CALLAR, ESCUCHAR
SILENCIO/ESCUCHA


El silencio—callar y escuchar—es uno de los gestos simbólicos 
menos entendidos (y practicados) de nuestra liturgia. 

Hasta parece poco coherente con la consigna general de la reform 
litúrgica: ¿no se trata de "participar activamente" en la celebración? 

Sin embargo, la Constitución de Liturgia (SC 30) ya ponía como uno 
de los medios "para promover la participación activa", además de las 
respuestas, cantos y gestos, también el silencio. Y los documentos 
siguientes no se cansan de recordarnos que "también, como parte de 
la celebración, ha de guardarse a su tiempo el silencio sagrado" (IGMR 
23). 

En una reciente encuesta, de este mismo año 1984, ha aparecido 
que el entretenimiento preferido de los españoles es precisamente... el 
charlar con los demás. ¿Somos capaces de hacer silencio? Esto tiene 
particular sentido en la celebración, donde el escuchar en silencio 
puede ser un gesto simbólico de nuestra fe interior y de nuestra 
verdadera participación en lo que celebramos. 

Saber escuchar

"Escucha, Israel" (Deut 6,4). ¿No es esta la primera actitud de fe en 
la presencia de Dios?

La liturgia nos educa a la escucha. No sólo cuando Dios, a través de 
los lectores, nos transmite el mensaje de su Palabra, sino también 
cuando el sacerdote presidente dirige a Dios en nombre de todos su 
oración. La actitud de la comunidad cristiana—ministros y fieles—es la 
de escucha atenta: "las lecturas de la Palabra de Dios deben ser 
escuchadas por todos con veneración" (IGMR 9), "la Plegaria 
Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y en silencio" 
(IGMR 55 h)... 

ESCUCHAR/QUE-ES: Escuchar es hacer propio lo que se proclama. 
No es algo pasivo: por medio de este silencio los fieles no se ven 
reducidos a asistir a la accion litúrgica como espectadores mudos y 
extraños, sino que son asociados mas intimamente al Misterio que se 
celebra, gracias a aquella disposicion interior que nace de la Palabra 
de Dios escuchada... y de la unión espiritual con el celebrante en las 
partes que dice él mismo" (Musicam sacram 17).

Es una actitud positiva, activa. Escuchar es algo más que oir. Es 
atender, ir asimilando lo que se oye, reconstruir interiormente el 
contenido del mensaje. Y eso es la fuente y el alimento de la fe: "la fe 
va siendo actuada sin cesar por la audición de la Palabra revelada" 
(OLM 47) "La Iglesia se edifica y va creciendo por la audición de la 
Palabra de Dios" 

La comunidad cristiana es fundamentalmente una comunidad que 
escucha. Es la primera forma de fe y de oración, antes que decir 
palabras o entonar cantos. Y es la actitud más cristiana: escucha el 
que es humilde, el que reconoce que no lo sabe todo, que es "pobre" 
en la presencia de Dios y de los demás. El autosuficiente y el orgulloso 
no escuchan. 

Silencio ante el Misterio

Si en general nuestra ajetreada vida actual necesita espacios de 
calma y silencio, también en la celebración litúrgica se echa de menos 
a veces un clima más favorable de encuentro con el Misterio que 
celebramos. 

No se trata, evidentemente, del mutismo de uno que no quiere 
cantar o participar en la oración de la comunidad, refugiándose en su 
interioridad. Es el silencio del que precisamente está más atento y 
participa en lo que se dice y se hace. 

El silencio es un viaje al interior y a la realidad más profunda de lo 
que se celebra. Es nuestro gesto simbólico de reverencia ante el 
Misterio La presencia de Cristo Jesús, y el protagonismo de su 
Espiritu, producen —si se captan en profundidad— radicalmente un 
silencio de alabanza y comunión. El Misterio es siempre inefable. 
Luego, en el momento adecuado brotarán de nuestros labios la 
palabra y el canto, la alabanza y la súplica.

El sentido del Misterio es básico en la celebración cristiana. Es el 
alma de toda oración. La actitud de silencio, exterior e interior, y de 
escucha atenta, es la que hace posible la experiencia de ese Misterio. 

