LUGARES DE CELEBRACIÓN
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SUMARIO: I. El marco de la celebración y su génesis: 1. El templo del Dios viviente; 2. Las casas de oración del s. iii; 3. El florecimiento de las basílicas cristianas: a) La basílica, b) Los anejos de la basílica (baptisterio, "martyrium", torres y campanarios, cementerio); 4. Teología de la basílica: a) La estructura basilical, b) Los instrumentos de la celebración (cátedra episcopal, ambón, altar) - II. Tiempos nuevos, formas nuevas: 1. La edad media: a) Evolución de la celebración, b) Adaptación de los edificios; 2. Los tiempos modernos: a) Las orientaciones del concilio de Trento, b) Adaptación de las iglesias - III. La legislación del Vat. II: 1. Las prescripciones del concilio; 2. La renovación de las iglesias: a) La instrucción ínter oecumenici, b) El edificio-iglesia, epifanía de la "iglesia" (el marco de una celebración comunitaria, el altar único, la sede del que preside, el lugar donde se anuncia la palabra de Dios, las misas para grupos particulares, el culto de la santísima reserva eucarística, el baptisterio, el lugar de la reconciliación).

Los lugares de celebración del culto cristiano son múltiples. Han cobrado, a lo largo de los siglos y en las divergencias de las culturas, formas diferenciadas entre sí, aun conservando los mismos elementos constitutivos. Basílicas romanas; iglesias siríacas y bizantinas, abaciales carolingias y otonianas; catedrales de España, de Francia, de Alemania y de Inglaterra; chozas de ramas en la selva tropical..., todas cumplen la misma función litúrgica: albergar a la -> asamblea de los fieles para la -> celebración de los -> misterios. En el intento de captar sus estructuras fundamentales en la diversidad de las respectivas formas es oportuno considerar cómo el cristianismo ha suscitado el surgimiento de lugares específicos para su culto, y cómo éstos se han diversificado según las necesidades de cada lugar y cada tiempo.


I. El marco de la celebración y su
génesis

Cuando se constituyeron las primeras comunidades cristianas, sus relaciones con el ambiente religioso del entorno no fueron las mismas en el mundo judío de Palestina o de la diáspora y en el mundo pagano. La ruptura con el judaísmo se manifestó pronto en el plano de la fe, ya que el universalismo cristiano y la libertad de Jesús frente a la ley se mostraron pronto incompatibles con el particularismo y el legalismo judío. Pero los modos de expresión del culto siguieron siendo semejantes: los cristianos de Jerusalén continuaron frecuentando el templo hasta su destrucción en el año 70. Esta destrucción, al provocar la desaparición de la liturgia sacrificial, quitó de en medio un elemento capital de ruptura entre judaísmo y cristianismo, lo cual explica la persistencia de comunidades judeo-cristianas hasta la mitad del s. Iv.

Así también los cristianos continuaron frecuentando las sinagogas, que entonces proliferaban (Roma contaba con trece en el s. I). Quizá poseían sinagogas propias, como deja entender la carta de Santiago (2,2-4: reunión = sinagoga). La vivienda de un hermano u otro se abría a la comunidad de los creyentes para la oración en común y para la fracción del pan, como sucedía entre los judíos para la comida ritual de fraternidad. Con el mundo pagano, por el contrario, la ruptura fue inmediata y total: "¿Qué relación hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templos de Dios viviente" (2 Cor 6,16). Templos, sacrificios y comidas sagradas estaban envueltos en la misma condena. Los cristianos no tenían, pues, otro marco para su oración común que la asamblea de los hermanos.

1. EL TEMPLO DEL DIOS VIVIENTE. Los fieles de Cristo no erigieron templo contra templo. Estaban convencidos de que el verdadero templo del Dios viviente consistía en su misma asamblea. La comunidad de los creyentes, local y universal, constituye el cuerpo de Cristo, del que Juan declara que es el templo del Señor (Jn 2,21). Cuando Pablo afirma: "El templo de Dios, que sois vosotros, es santo" (1 Cor 3,17), habla ante todo de cada bautizado; pero se dirige a la iglesia de Efeso cuando escribe: "... también vosotros sois coedificados... para ser la habitación de Dios" (Ef 2,22). Pedro empleará el mismo lenguaje: "Disponeos de vuestra parte como piedras vivientes a ser edificados en casa espiritual" (1 Pe 2,5). Es al mismo tiempo en la asamblea de los bautizados y en el corazón de cada uno de sus miembros donde se ofrece a Dios el culto en espíritu y verdad.

Así pues, es comprensible que los cristianos de los dos primeros siglos no hayan pensado en construirse lugares específicos para el culto. Una amplia sala doméstica bastaba para acoger a la iglesia local, a la asamblea de la pequeña grey de los llamados, cuando celebraban la cena eucarística después de haber leído los escritos de los apóstoles. A veces parece que se pasaba de una sala a otra, del lugar de la palabra o del ágape al de la cena del Señor. Para el bautismo era suficiente reunirse cerca de una corriente de agua o aprovechar las termas privadas.

2. LAS CASAS DE ORACIÓN DEL S. III. El s. iii conoció largos períodos de paz con intervalos de brutales pero breves persecuciones. Al amparo de la paz, los últimos cuarenta años vieron una gran expansión de la fe cristiana, hasta el punto que suscitó la sangrienta persecución de Diocleciano. Las casas privadas no bastaron ya para contener a la multitud de los nuevos fieles. Fue necesario construir. En el 268, el pagano Porfirio atestigua que los cristianos han edificado "amplísimas salas en que se reúnen para orar". Treinta años más tarde, en vísperas de la gran persecución, el historiador Eusebio testimonia que en todas las regiones "se veía una notable afluencia de personas a las casas de oración". A causa de esto, prosigue, "no nos contentábamos ya con las construcciones del pasado, y en cada ciudad se erigían amplias e imponentes iglesias". Por tanto, según Eusebio, hacia el 300 estamos en la segunda generación de los edificios cristianos.

El desierto de Siria ha conservado en Dura Europos, a orillas del Éufrates, un testimonio de la primera generación de los lugares de culto. Se trata de un edificio construido hacia el 230 y que permaneció en uso durante veinte años. De este complejo, de planta cuadrangular con patio interno, se han sacado a la luz el baptisterio y verosímilmente la sala litúrgica. La pila bautismal está cubierta por un techo de bóveda decorado de estrellas, mientras que en las paredes se representan diversas escenas bíblicas, entre las que campea la imagen del buen Pastor.

En Dura todo el esfuerzo iconográfico se concentra en el baptisterio, mientras que ningún elemento caracteriza la sala destinada para la eucaristía. ¿Podemos conocer algo de la disposición interna del lugar reservado para la asamblea?

Un directorio siríaco, la Didascalia de los Apóstoles, prescribe que se coloque a oriente un sitial para el obispo, rodeado de otros sitiales para los presbíteros. Así pues, tenemos aquí atestiguados, desde aquella época, la orientación del local y el lugar de la presidencia. En Dura, una peana elevada puede haber constituido el escabel del sitial episcopal. Frente al clero, también para los laicos había bancos; pero éstos desaparecieron bastante pronto,para reaparecer sólo en la época moderna.

Cartago ofrece el primer testimonio sobre el ambón. Cipriano hace subir hasta él al confesor de la fe al que ha nombrado lector: "Así, dominándonos desde aquel podio elevado, visible para todo el pueblo, ... proclama la ley y el evangelio del Señor" (Ep. 39,4).

