, de Cipriano; el Diálogo sobre la virginidad, de Metodio de Olimpo. Pero más numerosas e interesantes con frecuencia son las páginas sobre la virginidad contenidas en obras de temática más amplia y de diferente género literario (tratados teológicos, escritos de controversia, cartas, homilías...).

De esta literatura se desprende que el testimonio de la virginidad va adquiriendo progresivamente importancia en la vida de la iglesia: en la escala de los valores, los santos padres la sitúan inmediatamente después del testimonio de la sangre ofrecido por el mártir. A medida que remite la persecución y la figura del mártir va perdiendo actualidad, el virgen, y sobre todo la virgen, se hace el tipo más representativo de la santidad eclesial: con su opción y su vida, la virgen vence los estímulos negativos y los peligros del sexo, a veces sobrevalorados por algunos padres y por las corrientes heréticas del tiempo; vence asimismo el apego a la familia,.y por tanto está en condiciones particularmente favorables para seguir a Cristo (Lc 14,26-27); vence, por fin, el paganismo que la rodea, porque con la fidelidad prometida a Cristo supera las lisonjas de la idolatría y con la autenticidad de la vida denuncia la corrupción del mundo pagano.

Desde el punto de vista eclesial, a las vírgenes, que seguían viviendo en sus propias casas, se las considera como una categoría particular de fieles (ordo virginum): por íntima vocación están dedicadas al culto divino, y con frecuencia se les reconoce el carisma de profecía; por el compromiso aceptado, tienen en la comunidad una tarea de edificación y de ejemplo "para aquellos que ya son fieles o para los que lo serán" (pseudo-Clemente, Carta a las vírgenes 3,1: Funk 2,2); por su conducta santa, ellas, objeto de una particular solicitud pastoral, son consideradas "flores que han brotado en la iglesia [...], reflejo de Dios e impronta de la santidad del Señor, porción elegida del rebaño de Cristo" (Cipriano, El vestido de las vírgenes 3: CSEL 3/ 1, 189).

En la patrística prenicena ya están presentes los temas principales de la doctrina sobre la virginidad consagrada ". A partir de Tertuliano se explicita el tema esponsal, que será característico de la teología sobre la virginidad: refiriéndose a 2 Cor 11,2, los padres ven en el propositum virginitatis un matrimonio entre Cristo (Dios) y la virgen; a ésta se la llama sponsa Christi, Christo dicata, virgo Christo maritata, Deo nupta, sacrata Deo virgo... ° Así también se hace resaltar la relación entre la iglesia y la virgen; relación de origen: la virgo sacra nace de la iglesia, que, cual madre, imprime en la hija sus rasgos espirituales; relación simbólica: la hija, en su triple condición de virgo sponsa mater, se hace signo visible de la madre, la iglesia, virgen por la integridad de la fe, esposa por la indisoluble unión con Cristo, fecunda por la muchedumbre de sus hijos.

Los padres prenicenos vieron también el valor de la virginidad como un retorno al paraíso, o sea, a la condición de Eva originaria, virgen pura; como expresión de apátheia o virtud entendida como dominio de sí y ausencia de pasiones; como anticipación de la vida futura, porque "en la resurrección no hay esposos ni esposas, sino que son como ángeles en el cielo" (Mt 22,30). En ambiente alejandrino se subraya el aspecto sacramental de la virginidad; para Orígenes es un medio peculiar de participación en el misterio de Cristo y de asimilación a su humanidad virginal; también es "símbolo y tipo de la unión Cristo-iglesia", así como "resultado de una intervención santificante directa de Cristo y de la iglesia"

No les pasó desapercibida, finalmente, a los padres que la elección por parte de Dios de una madre virgen para la encarnación del Verbo constituía una precisa indicación sobre el valor y la excelencia de la virginidad: "¿No sabes cuán sublime y extraordinaria gloria se reserva a la virginidad? La Virgen santa llevó en su seno al Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo; de la Virgen santa él asumió su cuerpo que destinó en este mundo a los dolores y a las penas. De ello, pues, debes deducir la excelencia y dignidad de la virginidad" (pseudo-Clemente, Carta a las vírgenes 5-6: Funk 2,4-5). Por lo demás, según Orígenes, es "razonable ver en Jesús las primicias de la castidad de los hombres que viven en celibato, y en María las primicias de la castidad de las mujeres. Sería un sacrilegio atribuir a otra mujer las primicias de la virginidad (Comentario a Mateo, 10,17: SC 162, 216).

Pero pese a la alta estima de que goza la virginidad consagrada en la iglesia prenicena, a propósito de ella se plantean numerosos problemas. Algunos son de índole ascético-disciplinar: el peligro de que en el corazón de la virgen se insinúen, como elementos corruptores, la presunción y la soberbia, de donde se siguen las frecuentes exhortaciones de los padres a la humildad y la vigilancia; las sospechas que rodean a la práctica establecida en las iglesias de África y Siria del matrimonium spirituale —cohabitación de dos vírgenes de diferente sexo—, que determinarán la rápida abolición de esta institución a nivel canónico; el riesgo no sólo hipotético de que la virgen falte a su compromiso. Para los padres, la virgen consagrada que contrae matrimonio es traidora y, en especial, adúltera, incestuosa, bígama: adúltera "no a un marido, sino a Cristo", como dice incisivamente san Cipriano (El vestido de las vírgenes 20: CSEL 3/ 1, 201); incestuosa, "sin duda, porque los demás cristianos con los que la virgen se une son hermanos de Cristo""; bígama, o sea, pasada a segundas nupcias, y por tanto considerada por el concilio de Ancira (314) como las mujeres que se casan dos veces (can. 19: MANSI2, 519), con todas las consecuencias jurídicas que de ello se derivan. Otros problemas son de índole doctrinal: las ambigüedades derivadas del hecho de que la estima hacia la virginidad prospera entre los movimientos heréticos que, condenando la materia como. intrínsecamente mala (marcionitas, encratitas, diversas sectas gnósticas), rechazan la institución matrimonial y exaltan la castidad estéril porque, a diferencia del matrimonio, no propaga la especie; los prejuicios inadmisibles que a veces se deslizan entre los autores ortodoxos, como la reducción del campo de la concupiscencia únicamente a la esfera sexual y la visión pesimista del matrimonio, que, apoyándose en 1 Cor 7,8-9, considera casi exclusivamente como remedio al mal peor de la incontinencia.

A esta época se remontan las primeras confrontaciones entre matrimonio y virginidad consagrada, que se resuelven casi siempre con la misma afirmación: el primero es bonum, pero la segunda es melius; de todas formas, para apoyar esa doctrina, los padres con frecuencia, en vez de recurrir a argumentos teológicos, se remiten a razones ascéticas y a motivos prácticos: comparan, en apuntes que preludian los esbozos caricaturescos de los ss. iv-v, las molestias del matrimonio con las ventajas de la virginidad; pero no faltan confrontaciones marcadas por una visión más serena y equilibrada: "... como aquella que, no casada, piensa en las cosas del Señor para ser santa en el cuerpo y en el espíritu —escribe Clemente Alejandrino—, así también aquella que se ha casado se ocupa, en el Señor, tanto de las cosas del marido como de las cosas del Señor, para ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Ambas, efectivamente, son santas en el Señor, una como esposa, la otra como virgen" (Stromata III, 12,88,2-3: GCS Clemens Alex. 2,236-237).