El silencio es la apertura a Dios, a la comunidad con la que 
compartimos la oracion, y hasta un reencuentro consigo mismo. 

Al que sabe callar y hacer silencio, todo le habla, todo le resulta 
elocuente. El Misterio se le hace accesible como encuentro y 
comunión. Sólo el silencio activo, y compartido con la comunidad, en 
armónica conjuncion con los momentos de palabra, de canto, de 
acción, hacen posible hacer propio lo que todos celebramos. Es un 
ritmo y una proporción admirable: del "yo" pasamos al "nosotros", para 
volver continuamente al "yo", más enriquecido y madurado. La liturgia 
es comunitaria, pero no impersonal. 

Por eso el silencio—a veces exterior, siempre interior—es algo 
connatural a la oración. Precisamente porque nuestras celebraciones 
constan de muchas palabras, deben valorar también el silencio. Para 
favorecer el encuentro en profundidad con el Cristo presente y las 
actitudes propias de celebración: alabanza, petición, acción: todo ello 
en espíritu y verdad. El silencio fomenta la sinceridad. 

La palabra brota del silencio

SILENCIO/PALABRA: El silencio interior del que sabe escuchar es el seno donde germina y brota al exterior la palabra, si no quiere ser vacía o mero sonar de viento. 

La devaluación de la palabra se debe a su facilidad, a su inflación 
creciente. No brota del silencio. Manipulamos con ella y la convertimos 
en mero nominalismo. Sólo dice palabras llenas y puede dialogar el 
que sabe callar y escuchar. 

Cristo comparó la palabra a una semilla, que cae en la tierra y en 
secreto germina y madura. 

Toda palabra, y sobre todo la que pronunciamos en nuestra 
celebración, debe estar precedida, acompañada y seguida de la 
escucha y el silencio. 

Sí, también "acompañada". La palabra no tiene por que romper el 
silencio interior. Una oración, un canto, incluso una homilía, si son 
validos, deben estar en el fondo atravesados de silencio: en el caso de 
la homilía, lo principal de ella es que deje resonar sobre la comunidad 
y sobre el mismo que la pronuncia a la Palabra de Dios. El silencio no 
es algo que ejercitamos sólo cuando dejamos de decir cosas. Tambien 
cuando rezamos o cantamos el silencio interior es la condición de que 
lo que pronuncian nuestros labios sea algo nuestro, vivido, y no mera 
rutina o fórmula. Cuando decimos "aleluya", "amén", o "Padre, 
nuestras palabras tienen sentido si las decimos desde dentro, si 
brotan desde la unidad interior de nuestra persona, vigilante, atenta, 
creyente.

El silencio en nuestra celebración

Como en otros campos de nuestra vida—los "minutos de silencio" 
como manifestación de solidaridad en el dolor, o los momentos densos 
de silencio en un concierto musical— también en nuestras 
celebraciones el silencio puede ser una de las formas más expresivas 
de nuestra participacion. 

Cuando el Viernes Santo comienza el rito con la entrada silenciosa y 
la postracion del presidente, sin canto de entrada ni saludo, ese 
silencio se convierte en un signo elocuente de respeto y homenaje al 
Misterio celebrado ese día, que no puede superarse con palabras y 
músicas. 

Cuando el Obispo impone las manos en silencio sobre la cabeza de 
los ordenados, sin ninguna intervención de canto o de moniciones en 
ese momento, el gesto adquiere una densidad que no necesita 
muchas explicaciones.

Hay silencios que quieren movernos a la concentración y al 
recogimiento, como al comienzo de la celebración—con un momento 
de calma o de música ambiental suave—, o cuando somos invitados al 
acto penitencial, o cuando después de la recomendación "oremos" 
hacemos una breve pausa antes de que el presidente diga la oración. 
"El sacerdote invita al pueblo a orar: y todos, a una con el sacerdote, 
permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de estar en 
la presencia de Dios y formular mteriormente sus "súplicas" (IGMR 32) 
.................. 

