VIII

LA IGLESIA COMO LUGAR
Y SUCESO DE LA
GRACIA

 

La comunicación presupone la existencia de interlocutores que quieran comunicarse entre ellos. Así los hombres, a quienes se dirige la catábasis divina, el descenso de Dios a la relación vivificadora, constituyen el presupuesto para la ejecución de la comunicación. El Dios Trino se dirige a los hombres. En la economía de salvación del Hijo, éstos se convierten en sus hermanos y hermanas, en seres humanos que le pertenecen al señor como su comunidad que son (Kyriake), que han sido invitados a salir (Ecclesia) hacia la participación en la plenitud divina de vida. Unido a una nueva unidad en Cristo como su cabeza visible, el Espíritu Santo les concede a través de Cristo la vida divina y en ellos la Lleva a la consumación. La Iglesia es, con ello, parte de la catábasis divina, comoquiera que constituye el presupuesto para el descenso de la liturgia celestial, el cual sólo sucede espacial y temporalmente en medio de ella y en su liturgia. Desde otra perspectiva –anabática–, es posible hablar de la liturgia de la Iglesia, al entrar ésta en la liturgia del cielo que se hace presente en medio de ella y, así, al seguir la invitación del Dios Trino a la comunicación vivificadora con él.

Sin embargo, el objeto de disertación presente es la Iglesia como elemento de la catábasis divina, como una dimensión establecida por Dios. Como su liturgia, tiene su causa última en la vida interna de la Trinidad. Sólo así, es más que una reunión de seres humanos y lo que se celebra en ella más que obra humana. En definitiva: la liturgia de Dios en la Iglesia, que presupone a la Iglesia para tener lugar en modo alguno.


1. La Iglesia como parte de la catábasis divina

Dios, que en sí es una intimísima comunión tripersonal, se dirige a la comunidad de su creación ofreciéndole su invitación. También su catábasis es una actuación común a las tres personas divinas. Dios –en sí mismo ya comunidad personal– no se dirige nunca de otra forma a su creación, que no sea construyendo esa comunidad. El se dirige a todo ser humano en su unicidad personal y le invita, con El y, en consecuencia, también con los demás hombres, a entrar en una nueva comunidad, causada por Dios, que significa para todos plenitud de vida dentro de la participación en la vida divina. Por este motivo, el lugar de la comunicación de Dios con el hombre y con el mundo es la comunidad de los hombres causada por El, la Iglesia. Este es el sacramento principal, el lugar, el suceso, fundador de la comunidad, de la comunicación entre Dios y el hombre con la finalidad de la divinización de toda la creación 182.

Como tal, la Iglesia es el «acontecimiento salvífico». Como comunidad de sus muchos miembros bajo la cabeza de Cristo, que es para los suyos la fuente de la que emana la vida divina, sólo es posible el acceso a la vida divina «en la Iglesia pasando por el camino de los sacramentos; la Iglesia es la unión sacramental del cuerpo y la sangre de Cristo» 183.

Por ello, se puede hablar de una «Iglesia del paraíso» que estaba dada con la creación, de una dimensión eclesiológica de toda la creación, incluso de una Iglesia «inherente» a todo el mundo creado, en la cual y mediante la cual acontece la comunicación vivificadora con Dios. El «cordero que es sacrificado desde la creación del mundo» indica que con la creación ya estaba dada su finalidad en la communio sanctorum. El mundo entero es «virtualmente Iglesia», ésta es el contenido y el objetivo de la historia 184.

Como tal, la Iglesia preexistía en la sabiduría divina. Estaba presente en el paraíso, su imagen se reprodujo en la historia de Israel, y en su forma plena descendió a la tierra en la festividad de Pentecostés. La Iglesia eterna, que ha de equipararse con la interna plenitud divina de vida, entra en la espacialidad y en la temporalidad de la creación «a través del» Hijo y «en» el Espíritu Santo, que continúa la economía de salvación del Hijo y que lleva a cabo la santificación de todas las cosas 1ß5. Parecidas afirmaciones acerca de la Iglesia se encuentran tambien en los textos del concilio Vaticano II: La Iglesia «aparece prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu, y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).

  1. Cfr. O. Semmelroth, Die Kirche als Ursakrament. Frankfurt del Meno 1953; P. Bilaniuk, The.fifth Lateran Council (1512-1517) and the Eastern Churches. Toronto 1975, 61.

  2. Cfr. C. Yannaras, De 1 'absente et de l'inconnaissance de Deieu d'aprés les écrits aréopagitiques et Martin Heidegger. París 1971, 11lss., 119.