Una disposición de la colección canónico-litúrgica compilada por Hipólito hacia el 215 revela la existencia de una problemática teológica y disciplinar a propósito de la institución de las vírgenes consagradas: "No se imponga la mano sobre la virgen: es únicamente su decisión la que la hace virgen" (Tradición apostólica 12: SC 11-bis, 68). De tal decisión se desprende que en algunos lugares se insinuaba la praxis o al menos se sugería la hipótesis de la ordenación sacramental de las vírgenes, a la manera de la de los obispos, los presbíteros y los diáconos ": la seca aclaración de Hipólito elimina cualquier duda al respecto. Pero por encima de la delicada cuestión de la imposición de manos, nos podemos preguntar: en la iglesia prenicena la emisión del voto de virginidad, ¿implicaba una celebración litúrgica? Los investigadores parecen excluirlo.

2. HASTA LA MITAD DEL S. VII. Después del concilio de Nicea (325) el interés por el tema de la virginidad consagrada lejos de decrecer alcanza su culminación, intensificándose y dilatándose: en los ss. Iv y v, siglos de oro de la edad patrística, aumenta considerablemente el número de vírgenes consagradas, y la reflexión teológica sobre la virginidad cristiana llega a su punto más alto; pero también en los decadentes ss. vi y vn se mantiene viva la atención por la praxis y la doctrina de la virginidad cristiana.

Muchos escritos sobre nuestro argumento proceden de ambiente alejandrino; uno de ellos —el Discurso sobre la virginidad (TU 29,2; PG 28,252-281)- parece obra auténtica de san Atanasio (+ 373). El tratado, escrito para las vírgenes consagradas que viven en la propia casa, contiene preciosas normas de vida ascética.

Los dos hermanos capadocios, san Basilio Magno (+ 379) y san Gregorio de Nisa (+ ca. 394), nos han dejado páginas de gran valor sobre la virginidad: san Basilio escribió una dolorosa Epistula ad virginem lapsam (PG 32,369-381), en la que señala las obligaciones que se derivan del voto pronunciado "delante de Dios, de los ángeles y de los hombres" (ib, 372) y la gravedad de la culpa que la virgen comete recurriendo a bodas humanas; pero con el trasfondo de la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) presenta a la pecadora un perdón rehabilitador por el que, arrepentida, podrá recuperar el "vestido anterior" (ib, 381); san Gregorio compuso el tratado De virginitate (SC 119; PG 46,317-416) "para infundir en quienes lo lean el deseo de la vida virtuosa. Porque [...] la vida secular está sujeta a muchas distracciones, nuestro escrito no puede menos que recomendar la vida basada en la virginidad como puerta de entrada a una conducta más sabia" (SC 119; 246).

Otro capadocio, san Gregorio Nacianceno (+ 390), íntimo amigo de san Basilio, canta repetidamente la virginidad cristiana en versos que a veces están transidos de un verdadero sentimiento poético: In laudem virginitatis (PG 37,521-573), Praecepta ad virgines (ib, 573-632), Ad virginem (ib, 640-642). Escritos hacia el final de su vida, estos poemas constituyen un sereno testimonio de la importancia de la virginidad en la vida de la iglesia.

Basilio de Ancira (+ ca. 364), en Asia Menor, antiguo médico, escribió también un tratado De virginitate (PG 30,669-809), en el que ilustra con verismo los peligros que amenazan a la virginidad y se detiene en los aspectos fisiológicos y dietéticos unidos a ella.

En Siria se recuerda, pese a las incertidumbres críticas que rodean su obra, a san Efrén (+ 373), autor de numerosos himnos, entre los cuales los cincuenta y dos de la colección Hymni de virginitate et de mysteriis Domini nostri (CSCO 94), en los que, tratando el tema de la virginidad, se remite a las figuras de María, la Madre de Jesús, y de Juan, el apóstol virgen, predilecto del Señor.

San Juan Crisóstomo (+ 407), antioqueno, escribió quizá el tratado más importante —De virginitate (SC 125: PG 48,533-596)— a nivel práctico, por la orientación pastoral y la atención concedida a los aspectos éticos. Por el equilibrio de sus posturas en la comparación entre la virginidad consagrada y el matrimonio, ha merecido ser llamado "defensor del matrimonio y apóstol de la virginidad". Para evitar posibles escándalos y el pulular de sospechas escribió dos cartas de contenido disciplinar y de tono polémico: una contra los miembros del clero que tenían en casa vírgenes consagradas (Adversus eos qui apud se habent virgines subintroductas, PG 47,495-513); la otra para disuadir a las vírgenes regulares, dedicadas oficialmente al servicio de la iglesia, y por tanto sujetas a leyes canónicas, de hospedar de manera habitual a hombres (Quod regulares faeminae viris cohabitare non debeant, PG 47,513-532)

Los mayores escritores de Occidente, san Ambrosio en Milán, san Jerónimo en Palestina y Roma y san Agustín en Hipona, abogaron tanto como sus colegas orientales por la defensa y exaltación de la virginidad cristiana.

Las obras de san Ambrosio (+ 397) sobre este tema son numerosas y escritas con afecto particular: en el 377, tres años después de su elección episcopal, publicó los tres libros De virginibus ad Marcellinam sororem (PL 16,197-244) que hicieron se le considerase "el clásico de la antigüedad cristiana acerca de la virginidad"" y la más ambrosiana de sus obras; pronto le siguió, en 378, el tratado De virginitate (PL 16,279-316), en el que reafirma el valor de la virginidad y se defiende de la acusación de exaltar demasiado el estado virginal; el De institutione virginis (PL 16,319-348), del 392, deriva de una homilía pronunciada en Bolonia para la velatio de la virgen Ambrosia; finalmente, la Exhortatio virginitatis (PL 16,351-380) desarrolla una homilía pronunciada en Florencia el 393 con ocasión de la dedicación de una basílica construida gracias a la munificencia de la viuda Juliana, a cuyos hijos exhorta Ambrosio a abrazar la vida virginal. Pero independientemente de estas obras específicas, el tema de la virginidad reaparece en otras muchas páginas ambrosianas: en obras dogmáticas y comentarios exegéticos, en cartas e himnos.

San Jerónimo (+ 419) es un apóstol y un acérrimo defensor de la virginidad cristiana, pero no posee ni la atrayente suavidad de Ambrosio ni la paciente humildad de Agustín. Cuando Jerónimo escribe sobre la virginidad, frecuentemente arrastrado por el fuego de la polémica, rebasa los límites. Contra Elvidio, que para reforzar su tesis contra el ascetismo y la virginidad, había afirmado que María, después del nacimiento de Jesús, había vivido conyugalmente con José, escribe el punzante opúsculo De perpetua virginitate b. Mariae (PL 23,193-206); igualmente contra el monje Joviniano, que igualaba en mérito el estado virginal y el estado matrimonial, escribe los dos libros Adversus Iovinianum (ib, 221-352), en los que confuta eficazmente al adversario, pero parece despreciar el valor del matrimonio; el año 384 redacta la famosa Carta a Eustoquio (Ep. 22: CSEL 54,143-211), exhortación vigorosa a la virginidad y pintoresca denuncia de los peligros que la acechan; la Carta a Pammaquio (Ep. 49: ib, 350-387) es una precisión necesaria, porque algunos han visto en el escrito contra Joviniano "una implícita condena del matrimonio" (ib, 351); en 414, treinta años después del escrito dirigido a Eustoquio, Jerónimo compone un nuevo tratado para una profesión virginal, la Carta a Demetríades (Ep. 130: CSEL 56,175-201), más breve, menos brillante, pero siempre vigoroso en la convencida exhortación a la virginidad consagrada.

Lamentando no poseer una virtud que admiraba profundamente, san Agustín escribió, en 401, el tratado De sancta virginitate (CSEL 41,233-302), obra maestra de la doctrina patrística sobre el argumento, en el que inculca la estima y el amor de la virginidad sin despreciar el matrimonio, y enseña a cultivar la humildad para custodiar la pureza virginal del corazón y del cuerpo. Pero indicaciones valiosas sobre la virginidad se encuentran dispersas por otras muchas obras suyas, sobre todo en los tratados De bono coniugali (ib, 184-231), De continentia (ib, 139-183) y De bono viduitatis (ib, 303-343), que constituyen una especie de "biblioteca agustiniana" sobre el ascetismo cristiano.