En varias ocasiones habla Cipriano también del altar. Debía de tratarse de una mesa móvil, de madera, colocada en el momento de la celebración eucarística, o de una mesa de mármol idéntica a las mesas que se usaban en las casas privadas. En el siglo siguiente, Gregorio de Nisa dirá que "nada distingue al altar de las losas de mármol con que se revisten las paredes de las casas" (PG 46,581).

3. EL FLORECIMIENTO DE LAS BASÍLICAS CRISTIANAS. Del s. IV al VI todas las provincias del imperio romano hecho cristiano vieron un gran florecimiento de iglesias, que por su modelo arquitectónico se llamaron basílicas.

a) La basílica. Ésta deriva sin duda de los palacios reales de Persia, y es la sala de las audiencias del rey o basileus. Gracias a sus características de funcionalidad, estas inmensas salas de varias naves, sostenidas por pilastras, habían sido adoptadas por el mundo romano, que encontraba en su ábside, situado en una de las extremidades, el marco ideal para los tribunales de justicia. La basílica ofrecía en el foro un espacio resguardado, en el que se podía perorar una causa, pero también anunciar las novedades, cerrar negocios o conversar los días de lluvia. En los primeros siglos de nuestra era, ciertos grupos religiosos, como los pitagóricos, habían escogido el edificio basilical como el lugar más apto para sus reuniones iniciáticas.

La adaptación de la basílica al culto cristiano trajo pocas modificaciones en la planta del edificio. El ábside encajaba perfectamente como sede para la cátedra del obispo y para el banco semicircular del presbiterio. El ambón se erigió al comienzo de la nave principal. El lugar del altar era diverso según las regiones. En Roma, el altar se colocaba preferentemente cerca del ábside, entre el clero y el pueblo. En Africa a veces se fijaba más adelante en la nave, de modo que permitiera a los fieles formar círculo en torno a él. Las dos novedades de la basílica cristiana consistieron en la puerta de entrada, que se abría en frente del ábside en vez de en la pared lateral más larga, y en la frecuente adopción del atrio, que ofrecía un espacio favorable para las abluciones, al hallarse interpuesto entre el mundo exterior y el lugar de oración. En Siria y en Mesopotamia se adoptó una disposición totalmente diversa, que se inspiraba en la sinagoga judía. El altar se colocó en el ábside, vuelto hacia oriente; en el centro de la nave se erigió una amplia peana destinada a los lectores, con el trono del evangelio, el sitial del obispo y los escaños de los presbíteros. También en la basílica bizantina, sometida más tarde a importantes innovaciones arquitectónicas, el altar ocupa el ábside, mientras que la liturgia de la palabra se celebra todavía en el que era el lugar de la peana siríaca, desaparecida desde hacía mucho tiempo, si es que existió alguna vez.

La calidad estética de las basílicas no resultaba sólo de su estructura, armoniosa en sus dimensiones, con la nave de anchura igual a la altura. La belleza provenía sobre todo de su fastuosa decoración: los mosaicos del ábside, del arco de triunfo y de las paredes; el ciborio sobre el altar y las balaustradas alrededor; los cortinones bordados entre las columnas; profusión de lámparas, sin olvidar el esplendor de los pavimentos.

b) Los anejos de la basílica. La asamblea dominical constituye el vértice del culto cristiano en la celebración de la eucaristía, pero no lo agota. Sólo los bautizados tienen acceso a la mesa del Señor; por eso el lugar del bautismo recibe una importancia primordial. Además, al día siguiente de la paz constantiniana, cuando por todas partes se tributaron honores a los mártires, los martyria atrajeron multitudes de peregrinos a sus reliquias. Cada uno de estos lugares marcó duraderamente el ordenamiento de la liturgia.

Un conjunto monumental único pone bien de manifiesto la relación entre los diversos lugares de la celebración: es el edificado por Constantino en Jerusalén, sobre el Gólgota, y solemnemente dedicado en el 335 [-> Dedicación, I, 2]. La rotonda de la resurrección (anástasis) englobaba el sepulcro de Cristo; una basílica de cinco naves, llamada el martyrium, se erigió sobre el lugar en que se había descubierto la cruz del Señor, mientras la roca del Calvario se dejó al descubierto. En las proximidades de la anástasis se construyó el baptisterio, indispensable para las celebraciones pascuales, mientras un amplio porticado delimitaba el.espacio sagrado en torno al conjunto.

El baptisterio. Al comienzo, los baptisterios tenían asiento en termas privadas, como en el caso del baptisterio lateranense en Roma. Cuando cobraron formas más elaboradas, encontraron una gran variedad de expresiones. Ciertos baptisterios consistían en una serie de pequeñas habitaciones cuadradas o rectangulares, integradas en un sistema de dependencias adyacentes a la basílica. Otros eran autónomos. La estructura más repetida era la de sala redonda u octogonal. La rotonda, de origen funerario, recuerda que el bautismo es la muerte y la resurrección en Cristo; el octágono evoca el octavo día, el de la eternidad, ya que el bautismo es también nacimiento a la vida eterna. Pero encontramos asimismo la sala cuadrada, cuyas paredes se amplían en cuatro ábsides. En todo caso, estaba excavada en el pavimento la pila bautismal en función de la inmersión total o parcial. Se descendía y subía a través de gradas. La piscina podía medir de dos a cinco metros de diámetro y un metro cuarenta centímetros de profundidad. Como se ve en Rávena, el baptisterio estaba decorado con la misma suntuosidad que la basílica, tanto en la cúpula como en las paredes de la sala central. A veces ésta comunicaba con el consignatorium, donde los neófitos recibían del obispo la confirmación, antes de ser conducidos en procesión a la basílica para participar en la eucaristía, coronamiento de su iniciación cristiana.

El "martyrium". En en el s. iv el culto a los mártires estaba todavía unido a sus tumbas en los cementerios suburbanos. Estas tumbas se decoraron con cuidado; posteriormente, sobre las más importantes, se erigieron basílicas memoriales, los martyria, donde se apiñaba la multitud de los peregrinos en los aniversarios de los santos. En Roma, donde la basílica episcopal lateranense con su baptisterio era el lugar habitual de las celebraciones pascuales, una constelación de basílicas-martyria —San Pedro, San Pablo extramuros, San Lorenzo, Santa Inés, San Pedro y Marcelino..., por no citar más que las principales-- ceñía a la urbe como una corona. Las dos basílicas del Vaticano y de la vía Ostiense servían de cofre a las tumbas de los apóstoles; las otras se habíanerigido al lado de las tumbas de los mártires, pero no sobre las mismas.

Oriente y Africa ofrecían numerosos martyria, que conmemoraban no sólo el recuerdo de los mártires, sino también el de los grandes ascetas del desierto y, en Palestina, sobre todo los lugares teofánicos del AT y del NT. Los martyria orientales están ordinariamente situados al lado de la basílica destinada para la asamblea eucarística, mientras que Occidente optará pronto por su inserción en el interior de la misma. Pero habrá excepciones por una parte y por otra. Por eso encontramos en Siria la basílica vieja de San Simeón Estilita, en Qalaat Semán, constituida por un amplio edificio en forma de cruz, en cuyo centro se yergue la columna en que el santo transcurrió su vida penitente.

A fines del s. vi, san Gregorio quiso unir del modo más íntimo, en el Vaticano, basílica y martyrium, decidiendo que el altar se erigiera sobre la tumba del apóstol. Llevó así el pavimento del ábside a la altura de la parte superior de la tumba. Al tiempo que una ventanilla permitía seguir viendo el monumento funerario, dos rampas de escaleras daban acceso al presbiterio. Esta opción, destinada a ser imitada en todo el Occidente y especialmente en Italia, parece haber acarreado como efecto, no tan deseado, el de separar ulteriormente al pueblo de los miembros de la jerarquía, que se movían en un plano más elevado respecto a la nave. Galia, sin embargo, prefirió a menudo situar el presbiterio delante de la tumba del santo, a la que se accedía por un deambulatorio.

