CALLAR, ESCUCHAR
SILENCIO/ESCUCHA
El silencio—callar y escuchar—es uno de los gestos simbólicos
menos entendidos (y practicados) de nuestra liturgia.
Hasta parece poco coherente con la consigna general de la reform
litúrgica: ¿no se trata de "participar activamente" en la celebración?
Sin embargo, la Constitución de Liturgia (SC 30) ya ponía como uno
de los medios "para promover la participación activa", además de las
respuestas, cantos y gestos, también el silencio. Y los documentos
siguientes no se cansan de recordarnos que "también, como parte de
la celebración, ha de guardarse a su tiempo el silencio sagrado" (IGMR
23).
En una reciente encuesta, de este mismo año 1984, ha aparecido
que el entretenimiento preferido de los españoles es precisamente... el
charlar con los demás. ¿Somos capaces de hacer silencio? Esto tiene
particular sentido en la celebración, donde el escuchar en silencio
puede ser un gesto simbólico de nuestra fe interior y de nuestra
verdadera participación en lo que celebramos.
Saber escuchar
"Escucha, Israel" (Deut 6,4). ¿No es esta la primera actitud de fe en
la presencia de Dios?
La liturgia nos educa a la escucha. No sólo cuando Dios, a través de
los lectores, nos transmite el mensaje de su Palabra, sino también
cuando el sacerdote presidente dirige a Dios en nombre de todos su
oración. La actitud de la comunidad cristiana—ministros y fieles—es la
de escucha atenta: "las lecturas de la Palabra de Dios deben ser
escuchadas por todos con veneración" (IGMR 9), "la Plegaria
Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y en silencio"
(IGMR 55 h)...
ESCUCHAR/QUE-ES: Escuchar es hacer propio lo que se proclama.
No es algo pasivo: por medio de este silencio los fieles no se ven
reducidos a asistir a la accion litúrgica como espectadores mudos y
extraños, sino que son asociados mas intimamente al Misterio que se
celebra, gracias a aquella disposicion interior que nace de la Palabra
de Dios escuchada... y de la unión espiritual con el celebrante en las
partes que dice él mismo" (Musicam sacram 17).
Es una actitud positiva, activa. Escuchar es algo más que oir. Es
atender, ir asimilando lo que se oye, reconstruir interiormente el
contenido del mensaje. Y eso es la fuente y el alimento de la fe: "la fe
va siendo actuada sin cesar por la audición de la Palabra revelada"
(OLM 47) "La Iglesia se edifica y va creciendo por la audición de la
Palabra de Dios"
La comunidad cristiana es fundamentalmente una comunidad que
escucha. Es la primera forma de fe y de oración, antes que decir
palabras o entonar cantos. Y es la actitud más cristiana: escucha el
que es humilde, el que reconoce que no lo sabe todo, que es "pobre"
en la presencia de Dios y de los demás. El autosuficiente y el orgulloso
no escuchan.
Silencio ante el Misterio
Si en general nuestra ajetreada vida actual necesita espacios de
calma y silencio, también en la celebración litúrgica se echa de menos
a veces un clima más favorable de encuentro con el Misterio que
celebramos.
No se trata, evidentemente, del mutismo de uno que no quiere
cantar o participar en la oración de la comunidad, refugiándose en su
interioridad. Es el silencio del que precisamente está más atento y
participa en lo que se dice y se hace.
El silencio es un viaje al interior y a la realidad más profunda de lo
que se celebra. Es nuestro gesto simbólico de reverencia ante el
Misterio La presencia de Cristo Jesús, y el protagonismo de su
Espiritu, producen —si se captan en profundidad— radicalmente un
silencio de alabanza y comunión. El Misterio es siempre inefable.
Luego, en el momento adecuado brotarán de nuestros labios la
palabra y el canto, la alabanza y la súplica.
El sentido del Misterio es básico en la celebración cristiana. Es el
alma de toda oración. La actitud de silencio, exterior e interior, y de
escucha atenta, es la que hace posible la experiencia de ese Misterio.
