Satis cognitum
LEÓN XIII
Sobre la unidad de la Iglesia y el primado de Pedro
29 de junio de 1896
1. Tema de la Encíclica: La Unidad
de la Iglesia.
Bien sabéis que una parte considerable
de Nuestros pensamientos y de Nuestras preocupaciones tiene por objeto
esforzarnos en volver a los extraviados al redil que rige el Soberano Pastor de
las almas, Jesucristo. Aplicando Nuestro espíritu a ese objeto, Nos hemos
pensado que sería utilísimo a tal designio y tan grande empresa de salvación,
trazar la imagen de la Iglesia dibujando, por decirlo así, sus contornos
principales, y poner de relieve, como su distintivo más característico y más
digno de especial atención la unidad, carácter insigne de la verdad y
del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra.
Considerada en su forma y en su
hermosura genuinas, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las
almas, y no Nos apartamos de la verdad al decir que ese espectáculo puede
disipar la ignorancia, y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre
todo aquellas que no son hijas de la milicia. Puede también excitar en los
hombres el amor a la Iglesia; un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso
Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre
divina. Pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó El mismo por ella (Efes. 5, 2).
El retorno a la Iglesia.
Si para volver a esta madre amantísima,
deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de abandonarla,
comprar ese retorno desde luego, no al precio de su sangre (aunque a ese precio
lo pagó Jesucristo), pero sí al de algunos esfuerzos y trabajos, bien leves
por otra parte, verán claramente al menos que esas condiciones no han sido
impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad de
Dios, y por lo tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán por sí
mismos la verdad de esta divina palabra: "Mi yugo es dulce y mi carga
ligera" (Mat. 9, 30).
Por esto, poniendo Nuestra principal
esperanza en el "Padre de la luz de quien desciende toda gracia y todo
don perfecto" (Jac. 1,17). sólo en Aquel que "da
el crecimiento" (I Cor. 3, 7), Nos le pedimos con vivas
instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.
2. Dios toma al hombre como ministro.
Dios, sin duda, puede
operar por sí mismo y por su sola virtud todo lo que realizan los seres
creados; pero, por un designio misericordioso de su Providencia, ha preferido,
para ayudara los hombres, servirse de los hombres. Por mediación y ministerio
de los hombres da ordinariamente a cada uno, en el orden puramente natural la
perfección que le es debida, y se vale de ellos, aún en el orden sobrenatural,
para conferirles la santidad y la salud.
Pero es evidente que ninguna comunicación
entre los hombres puede realizarse, sino por el medio de las cosas exteriores y
sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana, El, que
teniendo la forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose
semejante a los hombres (Fil. 2, 7-7);
y así, mientras vivió en la tierra, reveló a los hombres, conversando con
ellos, su doctrina y sus leyes.
3- Constitución de la Iglesia.
Pero como su obra divina
debía ser perdurable, y perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte
de su poder, y haciendo descender sobre ellos desde lo alto de los cielos el Espíritu
de verdad (Juan, 16, 13), les mandó recorrer toda la
tierra y predicar fielmente a todas las naciones los que El mismo había enseñado
y prescrito, a fin de que, profesando su doctrina y obedeciendo a sus leyes, el
genero humano, pudiese adquirir la santidad en la tierra, y en el cielo la
bienaventuranza eterna.
Tal es el plan a que obedece la
constitución de la Iglesia, tales son los principios que han presidido a su
nacimiento. Si miramos en ella el fin último que se propone y las causas
inmediatas por las que produce la santidad en las almas, seguramente la Iglesia
es espiritual; pero si consideramos los miembros de que se compone, y los
medios por los que los dones espirituales llegan hasta nosotros, la Iglesia es exterior
y necesariamente visible. Por signos que penetran en los ojos y por los oídos,
fue como los Apóstoles recibieron la misión de enseñar; y esta misión no la
cumplieron de otro modo que por palabras y actos igualmente sensibles. Así su
voz, entrando por el oído exterior, engendraba la fe en las almas: la fe
viene por la audición, y la audición por la palabra de Cristo (Rom.
10, 7).
4. Exteriorización.
Y la fe misma, esto es, el
asentimiento de la primera y soberana verdad, por su naturaleza está encerrada
en el espíritu, pero debe salir al exterior por la evidente profesión que de
ella se hace: pues se cree de corazón para la justicia; pero se confiesa por
la boca para la salvación (Rom. 10, 10).
