II

LA HISTORIA DE LA
CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA


¿Como ha repercutido sobre la forma de la celebración todo lo que se ha dicho en los parágrafos precedentes acerca del significado de la eucaristía como «sacramento de los sacramentos» en el decurso de la evolución histórica? Esta cuestión se va a tratar dentro de una visión general de conjunto.


1. De los inicios hasta Hipólito de Roma

Especialmente la comunidad cristiana judía primitiva de Jerusalén vivió todavía una «doble vía» litúrgica: se participaba todavía en el culto del templo y en el servicio divino de la sinagoga; y esto se hacía sin reparos, si bien este servicio divino estaba dirigido al Padre de Jesucristo, al que también los cristianos alababan por medio del Hijo, de hecho podían llamarle su Padre. Cuán natural les resultaba a los primeros cristianos la participación en el servicio divino de la sinagoga, lo muestra Elbogen en el hecho de que, entre otras cosas, la aceptación de ruegos por la destrucción de los «apóstatas» colaboró a que se produjera la definitiva escisión del cristianismo y de la fe de Israel, porque los cristianos judíos ya no participaban por sí mismos en el servicio de la sinagoga, ni mucho menos podían intervenir en él como cantores 42. Según Häußling, los primeros cristianos «satisfacían» su necesidad de servicios divinos solemnes precisamente en el culto del templo, si bien su liturgia propia, específica precisamente, estaba estructurada de forma todavía muy sencilla 43.

  1. Cfr. I. Elbogen, Der jüdische Gottesdienst in seiner geschichtlichen Entwicklung. Frankfurt del Meno, 19313. Reimpresión Hildesheim 1962, 36-38.

  2. Cfr. Häußling, Lit rgiereform 22.

La celebración eucarística cristiana primitiva se componía de un banquete al que, ya en la tradición judía, jamás le faltaba una dimensión religiosa, lo que se expresaba especialmente en el «Kiddusch», en la oración solemne de acción de gracias (Berakah), que se llevaba a cabo con un vaso de vino, y en la partición del pan por el padre de la casa. Con la partición del pan se iniciaba el banquete. Una oración solemne de acción de gracias lo concluía, al pronunciar el padre de la casa tres oraciones de bendición sobre los vasos de plata destinados para ella (gracias por el banquete recibido, alabanza de la tierra prometida y ruego por Jerusalén), en cada caso con una exhortación: «Alabad a Adonai, nuestro Dios». A todos los participantes en el banquete se les ofrecía el cáliz de bendición, y el banquete acababa con un salmo. Según la narración de la última cena en san Lucas, el primer cáliz (Lc 22, 17) así como la fracción y el ofrecimiento del pan estaban en la tradición del Kiddusch que iniciaba el banquete, mientras que las palabras pronunciadas por el cáliz «despúes de la cena» (Lc 22, 20) se remontan al vaso de la bendición al final del banquete. Acerca de la cuestión de.si la última cena de Jesús fue sólo un banquete de Pesach o no, consta que estaba en la tradición judía de la celebración de los banquetes, configurada conforme a un ritual y de impronta religiosa; estos convites se concebían como celebraciones religiosas dirigidas al Dios de la alianza de Israel, más allá de la necesidad de saciar el hambre y de la vivencia en comunidad. Lo decisivamente nuevo es que con la última cena se funda el Nuevo Testamento en la entrega del cuerpo y la sangre de Cristo. Tras su ascensión al cielo, los apóstoles persistieron en la comunión de la fracción del pan «en las casas», pero acudían al templo día tras día con espíritu unánime (cfr. Hch 2, 42, 46) 44.

Así, los términos bíblicos «fracción del pan» y «Cena del Señor» enfatizan el carácter de banquete de la celebración eucarística. En la expresión «fracción del pan», los correspondientes pasajes de las Escrituras (p. ej. Hch 20, 7; 1 Co 10, 16ss.; 11, 17-34) entienden tanto el ágape, el convite de caridad de los cristianos como también el banquete eucarístico. El término «Cena del Señor» requiere una distinción más precisa entre el banquete fraternal, de impronta religiosa, de los fieles y la verdadera Cena del Señor que ha de diferenciarse del ágape, como san Pablo lo expresa en la primera Carta a los corintios. Los problemas que se tratan aquí (11, 20-22, 33-34) para distinguir el ágape y la Cena del Señor llevaron a su separación. Según 1 Co 11, 29, se trataba de la distinción urgentemente impuesta, vital, entre la particularidad del cuerpo eucarís-

44. Cfr. el buen compendio en K. Gamber, Eucharistiefeier in der Kirche der ersten Jahrhunderte, en C. Suther (Dir.), Eucharistie-Zeichen der Einheit. Erstes Regensburger Ökumensisches Symposion. Regensburg 1970, 13-21, 13-17.

tico del Señor y la de todo otro alimento 45. Así, Justino el Mártir describe sucintamente la celebración de la eucaristía, pero no menciona expresamente el ágape, quizá a fin de no atraer en exceso la atención, atendiendo a la prohibición de tales «banquetes cultuales» promulgada por el emperador Trajano, hacia la práctica de la Iglesia. Tertuliano menciona el convite de hermandad, pero dice que la eucaristía se celebraba al alba (antelucanis coetibus), separada del ágape46. Con ello, la separación de la eucaristía y del convite de hermandad, y la aceptación de «elementos cultuales» en la celebración eucarística no acontecieron sólo para satisfacer una «necesidad cultual» existente o como expresión de la fe según las categorías de pensamiento de la época, que eran precisamente cultuales 47, sino que se han de valorar también conforme a la instrucción de 1 Co 11, 29.

