HOMILÍAS EXEQUIALES

HOMILÍAS EN SITUACIONES MÁS CONCRETAS



14. Homilía en la muerte de una buena persona. Público poco
practicante.

Textos: Sabiduría 3,1-9

1. El absurdo de la muerte
La muerte de N. se ha manifestado para nosotros como una barrera
(llena de interrogantes y de miedo) puesta en medio del camino de su
vida, obligándolo a terminar su ruta. ¿Se ha acabado todo para N.? ¿se
acaba su vida con la muerte?
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos dice: NO.
"La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito
como una desgracia; su partida de entre nosotros, como una destrucción;
pero ellos están en paz".

2. La fe nos anuncia otra cara de la muerte
La primera impresión que todos tenemos es que la muerte es como
una muralla impenetrable, que no es posible atravesar.
Pero nuestra vida (lo que constituye nuestra personalidad), si ha
tenido fe en Dios y ha seguido los pasos de Jesucristo, queda purificada
por la muerte -como el oro puesto al crisol del fuego-. Nuestra vida, libre
ya de las trabas del tiempo y del espacio, puede alzarse, vigorosa como el
fuego, y atravesar la muralla.
Se cumple lo que dice la Escritura: "los que confían en el Señor
conocerán la verdad y los fieles permanecerán con él en el amor".

3. Nos acogerán las manos de Dios
La Palabra de Dios responde también a otros interrogantes: ¿dónde
están los difuntos? ¿dónde está N.? ¿quién se preocupa de él? Lo dice
claramente: "la vida de los justos está en manos de Dios".
No tengáis miedo: N. está en buenas manos. Las manos de Dios son
mucho mejores que las nuestras.
N., mientras vivía, era amado por nosotros, pero también era victima de
nuestros defectos, limitaciones, egoísmos... Ahora, así lo creemos, está
en las manos de Dios, que son las manos del Padre que acoge,
comprende y ama siempre. Del Padre siempre dispuesto a perdonar, de
corazón abierto y lleno de ternura.
N. está en las mismas manos de Dios que nos dieron la vida. Manos
que, unidas a las nuestras, nos han conducido por la existencia. Manos
que nos han educado para la libertad, la responsabilidad y el amor.
N. está en las mismas manos de Dios que nos han hecho ser
"nosotros" y que a la hora de la muerte conducen a la felicidad plena, el
lugar del reposo, de la luz y de la paz.
N. ahora está con Dios. Acompañémoslo con el recuerdo y la oración,
unidos a Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros.
Homilía preparada por J. Grané
 



15. Homilía en la muerte esperada de una persona querida:
aspecto humano y aspecto de fe ante la muerte.

Textos: 2 Corintios 5,1.6-10

1 Tristeza por la muerte
Estamos de duelo, estamos tristes. Se nos ha muerto un pariente, un
amigo, un compañero de trabajo, un vecino del barrio que había
conquistado nuestro aprecio. Hacía tiempo que sabíamos que su salud
estaba muy débil, y se veía venir un poco. Y cuando hemos sabido que le
había llegado su hora nos hemos propuesto acompañar sus restos
mortales y estar al lado de sus familiares que tanto lo lloran y que tanto lo
echarán de menos. Y aquí estamos.
Acabamos de escuchar unas palabras de un hombre al que le
preocupaba como a nosotros la muerte. Vivió hace casi dos mil años:
Pablo de Tarso. Con su estilo característico nos acaba de decir unas
cosas de las que en buena parte estamos convencidos, pero que por otra
parte tenemos que hacer un esfuerzo muy grande -un esfuerzo de fe-
para aceptarlas y entenderlas un poco.

2. Aspecto humano de la muerte
San Pablo nos ha venido a decir que tarde o temprano todos
moriremos, sin ninguna excepción. Cuando una persona ha podido vivir
tantos años como en el caso presente, es como un consuelo humano
para los que la querían, para los que durante años y años han gozado del
calor de su compañía y amistad. No todos pueden llegar a la edad de
nuestro hermano.
Pero por otra parte cuando se llega a esta edad, imagino que uno
mismo desea la muerte, aunque lo quiera disimular. Quieres vivir, pero el
no poder hacer aquello que querrías, a causa de la enfermedad, tener
que depender casi siempre de los demás te va preparando a desear,
aunque la temas, la muerte.
Todo esto, mirando así humanamente, nos lo recordaba san Pablo:
"todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo". Es decir,
todos sin excepción moriremos un día u otro.

3. Aspecto de fe de la muerte
Pero esto que es tan evidente para cualquiera, los cristianos nos lo
miramos desde otra perspectiva, desde la fe. Ampliamos la profundidad
de esta visión humana. No vemos sólo un primer plano de un hombre que
ya ha muerto y que nada se puede hacer para devolverlo a la vida.
Nuestra fe nos revela, nos quiere hacer ver que los deseos de vivir que
él tenía no son en vano, no han sido frustrados. Que la Vida (con
mayúsculas) triunfa sobre la muerte. Que por más que ahora nos
dispongamos a enterrar los restos de nuestro hermano, su vida no cabe
en el agujero del nicho. Su vida ha de tener un final feliz. Sólo cabe al
lado de Dios.
Es lo que nos quería decir san Pablo: "si se destruye este nuestro
tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio construido por Dios, una
casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene duración
eterna en los cielos".

4. La vuelta a Dios
Como véis, san Pablo utiliza una imagen que para muchos puede
resultar familiar. Hay mucha gente que ha tenido que dejar sus tierras, su
casa, para ir a ganarse la vida a otras tierras, a veces en el extranjero.
Allí viven de modo provisional, en una casa que tal vez se han arreglado
un poco, pero que no sienten como su casa. Para ellos "en casa" quiere
decir la que han dejado, la de su niñez, la de sus padres. En el país de su
emigración, fuera, se matan trabajando, pero siempre con la ilusión de
poder volver un día u otro a casa. El emigrante no se encuentra bien en
el extranjero. Quiere volver.
El creyente de verdad es el que mira la vida presente de esta manera.
Vive trabajando con todas sus fuerzas para arreglar este mundo, para
hacerlo más hermoso, más acogedor, más humano, para poder
encontrarse mejor en él el tiempo que tenga que estar. Pero sabiendo
que su tierra, su casa definitiva no está aquí. Que un día tiene que salir
de ella. Que la vida para él no se acaba con la muerte. Que al morir hará
como el emigrante que vuelve a la casa paterna donde le espera el Padre
para darle un fuerte abrazo.
Esto es lo que como creyentes creemos que ha pasado ya con nuestro
hermano que nos ha dejado.
Homilía preparada por J. Busquets Massana
 



16. Homilía para creyentes no practicantes, pero que han dado una
lección de atención y servicio al abuelo que moría.

Textos: Mateo 5,1-12a

La vida humana muchas veces parece que está llena de
contradiccciones. De hechos absurdos. La misma muerte es uno de ellos.
El hombre difícilmente la puede parar. Y las respuestas que le damos, por
medio de la fe, al sentido de nuestra vida, también parecen absurdas e
irreales.
Recuerdo, por ejemplo, a san Francisco de Asís que, haciendo un
hermoso canto a Dios creador, dice: "te alabamos, Señor, por nuestra
hermana la Muerte, compañera de viaje de todo viviente". ¿Se puede
alabar a Dios por la muerte? Es como el evangelio que hemos leído:
Bienaventurados los pobres... Bienaventurados los que lloran...
Bienaventurados... Pero esto es el mundo al revés, porque los hombres
creemos que la felicidad "no es el dinero, pero ayuda mucho", y que es
feliz el que no tiene ninguna preocupación. ¿Qué pasa aquí con este
mensaje de Jesús que dice que la felicidad es el mundo al revés?
Con mis pobres palabras, ante la muerte de este familiar o amigo
vuestro, os querría ayudar a creer que, a pesar de lo absurdo de la
muerte, es en ella donde el hombre empieza a hacer camino hacia la
felicidad de las bienaventuranzas.
Por esto, os quisiera decir:

A PESAR DE LA MUERTE, CANTEMOS A LA VIDA
Si, cantamos a la vida, porque hay motivos para hacerlo. Ante la
enfermedad de N., agravada estos últimos tiempos, vosotros, sus
familiares, habéis cantado a la vida: le habéis dado vuestro tiempo y
vuestra dedicación, habéis estado a su lado. Cuando la llama parecía
apagarse, estabais a su lado de guardia permanente.
Y es que a nadie nos gusta tener a nuestros familiares enfermos, pero
a la larga, y creo que así lo podéis decir vosotros, es para nosotros una
experiencia importante, y una experiencia que nos hace ser pobres. Nos
hace dar todo lo que tenemos. Nos hace palpar qué quiere decir ser
persona. Nos hace ver que el hombre no será nunca dueño de la vida.
Porque la vida es de Dios y estamos en sus manos. Esto cuesta
aceptarlo. Pero es la clave del secreto. Es entonces cuando se entiende
el que se diga: "te alabamos, Señor, por nuestra hermana la Muerte", o
bien: "bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que están de
duelo".
Vosotros lo podéis decir, hoy que despedís a N., porque su
enfermedad, para vosotros, ha sido un canto a la vida. Le habéis dado
todo lo que teníais en vuestras manos, y seguramente os habéis
extrañado vosotros mismos que pudieseis resistir tanto. Pero Dios
también da fuerzas en este momento. Yo no creo en un Dios mágico, que
cura a nuestros enfermos apenas se lo pedimos. Pero sí creo en
Jesucristo, que nos predica a un Dios que no ha pasado de largo ante el
dolor humano, sino que se acerca a él. Y se acerca tanto, con su Hijo
Jesucristo, que él también ha muerto de una manera injusta.
Es por esta razón por lo que la muerte ya no es absurda para el
creyente.
Y por lo que ahora, en estos momento, cantamos a la vida. Gracias,
Señor, por todos los beneficios que has dado en esta vida a nuestro
hermano.
Querría acabar también con un

CANTO A LA ESPERANZA
Dios se sirve del hombre para realizar su tarea en el mundo. Nosotros
no somos más que instrumentos en sus manos. Mantened siempre en
vuestro recuerdo, cómo Dios se ha servido de N. para realizar en este
mundo su amor. Continuad de él todo lo que os ha enseñado y de él
habéis aprendido. Esta es la esperanza. Nada muere, siempre queda algo
que nos marca.
La vida es como una carrera de relevos: nos vamos pasando el testigo
del amor de Dios. Nuestro hermano ha dejado una chispa de él.
Recojámosla y llevémosla con nosotros, hasta aquel día -asÍ lo creemos-
en que en el mundo feliz de las bienaventuranzas nos volveremos a
encontrar y compartiremos la felicidad sin fin.
Homilía preparada por F. Pausas
 



17. Homilía en la celebración eucarística por la muerte de un buen
cristiano.

Textos: Isaías 25,6a.7-9; Salmo 41; Romanos 8,31b-35.37-39; Mateo
11,25-30.

1. El Señor, que es bueno, nos habla hoy
Hermanos y hermanas:
El Señor es bueno, y lo experimentamos constantemente: en cualquier
detalle de la naturaleza, en cualquier detalle de las personas, en cada
uno de nosotros. Dios que es amor y fuente de toda bondad, se va
mostrando a través de todas las cosas y personas buenas que
conocemos. Y hoy, ahora, también quiere el Señor que experimentemos
su bondad.
Con motivo de la muerte de nuestro hermano, nos hemos reunido aquí
en comunidad, y es el Espíritu Santo quien nos ha congregado para que
celebremos y experimentemos que Dios es bueno.
Y Dios quiere a los hombres, nos quiere, y por eso nos ha comunicado
su Palabra cariñosa, que es una Persona: su Hijo amado. De ahí la ilusión
y la alegría, y las ganas que hemos de tener y ya tenemos, de escuchar
la Palabra de Dios y celebrar que hoy y aquí nos habla para
comunicarnos la Buena Noticia de que Dios es Padre y quiere a los
hombres.
Y por eso la necesidad de que escuchemos la Palabra de Dios con un
corazón bien dispuesto, sencillo, humilde, y la Palabra de Dios penetrará
hasta el fondo de cada uno de nosotros y nos transformará.

2. La alegría de Jesús
Se habla y se vive poco la alegría profunda de Jesús, esa alegría que
nada ni nadie nos puede robar. Y Jesús, profundamente gozoso,
desbordante de alegría, da gracias al Padre porque hay personas que le
entienden, le quieren y le siguen. Personas que no son precisamente los
que más brillan y aparentan en la sociedad, sino personas sencillas que
saben sonreír sin fingir, que saben ayudar y servir sin hacer propaganda,
que siembran y reparten bondad e ilusión. Que aman profundamente a
Dios, sin quizás saber hablar mucho de El, que saben rezar y han
enseñado a rezar, que aman a la Iglesia con sus luces y sus sombras y se
han sentido siempre, sin avergonzarse, hijos de la Iglesia.
Es ese misterio de la gracia de Dios, que se revela y manifiesta,
porque el Hijo por medio de su Espíritu quiere a la "gente sencilla". Y hoy
lo estamos viendo y celebrando en nuestro hermano.
Cada uno de nosotros también hoy, ahora, hemos de sentir y
experimentar ese gozo indecible de Jesús. Nosotros que también
queremos tener un corazón sencillo y que queremos seguir a Jesús de
verdad.

3, La experiencia de Dios, el tesoro más grande
Este gozo, porque hoy y aquí vemos que la muerte y resurrección de
Jesús está dando sus frutos, nada ni nadie nos lo puede quitar. Cierto
que vivimos y pasamos cada uno de nosotros por problemas y dificultades
grandes, problemas familiares, económicos, u otros problemas. Pero la
experiencia de Dios, su bondad, su fuerza, su presencia, la
experimentamos. Y eso es para nosotros un gran tesoro, nuestra riqueza.

Por eso ahora, como tantas veces lo ha hecho a lo largo de su vida
nuestro hermano, conociendo nuestra pobreza y pequeñez, con la fuerza
del Espíritu Santo, también decimos: "¿Quién podrá apartamos del amor
de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?,
¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?"
En nuestro caminar, también nosotros "tenemos sed del Dios vivo", del
que ya habrá participado nuestro hermano, y nos dejamos guiar por su
luz y su verdad hasta el encuentro definitivo con El.

4 El banquete definitivo y la lucha contra todo mal
La Eucaristía es ya la participación en ese banquete que Dios hace
con su Hijo y al que todos estamos invitados, en el que el manjar
suculento es la Palabra gratuita y sobreabundante de Jesucristo, Palabra
que se hace Pan para ser comido. Y los que comamos de él viviremos
para siempre, nos dice Jesús resucitado.
Pero el comer y beber en el banquete de Jesucristo resucitado, nos
compromete a trabajar y luchar contra toda clase de mal, a saber "enjugar
las lágrimas de todos los rostros", precisamente porque creemos y
seguimos a Jesús resucitado que muriendo y resucitando venció al mal.
El Señor que nos ha reunido con motivo de la muerte de nuestro
hermano nos ha hablado, nos ha hecho experimentar su amor y su
alegría, amor y alegría que nuestro hermano habrá experimentado ya en
plenitud. Vamos ahora a hacer "memoria" de lo que hizo Jesús. Aquello
que "hizo", hace ahora: su Palabra es la misma, su Cuerpo y Sangre
gloriosos, también son lo mismo. Estamos invitados, y participamos ya, del
Banquete de bodas del Cordero y cada uno de nosotros somos la
esposa.
La muerte y resurrección de Jesús ha fructificado en las buenas obras
de nuestro hermano. Y nuestra participación en esta Eucaristía y el amor
y amistad hacia nuestro hermano nos comprometen a luchar
sinceramente contra toda clase de mal, en nosotros o a nuestro
alrededor. De esta manera manifestamos con claridad que creemos y
queremos a Jesucristo resucitado, y nos preparamos, también nosotros
para el encuentro definitivo con El.
Homilía preparada por G. Soler
 



18. Homilía para público cristiano popular en la muerte de una
persona querida.
La muerte, la "hora de la verdad".

Textos: Mateo 25,1-13

1. La hora de la verdad
Aunque tengamos muy sabido que la muerte tiene que llegar también a
la gente que conocemos y amamos, y aunque incluso la enfermedad nos
lo anuncie, hoy nos encontramos aquí tristes y sorprendidos.
Tristes porque conocíamos y apreciábamos y amábamos a este
hermano nuestro que se ha ido, y sorprendidos porque, por más que lo
sepamos, siempre nos parece que no puede ser, que no es posible que la
vida de este mundo llegue un momento en que termine.
Pero ésta es la realidad, ésta es la condición humana: llega un día en
que la vida de este mundo termina, y los hombres nos hallamos ante la
hora de la verdad, el momento definitivo de la existencia. Y hoy estamos
aquí para decir adiós a este hermano nuestro que llegó a este momento
definitivo, a esta hora de la verdad.
El no se encuentra ya entre nosotros, él está ahora ante Dios
esperando que la bondad infinita del Padre le abra las puertas de la vida
eterna, de la esperanza eterna, del gozo eterno.
El se ha presentado ante Dios, ante el Padre, llevando en sus manos,
como las doncellas del evangelio, la lámpara encendida de su buena
voluntad, la lámpara encendida del bien que se haya esforzado en
realizar en este mundo. Y nuestra confianza, la confianza de los
cristianos, es ésta: que Dios va a tomar esta luz, esta pequeña llama y la
va a convertir en la luz eterna del gozo, de la vida, de la paz.
Por eso nos encontramos aquí. Para decirnos mutuamente que
creemos en la bondad infinita de Dios, y para orar todos juntos por este
hermano nuestro, para que verdaderamente Dios lo acoja para siempre
en su Reino.