Así
nada es más íntimo en el hombre que la gracia celestial que produce en él la
salvación, pero exteriores son los instrumentos ordinarios y principales por
los que la gracia se nos comunica: queremos hablar de los Sacramentos que son
administrados con ritos especiales por hombres evidentemente escogidos para ese
ministerio. Jesucristo ordenó a los Apóstoles y a los sucesores de los Apóstoles
que instruyeran y gobernaran a los pueblos; ordenó a los pueblos que recibiesen
su doctrina y se sometieran dócilmente a su autoridad. Pero esas relaciones
mutuas de derechos y de deberes en la sociedad cristiana no solamente no habrían
podido ser duraderas, pero ni aun habrían podido establecerse, sin la mediación
de los sentidos, intérpretes y mensajeros de las cosas.
5. La Iglesia cuerpo visible.
Por todas estas razones la
Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también
el cuerpo de Cristo. "Sois el cuerpo de Cristo" (I
Cor. 12, 37). Porque la Iglesia es un cuerpo, es visible a los ojos;
porque es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia,
sostenido y animado como está por Jesucristo, que lo penetra con su
virtud, como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a
las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio vital es
invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta
por el movimiento y la acción de los miembros; así el principio de vida
sobrenatural que anima a la Iglesia, se manifiesta a todos los ojos por los
actos que produce.
De aquí se sigue que están en un
pernicioso error los que haciéndose una Iglesia a medida de sus deseos, se la
imaginan como oculta y en manera alguna visible, y aquellos otros que la miran
como una institución humana, provista de una organización, una disciplina y
ritos exteriores, pero sin ninguna comunicación permanente de los dones de la
gracia divina, sin nada que demuestre por una manifestación diaria y evidente
la vida sobrenatural que recibe de Dios.
6. Es un cuerpo animado
Lo mismo una que otra
concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de Jesucristo, como
el cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de constituir el hombre. El
conjunto y la unión de estos dos elementos es indispensable a la verdadera
Iglesia, como la íntima unión del alma y del cuerpo es indispensable a la
naturaleza. La Iglesia no es una especie de cadáver; es el cuerpo de
Cristo animado con su vida sobrenatural. Cristo mismo, Jefe y modelo de la
Iglesia, no está entero si se considera en El exclusivamente la naturaleza
humana y visible, como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente
la naturaleza divina e invisible, como hacen los Monofisitas; pero Cristo es uno
por la unión de las dos naturalezas, visible e invisible, y es uno en los dos:
del mismo modo su cuerpo místico no es la verdadera Iglesia, sino a condición
de que sus partes visibles tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales
y otros elementos invisibles: y de esta unión es de la que resulta la
naturaleza de sus mismas partes exteriores.
7. Perennidad de la Iglesia.
Mas como la Iglesia es así
por voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin ninguna interrupción
hasta el fin de los siglos, pues de no ser así, no habría sido fundada para
siempre, y el fin mismo a que tiende quedaría limitado en el tiempo y en el
espacio; doble conclusión contraria a la verdad. Es por consiguiente cierto que
esta reunión de elementos visibles e invisibles, estando por la voluntad de
Dios en la naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe durar,
necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.
No es otra la razón en que se funda
San Juan Crisóstomo, cuando nos dice: "No te separes de la Iglesia.
Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la
Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la
tierra. No envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura para
demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña"[i].
San Agustín añade: "Los infieles creen que la Religión cristiana debe
durar cierto tiempo en el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el
sol; y mientras el sol siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el
curso de los tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el cuerpo de Cristo, no
desaparecerá del mundo"[ii].
Y el mismo Padre dice en otro lugar: "La Iglesia vacilará si su
fundamento vacila; ¿pero cómo podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no
vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos. ¿Dónde
están los que dicen: "La Iglesia ha desaparecido del mundo", cuando
ni siquiera puede flaquear?"[iii].
8. Unidad dada por Jesucristo.
Estos son los fundamentos
sobre los que debe apoyarse quien busca la verdad. La Iglesia ha sido fundada y
constituida por Jesucristo Nuestro Señor; por lo tanto, cuando inquirimos la
naturaleza de la Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido
hacer y lo que ha hecho en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea
preciso tratar, sobre todo de la unidad de la Iglesia, asunto del que Nos ha
parecido bien, en interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes
Letras.