  3. Cfr. Evdokimov, L'Orthodoxie 124ss., con referencia a Ap 13, 8 y 1 P 1, 19.

  4. Cfr. Lossky, Théol. myst. 106ss.; P. Evdokimov, L'Orthodoxie, 124ss.


2.
La Iglesia como lugar de la anáfora

En la Iglesia se ofrece el sacrificio. Este sacrificio es «anáfora», elevación universal de este mundo a la relación vivificadora con el Dios vivo; es lo mismo que el sacrificio de Cristo en la cruz, con su muerte y su descenso a los infiernos como cumplimiento de la catábasis, la inclinación universal de Dios hacia su creación. Todas las profundidades de la existencia de las criaturas, separada de Dios –la muerte misma, incluso el alejamiento de Dios por parte de los infiernos– tuvieron que ser arrostradas por Dios mismo. El Hijo descendió a los abismos más profundos para llenarlo todo de la vida divina. El cuerpo del que se hizo hombre, que se entregó a la muerte en la cruz y que se elevó en la resurrección y en la ascensión al cielo, se convirtió en la fuente de la divinización de todos Ios hombres, a partir de la cual el Espíritu Santo otorga la vida divina. En la cruz de su Hijo, Dios eleva la creación a sí mismo, y la Iglesia es la forma de aparición espacio-temporal y simbólico-real de este sacrificio de Dios, de la comunicación «que se sacrifica a sí misma», de Dios con el mundo, a través de la cual Dios mismo eleva hacia sí la creación. La Iglesia es «el lugar y el suceso dramático de la nueva creación, de la redención, de la transfiguración, de la divinización y de la glorificación del ser humano, de la comunidad de los hombres entre sí y de todo el cosmos visible e invisible» 186.

El sacrificio se ha de entender, como sacrificio de Dios que es, absolutamente en el sentido de la catábasis. Él mismo parte «del amor hecho hombre de Dios, así desde dentro siempre es un acción de entrega propia de Dios, a la cual introduce a los hombres de modo que Él mismo es el don, y como don, se convierte una vez más en donado» 187. Una «inversión de la dirección de la mirada» es necesaria en el caso del sacrificio: «La declaración fundamental y primera es la siguiente: Dios mismo actúa, Él da, regala, es el iniciador de este sacrificio en el que se concede reconciliación, Él expresa su amor hacia nosotros en la total disposición de Jesús hasta su completa entrega personal. Por lo tanto, si se habla del sacrificio en la cruz o en la eucaristía, fundamentalmente se trata de percibir el movimiento de entrega de Dios hacia nosotros, de recibirlo y de dar las gracias por ello» 188. Por este motivo, no hay tampoco ninguna diferencia entre el banquete y el sacrificio como elementos formales de la misa: «Eucaristía» significa «el regalo de la communio, en la que el Señor se convierte en el alimento, de la misma manera que define la entrega de Jesucristo, que con-

  1. Bilaniuk 61.

  2. J. Ratzinger, Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des Gottesdienstes. Einsiedeln 1981, 84.

  3. Th. Schneider, Zeichen der Nähe Gottes. Grundriss der Sakramententheologie. Maguncia 19926, 167.

suma su sí trinitario al Padre en el sí de la cruz, y que en este "sacrificio" nos ha reconciliado a todos con el Padre. Entre el "banquete" y el "sacrificio" no hay ninguna diferencia; en el nuevo sacrificio del Señor van inseparablemente unidos» 189.

La inclusión de la Iglesia en el sacrificio de Cristo no consiste, según Von Balthasar, en el ofrecimiento de un sacrificio propio, «sino en estar de acuerdo con la voluntad de entrega del Señor por el pecado del mundo. Ya en el cenáculo está presente este gesto de inclusión en la celebración de la cena que anticipa la entrega personal del Señor. Quien quiere dejarse "comer" por los hombres, necesita una boca que lo coma y lo beba». La comunidad de los apóstoles aprueba el sacrificio de Cristo y deja que acontezca lo que se ejecutó para su propia salvación en la asunción del cuerpo que se entrega a la muerte, en sí misma. La Iglesia acepta el sacrificio; la boca de los apóstoles al comer se convierte en el instrumento sacrificial. Como ejemplo vale la «convicción sacrificial» de Mara en ese dejar hacer del fiat: «En la encarnación pronunció su completo fiat y fue la primera que "comulgó" en ella; si bien, en el mismo fiat subyacía ya la conformidad de devolver completamente lo concebido, de dejarlo ir hacia el Padre. "Así, en ella se encuentra la identidad de la comunión y el sacrificio, y también la identidad del ofrecimiento de Cristo y el ofrecimiento de sí mismo. Ésta es una idea primigenia de la convicción eucarística de la Iglesia"» 190.