Hay otros silencios que buscan crear una atmósfera de 
interiorización y de apropiación, como después de haber acudido a 
comulgar con el Cuerpo y Sangre del Señor. Es un silencio de 
"posesión" agradecida, de alabanza interior. El Misal recomienda unos 
momentos de silencio tanto antes como despues de la comunión: 
antes, el sacerdote dice "en secreto una oración, y "los fieles hacen lo 
mismo, orando en silencio" (IGMR 56 I); despues pueden orar un rato 
recogidos" (IGMR 56 j). Son momentos en que todos son invitados a 
"entrar en sí mismos y meditar o alabar y rezar a Dios en su corazón", 
como dice el Directorio de las Misas con niños (DMN 37).

El silencio, en otros momentos, nos permite un clima de meditación 
en lo que acabamos de escuchar o de decir: así después de las 
lecturas y de la homilía (IGMR 23), o después de haber recitado un 
salmo (IGLH 112). Este espacio de silencio quiere "lograr la plena 
resonancia de la voz del Espintu Santo en los corazones y unir más 
estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz 
pública de la Iglesia... después de cada salmo... o después de las 
lecturas" (IGLH 202).

Hay silencios que no pretenden otra cosa que el descanso y la 
espera, un ambiente de calma y respiro, como es el momento del 
ofertorio. 

Otros muchos ejemplos podríamos poner en que los mismos libros 
litúrgicos invitan a una discreta restricción de la palabra y la música, 
para favorecer la sintonía con lo celebrado. En la Cuaresma hacemos 
un cierto ayuno de música. En las exequias no deberían abundar las 
palabras y los ritmos musicales. El saber captar el mudo discurso de 
una Cruz, o el mensaje gozoso de una imagen, o la expresiva intención 
de una acción simbólica, es un regalo que proviene del ejercicio del 
silencio y del saber escuchar. 

Otras consecuencias prácticas

No deberíamos llenar de palabras y de sonidos la celebración. A eso 
contribuyen las cataratas de moniciones, con sus exhortaciones 
moralizantes, que en vez de ayudar a la sintonía verdadera con lo que 
celebramos, a veces la hacen imposible. El oído es el sentido más 
bombardeado en nuestra liturgia. Habría que procurar que no se 
pasara la raya de la buena pedagogía: la liturgia no es una clase de 
catequesis, sino una celebración. Y la celebración, ante todo, es 
comunión. 

Un ejemplo práctico: si al final de la primera lectura de la Misa, en el 
breve momento de silencio previsto, alguien se siente obligado a decir 
en voz alta qué página del cantoral debemos buscar para el salmo, o 
durante el prefacio se ilumina el letrero electrónico indicándonos qué 
"Sanctus" debemos ya preparar, se rompe de una manera lastimosa la 
necesaria actitud de escucha y de meditación. 

El salmo responsorial es mucho mejor que no lo digan todos, sino 
que vayan respondiendo con un estribillo (cantado, a ser posible) a lo 
que canta o recita un solista, el salmista. Y ello con músicas no 
demasiado ruidosas, sino que permitan el clima de meditación que es 
propio de este salmo.

En el ofertorio tenemos uno de los momentos en que normalmente 
—excepto cuando se hace la procesión con los dones—se apetece 
más un espacio de sosiego y silencio. Según el Ordo Missae, las 
oraciones de presentación de los dones, las dice el sacerdote "en 
secreto", o sea, en silencio (aunque si le parece oportuno también las 
puede decir alguna vez en voz alta). Entre el espacio de la Palabra y el 
de la Plegaria Eucarística, ambos ciertamente densos, un momento de 
calma le da un respiro a la comunidad. 

Hay que permitir a nuestras celebraciones un cierto tono de 
contemplación y serenidad, sin caer en la tentación de una excesiva 
creatividad y cambios continuos. Habría que tener más confianza en 
los textos y ritos mismos, que están pensados—si se realizan 
bien—para conducir suavemente a la sintonía interior. Es interesante 
observar que hay ciertas oraciones y respuestas, que los mismos 
libros invitan a que alguna vez se sustituyan sencillamente por unos 
momentos de silencio. Asi la respuesta a las intenciones de la Oración 
Universal (IGMR 47) y hasta el mismo salmo responsorial (DMN 46). 