2. A nosotros nos llegará también la hora de la verdad
Pero al mismo tiempo, el hecho de encontrarnos diciendo adiós y
orando por este hermano nuestro que murió, es también una llamada,
una invitación para la vida de cada uno de nosotros. Es una llamada que
nos recuerda que también a nosotros nos llegará un día esta hora de la
verdad. No sabemos cuando será, no podemos imaginarlo Pero sabemos
que llegará un momento en que nuestra vida de aquí habrá terminado, y
entonces deberemos tener las lámparas encendidas, como aquellas
doncellas que esperaban la llegada del esposo.
¡Y cómo valdrá la pena que en este momento, cuando lleguemos a
este momento, nuestra vida pueda aparecer como una claridad fuerte,
viva, intensa! ¡Cómo valdrá la pena que en esta hora de la verdad
podamos constatar que sí, que hemos vivido la vida profundamente,
entregadamente, valiosamente!
¡Y qué tristeza, qué lástima, si tuviéramos que constatar que nos
hemos pasado la vida simplemente a base de ir tirando, sin tomarnos en
serio nada que valiera la pena, sin haber contribuido a la felicidad de los
demás, sin haber procurado amar de veras!
Entonces llegaríamos a este momento definitivo con una lámpara
apagándose, que apenas serviría de nada. Habríamos perdido la vida
muy lamentablemente. Y ante nuestro Padre del cielo, y ante los demás
hombres, y ante nosotros mismos, deberíamos reconocer que habíamos
defraudado las esperanzas que Dios había puesto en nosotros, y que los
demás hombres habían puesto en nosotros.

3. Sintámonos llamados a confiar, a orar, a caminar hacia adelante
Por tanto, sintámonos hoy llamados, ante todo, a confiar. A confiar en
el amor del Padre que nos quiere a cada uno de nosotros, y que de modo
especial quiere a este hermano nuestro que ahora vamos a enterrar. El le
dio la fe, él lo acompañó en el camino de este mundo, él quiere recibirle
para siempre en el gozo de su Reino.
Sintámonos llamados, también, a orar. A manifestar ante Dios nuestro
deseo y nuestra esperanza de que este hermano nuestro, liberado de
toda culpa, pueda entrar en la luz gozosa de Dios, en la casa del Padre.
Y sintámonos llamados finalmente, todos nosotros, a trabajar para que
nuestra vida sea realmente luminosa, llena de la luz del amor, de la
apertura, de la atención a los demás, porque solamente así habrá
merecido la pena -ante Dios, ante los demás hombres, ante nosotros
mismos- haber vivido.
Homilía preparada por J. Lligadas
 



19. Homilía en una muerte dolorosamente sentida en una familia
practicante que ha vivido muchas circunstancias adversas. Para dar
confianza y esperanza.

Textos: Lamentaciones 3,1 7-26; Marcos 15,33-39; 16,1 -6

1. El silencio y la duda
Cuando la muerte hace acto de presencia en nuestra vida, lo más
angustioso es el silencio, que es la única palabra que se oye en ese
momento y todos los interrogantes y dudas que en nuestra cabeza dan
vueltas en estos instantes. ¡Qué tensa la tarde de ayer, impotentes y sin
recursos, esperando que el silencio total reinase en aquella habitación,
donde la vida y la muerte luchaban dentro de una persona!
Os digo esto porque mi pensamiento -como el vuestro, familiares- ayer
era como el comienzo de la primera lectura: "me han arrancado la paz y ni
me acuerdo de la dicha; me digo, se me acabaron las fuerzas y mi
esperanza en el Señor".
Pero hoy, después de hacer oración, os puedo decir, y os lo tengo que
decir para volver a la esperanza: "la misericordia del Señor no termina y
no se acaba su compasión... el Señor es la parte de mi heredad, y espero
en él".

2. Dios, nuestra base
ORA/PESO-BASE: Nuestra vida es como un juguete. Mejor dicho, es
como aquel juguete que hemos visto tantas veces, que lleva un peso
como base, y tocándolo con el dedo se mueve y se desvía de su posición
vertical, pero se vuelve a poner derecho. Así nos pasa en la vida: lo que
siempre tambaleará y nos hará tambalear es nuestra limitación humana,
que es frágil y movediza. La base, firme y segura, es nuestra confianza en
Dios: "su fidelidad es grande".
Así creo que es vuestra situación. Muchas circunstancias en poco
tiempo han sacudido vuestro hogar, arrebatando y llevándose a los que
más queríais, sacudidos de un lado a otro. Popularmente decimos que
"llueve sobre mojado". Pero a pesar de todo, en esta vida que a veces
uno se pregunta si vale la pena vivirla, surge de nuevo un grito de
esperanza: "la parte de mi herencia es el Señor, y espero en El". Nuestra
base, lo que nos hace volver al equilibrio, a la paz serena y tranquila, es
Dios. El Dios de Jesucristo.

3. Dios, nuestra esperanza
N. sabia bien esto. Por ello, cuando el dolor era intenso, en el secreto
del silencio, sin que nadie lo viese, la oración era su grito, y santiguarse
su signo de esperanza. Volvía a la serenidad en su angustia. Dios era, y
ahora lo será más que nunca, su esperanza.
"Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor". N. lo ha hecho.
Por eso su muerte nos tiene que llenar de esperanza. Porque él está
diciendo ahora gozosamente: "la parte de mi herencia es el Señor".
¿Y a nosotros? ¿a vosotros, sobre todo, familiares: quién os podrá
correr la piedra que cierra la entrada del sepulcro?
O dicho con palabras más actuales: ¿cómo superaremos este vacío?
¿se acabará esta angustia que tan duramente vivimos?
Claro que sí. Con las mismas palabra del ángel os quiero dar
esperanza: "no os asustéis; buscáis a Jesús de Nazaret: ha resucitado".
Con El superaréis vuestra angustia. Con El se acabará vuestra tristeza.
Confiad en El. Ahora más que nunca. Nuestra esperanza es que un día
nos volveremos a encontrar. Este es nuestro gozo.

4. La oración
Ante la muerte, nuestro dolor y nuestro silencio han de convertirse en
oración. Confiarnos a las manos de Dios. Por eso querría ahora acabar
con una plegaria que ayer por la tarde hicimos un grupo. En familia y
confiadamente digamos hoy a Dios:

Condúceme, dulce luz,
a través de las tinieblas que me envuelven.
Condúceme, tú, siempre más adelante.
La noche es oscura y estoy lejos del hogar.
Condúceme tú, siempre más adelante.
Guarda mis pasos,
no te pido ver ahora lo que hay que ver más allá.
Me gusta escoger y ver mi camino,
pero ahora condúceme tú, siempre más adelante.
Tu poder sabrá conducirme por la llanura y por los pantanos,
sobre el roquedal abrupto y la ola del torrente,
hasta que la noche se haya ido
y en la mañana sonrían estos rostros de ángeles
que yo había amado hace mucho tiempo
y que por un tiempo había perdido.
Condúceme tú, siempre más adelante.
Homilía preparada por F. Pausas
 



20. Homilía para un difunto de mediana edad, muerto al término de
una larga enfermedad vivida cristianamente. Con Eucaristía.

Textos: 1 Corintios 15,20-24a.25-28; Marcos 15,33-39;

Uno de los mejores textos evangélicos que podemos leer en la
celebración cristiana de las exequias es ciertamente el que acabamos de
oír: la narración, sobria e impresionante, de la muerte de Jesús. No hay
nada que pueda iluminarnos mejor sobre el sentido cristiano de la muerte,
ni nada que nos pueda consolar tanto -y no hemos de avergonzarnos del
consuelo de la fe-, como el relato de los últimos momentos de la vida de
nuestro Salvador. Porque todo lo que podemos decir, en cristiano, acerca
de la muerte, lo hemos de referir a la muerte de Cristo, y todo lo que
debemos hacer para vivirla como cristianos es imitar la muerte de Jesús,
no en sus detalles externos sino en su actitud profunda.

1. Dios, solidario del hombre por amor.
Cristo no nos ha dado explicaciones complicadas sobre el porqué de la
muerte, ni nos ha ofrecido soluciones intelectuales a los enigmas
-ciertamente grandes- que presenta a nuestra inteligencia. Jesús ha dicho
muy poco sobre la muerte. Pero ha hecho mucho. Durante su vida la
combatió; con ello -y antes con obras que con palabras- nos dijo que Dios
no se complace en la muerte sino en la vida y que no nos llama a morir
sino a vivir para siempre. Y no sólo combatió la muerte curando enfermos
-la enfermedad es como una antesala de la muerte- y resucitando
muertos, sino que El mismo quiso morir, como muere todo hombre, y su
muerte fue la mejor lección que nos podía presentar para afrontar
también nosotros esta dura e ineludible realidad.
Creemos en un Dios que por amor se ha hecho solidario del hombre,
con todas las consecuencias, sin excluir el pasar por esta zona trágica en
la que desemboca nuestra vida terrena. Creemos en un Dios que se ha
hecho solidario del hombre hasta compartir la misma muerte. Y no pasó
por ella con la inmutabilidad del Ser absoluto ni, lo que parecería a
primera vista más razonable, con la estoica serenidad del humanismo
clásico, sino con el temor y el temblor, con la angustia y el lamento
desesperanzado de un hombre: "Padre, ¿por qué me has abandonado?"