El sacrificio de Cristo está anclado en la Trinidad: el amor del Hijo hacia el Padre comprende la asunción de su sacrificio, una obra del logos, mediante la cual el mundo caído debe ser elevada a la fiesta interna de la Trinidad, del amor completo. Así, la entrega de Jesús en la cruz es la entrega total del Hijo al Padre, convertida en acontecimiento espacial y temporal –siempre se habría de completar precisando: en el Espíritu Santo–, como ya desde siempre, ocasionalmente, tiene lugar en la vida interna de la Trinidad, pero ahora con la inclusión de la creación entera. Este sacrificio glorifica a Dios porque mediante él el hombre alcanza la plenitud de vida del supremo.

Para ello, se necesitaba un sacrificio real, visible, no sólo la convicción sacramental, cuyo «símbolo real» encarnado es el sacrificio real de Cristo en la cruz. La convicción sacramental como tal también se puede realizar de otra manera en otro coeficiente temporal, y así sucede en el sacrificio eucarístico. Para la relación entre la misa y el acontecimiento de la cruz es importante, en consecuencia, la doctrina tridentina del sacrificium visibile: si la muerte de

  1. Ratzinger, Das Fest des Glaubens 45ss.

  2. G. Bätzing, Die Eucharistie als Opfer der Kirche nach Hans Urs von Balthasar. Einsiedeln 1986 (Kriterien 74), 107-109.

Cristo en la cruz fue el símbolo visible real de su convicción sacrificial interior, necesario para la realización de su sacrificio, la forma externa, visible de la misa constituye del mismo modo, como acción sacrificial, el símbolo igualmente necesario de la convicción interior de Cristo, a fin de que también ésta sea «sacrificio» 191.

En la obediencia al mandato de la anámnesis que Jesús encomendó, la Iglesia hace posible en su actividad litúrgica como símbolo real que la convicción sacrificial atemporal de Cristo ahora —en su tiempo y en un lugar determinado—pueda llegar a ser realidad redentora en el espacio y en el tiempo, «que el sacrificio de Cristo en la cruz asuma realmente presencia en el lugar de espacio y tiempo determinado por la acción cultual». Esta «visibilización» en el espacio y en el tiempo de la convicción sacrificial de Jesús es el presupuesto para que la Iglesia, como realidad en el espacio y en el tiempo, pueda entrar en el movimiento sacrificial de Cristo. Sólo mediante su ingreso en el movimiento sacrificial de Cristo, ahora hecho visible en el sacrificio de la misa, el sacrificio de la cruz se convierte en el sacrificio de la Iglesia 192. La Iglesia no sólo muestra su fíat respecto al sacrificio de Cristo, su conformidad con lo que está sucediendo en la cruz y en la misa, como se expresa especialmente en la comunión, en la incorporación de las ofrendas y del sacerdote del sacrificio, sino que también lo admite en el sentido de que puede tener lugar en las ofrendas terrenales, en la liturgia dentro del espacio y del tiempo.

¡Sin la Iglesia, a la que va dirigido el sacrificio de la cruz tanto como la acción sacrificial de Jesús en el cenáculo y en toda celebración eucarística, sin su consentimiento para aquello que aconteció y acontece por su salvación, no hay ningún sacrificio! ¡De la Iglesia y de su consentimiento depende la posibilidad de la comunicación vivificadora del Dios Trino con el mundo caído y, con ella, la salvación! ¡Así, tiene validez al pie de la letra la afirmación de que fuera de la Iglesia no hay salvación!


3. Comunidad sacrificial

La comunidad litúrgica de los celebrantes muestra que la redención jamás afecta sólo a personas individuales, sino, siempre, al individuo dentro de la comunidad así como también ya el mismo Dios Trino es una intimísima comunidad.

Sólo en la comunidad con el Dios Trino y, a través de él, con los demás hombres, llega a desarrollarse la personalidad individual. La comunidad litúrgica

  1. Cfr. K. Rahner / A.A. Häußling, Die vielen Messen und das eine Opfer. Eine Untersuchung über die rechte Norm der Meßhäufigkeit. Friburgo-Basilea-Viena 1966 (QD 31), 29ss.