No se trata de crear largos vacíos de silencio (cfr. IGLH 202): la 
Liturgia no es un tiempo para la "oración personal silenciosa", que en 
otros ámbitos sí debemos ser capaces de realizar. Ni se trata de volver 
a "la Misa en silencio" o a la Plegaria Eucarística en secreto, como 
antes. Al contrario, se trata de favorecer el que esta Plegaria—y las 
otras oraciones y lecturas—sean escuchadas en las mejores 
condiciones por parte de la comunidad, no estorbada ni por glosas 
superfluas ni por acompañamientos musicales (cfr. IGMR 12). 

¿Hay que recordar a los ministros, y en particular al presidente, que 
son ellos los que más ejemplo deben dar de actitud de escucha? Hace 
años, en la reunión de secretarios nacionales de liturgia de toda 
Europa, se trató del tema de la "interiorización en la liturgia". El 
profesor B. Fischer, en su comunicación, enumeró las condiciones 
para la misma. Además de invitar a una comprensión más teológica de 
la liturgia (como acción de Cristo y de su Espíritu, antes que nuestra) y 
al tono de adoración meditativa, también apuntaba: "hay una exigencia 
decisiva: el que preside debe dar la impresión de estar penetrado de 
silencio y de orar él mismo y de introducir a los participantes en la 
oración ahorrándose las excesivas exhortaciones" (cfr. informe de A. 
Pardo, Phase 1978, p. 338). "El que preside... escucha él también la 
Palabra de Dios proclamada por los demás" (OLM 38). 

Si el presidente, durante las lecturas que hacen otros ministros, se 
entretiene buscando sus papeles o repartiendo encargos a sus 
ayudantes, no favorece precisamente la actitud de fe de los demás. Si 
después de la comunión se dedica a limpiar los vasos sagrados, en 
vez de dejarlos para después (ahora el Misal sugiere: "eaque, post 
Missam, populo dimisso, purificare", cfr. IGMR 138), poco podrá 
participar de la intención que tiene ese breve momento de silencio... 


Habla, Señor, que tu siervo escucha

La justa proporción entre palabra, canto, gesto, movimiento y 
silencio es fundamental para una buena celebración. 

Y en concreto saber hacer silencio, saber escuchar, da profundidad 
a nuestra oración. Es la actitud clásica de fe del joven Samuel: "habla, 
Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3,10).

Pero no se puede escuchar si no hay silencio interior y si el ritmo de 
la celebración no rezuma serenidad. 

Esto requiere aprendizaje, fuera y dentro de la celebración. No sé 
qué ayuda más a qué: si el saber escuchar a los demás en la vida 
diaria nos educa para escuchar a Dios, o si el ejercicio de escuchar la 
Palabra de Dios o del presidente nos entrena para saber escuchar a 
los demás fuera de la iglesia... 

Es el clima de paz y serenidad lo que hay que lograr, huyendo a la 
vez de la precipitación y de la aburrida lentitud. "La liturgia de la 
Palabra se ha de celebrar de manera que favorezca la meditación, y 
por esto hay que evitar totalmente cualquier forma de apresuramiento 
que impida el recogimiento" (OLM 28). No es superfluo insistir en el 
daño que pueden causar a esta calma y a este silencio interior las 
megafonías exageradas, las músicas agresivas, y sobre todo las 
apabullantes intervenciones de los ministros: hay comentaristas que 
realizan un "pressing" insistente que aturde a los presentes, 
impidiendo la atmósfera esponjada y gozosa que la acción litúrgica 
requiere. 

Naturalmente que no basta con escuchar: "poned por obra la 
Palabra y no os contentéis sólo con oirla" (Sant 1,22). Pero escuchar 
es el camino para la asimilación y el compromiso. Sobre todo si el 
equipo animador favorece una audición fácil y densa. 
Un buen deseo: que se haga realidad para todos lo que afirma el 
profeta: "mañana tras mañana (el Señor) despierta mi oído para 
escuchar como los discípulos" (Is 50,4). 

