VI

LA LITURGIA DE CRISTO,
EL SUMO SACERDOTE


Toda la economía de salvación del Antiguo Testamento estaba encaminada hacia la venida de Cristo. Sólo en él se cumplen las promesas de Dios. Con toda la continuidad existente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, la llegada del hijo de Dios hecho hombre significa también una cesura sin cuya afirmación todo lo específicamente cristiano perdería su sentido 140
.

«Habiendo hablado Dios muchas veces y de muchas maneras a los padres en otro tiempo por los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien hizo también los siglos» (Hb 1, 1-2).

El hablar Dios por medio del Hijo, al «hacerse hombre, sin trasformarse, una persona de la Trinidad» 141, al «entrometerse» en la creación el Hijo de Dios, por quien todas las cosas han sido hechas (Jn 1, 3), sin convertirse en una parte de ella, no es un hablar como aquel que ejercía a través de los profetas en el Antiguo Testamento. A través del Hijo emana el mandato divino no en primera línea, no sólo se concede el «nuevo mandamiento» y la nueva promesa, sino que la llegada del Hijo de Dios investido de nuestra naturaleza humana inaugura una novedad absoluta en la comunicación de Dios con el mundo. Sólo la llegada del Hijo de Dios en nuestra carne, su vida, su pasión, su muerte y resurrección hace posible la «liturgia» 142, cuyo celebrante principal es, hasta su regreso en la gloria, el que ascendió a los cielos y está en medio de sus discípulos (Mt 18, 20).

  1. Esto hay que sostenerlo frente a los intentos de considerar, quizá en exceso, lo específicamente cristiano, en la unidad de la economía de salvación del Antiguo y del Nuevo Testamento, incluso de hablar sólo de un «primero» y «segundo» Testamento y de perder un poco de vista la novedad que llega con Cristo, cfr. p. ej. E. Zenger (Dir.), Der Neue Bund im Alten. Zur Bundestheologie der beiden Testamente. Friburgo-Basilea-Viena 1993 (QD 146).

  2. Así lo expresa el himno monogenés de la liturgia de san Juan Crisóstomo, cfr. Kallis 56-58; Kucharek, Liturgy 373-378.

  3. Cfr. J. Corbon, Liturgie aus dem Urquell 163ss.


1. «No podrás ver mi rostro, porque
    no me verá hombre y vivirá» (Ex 33, 20)

Esta respuesta de Dios al deseo de Moisés de poder contemplar el rostro divino, da testimonio de una profunda falta de comunicación entre el ser humano y Dios. A consecuencia de la división provocada por el pecado original, el hombre ha convertido a Dios en un extraño y teme perderse a sí mismo en la unión con Dios —que es lo que la imagen de la «contemplación del rostro divino» quiere expresar— en lugar de alcanzar en él la plenitud. La «Sagrada Escritura del Antiguo Testamento recoge, en la narración del pecado original, muy profundamente la situación del hombre en su condición de ser que se ha apartado de Dios, la fuente de toda vida. Entre Dios y el hombre existe una zanja infranqueable que el ser humano ha excavado» 143: se ha convertido en un ser incapaz para la comunicación con Dios, para la recepción de la gracia increada.

Así como la creación del hombre fue acción soberana de Dios, también el acto de redimir al hombre de su incomunicación mortal es sólo posible como acción soberana de Dios. Esta redención aconteció a través del Hijo, que se hizo hombre, fue crucificado y resucitó. A través de Cristo, y no antes, pudo tener lugar el restablecimiento del buen estado primigenio del hombre como criatura e interlocutor en la comunicación con Dios: la elevación de lo primigenio. Moisés no podía contemplar el rostro divino sin tener que morir; en el monte de la trasfiguración se les concedió a los discípulos la contemplación de la divinidad con rostro humano.