Si, ciertamente la verdadera Iglesia de
Jesucristo es una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas
Letras han fijado tan bien este punto que ningún cristiano puede llevar su osadía
a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza
de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No solamente el
origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución pertenecen
al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión
consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es preciso
averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha
querido darle su Fundador.
Si examinamos los hechos, comprobaremos
que Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia formada de muchas
comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero distintas
unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que únicamente
pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que hacemos profesión
en el símbolo de la fe: "Creo en la Iglesia una"...
9. Una en su naturaleza.
"La Iglesia está constituida
en la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de
desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia
es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio,
de excelencia... Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el
fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja
a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella"[iv].
Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que
una Iglesia, que llama suya: "Yo edificaré mi Iglesia" (Mat.
16, 18). Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella,
no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.
10. Continuar la misión recibida del Padre.
Esto resulta más evidente aun, si se
considera el designio del Divino autor de la Iglesia. ¿Qué ha buscado, qué ha
querido Jesucristo Nuestro Señor en el establecimiento y conservación de la
Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la continuación de la misma
misión, del mismo mandato que El recibió de su Padre.
Esto es lo que había decretado hacer,
y esto es lo que realmente hizo: Como mi Padre me envió, os envío a
vosotros (Juan, 20, 21). Como tú me enviaste al
mundo, los he enviado también al mundo (Juan, 17-18).
En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar lo que había
perecido (Mat. 18, 11); esto es, no solamente a algunas
naciones o ciudades, sino a la universalidad del género humano, sin ninguna
excepción en el espacio ni en el tiempo. "El Hijo del Hombre ha
venido...; para que el mundo sea salvado por El" (Juan,
3, 17). (Juan, 3, 17).
"Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que podamos
ser salvados" (Hechos, 4, 12). La misión, pues, de la
Iglesia es repartir entre los hombres y extender a todas las edades la salvación
operada por Jesucristo y todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto
según la voluntad de su Fundador, es necesario que sea única en toda la
extensión del mundo y en toda la duración de los tiempos. Para que pudiera
existir una unidad más grande, sería preciso salir de los límites de la
tierra e imaginar un género humano nuevo y desconocido.
11. Palabras de Isaías.
Esta Iglesia única, que
debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y todos los lugares,
Isaías la vislumbró y señaló por anticipado, cuando, penetrando con su
mirada en lo porvenir, tuvo la visión de una montaña cuya cima, elevada sobre
todas las demás, era visible a todos los ojos y representaba la Casa de Dios,
es decir, la Iglesia: "En los últimos tiempos la montaña, que es la
Casa del Señor, estará preparada en la cima de las montañas" (Is.
2, 2).
Pero esta montaña
colocada sobre la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor,
hacia la cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar en
ella la regla de su vida. "Y todas las naciones afluirán hacia ella u
dirán: Venid, ascendamos a la montaña del Señor, vamos a la Casa del Dios de
Jacob y nos enseñará sus caminos y marcharemos por sus senderos" (Is.
2, 2-3).
Optato de Milevo dice a propósito de
este pasaje: "Está escrito en la profecía de Isaías: La ley
saldrá de Sión y la palabra de Dios de Jerusalén". No es pues, en
la montaña de Sión donde Isaías ve el valle, sino en la montaña santa, que
es la Iglesia, y que llenando todo el mundo romano eleva su cima hasta el
cielo... La verdadera Sión espiritual es, pues, la Iglesia, en la cual
Jesucristo ha sido constituido Rey por Dios Padre, y que está en todo el mundo,
lo cual es exclusivo de la Iglesia católica[v].
Y he aquí los que dice San Agustín: "¿Qué hay más visible que una
montaña?" Y sin embargo, hay montañas desconocidas que están
situadas en un rincón apartado del globo... Pero no sucede así con esa
montaña, pues que ella lleva toda la superficie de la tierra y está
escrita de ella que está establecida sobre las cimas de las montañas"[vi]
12. El Cuerpo Místico de Cristo.
Es preciso añadir que el
Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su propio cuerpo místico al
que se uniría para ser su cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano que
tomó por la Encarnación la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y
natural unión. Y así como tomó un cuerpo mortal único que entregó a
los tormentos y a la muerte, para pagar el rescate de los hombres, así también
tiene un cuerpo místico único en el que, y por medio del cual hizo participar
a los hombres de la santidad y de la salvación eterna. "Dios hizo (a
Cristo) jefe de toda la Iglesia que es su cuerpo" (Efes.
