PSICOLOGÍA
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SUMARIO: I. Liturgia y experiencia humana - II. Caracterización psicológica de la liturgia cristiana - III. Símbolo y liturgia - IV. Condiciones de la actividad simbólica: a) En lo referente al individuo, b) Al grupo, c) En relación con las leyes de la percepción - V. Experiencia litúrgica y madurez psicológica - VI. Liturgia y dimensión social - VII. Conclusiones.


I. Liturgia y experiencia humana

Expresar con toda la plenitud de significados y gestos, individualmente y en grupo, las propias reacciones ante las experiencias vitales más profundas y arcanas —o bien inmediatas— es algo connatural a la vida, en la que, desde las primitivas modalidades expresivas del reino vegetal hasta las más complejas del reino animal, observamos este irrefrenable impulso a celebrar el nacimiento, la vida, la enfermedad, el amor, la separación, la muerte, la alegría, la victoria con verdaderos y propios rituales'. Sin embargo, pese a su inconmesurable fuerza vital, estos rituales están como limitados en un repetirse estereotipado, de modo que su sentido se agota al ser celebrados, y por tanto se prestan a lecturas ajenas. En la especie humana, la alegría y el pathos de las experiencias primordiales y de los acontecimientos vitales se unen con una peculiaridad específica que es al mismo tiempo la fuente de la riqueza creativa y del dramatismo de la celebración humana de las diversas situaciones existenciales: la búsqueda de su significado.

El individuo humano celebra ritualmente sus experiencias no sólo para repetirlas, revivirlas o comunicarlas a otros seres, sino también porque a través de la celebración ritual quiere realizar una cierta transformación de sí mismo y de la realidad que le permita alcanzar niveles más profundos y globales de comprensión y de participación en el misterio de la vida. Lo que permite al ser humano evitar que caiga en la repetición de estereotipos en sus rituales, y por tanto celebrar los ritos es su personalidad, es decir, ese conjunto de procesos psíquicos cognoscitivos, emotivo-afectivos y sociales, estrechamente ligados a un aparato específico: el sistema nervioso central, dotado de características típicas solamente de la especie humana, por las que la persona participa de modo transformador, y por tanto creativo, en su vida misma'. Así se fundamenta y explica la importancia de las relaciones entre psicología y liturgia.


II. Caracterización psicológica de la liturgia cristiana

Históricamente, la dinámica del rito religioso se ha caracterizado por el intento de representar la búsqueda de una unión con la trascendencia, el Absoluto, partiendo de la experiencia inmediata de la autoconciencia considerada como límite. Cuando las experiencias fundamentales y más incisivas de un individuo o de un grupo han sido participadas íntimamente por una comunidad y celebradas con esta proyección de unión con el Absoluto, y por tanto se han convertido en religiosas (de la etimología de religio, que implica una unión con una realidad), entonces las estructuras rituales que las han expresado y con las que han sido transmitidas de una generación a la otra han constituido y realizado lo que desde un punto de vista psicológico significa el término liturgia.

La experiencia cristiana, especialmente en la multiforme tradición católica, ha llevado a cabo un profundo cambio de las actitudes, y por tanto de las vivencias psíquicas, en relación con el rito y la liturgia, puesto que el significado de los acontecimientos y de las experiencias celebradas litúrgicamente no se ha dirigido ya a la búsqueda de una unión con la trascendencia, desconocida y fraccionada en imágenes antropomórficas, sino al conocimiento y a la imitación vital del Absoluto, que se ha dado a conocer como palabra, sangre, amistad, muerte y resurrección, hasta hacerse llamar y caracterizar como el Hijo del hombre: Jesucristo. Y sólo mediante él se establece la relación vital con lo que está más alejado de nuestras posibilidades de imaginación y de experiencia, el Padre y el Espíritu.