En la transfiguración el que se hizo hombre mostró a sus discípulos la gloria divina mediante un rostro humano verdadero. En la persona del Dios hombre se muestra la forma, completamente nueva, de relación entre Dios y el ser humano. La criatura encuentra su plenitud en la relación con su creador sin perder su identidad. Cristo se mostró en el monte Tabor como el logos anterior al tiempo sin destruir la otra verdad humana del que en verdad se hizo hombre. Antes bien, es precisamente ésta la que irradia a la luz de la divinidad con un esplendor jamás visto antes. En el monte de la transfiguración la redención en Cristo se mostró como lo contrario de la caída del pecado original: por Cristo, Dios y el hombre vuelven a estar unidos; por Cristo, el hombre tiene acceso a la deificación; por él, encuentra el camino de su perfección en la participación en la plenitud de vida de Dios y sigue siendo, a pesar de todo, un ser humano.

143. Cfr. Lossky, Théol. myst. 131, «La distance infinie entre le créé et l'incréé... devient un abime infranchissable pour 1'homme aprés qu'il s'est déterminé dans un nouvelétat, voisin du non-étre, état du péché et de la mort».


2. La naturaleza humana de Cristo
    como fuente de la redención

La novedad, de la transfiguración, de la comunicación de Dios con el hombre ocupa su lugar en la naturaleza humana del mismo Cristo. «Antes de la encarnación del logos el reino de Dios estaba tan alejado de nosotros como lo está el cielo de la tierra. Pero comoquiera que el rey del cielo apareció sobre la tierra, también el reino de Dios se ha aproximado» 144.

Sólo a través de Cristo, la naturaleza del hombre desprendida de Dios ha recuperado su capacidad de comunicación con El, la siempre incesante dedicación de Dios al hombre se ha hecho perceptible para él 145. Con Cristo ha aparecido en la tierra la liturgia celestial del Trino; la obra del Hijo, en cuya persona están unidas la divinidad y la humanidad de forma única, consiste en constituir de nuevo en los hombres la perfecta afirmación existencial que procede de Dios. En el Hijo de Dios hecho hombre ocupa su sitio en la tierra la liturgia celestial. Su cuerpo es el templo de la liturgia (Mc 14,58), y sus puertas están abiertas invitando a la participación en la vida divina.

El primer acontecimiento salvífico definitivo y diferente de todos los precedentes es la encarnación del Hijo. No fue un hombre «agraciado» el que nació de Mara, en el que simplemente la gracia divina estuviera presente en especial medida, pero no cualitativamente diferente de la de cualquier otro receptor de la gracia, sino el logos, la segunda hipóstasis trinitaria. Sólo la singular unión con la naturaleza humana en su persona le abrió de nuevo al hombre el acceso a la recepción de la gracia increada 146. «Nada puede ir de Dios al hombre y del hombre a Dios a no ser que sea a traves de su (de Cristo) cuerpo» 147. Desde la encarnación la naturaleza humana recupera la intuición sensible de la gracia increada, del Dios que incesante e invariablemente tiene inclinación hacia el hombre e invita a asumir la comunión con él.

Esto tiene validez, en primer lugar, con referencia a la persona de Jesucristo. En su condición del que en verdad se hizo hombre comparte con todos los hombres la naturaleza humana común, del mismo modo que, en su condición de Hijo de Dios eterno, comparte la naturaleza divina con el Padre y con el Espíritu Santo. En su persona se encuentran la divinidad y la humanidad sin anu-

144 Cfr. Gregorio Palamás, Horn. 31, PG 151, 392 C.

  1. Cfr. Lossky, Théol. myst. 141; J. Meyendorff, Le Christ dans la théologie byzantine, París 1969, 281.

  2. Cfr. Palamás, Hom. 37, PG 151, 464 A; cfr. también Kunzler, Porta Orientalis 59-63 con sus correspondientes citas de las fuentes.