El silencio es la apertura a Dios, a la comunidad con la que
compartimos la oracion, y hasta un reencuentro consigo mismo.
Al que sabe callar y hacer silencio, todo le habla, todo le resulta
elocuente. El Misterio se le hace accesible como encuentro y
comunión. Sólo el silencio activo, y compartido con la comunidad, en
armónica conjuncion con los momentos de palabra, de canto, de
acción, hacen posible hacer propio lo que todos celebramos. Es un
ritmo y una proporción admirable: del "yo" pasamos al "nosotros", para
volver continuamente al "yo", más enriquecido y madurado. La liturgia
es comunitaria, pero no impersonal.
Por eso el silencio—a veces exterior, siempre interior—es algo
connatural a la oración. Precisamente porque nuestras celebraciones
constan de muchas palabras, deben valorar también el silencio. Para
favorecer el encuentro en profundidad con el Cristo presente y las
actitudes propias de celebración: alabanza, petición, acción: todo ello
en espíritu y verdad. El silencio fomenta la sinceridad.
La palabra brota del silencio
SILENCIO/PALABRA: El silencio interior del que sabe escuchar es el seno donde germina y brota al exterior la palabra, si no quiere ser vacía o mero sonar de viento.
La devaluación de la palabra se debe a su facilidad, a su inflación
creciente. No brota del silencio. Manipulamos con ella y la convertimos
en mero nominalismo. Sólo dice palabras llenas y puede dialogar el
que sabe callar y escuchar.
Cristo comparó la palabra a una semilla, que cae en la tierra y en
secreto germina y madura.
Toda palabra, y sobre todo la que pronunciamos en nuestra
celebración, debe estar precedida, acompañada y seguida de la
escucha y el silencio.
Sí, también "acompañada". La palabra no tiene por que romper el
silencio interior. Una oración, un canto, incluso una homilía, si son
validos, deben estar en el fondo atravesados de silencio: en el caso de
la homilía, lo principal de ella es que deje resonar sobre la comunidad
y sobre el mismo que la pronuncia a la Palabra de Dios. El silencio no
es algo que ejercitamos sólo cuando dejamos de decir cosas. Tambien
cuando rezamos o cantamos el silencio interior es la condición de que
lo que pronuncian nuestros labios sea algo nuestro, vivido, y no mera
rutina o fórmula. Cuando decimos "aleluya", "amén", o "Padre,
nuestras palabras tienen sentido si las decimos desde dentro, si
brotan desde la unidad interior de nuestra persona, vigilante, atenta,
creyente.
El silencio en nuestra celebración
Como en otros campos de nuestra vida—los "minutos de silencio"
como manifestación de solidaridad en el dolor, o los momentos densos
de silencio en un concierto musical— también en nuestras
celebraciones el silencio puede ser una de las formas más expresivas
de nuestra participacion.
Cuando el Viernes Santo comienza el rito con la entrada silenciosa y
la postracion del presidente, sin canto de entrada ni saludo, ese
silencio se convierte en un signo elocuente de respeto y homenaje al
Misterio celebrado ese día, que no puede superarse con palabras y
músicas.
Cuando el Obispo impone las manos en silencio sobre la cabeza de
los ordenados, sin ninguna intervención de canto o de moniciones en
ese momento, el gesto adquiere una densidad que no necesita
muchas explicaciones.
Hay silencios que quieren movernos a la concentración y al
recogimiento, como al comienzo de la celebración—con un momento
de calma o de música ambiental suave—, o cuando somos invitados al
acto penitencial, o cuando después de la recomendación "oremos"
hacemos una breve pausa antes de que el presidente diga la oración.
"El sacerdote invita al pueblo a orar: y todos, a una con el sacerdote,
permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de estar en
la presencia de Dios y formular mteriormente sus "súplicas" (IGMR 32)
..................