JOSÉ ALDAZABAL
GESTOS Y SÍMBOLOS (I)
Dossiers CPL 24
Barcelona 1986.Págs. 81-87

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2. Carta del Arzobispo

El silencio y la palabra 

Empiezo por el silencio, porque a él están especialmente dedicadas 
las líneas que siguen. Pero, Àcómo separarlo de su polo opuesto o, 
mejor, de su alternativa natural que es la palabra? Ya que, apenas 
puestos a pensar, descubrimos a la primera que el silencio y la 
palabra, lejos de oponerse entre sí, son las dos caras de una misma 
moneda que se implican la una con la otra, como la sombra con la luz.
Sólo pueden guardar silencio aquellos seres que tienen la 
capacidad de hablar. No cabe, por eso, afirmarse tal cosa, salvo en 
sentido figurado, de las piedras, los árboles o la luna. La naturaleza en 
su conjunto, aunque favorece, por su belleza y majestad, el silencio 
contemplativo, ella, de suyo, ni calla ni habla. Lo mismo ocurre, a su 
vez, aunque de forma distinta, con los animales. Estos, ciertamente 
pían, graznan, ladran, aullan, relinchan o rugen, pero sólo se entiende 
en ellos el silencio como dejar de proferir los sonidos propios de su 
especie. Si no hay palabras, no hay silencio.

El misterio del ser humano, en una de sus más acusadas 
expresiones, estriba precisamente en que, antes y después de 
conversar, cantar o gritar, circulan constantemente por su espíritu 
ideas, sentimientos, añoranzas y anhelos, tan reales y tan propios 
como los que afloran al exterior en la conversación con otras 
personas. Es más, su interioridad está poblada a menudo por palabras 
no pronunciadas que en casos agudos le hacen incluso hablar solo. 
La procesión más personal, y no siempre transferible, va siempre por 
dentro.

No basta, sin embargo, con callarse o tragarse, sin más, todo eso, 
para convertirnos en personas que saben cultivar provechosamente 
su silencio. Existe el silencio del durmiente y del despistado, del 
aburrido y del trabajador autómata. Los sabios cultivadores de la 
serenidad interior saben guardarse a la par de los ruidos callejeros y 
de la algarabía de la propia imaginación, de las sacudidas 
emocionales, de la pereza mental y del vacío religioso.

Pienso a veces que, lo mismo que nuestros padres y maestros nos 
enseñaron a hablar en los primeros años de la infancia, así haría falta 
también una enseñanza y un aprendizaje del silencio como tal, 
entendido como una actividad interior de la persona humana que la 
desarrolla y enriquece. Un silencio consciente que alimenta nuestras 
palabras y se nutre de ellas, ya sean las propias ya las ajenas.

Silencio para escuchar
Un silencio, ante todo, para escuchar. "Los españoles, me decía en 
mis años mozos mi viejo amigo alemán, Peter Erhard, no podéis 
aprender bien un idioma extranjero porque, para ello, es preciso 
escuchar primero y hablar después; pero vosotros habláis antes". El 
bueno de Peter era tan caritativo que repartía entre todos los 
españoles el defecto descubierto en mí. Pero, es verdad; sin el silencio 
de la escucha nadie aprendería ni tan siquiera el propio idioma 
materno. A los bebés les ayuda el no poder expresarse, para 
escuchar, sin réplica, miles de veces los secretos de la lengua 
materna.