  3. Corbon, Liturgie aus dein Urquell 75.

larse la una a la otra, sin mezclarse y sin destruirse por ello. En Cristo entran en una unión perfecta 148. En Cristo habita la plenitud de Dios (Col 2, 9), en Él el hombre se encuentra con un hombre verdadero que también es Dios de Dios. En Cristo, Dios sale al encuentro del hombre con un rostro humano, no como si se hubiese puesto una máscara humana encima de la luz destructora de la divinidad, pues la condición humana verdadera de Cristo es, de una forma no presente antes, el espacio intermedio, parte de la creación y ya deificado, en el cual el Dios Trino entra en contacto con el hombre a través del Hijo hecho hombre 149. La naturaleza humana de Cristo, su cuerpo humano no es «un mero signo de la presencia de Dios, como la zarza en el Sinaí, ni tampoco el recipiente sin vida de la divinidad...: El es sacramento, está "ungido" con la naturaleza divina en la unidad personal del Hijo» 150. Y es obra de la persona de Jesús de Nazaret, que es el Cristo de Dios, concederle al mundo por su naturaleza humana la gracia de la vida divina, que Él desde la eternidad posee con el Padre y el Espíritu Santo.

Por consiguiente, quien participe de Cristo, está en comunicación, por El, con la Trinidad y logra participar de la vida divina. Por tanto, la naturaleza humana de Cristo es para el hombre «la fuente inagotable de la santificación» 151, de la que le fluye la gracia increada. El Hijo de Dios hecho hombre es la comunicación de Dios en persona; en Él no sólo se vuelve a restaurar la relación entre Dios y el hombre, sino que mediante la encarnación es elevada a una altura que no había sido alcanzada jamás en el buen estado primigenio del ser humano antes del pecado original.


3. El significado de la muerte
    y la resurrección para la redención

Si la encarnación es tan importante para la redención, ¿qué papel representan entonces la muerte y la resurrección del Señor?

Occidente le da un fortísimo valor soteriológico a la muerte en la cruz y a la resurrección, o incluso –especialmente en el protestantismo– solamente al sufrimiento en la cruz 152. La doctrina de la redención basada en la satisfacción representativa (soteriología de la satisfacción) –cuya formulación clásica es de Anselmo de Canterbury 153 imprime un sello en la tradición teológica de occi-

  1. DH 302, cfr. P. Smulders, Dogmengeschichte und lehramtliche Entfaltung der Christologie, MySal I11, 1, 424-476.

  2. Cfr. Staniloae, Orthodoxe Dogmatik I, 255.

  3. Corbon, Liturgie aus dem Urquell 76.

  4. Cfr. Kunzler, Porta Orientalis 98 con sus correspondientes indicaciones de fuentes.

  5. Cfr. Greshake, Der Wandel der Erlösungsvorstellungen 84ss.

  6. Anselm von Canterbury, Cur Deus Homo — Warum Gott Mensch geworden. Texto latino y trad. alemana. Dir. y trad. por Franciscus Salesius Schmitt. Darmstadt 19864.

dente. Hoy en día se discute más bien acerca de la teología de la redención de Anselmo de Canterbury. Mientras que Von Balthasar destaca su valor permanente, y otros teólogos quieren proporcionale nuevos razonamientos, algunos persisten en su crítica sin reservas a la soteriología de la satisfacción 154.

Mientras que en Lutero la teología de la cruz determina incluso la doctrina de la gracia 155, en la cristiandad oriental, por el contrario, la doctrina de la gracia, esto es: de la comunicación de Dios con el hombre teniendo a la deificación como meta, caracteriza también la teología de la cruz. Así, la visión oriental y occidental de la redención a través de la cruz y de la resurrección de Jesús se complementan mutuamente.