Esta actitud de Cristo hace a nuestro Dios profunda e íntimamente
fraterno; en El descubrimos nuestra realidad más profunda de hombres:
nuestra debilidad y nuestros temores, nuestro miedo y nuestra angustia.
Porque la verdad más profunda del hombre no es su fortaleza, sino su
debilidad; no es su impasibilidad, sino su temor y su angustia, y todas las
limitaciones inherentes a nuestra condición humana.

2. Silencio y gratitud, ante la muerte de Cristo
Ante la muerte de Cristo, que nos sitúa en nuestra realidad y en
nuestra verdad, no cabe otra actitud que el silencio y la gratitud. Silencio,
porque nunca llegaremos a comprender o a poder expresar el insondable
misterio de amor y de humillación que representó para Cristo el acto de
morir. Si morir es trágico y humillante para nosotros, ¿cómo debió serlo
para el que era la Vida misma? Por esto, la palabra más expresiva de
Cristo es paradójicamente su silencio en la cruz: la suprema expresión del
Amor ofrecido a la humanidad.
Y con el silencio, la gratitud, porque a partir de la muerte de Cristo
nuestra muerte adquiere un sentido nuevo, insospechado.
La muerte ya no es la muerte. La muerte es el paso a la vida. Cristo
murió para matar la misma muerte, de manera que la muerte es ya -en El
y en nosotros- el primer paso hacia la resurrección. Cristo resucitado,
primicia de la humanidad nueva, representa el triunfo total de la vida
sobre la muerte.
El fragmento de la primera carta de san Pablo a los cristianos de
Corinto, que hemos oído, contiene la "buena noticia" -el Evangelio- que
representa el núcleo de la predicación y de la fe de la Iglesia primitiva:
"Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de todos los que
han muerto". Y esto acontece para nosotros y para todos los hombres,
porque "si la muerte vino por un hombre, también por otro hombre -por
Cristo- vendrá la resurrección de los muertos". Cristo ha de reinar -dice
también- hasta que todos sus enemigos le hayan sido sometidos bajo sus
pies, "y el último enemigo vencido será la muerte".
Un cristiano, un hermano nuestro, ha muerto. Escribió Pascal que
Cristo, en sus fieles, está en la agonía de Getsemaní hasta el fin de los
tiempos. Todos sabéis lo largo que ha sido el Getsemaní de N. Sólo el
Señor, que escruta los corazones, sabe la purificación que ha supuesto
para él aceptar la muerte, que le ha visitado justamente cuando estaba en
medio del camino de la vida.
Como a Cristo, a él también le visitó la angustia y el miedo, y, como
Cristo, también pidió: "Si es posible, pase de mi este cáliz sin que yo lo
beba". Pero, también con Cristo, procuró decir aquellas supremas
palabras: "Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya", palabras que
no implican una cobarde resignación, sino una gran entereza de espíritu.
Ha muerto en el Señor; sabemos que, con Cristo, también resucitará. Por
eso, en medio de la tristeza nos acompaña la certeza y el gozo profundo
de la fe, y nuestra plegaria también se expresa en canto, que sin esta
convicción podría parecer inadecuado.
Prosigamos la celebración de la Eucaristía, anticipación del banquete
del Reino. Confiemos a las manos del Padre el alma de nuestro hermano.
Pidamos al Señor que nos ilumine a todos con la luz de la fe y
renovémosla hoy con las palabras del soldado romano ante la cruz de
Cristo: "Realmente, este hombre era hijo de Dios". En efecto, sólo por
medio de la fe en Cristo sabemos que nuestro futuro definitivo no es la
muerte, sino la Vida.
Homilía preparada por J. Piquer
 



21. Homilía sencilla: Jesús se compadece de nuestro dolor.

Textos: Filipenses 3,20-21; Salmo 22; Lucas 7,11-17

1. La vida es un camino
Acabamos de leer en el Evangelio cómo "Jesús iba camino de Naín, e
iban con él sus discípulos y mucho gentío". Y en su camino, aquella
comitiva de Vida, se encuentra con otra procesión, ésta de muerte,
formada por "una madre viuda, que llevaba a su hijo único a enterrar,
acompañada de un gentío considerable". ¡Qué contraste! Se entrecruzan
la Vida y la muerte. En el mismo camino.
El poeta Josep M. de Segarra dejó escrito, en su "Poema de Navidad",
este bello pensamiento: "Un camino: qué palabra tan fácil de pronunciar,
qué experiencia tan difícil de seguir". Y así es. Nuestra vida es un camino:
más o menos largo, más o menos empinado... En él hay momentos de sol
y de sombra, de reposo y de cansancio, de pasar por verdes praderas y
por cañadas oscuras, de bullicio y de soledad...

(Aquí se procura concretar según cada caso: vida más o menos larga;
etapas más importantes; quiénes le han acompañado; penas y
enfermedades vividas a lo largo del camino; cómo se ha alcanzado la
linea de meta...)

Todo camino lleva a algún sitio. Tiene su final. Conduce a una meta.

2. Jesús se compadece
A Jesús le dio lástima ver aquella comitiva en duelo. Se le conmovieron
las entrañas al contemplar el dolor de aquella madre viuda que llevaba a
enterrar a su hijo único, a su único apoyo.
El milagro de Jesús no sólo fue un gesto indicativo de su poder como
Señor de la Vida y vencedor de la muerte, sino también expresión de su
misericordia para con todos los desdichados. Con esta compasión
humanísima Jesús nos enseña que Dios es humano, que se compadece
de nosotros y que no le gusta la muerte. Por eso el Evangelio no esconde
que Jesús llorara la muerte de su amigo Lázaro, ni que se conturbara al
ver que se aproximaba su propia muerte.

3. La Vida vence a la muerte
Jesús consoló primero a la mujer: "No llores", y actuó después en
consecuencia dándole motivo para dejar de llorar: "Muchacho, levántate".

Si aquel joven resucitó para volver a morir al cabo de unos años,
nuestro hermano N. está llamado a la resurrección para no volver a morir
nunca más. Ha sido llamado a disfrutar la vida eterna que Jesucristo,
Señor de la Vida y vencedor de la muerte, quiere compartir con todos los
que se esfuerzan en seguir su camino.
Si a nuestro hermano N. y a sus familiares no les falta nuestra
compañía y consuelo -pues hemos venido aquí con los mismos
sentimientos que movían el gentío que acompañaba a la madre viuda y a
su hijo difunto-, que tampoco les falte nuestra oración y nuestro anhelo de
felicidad, pues también -por el hecho de ser cristianos-, formamos parte
de la otra comitiva, aquella que seguía a Jesús viendo en El "el camino, la
verdad y la vida".
Homilía preparada por I. Marqués
 



22. Homilía pronunciada en el entierro de una persona de edad,
en sábado santo (adaptable a otras ocasiones).

Textos: Lamentaciones 3, 17-26; Salmo 24; Lucas 23, 44-49
La muerte nos ha vuelto a convocar. Y no sólo la muerte de Cristo,
sino la de N.
Los cristianos nos pasarnos la vida proclamando la muerte y la
resurrección de Cristo. Nos gusta conmemorar la Pascua del Señor. Pero
no acabamos de darnos cuenta de que el Señor Jesús recorrió un camino
semejante al nuestro.
Hoy la muerte de nuestro hermano N. nos ayudará a comprender, con
mayor viveza, y en la realidad, el paso de Jesús.
No celebramos en vano el misterio pascual. Misterio de muerte y
resurrección. Cristo reposa en el sepulcro, para que nosotros
comprendamos, en la oscuridad y en la duda, que la muerte no es el final.

"Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor". Esta es la
respuesta sensata a la pregunta angustiosa que nos proponía también el
texto de la primera lectura: "se me acabaron las fuerzas y mi esperanza
en el Señor". Muchos dudan de la resurrección. Otros cuestionan la vida
eterna. Nosotros confiamos en el Señor y en su Palabra, porque "la
misericordia del Señor no termina... el Señor es bueno para los que en él
esperan".
Y si el día de hoy nos recuerda con angustia la oscuridad de la muerte,
recordemos que mañana amanecerá un nuevo día, lleno de alegría,
donde todos podremos confesar que "este hombre era en verdad un
justo".
No, "la misericordia del Señor no termina: el Señor es bueno con los
que confían en él". Nuestro hermano difunto, N., confió en el Señor.
También él, antes de morir, exclamó como Jesús: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu".
Y si ahora lo contemplamos en el sueño de la muerte, creemos que
mañana lo veremos resucitado con Cristo a una nueva vida.
Esta es nuestra fe. Que nos haga vivir en la esperanza de volvernos a
encontrar en el banquete pascual del cielo, del cual es signo y figura el
misterio eucarístico que mañana, en el gozo de la Pascua, celebraremos.