Además de los tres grandes doctores, otros autores de Occidente han escrito páginas notables sobre la virginidad. San Zenón de Verona (+ ca. 371) en las homilías De pudicitia (CCL 22,8-14) y De continentia (ib, 171-178), reafirma la doctrina tradicional de la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio; y para probarla se remite al ejemplo de María "esposa y madre, sí, pero también virgen después del matrimonio; y conservada tal precisamente porque el Hijo no encontró privilegio más bello que regalar a su madre"". El tema del lamento por la virgen caída reaparece en el De lapsu virginis sacratae (PL 16,367-384), atribuido a Nicetas de Remesiana (después del 414). De ambiente pelagiano proceden varios opúsculos no carentes de interés: la Epistula ad Claudiam de virginitate (CSEL 1, 224-250), obra del mismo Pelagio, poco leída a causa de la condena que pesa sobre su autor, hoy en cambio, se la considera como uno de los mejores tratados del s. v sobre la virginidad; la Epistula de castitate (PL supl. 1,1464-1505) y la Consolatio ad virginem in exilium missam (PL 30,55-60), que testifican la estima de que gozaba la virginidad incluso en un ambiente que se iba alejando progresivamente de la ortodoxia.

Al final de la edad patrística, san Fulgencio de Ruspe (+ 533) con la Carta a Proba (Ep. 3: CCL 91,212-229) continúa la tradición del obispo-padre que escribe un libellus de virginitate para la virgen-hija consagrada a Cristo; en la línea de Cipriano y Ambrosio, de Jerónimo y Agustín, la carta de san Fulgencio, tradicional y equilibrada en cuanto a los contenidos, es a la vez exhortación y aviso, enseñanza y regla de vida. En la misma línea, pero más rico de sugerencias y más orgánico que el libellus de san Fulgencio, se encuentra el áureo tratado De institutione virginum et de contemptu mundi (BAC 321, pp. 21-76), de san Leandro de Sevilla (t 600), escrito como regalo nupcial para Florentina, hermana e hija espiritual del santo, con ocasión de su consagración virginal. Por el carácter normativo de sus disposiciones y por el tipo de problemas que afronta, propios de la vida comunitaria, la carta de Leandro asume el tono y el aspecto de una regla monástica, y como tal —Regula s. Leandri— se la conoce precisamente.

En este punto nos parece necesario aludir a algunas transformaciones en el modo de vivir la virginidad consagrada que se perfilan en este período, y a algunos aspectos que se definen con mayor claridad.

La virgo sacra se transforma progresivamente en una sanctimonialis: el monasterio ocupa el lugar de la casa paterna; a la autoridad del obispo se añade la de la superiora; el servicio eclesial, desarrollado en medio de la comunidad, es sustituido por el servicio monástico, llevado a cabo frecuentemente en un lugar apartado, en régimen de separación de la vida ordinaria de los fieles; la sequela Christi, vivida sin particulares estructuras en la propia casa, es sustituida por una forma de seguimiento minuciosamente programada por la regla, según las necesidades de la vida común. A partir del s. iv se escriben numerosas reglas monásticas; en la mayoría de los casos están compuestas para hombres, pero las utilizan también las mujeres; así sucede con las dos reglas más difundidas: la Regula ad monachos (PL 103,487-554) de san Basilio, en Oriente; y la Regula Benedicti (CSEL 75,1-165), en Occidente. Pero no faltan reglas escritas específicamente para las mujeres: en 423 san Agustín escribe la Epistula 211 (CSEL 57,356-371), en la que adapta su Regula ad servos Dei (PL 32, 1377-1384) a las exigencias particulares de una comunidad monástica femenina; san Cesáreo de Arlés (+ 542) redacta los Statuta sanctarum virginum (G. Morin, S. Caesarii opera omnia II, 101-129), de particular importancia porque son la primera regla compuesta exclusivamente para mujeres; san Donato, obispo de Besancon (t 660), compuso una Regula ad virgines (PL 57,273-298), en la que combina preceptos de la regla de san Benito con otros de la regla de san Columbano.

También a partir del s. iv se perfila un ceremonial para la consagración de las vírgenes: tiene lugar ante el obispo y la comunidad eclesial, durante un rito litúrgico bien definido y expresamente compuesto. Los testimonios al respecto son numerosos y explícitos: conocemos la fecha y el lugar de algunas celebraciones, los nombres de los obispos consagrantes y de las vírgenes consagradas y las líneas esenciales del rito. Pero de todo esto se habla en ->  Consagración de vírgenes, I.

Los aspectos jurídicos de la consagración se precisan con mayor cuidado. Por lo que se refiere a la edad requerida, la legislación no es uniforme: en Roma y Milán, la valoración del requisito de la edad se deja al buen juicio del obispo; en España, el concilio de Zaragoza (380) establece como edad mínima cuarenta años (can. 8: MANSI 3,635); más tarde el concilio de Agde (506) adopta la misma norma para la Galia Narbonense (can. 19: MANSI8,328). En Africa son menos rigurosos: el concilio de Hipona (393) fija el límite mínimo de edad en veinticinco años (Breviarium Hipponense 1: CCL 149,33); y, poco después, el concilio de Cartago del 318 modera aún más la disciplina admitiendo a la consagración, "en caso de necesidad", también a vírgenes de edad inferior (Codex canonum Ecclesiae Africanae 126: MANSI 3,822-823). A través de Dionisio el Exiguo (t ca. 545), que introdujo esta norma en su afortunada Collectio Conciliorum, la praxis africana pasó a ser general en Occidente. Sobre los efectos de la consagración virginal, la legislación de la época es sustancialmente unánime al considerar que crea un vínculo matrimonial entre la virgen y Cristo, por su misma naturaleza perpetuo e indisoluble, que va más allá de la muerte (la virgen desposa al Hombre inmortal), público ante la sociedad civil y la comunidad eclesial, garantizado por la iglesia y sometido a su disciplina. En este campo la praxis disciplinar de Roma, ordinariamente más moderada que la de otras iglesias particulares, se caracteriza por un cierto rigorismo, en el que se debe ver sobre todo un signo de su estima hacia la virginidad consagrada: el papa Siricio (t 399) estableció que la monialis que hubiera faltado gravemente y con escándalo al propositum castitatis fuera expulsada del monasterio y recluida in ergastulis de por vida, para que con lágrimas y penitencias expiase su delito (Ad Himerium episcopum Tarraconensem 7: PL 13, 1137); el papa Inocencio I (t 417), remitiéndose por lo demás a Siricio, distingue entre las vírgenes que han roto los esponsales con Cristo (que se han casado después de haber formulado el propositum, pero no han recibido la consecratio) y las vírgenes que han violado el matrimonio con Cristo (que se han casado después de haber recibido la consecratio): las primeras, habiendo faltado a la palabra dada al Sponsus, deben hacer penitencia aliquanto tempore; las otras, adúlteras que viven en adulterio permanente, no pueden ser admitidas a la penitencia mientras dure su situación de convivientes con un hombre (Ad Victricium episcopum Rotomagensem 15-16: PL 20,478-480); para el papa Gelasio I (t 496), los matrimonios de las virgines lapsae son contratos incestuosos y sacrílegos: para ellas, excluidas de la communio eclesial, no queda otra vía de reconciliación que la penitencia pública y prolongada; y si verdaderamente se muestran como penitentes arrepentidas, podrán recibir el viático en punto de muerte (Ad episcopos per Lucaniam, et Brutios, et Siciliam constitutos 20: PL 59,54).