III. Símbolo y liturgia

Para poder participar, manifestar y comunicar vitalmente una experiencia que implica una tensión global de la propia realidad psicofísica, el ser humano está provisto de una especial capacidad mental: la actividad simbólica. En efecto, a través del producto de ésta, o sea, a través del símbolo, el individuo humano consigue representar y expresar con todos los estratos de su estructura humana una relación con algo desconocido, no directa y plenamente cognoscible por vía sensorial, que, en cualquier caso, no es reducible tan sólo a la racionalidad, sino que implica siempre un esfuerzo de síntesis (símbolo en su significado etimológico, syn-bállein, implica el unir) entre aspectos opuestos o diferentes.

La importancia de la actividad simbólica es tal que ha sido recientemente señalada como especial, específica y casi fundante de la radical diferencia entre el individuo humano y los primates, llegando a afirmar que la noción de homo symbolicus es la más coherente y adecuada que actualmente somos capaces de dar del ser humano.

Partiendo de la observación de que la energía psíquica no se agota en la satisfacción de las necesidades primarias de tipo biológico-instintivo y tampoco en las debidas a motivaciones de tipo social, se ha resaltado cómo es utilizada también con fines creativos (por ejemplo, el arte) y ético-valorativos. Esto implica la actividad simbólica, así como la función del símbolo de transformar la energía psíquica canalizándola en determinadas direcciones unidas a la amplitud de conocimiento del individuo y a sus más verdaderas y profundas motivaciones.

Consecuentemente, se ha intentado una clasificación de los diversos tipos de símbolos. Así, algunos símbolos han sido clasificados como individuales. Se consideran tales porque situaciones estrechamente unidas a la vida del individuo, y por tanto a su actitud frente a una determinada experiencia, son vividas con un particular tono emotivo, llamado nouminosum, por lo que se convierten en simbólicas para quien las vive, pero solamente para él. Otros símbolos son culturales, en cuanto que derivan estrictamente de las experiencias y de las actitudes de la sociedad en que vive el individuo y le son transmitidos a través de la educación. Hay, en fin, símbolos que hacen referencia intrínseca a la condición humana, y tienen origen en experiencias primordiales o excepcionales de la humanidad, y que, aun modelándose de diverso modo en las diferentes culturas o diferenciándose en algunas expresiones formales, conservan inalterada su capacidad, transcultural y transhistórica, de transformar la conciencia del grupo en el que son conocidos, participados vitalmente y transmitidos a lo largo de las generaciones. Estos, en efecto, tienen sus raíces en el misterio mismo de la vida y permiten al individuo humano realizar su capacidad de proyectar la utopía 19 y situarse en el cosmos, dimensiones éstas que tanta importancia han tenido y tienen en la construcción del camino de la humanidad. Así son, por ejemplo, el símbolo del agua que regenera y hace renacer', o el de comer a la divinidad.


IV. Condiciones de la actividad simbólica

Para poder desarrollar las complejas operaciones y los procesos psíquicos más arriba expuestos, y sobre todo para poder actualizar su potencial creativo y transformador, el símbolo debe convertirse de algún modo en una información, o sea, en una experiencia —de una naturaleza, como hemos visto, más bien compleja— que, comprendida, elaborada a diversos niveles de integración y memorizada, dé lugar a sistemas de respuesta a los estímulos externos que tengan la posibilidad de modificar la conducta humana. Para que esto suceda son necesarias algunas condiciones. Ante todo debemos tener presente que existe un proceso mental específico para el aprendizaje de las realidades simbólicas. Su finalidad es la de permitir al ser humano la representación mental de objetos, personas o acontecimientos no presentes o no perceptibles mediante la experiencia puramente sensorial, como acontece precisamente en la liturgia. La función simbólica, con un origen genérico muy limitado, se desarrolla a través de un proceso largo, continuo y gradual de integración entre experiencias diversas y diferentes estructuras cognoscitivas.