Valga esta lección para otros muchos órdenes de la vida, en los que 
el silencio de la escucha, guardando el turno en la conversación, 
favorece una preciosa experiencia humana: la comunicación fluida 
entre dos personas, necesitadas una y otra de escuchar y de ser 
escuchadas. Así en la intimidad de los esposos, en el trato entre 
amigos, en la convivencia entre miembros de una comunidad 
consagrada, en la fe compartida por un grupo de creyentes. ¿Ven 
ustedes cómo desde el silencio hemos entrado en la palabra que, para 
que alguien la pronuncie, alguien la tiene que escuchar, cuanto más 
callado, mejor? Aunque no es lo mismo silencio que soledad, la 
segunda, siquiera sea en forma de recogimiento personal o de 
disminución del ruido ambiente, contribuye a la vivencia rica y 
gratificante del propio silencio. Pregúntenselo, si no, a un compositor 
de música, a un científico de laboratorio, a una madre con su niño 
dormido, a un monje contemplativo. La escucha silenciosa, a la que 
acabo de referirme, alcanza sus mejores quilates cuando se aguzan 
los oídos interiores para percibir el murmullo de las aguas profundas 
de nuestro yo; cuando los ojos del alma se reflejan, con luz misteriosa, 
en las aguas cristalinas de la propia conciencia. Y, cuando esa luz es 
la de la fe bautismal, entonces lo que se vislumbra, en lo más íntimo y 
sagrado de nuestro ser, es el rostro amoroso de Dios Padre.

Silencio para orar
A partir de esa experiencia, el silencio religioso es en nosotros 
exactamente lo contrario del vacío. La contemplación filial y 
estremecida de su presencia, la escucha atenta y reverente de su 
palabra con el corazón abierto a su amor, es el quehacer más noble y 
más fecundo de un creyente cristiano. Bien está la escucha fraterna 
de nuestros semejantes; bien, nuestra propia concentración interior; 
pero mejor, inmensamente mejor, estar a la espectativa como Elías y, 
tras el viento huracanado, tras el enorme terremoto, tras el fuego 
abrasador, percibir "un ligero y blando susurro", signo de la presencia 
y la palabra salvadora de Yahve: ÀQué haces, Elías? (Cfr.1Re, 11-14). 
Al igual que en la escena misteriosa del joven Samuel, que escucha 
unas llamadas en el silencio de la noche hasta que, a la tercera, 
percibe la presencia divina y exclama rendido: "Habla, Señor, que tu 
siervo escucha" (1Sam. 3,10).

Jesús, por su parte, nos recomienda entrar en nuestra cámara y 
cerrar la puerta para hablar con el Padre "que ve en lo escondido" (Mt. 
6,6); y alabó la escucha silenciosa de sus palabras por María hermana 
de Lázaro. "Ella, dijo, ha escogido la mejor parte" (Lc.10,42).

Terapia contra el ruido
¿A quién se le ocurre, pensará más de uno, si ha leído lo escrito 
hasta aquí, exponer cosas tan subidas para los aturdidos ciudadanos 
de esta irónica "cultura del ruido"? Ciclomotores del infierno, sirenas 
de bomberos y hospitales, aviones sobre las azoteas, por no hablar de 
baterías, timbales y maracas, estruendo de noche y de día, decibelios 
de ferias y discotecas hasta la reistencia misma del tímpano. Epoca 
trepidante y alocada por la contaminación del ruido. ¿El silencio? 
¡Quién lo tuviera a su alcance! Pero, ya, ya. Son infinitos los que ya no 
resisten el silencio, que para ellos es sinónimo de aburrimiento mortal 
y hasta de crispación. En esas estamos, pero, perdónenme; el abajo 
firmante no se rinde. Necesitamos el silencio como oxígeno del alma. 
Silencio de la lectura, del paseo por el campo, de la contemplación del 
mar, del sótano acogedor, la buhardilla coqueta o la terracita apartada 
de nuestra casa. Y, por supuesto, el recogimiento de la ermita, de la 
capilla del sagrario, de una casa de retiro, ojalá que con frecuencia y 
con intensidad.

Silencio fértil. Soledad sonora.

ANTONIO MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
9 de Febrero 1997

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3. ESCUCHAR

No deja de ser verdad que cada época tiene su propio vocabulario y 
acentúa determinadas actitudes en la forma de vivir cada hecho o 
cada situación. Esto también ocurre por lo que respecta a la liturgia. 
Por eso, en nuestro tiempo, en que se ha considerado necesario 
insistir en la "participación activa» de los fieles en la liturgia, se 
recuerda con frecuencia todo lo que se debe hacer. Y eso es positivo. 