En la cruz y en la resurrección de Cristo, la inclinación del Dios Trino al mundo y al hombre por amor alcanza una cima insuperable; aquí «alcanza la cima» aun si se interpreta en su reverso negativo: la muerte en la cruz del que se hizo hombre y su descenso a los infiernos abarcan el abismo más profundo del alejamiento de Dios, que es la última consecuencia del abandono, provocado por el pecado original, de la relación vivificadora con Dios por parte del hombre: la muerte. En este abismo absoluto, el que descendió a los infiernos salva a la naturaleza humana de la muerte y la vuelve a llevar a la vida. En este sentido, se puede hablar de una reconciliación del hombre a través de la cruz, no en el sentido de una reconciliación con el Padre enojado 156, sino del hombre caído en la muerte con el Dios Trino que es la vida misma: el hombre recupera su capacidad de vivir, porque Cristo le ha dado la posibilidad al hombre asentado «en las tinieblas y en las sombras de la muerte» de recuperar la relación con el Dios vivo, y le abrió el camino a la vida eterna. En la cruz y en el descenso a los infiernos «alcanza su cima» (negativa) la catábasis divina, que descendió hasta el reino de la muerte para erigir allí mismo la soberanía vivificadora del reino de Dios.

Si Cristo no es sólo hombre verdadero, sino también Dios verdadero, una de las personas de la Trinidad, entonces, ¿por quién sacrificó su vida en la cruz?; ¿a quién va dirigido el sacrificio eucarístico? En una oración de la celebración eucarística bizantina se dice de Cristo: «Pues Tú eres el que sacrifica y es sa-

  1. Cfr. H.U. von Balthasar, Herrlichkeit - Eine theologische Ästhetik, Vol. II, 1. Einsiedeln 19843, 217-263, especialmente 250-257; K. Kienzler, Die Erlösungslehre Anselms von Canterbury aus der Sicht des mittelalterlichen jüdisch-christlichen Religionsgesprächs, en H.P. Heinz/ K. Kienzler/ H.H. Petuchowski (Dirs.), Versöhnung in der jüdischen und christlichen Liturgie. Friburgo-Basilea-Viena 1990 (QD 124), 88-116.; Kunzler, Porta Orientalis 150-175.

  2. Cfr. Greshake, Der Wandel der Erlösungsvorstellungen 92. Sobre la dialéctica de Lutero entre la ira de Dios y su perdón cfr. Luther WA 18, 633, «Deus dum vivificat, facit illud occidendo, dum iustificat, facit illud reos faciendo, dum in coelum vehit, facit id ad infernum ducendo».

  3. Cfr. Greshake, Gottes Heil 101; Müller, Neue Ansätze 55.

crificado, el que recibe y es repartido» 157. La obra de Cristo, incluso su sacrificio en la cruz, sólo se puede interpretar con razón en sentido trinitario: si Cristo ofrece un sacrificio en la cruz (y en consecuencia en la eucaristía), lleva a cabo también un acto trinitario en su condición de actante del sacrificio, al introducir, como consecuencia última de la encarnación, en la vida divina la naturaleza humana, aceptada, separada de Dios por el pecado original y expuesta a la muerte, y al obsequiarle, por medio de este acto, con la vida 158.

Mediante su acto de sacrificio como sumo sacerdote, el crucificado, resucitado y ascendido a los cielos eleva al hombre caído en la muerte a la plenitud de vida de la Trinidad («elevar» en el sentido de «sacrificar», anapherein) 159. «Esto lo hizo una vez, ofreciéndose a sí mismo» (Hb 7, 27). La humanidad crucificada del Hijo eterno toma asiento en el trono de la Trinidad y es «hecho autor de la salud eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5, 9). «La historia no se concluye con la ascensión, al contrario: se extiende para su liberación definitiva» 160. Hasta el cumplimiento escatológico, la tensión del «ya» y del «todavía no» caracteriza entretanto el tiempo en el que todavía hay que morir, pero eri el que, por otra parte, resuena, cada año, el troparion pascual de la Iglesia bizantina: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, ha vencido a la muerte a través de la muerte y ha llevado nueva vida a los que yacen en sus sepulturas».