Mientras tanto alcemos al cielo nuestras plegarias, por nuestro
hermano N. y por todos los que hemos venido a acompañarlo en el paso
definitivo hacia la casa del Padre.
Homilía preparada por J. Baburés
 



23. Homilía sencilla para público medio, en una muerte sentida por
los familiares.

Textos: Lucas 24,13-35

"QUÉDATE CON NOSOTROS PORQUE ATARDECE Y EL DÍA VA DE
CAÍDA"
También nosotros, muchas veces en la vida, podemos hacer nuestra la
oración de los discípulos, aunque sea con palabras diferentes. Porque, al
igual que ellos, con frecuencia se nos hace de noche.
Se nos hace de noche por muchos motivos. A nivel personal e intimo, a
nivel familiar, profesional o social.
Y ciertamente cuánto bien nos hace encontrar en estos momentos de
oscuridad a alguien capaz de alargarnos su mano, su esperanza, su
amor.
Porque la vida continúa. Porque hay que seguir el camino. Porque no
nos podemos parar demasiado tiempo, ni podemos permitir que los
hechos, por dolorosos que sean, nos entierren o nos paralicen.

LA MUERTE ES LA OSCURIDAD MAS APLASTANTE
Sí, ha oscurecido muchas veces en nuestras vidas. Pero es muy
posible que la oscuridad más aplastante y más angustiosa se nos venga
encima cuando nos enfrentamos con el hecho de la muerte; más
exactamente, cuando el hecho de la muerte se enfrenta con nosotros.
Y esta oscuridad se nos hace más densa todavía si el hecho de la
muerte ha caído sobre alguna persona que nos es especialmente
conocida y querida. Es entonces cuando más que nunca necesitamos a
alguien que nos haga sentir su solidaridad, su compañía.
Queridos hermanos, estamos aquí porque la sombra de la muerte se
ha extendido sobre N., que todos conocíamos y amábamos (posible breve
referencia a la vida del difunto).
Nosotros, en estos momentos, querríamos ser esta mano extendida a
las personas más íntimas de nuestro hermano N. Una mano que querría
expresar todo nuestro sentimiento, nuestra comprensión, nuestra amistad.


LA FE EN JESÚS, EL MEJOR CONSUELO
Pero más que nosotros, todo eso lo quiere ser Jesús, que, como
sabemos por la fe, está siempre muy cercano a cualquier situación
humana. Como aquel día que se acercó a los discípulos de Emaús. Y, en
El y por El, sabemos que, más allá de todo dolor y de toda muerte, hay
una paz y una vida en plenitud.
Esta paz y esta vida que nosotros hoy deseamos y pedimos, llenos de
esperanza, para N.
Homilía preparada por P. Vivó
 



24. Homilía en las exequias de un difunto que en vida no haya sido
bien acogido por los que le rodeaban, y ante cuya muerte conviene que la
comunidad reflexione sobre este hecho. Con Eucaristía

Textos: Lucas 24,13-35

1. Abrir el corazón
Jesús alcanza a los viajeros de Emaús en su camino y, ante el mutismo
que se impone cuando se encuentra uno con extraños, toma El la
iniciativa de romper el hielo: "¿qué conversación es ésa que traéis,
mientras vais de camino?"
El grupo de viajeros, aumentado por Jesús, no tarda en entrar en una
relación franca y de corazón abierto. Los discípulos se esfuerzan en
manifestar sus dudas y sus miedos ante el fracaso de la muerte de su
maestro, un tal Jesús. El, en cambio, vuelve a empezar pacientemente
desde el principio y les explica el sentido de las Escrituras. Qué confianza
más grande la que da el hecho de que alguien nos pregunte por lo que
tenemos tantos deseos de explicar: "¿qué conversación es ésa que
traéis?".

2. Abrir la puerta
Llegados a la aldea de Emaús, los discípulos abren la puerta al
forastero y le invitan a entrar y a hospedarse en su casa para compartir
con ellos también la mesa. Y es precisamente en el gesto de partir el pan
cuando le reconocen como el Resucitado. Jesús ha abierto el corazón, y
los discípulos han abierto la puerta. Los dos gestos son necesarios para
llegar al encuentro con el Resucitado. El objeto de nuestra fe cristiana.

3. La acogida completa
La acogida ha de ser de corazón y concreta, para que sea completa.
Demasiadas veces nos encontramos con una lluvia de palabras
empalagosas y oportunistas que no resuelven nada: pobrecito, vas
desnudo y sufres frío y tienes hambre; corre, vete en paz, vístete, bebe y
come... Buenas palabras, pero nada de hechos. Falta la apertura de la
puerta. Otras veces tal vez acogemos, ayudamos, damos de comer o
regalamos vestido o posada. Hasta abrimos las puertas de una
residencia. Pero la acogida es fría, distante, no personal; falta la
confianza y la relación: falta la apertura del corazón.

4. La acogida total
Morir, para nosotros los creyentes, es ir a la casa del Padre, donde no
tendremos que experimentar ningún rechazo más. El cielo es la acogida
total por parte de Dios y por parte de los hermanos a los que nosotros
sabremos igualmente acoger. Una acogida que es apertura del corazón y
ayuda concreta: el encuentro definitivo con el Resucitado. Si esta es la
acogida que todos deseamos y esperamos, hemos de empezar a vivirla
ya desde ahora en este mundo:
- que nuestra acogida a los hermanos sea de corazón y concreta,
- que nuestra fe sea de doctrina (el corazón abierto a las Escrituras) y
de práctica comprometida,
- que nuestras relaciones sean plenamente humanas: de palabra y de
hecho.

Ahora estamos a la mesa, como los de Emaús, junto con nuestro
hermano que ha llegado ya al término de su camino. Ojalá sepamos
reconocer claramente al Resucitado que nos ha invitado para partir el
pan. Que así sea.
Homilía preparada por R. Cabana
 



25. Homilía para público cristiano sobre el sentido de "celebrar la
muerte" Con Eucaristía

Textos: Isaías 25,6a. 7-9; Romanos 6,3-9; Juan 6, 37-40

1. El vacío de la muerte
Hemos venido a realizar algo difícil de explicar. Hemos venido a
celebrar la muerte de nuestro hermano N. ¿Es posible celebrar la muerte?
¿Tiene algún sentido hacerlo?
Porque lo cierto es que la muerte es un acontecimiento catastrófico y
trágico. Cuando la muerte llama a las puertas de nuestra casa, o bien a
las de la casa de un pariente, de un amigo, de un compañero, de un
vecino, lo hace para arrancarnos la presencia viva de un ser amado. Ni el
más claro y piadoso recuerdo podría llenar el vacío que deja la muerte.
La frialdad del cadáver hace más penetrante la ausencia del ser amado:
no hay palabra humana que pueda despertar el más pequeño brillo de
estos ojos o la floreciente sonrisa de estos labios.
Cuando la muerte se acerca definitivamente a nuestra existencia, viene
para robarnos el don más preciado: la vida. Y con la muerte lo perdemos
todo: las personas que amamos, el mundo en el cual hemos vivido, el
tiempo que más o menos hemos aprovechado para hacer tantas cosas.
Incluso, parece que quiera arrancarnos de las manos de Aquel que es la
Fuente de la Vida: el mismo Jesús, que desde la cruz, exclamó: "Dios mío,
¿por qué me has abandonado?".

2. Dios nos hace entrar, por la muerte, en posesión de toda nuestra
Vida
¿Tiene algún sentido, pues, celebrar la muerte? Repasemos el
mensaje de las lecturas que acabamos de proclamar.
El evangelio de Juan ha afirmado claramente que los que creen en
Jesús no se pierden, sino al contrario, ganan la vida eterna y el último día
resucitarán.
No se pierden. Por la muerte, yo pierdo la vida, y con ella lo pierdo
todo, pero yo no me pierdo. ¿Por qué? Dice Jesús: "Esta es la voluntad
de mi Padre: que todo el que cree en el Hijo tenga vida eterna". Ello
quiere decir que por la fe hemos sido introducidos en el dominio del Señor
Resucitado, que por la fe pertenecemos a Cristo. San Pablo nos ha
recordado que por el bautismo, que es el sacramento de la fe, hemos sido
sumergidos en la muerte de Cristo, para emprender una nueva vida.
La muerte no me puede perder. Pero, ¿qué pasa con los que han
muerto? El evangelio nos ha hablado de la vida eterna. ¿Otra vida,
quizás? Porque nosotros, los hombres, estamos hechos para vivir esta
vida: ¡y cómo nos aferramos a ella! La vida, decimos. Pero, ¿qué es esta
vida? ¿No os parece que vivir es ir perdiéndolo todo? Si la vida la
medimos por los años ¡cuantos más tenemos, menos nos quedan!
Imaginaros que corréis por un bosque lleno de zarzas: poco a poco, iréis
perdiendo trozos de ropa, y quizás trozos de piel y de sangre, por entre el
bosque.
De la misma manera, vivir es ir llenando nuestra existencia de
experiencias, de hechos, de cosas y de personas. Y Jesús ha dicho: "Esta
es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga la
vida eterna". No una vida larga, ni tan solo otra vida, sino la vida misma:
que cuando mueran entren en posesión de su vida, de todo lo que han
perdido, de todo lo que han amado.