Hay otros silencios que buscan crear una atmósfera de
interiorización y de apropiación, como después de haber acudido a
comulgar con el Cuerpo y Sangre del Señor. Es un silencio de
"posesión" agradecida, de alabanza interior. El Misal recomienda unos
momentos de silencio tanto antes como despues de la comunión:
antes, el sacerdote dice "en secreto una oración, y "los fieles hacen lo
mismo, orando en silencio" (IGMR 56 I); despues pueden orar un rato
recogidos" (IGMR 56 j). Son momentos en que todos son invitados a
"entrar en sí mismos y meditar o alabar y rezar a Dios en su corazón",
como dice el Directorio de las Misas con niños (DMN 37).
El silencio, en otros momentos, nos permite un clima de meditación
en lo que acabamos de escuchar o de decir: así después de las
lecturas y de la homilía (IGMR 23), o después de haber recitado un
salmo (IGLH 112). Este espacio de silencio quiere "lograr la plena
resonancia de la voz del Espintu Santo en los corazones y unir más
estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz
pública de la Iglesia... después de cada salmo... o después de las
lecturas" (IGLH 202).
Hay silencios que no pretenden otra cosa que el descanso y la
espera, un ambiente de calma y respiro, como es el momento del
ofertorio.
Otros muchos ejemplos podríamos poner en que los mismos libros
litúrgicos invitan a una discreta restricción de la palabra y la música,
para favorecer la sintonía con lo celebrado. En la Cuaresma hacemos
un cierto ayuno de música. En las exequias no deberían abundar las
palabras y los ritmos musicales. El saber captar el mudo discurso de
una Cruz, o el mensaje gozoso de una imagen, o la expresiva intención
de una acción simbólica, es un regalo que proviene del ejercicio del
silencio y del saber escuchar.
Otras consecuencias prácticas
No deberíamos llenar de palabras y de sonidos la celebración. A eso
contribuyen las cataratas de moniciones, con sus exhortaciones
moralizantes, que en vez de ayudar a la sintonía verdadera con lo que
celebramos, a veces la hacen imposible. El oído es el sentido más
bombardeado en nuestra liturgia. Habría que procurar que no se
pasara la raya de la buena pedagogía: la liturgia no es una clase de
catequesis, sino una celebración. Y la celebración, ante todo, es
comunión.
Un ejemplo práctico: si al final de la primera lectura de la Misa, en el
breve momento de silencio previsto, alguien se siente obligado a decir
en voz alta qué página del cantoral debemos buscar para el salmo, o
durante el prefacio se ilumina el letrero electrónico indicándonos qué
"Sanctus" debemos ya preparar, se rompe de una manera lastimosa la
necesaria actitud de escucha y de meditación.
El salmo responsorial es mucho mejor que no lo digan todos, sino
que vayan respondiendo con un estribillo (cantado, a ser posible) a lo
que canta o recita un solista, el salmista. Y ello con músicas no
demasiado ruidosas, sino que permitan el clima de meditación que es
propio de este salmo.
En el ofertorio tenemos uno de los momentos en que normalmente
—excepto cuando se hace la procesión con los dones—se apetece
más un espacio de sosiego y silencio. Según el Ordo Missae, las
oraciones de presentación de los dones, las dice el sacerdote "en
secreto", o sea, en silencio (aunque si le parece oportuno también las
puede decir alguna vez en voz alta). Entre el espacio de la Palabra y el
de la Plegaria Eucarística, ambos ciertamente densos, un momento de
calma le da un respiro a la comunidad.
Hay que permitir a nuestras celebraciones un cierto tono de
contemplación y serenidad, sin caer en la tentación de una excesiva
creatividad y cambios continuos. Habría que tener más confianza en
los textos y ritos mismos, que están pensados—si se realizan
bien—para conducir suavemente a la sintonía interior. Es interesante
observar que hay ciertas oraciones y respuestas, que los mismos
libros invitan a que alguna vez se sustituyan sencillamente por unos
momentos de silencio. Asi la respuesta a las intenciones de la Oración
Universal (IGMR 47) y hasta el mismo salmo responsorial (DMN 46).