1, 22-23)
Los miembros separados y dispersos no
pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San
Pablo dice: Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un
solo cuerpo: así es Cristo (Cor. 12, 12).
Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y
ligado: "Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo unido y
ligado por todas sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de
operaciones proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser
edificado en la caridad" (Efes. 4, 15-16). Así, pues, si algunos
miembros están separados y alejados de los otros miembros, no podrán
pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. "Hay -dice
San Cipriano- un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una
sola fe, un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en
la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un
cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su
organismo". Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la
presenta bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir
sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su
fuerza vital; separados han de morir necesariamente. No puede (la Iglesia)
ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas.
Todo lo que se separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni
respirar[vii]. Ahora bien; ¿en
qué se parece un cadáver a un ser vivo ? Nadie jamás ha odiado a su
carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos
los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos (Efes.
5, 29-30).
Que se busque, pues, otra cabeza
parecida a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra Iglesia
fuera de la que es su cuerpo. "Mirad de la que debéis guardaros, ved
por la que debéis velar, ved la que debéis tener. A veces se corta un miembro
en el cuerpo humano, o más bien, se le separa del cuerpo una mano, un dedo, un
pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando el miembro está
en el cuerpo, vive; cuando se le corta, pierde la vida. Así el hombre en tanto
que vive en el cuerpo de la Iglesia es cristiano católico; separado se hará
herético. El alma no sigue al miembro amputado"[viii].
13. Unidad de los miembros con la cabeza y entre
sí.
La Iglesia de Cristo es, pues, única y
además, perpetua: quien se separa de ella, se aparta de la voluntad y de la
orden de Jesucristo Nuestro Señor , deja el camino de salvación y corre a su pérdida.
"Quien se separa de la Iglesia para unirse a una esposa adúltera,
renuncia a las promesas hechas a la Iglesia. Quien abandone a la Iglesia de
Cristo no logrará las recompensas de Cristo... Quien no guarda esta unidad, no
guarda la ley de Dios, ni guarda la fe del Padre y del Hijo, ni guarda la vida
ni la salud"[ix].
Pero Aquel que ha instituido la Iglesia
única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza, que todos los que debían
ser sus miembros habían de estar unidos por los vínculos de una sociedad
estrechísima, hasta el punto de formar un solo pueblo, un solo reino, un solo
cuerpo. "Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido
llamados a una sola esperanza en vuestra vocación" (Efes.
4, 4).
En vísperas de su muerte, Jesucristo
sancionó y consagró del modo más augusto su voluntad acerca de este punto en
la oración que dirigió a su Padre: No ruego por ellos solamente, sino por
aquellos que por su palabra creerán en mí... a fin de que ellos también sean
una sola cosa en nosotros... a fin de que sean consumados en la unidad (Juan
17, 20, 22-23). y quiso también que el vínculo de la unidad entre sus
discípulos fuese tan íntimo y tan perfecto que limitase en algún modo a su
propia unión con su Padre: os pido... que sean todos una misma cosa, como
vos, mi Padre, estáis en mí y yo en vos (Juan, 17-21).
14. Unidad absoluta en la fe.
Una tan grande y absoluta concordia
entre los hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la unión de
la que seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y el concierto en las
acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso que la unidad de la fe
existiese en su Iglesia; pues la fe es el primero de todos los vínculos que
unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles.
"Un solo Señor, una sola fe, un
solo bautismo" (Efes. 4, 5), es decir, del mismo modo que no
tienen más que un solo Señor y un solo bautismo, así todos los cristianos del
mundo no deben tener sino una sola fe. Por esto el Apóstol San Pablo no pide
solamente a los cristianos que tengan los mismos sentimientos y huyan de las
diferencias de opinión, sino les conjura a ello por los motivos más sagrados: "Os
conjuro, hermanos míos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que no tengáis
más que un mismo lenguaje, ni sufráis cisma entre vosotros; sino que estéis
todos perfectamente unidos en el mismo espíritu y en loS mismos
sentimientos" (I Cor. 1, 10).
Estas palabras no necesitan explicación, son por sí mismas bastante
elocuentes.