También el acrecentamiento de las comunidades tuvo como consecuencia que la unión original del ágape y de la cena del Señor por motivos prácticos ya no podía mantenerse en pie. Así, desaparecieron las mesas del lugar de reunión, y perduró como origen del altar cristiano, sólo aquella mesa sobre la que se depositaban el pan y el vino, sobre la que el celebrante principal pronunciaba la gran oración de alabanza. Así, según Jungmann, se puede deducir la existencia de dos diferentes congregaciones a partir de la carta de Plinio, el gobernador de Bitinia, al emperador Trajano, escrita en tomo al 111-113: una congregación matinal a la que los cristianos no quieren renunciar en contraposición a la reunión vespertina parece insinuar la existencia de la celebración eucarística, mientras que la cita vespertina se interpreta como un ágape menos significativo 48; pero algo nuevo se añadió a la celebración eucarística separada: de la tradición de la sinagoga la joven Iglesia retomó, siguiendo una tesis a menudo defendida, la liturgia de la palabra y la unió a la cena del señor; esta unión en una celebración unitaria del servicio divino se menciona en la Primera Apología de Justino el Mártir, redactada en tomo al 150 d.C.: en la celebración dominical de la eucaristía se leen los «hechos memorables de los apóstoles» y las «escritos de los profetas» antes de que el celebrante principal, tras

  1. Cfr. H. Mühlen, Entsakralisierung. Ein epochales Schlagwort in seiner Bedeutung für die Zukunft der christlichen Kirchen. Paderborn 19702, 19: «Esta distinción... es irrenunciable para los cristianos, pues aquí se trata ¡de vida o muerte! Para mantener presente la especificidad de este pan, los cristianos han creado un espacio seleccionado, un tiempo seleccionado; han rodeado el banquete de ritos y ceremonias que cumplen la función de indicar su extraordinariedad».

  2. Cfr. Gamber, o.c., 18ss.

47 Así P. Stockmeier, Vom Abendmahl zum Kult, en N.J. Frenkle/F.J. Stendebach/P. Stockmeier/Th. Maas-Ewerd, Zum Thema Kult und Liturgie. Notwendige oder überholte Ausdrucksform des Glaubens. Stuttgart 1972, 65-104, especialmente 97ss.

48. Cfr. Jungmann MS 1, 23.

una alocución acerca de Ios dones portados, pronuncie la oración de alabanza de la eucaristía 49.

Precisamente lo distintivo de la cena del Señor, alcanza singular expresión en la denominación de la «eucaristía», que se va imponiendo más y más desde la transición del siglo 1 al II. Con ello, se hace referencia, en primer lugar, a la gran oración de gracias: en la celebración de la eucaristía la comunidad reunida da las gracias al Padre por la revelación acontecida en Cristo, cuyos hechos salvíficos no se «conmemoran» en el sentido de un suceso del pasado, sino que la comunidad celebrante los sabe presentes en su centro como acontecimiento salvífico presente. En la mención de alabanza de los hechos salvíficos de Cristo, éstos se encuentran en el ahora litúrgico, y la comunidad celebrante los pone en relación consigo misma. En este sentido, también los dones del pan y el vino sobre los que se ha pronunciado la gran acción de gracias, pueden, por sí mismos, recibir la denominación de «eucaristía»: en la representación anamnética del acontecimiento de Cristo «sucede» lo mismo que en el cenáculo, pues la Iglesia no sólo conmemora a Cristo, sino que sabe que El mismo está presente como el que está actuando en ella, y consuma así el mandato de la anámnesis de hacer esto en conmemoración suya. Para recordar la posición de Von Balthasar: conmemorando y alabando anamnéticamente la congregación litúrgica deja que acontezca por sí mismo el hecho de que Cristo se entrega aquí y ahora por ella, y que por ella llega a ser alimento y bebida en los dones sobre los que se pronuncia la eucaristía, que, con ello, al mismo tiempo, se han convertido en la «eucaristía». De este modo, se obtiene como resultado una relación de la «eucaristía» con el sacrificio.

La alabanza del Padre por la redención acontecida en Cristo no tiene lugar sin dones terrenales. Esto lo enfatiza especialmente la teología de Ireneo de Lyón, orientada contra el desprecio gnóstico del mundo visible: es un hecho que la entrega de corazón es decisiva, y que Dios no necesita los donativos terrrenales, pero, dado que en Cristo se ha resumido toda la creación, se le entrega como sacrificio mediante Cristo a Dios, el Padre, también en la alabanza eucarística. De este modo, el pan y el vino son signos de la entrega del corazón, pero, más allá de ello, la ofrenda de los dones de los creyentes ha encontrado en la celebración de la eucaristía el lugar que le pertenece y que nada tiene en común con los sacrificios naturales cultuales. Expresando su alabanza, la comunidad penetra en el movimiento que va de Cristo hacia el Padre, y lleva consigo al mundo en el que vive. A través de Cristo, porta la realidad creada, expresada por los dones, hacia el Padre y el interior de la plenitud de vida del Dios Trino.

49. Apol 1, 67, PE 68-73, z. n. Jungmann MS 1, 28ss.

Redactada a inicios del siglo III, la fuente más importante para la historia de la liturgia es la «Tradición apostólica» de Hipólito de Roma (antes del 170-235). Su oposición al obispo romano, Calixto (217- 222), lo convirtió en el guía de una pequeña comunidad cismática. Junto a Ponciano, el sucesor de Calixto, desterrado a Cerdeña, pudo erradicar el cisma50. La «Tradición apostólica», redactada en Roma en tomo al 215, es la primera descripción exacta de la liturgia y ofrece también textos de oración. Después de tratar los ministerios y servicios eclesiásticos, siguen las oraciones ceremoniales por la ordenación del obispo, los presbíteros y los diáconos, la plegaria eucarística, las bendiciones del aceite, el queso y las olivas. También contiene las disposiciones sobre la aceptación de los nuevos catecúmenos, una descripción del catecumenado, una exposición del bautismo, la confirmación y la primera comunión de las neófitos. El final de la «Tradición apostólica» lo constituyen las disposiciones particulares sobre el ayuno, la bendición vespertina de la luz, el banquete en común, el ayuno de la pascha, las misiones de los diáconos, el tratamiento cuidado de la eucaristía, los cementerios, los tiempos de oración y el signo de la cruz51. A pesar de la detallada descripción de la liturgia, en principio tiene validez todavía la libertad para la producción espontánea de textos litúrgicos, como lo constatamos en la Apología de Justino, donde se dice que el celebrante principal envía oraciones y expresiones de agradecimiento a Dios en las alturas en la medida en que le es posible. El escrito de Hipólito no es una agenda obligatoria, sino más bien un modelo para la acción litúrgica en el sentido de aquella tradición apostólica en la que su redactor –por contraposición a sus adversarios– cree estar. Así, la celebración eucarística aquí descrita no representa la misa romana por excelencia, al uso en aquel tiempo, si bien la TraditioApostolica da explicaciones sobre la vida litúrgica de esa ciudad. Especialmente la anáfora unitaria, orientada estrictamente a la cristología es sólo una entre varias tipologías concebidas que se encuentran en ese momento en estado de evolución, de entre los cuales una amplía las afirmaciones cristológicas con testimonios del Antiguo Testamento, otra se sirve de la lengua de la filosofía helenística, con ayuda de la cual hay que dirigirse a Dios y expresar su agradecimiento con conceptos de la veneración cultual y de un reconocimiento de Dios orientado filosóficamente («inconcebible, increado...»). Pero siempre en la celebración de la eucaristía se trata de la única acción de gracias cristiana dirigida al Padre por la redención acontecida en Cristo aunque las diferentes improntas culturales ya en este temprano estadio conlleven diferenciaciones 52.