  2. Cfr. ibid., 33-40.

cura la experiencia «del aislamiento, de la soledad esencial del ser humano y de la incomunicabilidad de los yoes separados, que J. P. Sartre, S. de Beauvoir y A. Camus han descrito en representación de toda una generación, y que es, de una manera profunda, el fundamento de la revuelta que vivimos contra la condición humana» 193. La comunidad humana, que en la ejecución de la liturgia comparte la comunión con las tres personas divinas, participa de la completa afirmación de la existencia del uno a través del otro. Una comunidad de tal naturaleza puede renunciar a la fijación de roles y a las estructuras de poder, está libre de experiencias malintencionadas que los hombres tienen en su relación mutua. En la medida en que los individuos van participando de la vida divina, encuentran el camino hacia los demás y, por consiguiente, van construyendo una comunidad que en su aceptación sin reservas, va más allá de todo amor mundano. «La Iglesia se constituye a partir de una masa de hombres amorfa en sí misma en un sujeto a través de aquel a quien Pablo llama su cabeza: Cristo. Esto quiere decir que sigue siendo una dimensión coherente sólo a partir de 61» 194.

De ahí que la oración litúrgica orientada a la comunidad es también la regla y el hilo conductor del creyente individual 195. La reunión litúrgica es más que un signo. Es una comunidad de aquellos que participan en común de la vida divina, una comunidad visible, concretamente tangible, de hombres que mantienen una relación entre sí diferente a la de cualquier otra comunidad humana. Por este motivo, la misma comunidad es el signo litúrgico fundamental sobre el que Lengeling, refiriéndose a la forma postconciliar de entender la liturgia, insiste una y otra vez 196.

Aún más: la Iglesia, en la que acontece de forma visible la liturgia como obra de Dios, es, en calidad de «sacramento visible de la unidad portadora de salvación», la «herramienta de la redención» (LG 9). Ella es «sacramento», esto es: signo y herramienta de unión íntima con Dios (LG 1). La Iglesia es el «sacramento de la unidad» (SC 26), «sacramento universal de salvación», mediante el cual Cristo une a los hombre a sí, los alimenta con su cuerpo y con su sangre y los hace partícipes de su vida en la gloria (LG 48). Por este motivo, la Iglesia se realiza en la ejecución de la liturgia que acontece en ella. Ella es la «cumbre a la que aspira la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la

  1. J. enger, Zur Frage nach der Struktur der liturgischen Feier, en IKaZ 7 (1978), 488-497. 493ss.

  2. J. Ratzinger, Wandelbares und Unwandelbares in der Kirche, en IKaZ 7 (1978), 182-184. 183.

  3. Cfr. Evdokimov, L'Orthodoxie, 240.

  4. Cfr. E.J. Lengeling, Liturgie als Grundvollzug christlichen Lebens, en B. Fischer / E.J. Lengeling / R. Schaeffler / F. Schulz / H.R. Müller-Schwefe, Kult in der säkularisierten Welt. Regensburg 1974, 63-91. 76; idem, Wort und Bild als Elemente der Liturgie, en W. Heinen (Dir.), Bild — Wort — Symbol in der Theologie, Würzburg 1969, 177-206; idem, Wort, Bild, Symbol in der Liturgie, en LJ 30 (1980), 230-242. 238, «Signo fundamental es la santa congregación de la misma comunidad. Ésta es la expresión, la imagen de la Iglesia».

fuente de la que emana toda su fuerza» (SC 10 y LG 11). Todas las demás funciones de la Iglesia, sus acciones en la diaconía y el martirio, obtienen su fuerza de la liturgia y acontecen para unir a los hombres, a quienes va dirigido el ministerio de la Iglesia.


4. Eclesiología eucarística

Una visión sacramental de la Iglesia de tal naturaleza es el tema central de la «eclesiología eucarística». Deriva de la liturgia que acontece en medio de la comunidad eclesiástica, y sus raíces se encuentran en la teología ortodoxa.

