SIGNO/SÍMBOLO
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SUMARIO: I. Introducción - II. Nociones de signo y de símbolo - III. Simbolismo cristiano: 1. El simbolismo bíblico; 2. Desarrollo del simbolismo cristiano - IV. Los signos en la liturgia cristiana: 1. NT y antigüedad cristiana; 2. La reflexión de san Agustín; 3. La edad media - V. Renovación y problemática actual: 1. La reforma litúrgica del Vat. II; 2. Leyes del simbolismo litúrgico cristiano; 3. Crisis y "chances" del simbolismo litúrgico; 4. Misterio y símbolo ritual; 5. Educación para el simbolismo - VI. Conclusiones pastorales.


I. Introducción

La liturgia cristiana se presenta como un complejo de signos y símbolos que las ciencias humanas pueden estudiar a diferentes niveles, pero de los que sólo se puede tener una comprensión plena y una experiencia auténtica dentro de un contexto de fe y de pertenencia a la iglesia.

La tarea de profundizar la dimensión simbólica de la liturgia cristiana encuentra una primera dificultad en la imprecisión y equivocidad con que los términos signo/símbolo se usan en diversos vocabularios referidos al vasto campo de lo simbólico, o sea, ese conjunto de elementos sensibles en los que los hombres, siguiendo el dinamismo de las imágenes, captan significados que trascienden a las realidades concretas. Las típicas zonas de aparición del símbolo, o sea, los campos principales donde se profundiza su naturaleza y sus problemas, y donde por tanto se encuentran los términos signo/ símbolo, son la fenomenología de las religiones, la psicología profunda, la creación artística y literaria, la tradición bíblica y cristiana y la experiencia espiritual, ante todo la mística.

Superando las orientaciones intelectuales o positivistas de los siglos pasados y tomando postura contra las estrecheces de una mentalidad técnica y funcional muy difundida en nuestros días, algunos estudiosos, desde diversos puntos de vista, han vuelto a valorar positivamente el significado y la exigencia profunda de la experiencia simbólica en el hombre. La experiencia simbólica no se sitúa en el nivel de la abstracción y del concepto, ni puede confundirse con la percepción inmediata de la realidad concreta; es una forma intermedia de expresión, en la que confluyen todos los recursos más personales: sensibilidad, imaginación, memoria, voluntad, intuición, etc. El redescubrimiento de la función simbólica en el hombre ha madurado a partir de disciplinas diversas que se han influido recíprocamente. También es muy significativa la publicación de grandes colecciones de símbolos, que sirven para documentar la complejidad del fenómeno simbólico y la correspondencia universal de ciertos signos. La misma complejidad y amplitud del campo simbólico explican la disparidad de las interpretaciones, sobre todo del simbolismo religioso. Pero un número cada vez mayor de estudiosos tiende hoy a considerar el símbolo como un momento de realización plena del hombre en su apertura a lo trascendente y en su dimensión social; como lugar privilegiado de la relación entre sujeto y objeto, entre conocimiento y conciencia, donde se expresa la sustancia misma de la vida espiritual y encuentra su enraizamiento y su equilibrio la existencia humana concreta. Por otra parte, la misma investigación sociológica, mientras por un lado documenta también en ámbitos muy evolucionados y bastante más allá de ciertas previsiones la persistencia de expresiones simbólicas y sacrales, por el otro testifica la continua creación de nuevos mitos y nuevos ritos, que denotan la existencia en el hombre de necesidades profundas, frecuentemente camufladas o degradadas, pero nunca del todo sofocadas.


II. Nociones de signo y de símbolo

Ahora intentaremos dar algunas indicaciones para precisar y distinguir los conceptos de signo y de símbolo, basándonos en algunas posiciones que nos parecen más ampliamente compartidas.

Hablamos en primer lugar de signo entendido como género, respecto a otros conceptos más específicos. Se llama signo a una realidad sensible que revela en sí misma una carencia y remite a otra realidad ausente o no presente de la misma manera. Usando las categorías introducidas por F. De Saussure, se indica frecuentemente con el término significante el mismo elemento sensible, con el término significado la realidad evocada, con el término significación la relación establecida y, por tanto, concretamente, la capacidad efectiva de un significante de serlo para determinadas personas; capacidad que puede depender tanto del elemento sensible como de un código común a los dos comunicantes, del contexto, de la experiencia previa, etc. En cambio, cuando se usa el término signo en un sentido más específico (y sobre todo en relación a símbolo), con él normalmente se entiende una realidad sensible que remite a un significado preciso, pero de carácter convencional: más determinado, pero más limitado; por tanto, entre el significante y el significado no hay una relación de comunión y presencia; otros hablan de una relación inmotivada (no fundada naturalmente), y por tanto no necesaria (como convención). Pero hay muchos estudiosos que prefieren conservar para el término signo una acepción general, e introducen —para indicar el sentido más específico de la palabra— otros términos de significado no siempre unívoco, como señal, índice, icono, imagen, emblema, síntoma, etc.