15. Punto en que muchos yerran.
Además, aquellos que hacen profesión
del cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El punto más
importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran muchos, consiste
en discernir de qué es naturaleza, de qué especie es esta unidad. Puesta aquí,
como Nos lo hemos dicho más arriba, en semejante asunto no hay que juzgar por
opinión o conjetura, sino según la ciencia de los hechos hay que buscar y
Comprobar cuál es la unidad de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.
La doctrina celestial de Jesucristo,
aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios, si hubiese
sido entregada a los pensamientos de los hombres no podría por sí misma unir
los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser objeto de
interpretaciones diversas, y esto no sólo a causa de la profundidad y de los
misterios de esta doctrina, sino por la diversidad de los entendimientos de los
hombres y de la turbación que nacería del choque y de la lucha de contrarias
pasiones. De las diferencias de interpretación nacería necesariamente la
diversidad de los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y
querellas como las que estallaron en la Iglesia en la época más próxima a su
origen: He aquí por qué escribía San Ireneo hablando de los herejes: "Confiesan
las Escrituras, pero pervierten su interpretación"[x].
y San Agustín: "El origen de las herejías y de los dogmas
perversos que tienden lazos a las almas y las precipítan en el abismo, está únicamente
en que las Escrituras que son buenas se entienden de una manera que no es
buena" [xi].
16. Principio de unidad en la fe.
Para unir los espíritus,
para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era necesario además
de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro principio. La sabiduría
divina lo exige, pues Dios no ha podido querer la unidad de la fe sin proveer de
un modo conveniente a la conservación de esta unidad, y las mismas Sagradas
Escrituras indican claramente que lo ha hecho, como lo diremos más adelante.
Ciertamente el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a ningún
medio determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento. Es
pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía Jesucristo, cual
es el principio de unidad en la fe que quiso establecer.
Para esto hay que remontarse con el
pensamiento a los orígenes del cristianismo. Los hechos que vamos a recordar
están confirmados por las Sagradas Letras, y son conocidos de todos.
17. Creer toda la doctrina de Cristo.
Jesucristo prueba, por la virtud de sus
milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en
las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas;
lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. " Si
no hago las obras de mi Padre no me creáis" (Juan,
10-37). "Si no hubiese hecho entre ellos obras que ningún
otro ha hecho, no tendrían pecado" (Juan,
15-24) "Pero si yo hago esas obras y no queréis
creer en mí, creed en mis obras" (Juan
10, 38). (Juan 10, 38). Todo
lo que ordena, lo ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento
de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que
escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber, no solamente de
aceptar en general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de
las cosas que enseñaba. Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios
cuando habla, es contrario a la razón.
Al punto de volverse al cielo, envía a
sus Apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre le enviara, les
ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su doctrina. "Todo
poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id y enseñad a todas las
naciones... enseñadlas a observar todo lo que os he mandado" (Mat. 28, 18-20). Todos los que obedezcan
a los Apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan perecerán.
"Quien crea y se bautice será
salvo; quien no crea será condenado" (Mc. 16, 16).
Y como conviene sobrenaturalmente a la Providencia divina no encargar a alguno
de una misión, sobre todo, si es importante y de gran valor, sin darle al mismo
tiempo los medios de cumplirla, Jesucristo promete enviar a sus discípulos al
Espíritu de verdad que permanecerá con ellos eternamente. "Si me voy
os lo enviaré (al Paráclito)... y cuando este Espíritu de verdad venga sobre
vosotros os enseñará toda la verdad" (Juan, 16, 17-18).
Y "yo rogaré a mi Padre y El os enviará otro Paráclito para que viva
siempre con vosotros; este será el Espíritu de la verdad" (Juan
14, 16-17). "El os dará testimonio de mí y vosotros también
daréis testimonio" (Juan 15, 26-27).
18. Aceptar la doctrina de los Apóstoles.
Además, ordenó aceptar
religiosamente y observar santamente la doctrina de los Apóstoles como la suya
propia. Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me desprecia (Luc.
10, 16).
Los Apóstoles, pues, fueron enviados
por Jesucristo, de la misma manera como El fue enviado por su Padre: Como mi
Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros (Juan
20, 21). Por consiguiente, así como los Apóstoles y los discípulos
estaban obligados a someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser
otorgada a la palabra de los Apóstoles por todos aquellos a quienes instruían
los Apóstoles en virtud del mandato divino. No era, pues, permitido repudiar un
solo precepto de la doctrina de los Apóstoles, sin rechazar en aquel punto la
doctrina del mismo Jesucristo.