  1. Acerca de la persona y la obra de Hipólito cfr. B. Altaner/A. Stuiber, Patrologie. Leben: Lehre und Schriften der Kirchenväter. Friburgo-Basilea-Viena8 1978, 82-84, 164-169.

  2. La edición más moderna de la Traditio Apostolica la realizó W. Geerlings FC 1, Friburgo-Basilea-Viena 1991 sobre la de B. Botte.

  3. Cfr. Jungmann MS 1, 39-42.


2. Desde el siglo IV hasta la Alta Edad Media

Establecer una cesura histórica en el siglo IV se justifica por varias razones: la Iglesia pasó de ser una minoría acosada a la Iglesia privilegiada del imperio, se extendió ampliamente y se convirtió en la portadora de la cultura antigua. Las comunidades crecieron, lo que ya a causa de la diferencia entre un grupo pequeño y uno grande, a causa de los espacios conformados de forma completamente distinta, al menos dificultaba la espontaneidad en la oración y la celebración si es que no la hacía en absoluto imposible. Además, el siglo IV fue la época de las grandes disputas sobre las verdades fundamentales de la fe, que, conforme al principio establecido por Próspero de Aquitania del lex orarsdi, lex credendi, también habían de encontrar vía de expresión en la celebración de la liturgia53. No sólo se convirtió cada vez más en regla la fijación de los textos litúrgicos por escrito así como su reutilización en otras ocasiones, sino también la aceptación de los de otras Iglesias, con lo que también la cuestión de la ortodoxia reclamaba la comprobación de los mismos 54. Además, el cristianismo se extendió a partir de centros influyentes; en oriente fueron sobre todo la Antioquía siria y la Alejandría egipcia. Con su influencia, se extendió también su liturgia (p. ej. la «liturgia clementina», atribuida a Clemente I, pero que, en realidad, surgió en tomo al 380, la cual está contenida en el octavo libro de las Constituciones Apostólicas, o el Eucologio del obispo Serapión, procedente de Thmuis [339-362], en el Bajo Egipto, un amigo de san Atanasio). Antioquía y Alejandría determinan la liturgia eucarística del oriente cristiano; especialmente fructuosa se mostró la tradición antioquena, que habría de extenderse hasta la India a través de los diferentes ritos siríacos y que a través de las regiones de los eslavos, misionadas desde Constantinopla en el rito bizantino, alcanzó una vasta irradiación hasta Armenia, mientras que la influencia de Alejandria, en lo esencial, se circunscribió a Egipto y Etiopía55. La singular vida litúrgica en Jerusalén, el centro de peregrinación de la cristiandad por excelencia, ejerció una gran influencia sobre su evolución en oriente y occidente.

Por encima de todas las diferencias, Meyer menciona dos características para todas las liturgia orientales: su carácter mistérico y simbólico, y la impronta comunitaria de la liturgia de la Iglesia oriental. Sobre todo partiendo de la base de la doctrina (neo)platónica del original y su representación, tiene lugar en

  1. Cfr. C. Vagaggini, Theologie der Liturgie. Einsiedeln-Zürich-Colonia 1959, 309.

  2. Así, ya el Sínodo de Hipona en el año 393, confirmado por el Sínodo de Cartago del 397, cfr. Mansi III, 884 y 922: «Et quicumque sibi preces aliunde describit, non eis utatur nisi prius eas cum instructoribus fratribus contulerit».

  3. Cfr. Jungmann MS I, 43-57.

la congregación terrenal, a través de la mediación del Espíritu Santo, una representación simbólica real de la acción salvífica original de Dios en Cristo. La liturgia eucarística es la representación visible de la liturgia celestial y, por ello, sobre todo un drama de los misterios de expresión simbólica variada. Meyer habla de «una escatología "presencial": en la misma celebración el cielo se "abre"». La realización de este drama de los misterios tenía siempre en cuenta los más diversos presupuestos locales y culturales. Dentro de la mayor independencia de las Iglesias orientales se pudo llevar a cabo «un continuo proceso de la conservación y el desarrollo de la tradición», lo que no sólo produjo una liturgia popular de la comunidad en la que, si se compara con occidente, se iba insertando la comunidad cada vez más, sino también una posición de privilegio de la liturgia por encima de todas las demás manifestaciones de la vida eclesiástica –i también de la teología!–, que estaban orientadas al servicio divino como si fuera su centro 56. Con todo, no se pueden juzgar las evoluciones particulares de las Iglesias orientales sobre el trasfondo de la evolución de la historia de la liturgia de occidente. Lo que a un occidental se le pueda antojar como liturgia del clero (ya por la división de la iglesia en el sagrario detrás del iconostasio y el espacio de los fieles delante), es el escenario externo de un drama cultual en el que los creyentes estaban siempre más activamente insertados de lo que era el caso en la misa occidental. Aparte de ello, la Iglesia oriental conservó algo de lo que la reforma postconciliar tuvo que volver a recuperar; Theodorou menciona con absoluta justicia la concelebración y el ministerio del (auténtico) diácono; además, hay que hacer referencia a la nunca interrumpida comunión bajo ambas especies así como a la cuestión, con mucha menos carga ideológica, de la lengua de la liturgia57.

Hasta la Edad Media occidente conocía diferentes ritos que, sin embargo, poseían, sin excepción, un rasgo común importante en la lengua latina.

Una dimensión independiente la constituyó, al menos desde el siglo V, la liturgia de la Galia. Alcanzó su más alto grado de desarrollo y su extensión más amplia en el siglo VI-VII, pero desapareció con la aceptación de la liturgia romana en época carolingia. La celebración eucarística galicana antigua se puede reconstruir con cierta seguridad a partir de las fuentes; y algunos elementos se han podido conservar en las diferentes liturgias de algunas órdenes y, también, en lugares aislados en contra de toda tendencia a la unificación 58. La «liturgia

56. Cfr. Meyer, Eucharistie 148ss.

57 Cfr. E. Theodorou, Die byzantinische Eucharistiefeier, en C. Suttner (Dir.), Eucharistie — Zeichen der Einheit. Erstes Regensburger Ökumenisches Symposion. Regensburg 1970, 22-30. 25ss.