Las torres y los campanarios. La basílica cristiana no se vio exenta, en el curso de los siglos, de reestructuraciones arquitectónicas. Así es como, desde el s. tv, se ve aparecer el crucero. Más tarde, especialmente en Galia, el cruce del transepto y de la nave mayor sirvió a menudo de base para una torre de planta poligonal o redonda, mientras que en Bizancio se adornaba con una cúpula, y en Siria con torres cuadradas, que hacían de marco para la fachada. Si bien estas torres no aportaban nada nuevo desde el punto de vista de la celebración, no se puede decir otro tanto de las que albergaban las campanas. Estas son al mismo tiempo una señal de convocación para la asamblea del pueblo y un instrumento musical que canta la gloria de Dios y el reino de Cristo.

A partir del s. v, las basílicas comienzan a estar dotadas de campanarios. Los más antiguos, como el de San Apolinar Nuevo, en Rávena (s. vi), son de forma cilíndrica. Hacia la mitad del s. vnl, el papa, Esteban II construyó uno en San Pedro, pero en aquella época se encuentran por todas partes. Las campanas, que sustituyen en Occidente el uso de la matraca o de la carraca, por las que sienten predilección los monjes orientales, añaden un suplemento de festividad a la liturgia. Todavía hoy el sonido de las campanas —mañana, mediodía y atardecer— para el avemaría marca con una nota cristiana el ritmo diario de la vida en los pueblos.

El cementerio. También el cementerio es un lugar de la celebración. Aquí es donde la iglesia envuelve con su oración la sepultura de un fiel llegado al término de su éxodo. No es posible tratar aquí de la historia y de la iconografía de los cementerios antiguos de Roma o de Nápoles. Señalemos sólo que los cristianos no tuvieron nunca deseo más acariciado que el de descansar ad sanctos, es decir, junto a los santos. Así es como el martyrium atrae al cementerio, como testimonia en Roma el Campo Verano, el cementerio que se desarrolló cerca de la basílica de San Lorenzo. En la edad media, cuando no estaba en vigor la norma de sepultar a los muertos fuera de los recintos urbanos, las iglesias mismas eran lugares de sepultura, y esto no dejó de provocar abusos que la ley debió reglamentar. Pero tanto si está situado cerca de una iglesia o en una zona totalmente distinta, el cementerio sigue siendo un lugar santo. Es objeto de una bendición solemne en el momento de su inauguración. Por mucho tiempo los no bautizados fueron excluidos de él. Hoy la regla de la hospitalidad vige también para los muertos, y los cristianos van a orar en él al Señor por todos los que descansan a la sombra de la cruz.

4. TEOLOGÍA DE LA BASÍLICA. a) La estructura basilical. La basílica presenta dos características: una arquitectura sencilla y una decoración interna ostentosamente rica. Vista desde fuera, Santa María Mayor, en Roma, es bien modesta si se compara con Notre-Dame de París; y la cúpula de la actual basílica de San Pedro es de una imponente majestad que el edificio construido por Constantino no conocía en absoluto. Sin embargo, la belleza arquitectónica de la basílica estriba en la perfección de sus volúmenes. La esbeltez de la construcción subraya un aspecto de la iglesia cristiana. Sus filas de columnas, sus paredes sencillas, sus armaduras a la vista evocan la tienda del nómada en el desierto o la sala de las asambleas populares. En ellas el pueblo de Dios aprende a ser un pueblo peregrino, y su asamblea dominical semeja una parada en el camino hacia la tierra prometida.

Pero el interior de la basílica lanza el destello de sus mosaicos; está adornado de mármoles preciosos y de cortinones suntuosos de candelabros colgados de cadenas de plata. En labóveda del ábside se admira la cruz en gloria o a Cristo pantocrátor en medio de los santos. El Cordero inmolado y viviente del Apocalipsis aparece rodeado de doce corderos, sus apóstoles; el río de la vida, representado por el Jordán, discurre en medio de un jardín lujuriante de flores y de pájaros. En el centro del arco triunfal, el trono adornado espera el retorno de Cristo; a una y otra parte velan los símbolos evangélicos con alas irisadas, y los veinticuatro ancianos presentan sus coronas. En las paredes laterales se despliega la representación de los acontecimientos principales del AT y del NT, acercados a menudo en paralelo para significar la profecía y su cumplimiento. El conjunto de la decoración subraya el carácter escatológico de la liturgia. La liturgia de la tierra anuncia y realiza anticipadamente la del cielo. El Cristo que enseña al pueblo y lo congrega para la cena eucarística es el que fue inmolado sobre la cruz; pero es también el Cristo de la pascua y de la ascensión, el Señor de la historia, el principio y el fin de todo.

b) Los instrumentos de la celebración. Todos los objetos utilizados en la celebración tienden a la misma evocación: los ornamentos del obispo, de los presbíteros, de los diáconos y de los ministros; los leccionaros y los evangeliarios; las lámparas; los cálices y las patenas [-> Objetos litúrgicos/ Vestiduras]. Quizá conviene resaltar el cuidado con que se han dispuesto en la basílica la cátedra del obispo, el ambón de las lecturas y el altar, de forma que se exprese su significado.

La cátedra episcopal. En el centro del ábside, bajo la representación del Cristo glorioso y del trono escatológico, se yergue la cátedra del obispo, sitial del que preside y enseña. Se alza sobre algunos escalones y estáadornada de paños. Evocación del trono elevado en el cielo y sobre el que había "Uno sentado" (Ap 4,2), la cátedra no es la exaltación de un hombre, sino la expresión visible de la función del obispo en la iglesia: el obispo, escribe Ignacio de Antioquía, ocupa el puesto de Dios; los presbíteros representan el senado de los apóstoles, y los diáconos el servicio de Jesucristo (Ad Magn. 6,1). Por tanto, hay que mirar al obispo como al Señor mismo (Ad Efes. 6,1). "Alrededor del trono había veinticuatro tronos, sobre los que estaban sentados veinticuatro ancianos vestidos de blanco y teniendo sobre sus cabezas coronas de oro" (Ap 4,4). A imagen de los tronos de los ancianos y de los tronos prometidos por Jesús a sus apóstoles, los escaños de los presbíteros están dispuestos en semicírculo a los dos lados de la cátedra episcopal.

El ambón. Es el heredero de la "tribuna de madera levantada al efecto", en que el escriba Esdras "en la plaza de la Puerta del Agua" leyó el libro de la ley. "Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo, porque dominaba a toda la multitud" (Neh 8,4-5). En la basílica, la sencilla peana de madera se ha convertido en tribuna de mármol, decorada con mosaicos y rejillas, sostenida a menudo por columnas esculpidas o taraceadas. Nada se ha descuidado para subrayar su importancia. La razón es que el púlpito, en el que el lector deposita el libro, se ha convertido en una especie de trono. El diácono abre con respeto el evangeliario, en un despliegue de luces y de incienso, al canto del aleluya, porque el rito es una verdadera teofanía del Cristo Maestro de verdad.

El altar. El de la basílica es de dimensiones modestas y de forma cúbica, como se puede observar sobre el mosaico de San Vital, en Rávena.