La función simbólica aparece en el niño hacia la segunda mitad del segundo año de vida, y sólo gracias a una gradual evolución, a través de los procesos de imitación e identificación, de construcción mental de la realidad objetiva, de la adquisición de la noción del tiempo, del espacio y de la causalidad, alcanza su plenitud funcional. Por tanto, será oportuno tener presente que la maduración de la función simbólica sólo puede suponerse después de la pubertad. Al mismo tiempo debe quedar claro que es una función de integración; por tanto, no es un proceso en sí mismo, sino precisamente el conjunto de los procesos psíquicos y de comportamiento de los que se ha hablado más arriba, que, al ser integrados en un específico sistema funcional, constituyen la así llamada función simbólica. Para que después pueda funcionar de modo coherente con el estilo de aprendizaje y elaboración del sistema nervioso central y ser por lo tanto integrada armónicamente a nivel de toda la personalidad, además, como es obvio, de un estado de funcionamiento suficiente del sistema nervioso central, son necesarias también algunas condiciones, en especial referentes al individuo que vive la experiencia simbólica, al grupo con quien la comparte y a la situación ritual misma.

a) En lo que concierne al individuo, es necesario que a la actividad simbólica se asocie un estado emotivo, sostenido por una motivación adecuada, con los contenidos del símbolo de la estructura ritual que se celebra. Es, por tanto, obvio que se precisa una concentración y un espacio interior disponibles para vivir, más aún, para ser como llenados por la experiencia simbólica. Por otra parte, en el caso de la liturgia cristiana, es necesario también una particular actitud y estado de ánimo coherentes con un saberse abandonar a la experiencia misma en base a la confianza dada a Cristo en la iglesia. O sea, es necesaria una actitud de fe, y por tanto una previa catequesis, que dé a la persona los medios para poder alcanzar conscientemente el estado de ánimo adecuado para percibir la forma especial de simbolismo transformador que pertenece intrínsecamente a la liturgia cristiana, y particularmente a la sacramental.

b) Además debe haber también un grupo que no sea una simple caja de resonancia o de observación de la experiencia individual o de la celebración litúrgica, sino que tenga un nivel de cohesión fundado en la búsqueda de una común experiencia e identificación con el rito que vive y celebra, lúcidamente consciente de que está buscando el significado profundo y último de la propia existencia o de algunos de sus aspectos en Cristo. Sin querer exigir condiciones óptimas, además de irreales, amplias investigaciones confirman que, de no lograrse un cierto nivel de esta situación/condición de grupo, difícilmente tiene lugar una transmisión vital de los símbolos, y por lo tanto de la adecuada información  para ser después elaborada simbólicamente.

c) Finalmente, es necesario que el rito mismo se estructure según las leyes que regulan los dinamismos perceptivos humanos. Aquél, aun compuesto de elementos o partes, debe constituir un todo, una Gestalt, que pueda ser percibida como una estructura unitaria. Lo que debe dar unidad estructural y, por consiguiente, conformar, desde el punto de vista psicológico, al rito, es la claridad, y por lo tanto el génesis, de la experiencia o del acontecimiento que se celebra, la coherencia de las diversas partes del rito, la capacidad de estimular asociaciones y relaciones vitales que den a los gestos que se realizan, a los objetos que se usan (por ejemplo, vestiduras sagradas) y a los roles que son confiados a cada uno, su capacidad de ser intencionales y, en consecuencia, de hacer del conjunto del rito una traducción de experiencias vitales '6. En este sentido es particularmente importante y delicada la función del lenguaje —tanto verbal como musical—, que es parte fundamental e insustituible del rito litúrgico