Estas últimas anotaciones sobre el problema de las virgines lapsae y su condición canónica no deben oscurecer el valor del testimonio ofrecido por la iglesia de los padres sobre la virginidad consagrada: testimonio práctico, porque las vírgenes, salvo dolorosas excepciones, viven con autenticidad su consagración matrimonial a Cristo; y la iglesia local por su parte rodea al ordo virginum, considerado una novedad singular del cristianismo y una realidad eclesial de primera importancia, de atenciones y cariño y, ayudándolo a nivel económico, lo libra de excesivos apoyos materiales de orden temporal; testimonio teórico, porque la reflexión sobre la virginidad consagrada toca vértices que quedarán sustancialmente insuperados; como decíamos en otro lugar [-> Consagración de vírgenes, II], la concepción doctrinal que subyace a la moderna liturgia de la consecratio virginum proviene en gran medida del pensamiento teológico de los padres.


III. Las vírgenes consagradas en el medievo

La edad media no ofrece elementos nuevos relevantes para la reflexión sobre la virginidad consagrada. De todas formas nos parece necesario considerar, aunque sea de manera sintética, el puesto que ocupan en la vida eclesial las vírgenes que viven en los monasterios, la forma particular de testimonio de las vírgenes —religiosas o laicas— que viven su consagración a Cristo en el ámbito de los movimientos de retorno a la vida evangélica y, finalmente, la contribución de santo Tomás de Aquino a la definición de la naturaleza de la consagración de las vírgenes.

1. LAS VÍRGENES QUE VIVEN EN UN MONASTERIO. Del s. VII al s. XII se generaliza y consuma el proceso al que ya se ha aludido, por el que la consagración virginal viene a identificarse con la profesión monástica: la virgo Deo sacrata es una sanctimonialis, y en concreto una claustralis. La virginidad, aunque sea vivida como donación al Señor, por parte de una mujer núbil que no entra en un monasterio, queda como un hecho interior, que no recibe ningún reconocimiento: esa mujer no recibe la consagración litúrgica, no accede al ordo virginum.

Desde el s. VII, la Regla de san Benito se impone sobre otras ordenaciones monásticas y, por tanto, la vida virginal se vive sobre todo en ambiente benedictino. En el claustro se sigue estableciendo una graduación entre los tres estados —conyugal, vidual y virginal—; y, tomando una imagen exegético-alegórica de los padres, se asigna a las casadas el treinta, a las viudas el sesenta y a las vírgenes el ciento por uno de los frutos de la parábola evangélica (Mt 13,1-9; Mc 4,3-9); pero se distingue entre estado y persona, por lo que se admite sin dificultad que una mujer casada y una viuda puedan alcanzar una perfección superior a la de una virgen.

En un clima ascético, caracterizado por el cenobitismo, florecen los ideales de las antiguas vírgenes cristianas. Para las vírgenes claustrales se componen libros como el Speculum virginum, que tuvo una extraordinaria difusión, obra de un anónimo monje alemán que vivió en el s. xll 2 ; en el Speculum se proponen a las vírgenes los modelos en los que se deben inspirar (la b. Virgen María, san Juan Bautista, san Juan Evangelista, santa Inés, santa Tecla y otras vírgenes mártires de la antigüedad cristiana) y las virtudes que deben practicar.

Pero la visión más espléndida de la vida de la virgo sanctimonialis nos la ofrecen obras compuestas por mujeres, y se deriva de la triple y conjunta experiencia virginal monástico-litúrgica vivida con autenticidad, por lo que la vida de la virgen consagrada se configura como una perenne liturgia nupcial: diálogo con el esposo Cristo, cuya palabra se medita constantemente en la lectio divina; oración incesante a él y con él, porque en la escuela de los padres la virgen ha aprendido que en la salmodia Cristo está presente y en las voces del salterio reconoce frecuentemente la voz del Esposo; banquete nupcial, porque se invita a la virgen a la mesa eucarística, donde se hacen presente in mysterio las bodas de la cruz, y donde ella se alimenta con la carne del Cordero y bebe su sangre, sangre en la que se ha lavado el traje nupcial de la esposa (Ef 5,25-27; Ap 7,14); itinerario, porque a lo largo del año litúrgico acompaña a su Señor en el viaje hacia la cruz y la gloria; vigilia de bodas, porque, según la expresión evangélica, la virgen con la lámpara encendida espera al Esposo que viene (Mt 25,6-7).

De esta espiritualidad exquisitamente litúrgica, que tiene sus raíces más profundas en una lúcida conciencia del significado matrimonial de la virginidad consagrada, son principales representantes santa Matilde de Hackerborn (t 1299), autora del Liber specialis gratiae 26, y santa Gertrudis de Helfta (+ 1302), que compuso dos obras destinadas a tener un gran éxito póstumo y un influjo duradero sobre todo en los países germánicos: los Exercitia spiritualia (SC 127) y los cuatro libros del Legatus divinae pietatis (SC 139, 143,255).

2. LAS VÍRGENES EN LOS MOVIMIENTOS DE VIDA EVANGÉLICA. Durante mucho tiempo, por tanto, la virgen consagrada se identifica con la claustral o con la reclusa. Pero al surgir en la iglesia numerosos movimientos espirituales, de índole laica o religiosa, que tenían como denominador común el retorno a la vida evangélica (sencillez, pobreza, fraternidad, itinerancia opuesta a la estabilidad monástica...), la virginidad consagrada halla espacios nuevos y formas nuevas donde expresarse. En muchos casos las vírgenes, aun permaneciendo como laicas, logran darse una fisonomía propia y una tarea específica en la comunidad local: visten con sencillez, son pobres, se mantienen con su trabajo, viven en su propia casa o, reuniéndose espontáneamente en pequeños grupos, viven en casas modestas, rezan con los demás fieles en las iglesias públicas y, a impulsos del amor de Cristo, se dedican a las obras de misericordia, en especial al servicio de los enfermos. Pero, más frecuentemente, las vírgenes viven en el ámbito espiritual de las Ordenes mendicantes que surgen a partir del final del s. xli, entre las que destacan los Frailes Menores y los Frailes Predicadores, fundados respectivamente, por san Francisco de Asís (+ 1226) y santo Domingo de Guzmán (+ 1221); las vírgenes son todavía laicas, adscritas a embrionarias Ordenes Terceras, o bien se hacen religiosas en la correspondiente rama femenina. De todas formas, a causa sobre todo de las condiciones sociales de la época, las Ordenes mendicantes no consiguen expresar sino parcialmente un módulo original de vida religiosa femenina; por lo que, tras algunas vacilaciones, adoptan para sus vírgenes religiosas la forma de vida claustral, con sus valores propios, pero también con los condicionamientos que ella comporta; en efecto, quedan fuera de los muros del monasterio algunos elementos característicos de la vida evangélica, como la itinerancia, la inseguridad, el servicio directo a los más pobres; dentro de los muros vige, en cambio, la misma tensión matrimonial vivida dentro. de una ordenación monástica más ágil: los miembros son menos numerosos, el estilo de vida es más familiar y fraterno, el desarrollo ritual de la liturgia menos amplio y solemne.

Pero en nuestro caso interesa relevar que tanto las vírgenes laicas como las vírgenes religiosas-mendicantes no reciben la consagración virginal: las primeras, porque desde hacía siglos se había interrumpido la relación directa entre el obispo y las vírgenes; más aún, éstas a veces viven en una situación de larvada contestación frente a la jerarquía; las segundas, porque representan en cierto sentido una ruptura con la vida monástica tradicional, en cuyo seno se había conservado la consecratio virginum.