El término símbolo (gr. symbolon, del verbo symbállo: echar juntos, poner juntos, confrontar), a nivel etimológico-semántico primario indicaba una parte, un fragmento, que necesitaba completarse con otra parte para formar una realidad completa y funcional. Pero hoy, en sentido antropológico, se habla generalmente de símbolo cuando se tiene un significante que remite no a un significado preciso, sino a otro significante; cuando la realidad significada está de alguna manera presente, aunque no del todo comunicada; cuando la función simbólica se funda en la realidad misma del significante; no es por tanto convencional y definida, sino que se enraíza en la naturaleza de las cosas y del hombre y está, precisamente por ello, abierta a perspectivas más profundas y universales. En el campo religioso, el término símbolo se refiere tanto a las formas concretas en que se explicita una determinada religión como al modo de conocer, de intuir, de representar propios de la experiencia religiosa. En estos símbolos, aunque con frecuencia puede reconocerse un substrato antropológico universal, el significado, o sea, el alguna otra cosa a que remiten, se define en los diversos autores según su interpretación general del hecho religioso; por tanto, puede hacerse depender de una revelación, del influjo social, de la aparición de un arquetipo, etc.

Una forma particularmente importante de símbolo religioso es el rito, que se puede definir como una acción simbólica constituida por un gesto y una palabra interpretativa, y que tiene una estructura institucionalizada de carácter tradicional que favorece la participación común y la repetición. Las acciones simbólicas más típicas de las diferentes religiones generalmente van unidas a los momentos clave de la vida del hombre, con una referencia constitutiva a los mayores problemas de la existencia humana. En cuanto a las actitudes interiores, traducidas normalmente en un comportamiento cotidiano, se le reconoce a la actividad simbólico-ritual una función de expresión más integral, de intensificación, de socialización, de apoyo, de formación permanente.

También se ha hablado de cuatro propiedades del símbolo que se articulan en la unidad de la función simbólica, sugieren los temas fundamentales de la existencia humana y alimentan las "formas elementales de la vida religiosa": la resistencia (a toda sistematización); la redundancia (con una significación siempre abierta); la ambivalencia (previa a toda interpretación ontológica o moral); la pregnancia (da sentido a la existencia) '. Pertenece a la naturaleza del símbolo el no comunicar solamente un mensaje, sino favorecer una relación, provocar el desarrollo de una identidad, de un reconocimiento o de una alianza.


III. Simbolismo cristiano

El ingreso en la trama simbólica que constituye todo sistema cultural madura a través de un proceso de socialización durante el cual se es iniciado en la experiencia simbólica de una determinada comunidad que reconoce unos significados y significantes propios. Los símbolos litúrgicos los vivimos dentro de esa trama simbólica particular y original que es la fe de la iglesia'. Solamente podemos introducirnos en el cristianismo como campo simbólico mediante la biblia y la tradición cristiana.

1. EL SIMBOLISMO BÍBLICO. La biblia apenas usa el término símbolo (Os 4,12; Sab 2,9; 16,6), mientras que recurre con mucha frecuencia -80 veces en el AT, 70 veces en el NT— al término signo (hebr. ót, gr. sémeion) y afines. Pero al margen de los términos, el lenguaje simbólico, profundamente connatural a la mentalidad semita, es una de las características básicas de la sagrada escritura; por lo demás, la pedagogía de los signos es una constante de la acción del Dios vivo en medio de su pueblo.

Carácter simbólico en sentido lato tienen en el AT muchas narraciones bíblicas, los antropomorfismos y antropopatismos referidos a Dios, las expresiones que aluden a la alianza y, en sentido más específico, los ritos de la religión hebrea (la pascua, las fiestas, el sacrificio, la circuncisión, la unción, etc.), los lugares y los signos de la presencia de Dios en el mundo (el arca, la tienda, el templo), los objetos del culto, etc. El simbolismo bíblico nace de una concepción religiosa que ve toda la realidad y toda la historia en estrecha conexión con Dios, para la cual todos los seres y todos los acontecimientos pueden llegar a ser signos de la presencia y de la obra de Dios. En el NT se da una estrecha continuidad simbólica con el AT tanto en el lenguaje como en los ritos, pero sobre todo se centra en Cristo, que cumple toda figura y toda promesa. La novedad de algunos símbolos del NT depende del significado y de la función que llegan a sumir en relación con el misterio de Cristo: la cena, el bautismo, la unción, la imposición de manos, etc. Es, concretamente, la palabra de la predicación la que les da su nueva realidad en la fe y en la vida de la comunidad cristiana.

Los signos bíblicos pueden clasificarse en cuatro categorías principales: los signos de la creación (que culminan en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios: Gén 1,26), los signos-acontecimiento (que culminan para el AT en el éxodo, y para el NT en la encarnación), los signos-persona (hasta llegar a la persona misma de Cristo, hombre-Dios), los signos rituales (que culminan en la celebración pascual y en su cumplimiento en la última cena); a éstos se puede añadir, en el plano del lenguaje, la parábola (hebr. ma-"sal, gr. parabolé), forma didáctica que consiste básicamente en el uso de una comparación ampliada, que alude al misterio sin explicitarlo 5.