Las mesas móviles del pasado han dado paso pronto a los altares de piedra. En realidad, si el altar es ante todo la mesa del Señor, la mesa del cenáculo y de la casa de Emaús, es también el símbolo de Cristo, la roca viva, de que habla el Apóstol (1 Cor 10,4). Para los cristianos no hay más que un altar, como no hay más que un solo templo, Cristo, al mismo tiempo víctima, sacerdote y altar de su sacrificio. Es el mismo Cristo que parece debemos reconocer en el "altar de oro colocado delante del trono" evocado por el Apocalipsis (8,3). Se comprende entonces por qué el altar es objeto de tantos signos de homenaje. El sacerdote se acerca a él sólo después de haberse inclinado ante el mismo y haberlo besado. Al decir de Juan Crisóstomo, está a menudo revestido de un velo de oro. Un ciborio sostenido por cuatro columnas de mármol pone de manifiesto su carácter sagrado. Balaustres o colañas taraceadas lo separan del resto de la nave. Símbolo de Cristo, el altar antiguo no tarda en albergar, en el momento de su -> dedicación, las reliquias de los mártires, asociando al sacrificio de Cristo el de sus testigos. Por eso recibe también su significado del Apocalipsis, donde el vidente evoca el altar bajo el que vio "las almas de los que habían sido degollados a causa de la palabra de Dios y por el testimonio que habían dado" (6,9). La teología de la basílica cristiana sólo se comprende a la luz del Apocalipsis.


II. Tiempos nuevos, formas nuevas

En la mayor parte de las regiones italianas, la estructura basilical se conservó durante todo el medievo, con algunas variantes, como la sustitución del atrio por el nártex o el pronaos. La Roma de los campanaríos (ss. xixun) sigue siendo la de las basílicas. Hay que esperar al renacimiento para ver el nacimiento de una concepción nueva: será la Roma de las cúpulas. Más allá de los Alpes, en los países francos y alemanes, como también en España y en Inglaterra, se elaboran otras formas para permitir el desarrollo de la liturgia de los monasterios y de los capítulos catedralicios o colegiales, y para responder también a exigencias inéditas de la piedad cristiana. A partir de la época carolingia se encuentran a lo largo de las orillas del Rin iglesias rematadas en agujas (Volwestwerke) e iglesias con doble ábside. Con el segundo milenio se difunde la bóveda, inspirada en las iglesias siríacas antiguas; el arco de medio punto de la época románica (ss. x1-xn); luego el crucero ojival de la ars francigena, que en el s. xvn se llamará despectivamente arte gótico. Las iglesias románicas son a menudo de inspiración monástica, y su penumbra invita al recogimiento. En las iglesias góticas, contemporáneas del desarrollo urbano, los muros hacen hueco a los ventanales, por los que entra el sol a borbotones; las vidrieras de San Denis (París) o de Chartres reflejan los mosaicos de Rávena. Románica o gótica, la arquitectura de estas iglesias es docta, hecha de cifras simbólicas. El símbolo se inscribe tanto en las esculturas de los capiteles y de los tímpanos como en las estatuas de bulto entero que pueblan las fachadas.

El renacimiento, alimentado de antigüedades, y luego la reforma católica preferirán los amplios edificios con nave única, capaz de acoger a una asamblea de fieles ávidos de escuchar la palabra de Dios y de fortalecer la propia fe en la asiduidad a las lecciones de catequesis. La reacción contra la desnuda austeridad del protestantismo estallará en el triunfo del barroco: las cúpulas sellenarán internamente de representaciones pictóricas que expresan, en el aspecto festivo de las imágenes y de los colores, la certeza de la salvación en Jesucristo. Los ángeles y los santos llegarán a ser palpablemente compañeros de los creyentes.

Pero no hace al caso estudiar aquí una sucesión de estilos. Lo que importa es ver cómo, de la edad media a la época moderna, el modelo de las iglesias se fue adaptando a las exigencias de la liturgia y de la devoción individual.

1. LA EDAD MEDIA. La evolución de las formas del culto a partir del s. IX se manifiesta de muchas maneras.

a) Evolución de la celebración. La primera novedad es la multiplicación de las misas privadas. A la asamblea dominical y festiva viene a añadirse la misa celebrada por un sacerdote por una intención particular: por uno o varios difuntos; por la salud de un enfermo; en honor de un santo protector. Una de las consecuencias de tal innovación es la multiplicación de los altares. Hasta entonces se había construido un solo altar en el mismo edificio, en razón de su simbolismo: un solo Cristo, un solo altar. En adelante los altares van poblando las iglesias: sólo en la basílica vaticana se cuentan más de treinta en el s. xii. y casi setenta en el xvi.

La transición cultural en los ss. x-xi hace la liturgia latina ininteligible para el pueblo, el cual ya no puede asociarse a la celebración con un diálogo consciente, comprendiendo los textos leídos o cantados. La liturgia se convierte casi en espectáculo, juego sagrado, en que la gente cobrará gusto en descubrir las diversas fases de la pasión del Señor.

El retroceso de la participación popular tuvo como consecuencia el acentuar la clericalización de la liturgia. Mientras el pueblo permanece en silencio, sólo el clero se hace oír. La celebración eucarística y la salmodia de las horas pasan a ser cometido exclusivo de los monjes, de los canónigos y de los beneficiarios. Las iglesias tenderán, pues, a modelarse en función de las exigencias de los clérigos y de su comodidad.

Notemos, en fin, que mientras la liturgia queda reservada a los clérigos, los edificios del culto, hasta entonces poseídos por las comunidades parroquiales, pasan a ser un feudo en todas las regiones en que, en los ss. x-xi, se impone la estructura feudal. La iglesia es propiedad de un señor, por la misma razón que lo es el horno o el molino, y el propietario se comporta en consecuencia, es decir, como amo.

b) Adaptación de los edificios. Estas diversas líneas evolutivas no podían no influir en la construcción y en la disposición interna de las iglesias. Aunque en Roma se sigue prefiriendo la planta basilical, esto no se hace sin inconvenientes. Difícilmente habría reconocido san León Magno el noble ordenamiento de la basílica de San Pedro en que solía dirigirse al pueblo, ahora que la ocupan setenta altares erigidos a lo largo de las paredes del edificio, a los pies de las columnas o en verdaderas capillitas insertas dentro de una u otra de las naves. Imaginemos la actual basílica de San Pablo, llena de altares votivos.

En otras partes, los altares se colocaban en capillas laterales, en pequeños ábsides sacados de las paredes o del crucero, o bien dispuestos en semicírculo en el deambulatorio. Este permitía también acceder a las reliquias del santo venerado en la iglesia, colocadas a menudo en el eje central del edificio, en el espacio ocupado antes por la cátedra del obispo.

El presbiterio experimentó notables modificaciones. Se desarrolló ante todo en profundidad, para recibir los asientos de los monjes o de los canónigos que celebraban en él el oficio. Puesto que éstos pasaban mucho tiempo allí, tanto de noche como de día, salmodiando las horas, se procuró protegerlos del frío, sobre todo en los países de inviernos rigurosos, alzando una pared alrededor del coro. El altar mayor ya no quedaba visible más que a través de la puerta central de la parte oeste. Todavía hoy numerosas catedrales han conservado estas paredes divisorias, adornadas con esculturas. Sólo la renovación litúrgica de los ss. xvuxviti llevó a menudo a la supresión del muro de separación entre la nave y el presbiterio.

En el coro, el altar, privado de su ciborio, gana progresivamente el fondo, cerca del repositorio de las reliquias, del que representa a menudo de lejos como el pedestal. El altar adquiere además dimensiones más amplias en comparación con el pasado, de modo que ofrece espacio también a la cruz y a los candelabros, que en adelante constituyen un duplicado con la cruz y las velas traídas en la procesión de entrada. Se habían introducido cambios notables en la celebración de la misa. En particular, se había difundido ampliamente la costumbre, por parte del sacerdote, de orar vuelto a oriente en las iglesias con el ábside orientado de esa forma; de suerte que, al hallarse en el altar, el celebrante daba la espalda a la asamblea, y el espacio que separaba el altar del ábside podía reducirse ulteriormente sin inconvenientes.

