Jueves

31ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Filipenses 3,3-8a

Hermanos: 3 La verdadera circuncisión somos nosotros, los que tributamos un culto nacido del Espíritu de Dios y hemos puesto nuestro orgullo en Jesucristo, en lugar de confiar en nosotros mismos. 4 Y eso que, en lo que a mí respecta, tendría motivos para confiar en mis títulos humanos. Nadie puede hacerlo con más razón que yo. 5 Fui circuncidado a los ocho días de nacer, soy del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo por los cuatro costados, fariseo en cuanto al modo de entender la Ley, 6 ardiente perseguidor de la Iglesia e irreprochable en lo que se refiere al cumplimiento de la Ley. 7 Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. 8 Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.


Pablo abre la parte exhortatoria de esta carta con una especie de autobiografía. Se ve obligado a hacerlo frente a aquellos que no sólo se cierran a la llamada salvífica que se desprende del Evangelio, sino que también intentan denigrar su persona y su misión apostólica. De esto depende el carácter, polémico en parte, de este pasaje.

Sin embargo, esto brinda a Pablo la ocasión de presentar a todos, y no sólo a los filipenses, su origen hebreo, su vocación apostólica, su fidelidad a la misma. De este modo nos hace ver que, para comprender sus cartas, resulta indispensable pasar a través de su personalidad, sobre todo a través del gran acontecimiento de Damasco, que marca su conversión a Cristo Señor y el comienzo de su misión. Pero le brinda, sobre todo, la ocasión de declarar abiertamente un hecho: el encuentro con Cristo ha invertido literalmente su manera de ver las cosas, su criterio valorativo sobre hechos y personas. Por encima de todo y de todos está ahora, para él, Cristo, el Señor, no sólo como objeto de su fe, sino también como fuente de su misión y, lo más importante, como destinatario de su amor. Pablo expresa esta inversión de los valores con una frase extremadamente significativa: «Pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (v 8).

Éste es el único lugar en todo el epistolario paulino en que el adjetivo posesivo «mi» aparece junto al título cristológico «Señor»: esto es signo no sólo del hecho de que Pablo se encontró con Jesús resucitado, sino también de la gran intimidad que alcanzó su amor con el mismo Jesús.

 

Evangelio: Lucas 15,1-10

En aquel tiempo, 1 todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle. 2 Los fariseos y los maestros de la Ley murmuraban:

—Éste anda con pecadores y come con ellos. 3 Entonces Jesús les dijo esta parábola:

4 —¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar a la descarriada hasta que la encuentra? 5 Y cuando da con ella, se la echa a los hombros lleno de alegría 6 y, al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido!».7 Pues os aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

8 O ¿qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una, no enciende una lámpara, barre la casa y la busca con todo cuidado hasta encontrarla? 9 Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que se me había extraviado!». 10 Os aseguro que del mismo modo se llenarán de alegría los ángeles de Dios por un pecador que se convierta.


Estamos ante el capítulo central del evangelio según san Lucas; en él ha querido concentrar su autor el mensaje principal de su obra: el Evangelio de la misericordia. Al mismo tiempo, y según los estudiosos, Lucas nos aproxima lo más posible al Jesús histórico, que vino a nosotros sobre todo a anunciar y a encarnar el amor misericordioso del Padre.

Los dos primeros versículos del pasaje evangélico nos ofrecen el contexto histórico de las tres parábolas contenidas en este capítulo. Por un lado, los publicanos y los pecadores, que se acercan a Jesús «para oírle» (v. 1) -sabemos que Jesús sentía una especial debilidad por ellos-. Por otro lado, los fariseos y los maestros de la Ley, que murmuraban en contra de él -y también sabemos que Jesús les dirigía con frecuencia amargas palabras-. Las parábolas de la oveja extraviada y la moneda perdida -junto a la parábola del padre misericordioso que nos presenta Jesús como icono de Dios-padre han de ser interpretadas a la luz del contexto histórico: ambas, por consiguiente, pretenden iluminar, por un lado, la situación de lo que estaba perdido y de quién estaba perdido y, por otro, la alegría del que ha podido encontrar lo que había perdido.

La alegría del hombre es trampolín de lanzamiento hacia la alegría de Dios: Lucas subraya fuertemente tres veces, a modo de estribillo, la alegría de Aquel que ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo y obtiene de ello la máxima alegría posible.


MEDITATIO

Que se alegren los que buscan al Señor: el estribillo del salmo responsorial de la liturgia de hoy sintetiza bastante bien el mensaje central. Como es obvio, cuando se habla de «alegría», en la jerga bíblica y, sobre todo, en la evangélica, es menester liberarla de todo significado exterior y efímero. Se trata, más bien, de una alegría exquisitamente personal, interpersonal, que crece en la medida en que es participada y compartida.