V. Experiencia litúrgica y madurez psicológica

Las investigaciones psicológicas han puesto en claro dos direcciones fundamentales en el proceso evolutivo del ser humano: la de la individuación, tendente principalmente a la propia autorrealización, y la de la comunicación, que se refiere al tema de las relaciones interpersonales constituyentes del necesario ambiente de confrontación y verificación del proceso mismo de crecimiento psicológico. Así considerada, la madurez psicológica puede ser descrita como la capacidad de un individuo de encontrar un equilibrio constante entre estos dos elementos, adaptándolos plástica y funcionalmente a las diversas situaciones. Desde el punto de vista de la individuación, se ha observado que todo crecimiento humano, desde la experiencia primitiva, y a pesar de todo fundamental, de la propia realidad, o sea, del propio yo como distinto, y por ende separado de la madre, hasta la realización de niveles cada vez más articulados de relaciones, y consecuentemente (por un lado) de nuevas construcciones de la realidad; pero también (por otro) de nuevos modos de separación con respecto a los estadios precedentes, deja una especie de nostalgia radical en el inconsciente humano, la del primitivo estado de fusión total y de simbiosis con la madre. Gran parte de los cambios evolutivos del individuo pueden ser observados justamente bajo este aspecto: el esfuerzo por entrar en relaciones con los otros seres y con las cosas, que sean conscientemente relaciones parciales, en el sentido de que la nostalgia arcaica del estado simbiótico, que empuja al adulto a buscar una cierta unión mística con las otras personas y a veces incluso con las cosas (trabajo, bienes de consumo), es una etapa infantil que continuamente se debe superar incluso en sus residuos en la memoria, sobre todo porque se trata de un deseo irrealizable. Aunque en el orden lógico esta realidad sea de fácil comprensión, todos tenemos la experiencia personal y colectiva de cómo la tendencia a confundir realidades parciales con la realidad total es frecuente, y es uno de los orígenes psicodinámicos de muchos comportamientos e incluso de modelos culturales contemporáneos.

Y es justamente al nivel de estas antiguas raíces, a pesar de todo tan importantes para la maduración humana, donde se introduce la realidad que es la fuente y, a la vez, la cumbre de la experiencia litúrgica: la eucaristía. En efecto, en sus símbolos y en su significado, tanto psicodinámico como religioso, reenvía constantemente al misterio de la comunión con Jesucristo, y mediante él con el Padre y con el Espíritu, llamando así a la conciencia del creyente a la única dimensión en la que será posible realizar, a un nivel diferente y con otro significado, ese deseo de unión mística y de armonía cósmica que advertimos, aunque confusamente, en las raíces de nuestro ser. En esta óptica y con esta conciencia es posible dar un valor plenamente humano a los múltiples modos de relacionarse, así como también a las relaciones con toda la realidad, por ponernos en relación con otro nivel, el de la resurrección, que permite una liberación de las fantasías infantiles de posesión y omnipotencia, estimulando a vivir cada realidad parcial en toda su potencialidad, más conocida y participada justo porque no es absolutizada, pero también profundamente comprendida y respetada como etapa evolutiva y don anticipado de la experiencia de la unión con Cristo.

En esta perspectiva, la liturgia se presenta como un itinerario simbólico que propone diversos estilos y modos de vivir los ritmos de la vida. Mediante el ritmo de lo ordinario nos ofrece la posibilidad de vivir el fatigoso crecimiento de lo cotidiano, sin banalizar ningún aspecto de la vida, por monótono e insignificante que parezca. Así, por ejemplo, el ritmo de la liturgia de las Horas asume un biorritmo humano fundamental, el diurno-nocturno, y lo proyecta en la eternidad de Cristo, invitándonos a expresar cada mañana el asombro agradecido de haber resucitado una vez más con él, como en la misma inconsciencia del sueño nocturno hemos esperado (cántico del Benedictus); para estallar después en la alegre maravilla de proclamar, en las vísperas, la gloria de Dios porque, aparte de nuestro rol social o de otras características valiosas, nos ha llamado a testimoniar el amor; para terminar, por fin, más sumisamente en la oración de completas, con una meditada reflexión sobre nuestros límites, que no nos impide abandonarnos con serena confianza en las manos del Señor al sumergirnos en el sueño.