3. LA VIRGINIDAD CONSAGRADA SEGÚN SANTO TOMÁS DE AQUINO (+ 1274). Por lo que se refiere a la profundización teológica de la escolástica, aquí será suficiente —y necesario— referir sintéticamente el pensamiento de santo Tomás, heredero de la reflexión patrística, y todavía punto obligado de referencia para los teólogos.

Santo Tomás, en el ámbito de la virtud de la templanza (S. Th. II-II, q. 143), considera la virginidad como una parte de la castidad, y por tanto el tratado De virginitate (ib, q. 152) sigue inmediatamente al De castitate (ib, q. 151). Afirmado el valor y la relatividad de la integritas carnis ("integritas corporalis membri per accidens se habet ad virginitatem", q. 152, a. 1, ad 3), Tomás hace consistir la virginidad, formaliter et completive, en el propósito de abstenerse perpetuamente de los placeres venéreos por un motivo teologal: por Dios, creador del cuerpo y del alma, a quien y por quien la integritas carnis se consagra, se ofrece, se conserva. En esta concepción parecen esenciales tres elementos para que la virginidad pueda definirse cristiana: la decisión consciente y responsable (propositum); el motivo teologal (propter Deum, q. 152, a. 2, ad 1); la perpetuidad de la oblación (in perpetuo), confirmada con el correspondiente voto ("propositum voto firmatum", q. 152, a. 3, ad 4).

Por tanto, en el pensamiento de santo Tomás es elemento esencial de la virginidad cristiana su elección propter Deum. De este elemento el Aquinate puntualiza un aspecto que afecta y atrae particularmente su reflexión: la renuncia que la virginidad cristiana comporta se ordena —como medio más adecuado— a la consecución de un fin altísimo, la vida contemplativa, que es el bien supremo del alma. "Ad hoc —dice Tomás, remitiéndose explícitamente a 1 Cor 7,34— pia virginitas ab omni delectatione venerea abstinet, ut liberius divinae contemplationi vacet" (q. 152, a. 2, in corp.). Pero la naturaleza de la virginidad se define también en relación a la castidad, de la que es una parte. La virginitas es una specialis virtus que va más allá de la castitas, porque no se limita al recto uso de las facultades generativas, sino que libre y radicalmente renuncia a ellas "ad vacandum rebus divinis" (q. 152, a. 3, in corp.). La virginidad es, pues, un algo más que se añade a la castidad, y su relación con ella —observa finalmente santo Tomás— es como la relación de la magnificencia hacia la liberalidad (q. 152, a. 3, in corp.).

Respecto a la cuestión de la relación de valor entre virginidad consagrada y matrimonio, santo Tomás, siguiendo a san Agustín, afirma con decisión la superioridad de la primera sobre el segundo. Afirmar lo contrario —recuerda el Aquinate— sería recaer en el error de Joviniano. Para apoyar la doctrina tradicional, santo Tomás aduce tres argumentos: el ejemplo de Cristo, "que eligió como madre a la Virgen, y él mismo guardó la virginidad" (q. 152, a. 4, in corp.); la enseñanza del Apóstol, que en 1 Cor 7,25-35 aconseja la virginidad como un "bien mayor"; la superioridad del bonum animae y de la vida contemplativa, objeto de la virginidad, sobre el bonum corporis y sobre la vida activa, objeto del matrimonio (ib).

Pero el amor a la virginidad no lleva a santo Tomás a sobrevalorarla. Con la antigua tradición, él recuerda que una virgen, por el mero hecho de serlo, no es mejor que un casado: prescindiendo de los términos teológicos de la cuestión, es necesario considerar en concreto el animus con el que cada uno de ellos vive el propio estado y el grado de virtud que ha alcanzado (cf q. 152, a. 4, ad 2). Santo Tomás se guarda mucho asimismo de considerar la virginidad consagrada como la máxima virtud: ella es virtud máxima in genere castitatis, o sea, solamente en relación a la castidad conyugal y a la continencia de las viudas; porque —precisa— el martirio y también la vida monástica son superiores a la virginidad.

Queda por considerar si, según santo Tomás, la consagración virginal realiza en quien la recibe una nueva condición sacral. El Doctor Angélico no trata la cuestión en el ámbito litúrgico y laical propio de la consecratio virginum, sino en el jurídico y religioso de la profesión monástica. Ahora bien, en este ámbito su respuesta es afirmativa: la sollemnitas del voto de continencia profesado por los religiosos, al que es asimilable el propositum virginitatis formulado por las vírgenes, no consiste en el aparato exterior del rito socio-religioso que sanciona el paso de un fiel a una nueva situación de vida, sino en un elemento espiritual, actuado por Dios (cf q. 88, a. 7, in corp.), o sea, "in quadam consecratione seu benedictione voventis" (q. 88, a. 11, in corp.). Esa benedictio crea efectivamente una nueva condición sacral: se puede perder por propia infidelidad grave; pero de ella —añade santo Tomás, citando una decretal de Gregorio IX 71- no puede dispensar ni siquiera el papa, porque así como ningún prelado puede hacer que "un cáliz consagrado deje de estar consagrado si permanece intacto" (ib), así "multo minus hoc potest facere aliquis praelatus, ut homo Deo consacratus, quando vivit, consecratus esse desistat" (ib).

La doctrina del Aquinate sobre la virginidad consagrada, límpida y ponderada no carecerá de críticas negativas. Pronto observarán algunos que carece de garra frente a la patrística: los términos caritas y dilectio, frecuentes en los escritos de los padres para indicar la razón última por la que una discípula abraza el estado virginal, están prácticamente ausentes en la q. 152, dedicada a la virginidad. De todas formas, en otros lugares santo Tomás es un fiel ,continuador de la concepción patrística de la virgen como sponsa Christi; hablando expresamente de la consagración virginal, afirma: "La consagración es en cierto modo un matrimonio espiritual con Cristo, por medio del cual se representa el matrimonio del mismo Cristo con la iglesia, en cuanto a su incorrupción, y por eso solamente el obispo, a quien está encomendado el cuidado de la iglesia, desposa a las vírgenes como mediador del esposo" (Sent. lib. IV, dist. 38, q. 5). Otros, sobre todo en tiempos recientes, discutirán la doctrina tomista sobre la indispensabilidad del votum continentiae y la del valor sacralizante de la profesión religiosa.


IV. Doctrina y praxis de la consagración virginal del concilio de Trento al Vat. II

Para los siglos que van del concilio de Trento (1545-63) al Vat. II (1962-65) consideraremos la doctrina de la sesión tridentina, el pensamiento de la encíclica Sacra virginitas, de Pío XII (t 1958); la enseñanza del Vat. II y, finalmente, algunas expresiones acerca del modo en que se entendió y vivió la virginidad consagrada.

1. EL CONCILIO DE TRENTO. La grave perturbación doctrinal y disciplinar producida por la reforma protestante afectó también a la doctrina sobre la virginidad consagrada. El pensamiento de los grandes maestros de la reforma era diametralmente opuesto al de la tradición católica: mientras ésta mantenía la superioridad de la virginidad consagrada sobre el matrimonio, aquélla enseñaba que "matrimonium non postponendum, sed anteponendum castitati".

E. Ferasin sintetiza eficazmente el pensamiento de los teólogos de la reforma en estos términos: "El celibato y la virginidad no son, como enseña la iglesia católica, un genuino y legítimo valor cristiano, y tanto menos constituyen un estado superior al matrimonio. Ciertamente, la continencia es un don de Dios, pero constituye tal milagro y tal excepción que no se verifica casi nunca; el signo cierto de que no se tiene tal don es el hecho de que normalmente el hombre arde de concupiscencia. La condición normal del hombre caído exige, por tanto, como remedio moral, el matrimonio: es un mandato divino y vocación universal terrestre; por tanto, deber e ideal del hombre. Los que se imponen la virginidad y la continencia como un estado de vida que comporta una mayor perfección y un mayor mérito cumplen un acto presuntuoso y farisaico, opuesto a la humildad de la fe fiducial, siendo aquél un don exclusivo de Dios imposible de conquistar con las fuerzas humanas".