3. Nuestra vida: como la resurrección de Jesucristo
Por la muerte lo pierdo todo, pero con la muerte gano la vida. ¿Cómo?
¿De qué manera? No lo sabemos, pero Jesús ha hablado de
resurrección. Ello quiere decir que el encuentro del hombre, que muere,
con su propia vida es el resultado de aquella acción nueva y última de
Dios, que lo renueva todo.
El aspecto más aniquilador de la muerte es que rompe los lazos con los
vivos. Pero Jesús ha dicho: "Y yo lo resucitaré en el último día". Ello
quiere decir que llegará un día en que todos los pueblos y todos los
hombres participarán del convite de la plena comunión entre ellos. Y esta
fe, y esta esperanza, hacen que, ahora mismo, cuando despedimos a un
hermano difunto, no tengamos que decir "adiós", sino "hasta luego".
Porque creemos en Jesucristo, muerto y resucitado, por ello podemos
ahora celebrar la muerte de nuestro hermano. Para eso hemos venido
aquí. Pero al mismo tiempo, hemos venido también para otra cosa. ¿No
os parece que es fabuloso poder ayudar a nuestro hermano difunto, para
que tenga unos ojos inmensos para ser más llenos de luz, un corazón
más grande para poseer más plenamente la vida? Eso es lo que hacemos
con nuestro sufragio.
Celebremos ahora la Eucaristía. El cadáver de nuestro hermano
participa también, de alguna manera, del destino mortal del pan y del vino
que ofrecemos. Pero en la Eucaristía celebramos la muerte del
resucitado: y el pan y el vino, que contienen la presencia viva de Cristo,
anuncian la resurrección de nuestro hermano.
Homilía preparada por J. Gil
 



26. Homilía en una celebración exequial para público creyente y
practicante: la Eucaristía, alimento y prenda de la vida eterna.

Textos: Isaías 25, 6a 7-9; Juan 6, 51-58

Para celebrar cristianamente la muerte de un hermano nuestro en la
fe, nos reunimos en torno a la Palabra de Dios y de la mesa del Señor. En
nuestros oídos y, Dios lo quiera, también en nuestro corazón, ha
resonado una palabra que nos ha invitado a un banquete, que nos ha
hablado de salvación y de esperanza, de resurrección y de vida para
siempre. Aceptemos, hermanos, esta palabra que nos salva y demos
gracias a Dios por ella; Él, que nos consuela siempre en medio de nuestro
dolor.

EL CONVITE DE LA VIDA
Desde el A.T., hemos escuchado la voz profética que nos anunciaba la
victoria sobre la muerte, este velo de dolor que cubre a todos los pueblos
de la tierra. Dios aniquilará la muerte para siempre y enjugará las
lágrimas de todos los rostros, borrará el oprobio de su pueblo. Porque
nuestro Dios es el Dios de la esperanza y de la salvación, por eso nos
alegramos y celebramos que nos ha salvado.
La salvación de Dios, la liberación que El nos concederá, nos es
presentada en la imagen de un convite que nos congregará para celebrar
la vida. Es Dios mismo el que nos convidará para darnos la certeza de
una victoria definitiva sobre lo que entristece y cubre de duelo a todos los
pueblos.

EL PAN DE LA VIDA: LA CARNE QUE DA VIDA AL MUNDO
La promesa del convite de la vida, hecha en el Antiguo Testamento,
encuentra su cumplimiento en las palabras de Jesús que hemos
escuchado en el evangelio de esta Eucaristía.
Jesús, el que ha bajado del cielo, es la misma vida. El ha venido
efectivamente para que todos tengamos vida, y la tengamos en
abundancia: para que tengan vida para siempre, no sujeta a la barrera
insuperable de la muerte.
Ahora bien, Jesús nos da la vida haciendo que comamos el pan vivo,
bajado del cielo. Este pan es su carne, que El entregó a la muerte de cruz
para dar vida a todos los hombres.
La promesa de Jesús en el evangelio de Juan que hemos proclamado,
hace referencia a la donación que El hizo de su vida en su pasión. En la
muerte y resurrección de Jesús, efectivamente, encontramos la donación
suprema de Jesús por amor, hasta el extremo. Jesús acepta la muerte
para que todos vivamos por El. Es la donación total por amor al Padre y
por amor a todos los hermanos. De esta donación brota la vida para los
creyentes, para los que aceptan la muerte redentora de Jesucristo.
Por esto Jesucristo instituyó el sacramento que ahora celebramos, que
es por encima de todo memorial vivo y eficaz de la Pascua del Señor, el
convite prometido en el Antiguo Testamento para liberar a todos los
hombres de la mortaja que les oprimía, del velo de duelo que
irremediablemente les hacia desgraciados e infelices.
No comemos en la Eucaristía simplemente un alimento celestial, como
el maná: éste no podía liberar de la muerte. La Eucaristía es la fuente de
la vida porque en ella se nos da la carne y la sangre del Hijo de Dios, que
El mismo ofreció en la cruz para dar vida a todo el mundo.
Por eso, con toda claridad y contundencia, nos dice: "Quien come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día".
¿Por qué? Porque "el que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y
yo en él", dice el Señor. Decimos que la Eucaristía es nuestra comunión
con el Señor, y es verdad: una comunión de vida tan íntima como la que
existe entre el Padre y el Hijo, que gozan de la misma vida divina.
También nosotros, en la Eucaristía, entramos en comunión con el Hijo de
Dios, es decir, compartimos la vida para siempre, la vida inmortal, la que
bajó del cielo cuando el Hijo se hizo hombre para que todos nosotros nos
hiciéramos hijos de Dios.
Hermanos: la Eucaristía es garantía de la gran esperanza, de la vida
eterna en el reino de Dios. Nuestro hermano difunto se alimentó de ella
mientras convivía con nosotros y peregrinaba hacia la patria a la cual
confiamos que ya ha llegado, hacia la asamblea de los santos a la cual le
encomendamos en nuestras oraciones, hechas con fe. Para celebrar
cristianamente su muerte, el paso de esta vida de peregrinos a la vida
definitiva en Dios, no tenemos nada mejor que reunirnos en torno al
convite de la vida, que es la santa cena del Señor, para comer el pan
bajado del cielo, que es semilla de inmortalidad. En este sacramento
proclamamos la muerte y la resurrección del Señor Jesús con la
esperanza de su retorno glorioso, cuando venga definitivamente para
reunir en su Reino de vida a los vivos y a los difuntos, para vencer la
muerte para siempre, para hacer brillar por encima de todos los hombres
liberados la luz de la vida y de la paz eternas.
Homilía preparada por P. Llabrés
 



27. Homilía para público medio, creyente, en la muerte de una
persona querida.

Textos: Romanos 8, 14-17; Juan 11, 25-271.

1. Ante la muerte, la fe nos abre unas perspectivas nuevas
La fe en Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre,
muerto y resucitado por todos los hombres, nos abre ante el hecho de la
muerte unas perspectivas llenas de esperanza. Lo acabamos de
proclamar en estas lecturas bíblicas. Nos ha dicho Jesús: "yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá". Y
también san Pablo: "los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos
son hijos de Dios: y si hijos, también herederos".

2. Más allá del dolor, comprensible, de la separación de una persona
querida
Es verdad que nos duele la separación de un ser querido, sobre todo
cuando esta persona ha sido muy amada por nosotros. Y es verdad que
Jesús nos enseña a saber compartir el dolor de los que sufren. Pero la fe
en El transfigura este dolor. El ha querido compartir nuestra vida humana,
como hombre verdadero, hasta la muerte; por su resurrección, o sea, por
la vida que ahora posee para siempre en plenitud, nos da la esperanza
que también podremos compartir esta vida suya para siempre. La muerte,
por ello, no es aniquilación de nuestras vidas, es un paso a la nueva vida
de Dios. Popularmente decimos: que nos volvamos a ver en el cielo. Es
una expresión que apunta a nuestra supervivencia, a la manera de Dios,
y manifiesta claramente cómo todos nos podremos encontrar en la nueva
vida de Dios, nuestro Padre.