58. Cfr. Meyer, Eucharistie 154-157. De forma similar a Jungmann MS I, 61-63, Meyer aporta, 156ss., la reconstrucción de la misa galicana en su estadio final. Sobre la misa de Lyón cfr. D. Buenner, Die Liturgiefeier von Lyon, en Liturgie und Mönchtum/Laacher Hefte 26, Maria Laach 1960, 71-78.

céltica» de Inglaterra, Escocia, Irlanda y la Bretaña estaba emparentada con la liturgia galicana antigua de la misa59. En su estructura la liturgia mozárabe española está emparentada con la liturgia galicana antiguaó0. Su celebración –según el Missale mixtum reunido por el cardenal Cisneros en torno al 1500, de influencia romana– está limitada en lo esencial a una capilla de la catedral de Toledo. La liturgia mozárabe conoce el trisagio entre el gloria y la oratio post Gloria, tres lecturas (profecía-apóstol-evangelio), la rito de la paz antes del canon, la fracción de la hostia después del canon, seguido por el credo de la fe. La reforma litúrgica le dio un gran impulso a los esfuerzos por revivificar la antigua liturgia hispana.

Hasta hoy día se celebra en el arzobispado de Milán la liturgia milanesa que, engañosamente, es denominada «ambrosiana», pues ya antes de Ambrosio había tradiciones litúrgicas sólidas. Esta liturgia se desarrolló a lo largo de muchos siglos al acoger también elementos romanos, orientales, galicanos e, incluso, franco-romanos. El Messale Ambrosiano aparecido el año 1976 es un ejemplo «del intento de una Iglesia particular de salvaguardar su independencia, de buscar la unidad con la Iglesia de Roma y, con ello, desarrollar creativamente su propia liturgia. Si, por ejemplo, anteriormente había tres invocaciones del kyrie después del gloria, hoy día la celebración eucarística milanesa sigue el nuevo Misal Romano hasta la oración colecta. También el credo se desplazó de su emplazamiento después de la depositación de los dones (como entre los bizantinos) a su enplazamiento habitual entre la homilía y la plegaria de los fieles. El rito de la paz puede tener lugar hoy día o antes del ofertorio como en el orden de la Iglesia antigua o antes de la comunión. En el ofertorio participan los fieles, que pueden llevar al altar otros dones aparte del pan y el vino y, al hacerlo, reciben la bendición del sacerdote. Aparte de los cuatro cánones del Misal Romano, el Misal Milanés conoce otros dos más, uno para la celebración del jueves santo (o para misas de temática eucaristica) y otro para la vigilia pascual, que cual también puede utilizarse para la celebración de la iniciación. Falta el Agnus Dei romano, a cambio del cual el «confractorium», un canto acompaña a la fracción del pan, que abre el rito de la comunión en la misa. El Misal Milanés incluye un alto número de textos eucológicos (prefacios y oraciones); según Meyer, a mil textos de tal naturaleza en el Misal Romano se contraponen dos mil quinientos en el Milanés 61.

  1. Cfr. Meyer, Eucharistie 160ss.

  2. Cfr. A. Franquesa, Die mozarabische Messe, en Liturgie und Mönchtum/Laacher Hefte, n. 26. Maria Laach 1960, 48-57. Meyer, Eucharistie 161-164.

  3. Cfr. O. Heiming, Die Mailänder Meßfeier, en Liturgie und Mönchtum/Laacher Hefte, n. 26. María Laach 1960, 48-57. También Righetti aborda profundamente la historia del Rito Milanés: M. Righetti, Manuale di storia liturgica III, L'Eucaristia. Milán 19562. En la base de la actual Liturgia Milanesa se encuentra el «Messale Ambrosiano secondo il rito della Santo Chiesa di Milano. Riformato a norma dei decreti del Concilio Vaticano Il». Milán 1976.

En ese caso, ¿cómo se había desarrollado la liturgia romano desde Hipólito? En la segunda mitad del siglo III durante el pontificado de Dámaso (366-384) se llevó a cabo la transición del griego al latín. Según Jungmann, los inicios de la misa latina en Roma se hallan en una «oscuridad profunda»; los orígenes de algunos elementos de la misa romana se pueden rastrear hasta los siglos V y VI, pero «contrastan tajantemente» con la liturgia tal como la atestigua Hipólito 62. Entre ellos se cuenta el canon romano, cuya tradición muestra tanto rudimentos griegos como también testimonios textuales latinos en Ambrosio, lo que permite deducir el vínculo con la liturgia de Milán. Los prefacios variables y las oraciones sacerdotales en la forma de oración romana típica se remontan igualmente a ese estadio. Las estructuras más importantes de la misa romana debieron estar dispuestas en torno al período de transición del siglo V al VI, abstracción hecha de unas pocas intervenciones de Gregorio Magno ó3. El sistema de las iglesias titulares, que pasaban por ser «iglesias filiales», constituye una peculiaridad; en éstas los servicios divinos estacionales debían subrayar la unidad de la única «parroquia de la ciudad» bajo la dirección del Papa. Sobre la base del Ordo Romanus I, Jungmann describe el servicio estacional romano del siglo VII64.

Con la fórmula de despedida del Ite missa est está relacionado también el término «misa», sobre el cual se ha formado en la mayoría de las lenguas europeas palabras y grupos de palabras para designar a la misa: «Misa», mass, messe, messa, Messe, etc. Su derivación del verbo latino mittere, enviar, despedir» puede en principio plantear un enigma acerca del origen y el significado del término «misa» 65. En la época de la reforma esta denominación chocó con una duro rechazo porque, según la opinión reformadora, estaba inmediatamente en relación con el sacrificio de la misa, que rechazaban 66. En realidad, el sacrificio de la misa se defendió también haciendo referencia al nombre «misa» para designar el sacrificio 67. Aunque el influyente Pedro Lombardo conocía todavía su relación con la fórmula de despedida Ite missa est, el concepto de «envío» no se entendió desde el punto de vista de la despedida de los

  1. Cfr. Jungmann MS 1, 63.

  2. /bid., I, 75.

  3. Cfr. ibid., 88-98.

  4. Cfr. a este respecto J.A. Jungmann, Zur Bedeutungsgeschichte des Wortes missa, en idem, Gewordene Liturgie. Studien und Durchblicke. Inssbruck/Lipsia, 1941, 34-52.