Se comprende que, ante tales proposiciones, que daban al traste con una enseñanza y una praxis seculares, el concilio de Trento haya sentido la necesidad de reafirmar la doctrina tradicional y de oponer un dique resistente a la expansión del error. Efectivamente, el concilio desde 1547, en el contexto de la confutación de los errores sobre el matrimonio, se había ocupado del valor de la virginidad cristiana. Pero sólo en 1563, ante el final inminente de los trabajos, formuló el propio pensamiento en el can. 10 del Decr. de sacramento matrimonii: "Si alguno dijera que el estado de matrimonio debe anteponerse al estado de virginidad o celibato; y que no es mejor y más santo permanecer (manere) en virginidad o celibato que unirse en matrimonio, sea anatema" (DS 1810).

Este canon ha ejercido una gran influencia en la reflexión teológica postridentina sobre las relaciones entre virginidad y matrimonio. Según él, la doctrina de la superioridad del estado virginal sobre el conyugal se calificaba como doctrina de fe definida. En nuestro tiempo, en el ámbito de la revisión hermenéutica de los documentos magisteriales, el canon tridentino ha sido objeto de una atenta relectura. En cualquier caso, para una correcta interpretación, es necesario ante todo retener dos elementos como adquiridos: que el concilio, al redactar el canon, lo que pretendía era formular un enunciado teórico encaminado a salvaguardar la pureza de la fe contra errores y desviaciones, y no simplemente adoptar una posición pastoral; que la iglesia del s. xvl pretendió también afirmar la superioridad efectiva de la virginidad cristiana sobre el matrimonio. Esto constituye, a nuestro parecer, la primera regla hermenéutica que hay que aplicar a este can. 10. Dicho esto, y teniendo muy en cuenta el particular contexto teológico y el ambiente polémico en que se redactó el canon, hoy se considera "infaliblemente cierto, porque fue definido, que la negación protestante va contra el sentido cristiano auténtico del matrimonio y de la virginidad; por el contrario, debe considerarse infaliblemente cierto el carácter cristiano de la afirmación tradicional. En cambio, no se precisa [...] cuánto en esa afirmación homogénea con el espíritu cristiano sea formalmente revelado y cuánto en cambio representa una formulación de este dato, en la que se contengan suposiciones implícitas que en cuanto tales pueden no pertenecer a la fe y hacer, por tanto, contingente también una determinada expresión tradicional"". En otros términos: el canon tridentino se limita a repetir, en polémica con los reformadores, la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio y a confirmar la obligación de permanecer en el estado virginal para quien responsablemente lo haya abrazado. El canon, por tanto, no cubre con su autoridad ni los argumentos tradicionales adoptados en las discusiones conciliares, muchos de los cuales hoy parecen insuficientes; ni la visión pesimista de la sexualidad humana, que subyace a la reflexión teológica de la época; ni el planteamiento de la comparación entre los dos estados en términos de perfección e imperfección; ni vincula la exégesis de 1 Cor 7,25ss "

2. LA ENCÍCLICA "SACRA VIRGINITAS". El 25 de marzo de 1954, Pío XII publicó la encíclica Sacra virginitas, en la que se proponía un triple fin: denunciar el error de aquellos que exaltaban el matrimonio en comparación con la virginidad hasta el punto de despreciar el valor de ésta; sostener en su compromiso a aquellos que generosamente habían abrazado la virginidad por el reino; reforzar en la conciencia de la iglesia la estima hacia la virginidad cristiana.

Matriz de los errores denunciados por Pío XII era un renaciente naturalismo, incapaz de comprender la realidad de la virginidad y del matrimonio cristiano en el plano de la fe. Pese a partir de otros presupuestos, llevaba en algunos casos a los mismos errores de los reformadores protestantes. Esos errores eran: la aseverada imposibilidad para el hombre de frenar el instinto sexual sin detrimento de su equilibrio psicofísico y, en consecuencia, la afirmación de la absoluta necesidad de la vida conyugal para la consecución de la plena maduración de la persona; la capciosa argumentación según la cual el matrimonio es un "instrumento más eficaz aún que la misma virginidad para unir las almas a Dios, porque el matrimonio cristiano es un sacramento y la virginidad no lo es"; la opinión según la cual "la ayuda mutua que buscan los esposos en el matrimonio sea un medio de santidad más perfecto que la soledad del corazón de las vírgenes y de los célibes".

Contra estos errores reaccionó Pío XII, afirmando enérgicamente la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio: "Esta doctrina, que establece las ventajas y excelencias de la virginidad y del celibato sobre el matrimonio, ya fue puesta de manifiesto por el divino Redentor y por el Apóstol de las gentes... Y, asimismo, en el concilio de Trento fue solemnemente definida como dogma de fe divina, y siempre fue enseñada por el unánime sentir de los santos padres y doctores de la iglesia"'". Pero, según el parecer de varios comentaristas, la encíclica, respecto al canon tridentino y al conjunto de la tradición, no aportó argumentos nuevos a favor de la superioridad del estado virginal.

En la primera parte del documento, para ilustrar la excelencia de la virginidad consagrada, Pío XII había aportado argumentos tradicionales y prácticos: "La abstinencia perfecta del matrimonio desembaraza a los hombres de cargas pesadas y de graves obligaciones mientras que "las almas [de los casados] están como divididas entre el amor de Dios y el amor del cónyuge, y sometidas a duras preocupaciones que a causa de los deberes del matrimonio difícilmente les permiten dedicarse a la meditación de las cosas divinas", "una completa renuncia a los placeres de la carne... [consiente] gustar mejor las elevaciones de la vida espiritual" efectivamente, el uso de la sexualidad, aun legítimo en el matrimonio y santificado con un sacramento, impide al hombre caído después del pecado de Adán —como observa santo Tomás, a quien el papa cita— "que se entregue totalmente al servicio de Dios"; la gran conveniencia, en el caso de los ministros sagrados, entre la continencia perfecta y el ministerio del altar y de la caridad".

Estos argumentos, observan los comentadores del documento, no prueban una superioridad intrínseca de la virginidad sobre el matrimonio. Por tanto, la teología no puede sustraerse a la tarea de buscar en la estructura sobrenatural de los dos estados las razones de la superioridad de uno sobre otro; ni a la de profundizar los motivos por los que la sensibilidad cristiana manifieste una instintiva repugnancia a ver antepuesto el matrimonio a la virginidad, preguntándose si en el origen de esa actitud no hay también una concepción reductiva del matrimonio como simple remedium concupiscentiae.

Pero los mismos comentaristas iluminan los aspectos positivos de la encíclica: la denuncia del carácter no cristiano de la mentalidad combatida por lo que se refiere tanto a la concepción del matrimonio como a la noción de virginidad; la forma de plantear la comparación entre virginidad y matrimonio, no oponiéndolos, sino considerándolos como "dos modos cristianos (y humanos) de tomar postura ante la vida sexual""; la defensa de la virginidad "por el reino de los cielos" como opción de fe y como condición de vida que permite la plena realización humana del sujeto; la exigencia de que la valoración del matrimonio cristiano tenga lugar en el ámbito de una visión cristiana de la sexualidad, no fuera de ella o contra ella; la necesidad de que la perfección en el matrimonio se conciba y busque en términos de perfección cristiana, y no de otras formas; la advertencia de no considerar con ligereza la enseñanza tradicional acerca de la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio.