En efecto, la palabra de los Apóstoles
después de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó hasta los
lugares más apartados.
Donde ponían el pie se presentaban
como los enviados de Jesús. "Es por El (Jesucristo(, por quien hemos
recibido la gracia y el apostolado para hacer que obedezcan a la fe todas las
naciones en honor de su nombre" (Rom. 1, 5).
Y en todas partes Dios hacía resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su
misión por prodigios. "Y habiendo partido, predicaron por todas partes
y el Señor cooperaba con ellos y confirmaba su palabra por los milagros que le
acompañaban" (Mc. 16, 20)
¿De qué palabra se trata? De aquella
evidentemente que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro, pues ellos
daban testimonio públicamente y a la luz del sol dado que les era imposible
callar nada de lo que habían visto y oído.
19. La misión de los Apóstoles no debía
terminar con su muerte.
Pero, ya lo hemos dicho, la misión de
los Apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las personas de
los Apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión pública o
instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en efecto, ordenó
a los Apóstoles que predicasen el Evangelio a todas las gentes (Mc.
16,15), y que llevasen su nombre delante de los pueblos y de
los reyes (Act. 9, 15), y que le sirviesen de
testigos hasta en los últimos confines de la tierra (Act.
1, 8).
Y en el cumplimiento de esta gran misión
les prometió estar con ellos, y esto no por períodos de años, sino por
todos los tiempos, hasta la consumación de los siglos (Mat.
28, 20). Acerca de esto escribe San Jerónimo: Quien promete
estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, muestra con esto
que sus discípulos vivirán siempre, y que El mismo no cesará de estar con los
creyentes[xii].
¿Y cómo había de suceder esto únicamente
con los Apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de
la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio
instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de
los Apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha
transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos.
20. Los Obispos sus sucesores.
Los Apóstoles, en efecto,
consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus
sucesores inmediatos en el ministerio de la palabra (Act.
6, 4). Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que
escogieran hombres propios para esta función y que los revistieran de la misma
autoridad y les confiriesen a su vez el cargo de enseñar.
Tú, pues, hijo mío, fortifícate
en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de
gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de
instruir en ello a los otros (II Tim. 2, 1-2). Es, pues. verdad que, así
como Jesucristo fue enviado por Dios y los Apóstoles por Jesucristo, del mismo
modo los Obispos y todos los que sucedieron a los Apóstoles.
Los Apóstoles nos han predicado el
Evangelio enviados por Nuestro Señor Jesucristo y Jesucristo fue enviado por
Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los Apóstoles es la de Cristo,
y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios... Los Apóstoles
predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado
según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas
cristiandades, establecieron los Obispos y los Diáconos para gobernar a los que
habían de creer en los sucesivo... Instituyeron a los que acabamos de citar y más
tarde tomaron sus disposiciones para cuando aquellos muriera, otros hombres
probados les sucedieran en su ministerio[xiii].
21. Conservación de la doctrina.
Es, pues, necesario que de
una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable
de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación
constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada.
San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos:
Cuando nuestro Señor Jesucristo, en
el Evangelio declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no
designa una herejía en particular, sino denuncia como adversarios suyos a todos
aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El, dispersan
el rebaño: El que no está conmigo -dijo- está contra mí, y el que no recoge
conmigo, desparrama[xiv].
Penetrada plenamente de estos
principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto
ardor ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar del modo más
perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes
declarados y ha desterrado de su seno a todos los que no piensan como ella
sobre cualquier punto de su doctrina.
22. No es lícito separarse en lo más mínimo
del magisterio de la Iglesia.
Los arrianos, los montanistas, los
novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente,
toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién
ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un
juicio semejante ha condenado a todos los favorecedores de doctrinas erróneas
que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. Nada es más
peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la
integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen
la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical,
después apostólica[xv].
Tal ha sido constantemente la costumbre
de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre
han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a
cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el
magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un
gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases
de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de
ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica.
De que alguno diga que no cree en
esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue
que deba creerse y decirse católico. Pues puede haber y pueden surgir otras
herejías que no están mencionadas en esa obra y cualquiera que abrazase una
sola de ellas cesaría de ser cristiano católico[xvi].