Es la alegría de Pablo, que brota del sublime conocimiento de Jesucristo y desea compartir con los cristianos de Filipos; es la alegría del Padre, que goza más en el cielo por un pecador convertido que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión; es la alegría de Cristo, el buen Pastor dispuesto a dar su vida por la salvación de un solo pecador; pero es también nuestra alegría, la de los pecadores que sabemos que tenemos en el cielo un Padre misericordioso, además de un mediador compasivo y amoroso, del mismo modo que sabemos que tenemos también en la tierra alguien que, en su nombre, ha recibido el ministerio de perdonar nuestros pecados, a fin de que aprendamos a ser compasivos y misericordiosos con nuestros hermanos.

Es, por consiguiente, la alegría del perdón otorgado a quien lo necesita y lo pide con humildad, pero es también la alegría del perdón pedido con humildad, acogido con gratitud y evangelizado con valor.


ORATIO

¿Fariseo? A veces lo soy, y tú entonces, Señor, me condenas, porque, tras haberme vuelto seguro con una lógica intransigente, me vuelvo intolerante con los que son esclavos de normas absolutas que ofuscan y desaprueban la libre aportación de decisiones individuales destinadas a situaciones específicas. Esta actitud me convierte en un «sepulcro blanqueado», irreprensible en cuanto a la justicia -como dice Pablo- y duro con las limitaciones ajenas. Pero tú has dicho: «¡Ay de los que juzgan...!».

¿Publicano? Así me presento, y tú, Señor, me perdonas porque no soy «justo» a mis ojos. Esta visión, más humana y más real, de mi debilidad me permite experimentar tu misericordia, gustar tu amor y vivir con agradecimiento en una actitud de respeto hacia ti, hacia mí mismo, hacia los otros, hacia el mundo. Al amor se le responde con alegría, y por eso «se llenarán de alegría los ángeles de Dios por un pecador que se convierta».


CONTEMPLATIO

Considera cuán grande es la dulzura y la piedad de Dios, su clemencia y bondad; cuán suave es con todos, compasivo en todas sus acciones, siempre dispuesto a perdonar, «clemente y misericordioso, lento a la ira, rico en amor y siempre dispuesto a perdonar. ¡Quién sabe si no perdonará una vez más!» (J12,13). «Padre misericordioso y Dios de todo consuelo. El es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 1,3ss). Y «como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103,13). Sobre todo, debemos considerar que si el Padre «no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?» (Rom 8,32), «reconciliando el mundo consigo en Cristo» (2 Cor 5,19), el cual «nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre» (Ap 1,5) y, por nosotros, se revistió de la carne, fue ultrajado con la cruz y condenado a muerte.

¿Crees que alguien que ha sufrido tanto por ti te abandonará? No lo pienses jamás. ¿A cuántos que se alejaron más que tú de él los llamó junto a él? En efecto, él es aquel por el cual «allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). De ello es testigo el santo David, que cometió un gran pecado manchándose de adulterio, homicidio y traición... pero donde abundó la impureza, sobreabundó la pureza; donde abundó la crueldad, sobreabundó la piedad; donde abundó el engaño, sobreabundó la rectitud. Encontraríamos innumerables casos similares si quisiéramos recordar todos aquellos en los que Dios, con su misericordia y piedad, remitió la iniquidad y perdonó los pecados, purificándolos, justificándolos y santificándolos en el Espíritu Santo. Verdaderamente, «como dista el Oriente del Occidente, así ha alejado de ellos sus culpas el Señor» (Sal 103,12), introduciendo en ellos el bien allí donde estaba el mal, el mérito donde estaba la injusticia, la gracia donde estaba arraigada la culpa (Adam Scott, cartujo del siglo XIII).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Que se alegren los que buscan al Señor» (de la liturgia).
 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si un padre es dueño, sólo es libre el hijo que se rebela, esto es, el ateo. En cambio, si el padre es misericordia, amor, alguien que da libertad, entonces es libre el hijo que vive la libertad. El problema, por tanto, es el de la imagen de Dios. Si Dios es la ley, entonces es antagonista de mi libertad. En cambio, si Dios es Padre, entonces no es antagonista de mi libertad, sino que me forma para ella incluso a través de la ley, que tiene una función pedagógica. Ahora bien, la ley lleva siempre en sí misma el peligro de mantener al hombre en estado de minoría de edad. El riesgo que corre el cristiano es el de no comprender que la humanidad puede llegar a ser mayor de edad (S. Fausti).