3. EL VAT. II. Aun sin hacerlo objeto de un tratado específico, el Vat. II ha hablado de la virginidad cristiana en varios documentos: en los cc. 5 ("Universal vocación a la santidad en la iglesia") y 6 ("Los religiosos") de la constitución LG, sobre la iglesia; en los decretos PC, sobre la renovación de la vida religiosa; PO, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, y OT, sobre la formación de los candidatos al sacerdocio. Del conjunto de los textos resulta que el Vat. II se sitúa sustancialmente en la línea de la tradición, y con ella repite la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio: "Conozcan debidamente los alumnos las obligaciones y la dignidad del matrimonio cristiano, que simboliza el amor entre Cristo y la iglesia (cf Ef 5,32s); pero comprendan la excelencia mayor de la virginidad consagrada a Cristo" (OT 10).

Entre los medios de santificación ofrecidos por el Señor a la iglesia, único e indivisible pueblo de Dios, está la virginidad. Esta sobresale entre los "múltiples consejos que el Señor propone en el evangelio para que los observen sus discípulos" (LG 42) y es un regalo precioso de la gracia concedido a algunos, para que más fácilmente, con el corazón indiviso, se consagren sólo a Dios (cf ib). El don de la virginidad no es prerrogativa de este o aquel componente eclesial, sino que es un bien de toda la iglesia; en efecto, la condición virginal la viven los laicos (cf AA 4; 22), los religiosos (cf LG 43; 46; PC 12) y los ministros sagrados (PO 16). La elección del estado virginal se funda en la enseñanza de Cristo y en su ejemplo y el de la Virgen María (cf LG 43; 46).

La virginidad consagrada tiene una función múltiple de signo: del amor sobrenatural a Dios y a los hombres (cf LG 42; PC 12) y del "mundo futuro, que se hace ya presente por la fe y la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres marido ni los hombres mujeres" (PO 16). Es fuente de fecundidad espiritual, medio eficacísimo para la dedicación al servicio divino (cf PC 12) y a la tarea apostólica (PC 12; PO 16); lejos de constituir un obstáculo para la maduración de la persona, es más bien "un bien de toda la persona" (PC 12) y dispone a los que la abrazan "para recibir más dilatada paternidad en Cristo" (PO 16).

El Vat. II, remitiéndose a los padres, encuadra el misterio de la virginidad consagrada en el ámbito de la relación entre Cristo y la iglesia, que a su vez imita la actitud de la Virgen María (cf LG 64) y prolonga su donación; como Cristo y la iglesia son ambos vírgenes, esposos, indisolublemente unidos por el vínculo del amor y de la fidelidad recíproca, fecundos de innumerables hijos engendrados por el Espíritu, así la virgen (membrum) actúa en sí, de manera particularmente intensa en el plano del signo y de la indivisión del corazón, la relación virginal-matrimonial-fecunda de la iglesia (corpus) con Cristo.

El concilio no trata directamente del valor consecratorio de la virginidad profesada por motivos sobrenaturales. Pero frecuente e intencionadamente emplea el término consecratio a propósito de la profesión religiosa (cf LG 44; 45; PC 1; 5; 11; AG 18) y del celibato sacerdotal (cf PO 16), o sea, de dos estructuras eclesiales que tienen la virginidad como un componente de primera importancia. Refiriéndose a los religiosos, el concilio afirma: "Entregaron [...] su vida entera al servicio de Dios, lo cual constituye sin duda una especial consagración, que radica íntimamente en la consagración del baútismo y la expresa con mayor plenitud" (PC 5); respecto a los presbíteros de rito latino escribe: "Por la virginidad o celibato guardado por amor del reino de los cielos, se consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en él y por él, al servicio de Dios y de los hombres" (PO 16).

En los años posconciliares se ha discutido mucho sobre la naturaleza de esa consecratio, a saber: si es de índole subjetiva (compromiso de la voluntad de dedicarse completamente y por siempre al servicio de Dios), o bien objetiva (acción divina que produce en el sujeto una nueva condición sacral) d6. Pero la discusión no ha llegado a conclusiones ciertas, universalmente aceptadas. De todas formas, sobre dos puntos el consenso es general: la consagración virginal (religiosa) se funda sobre la consagración bautismal ("radica íntimamente en la consagración del bautismo", PC 5), pero no es ontológicamente una consagración más radical que la que produce el bautismo-confirmación; ni siquiera se identifica con ella, sino que "la expresa con mayor plenitud" (PC 5), es un desarrollo peculiar en la línea de la conformación con Cristo virgen, ratificado por el Espíritu, invocado por la iglesia en la acción litúrgica (cf LG 45). En esta perspectiva no parece posible ver en la consecratio virginal (religiosa) un simple compromiso de la voluntad, aun expresado dentro de un bien definido contexto jurídico y eclesial.

Queda por reseñar la actitud del Vat. II frente a la doctrina de la superioridad de la virginidad consagrada sobre el matrimonio. Es necesario advertir que el concilio tampoco en este caso ha tratado la cuestión ex professo, sino que se ha limitado a repetir la doctrina tradicional en un texto —se observa— de importancia menor: una exhortación a los aspirantes al sacerdocio (cf PO 16). Varios comentadores, basándose en una serie de indicios, creen poder afirmar que sobre este punto la actitud del concilio ha sido más circunspecta, es decir, menos propensa a una repetición acrítica de la doctrina tradicional". Según E. Ferasin, por ejemplo, el concilio, aun conservando "la formulación tradicional de la mayor perfección del estado virginal", no oculta "la preocupación de recortar toda afirmación que se refiera a la preeminencia del estado de virginidad con afirmaciones igualmente válidas y positivas acerca de la vida matrimonial". Según otros, la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio se refiere no tanto al estado cuanto a la persona: para quien ha sido llamado, para quien ha recibido el don, para él la virginidad es superior al matrimonio.

Los indicios de la actitud circunspecta por parte del Vat. II serían: las referencias a los textos clásicos de la biblia sobre el argumento (Mt 19,11 y 1 Cor 7,7) introducidos con un simple confer; la peculiar solución dada al tema del corazón indiviso (la ecuación tradicional: casados = corazón dividido, vírgenes = corazón indiviso, la sustituye el concilio por la simple afirmación de que la opción virginal hace más fácil [facilius] la indivisión del corazón [cf LG 42]); la ausencia de citas del canon tridentino (DS 1880) y la escasez de referencias a los padres y a la encíclica Sacra virginitas; el recurso al empleo de los adverbios de grado comparativo (facilius, liberius, expeditius, pressius, clarius, plenius, intimius...), que parecen sugerir más una referencia a la persona que escoge la virginidad que al estado de virginidad en sí mismo".

Se trata en conjunto de observaciones perspicaces, sugeridas por el estudio directo de las actas conciliares. Pero dada la delicadeza de la materia, nos parece que algunos indicios deben verificarse más; según nuestra opinión, por ejemplo, no se debe dar excesivo peso a la ausencia de cita del canon tridentino o a la escasez de referencias a la Sacra virginitas, porque los criterios redaccionales cambiaban a veces de un documento a otro. Por citar un caso: la constitución SC sobre la liturgia no cita nunca la encíclica Mediator Dei, y sin embargo no hay duda de que la tuvo en gran consideración, hasta el punto de reflejar, literalmente, pasos significativos. Pero, desde el punto de vista hermenéutico, es importante no dar a unos indicios, que deben ser verificados todavía en parte, un valor probativo superior al de los hechos ciertos. En nuestro caso el hecho cierto es que el concilio no pretendió tratar la cuestión. Ignorar esto o no tenerlo suficientemente en cuenta significa arriesgarse a sacar conclusiones exorbitantes de las premisas.