«Eclesiología eucarística» quiere decir lo siguiente: en la reunión eucarística de una comunidad local, el ministerio de la Iglesia se realiza en sí esencialmente como comunidad sacramental. Aun cuando la función pertenezca a la Iglesia local, aun cuando las relaciones de la misma con las demás Iglesias locales —bajo el primado del ministerio de Pedro— no puedan perderse de vista y la función juegue un papel constitutivo en ello a fin de preservar la unidad de la única Iglesia de entre muchas Iglesias, aun así, la congregación eucarística es en el lugar que le corresponde, conforme al acontecimiento que es, esa única «Iglesia». En ella se muestra lo que la Iglesia es en sí misma: descenso de la liturgia celestial, ingreso del hombre y, con él, del mundo en la misma comunicación vivificadora con Dios a través de Cristo, cuya naturaleza humana aquí y ahora abre, en el acontecimiento de la liturgia, la fuente de la divinización para los hombres y para el mundo 197. Así, Zizioulas entiende la Iglesia como la communio estructurada por la presencia de los esjata, y habla de una «visión eucarística del mundo y de la historia» 198. Esta sólo es posible por la catábasis de la plenitud divina de vida, en la que entra la comunidad celebrante con sus propias relaciones con el mundo. Ya en la Iglesia de la antigüedad se muestra esto en la aportación de ofrendas por parte de los fieles para los pobres o para las necesidades litúrgicas. El ingreso de los hombres en la liturgia junto con el mundo que llevan consigo en sí mismos, con todas sus relaciones con otros hombres y con los objetos de la creación, todo esto significa el ingreso en la liturgia celestial que desciende a esta realidad mundana.

La comunidad de los hombres en la Iglesia sólo obtiene su ser partiendo de la eucaristía: «En la eucaristía, la oración, la fe, el amor, la cantad (esto es: todo

  1. Cfr. J.D. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, with a foreword by John Meyendorff. Crestwood-Nueva York 1985 (Contemporary Greek Theologians 4), 148; D. Papandreou, Die ökumenische und pneumatologische Dimension der orthodoxen Liturgie, en K. Schlemmer (Dir.), Gemeinsame Liturgie in getrennten Kirchen? Friburgo-Basilea-Viena 1991 (QD 132), 35-52. 43-45.

  2. Cfr. J.D. Zizioulas, Die Welt in eucharistischer Schau und der Mensch von heute, en US 25 (1970), 342-349. 342.

lo que los creyentes practican individualmente) dejan de ser "míos", se convierten en la relación entre Dios y su pueblo, entre Dios y su Iglesia. La eucaristía no es sólo la comunión de cada individuo con Cristo, sino que también enlaza a los creyentes entre sí y los une con el cuerpo de Cristo... Con ello, el ser humano deja de ser individuo; se convierte en persona, esto es: una realidad que ya no representa ningún fragmento, ninguna pieza de una máquina o de una organización que haya sido erigida con una finalidad propia... Ya no es un medio para obtener un fin, sino fin en sí mismo, imagen y semejanza de Dios, y, sólo así, encuentra su consumación en la unión con Dios y con los demás» 199.


5. Sacerdocio real y ministerial

La imagen del hombre determinada por la comunidad litúrgica determina también la visión de los rangos, funciones y ministerios en la Iglesia.

Anteriormente a toda diferenciación jerárquica, todos los miembros de la Iglesia, todos los bautizados y confirmados tienen encomendada la misión de la trasformación del mundo, que consiste en llevarlo consigo a la relación eucarística trasformadora con el Dios Trino. A todo cristiano se le encomienda la cooperación eucarística con la divinización del mundo; Zizioulas lo dice explícitamente: se le «ordena» para ello.

La iniciación sirve de «ordenación»: el neófito no sólo se convierte en «cristiano», sino que es «ordenado» en la comunidad eucarística. Tan pronto como este «carácter de ordenación» de la iniciación se olvida, queda libre el camino para la identificación del «laico» con los «no ordenados». O bien este «laico» es expulsado, de forma clericalista, de las acciones litúrgicas, o bien se niega el ministerio como realidad sacramental. Zizioulas conecta explícitamente el «carácter de ordenación» de la iniciación cristiana con la primera recepción de la eucaristía, con la comunión bautismal 200.

Todos los miembros de la Iglesia están «ordenados» para la comunidad del banquete eucarístico, para la introducción del mundo en el movimiento sacrificial de Cristo, pues, de hecho, según Von Balthasar, «el momento sacrificial más profundo para la Iglesia está en el cumplimiento del banquete» 201. Visto así, en palabras de Congar, para quien estos medios «caen bajo la competencia del clero» 202, los laicos son cualquier otra cosa menos «no competentes o limi-

  1. Ibid., 346s.

  2. Cfr. J.D. Zizioulas, Being as Communion 216; idem, Priesteramt und Priesterweihe ini Licht der östlich-orthodoxen Theologie, en H. Vorgrimler (Dir.), Der priesterliche Dienst V, Amt und Ordination in ökumenischer Sicht. Friburgo-Basilea-Viena 1973 (QD 50), 72-113. 80.