No se trata de crear largos vacíos de silencio (cfr. IGLH 202): la
Liturgia no es un tiempo para la "oración personal silenciosa", que en
otros ámbitos sí debemos ser capaces de realizar. Ni se trata de volver
a "la Misa en silencio" o a la Plegaria Eucarística en secreto, como
antes. Al contrario, se trata de favorecer el que esta Plegaria—y las
otras oraciones y lecturas—sean escuchadas en las mejores
condiciones por parte de la comunidad, no estorbada ni por glosas
superfluas ni por acompañamientos musicales (cfr. IGMR 12).
¿Hay que recordar a los ministros, y en particular al presidente, que
son ellos los que más ejemplo deben dar de actitud de escucha? Hace
años, en la reunión de secretarios nacionales de liturgia de toda
Europa, se trató del tema de la "interiorización en la liturgia". El
profesor B. Fischer, en su comunicación, enumeró las condiciones
para la misma. Además de invitar a una comprensión más teológica de
la liturgia (como acción de Cristo y de su Espíritu, antes que nuestra) y
al tono de adoración meditativa, también apuntaba: "hay una exigencia
decisiva: el que preside debe dar la impresión de estar penetrado de
silencio y de orar él mismo y de introducir a los participantes en la
oración ahorrándose las excesivas exhortaciones" (cfr. informe de A.
Pardo, Phase 1978, p. 338). "El que preside... escucha él también la
Palabra de Dios proclamada por los demás" (OLM 38).
Si el presidente, durante las lecturas que hacen otros ministros, se
entretiene buscando sus papeles o repartiendo encargos a sus
ayudantes, no favorece precisamente la actitud de fe de los demás. Si
después de la comunión se dedica a limpiar los vasos sagrados, en
vez de dejarlos para después (ahora el Misal sugiere: "eaque, post
Missam, populo dimisso, purificare", cfr. IGMR 138), poco podrá
participar de la intención que tiene ese breve momento de silencio...
Habla, Señor, que tu siervo escucha
La justa proporción entre palabra, canto, gesto, movimiento y
silencio es fundamental para una buena celebración.
Y en concreto saber hacer silencio, saber escuchar, da profundidad
a nuestra oración. Es la actitud clásica de fe del joven Samuel: "habla,
Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3,10).
Pero no se puede escuchar si no hay silencio interior y si el ritmo de
la celebración no rezuma serenidad.
Esto requiere aprendizaje, fuera y dentro de la celebración. No sé
qué ayuda más a qué: si el saber escuchar a los demás en la vida
diaria nos educa para escuchar a Dios, o si el ejercicio de escuchar la
Palabra de Dios o del presidente nos entrena para saber escuchar a
los demás fuera de la iglesia...
Es el clima de paz y serenidad lo que hay que lograr, huyendo a la
vez de la precipitación y de la aburrida lentitud. "La liturgia de la
Palabra se ha de celebrar de manera que favorezca la meditación, y
por esto hay que evitar totalmente cualquier forma de apresuramiento
que impida el recogimiento" (OLM 28). No es superfluo insistir en el
daño que pueden causar a esta calma y a este silencio interior las
megafonías exageradas, las músicas agresivas, y sobre todo las
apabullantes intervenciones de los ministros: hay comentaristas que
realizan un "pressing" insistente que aturde a los presentes,
impidiendo la atmósfera esponjada y gozosa que la acción litúrgica
requiere.
Naturalmente que no basta con escuchar: "poned por obra la
Palabra y no os contentéis sólo con oirla" (Sant 1,22). Pero escuchar
es el camino para la asimilación y el compromiso. Sobre todo si el
equipo animador favorece una audición fácil y densa.