Lo propio de la liturgia llama a una conciencia más fuerte, no sólo personal, sino también colectiva, de aquellos momentos de la vida de Jesús que, vividos normalmente con un ritmo semanal, vienen a irrumpir en el ritmo del día tras día para remover y dirigir la toma de conciencia de nuestra identificación con él. Por esto la navidad o la ascensión, como cualquier otra celebración del misterio de Cristo, no deben ser nunca psicológicamente conmemoraciones de un acontecimiento, sino una toma de conciencia de una dimensión de la vida del Salvador y de nuestro grado de participación en ella. Y esto en el contexto de una comunidad de fe que, partiendo de la comunidad familiar, llega hasta la comunidad de los santos, que justamente por su ejemplaridad en la vivencia del misterio de Cristo podemos llamar con razón comunión de los santos. Con ellos, en efecto, anticipamos esa realidad de relaciones armónicamente globales que atañen a todos los niveles de la personalidad, pero que no son realizables plenamente con nuestros hermanos de fe de la tierra. Y para que estas experiencias y estos conocimientos del misterio de Cristo ño permanezcan unidos sólo al desarrollo individual ni sean solamente momentos de claridad intelectual, sino energías que transformen nuestra vida, los momentos decisivos de la vida y las elecciones fundamentales que la caracterizan son celebrados eclesialmente con los ritos sacramentales.

Así, el ser humano puede sentir cómo su devenir no está confiado y condicionado por el continuo cambio de los condicionamientos socio-culturales y políticos, sino enraizado en la realidad perenne de Cristo, del cual, incluso los momentos más dramáticos, como la enfermedad grave, la muerte o las opciones que por su irrevocabilidad nos vuelven más inseguros al hacerlas, v.gr., la elección del matrimonio o la profesión religiosa, reciben en el símbolo sacramental y en el rito litúrgico su sentido y su energía.


VI. Liturgia y dimensión social

Pero, además de la dimensión de la individuación, también la de la comunicación toma parte en la maduración psicológica y debe encontrar su espacio concreto en la liturgia. La dimensión comunicativa nace y se desarrolla en una atmósfera de intensa emotividad y de profunda intimidad como es la del núcleo familiar, y se desarrolla progresivamente de modo auténtico sólo en aquellas situaciones donde haya un grupo que tenga una elevada cohesión y una cultura propia a diversos niveles. Sin estas últimas dimensiones no sólo es imposible toda comunicación simbólica, sino que se corre el peligro de que la misma comunicación semiótica y semántica se reduzca a un puro formalismo, que en el plano litúrgico quiere decir esterilidad y rituales estereotipados. No hay que olvidar, en efecto, que la eucaristía, expresión central del misterio cristiano, tiene como referencia originaria una cena familiar.

A través de una iniciación gradual en los diversos ritos litúrgicos, vivida en pequeños grupos homogéneos, el individuo puede adquirir una base de comunicación que le consentirá después el paso a la capacidad de comunicarse simbólicamente incluso con grupos heterogéneos y de mayor amplitud. Sólo una reunión litúrgica formada por grupos con fuerte cohesión entre ellos, y que consigue encontrar en la celebración una dimensión en la que todos se reconozcan, puede hacer de la celebración litúrgica una fuente auténtica de experiencia y de comunicación simbólica incluso en un macro-grupo. De aquí nace la conciencia de una identidad común, sentida realmente como tal, que consiente después una dinámica de grupo, que a su vez modela y estructura tanto la conciencia de los participantes como su capacidad de comunicar a nivel eclesial.

Para obtener este resultado, además de una adecuada formación, son necesarios otros elementos. Ante todo, la cohesión de un grupo no se presupone, sino que se verifica; y, en nuestro caso, no sólo por sus necesidades psicosociales de cohesión o de identidad, sino por su relación explícita con el misterio de Cristo y con la iglesia como espacio real en el que vivir este misterio. También es necesario que el rito litúrgico manifieste sin ambigüedades un papel definido y activo para todos los participantes, hasta el punto de que sentirse espectadores debería dar lugar a la intolerancia. Finalmente, las relaciones entre las estructuras eclesiales organizativas e institucionales y las dimensiones litúrgicas deberían ser analizadas a menudo comunitanamente, para evitar que se tenga la sensación de sentirse rebaño por parte de la mayoría de la asamblea litúrgica.