2. DESARROLLO DEL SIMBOLISMO CRISTIANO. Tomaremos ante todo en consideración algunas perspectivas más generales, para analizar a continuación el simbolismo litúrgico. El desarrollo del simbolismo cristiano está favorecido no sólo por la vitalidad intrínseca de la comunidad cristiana y el perdurar de la tradición y de la mentalidad bíblica, sino también por los influjos de las diferentes culturas: por el helenismo (tradición platónica, influjos religiosos, etc.) en los primeros siglos; y, sucesivamente, por la civilización bizantina en Oriente, y por el mundo franco-germánico en Occidente. La forma mentis platónica tuvo en la antigüedad cristiana un gran peso. En la concepción platónica (y neo-platónica) todo lo que existe en el mundo del devenir responde a una idea, a un arquetipo del mundo del nous; más aún, es una participación de él: por eso todos los aspectos del mundo visible se consideran como símbolo de lo espiritual e invisible.

Prescindiendo de las características del lenguaje teológico cristiano de los primeros siglos, debe subrayarse la precoz multiplicación de los símbolos cristianos, que en una notable proporción son de inspiración bíblica: imágenes, signos gráficos, representaciones, gestos, posturas, objetos, y sobre todo la progresiva formación del complejo de los signos litúrgicos [-> infra, IV]. Esta tendencia a la expresión simbólica, que será siempre una característica muy acusada en la tradición cristiana oriental, culmina en Occidente, en la alta edad media, en la arquitectura y ornamentación de las iglesias.

En la edad media tardía se asiste a un profundo cambio de mentalidad: el convencionalismo, el alegorismo, la pérdida del sentido litúrgico, el intelectualismo y, finalmente, el nominalismo dominantes en filosofía y en teología sofocan el gusto por el simbolismo. La nueva mentalidad crítica respecto a la concepción medieval del mundo determina también la actitud de la reforma protestante frente a toda expresión simbólica tanto en el arte como en la vida litúrgica. Esta orientación general de la cultura occidental se acentúa con el intelectualismo y el positivismo de los ss. xvu-xix. La renovación que comenzó a efectuarse en Occidente a partir del romanticismo, ha madurado en la iglesia, en armonía con una nueva sensibilidad general, con el desarrollo de los estudios bíblicopatrísticos y del l movimiento litúrgico y por influjo de las ciencias humanas.


IV. Los signos en la liturgia cristiana

El sector de la tradición donde el simbolismo cristiano ha hallado su más completa expresión es ciertamente el de la liturgia, que es por definición un complejo de signos.

1. NT Y ANTIGÜEDAD CRISTIANA. El nuevo culto inaugurado por Jesús es un culto espiritual (Jn 4,23s), en cuanto que es el don del Espíritu que capacita a sus fieles: bajo su moción cobran significado y eficacia todos los momentos de la nueva vida en Cristo; pero también los signos y los ritos que la caracterizan, explícitamente instituidos por Cristo y confiados a su iglesia. Los primeros son el bautismo, como sello de la fe y de la conversión, condición de la regeneración en él (Mc 16,16; Jn 3,3-5); y la eucaristía, en la que Cristo mandó renovar, en memoria suya, el convite de la nueva alianza inaugurada por él (Mt 26,26-29 y par.; 1 Cor 11,23-25), después de haber enseñado que quien come su carne y bebe su sangre tendrá la vida eterna (Jn 6,51).

Con su sacrificio redentor, Cristo selló la nueva alianza (Mc 10,45s; 14,22s): "Por una oblación única ha hecho perfectos para siempre a aquellos que santifica" (Heb 10,14). Precisamente por eso el culto cristiano, aunque en su fenomenología y en sus leyes psicológico-sociológicas pueda estudiarse como todas las demás formas religiosas, es desnaturalizado cuando no se tiene en cuenta su naturaleza profunda: es siempre participación sacramental en el culto de Cristo, único pontífice de la nueva alianza; en las acciones-signo de la iglesia él ritualiza su misterio de salvación mediante los ministros elegidos e instituidos para representarlo y actuar en su nombre.

La comunidad cristiana ha tenido desde sus orígenes la conciencia de ser, en su vida, "sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales aceptas a Dios por mediación de Jesucristo" (1 Pe 2,5); pero ha considerado fundamental el bautismo (He 2,38-41), y ha sido asidua "en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (He 2,42) y ha conocido otros ritos (cf, por ejemplo, He 8,17 y 1 Tim 5,22: imposición de las manos; Sant 5,14s: unción con aceite), que ha ido precisando y comprendiendo mejor progresivamente. Después de la extrema simplicidad primitiva, de la que todavía podía presumir Minucio Félix hacia el año 200 (Octavius, 3,2: "... delubra et aras non habemus", PL 3,339), en los siglos sucesivos el culto cristiano se enriquece con muchos elementos simbólicos procedentes de la biblia y de diversos influjos culturales.