Un buen deseo: que se haga realidad para todos lo que afirma el
profeta: "mañana tras mañana (el Señor) despierta mi oído para
escuchar como los discípulos" (Is 50,4).
JOSÉ
ALDAZABAL
GESTOS Y SÍMBOLOS (I)
Dossiers CPL 24
Barcelona 1986.Págs. 81-87
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2. Carta del Arzobispo
El silencio y la palabra
Empiezo por el silencio, porque a él están especialmente dedicadas
las líneas que siguen. Pero, Àcómo separarlo de su polo opuesto o,
mejor, de su alternativa natural que es la palabra? Ya que, apenas
puestos a pensar, descubrimos a la primera que el silencio y la
palabra, lejos de oponerse entre sí, son las dos caras de una misma
moneda que se implican la una con la otra, como la sombra con la luz.
Sólo pueden guardar silencio aquellos seres que tienen la
capacidad de hablar. No cabe, por eso, afirmarse tal cosa, salvo en
sentido figurado, de las piedras, los árboles o la luna. La naturaleza en
su conjunto, aunque favorece, por su belleza y majestad, el silencio
contemplativo, ella, de suyo, ni calla ni habla. Lo mismo ocurre, a su
vez, aunque de forma distinta, con los animales. Estos, ciertamente
pían, graznan, ladran, aullan, relinchan o rugen, pero sólo se entiende
en ellos el silencio como dejar de proferir los sonidos propios de su
especie. Si no hay palabras, no hay silencio.
El misterio del ser humano, en una de sus más acusadas
expresiones, estriba precisamente en que, antes y después de
conversar, cantar o gritar, circulan constantemente por su espíritu
ideas, sentimientos, añoranzas y anhelos, tan reales y tan propios
como los que afloran al exterior en la conversación con otras
personas. Es más, su interioridad está poblada a menudo por palabras
no pronunciadas que en casos agudos le hacen incluso hablar solo.
La procesión más personal, y no siempre transferible, va siempre por
dentro.
No basta, sin embargo, con callarse o tragarse, sin más, todo eso,
para convertirnos en personas que saben cultivar provechosamente
su silencio. Existe el silencio del durmiente y del despistado, del
aburrido y del trabajador autómata. Los sabios cultivadores de la
serenidad interior saben guardarse a la par de los ruidos callejeros y
de la algarabía de la propia imaginación, de las sacudidas
emocionales, de la pereza mental y del vacío religioso.
Pienso a veces que, lo mismo que nuestros padres y maestros nos
enseñaron a hablar en los primeros años de la infancia, así haría falta
también una enseñanza y un aprendizaje del silencio como tal,
entendido como una actividad interior de la persona humana que la
desarrolla y enriquece. Un silencio consciente que alimenta nuestras
palabras y se nutre de ellas, ya sean las propias ya las ajenas.
Silencio para escuchar
Un silencio, ante todo, para escuchar. "Los españoles, me decía en
mis años mozos mi viejo amigo alemán, Peter Erhard, no podéis
aprender bien un idioma extranjero porque, para ello, es preciso
escuchar primero y hablar después; pero vosotros habláis antes". El
bueno de Peter era tan caritativo que repartía entre todos los
españoles el defecto descubierto en mí. Pero, es verdad; sin el silencio
de la escucha nadie aprendería ni tan siquiera el propio idioma
materno. A los bebés les ayuda el no poder expresarse, para
escuchar, sin réplica, miles de veces los secretos de la lengua
materna.