VII. Conclusiones

Aunque la liturgia se exprese con símbolos transhistóricos y transculturales, sin embargo, el individuo y el grupo forman necesariamente parte de una determinada cultura y de una determinada situación espacio-temporal. Esto implica una constante atención al emerger de nuevas modalidades de vivir los diversos símbolos litúrgicos, así como al declinar de las estructuras rituales que han perdido su carga comunicativa y transformadora. Si no se presta una vigilante atención a esto, la liturgia, como cualquier otro símbolo inadecuado, produce un sentimiento de pasividad e incluso de destructividad en quien la celebra. La verdad de lo que se celebra y del código verbal y gesticular que se emplea, la capacidad y el coraje de no ignorar los problemas provenientes de participar grandes multitudes en el rito litúrgico sin que esas multitudes sean el resultado de grupos menores formados sobre la base de una cohesión y de una identidad anteriores a su encuentro en el macro-grupo (con el peligro de la pérdida de identidad de los participantes en un rito vital), son condiciones necesarias para que la celebración litúrgica conserve y renueve su capacidad de incidir en la vida y en los modelos culturales de las diversas sociedades.

Los recientes estudios dedicados a la -> religiosidad popular han manifestado la importancia de aquellos sistemas rituales, que por haber nacido precisamente de una simbiosis entre la transmisión del mensaje cristiano y la realidad cotidiana, han formado una conciencia religiosa popular que ha mantenido viva la fe, pese a sus limitaciones, incluso en condiciones ambientales de descristianización. La atenta observancia y asimilación de los valores y de las exigencias más profundas, y justo por esto emergentes de las diversas situaciones particulares, así como el uso pleno y responsable de la vasta gama de posibilidades que ofrece la liturgia renovada del Vat. II, permiten adaptar a la edad, a las características socioculturales y a las exigencias particulares las diversas expresiones de la liturgia cristiana.

Hay que tener presente que el símbolo no se repite de modo automático, ni la estructura ritual se hace evidente a la participación y a la percepción de un grupo por el mero hecho de ser celebrada. La dimensión simbólica y su manifestación ritual requieren que el rito sea celebrado cada vez de modo creativo. La estructura ritual, pues, deberá ser realizada creativamente incluso en su celebración cotidiana, a través de una l animación consciente y preparada, que tenga siempre presentes las características y las variables del grupo al que se dirige y de sus componentes. Sólo cuando la liturgia se convierte, tanto en sus animadores designados por su ministerio (obispo y ministros ordenados) como en los demás componentes, en compromiso constructivo y creativo, aunque repetido y hasta cotidiano; sólo cuando llega a ser sentida verdaderamente como "opus Dei", será verdaderamente capaz de transformar e integrar en la dimensión del misterio toda forma de experiencia personal y social.

[-> Signo/Símbolo; -> Comunicación en la eucaristía].

L. M. Pinkus


BIBLIOGRAFÍA: Dolto F.-Pohier J., El poder de la bendición sobre la identidad psíquica, en "Concilium" 198 (1985) 243-257; Floristán C., La mentalidad religiosa simbólica, en "Phase" 34 (1966) 308-315; Greeley A., Simbolismo religioso, liturgia y comunidad, en "Concilium" 62 (1971) 218-231; Eliade M., Mitos, sueños y misterios. Revelaciones sobre un mundo religioso y transcendente. Fabril, Buenos Aires 1961; Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid 19742; Jung C.G., Simbología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México 1962; El hombre y sus símbolos, Aguilar, Madrid 1967; Kennedy E.C., Valor del rito religioso para el equilibrio psicológico, en "Concilium" 62 (1971) 212-218; Póll W., Psicología de la religión, Herder, Barcelona 1969; Scharfenberg J., Madurez humana y símbolos cristianos, en "Concilium" 132 (1978) 182-195; Vergote A., Psicología religiosa, Taurus, Madrid 19753; Zunini G.-Pupi A., Psicología de la religión, en DTl 3, Sígueme, Salamanca 1982, 961-982. Véase también la bibliografía de Antropología cultural, Sagrado y Signo/Símbolo.