En el s. iv, la liturgia cristiana ya ha alcanzado un desarrollo notable, y se articula en acciones-signo que comportan el ministerio de personas, la valorización de cosas y palabras, la realización personal y comunitaria de gestos y posturas, con una determinación de tiempos y lugares "sagrados".

El desarrollo del simbolismo litúrgico cristiano conserva una matriz predominantemente bíblica, una referencia constante a la praxis y a la enseñanza de Cristo; pero el influjo de la civilización religiosa helenística se va haciendo cada vez más marcado. Pablo en el s. I e Ignacio de Antioquía en el II adoptan una terminología mistérica, que era ya expresión de una cierta cultura y de una cierta sensibilidad para indicar las realidades cristianas; en el s. III, mientras Tertuliano combate los misterios como "diabólicas mamarrachadas", Clemente Alejandrino cree deber "descubrir los signos santos" hablando a los griegos del Logos y de sus misterios en imágenes que les sean familiares (cf Protréptikos XII, 119, 1-120, 2; GCS I, 84). Pero solamente a partir del s. iv, cuando ya se dejan los misterios paganos, es cuando "se aceptan en masa en el cristianismo triunfante, sin mayores preocupaciones, vocablos, expresiones, una disciplina del arcano y bastantes gestos y acciones litúrgicos precisamente de los misterios y de su mundo". Se pueden encontrar sus influencias en Juan Crisóstomo, en Dionisio Areopagita, en la evolución de los signos litúrgicos en las Constituciones apostólicas y en san Basilio: "... el helenismo se transforma en bizantinismo; durante este proceso los últimos restos del tesoro de los misterios son también absorbidos por el cristianismo, y en él encuentran, con significados totalmente nuevos, un nuevo esplendor".

2. LA REFLEXIÓN DE SAN AGUSTÍN. En Occidente, al comienzo del s. v, san Agustín pudo todavía subrayar la simplicidad y el limitado número de signos sagrados de la religión cristiana (cf, por ejemplo, Ep. 55,19,35: PL 33,221). El ve una prueba de la libertad cristiana en el hecho de que, en lugar de la multiplicidad y complejidad de los signos del AT, que eran solamente praenuntiativa Christi venturi, "se han instituido otros sacramentos más eficaces, más benéficos, más fáciles de celebrar, más reducidos de número, distinguiendo el bautismo, la eucaristía y "todo lo que se nos recuerda en las escrituras canónicas" acerca de "aquellos sacramentos que la tradición... nos hace respetar, como la celebración anual del misterio pascual del Señor y cualquier otra costumbre por el estilo observada en toda la iglesia" (Contra Faustum 19,13: PL 42,345).

En estos contextos Agustín emplea frecuentemente el término sacramentum en un sentido muy amplio, indicando prácticamente con este nombre todos los signos sagrados: los que la palabra de la Sagrada Escritura o de la iglesia enlaza con las realidades divinas. "Los signos de las realidades divinas —anota--son desde luego visibles; pero en ellos se veneran realidades invisibles" (De catechizandis rudibus 26, 50: PL 40,344). El es profundamente consciente de la fuerza sugerente y elevadora del lenguaje simbólico, "porque todo lo que sugieren los símbolos toca e inflama el corazón mucho más vivamente de cuanto pudiera hacerlo la realidad misma, si se nos presentara sin los misteriosos revestimientos de estas imágenes... Yo creo que la sensibilidad es lenta para inflamarse, mientras está trabada en las realidades puramente concretas; pero si se la orienta hacia símbolos tomados del mundo corporal y se la transporta desde ahí al plano de las realidades espirituales significadas por esos símbolos, gana en vivacidad, ya por el mismo hecho de este paso, y se inflama más, como una antorcha en movimiento, hasta que una pasión más ardiente la arrastre hasta el reposo eterno" (Ep. 55,11,21; PL 33,214).

De todas formas, hay que subrayar los límites de la famosa definición agustiniana de signo ("signum est res praeter speciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire": De doctr. chr. II, 1,2: PL 34,35). Depende de Orígenes, según el cual "signum dicitur cum per hoc quod vidimus, aliud aliquid indicatur" (Comment. in Ep. ad Rom. III, 8: PG 14,948), donde, como se ha advertido frecuentemente, el indicatur de Orígenes es susceptible de una extensión mayor que la fórmula de Agustín (faciens in cogitationem venire), más adecuada a los signos del lenguaje que a los sacramentales.

Nos hemos detenido en el pensamiento de Agustín a propósito de los conceptos de signo y de símbolo; pero para profundizar la concepción de los padres sobre el simbolismo cristiano, sobre todo en relación a la liturgia, se debería analizar con toda atención la terminología relativa a los signos de los mismos padres y de los textos litúrgicos antiguos tanto en Oriente como en Occidente. En particular deberían estudiarse los términos éikon, symbolon, mystérion, typos, antítypos, omóioma, signum, imago, figura, species, sacramentum, mysterium, similitudo, etcétera.