Esta nueva posición del celebrante había acarreado también el desplazamiento de la cátedra episcopal y de los sitiales de los presbíteros. Dejado el ábside, la cátedra pasó al lado del altar y no tardaría mucho en transformarse en un verdadero trono del obispo-señor feudal. En el renacimiento, el trono aparecerá provisto de baldaquino y apañaduras, a imitación del trono regio en el salón de gala de las residencias principescas. Al sacerdote que celebra la eucaristía se le reservará un pequeño sitial al otro lado del altar.

La proclamación de la palabra de Dios en latín no constituía ya una enseñanza accesible a todos, sino un rito. También el ambón experimentó un doble cambio. En la casi totalidad de las iglesias desapareció, sustituido por un simple atril, en que el subdiácono cantaba la epístola vuelto a oriente, y el diácono el evangelio en dirección al norte, la región de las tinieblas, a la que era preciso dirigir la buena nueva. Pero el ambón conoció al mismo tiempo una amplificación exagerada: se colocó por encima del muro divisorio entre la nave y el coro, amplia plataforma adornada de una cruz monumental. Se accedía a ella por una doble rampa de escaleras. Como el lector de completas comenzaba pidiendo la bendición del presidente con la fórmula "Jube, domine, benedicere", se llamaba al ambón jube. A los pies del jube, por la parte de la nave, había dos altares, puestos a los dos lados de la puerta de acceso al presbiterio, de forma que se permitiera a los fieles asistir a misas privadas.

A partir de los ss. xii-xiii adquieren importancia las custodias eucarísticas. El cuerpo de Cristo, en lugar de conservarlo en la sacristía con vistas a la comunión de los enfermos, se prefiere colocarlo en un nicho excavado en el muro y cerrado por una portezuela. Esta está a menudo decorada con columnitas o mosaicos. La eucaristía se coloca también en un recipiente suspendido sobre el altar y modelado en forma de torre, de cofrecillo o de paloma. Donde sobrevive el ciborio, se cuelga la santa reserva en su interior. Habrá que esperar al s. xvi para encontrar el sagrario fijo sobre un altar, y a más tarde todavía para verlo colocado en el centro del altar mayor.

Del s. ix en adelante también el baptisterio experimenta notables modificaciones. Estas vienen inducidas por la praxis ya generalizada de bautizar a los niños pequeños y por la preferencia dada al bautismo por infusión en vez de por inmersión, total o parcial. En Italia permanecen generalmente fieles al uso antiguo del baptisterio distinto de la iglesia, situándolo a la izquierda de la entrada principal, de forma que signifique que el bautismo es la entrada en el pueblo de Dios. Asimismo la antigua rotonda bautismal, caída en desuso, se convierte en una iglesia aneja para adoptar su baptisterio. En todo caso, la pila a que el catecúmeno descendía para la inmersión es sustituida por un pequeño cuenco, en forma de copa, sacado ordinariamente de un bloque de piedra y decorado con sumo cuidado: columnas de soporte, escenas evangélicas esculpidas, caulículos, inscripciones. Podemos concluir las consideraciones sobre los cambios producidos durante la edad media en los lugares de la celebración aludiendo a la amplitud adquirida en aquel período por el fenómeno de las torres, de los campanarios y de las agujas. Los campanarios con elegantes bíforas o tríforas son para Italia lo que representan en los países transalpinos las agujas que apuntan hacia el cielo.

2. Los TIEMPOS MODERNOS. Pese a la diversidad de los estilos, las iglesias construidas después del concilio de Trento presentan todas ellas algunas características comunes. La nave es amplia; el presbiterio, más bien despejado; el altar mayor está bien de manifiesto como elemento principal del edificio. Los altares secundarios están situados a los dos extremos del crucero o en capillas sobre las naves laterales. Cada una de estas capillas, dedicada a un santo, constituye un local bien distinto, propicio para la celebración de las misas privadas y para la oración. A menudo es propiedad de un particular o de una cofradía. En cada iglesia se encuentra la capilla del santísimo sacramento, en la que se desarrolla el culto de la adoración eucarística. Aparecen también muebles nuevos: el púlpito, a cierta altura en la nave principal, y los confesonarios, discretamente alineados en las naves laterales. La schola se distancia del pueblo, y se sitúa en una tribuna elevada, mientras el órgano cobra una importancia creciente. La casa del pueblo de Dios, que en la edad media daba a menudo cabida a múltiples actividades profanas, se convierte cada vez más en la casa de Dios, casa de la oración.

a) Las orientaciones del concilio de Trento. En el campo de la liturgia el concilio tridentino subrayó ante todo el carácter sacrificial de la misa y recordó la dignidad con que hay que participar en él. A tal fin, el papa Pío V insertó al comienzo del Missale Romanum un ritual de la celebración, en el que el sacerdote encontraba una guía particularizada de lo que debía realizar. Desafortunadamente, esta guía se había concebido ante todo en función de la misa privada; la cantada con ministros se consideraba sólo como un suplemento de solemnidad, mientras que, por el contrario, representa la verdadera asamblea del pueblo de Dios alrededor de la mesa del Señor. El concilio invitaba a la comunión frecuente, pero las rúbricas no preveían la distribución de la eucaristía durante la misa. Los fieles que querían comulgar debían dirigirse a la capilla del santísimo sacramento. Con la teología de la eucaristía, el concilio puso de manifiesto el carácter propio de cada sacramento. Medio siglo más tarde, el Rituale Romanum (1614) transvasará la enseñanza conciliar al ordenamiento de la liturgia sacramental. Entre todos los sacramentos, el de la penitencia reviste una importancia tanto mayor a los ojos de los padres cuanto que ha sido el más discutido por los protestantes.

El concilio recordó también el valor didáctico de la liturgia, pero insistió todavía más en la necesidad de una catequesis sistemática de los cristianos para fortalecerlos en la fe católica. El Catecismo del Concilio de Trento fue un elemento cardinal de la reforma postridentina.

Preocupados por la evangelización de los países de vieja cristiandad como de las tierras recientemente descubiertas en América y en Extremo Oriente, los papas favorecieron el surgimiento de familias religiosas, como la Compañía de Jesús, que no estaban obligadas al oficio coral. La liturgia perdía así algo del carácter monástico y canonical que había cobrado en el medievo.

b) Adaptación de las iglesias. Sin embargo, las connotaciones de la enseñanza tridentina que acabamos de recordar se reflejan en la estructuración de las iglesias construidas de aquel período en adelante. Una amplia nave conduce al presbiterio, menos profundo que en el pasado. Al fondo surge el altar, pero éste forma a menudo un solo conjunto con el retablo y la pared. El retablo del altar tiene la función de crear un marco de gloria para la celebración de la eucaristía, como hacía el ciborio de las basílicas. Su concepción es diversa según las regiones: columnas, frontones, guirnaldas y estatuas encuadran la pintura o el grupo de mármol que está sobre el altar. Anticipado por las modestas peanas de fines del medievo, el retablo cobra una amplitud cada vez mayor y llega a ocupar toda la pared de fondo. Es verdad que a menudo constituye una obra de arte indiscutible, pero tiene el inconveniente de disminuir ante la vista de los fieles la importancia del altar. Este se reduce a un simple elemento arquitectónico, y la mesa del Señor ya no es recognoscible. Como en los siglos precedentes, el sitial del celebrante se reduce a un modesto taburete lateral, y el lugar de la palabra es un atril móvil. Al conservar el uso integral del latín en la liturgia, el concilio de Trento no ha destacado el valor de la escucha de la palabra de Dios.