  5. Sobre el Veredicto contra la palabra y el asunto de la misa cfr. N. Halmer, Der literarische Kampf Luthers und Melanchtons gegen das Opfer der Messe, en Divus Thomas 21 (1943), 63-78, aquí 70.

  6. Así es en Emser, Hoffmeister und Witzel. Cfr. M. Kunzler, Die Eucharistielehre des Hadamarer Pfarrers und Humanisten Gerhard Lorich. Münster, 1978 (RST 119), 157ss. Se recurrió a la versión hebrea de Dt 16, 10), «missat nidbat jadekah — según lo que tu mano sea capaz de dar».

fieles, sino de la elevación del sacrificio y del envío del Espíritu Santo sobre la consagración 68.

Missa viene de dimissio, de la despedida al final de la celebración. Ésta no era un sobrio aviso del final de la congregación, sino que iba acompañada de una bendición especial, como en el caso de la despedida de los catecúmenos. A partir de la bendición solemne de despedida, la missa acabó por asumir el significado general de «bendición». Ya en torno al año 400 se dio una reiterada ampliación de significado al recibir toda la celebración el nombre de missa a partir de la bendición que la concluía, no sólo la celebración eucarística, sino también otras celebraciones litúrgicas. Missa vespertina era justamente la víspera, así como la designación de la missa nocturna, la liturgia nocturna de las horas; missa asumió el significado general de «servicio divino». También la celebración eucarística es una missa de tal naturaleza: «Este uso lingüístico pudo imponerse tanto más fácilmente cuanto la misma postura corporal del estar inclinado en posición de pie, adoptada cuando el obispo o el sacerdote extendía sus manos en actitud de bendición, con frecuencia se exigía también en los momentos culminantes de algunas funciones aisladas, es decir, en las oraciones sacerdotales y, sobre todo, en el canon de la misa. La oración sacerdotal fue siempre una especie de missa, hacía descender la benevolencia y la bendición de Dios sobre todos los que, en actitud de adoración, se inclinaban ante Dios, pero por encima de todo allí donde el mismo cuerpo y sangre de Cristo... se hacía presente» 69. Desde mediados del siglo V está claramente atestiguado el término missa para designar a la celebración eucarística.


3. Desde la aceptación de la misa romana en el reino franco hasta la Reforma

La liturgia romana, «que hasta ese momento, abstracción hecha de la Iglesia misional anglosajona, sólo tenía y reclamaba autoridad en Roma y su entorno, es elevada en breve tiempo a la dignidad de liturgia de un gran imperio» 70. En el año 754, Pipino dispuso la aceptación de la liturgia romana en el imperio franco. Su modelo fue la forma litúrgica suprema, el servicio divino estacional de los papas, no el servicio divino sencillo de las iglesias titulares romanas y las comunidades rurales. Además, el trascurso de la liturgia tuvo que ser fijado con exactitud. Esta aceptación repercutió en la forma de la misa romana y acabó

  1. Sent. IV, D. 24, c. 19, Ed. Quaracchi II, 904.

  2. Jungmann MS I, 232.

  3. /bid., 98.

por influir en Roma. Entre estas trasformaciones se cuenta una configuración dramática de la liturgia de la misa (p. ej. repetidas incensaciones), el aumento de las oraciones y apologías sacerdotales, una fuerte repercusión de la polémica antiarriana, lo que encontró forma expresiva especialmente en el tratamiento litúrgico de Cristo o, incluso, de la Trinidad 71, así como el mantenimiento del latín como lengua de la liturgia, lo que excluía a la mayor parte de la comunidad de la participación en su ejecución –tanto más cuando la delimitación trazada entre el clero y los laicos también en relación a lo que acontecía en el altar se iba haciendo cada vez más intensa. Esto «explicaría» de forma en parte ciertamente cuestionable la interpretación alegórica de la misa como la practicó en gran escala Amalario de Metz. Todos y cada uno de los elementos en el transcurso de la misa tenían su explicación como cumplimiento del Antiguo Testamento (interpretación alegórica tipológica), como símbolización de los datos de la historia neotestamentaria de salvación (interpretación alegórica rememorativa) o como alusión a la consumación del final de los tiempos. El valor en sí y la intención declarativa de las ejecuciones litúrgicas ya no desempeñaban casi ningún papel.

Las trasformaciones de la liturgia romana en el imperio franco empezaron ya con la historia de su aceptación: Carlomagno recibió en el año 785 con el Sacramentarium Hadrianum un códice, incompleto aunque valioso, en el que se contenía sólo la liturgia de los días en los que el mismo Papa era el celebrante. Con el fin de poder aplicar en modo alguno ese sacramentario, el «ejemplar original de Aquisgrán», para la unificación de la liturgia en el ámbito del imperio, el abad Benedicto de Aniane (750-821) lo amplió con un Appendix que bebía de la tradición litúrgica más reciente y añadía las festividades y ritos habituales en el imperio franco. «Esta liturgia unitaria, ordenada por la autoridad política central conjuntamente con los obispos se convirtió, para el tiempo venidero, en el fundamento de casi toda la costumbre occidental del servicio divino. La diversidad había llegado a su fin, pero en favor de una unidad que muy pronto impidió todas las nuevas configuraciones y evoluciones creativas» 72. Desde el imperio franco esta liturgia romana trasformada llegó a su vez a Roma: en el siglo X, el saeculum obscurum, en el que en Roma estaba paralizada toda vida eclesiástica, reinaba un vacío en servicio divino, que la

  1. Cfr. al respecto el capítulo «Karolingische Frömmigkeit» en J.A. Jungmann, Christliches Beten in Wandel und Bestand, 62-83.

  2. Emminghaus, Messe 115ss. Más diferente es la visión en B. Neunheuser, Lebendige Liturgiefeier und schöpferische Freiheit des einzelnen Liturgen, en EL 69 (1975), 40-53.46: «Sin presión de parte de una autoridad romana central, por libre, respetuosa, amorosa decisión, las Iglesias franco-germanicas asumen la liturgia romana; se adaptan, en cualquier caso, a sus circunstancias en libertad igualmente respetuosa, soberana».

liturgia romano-franca llenó 73. Esto sucedió tanto por la intervención directa del imperio romano-germánico como también por el asentamiento de los cluniacenses en los monasterios romanos o cercanos a Roma. Con Gregorio VII (1073-1085), que anteriormente había sido monje cluniacense, se dio fin a toda influencia mundana, como p. ej. la introducción del credo por un emperador alemán.