3. LA EDAD MEDIA. En la alta edad media el simbolismo cristiano tuvo un desarrollo extraordinario, del que no solamente deben subrayarse los aspectos negativos. Como se puede constatar en el Pontifical romano-germánico del s. x [-> Adaptación, II, 4], se dio en las iglesias franco-germánicas un esfuerzo admirable por adaptar la tradición litúrgica romana a la mentalidad y a las exigencias de los nuevos pueblos, para los que se necesitaban celebraciones más dramáticas, ricas en emotividad y fantasía: baste citar aquí la procesión del domingo de ramos, la adoración de la cruz, los ritos de la vigilia pascual, así como también el grandioso ceremonial de la dedicación de las iglesias, ritos todos que testimonian también un fuerte influjo del Oriente cristiano. No obstante las sucesivas reformas, la aportación cultural franco-germánica ha dejado una huella muy sensible en la tradición litúrgica occidental; pero aún más profundamente han influido sobre el futuro de la iglesia latina, a nivel litúrgico, los aspectos negativos de este período. Si en la antigüedad cristiana la mentalidad bíblica y la tradición platónica habían inspirado la creación y la comprensión del simbolismo litúrgico cristiano, en la edad media la pérdida progresiva de un contacto vivo con la Sagrada Escritura y el predominio de tendencias teológicas intelectualistas y abstractas favorecieron una interpretación alegórica y moralista de los símbolos cristianos. Los más típicos representantes de esta nueva orientación, ampliamente dominante en el medievo pese a la clara oposición de hombres como Floro de Lyón (+ c. 960) y Alberto Magno (+ 1280), fueron Amalario de Metz (+ 850) y Guillermo Durando (+ 1246). Amalario, en sus diversos comentarios litúrgicos, va siempre más allá del sentido literal, que no considera suficiente para explicar el signo, con interpretaciones carentes de fundamentos objetivos, frecuentemente basadas en textos bíblicos leídos subjetivamente, sin relación con el contexto. G. Durando, en su Rationale divinorum officiorum (cf Bibl. Patr. Lugd. XXV, 378), enseña que todo rito puede tener cuatro explicaciones simbólicas: histórica, alegórica, tropológica y anagógica: por ejemplo, Jerusalén designa históricamente la ciudad de Palestina, alegóricamente la iglesia militante, tropológicamente el alma fiel, anagógicamente la patria celestial

Este radical cambio de actitud frente al simbolismo de la liturgia no es sino una consecuencia del progresivo paso de la interpretación tipológica de la biblia, que se fundaba sobre una continuidad de la figura a la realidad, a una interpretación alegórica ya incapaz de abrirse a perspectivas eclesiales y escatológicas.

Por otra parte, la reducida función de la palabra en la liturgia, que el pueblo ya no entiende, favorece la enfatización de los ritos y su interpretación subjetiva, y con frecuencia mágica, mientras que la pérdida del sentido vivo de la presencia de Cristo en la acción litúrgica provoca que ya no se perciban los signos en relación con él: esto lleva a una liturgia ritualista y sin ninguna relación con la vida de las comunidades concretas. Las consecuencias para el futuro de la liturgia cristiana en Occidente han sido muy graves: sin ignorar la vitalidad religiosa del medievo y del período de la contrarreforma, es lícito afirmar que el fixismo, el rubricismo y el intelectualismo que han dominado durante siglos la vida litúrgica de la iglesia en Occidente, han oscurecido no sólo la primitiva sencillez y el originario simbolismo, sino con frecuencia también la verdadera realidad y el genuino significado del culto cristiano. Arrancados de su tierra nutricia bíblica y sin la iluminación de la palabra interpretativa, los signos litúrgicos dejaron de ser el vehículo para comprender el misterio de Cristo y para participar en él desde la fe.


V. Renovación y problemática actual

1. LA REFORMA LITÚRGICA DEL VAT. II. El Vat. II, fruto de una profunda recuperación de la tradición bíblica y patrística y de una apertura más consciente a las exigencias de los hombres de nuestro tiempo, ha vuelto a presentar la liturgia como un complejo de signos sensibles, significantes y, en su manera propia, eficaces (SC 7); y precisamente por esto ha querido una "reforma general" de los signos litúrgicos, "de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria" (SC 21).

Así, la liturgia cristiana vuelve a ser, en la experiencia del pueblo cristiano, un universo de signos, cada uno de los cuales, con su especificidad, nos introduce en el misterio de Cristo. Tanto las realidades naturales como los ritmos del tiempo, asumidos en la acción sagrada, se hacen expresiones del misterio de Cristo: junto a las acciones propiamente sacramentales nos encontramos efectivamente con signos litúrgicos secundarios (espacios sagrados, determinaciones temporales, etc.) que la acción sagrada hace significativos de la obra salvífica de Cristo. Se trata de un complejo simbólico y ritual en el que hoy se pueden distinguir tres niveles: un nivel antropológico universal, un nivel bíblico (en relación especial con las palabras y acciones de Cristo) y un nivel cultural, dependiente de la influencia del helenismo y de las sucesivas culturas.