3. Pero ¿cómo será la otra vida?
Tal vez nos preocupa demasiado el pensar cómo será esta vida nueva.
Querríamos saber exactamente en qué consistirá. Y esto nos levanta
dudas respecto al más allá. De todos modos, "lo que será", la Palabra de
Dios nos lo explica con ejemplos y comparaciones. La felicidad que
podemos conseguir no es comparable con la felicidad de este mundo
terreno, aunque éste sea el punto de comparación. San Pablo pone el
ejemplo de la semilla que se siembra con la planta y el fruto que puede
producir. Y ciertamente, ¡qué diferencia hay entre la semilla y el árbol! Así
también entre nuestra vida de este mundo y la que esperamos.

4. Oremos con fe y esperanza
Por eso hemos de rezar, pedir a Dios que nos ayude a esperar en esta
vida nueva que El nos ofrece: que nos dé fe y esperanza para
conseguirla, que nos dé alegría para cuando llegue la hora de la muerte.
Sí, saber decir que "sí" a la palabra absoluta de Jesús: "Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá". "No
morirá para siempre".
Homilía preparada por Ll. Bonet Armengol
 



28. Homilía sobre el sentido de la muerte para el cristiano. Con
Eucaristía.

Textos: Romanos 6,3-9; Juan 11, 32-45

1. El problema de la muerte es el enigma más grande del hombre.
La sociedad en que vivimos, con su enfoque de la vida hacia el
consumo y disfrute, nos impide preguntarnos sobre la muerte. Preferimos
evadirnos y vivir de espaldas a este problema. La muerte estorba. Es
mejor no pensar en ella.
Pero cuando un ser querido muere, afloran con fuerza en nuestro
interior interrogantes como éstos:
- ¿Por qué ha muerto?
- ¿En qué consiste la muerte?
- ¿Qué pasa después de la muerte?

2. Ante este problema el no creyente tiene el riesgo de la
desesperación, del absurdo... Para él la muerte es el pago definitivo a la
tierra. Todo se acabó. La supervivencia sólo es posible en el hijo, en la
obra de arte, en el recuerdo, en la fama...
O bien, la muerte es vivida, con acopio de valor, como el término de un
camino humano que se justifica en función de la tarea realizada, del
servicio y el amor transmitidos, pero sin nada más.

3. El hombre de fe mira la muerte de otra manera. La fe no da una
respuesta metafísica ni científica a este interrogante, sino que enfoca su
sentido.

4. El creyente sabe que tenemos un Padre en el cielo que por amor ha
creado todo cuanto existe y que el hombre es fruto de la generosidad de
ese amor. El amor de Dios es creador, da vida y no muerte. Dios es un
Dios de vivos y no de muertos.

5. Y porque Dios es amor, realiza su proyecto de salvación de todos
los hombres en Cristo Jesús. Cristo es el regalo y la expresión máxima del
amor de Dios.

El Misterio Pascual de la Muerte y la Resurrección de Cristo, supone la
aceptación del Padre de toda su vida y de toda su obra. El Padre le
resucita porque le ama. El amor es vida y da vida. Amor y muerte son
irreconciliables.

6. En el bautismo, como hemos escuchado en la primera lectura,
morimos con Cristo y resucitamos con El. Participamos de su Misterio
Pascual de muerte y de resurrección. Con Cristo y por Cristo hemos
vencido el pecado y la muerte. La muerte ya no tiene poder sobre
nosotros. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza. Estamos llamados a la
vida.

7. Por esto la muerte es un puente que une esta vida con otra más
grande, más plena y más hermosa, allá en la casa del Padre. La muerte
es el triunfo definitivo de Cristo en la persona que muere. Su Misterio
Pascual se actualiza "aquí y ahora" en la persona difunta. La muerte es la
transformación de nuestra vida terrena en la vida del cielo.

La resurrección de Lázaro significa y muestra nuestra propia
resurrección. Porque Cristo le amaba, por eso le resucitó. Nosotros
somos fruto del amor de Dios y hemos sido salvados por el amor de
Cristo. Por tanto también seremos resucitados.

8. El labrador entierra la semilla y espera que el sol, el agua y las
sustancias minerales produzcan hermosas espigas. También nosotros
enterramos el cuerpo de N. y creemos y esperamos que el Padre le llame
junto a si en Cristo vivo y resucitado.

9. Por tanto, parientes y amigos del difunto, no desesperéis. Ya sé que
la separación de un ser querido produce dolor y lágrimas. Pero en medio
del dolor, estad gozosos y alegres porque Cristo vive y N. está llamado a
la vida y a la resurrección.

10. Estamos celebrando la Eucaristía, el Sacramento de la Muerte y de
la Resurrección de Cristo. Todos unidos en comunión de sentimientos,
pidamos con fe que nuestro hermano N. sea llevado a la casa del Padre.

Homilía preparada por J. Comas
 



29. Homilía dirigida a un público creyente, practicante o no,
y en la muerte de un difunto amado por los suyos.

Textos: Isaías 25, 6a. 7-9; Juan 14,1 -6

"NO PERDÁIS LA CALMA"
Qué palabras más justas y qué bueno es escucharlas hoy.
Necesitamos esta serenidad, esta pequeña luz del corazón, este pequeño
rayo de paz.
N. se ha ido de entre nosotros. Hoy le enterramos. Y esto es muy duro.
Su muerte deja un vacío en nuestro corazón, en el corazón de los que le
habéis querido más: los familiares, los amigos.
Sabemos que el viaje es largo, que la separación es muy grande.
Sabemos que ya no oiremos más su voz, que no estará ya a nuestro lado.
Nuestro corazón está triste. No podemos acostumbrarnos a estas
separaciones tan largas. Pero él se ha quedado en nuestro interior por el
amor que le tenemos y por el recuerdo de su vida.
Los apóstoles también estaban tristes porque su Maestro, Jesús, se
despedía de ellos. Y por eso les dice que no pierdan la calma del
corazón, que se serenen. Y hoy Jesús quiere estar a vuestro lado y os
quiere dar su paz y quiere serenar vuestro corazón. Os quiere ayudar.
Quiere consolaros.

"EL SEÑOR ANIQUILARA LA MUERTE PARA SIEMPRE"
Ante el hecho de la muerte, la Iglesia proclama la resurrección de los
muertos; ante la muerte, proclama la vida. La muerte es la puerta de la
vida para siempre, una vida nueva, una vida diferente. "El Señor enjugará
las lágrimas de todos los rostros", nos decía el profeta Isaías.
Creer en Dios, creer que Dios nos ama, nos da fuerzas y nos consuela.

El Señor viene a enjugar nuestras lágrimas. Esta es la palabra
salvadora para el que cree. Esta es la esperanza cristiana. La muerte no
destruye la persona, la muerte es el camino de la vida verdadera.

"CUANDO VAYA, OS PREPARARÉ UN SITIO"
Jesús quiere que estemos con El. Y hoy todos nosotros, los que
creemos lo que Jesús nos ha dicho, elevamos una oración muy confiada y
le pedimos que abra a nuestro hermano N. la puerta de la morada eterna
que le ha preparado.
¿No os parece que esto es muy importante? ¿No os parece que esto
es una gran noticia, una muy buena noticia? ¿No os parece que esto
puede ayudarnos a reflexionar en lo que hacemos y tenemos que hacer?

Cuando la muerte nos toca desde cerca nos ayuda a pensar y a
valorar lo que hacemos. La vida en este mundo tiene un limite y conviene
vivirla en profundidad, serenidad y paz. Que el tiempo que nos queda en
este mundo no lo empleemos de una manera egoísta, sino que lo
pongamos a disposición de nuestros hermanos.
La muerte de una persona amada puede transformar nuestra vida.
Jesús, nos lo ha dicho El mismo, es el camino, la verdad y la vida.
Prosigamos nuestra oración al Padre del cielo, pidiendo para nuestro
hermano N. la vida en plenitud, la vida para siempre en su casa, vida de
amor y de felicidad, vida sin muerte.
Homilía preparada por J. Soler Soler
 



30. Homilía en las exequias de una persona cuya muerte afecta
dolorosamente a sus familiares. Para ayudar a descubrir el sentido de la muerte, desde la perspectiva cristiana.

Textos: 1 Corintios 15,1-5.11; Juan 14,1-6

1. ¡La muerte es un enigma para nosotros
Queridos hermanos, nunca es fácil ni cómodo tener que decir una
palabra en una situación semejante a la que estáis viviendo vosotros,
profundamente apenados por la muerte de N.
Ante el hecho de la muerte nos encontramos humanamente
desamparados. Una sensación parecida a la que se experimenta, por
ejemplo, cuando al volver a casa uno encuentra que la puerta ha sido
forzada y ha habido un robo. Es un hecho que hay que encajar. Por más
que te rebeles, no lo puedes resolver. Con la muerte de una persona
querida nos sentimos un poco como robados de su presencia, de su
compañía, de su calor.