Bajo el pontificado de Honorio 111 (1216-1227) la curia papal creó para sí un misal adaptado a sus necesidades, el missale secundum usura Romanae curiae, que también retomó la orden recién aparecida de los franciscanos. Aparte de su influencia en la evolución de la liturgia de la misa este missale es importante como tal para la configuración del misal. Hasta entonces, los libros litúrgicos contenían las funciones de los diversos servicios litúrgicos. La recopilación por escrito de todos los textos y rúbricas sacadas de diferentes libros en un «misal completo» atestigua la descomposición de la comunidad litúrgica, la desaparición de los servicios litúrgicos y la concentración sólo en el sacerdote celebrante. Esta evolución es típicamente occidental y apenas pensable sin la misa privada, tan típicamente occidental, es decir, la misa de un sacerdote sin participación de una comunidad. Acerca de sus orígenes las opiniones de Nußbaum 74 y Häußling 75 divergen. Según Nußbaum, después de la penetración del cristianismo en el espacio cultural celto-germánico resultó una nueva visión del sacrificio de la misa, alejándose del misterio celebrado, pero acercándose a su concepción como remedio contra el temor de los hombres por su salvación. La acumulación de las misas cumple la función de multiplicar los méritos; las series y las donaciones de misas así como las hermandades de oración servían para la participación en tantas celebraciones como fuera posible, que una multitud cada vez más copiosa de monjes sacerdotes celebraba como misas privadas. Häußling es de otra opinión: según su teor a, el monasterio mayor de la Baja Edad Media se concebía como representación de la Iglesia de la ciudad de Roma y copió su vida litúrgica con las muchas celebraciones independientes en diversos lugares sagrados. No el temor individual por la salvación, sino una transposición del ideal romano estuvo en el inicio de la misa privada que, en ningún caso, era «privada», sino que cumplía el «culto» necesario para la bendición de toda la comunidad, ciertamente sin la partici-

  1. Cfr. Th. Klauser, Die liturgischen Austauschbeziehungen zwischen der römischen und der fränkisch-deutschen Kirche vom achten bis zum elften Jahrhundert, en Historisches Jahrbuch 53 (1933), 169-189.

  2. Cfr. O. Nußbaum, Kloster, Priestermönch und Privatmesse. Ihr Verhältnis im Westen von den Anfängen bis zum hohen Mittelalter. Bonn 1961.

  3. Cfr. A.A. Häußling, Mönchskonvent und Eucharistiefeier. Eine Studie über die Messe in der abendländischen Klosterliturgie des frühen Mittelalters und zur Geschichte der Meßhäufigkeit. Münster 1973 (LQF 58).

pación de una comunidad. Sin embargo, si ya a causa del aumento de lugares santos (¡por las reliquias existentes!) han de tener lugar, crecientemente, celebraciones litúrgicas –y precisamente como misas privadas sin comunidad–, con el fin de encontrar el camino de la «satisfacción y liberación en vista de un mundo prepotentemente demonizado» 76, el motivo principal de la génesis de la misa privada es, justamente, el temor por la salvación. Este cambia la visión de la celebración eucarística, de celebración de la redención para convertirse en una ocasión de obtener y proporcionar la gracia. Así, en el siglo VIII, la celebración diaria de los sacerdotes monjes y, pronto a continuación, también la del sacerdote diocesano, llegaron a ser naturales aunque no estuviera presente ninguna comunidad. Una excepción la constituyó todavía san Francisco, según el cual en los asentamientos de los franciscanos debía celebrarse la misa diariamente sólo una vez aunque varios sacerdotes monjes estuvieran presentes 77. Muchas precariedades en vísperas de la Reforma, el proletariado religioso de los altaristas, concepciones real-supersticiosas acerca del valor de la misa tienen también que ver con la misa privada 78.

Las evoluciones del misal completo y de la misa privada se complementaban: partiendo de los diferentes libros sobre los diferentes servicios se recopiló todo lo que como material textual un sacerdote individual necesitaba para la celebración de «su» misa. Con el misal, la misa privada le dio impronta también al servicio dominical, sólo el oficio solemne pontifical así como su copia sacerdotal –la «misa solemne» con sacerdotes en el papel del diácono, o en su caso, del subdiácono (¡ también ellos habían «celebrado en privado» ya previamente!)– siguió existiendo; la concelebración se limitaba a la misa de ordenación sacerdotal. En el misal completo es la misa sin canto la forma básica de la celebración eucarística 79. A partir del siglo XIII, el sacerdote seguía los cánticos del coro, rezándolos en silencio (p. ej. el gloria, credo, etc.) con el fin de sancionarlos, en cierto modo, como «válidos». Lo que otros rezaban y ejecutaban en la misa se había vuelto irrelevante para su validez, sólo el sacerdote celebraba rite et valide.

  1. Así, el mismo Haußling en su artículo: Motive. für die Häufigkeit der Eucharistiefeier, en «Concilium» 18 (1982), 96-99. 97.

  2. Cfr. H. Dausend, Die Brüder dürfen in ihren Niederlassungen täglich nur eine heilige Messe lesen. Eine Weisung des heiligen Franziskus nach deutschen Erklärern, en Franziskanische Studien 13 (1926), 207-212.

  3. Cfr. el primer capítulo en J. Lortz, Die Reformation in Deutschland. Friburgo de Brisgovia 19624. A. Franz, Die Messe im deutschen Mittelalter 36-72. E. Iserloh, Der Wert der Messe in den Diskussionen der Theologen vom Mittelalter bis zum 16. Jahrhundert, en ZKTh 83 (1961), 44-79, especialmente 60ss.

  4. Cfr. Meyer, Eucharistie 213-215.

La alta consideración de la misa privada es sólo un ejemplo de la inclinación propia de esta época a lo individual y subjetivo. Los participantes se habían convertido en «ausentes presentes» que se entregaban a su propio recogimiento y esperaban la «epifanía de Dios», la «venida de Dios, que aparece entre los hombres y reparte su gracia. Sobre todo para participar de esa gracia, existía la costumbre de colocarse delante del altar» 80. Todo gira en tomo a la gracia individual, la celebración comunitaria en sí es casi insignificante. La misa es la oportunidad de «obtener» los frutos de la gracia, de provocar la presencia real de Cristo en las formas eucarísticas, ante cuya contemplación, especialmente en la consagración, se prometían los mismos frutos que resultaban de la comunión sacramental. La tentación de asegurarse la gracia de Dios mediante una actuación humana, de «producirla», estaba a la mano y provocó la protesta de los reformadores contra la misa, el sacerdocio y toda la concepción católica de la eucaristía.