2. LEYES DEL SIMBOLISMO LITÚRGICO CRISTIANO. Todos estos signos —sean sacramentos en sentido estricto o no, establecidos por Cristo o bien por la iglesia— obedecen a una serie de leyes, que presentamos sintéticamente resumiendo la posición de A.G. Martimort.

a) Son signos (en sentido lato: -> supra, II) para introducir en realidades que los trascienden, en determinados acontecimientos con los que se enlazan. No pueden interpretarse en sentido puramente funcional o según el método alegórico. Deben comprenderse y celebrarse en su plena y auténtica realidad simbólica.

b) Pero no son signos puramente arbitrarios, convencionales. Son en buena medida símbolos, elegidos por su natural capacidad de ser realidades simbólicas, y como tales pueden estudiarse e interpretarse también en el ámbito de las ciencias humanas; efectivamente, son expresiones de un lenguaje que Dios ha inscrito en las cosas, y que también ha depositado en los meandros del alma humana. Con frecuencia determinados elementos, aunque de origen cultural, se comprenden y se viven como auténticos símbolos en un contexto de fe y en el seno de una tradición.

c) De todas formas, en los signos litúrgicos, expresiones de actitudes y de realidades sobrenaturales, la relación entre significante y significado [-> supra, II] sobrepasa siempre los fundamentos antropológicos: en cierta medida su significado depende de la libre voluntad de Cristo y de la iglesia, que generalmente está bien expresada en la palabra que acompaña el gesto y la acción. En todo caso, es necesario buscar cuidadosamente la intención de Cristo y de la iglesia; estudiar la historia del rito, o sea, su realidad simbólica originaria,  y el desarrollo sucesivo, para ver cómo hay que comprenderlo, reformarlo o quizá sustituirlo según las nuevas exigencias culturales.

d) Sobre todo, al menos muchos de ellos, son signos bíblicos, cuya comprensión nos la da la misma pedagogía del Señor contenida en la Sagrada Escritura. Los signos sacramentales [-> Sacramentos] han sido elegidos por Cristo, y significan la gracia que contienen precisamente en cuanto son signos bíblicos. En sus gestos y en sus acciones la liturgia recupera los gestos y las acciones de aquellos que nos han precedido en la fe, a partir de Abrahán, y reproduce las imágenes de la economía de la salvación que la biblia nos ha hecho significativas. Por eso no se podrá hacer una verdadera iniciación litúrgica sin una profunda iniciación bíblica.

e) Si se puede decir en general que los signos tienden siempre a perder eficacia y vitalidad a causa de la costumbre, de la distracción, de la atenuación del interés y del agotamiento del espíritu de quien participa en ellos, los signos de la liturgia presentan especiales dificultades incluso por razones históricas, en cuanto que frecuentemente siguen estando unidos a una cultura o a una experiencia humana que ya no corresponde del todo a las condiciones de hoy. Pero este hecho, si bien hace entrever instancias de reforma y adaptación más radicales y levanta siempre problemas considerables de -> pastoral y de -> catequesis, de todas formas no afecta a la utilidad y conveniencia de los ritos en sí mismos, que, al revés, son reafirmados por la iglesia con plena legitimidad. Tampoco puede nunca infravalorarse el prerrequisito de la fe, de una fe alimentada en las grandes ideas de la Sagrada Escritura, y a la vez la necesidad de un fuerte sentido de pertenencia a la iglesia, a su tradición y a su vida concreta. Pese a una clara tendencia hacia un redescubrimiento del símbolo y lo simbólico, documentable tanto a nivel científico como popular, y pese a la renovación litúrgica en marcha, constatamos hoy en la iglesia una innegable crisis litúrgica. Evidentemente, éste es, en raíz, un problema de fe, por la resistencia y las dificultades que el hombre, rechazando la pedagogía de los signos, opone a dejarse envolver y comprometer en el I misterio pascual del Señor. Pero este profundo malestar ante la expresión simbólica cristiana tiene hoy también una doble matriz cultural en la persistente tradición intelectualista y positivista de los siglos pasados y en la mentalidad marxista, hoy muy difundida, que está claramente cerrada a toda perspectiva simbólica y a toda trascendencia. Por otra parte, la misma vida del hombre de hoy, artificiosa y febril, sofoca en él cualquier actitud contemplativa, y le inclina hacia posturas consumistas y funcionalistas en relación con las cosas. Encontramos aquí el aspecto más radical de la crisis de la liturgia, que es, ante todo, crisis del simbolismo litúrgico. El hombre secularizado de hoy [-> Secularización] encuentra muchas dificultades a la hora de concebir una salvación unida a ritos que privilegian y hacen determinantes unos momentos de su existencia, y no oculta su desagrado ante un simbolismo y un lenguaje unidos a culturas que considera irremisiblemente pasadas. Igualmente critica y tiende a superar formas culturales cosmocéntricas, mientras que va en busca de una experiencia religiosa más antropocéntrica, en la que las relaciones humanas y el compromiso con los problemas del hombre tienen más importancia que los t elementos y los ritmos naturales.