  3. H.U. von Balthasar, Die Messe, ein Opfer der Kirche? en idem, Spiritus Creator. Skizzen zur Theologie 111. Einsiedeln 1967, 166-217. 195.

  4. Y. Congar, Der Laie. Entwurf einer Theologie des Laientums. Stuttgart 19643, 44ss.

tadamente competentes, por lo que afecta a los medios propiamente eclesiásticos de la vida en Cristo». Todos los carismas de los bautizados y confirmados tienen como fin servir a la divinización, por lo que, en opinión de Evdokimov, tampoco existe ninguna «espiritualidad laica» específica, que se distinga de la de los monjes y clérigos. A todos los cristianos se les introduce (inicia) en la comunicación divinizadora con el Dios Trino y, como tales, son llamados a colaborar en la divinización del mundo 203. Todos los bautizados y los confirmados son «piedras vivas» de la Iglesia (1 P 2, 5) y pertenecen antes que a toda diferenciación ministerial al «sacerdocio real» (1 P 2, 9). Son «religiosos» todos aquellos sobre los que se ha efundido el Espíritu Santo y en los que llegó a su cumplimiento la promesa del profeta Joel (3, 1-2). También para los ministros tiene validez la verdad fundamental de que son «laicos», entendiendo este concepto a partir del «pueblo de Dios» (laós Theou) 204.

El verdadero significado del ministerio religioso sólo puede derivarse de la catábasis de la liturgia celestial. El ministerio sacerdotal está anclado a esa catábasis. Sin ese anclaje se debería pensar de hecho en renunciar, en el contexto de la función ministerial conferida por el sacramento de la ordenación, al concepto de «sacerdote 205. En opinión de Kasper, la forma de entender el ministerio sagrado en la Iglesia postconciliar es uno de los puntos neurálgicos y «cada vez más asume el carácter de una primera crisis» 206. Pero aún en el año 1991 Greshake era de la opinión de que en la teología y la forma práctica, visible, del ministerio «todo se tambalea» 207.

Según SC 7, se considera a la liturgia como «ejercicio del ministerio sacerdotal de Jesucristo», que «está presente siempre para su Iglesia». A quien el sacerdote representa, en virtud de su potestad conferida por la ordenación, no es un ausente. Cristo está presente y actúa como el verdadero liturgo. «Si bien, dado que en el culto cristiano todo sucede mediante signos perceptibles a los sentidos, se precisa una representación, una visualización de aquel que misterioramente dirige y conduce la celebración litúrgica. Esta misión la cumple el sacerdote que preside la asamblea. En su persona, el Señor mismo acude a la

  1. Cfr. Evdokimov, L'Orthodoxie, 282.

  2. Cfr. K. Koch, Kirche der Laien? Plädoyer für die göttliche Würde des Laien in der Kirche, Friburgo-Constanza 1991, 21-37.

  3. Z.B. Schneider, Zeichen der Nähe Gottes 246ss.; K. Richter, Liturgiereform als Mitte einer Erneuerung der Kirche, en idem (Dir.) Das Konzil war erst der Anfang. Die Bedeutung des II. Vatikanunis für Theologie und Kirche, Maguncia 1991, 66, con especial énfasis sobre sacerdocio real de todos los creyentes, revalorado por el Concilio.

  4. W. Kasper, Neue Akzente im dogmatischen Verständnis des priesterlichen Dienstes, en «Concilium» 5 (1969), 164-170, 164.

  5. «iTodo se tambalea!», con esta expresión de E. Troeltsch titula Greshake el primer capítulo de su libro —cuya 5 edición vio la luz en 1991—, Priestersein. Zur Theologie und Spiritualität des priesterlichen Amtes, Friburgo-Basilea-Viena 19915, 21.

parroquia... La tradición occidental describe este estado de cosas con las locuciones: actuar in o ex persona Christi, gerere personam, gerere vicem Christi [PO 2, LG 10; 28]. En ello está fundamentada la grandeza, pero también los límites de aquel que está investido con la función de la presidencia: repraesentatio Domini. Cristo, que en la liturgia desempeña el papel de protagonista, acompaña una y otra vez a la Iglesia, su cuerpo y su novia. Una cum Ecclesia lleva a cabo la obra de nuestra redención. Cada vez de nuevo, el que ejerce su presidencia asume simbólicamente el papel de orante principal y de guía de la parroquia....En cierto modo, marcha al frente de la procesión que se mueve en dirección hacia Dios: refiriéndose a ello, la tradición ha acuñado la siguiente expresión para designar su papel: él actúa Ecclesiae nomine [SC 33, PO 2]» 208.