Valga esta lección para otros muchos órdenes de la vida, en los que
el silencio de la escucha, guardando el turno en la conversación,
favorece una preciosa experiencia humana: la comunicación fluida
entre dos personas, necesitadas una y otra de escuchar y de ser
escuchadas. Así en la intimidad de los esposos, en el trato entre
amigos, en la convivencia entre miembros de una comunidad
consagrada, en la fe compartida por un grupo de creyentes. ¿Ven
ustedes cómo desde el silencio hemos entrado en la palabra que, para
que alguien la pronuncie, alguien la tiene que escuchar, cuanto más
callado, mejor? Aunque no es lo mismo silencio que soledad, la
segunda, siquiera sea en forma de recogimiento personal o de
disminución del ruido ambiente, contribuye a la vivencia rica y
gratificante del propio silencio. Pregúntenselo, si no, a un compositor
de música, a un científico de laboratorio, a una madre con su niño
dormido, a un monje contemplativo. La escucha silenciosa, a la que
acabo de referirme, alcanza sus mejores quilates cuando se aguzan
los oídos interiores para percibir el murmullo de las aguas profundas
de nuestro yo; cuando los ojos del alma se reflejan, con luz misteriosa,
en las aguas cristalinas de la propia conciencia. Y, cuando esa luz es
la de la fe bautismal, entonces lo que se vislumbra, en lo más íntimo y
sagrado de nuestro ser, es el rostro amoroso de Dios Padre.
Silencio para orar
A partir de esa experiencia, el silencio religioso es en nosotros
exactamente lo contrario del vacío. La contemplación filial y
estremecida de su presencia, la escucha atenta y reverente de su
palabra con el corazón abierto a su amor, es el quehacer más noble y
más fecundo de un creyente cristiano. Bien está la escucha fraterna
de nuestros semejantes; bien, nuestra propia concentración interior;
pero mejor, inmensamente mejor, estar a la espectativa como Elías y,
tras el viento huracanado, tras el enorme terremoto, tras el fuego
abrasador, percibir "un ligero y blando susurro", signo de la presencia
y la palabra salvadora de Yahve: ÀQué haces, Elías? (Cfr.1Re, 11-14).
Al igual que en la escena misteriosa del joven Samuel, que escucha
unas llamadas en el silencio de la noche hasta que, a la tercera,
percibe la presencia divina y exclama rendido: "Habla, Señor, que tu
siervo escucha" (1Sam. 3,10).
Jesús, por su parte, nos recomienda entrar en nuestra cámara y
cerrar la puerta para hablar con el Padre "que ve en lo escondido" (Mt.
6,6); y alabó la escucha silenciosa de sus palabras por María hermana
de Lázaro. "Ella, dijo, ha escogido la mejor parte" (Lc.10,42).
Terapia contra el ruido
¿A quién se le ocurre, pensará más de uno, si ha leído lo escrito
hasta aquí, exponer cosas tan subidas para los aturdidos ciudadanos
de esta irónica "cultura del ruido"? Ciclomotores del infierno, sirenas
de bomberos y hospitales, aviones sobre las azoteas, por no hablar de
baterías, timbales y maracas, estruendo de noche y de día, decibelios
de ferias y discotecas hasta la reistencia misma del tímpano. Epoca
trepidante y alocada por la contaminación del ruido. ¿El silencio?
¡Quién lo tuviera a su alcance! Pero, ya, ya. Son infinitos los que ya no
resisten el silencio, que para ellos es sinónimo de aburrimiento mortal
y hasta de crispación. En esas estamos, pero, perdónenme; el abajo
firmante no se rinde. Necesitamos el silencio como oxígeno del alma.
Silencio de la lectura, del paseo por el campo, de la contemplación del
mar, del sótano acogedor, la buhardilla coqueta o la terracita apartada
de nuestra casa. Y, por supuesto, el recogimiento de la ermita, de la
capilla del sagrario, de una casa de retiro, ojalá que con frecuencia y
con intensidad.
Silencio fértil. Soledad sonora.
ANTONIO MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
9 de Febrero 1997
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3. ESCUCHAR
No deja de ser verdad que cada época tiene su propio vocabulario y
acentúa determinadas actitudes en la forma de vivir cada hecho o
cada situación. Esto también ocurre por lo que respecta a la liturgia.
Por eso, en nuestro tiempo, en que se ha considerado necesario
insistir en la "participación activa» de los fieles en la liturgia, se
recuerda con frecuencia todo lo que se debe hacer. Y eso es positivo.