La resurrección es la consecuencia necesaria para todo ser humano que está en comunicación con el Dios vivo por medio de la naturaleza humana de Cristo como fuente de gracia que es. La cruz y la resurrección no son, por tanto, datos soteriológicos aislados, sino consecuencias lógicas de la renovación del hombre fundamentada en la encarnación. También aquí es válido el principio de la catábasis: según Evdokimov, toda acción de salvación del Trino tenía como fin la encarnación del Hijo con la consecuencia, inherente a ella, de la cruz, de la sepultura, del descenso al Hades y de la resurrección. Dios no reacciona sólo a la caída en la muerte del ser humano, sino que persigue el mismo objetivo que pretendería si el pecado original no se hubiese producido: la deificación del hombre, su aceptación en la plenitud de vida del Trino 161.

El Hijo, conforme a su naturaleza humana, comparte la muerte como cumplimiento del retraimiento humano en sí mismo y como acabamiento de cualquier relación. En cambio su divinidad —que no puede morir y que es una con el Padre y el Espíritu Santo— recupera en la humanidad muerta la relación

  1. Cfr. Kallis 100-101.

  2. Cfr. Meyendorff, Le Christ 273. Sobre la oración misma, cfr. Kucharek, Liturgy 480.

  3. Cfr. Staniloae, Dogmatik II, 102-120.

  4. Corbon, Liturgie aus dem Urquell 53.

  5. Cfr. P. Evdokimov, Die Frau und das Heil der Welt. Moers-Aschaffenburg 1989, 45ss.

vivificadora entre Dios y el ser humano, abarca toda la creación mortal y la introduce en la vida divina de la Trinidad, como se afirma en una oración de la liturgia de san Juan Crisóstomo: «En la sepultura estuviste con tu presencia corporal; en el reino de los muertos, con tu alma, como Dios; en el paraíso, con el ladrón; y en el trono, Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, consumándolo todo, inmensurable» 162.

Así, la relación vivificadora entre Dios y el hombre se renueva radicalmente a través de Cristo: como difunto, resume toda realidad, lo creado y lo no creado, ¡desde el reino de los muertos en los infiernos hasta el trono de la Trinidad! Esta síntesis de todo ser en el Cristo muerto del misterio del descenso a los infiernos es, al mismo tiempo, el principio de la pascua, como la representa el icono pascual bizantino: Cristo extiende las manos, incluso en los inflemos invita a la aceptación de la comunicación vivificadora; El resume el reino de los muertos en sí mismo; Él, que, al mismo tiempo, se encuentra en el paraíso con el ladrón y que está sentado en el trono con el Padre y el Espíritu Santo, consumándolo todo. La encarnación, la muerte en la cruz, el descenso a los infiernos, la resurrección y la ascensión son, vistos así, aspectos parciales de un único acto divino que acontece a través del Hijo, un único drama de la salvación que tiene como objetivo la elevación del hombre a la vida divina y que, por ello, puede definirse con el concepto de «sacrificio», si se entiende a partir del sentido de «elevación» («Anaphora»).


4. Christos leitourgos, el sumo sacerdote mediador

«Uno es Dios y uno el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, también hombre» (1 Tm 2, 5). Este mediador no es sólo el pregonero de la voluntad paterna o de un nuevo mandamiento, ni tampoco el maestro de una nueva idea o método del ascenso del hombre a Dios, sino, como una persona de la Trinidad que es, el sumo sacerdote mediador entre el Dios Trino y el ser humano.