Si la nave es espaciosa, es para que se pueda reunir en ella un vasto auditorio alrededor del púlpito. Distinto del antiguo ambón, el púlpito adquiere una importancia primaria. Su uso no está necesariamente vinculado a la liturgia; el diácono no se acerca a él para proclamar el evangelio. Se utiliza sobre todo fuera de la misa, para la catequesis, y especialmente para el sermón doctrinal: en el s. xvn, éste se convertirá en un punto de cita para la sociedad. En Italia, a los púlpitos monumentales se prefiere a menudo una amplia tribuna, en que el predicador tiene a disposición una silla y una mesita sobre la que está entronizado el crucifijo.

A ambos lados de la única nave, o en las naves laterales, se abren las capillas, bien aisladas una de otra para permitir la celebración simultánea de las misas con recogimiento. Muchos altares de estas capillas están dotados también de un retablo que glorifica al santo en cuyo honor se han erigido. La capilla del santísimo sacramento, en la que se distribuye la comunión a lo largo de todala mañana, está decorada con particular esmero. La capilla del Crucificado y la de la santísima Virgen María atraen también la devoción de los fieles.

En las capillas o en el fondo de la iglesia se divisa un mueble nuevo, el confesonario, que san Carlos Borromeo contribuyó a difundir. De ser simple reclinatorio provisto de una rejilla para la confesión de las mujeres, el confesonario ha pasado a tomar el aspecto de una caseta provista de techo y de puerta y equipada con cortinillas para favorecer el anonimato. El arte barroco desplegó en él toda su imaginación creadora para conferirle un decoro decididamente fastuoso.

Los ss. xvi-xvti ven difundirse la devoción franciscana al Via crucis, y las paredes de las iglesias se adornan de escenas de la pasión para las catorce estaciones prescritas.


III. La legislación del Vat. II

La normativa del Vat. II marca una fecha capital en la historia de la estructuración de los lugares de la celebración. Procede de las normas establecidas por la constitución Sacrosanctum concilium para la participación activa del pueblo cristiano en la liturgia: una liturgia jerárquica y comunitaria (SC 26), didáctica y pastoral (SC 33), en la que "cada uno, ministro o simple fiel" desempeñe la función propia (SC 28) y en la que "la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles" (SC 51), leyéndola en la lengua propia de cuantos escuchan la proclamación (SC 54).

Estas normas son expresión de una eclesiología que en 1963, cuando se promulgó la Sacrosanctum concilium, no se había formulado todavía completamente en la Lumen gentium (1964), pero que ya estaba contenida en germen en la misma constitución litúrgica. La razón es que la liturgia edifica "día a día a los que están dentro (de la iglesia) para ser templo santo en el Señor", mientras que presenta "la iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones" (SC 2). Las acciones litúrgicas no son, pues, "acciones privadas, sino celebraciones de la iglesia"; y "pertenecen a todo el cuerpo de la iglesia, lo manifiestan y lo implican" (SC 26).

Los principios destinados a regular toda la renovación de la liturgia no podían no tener una repercusión profunda sobre la disposición interna de las iglesias.

1. LAS PRESCRIPCIONES DEL CONCILIO. La constitución conciliar sobre la liturgia trata explícitamente de la adaptación de los lugares a las exigencias nuevas de la celebración en el c. VII, que está dedicado al arte sagrado y a los objetos sagrados. Habla de ello en dos artículos. En el primero se lee: "Al edificar los templos, procúrese con diligencia que sean aptos para la celebración de las acciones litúrgicas y para conseguir la participación activa de los fieles" (SC 124).

El segundo establece: "Revísense cuanto antes, junto con los libros litúrgicos, ... los cánones y prescripciones eclesiásticas que se refieren a la disposición de las cosas externas del culto sagrado, sobre todo en lo referente a la apta y digna edificación de los templos, a la forma y construcción de los altares, a la nobleza, colocación y seguridad del sagrario, así como también a la funcionalidad y dignidad del baptisterio, al orden conveniente de las imágenes sagradas, de la decoración y del ornato. Corríjase o suprímase lo que parezca ser menos conforme con la liturgia reformada y consérvese o introdúzcase lo que la favorezca" (SC 128).

La adaptación de las iglesias a las exigencias de la liturgia renovada puede realizarse cualquiera que sea el estilo en que se construyeron, ya que, como afirma también el concilio, "la iglesia nunca consideró como propio estilo artístico alguno, sino que, acomodándose al carácter y las condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo... También el arte de nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones ha de ejercerse libremente en la iglesia, con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia" (SC 123).

Era el lenguaje usado ya por san Pío X y por Pío XII. Aquí se ofrece un vasto programa a los arquitectos y a los decoradores del mundo entero. Estamos lejos del s. xlx francés, alemán o inglés, según el cual el medievo había creado un estilo cristiano, mejor adaptado que ningún otro para las celebraciones de los misterios; lejos de la época en que se intentaba, en América, en Asia y en Europa, construir con enorme dispendio iglesias de imitación, góticas o románicas, en las que no faltase ni una agujita ni un arcaduz.

2. LA RENOVACIÓN DE LAS IGLESIAS. a) La Instrucción "ínter oecumenici": Los padres habían prescrito que las adaptaciones reglamentarias se efectuaran "cuanto antes". Se les obedeció a la letra. De hecho, el 26 de septiembre de 1964, el organismo constituido para la aplicación de la SC publicaba, por mandato del papa Pablo VI, la importante instrucción ínter oecumenici (AAS 56 [1964] 877-900), cuyo c. V se titula: "La construcción de las iglesias y de los altares de modo que facilite la participación activa de los fieles" (90-99). Los expertos encargados de elaborar la instrucción tenían ya ante sus ojos un precioso esbozo de este capítulo en el esquema aportado por la comisión litúrgica preparatoria del concilio, con fecha del 13 de enero de 1962. Este esquema contenía juntamente los artículos de la futura constitución y algunas declaraciones destinadas a explicitar su mens. Estas últimas se omitieron en el texto sometido a los padres de la comisión central, pero en el curso del debate los padres mismos recabaron su comunicación. Ahora bien, una de estas declaraciones se refería a la revisión de la disciplina canónica concerniente al arte sagrado. Se trataba en ella del buen ordenamiento de las iglesias para la sinaxis eucarística, de los sitiales para la presidencia, del altar mayor y de los altares secundarios, de la conservación de la eucaristía, del ambón, del lugar para la schola y del lugar para los fieles, del baptisterio, de los confesonarios, de las imágenes sagradas y del arte funerario. Era ya todo el programa de la ínter oecumenici.

Con la aparición del documento surgieron por doquier iniciativas para adaptar las iglesias a las nuevas exigencias de la celebración. Ordinariamente se contentaron, al comienzo y muy justamente, con un moblaje provisional: se colocó un altar móvil a la entrada del presbiterio para que el sacerdote pudiera celebrar vuelto a la asamblea; el ambón de la palabra sustituyó al púlpito para las lecturas y la homilía; se buscó la mejor colocación para el sitial del celebrante principal, a fin de que éste resultase bien visible, pero sin aparecer demasiado distante de los fieles, dado que juntos constituyen el pueblo de Dios.