La ordenación ni convierte a un hombre en representante del Cristo ausente ni en mediador entre Dios y el ser humano en su lugar 209. Tampoco en el sacramento de la ordenación se delegan, empezando desde abajo, funciones de dirección necesarias sociológicamente 210. Para la redención del hombre, se han de pronunciar las palabras de Cristo en el cenáculo, «si el misterio salvador no ha de convertirse en pasado lejano. Así, sólo puede decirse partiendo de una potestad plena, que nadie pueda conferírsela a sí mismo —partiendo de una potestad plena que tampoco la pueda conferir una comunidad o muchas comunidades, sino que sólo puede estar cimentada en la autorización "sacramental" concedida a la Iglesia universal por el mismo Jesucristo. La palabra ha de estar, por así decirlo, en el sacramento, en la participación en el "sacramento" de la Iglesia, en la plena potestad que no se confiere a sí misma, sino en la que trasmite lo que se extiende más allá de ella misma. Precisamente esto es lo que significan la "ordenación sacerdotal" y el "sacerdocio"» 211.

En el sacramento de la ordenación se trata de la realidad de la relación. En él acontece la ordenación (ordinatio) de un hombre, que se encuentra en medio de la comunidad eclesial a la que pertenece, en una función iconográfica de reflejar para sus hermanas y hermanos la imagen del Señor, invisiblemente presente y actuante como sumo sacerdote, la función de hacerlo —sacramentalmente— accesible a los sentidos. «Ser ordenado» significa, a tenor de ello, no la posesión personal de una potestad plena o de una santidad más alta, sino

  1. J. Baumgartner, De arte celebrandi. Anmerkungen zur priesterlichen Zelebration, en HID 36 (1982), 1-11, Iss. Cfr. a este respecto además Eisenbach, Die Gegenwart 418ss.

  2. Cfr. Evdokimov, L'Orthodoxie 164, «Le Christ ne transmet pas ses pouvoirs personnels aux apótres, ce qui signifierait son absence».

  3. Cfr. Greshake, Priestersein, 29.

  4. Ratzinger, Das Fest des Glaubens 84ss. Cfr. a este respecto además idem, Zur Frage nach der Struktur der liturgischen Feier, en IKaZ 7 (1978), 488-497.489.

que —nunca de otra manera que no sea en relación a la comunidad que celebra la liturgia— reproduce para la Iglesia la imagen de Cristo, su cabeza, a través de quien el Espíritu Santo hace fluir la vida divina en todos los miembros de su cuerpo. Esta representación ni es un juego de cambio de papeles ni una suplencia, sino sucede en el sentido de la representación real de lo invisible en lo visible. Sólo entonces el portador de un ministerio es typos o «lugar de Dios», «si se tiene el ojo puesto en la comunidad eucarística concreta. La ordenación se convierte entonces en la asignación de un sitio especial dentro de la comunidad, y el ordenado es definido, después de su ordenación, precisamente por ese "sitio" dentro de la comunidad, la cual, por sí misma, reproduce la imagen del reino de Dios, aquí y ahora, en su naturaleza eucarística» 212.

Esta concepción de que el ministro de la Iglesia tiene precisamente de ese modo su sitio en medio de la comunidad, un sitio especial pero que no está por encima sino en la asamblea; esta concepción de que él actúa «in nomine Ecclesiae» sin oponer esto a su actuación in persona Christi, se expresa en la visión oriental del sacerdote como el orante, encargado con esa misión, de la epíclesis. Como typos Christi invoca el descenso de los santos y representa de este modo a Cristo, quien en la promesa del Espíritu en su ascensión al cielo pronunció la primera epíclesis 213.

Ser sacerdote es una realidad de relación: en medio de la comunidad sacerdotal de los portadores del sacerdocio real (1 P 1, 5.9) representa el ministro de la Iglesia, haciéndolo presente como en una reproducción, al único sacerdote, a Cristo ante sus hermanas y hermanos. Lo hace de tal modo que su sacerdocio ministerial ni deriva del sacerdocio general de la comunidad; ni el sacerdocio general de los creyentes, del ministerial del sacerdote. En la comunidad de todos en un mismo lugar, el sacerdote ordenado sirve para la actualización del Cristo que sirve a todos, que ejecuta su liturgia, su obra para los muchos 214. El sacerdote es, como antitypos, el «lugar», perceptible a los sentidos, de Cristo, y la ordenación sacerdotal se convierte, entonces, «en la adscripción aun sitio especial en la comunidad; el ordenado se define, después de su ordenación, precisamente por ese «sitio» dentro de la comunidad, que reproduce, por sí misma, la imagen aquí y ahora del reino de Dios en su naturaleza eucarística 215.