Su acción mediadora consiste en la síntesis en su persona del mundo creado, apartado del Dios vivo con el fin de constituir su elevación sacrificial (anaphora) a través de la muerte a la plenitud de vida del Dios Trino. Esta síntesis se ha de comprender en el sentido del principio teológico que formuló Ireneo de Lyón 163 y que se extiende a lo largo de la teología de los padres de la

  1. Cfr. Kallis 104-105.

  2. Cfr. E Gahbauer, «O admirabile comrnercium». Relecture zweier Antiphoneninterpretationen, en ALw 27 (1985), 70-90.73, donde se hace alusión a Ireneo; cfr. igualmente N. Brox, Offenbarung, Gnosis und gnostischer Mythos bei Irenäus von Lyon, Salzburgo-Munich 1966, 184-188; P. Smulders, Dogmengeschichtliche und lehramtliche Entfaltung der Christologie, en MySal III, 1, Einsiedeln-Zürich-Colonia 1970, 406-411; W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie, Gütersloh 1964, 32-37.

Iglesia: «Quod non assumptum, non sanatum». Quien participa de la comunidad con él, conforme a su naturaleza humana como fuente de la gracia, a través de él participa de la comunidad con el Dios Trino, de donde le viene a él su plenitud de vida.

Por medio del logos, por quien todas las cosas fueron hechas (Jn 1, 3), que se hizo hombre verdadero, entra el Dios Trino en una relación viva con el ser humano. Por la síntesis en el Hijo, todo ha sido creado no sólo a través de él, sino también «por él mismo y en él mismo» (Col 1, 16). «En Él» ha sido creado todo; El es la síntesis precreacional de todas las criaturas, cuya profanidad, propia de su condición de criaturas, «a través de Él» ha sido tolerada, pero que no es el fin en sí mismo, sino el camino a una meta que igualmente se consigue «a través de El»: alcanzar la gloria «en El», la participación en la liturgia celestial de la complacencia eterna que las tres personas divinas sienten mutuamente. Todas las cosas, las del cielo como las de la tierra, encuentran el camino de la unidad bajo el mandato de Cristo (Ef 1, 10)16'. Cristo es el nuevo Adán cósmico que ofrece al Padre la creación resumida en Él 165, lo cual subraya una vez más el punto de vista anafórico del sacrificio. Un punto de vista similar aparece en la Carta a los romanos: «Porque de él, por él y en él son todas las cosas» (Rm 11, 36).

La síntesis escatológica de la creación bajo el mandato de Cristo está fundamentada, según Rm 6, 5, en la muerte en la cruz: «Porque si fuimos injertados en él por la semejanza de su muerte, lo seremos también por la de su resurrección». El original griego habla del «injerto» del ser humano en su muerte y en su resurrección. Quien está en comunidad con Cristo, quien en Jesucristo es «uno» con sus hermanos y hermanas (Ga 3, 28), quien ha encontrado el camino de la unidad en el nuevo Adán, ése tiene acceso al Padre «por él», en el que habita la plenitud de la divinidad (Col 1, 19). Una vez «injertado» en aquel cuya naturaleza humana es la fuente de la gracia increada, ya no hay nada que pueda separar al hombre de la comunicación con el Dios vivo, ni siquiera la muerte o los infiernos están apartados de ella desde que Cristo, como fuente de la divinidad, ha «abrazado» a la naturaleza humana, alejada de Dios y caída en la muerte, a toda, hasta los más profundos abismos de la existencia humana 166.

El hombre se redime, al recuperar por el Hijo, por la encarnación, por la muerte y por el descenso a los infiernos, la capacidad de recibir la gracia in-

  1. Cfr. Josef Ernst, Pleroma und Pleroma Christi. Geschichte und Deutung eines Begriffes der  paulinischen Antilegomena, Regensburg 1970 (Biblische Untersuchungen V), 154-172.