Si estas instancias exigen un valiente esfuerzo de ->  adaptación de los ritos litúrgicos y una búsqueda más seria de un nuevo lenguaje religioso, ciertamente no pueden llevar a un vaciamiento del cristianismo de una dimensión que responda a las leyes fundamentales de la ->  historia de la salvación, para adecuarlo a una reducción antropológica preconcebida, que ignora las exigencias más profundas del hombre, que hoy más que nunca es necesario salvaguardar y promover.

3. CRISIS Y "CHANCES" DEL SIMBOLISMO LITÚRGICO. Como subraya L.-M. Chauvet, si bien es verdad que nuestras celebraciones litúrgicas se han visto sacudidas hasta los fundamentos por el movimiento de desacralización y secularización que caracteriza a la sociedad occidental contemporánea, "estas celebraciones conservan de todas formas sus chances por dos razones fundamentales: la ritualidad cristiana es una respuesta muy eficaz a las reivindicaciones contemporáneas del simbolismo"; los ritos cristianos anuncian y celebran la liberación de Cristo; por eso "el desplazamiento actual de lo sagrado hacia el polo histórico-profético —libertad, justicia, compartir, dominio de la historia— resuena con el mensaje bíblico" y por ende con el acontecimiento litúrgico ". La liturgia cristiana podrá ser el lugar en que, en continuidad con la biblia, se unan estas dos perspectivas. Efectivamente, en la biblia ya encuentra sus raíces una desacralización del universo en favor de la historia; y no se puede excluir la posibilidad de que el compromiso en favor del hombre se pueda pensar, vivir o expresar también a través de los esquemas cósmicos del lenguaje tradicional.

Por otra parte —anota todavía L.-M. Chauvet— "la ritualidad litúrgica... conserva su irreducible originalidad de simbolización privilegiada del hombre total, que en el acto de la ritualización expresa su drama existencial, su limitación constitucional, su pasión por el origen y por la muerte frente al Otro divino, a quien él, en la acción de gracias, ofrece lo que le ha sido donado". En la experiencia litúrgica cristiana puede, por tanto, el hombre contemporáneo encontrar la inspiración y la fuerza para su lucha en favor de la justicia; pero también una respuesta a sus grandes problemas existenciales, así como la liberación de todos los falsos absolutos y de todos los ídolos de la historia: en ella puede encontrar una gran reserva de verdadera humanidad y de tensión escatológica.

4. MISTERIO Y SÍMBOLO RITUAL. No sólo para justificar la experiencia litúrgica, sino también para comprenderla y vivirla con mayor plenitud, es necesario hoy valorar la amplia y sólida base que proporcionan las ciencias humanas. Queremos limitarnos a subrayar el intento de algunos investigadores de asumir los datos antropológicos sobre la actividad simbólica en el mismo ámbito de la reflexión teológica, de manera que "no figuren únicamente como un capítulo preliminar o como introducción, o como una contribución sectorial o de verificación, sino que acompañen y sostengan la reflexión teológica en todos los puntos importantes, en todos los momentos centrales de su progresión en la comprensión de los misterios de la fe" ". "El símbolo —escribe Chenu— no es un adorno accesorio del misterio ni una pedagogía provisional, sino el resorte coesencial de su comunicación. He ahí la profundidad de la inserción psicológica y ontológica del símbolo ritual en el seno del misterio" ". También L.-M. Chauvet, en su "aproximación a los sacramentos a través de la vía del símbolo", y sobre todo en su intento de profundizar "la eficacia simbólica de los sacramentos", subraya que las aportaciones de las ciencias humanas "no son una simple propedéutica al estudio teológico que empezaría después, sino que atraviesan de arriba abajo su desarrollo".

Partiendo de la existencia cristiana, los sacramentos no se aíslan como acciones independientes, sino que se sitúan dentro del conjunto de las acciones simbólicas y de las celebraciones de la vida humana y cristiana: por medio de ellos, las situaciones fundamentales de nuestra existencia se ritualizan en la acción de la iglesia, como expresiones más intensas y concretas de la intervención salvífica de Cristo y de nuestra adhesión a él en la fe. El rito religioso posee una eficacia específica sobre el hombre, la cual representa el substrato antropológico de la eficacia de la fe. La profundización del comportamiento simbólico-ritual abre el camino a la comprensión de su carácter institucional, de su función formativa, de su capacidad de intensificar el compromiso de cada uno y la comunicación interpersonal.