No vamos a recoger aquí las directrices de la instrucción. Basta consultar su texto, que ahora se lee en la Ordenación General del Misal Romano, en el c. V: "Disposición yornato de las iglesias para la celebración eucarística" (nn. 253-280). Es preferible, en cambio, mostrar cómo la transformación de las iglesias manifiesta de manera palpable el espíritu del Vat. II, su eclesiología, su teología eucarística y del sacerdocio, su concepción de los ministerios. Si la nueva disposición del edificio recuerda la de las basílicas antiguas, esto no deriva de una inclinación arqueológica, sino del hecho de que, con el Vat. II, la iglesia del s. xx, enraizándose más profundamente en la tradición de los padres, ha redescubierto el tipo de celebración cuyos artífices fueron ellos.

b) El edificio-iglesia, epifanía de la "iglesia": El marco de una celebración comunitaria. Mientras que la misa descrita en el Missale tridentino era la misa celebrada por un sacerdote acompañado de su ministro, sin referencia a la presencia de los fieles, la liturgia de la misa del Misal del Vat. II comienza con estas palabras: "Reunido el pueblo, mientras entra el sacerdote con sus ministros, se da comienzo al canto de entrada" (Rito de la misa con el pueblo, rúbrica inicial; cf OGMR 25). La SC había declarado ya que "la principal manifestación de la iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros" (41). Igualmente había enseñado que en la concelebración "se manifiesta apropiadamente la unidad del sacerdocio" (57). He aquí, pues, el objetivo al que debe aspirar el diseño de la iglesia: una liturgia solemne concelebrada por los sacerdotes, rodeados por los diáconos y por los demás ministros, con la participación unánime de la asamblea.

Por eso "la disposición general del edificio sagrado conviene que se haga de tal manera que sea como una imagen de la asamblea reunida, que consienta un proporcionado orden de todas sus partes y que favorezca la perfecta ejecución de cada uno de los ministerios" (OGMR 257).

Unidad en la diversidad, "pueblo congregado en unidad con su sacerdote", según la expresión de san Cipriano (Ep. 66,8): ¿no es quizá éste uno de los temas fundamentales de la Lumen gentium? El lugar propio del sacerdote y de sus ministros debe ser distinto del de los fieles, para "poner de relieve la disposición jerárquica y la diversidad de ministerios" (OGMR 257); pero la unidad del presbiterio con la nave deberá percibirse también, ya que sacerdote y ministros forman con los fieles un solo pueblo de los bautizados. Se evitará particularmente todo lo que podría impedir a los fieles la vista del altar y del ambón: la ausencia de comunicación ocular provoca una ruptura en la celebración. Se evitará además separar demasiado la schola de la asamblea. Es necesario que los cantores puedan orar con sus hermanos, escuchar con ellos la palabra de Dios, acercarse juntos a la mesa del Señor (cf OGMR 274).

El altar único. La constitución litúrgica hace alusión al "unum altare" (SC 41). Una celebración comunitaria restituye al altar mayor su puesto principal. Por eso "los altares menores sean pocos, y en las nuevas iglesias, colóquense en capillas que estén de algún modo separadas de la nave de la iglesia" (OGMR 267). Se vuelve, pues, a la concepción de los primeros siglos, a la que el Oriente ha permanecido siempre fiel. Ni siquiera la reserva eucarística requiere un altar especial. Simplemente, "el santísimo sacramento se pondrá... o en algún altar o fuera del altar, en una parte más noble de la iglesia, bien ornamentada"(OGMR 276). La unicidad devuelve al altar toda su fuerza simbólica. Construido ordinariamente en piedra (OGMR 263), el altar es el icono más santo, pues representa a Cristo, fuente que mana vida, como la roca golpeada por Moisés en el desierto. "El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales, es, además, la mesa del Señor...; es también el centro de la acción de gracias que se realiza en la eucaristía" (OGMR 259). El simbolismo del altar tumba de los mártires no desaparece, pero ya no es esencial. Se conservará el uso de encerrar en él las reliquias de los santos, si se juzga oportuno, pero a condición de que "conste con certeza la autenticidad de tales reliquias" (OGMR 266).

Mesa del Señor como es, el altar no requiere grandes dimensiones. Desde el momento en que la cruz y los candelabros pueden colocarse también fuera del mismo (OGMR 269-270), basta que su superficie pueda acoger, además del misal, las formas necesarias para la comunión y los cálices destinados a la concelebración.

En fin, el altar deberá estar dispuesto de modo que "se le pueda rodear fácilmente" (para la incensación), y sobre todo "la celebración se pueda hacer de cara al pueblo" (OGMR 262). Así es como sacerdote y fieles son verdaderamente "circumstantes", de pie alrededor del altar (canon romano). Entonces es cuando se manifiesta en plenitud la armonía entre el sacerdocio ministerial de los presbíteros y el sacerdocio común de los fieles, puesta de manifiesto por la LG: "Aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo" (LG10). Por tanto, no debería asombrarnos el hecho de que la celebración de la eucaristía vueltos al pueblo haya entrado en pocos años en el uso universal.

El Misal no trata sobre el modo de valorar el carácter sagrado del altar. Conviene, sin embargo, que, "según las diversas tradiciones y costumbres de los pueblos" (OGMR 264), se procure crear un marco de decoro en torno a la celebración del memorial de la pascua de Cristo, como contribuían a crearla, en los siglos pasados, el ciborio, el retablo fastuoso, los balaustres, los cortinones preciosos y las lámparas.

La sede del que preside. En lugar del trono episcopal con baldaquino blasonado, y del taburete en que el sacerdote se sentaba entre el diácono y el subdiácono, tenemos el sitial del obispo o del sacerdote. Su colocación debe expresar el cometido del celebrante, que es el "de presidente de la asamblea y director de la oración" (OGMR 271). La mención de la presidencia se encuentra ya en la descripción de la liturgia dominical hecha por san Justino hacia la mitad del s. II (Apología I, 67). "El que preside" es también el que enseña y el que ofrece el sacrificio. El habla y obra en nombre de Cristo y con su autoridad. Cristo está presente en él, como remacha la constitución litúrgica (SC 7).

La sede del obispo o del sacerdote debe, por tanto, realzarse del modo que mejor cuadre con la estructura del edificio. La solución antigua, que situaba la cátedra al fondo del ábside, no es necesariamente la mejor hoy, con una asamblea más bien estática. En tiempos de Agustín, la gente se agolpaba alrededor del obispo y de su sitial sobreelevado, para no perder una palabra suya; luego le acompañaba cuando descendía al altar. En nuestros días, enque cada uno ocupa un puesto determinado, es necesario prestar atención a que no resulte difícil "la comunicación entre el sacerdote y la asamblea" (OGMR 271).

La ->I concelebración plantea un problema particular. El celebrante principal ocupa el primer puesto, pero no debería estar demasiado aislado de los demás celebrantes. En efecto, la concelebración no comienza en la plegaria eucarística; la participación de los concelebrantes en la liturgia de la palabra es parte integrante del rito en su conjunto. Es el conjunto el que manifiesta la unidad del sacerdocio.

El lugar donde se anuncia la palabra de Dios. "En la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio" (SC 33). Es, pues, importante que la asamblea de los bautizados se ponga a la escucha de la palabra, la comprenda y responda a ella con sus cantos. La facultad de adoptar la lengua del pueblo ha hecho posible este retorno a las fuentes de la liturgia cristiana.

La importancia de la proclamación de la palabra de Dios por parte del ministro y de su recepción por parte de la asamblea tiene como corolario la valoración del lugar desde el que se anuncia la palabra. Se imponía obviamente abandonar el atril móvil y volver a la antigua peana elevada desde la que el lector es visto y oído por todos, o al ambón de las antiguas basílicas desaparecido en el medievo. Su necesidad apremiaba tanto, que reapareció en las iglesias antes que se publicara la instr. Ínter oecumenici, es decir, cuando se comenzó a proclamar la lectura en lengua hablada (cuaresma de 1964).