4. La reforma tridentina
   
y el Missale Romanum de Pío V de 1570

El concilio de Trento tenía que contrarrestar los más tenaces abusos que se habían deslizado en el trascurso del tiempo, pero más aún se trataba de rechazar la crítica reformadora. El Concilio adoptó posiciones defensivas no sólo respecto a la presencia real y al carácter sacrificial, sino también al desarrollo externo de la misa. Con ello, se fijó por escrito la evolución hacia la liturgia del clero. Muchas buenas propuestas de reforma, formuladas por humanistas católicos (lengua vernácula, cáliz de los laicos, mayor participación de la comunidad p. ej.) no se pusieron en práctica. Con el Missale Romanum ex decreto Sacrosancti Concilii Tridentini, Pii V Pont. Max. iussu editum de 1570 empezó «el período de la férrea liturgia unitaria y de la rubricística», que habría de perdurar hasta el concilio Vaticano II81. Tras la bula introductoria Quo primum del 14 de julio de 1570, el missale se introdujo en toda la Iglesia católica de occidente allí donde no existía una tradición propia de más de doscientos años82; a este respecto se determinó que en ese misal no se podía «añadir, suprimir o modificar jamás cualquier cosa». Con los dos principios de la uniformidad y de la invariabilidad la identidad católica en el mundo católico debía salva-

  1. Jungmann MS 1, 193, 155.

  2. Cfr. Klauser 117. Cfr. a este respecto también la valoración de B. Neunheuser, Lebendige Liturgie feier und schöpferische Freiheit des einzelnen Liturgen, en EL 89 (1975), 40-53. 49.

  3. Esto concierne, aparte de a las pocas tradiciones particulares de antiguas Iglesias locales, también a las órdenes religiosas. Entre las singularidades del rito de los dominicos cfr. F. Spescha, Die Meßfeier im Ritus der Dominikaner, en Liturgie und Mönchtum/Laacher Hefte 26. Maria Laach 1960, 79-88.

guardarse por encima de todas las diferencias culturales, y la Congregación para el rito tenía que velar por ello. Después del concilio Vaticano II se ha demostrado la evidencia de que con aquel proceder hubo que avenirse a más de algún aspecto cuestionable que desde el punto de vista actual ha de interpretarse como evolución errónea, y cuyo objeto era el de preservar 83 el status quo (p. ej. misa privada, celebración de la misa sin comunión de los fieles): muchos elementos «que se habían superpuesto en el período franco-germánico como pátina carente de voluntad artística por encima de las ásperas formas de la antigua misa de la ciudad de Roma, o que en la época del gótico también habían sido aceptados en en los misales, permanecieron inalterados y, ciertamente, también incomprobados» 84.

El hecho de que el concilio de Trento no provocara una renovación real, el hecho de que la uniformidad e invariabilidad trajeran consigo la rigidez de la rubricística, condujo una y otra vez a los enfrentamientos con la Reforma a los que verdaderamente no les estaba deparado ningún gran éxito. En Francia, donde los nexos con Roma era más bien flojos, hubo varios intentos de reforma con miras a una participación mayor de la comunidad; p. ej. el rezo en voz alta de los textos de la misa y la participación de la comunidad en las aclamaciones tuvieron acogida en varios misales franceses del siglo XVIII. Especialmente la Ilustración intensificó estos esfuerzos; a muchos aspectos (como el aumento de la frecuencia de la comunión, orientación del altar cara al pueblo, el ósculo de paz, colecta del pueblo, en suma una mayor participación de la comunidad, sobre todo los elementos en lengua vernácula mediante los cantos eclesiásticos en lengua vernácula en las celebraciones sacramentales, la concelebración), que se llevaron a cabo por primera vez con la reforma litúrgica del Vaticano II no se les puede «negar su espíritu eclesiástico» 85. Especialmente destacó el sínodo de Pistoya de 1786, cuya condena «aconteció más por la inquietud ante las tendencias jansenistas y febronianistas que por la preocupación por la correcta celebración de la liturgia» 86. No obstante, algunos aspectos estaban caracterizados por la mentalidad contemporánea anticristiana de la Ilustración y fomentaron su contramovimiento en la restauración.

  1. Cfr. Meyer, Eucharistie 258ss.

  2. Jungmann MS 1, 181.

  3. Ibid., 1, 203.

  4. Meyer, Eucharistie 277. Cfr. al respecto: A. Gerhards, Von der Synode von Pistoia (1786) zum Zweiten Vatikanischen Konzil? Zur Morphologie der Liturgierefonn im 20. Jhd, en LJ 36 (1986), 28-45.


5. De la restauración hasta las vísperas del Vaticano II

La restauración intervino en la liturgia, en la forma más manifiesta, en el campo de la música eclesiástica; especialmente el «Movimiento Cecilianista» hizo retroceder el canto eclesiástico en lengua vernácula en favor del canto gregoriano y la polifonía latina. A ello iba unido el «que al pueblo, en la celebración de la misa, una vez más, y ahora más conscientemente que nunca, se le compeliera al papel de espectador, y que el intento de una apertura de la liturgia latina para los fieles fuese rechazada por principio» 87. Conforme a la restauración fue también el principio del abad de Solesmes Prosper Guéranger aunque su nombre se asocie a la historia del Movimiento Litúrgico: él exigía el retorno incondicional a la auténtica liturgia romana depurada de todos los añadidos galicanos, aun asumiendo también que muchas diócesis incluso abandonara va-liosas tradiciones particulares. Los estudios históricos requeridos para ello constituyeron el fundamento para que el Movimiento Litúrgico con el respaldo de los reconocimientos históricos pudiera atreverse a emprender su marcha.