No obstante, para no caer en una inevitable ley del péndulo,
conviene que no olvidemos nada cuando digamos "qué debemos
hacer!'. Por eso es bueno recordar que al final del n. 30 de la
Constitución de Liturgia, con quien no quiere la cosa, se indica: "Debe
guardarse también a su debido tiempo un silencio sagrado".
Así pues, la cuestión es cómo traducimos de una manera
comprensible esta "participación" desde el silencio. Quizás, en este
contexto, una forma clara de responder a la pregunta que con
frecuencia se plantea sobre "qué debo hacer cuando voy a misa" sería
esta tan elemental: "¡Escuchar!".
En realidad, la primera actitud del cristiano que participa de una
acción litúrgica es la de escuchar, la de saber escuchar, la de poner
todos los sentidos -valga la expresión- en la escucha. De ahí irán
tomando sentido las demás formas de actuar.
Nos hemos acostumbrado tanto a decir: "¿Queréis hacer el favor de
escucharme?", que nos cuesta de decir: "Por favor, hablad, que os
escucharé". Es cuestión de conversión. Es cuestión de entender que
debemos entrar en la liturgia dispuestos a escuchar, a escuchar la voz
de Dios, a escuchar a la Iglasia orando a su Señor, a escuchar la voz
del Espiritu para dejarse llevar por éI hasta lo más íntimo del misterio
de la liturgia.
Sólo aquel que, desde la fe, escucha con todo el corazón, podrá
cantar, dialogar, responder con una fe activa para participar a fondo
en la acción santa a la que está incorporado. Escuchemos, pues. Lo
demás se nos dará por añadidura.
JOSEP URDEIX
MISA DOMINICAL 1999/09/52
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4. PD/ESCUCHA
ESCUCHAR LA PALABRA
Ante la Palabra de Dios que se proclama en nuestras
celebraciones, debemos poner en marcha una serie de actitudes y
medios pastorales, para que no produzca sólo un 30% de fruto, sino el
100%.
Muchas veces hemos hablado del ministerio de los lectores: saber
proclamar bien las lecturas ante la asamblea es uno de los factores
que más favorecen -o estorban- el que la comunidad pueda acoger y
asimilar la Palabra.
Hoy reproducimos unos sencillos pero profundos consejos para los
oyentes: para la comunidad y su actitud de escucha. Nos las ha
enviado (juntamente con otras para los lectores) el párroco de la
Sagrada Familia de Avila.
1. Hay que oir con atención. A esto se le llama escuchar.
2. Mientras uno escucha, debe tener abiertos, además de los oídos
del cuerpo, los del corazón. Los oídos del cuerpo, bien abiertos, nos
ayudan a percibir claramente los sonidos de las palabras. Los oídos
del corazón hacen que nos demos cuenta de su significado.
3. Para poder escuchar es necesario estar pendiente sólo de la
Palabra. Si se tienen entre manos otras cosas, la Palabra de Dios
resbala sobre nosotros como el agua sobre la piedra.
4. Debemos considerar la Palabra de Dios como un beneficio
especial que nos enriquece absolutamente. Se gana más escuchando
la Palabra de Dios, mientras nos habla, que dirigiéndonos a él con
nuestras palabras, por muy bellas que sean.
5. Hay que ir aprendiendo poco a poco a guardar silencio, exterior e
interior, para poder escucharle.
6. Es bueno decirle a Dios, de vez en cuando, lo que le dijo el joven
Samuel: "habla, Señor, que tu siervo escucha".
7. Y mejor aún, hacer como la Virgen Maria, que escuchaba la
Palabra de Dios y la guardaba en su corazón, para pensar sobre ella y
ponerla en práctica. Ella nos dio la mejor consigna a los que
escuchamos la Palabra de Dios: "hágase en mi según tu Palabra".
8. Por eso, si es importante leer bien la Palabra de Dios, también lo
es saber escucharla.