  2. Cfr. Lossky, Théol. myst. 133. Lossky se refiere a la obra de Von Balthasar, Kosmische Liturgie 267ss.

  3. Cfr. Corbon, Liturgie aus dein Urquell 51-53; Lossky, Théol. myst. 138.

creada, esto es: a Dios mismo, la cual brota como una fuente de la naturaleza humana de Cristo. Como tal fuente de la gracia increada, visible, comestible en las formas eucarísticas, oíble en su palabra, en pocas palabras: accesible a los sentidos que es, Cristo es el sacramento primigenio que proporciona la vida divina. Dado que no existe entre Dios y el ser humano ninguna comunicación que no acontezca por medio de su naturaleza humana asumida, Él es, como tal, el sumo sacerdote mediador, el liturgo por excelencia, por el cual, y no antes, puede tener lugar la obra divina para los muchos (Leitourgia) de introducir al ser humano –y por él a toda la creación– en la plenitud del Dios Trino.

La naturaleza humana de Cristo es un «sacramento» porque en persona está unida, inconfusa e indivisamente, a la divinidad. «Comoquiera que la condición humana de Jesús en todas las fibras de su ser y en su amorosa aprobación es "filial", es capaz de asumir las emociones más calladas y las heridas más íntimas de nuestra humanidad para verter dentro de ellas la vida del Padre. Las energías deificadoras del cuerpo de Cristo nos comprehenderán de aquí en adelante en todo nuestro ser, todo nuestro "cuerpo". Sea la que sea la realidad física nuestra que el Señor asuma: el agua, el pan, el vino, el aceite, el hombre y la mujer, el corazón compungido, se apropia de ella en su cuerpo creciente y la hace irradiar con vida desde él. Lo que denominamos sacramentos, son en realidad acciones divinizadoras del cuerpo de Cristo en nuestra condición humana. Con total realismo espiritual, estas energías son sacramentales, de otro modo no podrían divinizarnos. Nosotros podemos recibir el espíritu de Cristo sólo porque El toma nuestro cuerpo en sí mismo. En cierto modo, Jesucristo todavía no pudo alcanzar la madurez plena de su poder divinizador durante su vida en la tierra: estaba limitado en sus relaciones, no sólo por su cuerpo, sino también por su mortalidad. Desde que venció a la muerte, las barreras están superadas y derribadas. En este sentido, el cuerpo de Cristo se convierte en sacramental en el sentido total del término, por su cruz y su resurrección. "Por su ascensión", nos dice Ambrosio, "Cristo aborda sus misterios", esto es: en sus energías sacramentales. Este traspaso era la pascua. Aun cuando desde la encarnación es un sacramento, el cuerpo de Cristo, si bien ya es un sacramento desde la encarnación, llega a serlo completa e ilimitadamente en su resurrección y ascensión; desde entonces existe para siempre el sacramento de la comunión entre Dios y los hombres» 167.

Esta perpetua obra del liturgo Cristo en las acciones litúrgicas de la Iglesia es, según Casel, un «misterio» por un tercer sentido. En primer lugar, es el «misterio» del Dios vivo, que habita en la luz inaccesible; luego, la revelación

167. Corbon, Liturgie aus dein Urquell, 76.

de Dios en la encarnación de su Hijo. «Cristo es el misterio personal, porque Él revela la incontemplable divinidad en su carne». Todo lo que Cristo hizo y dijo, es un «misterio» en ese sentido, pero, sobre todo, la cruz y la resurrección del Señor. Si bien, puesto que Cristo no es el mediador de una doctrina o de una orden, puesto que no es un maestro divino, sino el redentor mediante un acto de salvación, de este modo, Cristo prosigue su acto de salvación en el seno de la Iglesia. «Así, el "misterio" asume un tercer sentido, unido estrechamente a los dos primeros significados que, a su vez, son uno. Desde que Cristo ya no es visible entre nosotros, "lo visible en el Señor ha pasado a los misterios", como lo ha expresado León Magno. Nosotros encontramos su persona, sus actos de salvación, sus obras de gracia, en los misterios del culto, como dice san Ambrosio: "Te encuentro en los misterios..."» 168

168. Casel, Kultnlysterium, 19.

Michael Kunzler
La Liturgia de la Iglesia

 

BIBLIOGRAFÍA

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