4. LA PRAXIS DE LA VIRGINIDAD CONSAGRADA. Bien intrínseco de la iglesia, la virginidad consagrada se vive intensamente también en el período que aquí consideramos (1545-1965). En este arco de tiempo, amplio y rico en acontecimientos eclesiales, se deben señalar algunas situaciones características y algunos hechos significativos:

• virginidad vivida sin consecratio. En el s. xvI perdura la situación que ya hemos recordado tantas veces: la virginidad consagrada, oficialmente reconocida, es propiedad exclusiva de la vida claustral; pero el uso de la consecratio virginum ha desaparecido casi por completo. El célebre canonista A. Barbosa (j' 1649), en su lus ecclesiasticum universum, escribe: "Advertas quod consuetudo benedicendi virgines non amplius est in usu";

• de todas formas, en el Pontifícale promulgado por Clemente VIII en 1595 sigue apareciendo el rito de la consagración de las vírgenes; así pues, este rito está plenamente en vigor desde el punto de vista tanto jurídico como litúrgico. Pero la praxis no cambia; el rito, de hecho, no se usa sino excepcionalmente. Los canonistas e historiadores de la liturgia, en efecto, como si quisieran subrayar el carácter excepcional del rito, se complacen en citar algunos casos esporádicos de consagración, ocurridos en los ss. xvii-xviii;

• la vida religiosa sale de la clausura. Tras algunos intentos frustrados (piénsese en la Orden de la Visitación, fundada por san Francisco de Sales [+ 1622] y por santa Juana Fr. de Chantal [+ 1641], nacida con una fuerte impronta contemplativa, pero también con la finalidad de visitar a los pobres, que, con todo, por la oposición de la jerarquía eclesiástica deberá ser rigurosamente claustral), la vida religiosa sale de la clausura: surgen numerosas congregaciones femeninas así llamadas de vida activa, de las que las Hijas de la Caridad, fundadas en 1633 por san Vicente de Paúl (+ 1660) y santa Luisa de Marillac (+ 1660), son una de las primeras y más vigorosas expresiones. En las nuevas congregaciones se vive la virginidad consagrada de hecho, si bien más en la perspectiva de la castitas que en la específica de la virginitas. En ellas no se plantea ordinariamente la cuestión de la consecratio: los votos no son solemnes, y frecuentemente ni siquiera perpetuos; en este último caso viene a faltar incluso una condición esencial para la consagración. Pero no se advertirá ni siquiera el deseo de ella: prácticamente desconocida, la consecratio a los ojos de las nuevas familias religiosas parece un rito arcaico y lejano, aparatoso y aristocrático, una institución de otros tiempos y de otra mentalidad. Y si, aquí o allí, se insinúa la posibilidad de recibir la consecratio, no falta la oportuna toma de posición de los canonistas, que recuerdan viejas prohibiciones y advierten: estas religiosas no son claustrales; su virginidad, por tanto, no está suficientemente defendida, en tales condiciones de riesgo la iglesia no puede proceder a la consagración. Además, en esta época la consecratio virginum se valora frecuentemente de forma negativa desde el plano teórico: en la comparación entre professio y consecratio pierde esta última; en efecto, al carecer de algunos elementos propios de la primera (votos de pobreza y de obediencia, observancia de una regla, práctica de la vida común), no sitúa a la virgen en un estado de perfección y, por tanto —dicen algunos— es poco más que una simple ceremonia;

• el 15 de agosto de 1868; por iniciativa de dom P. Guéranger y con la autorización de Roma, las primeras siete monjas del nuevo monasterio de Santa Cecilia de Solesmes recibieron la consagración virginal según el rito del Pontificale Romanum, adaptado por el mismo dom Guéranger, que fundió en una celebración única la professo monastica y la consecratio virginum. El prestigio del célebre abad y gran liturgista y el creciente influjo que la abadía de Solesmes ejercía sobre el monacato benedictino, y en general sobre el mundo monástico, hicieron que la consagración de Solesmes no quedara como un hecho aislado, sino que marcase la recuperación de la antigua costumbre: desde entonces, por sucesivas concesiones de la Sede Apostólica, la consecratio virginum se hizo praxis normal en muchos monasterios de benedictinas;

• desde los comienzos del s. xx se difunde entre las mujeres laicas la conciencia del valor de la consagración virginal. Varios factores han ayudado a crearla: el reflorecimiento de los estudios patrísticos, las aportaciones del movimiento litúrgico, la creciente atención que la jerarquía eclesiástica dedica al apostolado de los laicos. En una palabra, las mujeres laicas que se sienten llamadas a consagrar a Cristo la propia virginidad desean salir de los esquemas subalternos en los que viven su condición de vírgenes: voto de castidad meramente privado, pronunciado con la autorización del confesor; inscripción en una pía asociación, que compensa la falta de pertenencia a una familia religiosa. Como consecuencia de la renovada toma de conciencia, son cada vez más frecuentes las peticiones dirigidas a Roma de consagración de mujeres que viven en el mundo, de manera que la Sede Apostólica siente la necesidad de pronunciarse al respecto: el 25 de marzo de 1927 niega a los obispos la facultad de consagrar vírgenes laicas; veintitrés años después, el 21 de noviembre de 1950, Pío XII, en la constitución Sponsa Christi establece que la consecratio virginum es un derecho exclusivo de las monjas y, para evitar toda posibilidad de equívoco, precisa rigurosamente el sentido del término monialis;

• estas prohibiciones no debilitan, de todas formas, el movimiento en marcha, la voluntad de vivir eclesialmente, aun en la condición secular, el carisma de la virginidad. Ese movimiento se refuerza con la progresiva consolidación de los institutos seculares, en los que la profesión de la castidad por el reino de los cielos es obviamente un componente esencial.

El 2 de febrero de 1947 Pío XII, con la constitución Provida Mater Ecclesia, define la posición jurídica de los institutos seculares y reconoce que sus miembros viven en un estado de perfección; el Vat. II, por su parte, revisando la terminología, prefiere usar la expresión estado de consagración, pero reconoce que " los institutos seculares, aunque no sean institutos religiosos, llevan, sin embargo, consigo la profesión verdadera y completa, en el siglo, de los consejos evangélicos, reconocida por la iglesia" (PC 11). En cualquier caso, los institutos seculares femeninos parecen mostrar un tibio interés hacia la consecratio virginum, sea porque en la época de su primera constitución estaban en vigor las prohibiciones de Pío XI y Pío XII, sea porque la profesión de los miembros de los institutos, aunque sea perpetua, queda expresamente oculta al exterior, mientras la consagración prevista por el Pontificale Romanum es una celebración eminentemente pública y diocesana;

• las últimas intervenciones de la jerarquía en relación con la consagración de las vírgenes son: la disposición del Vat. II de someter a revisión "el rito de consagración de vírgenes, que forma parte del Pontifical Romano" (SC 80), y la sucesiva promulgación del Ordo Consecratio Virginum (31 de mayo de 1970), para cumplir el mandato conciliar. El nuevo Ordo, dando la vuelta a ciertas posturas aún recientes, devolvía a las mujeres laicas la posibilidad de recibir la consagración virginal.

J. M. Calabuig-R. Barbieri


BIBLIOGRAFÍA: Castellano J., Consagración, en DE 1, Paulinas, Madrid 1983, 458-460; Gozzelino G., Vida consagrada, en DTI 4, Sígueme, Salamanca 1982, 640-668; Legrand L., La doctrina bíblica de la virginidad, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1969; Moioli G., Virginidad, en DE 3, Herder, Barcelona 1984, 591-600; Rahner K., Sobre los consejos evangélicos, en Escritos de Teología 7, Taurus, Madrid 1967, 435-468; Thurian M., Matrimonio y celibato, Hechos y Dichos, Zaragoza 1966; Vizmanos F. de B., Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva, BAC 45, Madrid 1949. Véase también la bibliografía de Consagración de vírgenes. Mujer y Matrimonio.