23. San Pablo insiste en la integridad de la fe.
Este medio instituido por
Dios para conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con
insistencia por San Pablo en su epístola a los de Éfeso, al exhortarlos en
primer término, a conservar la armonía de los corazones. Aplicaos a
conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz (Efes.
4, 3); y como los corazones no pueden estar plenamente unidos
por la caridad, si los espíritus no están conformados en la fe, quiere que no
haya entre todos ellos más que una misma fe. Un solo Señor y una sola fe (Efes.
4, 5).
Y quiere una unidad tan perfecta, que
excluya todo peligro de error a fin de que no seamos como niños vacilantes
llevados de un lado a otro a todo viento de doctrina por la malignidad de los
hombres, por la astucia que arrastra a los lazos del error (Efes.
4, 14). (Efes. 4, 14).
Y enseña que esta regla debe ser observada, no durante un período de tiempo
determinado, sino hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la
medida de los tiempos de la plenitud de Cristo (Efes.4,
13). ¿Pero dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe
establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: Ha
hecho a unos Apóstoles, y a otros pastores y doctores para la perfección de
los Santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de
Cristo (Efes.
4, 11).
24. Orígenes ensalza la tradición.
Esta es también la regla que desde la
antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido los
Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: Cuantas veces nos muestran los
herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su asentimiento y
su fe, parecen decir: En nosotros está la palabra de la verdad. Pero no debemos
creerles ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra
cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han enseñado por la tradición
sucesiva[xvii].
25. San Ireneo.
Escuchad a San Ireneo: La verdadera
sabiduría es la doctrina de los Apóstoles... que ha llegado hasta nosotros por
la sucesión de los Obispos... al trasmitirnos el conocimiento muy completo de
las Escrituras, conservándolos sin alteración[xviii].
26. Tertuliano.
He aquí lo que dice Tertuliano: Es
evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas,
madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues, ella
guarda sin duda la que las Iglesias han recibido de los Apóstoles, los Apóstoles
de Cristo, Cristo de Dios. ..Nosotros estamos siempre en comunión con las
Iglesias apostólicas,. ninguna tiene diferente doc- trina; este es el mayor
testimonio de la verdad[xix].
27. San Hilario.
Y San Hilario: "Cristo,
sentado en la barca para enseñar, nos da a entender que los que están fuera de
la Iglesia no pueden tener ninguna unión con la palabra divina. Pues la
barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad reside y se
hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera permanecen, esté- riles e
inútiles como la arena de la ribera, no pueden comprenderle"[xx].
28. San Gregorio y San Basilio.
Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno
y a San Basilio porque "se entregaban únicamente al estudio de los
libros de la Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su interpretación
a su propia inteligencia, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad
de los antiguos, quienes a su vez, según era evidente, recibieron de la sucesión
apostólica la regla de su interpretación"[xxi].
29. Cristo instituyó el magisterio.
Es, pues, incuestionable, después de
lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio
vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido
del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo
ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como
las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declarare ese magisterio que tal
o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada,
todos deben tener por cierto que es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser
falso, se seguiría, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el
autor del error de los hombres, Señor, si estamos en el error Vos mismo nos
habéis engañado[xxii]. Alejado, pues, todo
motivo de duda, ¿Puede a nadie permitirse rechazar alguna de esas verdades, sin
que se precipiten abiertamente en la herejía, sin que se separe de la Iglesia y
sin que repudie en conjunto toda la doctrina cristiana?
30. Separarse en un punto es separarse en todo.
Pues tal es la naturaleza
de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La
Iglesia profesa efectivamente que la fe es "una virtud sobrenatural por
la que, bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que
lo que nos ha sido revelado por El es verdadero; y lo creemos, no a causa de la
verdad intrínseca de las cosas, vista a la luz natura de nuestra razón, sino a
causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades, y que no
puede engañarse ni engañarnos[xxiii].
Si hay, pues, un punto que ha sido
revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de
la fe divina. Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el
orden moral, hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la
fe. Quien hace se culpable en un solo punto se hace transgresor de todos (Stgo.
2, 10). Esto es aun más verdadero en los errores del
entendimiento. No es, en efecto, en el sentido más propio, como pueda llamarse
trasgresor de toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si
puede aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda ley, ese
desprecio no aparece sino por una especie de interpretación de la voluntad del
pecador. Al contrario, empero, quien en un solo punto rehusa su asentimiento a
las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehusa
someterse a Dios en cuanto es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. En
muchos puntos están conmigo, en otros no están conmigo; pero a causa de los
puntos en que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás[xxiv].
