Carta del Arzobispo

Orar a tiempo y a destiempo

Primer apunte de Cuaresma

La Cuaresma, pisándole los talones a la primavera, viene a brindarnos cada año la reiterada oportunidad del perdón y de la gracia; de resucitar el hombre nuevo, que anida en nosotros desde el Bautismo, pero que dormita, ané mico, entre rutinas y desganas, entre la miopía espiritual y la esclerosis religiosa. ¡Cuánto necesitamos la sacudida y el empujón hacia adelante! Sabemos que la Cuaresma no es un periodo mágico, pues todas las fechas del calendario son momentos de gracia; pero ahora la Iglesia sacude las conciencias, la Palabra nos llama a conversión, el Espíritu agita nuestras ramas. Resuenan poderosas en estas semanas las palabras de los Profetas y calan, como lluvia mansa, las sentencias de Jesús en el Sermón de la Montaña, convidándonos a la oración, al ayuno y a la limosna. Vamos con la primera. Orar es hablar. Orante y orador tienen la misma raíz, el os oris latino que significa boca. Hablamos con nuestros semejantes, hablamos con Dios. El que no ora, el que no practica la oración, queda como mudo, encerrado en símismo, desconectado de Dios. Y no es que hagan falta palabras sonoras para entenderse con É l; eso es la oración vocal, el rezo; pero vale también, y a veces mejor, la mental, el enlace con Dios de corazón a corazón. En ambos casos, la oración es un ejercicio precioso de la fe, la esperanza y el amor; es la respiración del alma. Da pena que la oración nos resulte tantas veces empinada, como una carga pesada, como un esfuerzo en el vacío. Nos aturde el ruido de la calle y de la vida, nos confunden y turban por dentro los remolinos del alma y las desazones de nuestro corazón. Y no es que nos falte la nostalgia de Dios ni la sed del encuentro con É l. ¡Ah si lográsemos habitar en sus moradas, caminar en su presencia, disfrutar de su amistad! Por contra, oramos poco, cayendo en el círculo vicioso de los que padecen a la vez anemia e inapetencia. Necesitan alimentarse y tienen el estómago de punta. ¿Cómo romper el círculo vicioso, la pescadilla que se muerde la cola? Sólo entrando en las paradojas del Evangelio, en los misterios del Reino de Dios. En nuestro caso, pedir la gracia de orar, orar por nuestra oración. -Señor, ábreme los labios y mi boca proclamarátu alabanza.

El don de la oración

Digamos entonces, exagerando un tanto, que la oración no es cosa de hombres, sino otorgamiento gracioso de Dios. Entié ndase. Tampoco se trata de un monólogo divino, puesto que consiste en una comunicación suya con nosotros. ¿De quié n es la iniciativa? De Dios, por supuesto, pero sin convertirnos en autómatas. Suya es la llamada, suya la gracia. Nuestra, la respuesta y no sin su ayuda. Sentir el deseo, experimentar la nostalgia de la oración, es ya un signo de la presencia divina en nosotros. Lo más frecuente es que Dios tome la iniciativa. "Hoy si escucháis la voz del Señor, no endurezcáis el corazón" (Sal 94). "Mira, que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré con é l y cenaré con é l y é l conmigo" (Ap. 3,20). Habría que preguntarse, cuando se suprime, se acorta o se descuida la oración, hasta qué punto la valoramos, en qué medida la estamos impidiendo con el montaje ordinario de nuestros modos de vida. Hay que buscar, se nos dice, tiempo y espacio para la oración. Nadie discute esto en teoría. Los hombres y mujeres de especial consagración en la Iglesia incluyen la oración en su regla de vida. Jesús recomienda en el Sermón de la Montaña: "Cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que estáen lo secreto; y tu Padre, que estáen lo escondido, te recompensará" (Mt. 6,6). Nada se nos dice sobre la duración concreta de la plegaria, salvo la recomendación reiterada de Jesús y de sus Apóstoles de orar sin interrupción. San Pablo la recomienda cuatro veces, en sus Cartas a los Romanos y a los Tesalonicenses. Mas, la experiencia demuestra que no les resulta asequible el espíritu de oración continua, la presencia de Dios ininterrumpida, a quienes no introducen en su agenda diaria un espacio contemplativo, un tiempo para el encuentro exclusivo con Dios. Difícil encontrar hoy tiempo y espacio para la oración personal de muchos laicos, hombres y mujeres, y hasta de bastantes sacerdotes. Pero, cuando se descubre esta preciosa margarita, algo habría que hacer para comprarla.