Le precedían las reformas de Pío X, que fomentaban la mayor frecuencia de la comunión y la comunión de los niños, pero, en calidad de «movimiento de la comunión» (Jungmann) al principio todavía ocupaba un espacio junto al movimiento litúrgico de renovación, sin asociarse a él. En el documento motu proprio sobre la música eclesiástica del año 1903 se habló por primera vez de la «participación activa» de los fieles, pero esta solicitud habría de irrumpir por primera vez con el mismo Movimiento Litúrgico 88. En el Congreso de Malines, el 23. 9. 1909, Lambert Beaudoin OSB expuso la ponencia programática del Movimiento Litúrgico. Contenía la petición de la divulgación de los misa-les populares, de la participación en la misa parroquial, de la abolición de oficios privados, de la reintegración de la comunión en la celebración de la misa con las oraciones de la misma misa como preparación a la comunión y acción de gracias. Especialmente en los monasterios benedictinos se configuraron Centros del Movimiento Litúrgico, tanto más cuanto la solicitud de Beaudouin de misales populares ya se había acogido hace tiempo por medio del «Misal de la santa Iglesia» del E Anselm Schott en su primera edición de 1884 (¡en cualquier caso hasta la séptima edición sin las palabras de la consagración!). A pesar de toda la diversidad de sus representantes (p. ej. I. Herwegen y O. Cases en Maria Laach; R. Guardini en el Movimiento Juvenil; P. Parsch en el Apostolado litúrgico popular de Klosterneuburg y en el Oratorio de Lipsia), el programa del movimiento litúrgico se centraba en torno a la participación

  1. Jungmann MS I, 208ss.

  2. Cfr. Jungmann MS 1, 212ss.; Meyer, Eucharistie 280ss.

real en la celebración, no en torno a la participación en la lectura de la misa. Así, surgió la «misa de comunidad» con formas diversas, p. ej. la de la missa dialogata latina de los círculos académicos o de la juventud universitaria, la «misa cantada», o en su caso la Betsingsmesse con cantos, lecturas y oraciones en lengua vernácula. Expuestas a una fuerte oposición aún durante la Segunda Guerra Mundial, las solicitudes del movimiento litúrgico obtuvieron un reconocimiento fundamental a través de la encíclica Mediator Dei del papa Pío XII de noviembre de 1947: la liturgia es una asunto de todo el cuerpo de la Iglesia, por ello se precisa también la participación personal y activa de los fieles, que se expresa mediante la oración y el canto común. La comunión de los fieles es valorada como componente integral de la liturgia de la misa y de hecho expresamente en las hostias que en la misma celebración han sido consagradas. En mayo de 1948 el Papa creó una comisión para la reforma general de la liturgia y llevó a cabo decisivos trabajos que abrieron el terreno para la reforma litúrgica del Vaticano II. Todas las «reformas parciales fueron preparadas y guiadas por el cada vez más fuerte Movimiento litúrgico, que desde Pío XII ya no fue un asunto de personas y círculos individuales "impulsadas por la liturgia", sino una solicitud que el Papa y los obispos asumieron» 89.


6. La reforma de la misa del Vaticano II y el misal de Pablo VI

La eclesiología del Vaticano II está determinada esencialmente por el acontecimiento eucarístico. Según LG 3 la celebración eucarística realiza la unidad de los fieles en la Iglesia en su condición de cuerpo místico de Cristo. «En la eucarística fracción del pan, participando realmente del cuerpo del Señor nos elevamos a una comunión con Él y entre nosotros mismos» (LG 7). De estos y otros testimonios se deduce que la eclesiología del Vaticano II es una «eclesiología eucarística orientada a su ulterior evolución» 90. La reforma de toda la liturgia, especialmente la de la celebración eucarística, no deberia, conforme a ello, recortar las evoluciónes erróneas según la «norma de los padres», sino satisfacer la pretensión de la concepción eucarística que la Iglesia tiene de sí misma.

De la renovación de la liturgia, tal como está fundamentada en la Constitución litúrgica del Vaticano II y fue desarrollada en las reformas postconciliares 91, surgió el misal de Pablo VI, cuya editio typica apareció en su primera

  1. Meyer, Eucharistie 280ss.

  2. H. Riedlinger, Die Eucharistie in der Ekklesiologie des 11. Vatikanums, en C. Suttner (Dir.), Eucharistie – Zeichen der Einheit. Erstes Regensburger Symposion. Regensburg 1970, 75-85.8lss.

  3. Respecto a la crónica de la reforma y de los libros litúrgicos cfr. Meyer, Eucharistie 308-321.

edición el 26. 3. 197092. Nueva es la Institutio Generalis aquí contenida, que «ofrece una instrucción de teología y pastoral teológica para la correcta comprensión y ejecución de la celebración, que puede ser considerada como una auténtica "explicación de la misa"» 93. Al misal le siguio el año siguiente también el leccionario renovado. Según Meyer, la Constitución litúrgica en sus dos primeros capítulos (principios generales) refiere las líneas directrices para la celebración renovada de la misa como se describirán en los siguientes parágrafos: participación plena, activa y comunitaria de todos bajo la dirección del ministerio jerárquico (SC 21, 48; 22, 49ss.). Todos los participantes son portadores del acontecimiento litúrgico en calidad de celebración oficial con carácter de comunidad; por este motivo, se ha de observar la correcta repartición de las funciones (SC 26-32, 47ss.). La liturgia no tiene sólo (ni siquiera primordialmente) carácter latréutico, sino que es, en primer lugar, acción de Dios dirigida a los fieles. Así, también es «ejercitamiento y expresión de la fe», a la que le precede la gracia divina, y, por lo tanto, ha de de ser «sencilla, comprensible y diáfana, y contener, además de lecturas más abundantes de la Escritura, elementos análogos de predicación» (SC 33-36. 50-52. 54). SC 36, 37-40 y 44 dan cabida a la inculturización; pero también hay que observar la tradición tanto como las experiencias del movimiento de renovación preconciliar (SC 23.50) 94.

Ya la instrucción de la participación activa de todos conlleva que la misa renovada no pueda constituir ninguna nueva «liturgia unitaria férrea» para los siglos siguientes, como era el caso después del concilio de Trento. En cierto modo, la reforma litúrgica sigue estando inconclusa, y con ella también la renovación de la celebración de la misa. Esto no quiere en verdad significar su adaptación a toda corriente de moda demasiado fugaz o, incluso, poco inspirada, que apenas satisfaga la pretensión de una verdadera eclesiología eucarística, y que quizá pueda anunciarse invocando la observancia del principio de la participatio actuosa. El principio supremo de toda reforma dentro de la Iglesia, con ello también para la de la liturgia y la celebración de la misa, debe seguir siendo la de dejar que tome forma el intercambio vital entre Dios y el ser humano.

  1. Cfr. Kaczynski n. 2060.

  2. Meyer, Eucharistie 314.

  3. Cfr. ibid., 322.


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