Nada es más justo; porque aquellos que
no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio
juicio y no en la fe, y al rehusar reducir a servidumbre toda inteligencia
bajo la obediencia a Cristo (II Cor. 10, 5)
obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. Vosotros que en el
Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada, creéis
en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio[xxv].
Los Padres del Concilio Vaticano nada
nuevo dictaminaron al respecto pues sólo se conformaron con la institución
divina y con la antigua doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la
fe, cuando formularon este decreto: Se deben creer como de fe divina y católica
todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios, escrita o
trasmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por
su magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelada[xxvi].
31. Acogerse al seno de la Iglesia.
Siendo evidente que Dios
quiere de una manera absoluta que en su Iglesia reine la unidad de fe, y estando
demostrado de qué naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué
principio ha decretado asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a
todos aquellos que no han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con
San Agustín: Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto
provecho y utilidad, ¿dudaremos en acogernos al seno de esta Iglesia
que, según la confesión del género humano tiene en la Sede Apostólica y ha
guardado por la sucesión de sus Obispos la autoridad suprema, a despecho de los
clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados ya por el, juicio
del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los Concilios, o por la majestad
de los milagros?
No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una impiedad soberbia o de una arrogancia desesperada. y si toda ciencia, aun la más humilde y fácil, exige, para lograrse, el auxilio de un doctor o de un maestro ¿Puede imaginarse un orgullo más temerario, tratándose de libros de los divinos misterios, negarse a recibirlos de boca de sus intérpretes y, sin conocerlos, querer condenarlos?[xxvii].
[i]S.
Jeron. Hom. de capto Eutropio Nº 6, P.G. 52, 402.
[ii]
S. Aug. In Psalm. 71, nº 8. P.L. 36, 609.
[iii]
S. Aug. Enarrat. in Ps. 103, sermo II, nº 5.
P.L. 37, 1353.
[iv] Clemens Alex. Stromat. 7, 17. P.G. 9, 551.
[v]
Optato de Milevo, De achism. Donat.
lib. III. nº 2. P.L. 11, 995-997.
[vi] S. Aug. In Ep. Jn. tr. I, 13. P.L. 35, 1988.
[vii] S. Cipr. De Cath. Eccl. Unit 23. P.L. 4, 517 .
[viii]
S. Cipr. De Cath. Eccl. Unit
23. P.L. 4, 517.
[ix]
S. Aug. sermo 267, nº 4. P.L. 38, 1231
[x]
S. Iren. Ad. Haer. III, 12, nº 12. P.G. 7, 906.
[xi] S. Aug. Evang. Joa. tract. 18, c. 5, nº 1.
[xii] S. Jeron. In Matth. 1. 4, c. 28, 20.
[xiii] Clemente Rom. Epit. I Cor. cop. 42-44. P.G. 1, 291-298.
[xiv]
S. Cipr. Ep. ad Magnum 1. P.L. 3, 1138.
[xv]
Auctor Tract. de Fide Orthod. c. Arianos. c. 1.
P.L. 17, 552.
[xvi]
S. Aug. De Haeres. nº 88. P.L. 42, 50..
[xvii]
Orígenes, Vetus interpr. Comm. in Mt. n. 46,
P.G. 7, 1077.
[xviii] S. Irineo, Contra haer., 1.IV, c. 33, n. 8, P.G. 7, 1077.
[xix]
Tertul. De praescript., c. 21. P.L.
2, 33.
[xx]
S. Hilar. Comment. in Mat. 23, n. 1. P.L. 9,
993.
[xxi] Ruf Hist. Eccl., I. II, c. 9. P.L. 21, 518.
[xxii]
Ricardo de S. Victor, De Trinit., 1.
I,
c. 2. P.L. 196, 891.
[xxiii]
Conc. Vatic., sess. III,
c. 3. Denz.
nr. 1789.
[xxiv]
S. Agust. in Psalm. 54, n. 19. P.L. 36, 641.
[xxv]
S. Agust. cont. Faust. 1. 17, 3. P.L. 42, 342.
[xxvi]
Conc. Vatic. , sess. III,
c. 3. Denz.
nr. 1792
[xxvii]
Aug. De util. cred., c. 17, 35. P.L.
42, 91.