Oración y oraciones

La experiencia propia de cada cual y lo que, sin espionaje, se observa en la existencia de los demás, nos convence cada día más de que no hay progreso en la vida cristiana sin un crecimiento paralelo en la oración, ni avanza tampoco la experiencia orante si no tiene por cobertura una impregnación de todo el comportamiento por el espíritu de las Bienaventuranzas. No se avienen entre síel crecer en la oración, sin hacerlo en santidad, ni tampoco lo contrario. ¿Es lo mismo oración que oraciones? Líbreme Dios de alabar lo primero despreciando lo segundo. Oraciones son los salmos, el Padrenuestro, el Avemaría, las preces y los himnos del Oficio divino, la tradición devocional de la Iglesia. Son, las más de las veces, una ayuda impagable para la oración. Es muy de lamentar que, en las familias y en las catequesis, no se memoricen ya los modelos escritos e impresos de la Iglesia orante de siempre. Pero, ahora y aquí, quiero y debo hablar de la oración cristiana en su sentido más hondo y teologal. A saber: - Como experiencia personal de nuestra condición de hijos de Dios por el Bautismo, abiertos a la confianza plena en el Padre: "Mirad en qué medida nos ha amado el Padre, de modo que nos llamemos, y lo seamos realmente, hijos de Dios" (1Jn. 2,1). - Como miembros de Cristo, hijos en el Hijo, incorporados por el Bautismo a su cuerpo resucitado: "Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones" (Ef. 3,17). "Vivo yo, pero ya no soy yo; es Cristo quien vive en mí" (Gal. 2,20). - Como receptores del don del Espíritu, que habita, actúa y ora en nosotros: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm. 5,5); "Y por ser hijos, envióDios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: Abba, Padre" (Gal. 4,6).

Dios invade nuestra vida

La oración como experiencia, cultivo y desarrollo de nuestro ser cristiano, de nuestra comunión y comunicación con la Trinidad de Dios. Más que acercarnos a la realidad divina, es é sta la que nos inunda a nosotros, la que nos transforma y, consiguientemente, nos diviniza, en todo lo que somos, tenemos y hacemos. Una oración asíinforma todo el resto de la existencia. Sin milagros ni angelismos, de forma gradual, iluminando todos los reductos humanos de nuestra vida. Para aproximarnos a ella hemos de nutrirnos ante todo de la lectura creyente y meditada de la Escritura. "A Dios le hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras" (DV, 25). Hemos de alimentarnos de la experiencia de los santos, alimentarnos con la Eucaristía, recitar en privado y en comunidad la Liturgia de las horas, practicar asiduamente la mortificación cristiana y el ejercicio de las virtudes. Oración y vida se reclaman mutuamente. Entran en este modelo de oración la alabanza, la acción de gracias, la reparación, la intercesión, la impetración humilde de los favores divinos, incluso de los más sencillos y materiales. Caben también los rezos tradicionales, las oraciones entrañables de nuestra infancia. La oración teologal y trinitaria es la que genera también más presencia de Dios en nuestras vidas, aunque esto es una limosna suya que Él otorga a sus pequeños, incluidos los mejores teólogos. Siempre se ha hablado de la vida de oración como de vida espiritual. Bien dicho, pero con tal que se entienda del Espíritu con mayúscula y no del mío personal, que vive de prestado en este asunto.

Antonio MONTERO
Arzobispo de
Mérida-Badajoz