  1. J.D. Zizioulas, Priesteramt und Priesterweihe im Licht der östlich-orthodoxen Theologie, en H. Vorgrimler (Dir.), Der priesterliche Dienst V, Amt und Ordination in ökumenischer Sicht. Friburgo-Basilea-Viena 1973 (QD 50), 72-113, 93ss.

  2. Cfr. R. Hotz, Sakramente im Wechselspiel zwischen Ost und West. Zürich-Colonia-Gütersloh 1979 (Ökumen. Theol. 2), 235-240, haciendo referencia a O. Clément, A propos de l'Esprit Saint, en «Contacts» 85 (1974), 87.

  3. Cfr. Zizioulas, Priesteramt und Priesterweihe 96, idem, Being as communion, 231.

  4. Ibid., 93ss.

La realidad de la relación tiene siempre una doble validez: el obispo hace a Cristo, la cabeza, tan real como la Iglesia, a cuyo mando está hace presente el cuerpo de Cristo. Esta realidad relacional está fundamentada en la presencia real de Cristo en la reunión eucarística, y como relación de la cabeza con el cuerpo, hay una evidente interrelación recíproca: una comunidad no puede estar sin obispo, pero también al contrario: ¡ningún obispo, sin comunidad! 216

En la realidad relacional de la liturgia, el sacerdote asume un «papel». Este concepto se remonta al mismo santo Tomás de Aquino: el sacerdote gerit figuram Christi 217. «Como presidente de la comunidad y en tanto que en el papel de Jesucristo como cabeza de su cuerpo, dirigiéndose a su padre, el sacerdote pronuncia la plegaria eucarística» 218. Ya el concepto de «papel» revela una relación: el que asume el papel entra, como «personaje» de ese papel, en comunicación y le sirve a ésta sólo como medio representativo. El papel sacerdotal, en cambio, es mucho más que una capacidad de interacción entre los hombres. A ella le corresponde un contenido de realidad que la teología escolástica definió con conceptos no totalmente aceptados como sacra potestas o vis consecrandi, pero que, en cualquier caso, ponía sobre seguro el hecho de que se trata de una realidad que supera la relación entre los hombres.

Según Simeón de Tesalónica, Cristo designó a los obispos ant' autou –que no debe malinterpretarse en el sentido de «en su lugar», sino que se ha de entender en el sentido de su «reproducción viva» (sus antitypoi)– como «redentores, formadores de almas, guías hacia el cielo, la luz y la vida, padres, pastores y vigilantes». Equipados con su fuerza, llevan a cabo su ministerio no por sí mismos o mediante sí mismos, sino por el rebaño a ellos confiado 219. Esto no es una exageración clericalista, sino una concretización, demostrada en el ministerio otorgado por la ordenación, de aquello que tiene absoluta validez para la Iglesia en referencia a la redención: ser parte irrenunciable de la catábasis divina a la realidad visible de este mundo con el objeto de su elevación, de su «entrega sacrificial» en la plenitud de vida del Dios Trino.

  1. J. Meyendorff, Orthodoxie et Catholicité, París 1965, 23, I05ss.

  2. Congar, Ein Mittler 129ss., «Repraesentatio, gerere personam, in persona Christi. En la vida eclesiástica, especialmente en la celebración de los sacramentos, el sacerdote representa de forma visible el papel de Cristo». Sobre el «gerit figuram Christi» cfr. santo Tomás de Aquino, IV Sent. d. 24 q. 1 q. 2'1, obj. 3.

  3. F. Eisenbach, Die Gegenwart Jesu Christi im Gottesdienst. Systematische Studien zur Liturgiekonstitution des 11. Vatikanischen Konzils. Maguncia 1982, 416 ss. «Contra las objeciones se dice explícitamente y se sostiene en el Concilio que el sacerdote en toda la liturgia está "en el papel de Cristo a la cabeza de la comunidad" y que el oficio de las horas conducido y llevado por él no sólo es la voz de la Iglesia, sino incluso la oración de Cristo dirigida a su Padre».

  4. Cfr. Kunzler, Porta Orientalis 453; De Sacerdotio - PG 155, 961 B-C.

Michael Kunzler
La Liturgia de la Iglesia

 


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