2. Diferentes maneras de encajar el golpe
Ante este acontecimiento las personas reaccionan de modos
diferentes. No hablemos de los que se desesperan. Merecen toda nuestra
compasión.
Hay quien encaja este golpe de la muerte con cierta resignación
fatalista: la muerte es una ley de vida de la que no se puede escapar.
Pero no tienen ninguna afirmación que exprese una posible continuidad
entre el antes y el después de la muerte.
Otros, que tal vez podrían formar parte también del grupo anterior,
consideran que lo que cuenta es haber realizado bien la tarea humana
que la vida ha encomendado a cada uno. Pero tampoco hacen ninguna
referencia que les ayude a ir más allá de lo que vivimos en el tiempo y en
el espacio.
Estas posturas, por más respetables que sean, las consideramos
insuficientes los cristianos.

3. Afirmación cristiana ante la muerte
Los cristianos, ante la muerte, tenemos un punto de referencia. No se
trata de ninguna teoría sino de un acontecimiento, de algo que ha
pasado. Se trata de lo que pasó en Jesús de Nazaret.
Tal como nos recordaba san Pablo en la lectura, Jesús murió y fue
glorificado. Su vida de fidelidad total al Padre del cielo y a los hombres fue
coronada de esta manera.
No sólo para su provecho personal, sino para que pudiésemos
participar en él todos los que, por la fe y los sacramentos, vivimos su
propia existencia en unión, en comunión con Jesús.
Dicho de otra manera: la vida del cristiano ha de ser como una
traducción personal de la vida de Jesús. Desde el bautismo nos hemos
unido a El para vivir todas las circunstancias de la vida como El lo habría
hecho. Así, cuando llega el momento de morir, el cristiano lo vive unido a
Jesús, como un momento transitorio, como un paso hacia aquella vida
glorificada que Jesús conquistó para todos. Es lo que nos recordaba el
evangelio: "'os prepararé un sitio y os llevaré conmigo, para que donde
estoy yo, estéis también vosotros".
4. La fe consuela en el dolor
Esta es nuestra fe en el sentido de la vida y de la muerte. Vivimos
siguiendo a Jesús, "camino, verdad y vida".
Por eso la postura de los cristianos ante la muerte es una postura llena
de esperanza. La convicción de vivir unidos a Jesús es como una semilla
de esperanza y de consuelo, sembrada en medio del dolor de nuestro
corazón, en estos momentos. Digo "semilla de esperanza y consuelo": no
una anestesia ni una aspirina, que adormecen o quitan el dolor
momentáneamente. Porque es natural que suframos por la separación de
una persona querida. Pero sufrimos con esperanza, no desesperados.
Esta convicción, repito, nos viene de la confianza que ponemos en la
Palabra de Dios que la Iglesia ha hecho llegar viva hasta nosotros.
Pidamos al Señor que fortalezca nuestra fe para que seamos capaces
de vivirla en todas las situaciones de nuestra vida, y así podamos
volvernos a encontrar con los que hemos amado mientras vivían a
nuestro lado y de los que la muerte nos ha separado temporalmente.
Homilía preparada por A. Casas
 



31. Homilía en una muerte sentida por los familiares:
Jesucristo, fundamento de la esperanza cristiana ante la muerte.


Textos: Sabiduría 3,1-9; 2 Timoteo 2,8-13; Juan 14,1-61.

Primera lectura: Sabiduría 3,1-9
El texto que hemos leído como primera lectura de la celebración
cristiana de oración por el eterno descanso de vuestro (padre, madre,
hijo, hermano...) N., nos ha mostrado la tardía esperanza del antiguo
Israel en el más allá. Una esperanza en la inmortalidad y en la felicidad
después de esta vida; y también ha hecho patente la confianza en el
premio que las pruebas sufridas en nuestro peregrinar terreno bien
merecen:
"La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará ningún
tormento...
Consideraban su partida de entre nosotros como una destrucción,
pero ellos están en paz".

Y ello ha ocurrido así, dice la palabra bíblica, porque "Ellos esperaban
seguros la inmortalidad. Confiaban en su Señor".
Con toda seguridad, por tanto, dice la Sagrada Escritura: "'Recibirán
grandes favores, porque Dios los ha puesto a prueba, y los halló dignos
de si".
Que estas palabras consoladoras levanten vuestros corazones y os
reafirmen en vuestra esperanza cristiana. Y que sean también un motivo
de consuelo humano para todos. Una esperanza y consuelo que deben
afirmarse aún más con las enseñanzas de las lecturas que hemos hecho
en esta celebración exequial de despedida de vuestro familiar N. Miremos
su tránsito desde una perspectiva cristiana, especialmente los que sois
creyentes, y ello os dará mayor consuelo.

2. Segunda lectura: 2 Timoteo 2,8-13
Profundicemos ahora, también, en la segunda lectura. El apóstol san
Pablo nos ha recordado que Jesucristo era de nuestra naturaleza: del
"linaje de David". En efecto, Cristo asumió nuestra naturaleza, con todas
sus limitaciones y heridas, incluidos los dolores, humillaciones y la propia
muerte. Y una muerte impresionante: la muerte en cruz.
Esto lo sabemos bien y lo recordamos a menudo los cristianos, puesto
que nuestro signo es el "signo de la cruz". Cristo murió, pero creemos que
resucitó. Y esta es la "buena noticia", la gozosa noticia y el mensaje
esperanzado en donde reside lo más importante de nuestra fe. Y es
bueno recordarlo en estos momentos. En estas circunstancias, debemos
reafirmar la fe en Cristo resucitado y esa fe debe darnos ánimo en las
pruebas y sufrimientos, y tiene que ser motivo de consuelo ante la
pérdida de esa persona querida que hoy enterramos: "Lo aguanto todo
por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda
por Cristo Jesús, con la gloria eterna."
Esta convicción que nos transmite san Pablo yo quisiera infundirla en
todos vosotros. Intentemos vivirla en estos momentos y tengamos la
certeza de que: "Si morimos con Cristo, también viviremos con él. Si
perseveramos, reinaremos con él. Si lo negásemos, también él podría
negarnos. Aunque, si nosotros somos infieles, él permanece fiel, porque
no puede negarse a si mismo".
Si morimos con Cristo, esperamos vivir siempre con él. Por toda la
eternidad.

3. Tercera lectura: Juan 14,1-6
Vamos a decir todavía unas palabras sobre la lectura del evangelio
que hemos escuchado.
Todas las palabras de Jesús son consoladoras; pero lo son mucho
más las que pronunció durante la Ultima Cena, aquel convite pascual de
despedida que celebró con sus discípulos. En aquellos momentos
emotivos y entrañables, Jesús transmite consuelo y esperanza: "No
perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mi".
La fe y la esperanza que tenemos en Dios, debe manifestarse también
en una gran fe y esperanza en Jesucristo y, sobre todo, en lo que nos
enseñó sobre el más allá. Un más allá hacia el que caminamos, puesto
que de Dios venimos, de Dios somos y hacia Dios nos dirigimos.
Este ha sido el camino recorrido, también, por vuestro familiar N. Y él
ha llegado ya al término. Ha atravesado la frontera que separa el tiempo
de la eternidad. El se ha encontrado ya con Dios: fijaros cómo nos habla
Jesús de esta realidad del más allá hacia el que todos caminamos: "En la
casa de Dios, de mi Padre -afirma Jesús-, hay muchas estancias, y me
voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré -cuando
sea vuestra hora- y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis
también vosotros".
Y aún añade Jesús: "Adonde voy yo, ya sabéis el camino".
Entonces Tomás, uno de los discípulos de Jesús, que según parece
era bastante propenso a la duda y a la falta de fe, pide aclaraciones y
dice: "Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?

Jesús entonces manifestó claramente: "Yo, Tomás, soy el camino, y la
verdad, y la vida".
Es decir, Jesús se declara como el verdadero y auténtico camino que
nos conduce hacia Dios. Y nos conduce a Dios porque el camino de
Jesús también nos conduce a la verdad y nos conduce a la vida. Nos lleva
a la verdad plena y a la vida verdadera, que es la vida perdurable, la vida
que nunca acaba, puesto que es eterna. Cristo nos garantizó la misma
vida que él alcanzó en su Pascua, en su resurrección. La palabra de
Jesús es concluyente: "Nadie va a Dios, al Padre, sino por mi".
Que estas consoladoras palabras de Jesús os acompañen en este
momento. Y que ellas sean el mayor motivo de consuelo y de verdadera
esperanza cristiana, referida a vuestro familiar N. y a nosotros mismos
cuando llegue nuestra hora, ya que nunca debemos olvidar nuestra
condición de peregrinos, que estamos de paso en esta tierra.
Que la esperanza de la resurrección nos acompañe siempre y
especialmente ahora en nuestra plegaria por el eterno descanso de
vuestro familiar N.
Homilía preparada por J. Pijoan

DOSSIERS-CPL/31