No obstante, para no caer en una inevitable ley del péndulo, 
conviene que no olvidemos nada cuando digamos "qué debemos 
hacer!'. Por eso es bueno recordar que al final del n. 30 de la 
Constitución de Liturgia, con quien no quiere la cosa, se indica: "Debe 
guardarse también a su debido tiempo un silencio sagrado". 
Así pues, la cuestión es cómo traducimos de una manera 
comprensible esta "participación" desde el silencio. Quizás, en este 
contexto, una forma clara de responder a la pregunta que con 
frecuencia se plantea sobre "qué debo hacer cuando voy a misa" sería 
esta tan elemental: "¡Escuchar!". 

En realidad, la primera actitud del cristiano que participa de una 
acción litúrgica es la de escuchar, la de saber escuchar, la de poner 
todos los sentidos -valga la expresión- en la escucha. De ahí irán 
tomando sentido las demás formas de actuar. 

Nos hemos acostumbrado tanto a decir: "¿Queréis hacer el favor de 
escucharme?", que nos cuesta de decir: "Por favor, hablad, que os 
escucharé". Es cuestión de conversión. Es cuestión de entender que 
debemos entrar en la liturgia dispuestos a escuchar, a escuchar la voz 
de Dios, a escuchar a la Iglasia orando a su Señor, a escuchar la voz 
del Espiritu para dejarse llevar por éI hasta lo más íntimo del misterio 
de la liturgia. 

Sólo aquel que, desde la fe, escucha con todo el corazón, podrá 
cantar, dialogar, responder con una fe activa para participar a fondo 
en la acción santa a la que está incorporado. Escuchemos, pues. Lo 
demás se nos dará por añadidura. 

JOSEP URDEIX
MISA DOMINICAL 1999/09/52

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4. PD/ESCUCHA 

ESCUCHAR LA PALABRA
Ante la Palabra de Dios que se proclama en nuestras 
celebraciones, debemos poner en marcha una serie de actitudes y 
medios pastorales, para que no produzca sólo un 30% de fruto, sino el 
100%.

Muchas veces hemos hablado del ministerio de los lectores: saber 
proclamar bien las lecturas ante la asamblea es uno de los factores 
que más favorecen -o estorban- el que la comunidad pueda acoger y 
asimilar la Palabra.

Hoy reproducimos unos sencillos pero profundos consejos para los 
oyentes: para la comunidad y su actitud de escucha. Nos las ha 
enviado (juntamente con otras para los lectores) el párroco de la 
Sagrada Familia de Avila.

1. Hay que oir con atención. A esto se le llama escuchar.

2. Mientras uno escucha, debe tener abiertos, además de los oídos 
del cuerpo, los del corazón. Los oídos del cuerpo, bien abiertos, nos 
ayudan a percibir claramente los sonidos de las palabras. Los oídos 
del corazón hacen que nos demos cuenta de su significado.

3. Para poder escuchar es necesario estar pendiente sólo de la 
Palabra. Si se tienen entre manos otras cosas, la Palabra de Dios 
resbala sobre nosotros como el agua sobre la piedra.

4. Debemos considerar la Palabra de Dios como un beneficio 
especial que nos enriquece absolutamente. Se gana más escuchando 
la Palabra de Dios, mientras nos habla, que dirigiéndonos a él con 
nuestras palabras, por muy bellas que sean.

5. Hay que ir aprendiendo poco a poco a guardar silencio, exterior e 
interior, para poder escucharle.

6. Es bueno decirle a Dios, de vez en cuando, lo que le dijo el joven 
Samuel: "habla, Señor, que tu siervo escucha".

7. Y mejor aún, hacer como la Virgen Maria, que escuchaba la 
Palabra de Dios y la guardaba en su corazón, para pensar sobre ella y 
ponerla en práctica. Ella nos dio la mejor consigna a los que 
escuchamos la Palabra de Dios: "hágase en mi según tu Palabra".

8. Por eso, si es importante leer bien la Palabra de Dios, también lo 
es saber escucharla.