Teniendo presente la estructura de cada iglesia, el ambón "debe estar colocado de tal modo que permita al pueblo ver y oír bien a los ministros". Deberá siempre poner de manifiesto "la dignidad de la palabra de Dios" y favorecer su anuncio. Será el lugar "hacia el que, durante la liturgia de la palabra, se vuelva espontáneamente la atención de los fieles" (OGMR 272).

Las misas para -> grupos particulares. Aun dedicando la máxima atención a la disposición de las iglesias en función de la participación activa de los fieles en la eucaristía, el Misal Romano no ignora, sin embargo, la misa celebrada "sin el pueblo" (cuyo rito describe), ni las misas celebradas para grupos particulares, de las que se ocupa la instrucción Actio pastorales (AAS 61 [1969] 806-811) (A. Pardo, Liturgia de la eucaristía, col. Libros de la comunidad, Paulinas, etc., Madrid 1979, 199-203). Es evidente que el lugar de la presidencia y el de la palabra deben adaptarse a las circunstancias. Así, "fuera del lugar sagrado, sobre todo si se hace en forma ocasional (la celebración eucarística) puede también celebrarse sobre una mesa decente, usándose siempre el mantel y el corporal" (OGMR 260). "No existe ninguna obligación de tener una piedra consagrada... en la mesa sobre la que, en forma ocasional, se celebra la misa fuera del lugar sagrado" (OGMR 265).

El culto de la santísima reserva eucarística. Fuera de la celebración del memorial del Señor, la santísima eucaristía es objeto de culto como sacramento permanente. La instrucción Eucharisticum mysterium (AAS 59 [1967] 539-573) (A. Pardo, o.c., 167-198) expone los fines para los que se conserva la eucaristía y recomienda la oración ante el santísimo sacramento. Luego describe el lugar donde conservarla. Coherentemente, el Misal recomienda "que el lugar destinado para la reserva de la santísima eucaristía sea una capilla adecuada para la adoración y la oración privada de los fieles" (OGMR 276). No conviene, en efecto, conservar el santísimo sacramento sobre el altar mayor porque la presencia eucarística de Cristo sobre el altar no debería preceder a la apertura de la celebración, sino, al contrario, coronarla. La presencia del Señor en la asamblea en oración, en el sacerdote celebrante, en la proclamación de la palabra, prepara para acoger su presencia sustancial en el signo del pan y del vino (SC 7).

El baptisterio. Según la instrucción ínter oecumenici, "en la construcción y ornamentación del baptisterio procúrese diligentemente poner de relieve la dignidad del sacramento del bautismo, y que el lugar sea idóneo para las celebraciones comunitarias" (n. 99). Convendría diseñar una verdadera sala bautismal, que pudiese servir también para los escrutinios del catecumenado de adultos [-> Iniciación cristiana, IV, 1]. Se podría también disponer la inserción del baptisterio en la iglesia misma, en cabecera de una nave lateral o bien en la nave única, a la derecha o a la izquierda, con tal que el área del baptisterio sea netamente distinta del presbiterio y esté sobre un plano más bajo respecto a éste. Esta elección conviene particularmente para la celebración del bautismo durante la misa dominical.

La liturgia habla de la fuente bautismal. En ciertas iglesias se ha visualizado esta idea del baptisterio-fuente haciendo que brote un verdadero chorro de agua manantial. ¿No es acaso ésta el agua viva prometida por Jesús a la samaritana? ¿Y no fue en el agua-manantial donde la iglesia bautizó durante siglos? Nada se opone a tal opción, desde el momento en que fuera del tiempo pascual el sacerdote bendice el agua inmediatamente antes del uso.

El lugar de la reconciliación. Según el Ritual de la Penitencia, corresponde a las conferencias episcopales "determinar normas concretas en cuanto al lugar apto para la ordinaria celebración del sacramento de la penitencia" (38, b). Si nos atenemos al modo como el Ritual describe el desarrollo de la reconciliación individual de los penitentes, el lugar escogido debe facilitar la toma de contacto personal y el diálogo entre el sacerdote y el fiel, permitiendo a uno y otro adoptar la postura más conveniente: de pie, sentados, de rodillas. Más bien que proponer para la confesión un lugar oscuro de la iglesia, conviene escoger para ella un espacio discreto, pero bien a la vista. En este espacio, delimitado si es preciso por una barandilla, se colocará por una parte una mesita con dos sillas, para el coloquio entre el sacerdote y el penitente, y por la otra un asiento con rejilla y reclinatorio.

El Misal no se detiene mucho sobre la decoración de las iglesias. Se limita a recordar la legitimidad del culto a las imágenes del Señor, de la b. -> Virgen María y de los -> santos, si bien recomendando que el número de tales imágénes no sea excesivo "y que su disposición... no distraiga la atención de los fieles de la celebración" (OGMR 278). Mosaicos y pinturas, vidrieras y esculturas han enriquecido enormemente la belleza de las iglesias en el pasado. Hoy, como ha enseñado el concilio, todas las culturas están invitadas a expresarse en la creación de un sistema decorativo que sepa evocar la liturgia del cielo.

Pero el mismo edificio sagrado hay que situarlo en un conjunto más vasto, que va más allá del campo de la liturgia, para invadir el antropológico: "Una oportuna disposición de la iglesia y de todo su ambiente... requiere que... se prevean además todas las circunstancias que ayudan ala comodidad de los fieles, lo mismo que se tienen en cuenta en los sitios normales de reunión" (OGMR 280). Estas adaptaciones concretas manifiestan el enraizamiento de la casa de Dios entre las viviendas de los hombres.

[-> Arquitectura; -> Arte; -> Celebración; -> Iglesia y liturgia; ->l Dedicación de iglesias y de altares; -> Mass-media].

P. Jounel


BIBLIOGRAFIA: De Aguilar J.M., Lugar y sede para la celebración del sacramento de la Penitencia, en "Ara" 44 (1975) 44-51; Diekmann G., El lugar de la celebración litúrgica, en "Concilium" 2 (1965) 67-110; Farnés P., Sobre el buenuso del altar, de la sede y del ambón, en "Oración de las Horas" 2 (1981) 35-39; El lugar de la asamblea, ib, 4 (1983) 101-116; El baptisterio, ib, 9 (1984) 272-278; 2 (1985) 37-42; 4 (1985) 123-129; El lugar de la reserva eucarística, ib, 2 (1984) 41-48; 7-8 (1984) 217-222; Farnés F.-Aldazábal J., El lugar de la celebración, "Dossiers del CPL" 14, Barcelona 1982; Filthaut Th., Los cementerios como lugares de proclamación, en "Concilium" 32 (1968) 237-246; Martimort A.G., Los lugares sagrados, en La iglesia en oración, Herder, Barcelona 19672, 205-213; Pa-lacios M., El altar y sus servicios "de sacra supellectile'; en "Liturgia" 19 (1964) 269-292; Altar, sede, ambón, ib, 20 (1965) 5-20; Righetti M., Historia de la liturgia 1, BAC 132, Madrid 1955, 382-504; Savioli A., La última morada de los cristianos difuntos, en "Concilium" 32 (1968) 223-236: VV.AA., Escenario de la celebración eucarística, en "Phase" 32 (1966); VV.AA., Las casas de la Iglesia, ib, 111 (1979) 177-269. Véase también la bibliografía de Arquitectura, Arte y Signo /Símbolo.