A través de categorías personalistas unidas a la expresión simbólica, hoy se trata también de repensar la intuición fundamental de Odo Casel [->  Misterio; ->  Memorial], tendente a la prolongación de la obra salvífica de Cristo a partir del Jesús de la historia, denunciando la insuficiencia de una interpretación ontológica, intencional o puramente ética para fundar la unión entre la liturgia y la vida.

5. EDUCACIÓN PARA EL SIMBOLISMO. A nivel pedagógico, la revalorización de la función simbólica ha llevado a una toma de conciencia de la importancia de una educación para el simbolismo como momento esencial de una iniciación y de una ->  formación litúrgica. Tal educación para el simbolismo nos parece que se debe configurar: a nivel subjetivo, como perfeccionamiento de la actitud contemplativa y de la percepción simbólica; a nivel objetivo, como iniciación al simbolismo de las realidades naturales (luz, fuego, agua, etc.) y de algunas experiencias relacionales (de la convivalidad, por ejemplo); a nivel cultural, como inserción gradual en un determinado contexto social; a nivel expresivo, como formación para la expresión simbólica (expresión corporal, pedagogía del ->  gesto y de las posturas, lenguaje simbólico).

La educación litúrgica debe proponerse como objetivo también una iniciación progresiva a las actitudes interiores y exteriores que caracterizan la vida litúrgica y, en particular, a los valores humanos, base de toda celebración eucarística y sacramental, como el sentido de la ->  fiesta, el estar juntos, el convite fraterno, el ->  canto y la ->  oración común, el ->  silencio de la escucha y de la meditación, la expresión del agradecimiento, del perdón, etc. Será la biblia quien dé una aportación insustituible a toda educación al simbolismo cristiano, mientras que para la formación litúrgica no habrá ninguna pedagogía sistemática más eficaz que la experiencia de celebraciones vivas y auténticas, en un contexto de fe y participación comunitaria.


VI. Conclusiones pastorales

1. Una reflexión no unilateral sobre la situación actual nos lleva a un renovado acto de confianza en el simbolismo litúrgico: éste se coloca en continuidad vital con la biblia; hace posible la celebración misma del misterio y responde a profundas exigencias antropológicas, hoy particularmente sentidas.

2. La atención no se dirige a los símbolos tomados en sí mismos, más o menos necesitados de manipulación o de sustitución, sino a todo un proceso de simbolización; el significado y la eficacia de una experiencia simbólica dependen de una iniciación, de una fe, de un sentido de identidad y de pertenencia a la iglesia y a la tradición cristiana, de la vitalidad de nuestras comunidades cristianas y de la autenticidad de sus celebraciones.

3. Verdaderas acciones simbólicas no pueden funcionar como simples signos: su significación y su eficacia no pueden definirse, explicarse, programarse, verificarse como algo ya establecido o convencional. Tampoco transmiten sólo una información o un mensaje, sino que suscitan una postura vital, llevan a una toma de posición: "Las figuras y los símbolos están siempre ahí para dar sentido a lo que la vida no deja de producir de nuevo para nuestra fe. Ellos son siempre el sentido que hay que encontrar, el riesgo que correr, la promesa que mantener, la alianza que renovar" ".

4. También por eso nos parece que razones de fe y motivaciones antropológicas nos deben llevar a rechazar el malentendido de aquellos que desean simplificar o explicar al máximo el lenguaje litúrgico y vulgarizar gestos y elementos sensibles de la liturgia para reducirlos al nivel de la vida cotidiana. Para tener una liturgia rica en fuerza simbólica debemos cuidar mucho las formas, con una celebración plena y auténtica, aceptando la ruptura y el profetismo que ejercitan respecto a la existencia concreta.

5. Queda abierto el problema de un lenguaje más acorde con la sensibilidad y los problemas del hombre de hoy y de una reinterpretación de las acciones simbólicas en perspectiva histórica; tarea ardua, pero posible, en la liturgia cristiana. Sólo podrán lograrlo hombres dotados de talento poético y de una fuerte disposición simbólica, capaz de ponerse en sintonía profunda con nuestro tiempo.

Hacemos nuestra la conclusión a la que llega J. Gelineau, de quien ya hemos tomado en las columnas precedentes algún punto de reflexión: "¿Encontrar nuevos símbolos? ¿Buscar símbolos modernos? Quizá. Pero, ¿dónde están? ¿Y quién los retiene? ¿No debemos más bien conceder un voto de confianza, dándoles todas sus posibilidades, a esas realidades humanas que Jesús y la iglesia han tomado de nuestra densidad corporal y psíquica, de la naturaleza y de la cultura unidas indisolublemente, para que ellas signifiquen a Dios que viene a entablar alianza con el hombre? Esos signos y sacramentos, ya que construyen una historia, nuestra historia, no dejarán de desplegar sus sentidos siempre nuevos en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las culturas, en todas las situaciones individuales o colectivas, a la luz del signo de Jonás, única llave simbólica dada a los hombres en Cristo muerto y resucitado, hasta que él venga"'.

 

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