Martes

30a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Efesios 5,21-33

Hermanos: 21 Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo. 22 Que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratase del Señor; 23 pues el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y al mismo tiempo salvador del cuerpo, que es la Iglesia. 24 Y como la Iglesia es dócil a Cristo, así también deben serlo plenamente las mujeres a sus maridos.

25 Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella 26 para consagrarla a Dios, purificándola por medio del agua y la Palabra. 27 Se preparó así una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa e inmaculada. 28 Igualmente, los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, 29 pues nadie odia a su propio cuerpo; antes bien, lo alimenta y lo cuida como hace Cristo con su Iglesia, 30 que es su cuerpo, del cual nosotros somos miembros.

31 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y llegarán a ser los dos uno solo. 32 Gran misterio éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia. 33 En resumen, que cada uno ame a su mujer como se ama a sí mismo y que la mujer respete al marido.


Después de haber hablado de una manera difusa sobre la vida nueva de los bautizados (cf. Ef 4,17-5,20), Pablo concentra ahora su propia atención sobre las relaciones en el interior de la familia (5,21-6,9). El v 21 nos ofrece la clave de lectura de toda la sección: el cristiano, unido a Cristo por el bautismo, imprime el servicio y la obediencia a todas sus relaciones con los demás.

Nuestro pasaje considera la relación marido-mujer. Pablo desarrolla una doble comparación: como Cristo ama a la Iglesia, se entrega a sí mismo por ella y le dispensa todas las atenciones, así ha de hacer el marido con su mujer (v. 25); como la Iglesia responde al amor de Cristo con la obediencia y la sumisión, así la mujer respecto al marido (vv. 22-24). El amor de Cristo a la Iglesia ha de ser, por tanto, el modelo de la unión conyugal: éste es el gran misterio que anuncia el apóstol (v. 32).

Las alusiones bautismales (v. 26: consagración, purificación, palabra) motivan e iluminan las exhortaciones. En el bautismo ha mostrado Cristo su amor a la Iglesia haciéndola pura, espléndida, digna de ser su esposa. Nada puede ocultar su belleza o servir de pretexto para el repudio: él lo garantiza (w. 26a.27). La exhortación a amar a la esposa dirigida al marido está reforzada con el ejemplo del cuerpo (v 28): la mujer es parte del cuerpo del hombre, dado que el vínculo matrimonial hace de dos una sola carne, así como la Iglesia forma parte del único cuerpo de Cristo. «Alimentar» y «cuidar» expresan las acciones propias del amor que tutela la vida (vv. 29-31).

La insistencia en la sumisión recomendada a la mujer (vv. 22.24.33) tiene que ser comprendida en el contexto de la sociedad patriarcal, en la que la supremacía masculina estaba fuera de discusión y la mujer era considerada propiedad del marido (cf. Ex 20,17b). Con la fuerte acentuación del paralelismo entre la relación marido-mujer y la relación Cristo-Iglesia, la concepción patriarcal de las relaciones conyugales asume tonos absolutamente nuevos: la sumisión al marido, a quien se exhorta repetidamente a que ame a su mujer, parece asumir el significado de una respuesta al amor ofrecido, más que el de una pasiva sumisión a una autoridad reconocida como de derecho natural.

 

Evangelio: Lucas 13,18-21

En aquel tiempo, 18 Jesús añadió:

20 De nuevo les dijo:


Jesús, al curar en sábado a la mujer encorvada (cf. Lc 13,10-17), se manifestó como Señor del tiempo: él es el «hoy» de la salvación que se lleva a cabo en el amor. El Reino de Dios está presente entre los hombres (cf. 17,21). Las parábolas que siguen -las que componen el fragmento litúrgico de hoy- ilustran dos características peculiares del Reino de Dios: su gran expansión y su fuerza transformadora.

Entre los numerosos relatos parabólicos que, en la construcción lucana, cubren el viaje de Jesús hacia Jerusalén, sólo las dos parábolas que acabamos de leer se refieren directamente al Reino de Dios. Ponen de manifiesto su gran expansión en el mundo, fruto de la obra evangelizadora de los discípulos, obedientes al mandato recibido del Maestro (cf. 24,45-49; Hch 1,8). Los modestos comienzos que caracterizan el ministerio de Jesús tienen, pues, un gran desarrollo: la difusión de la

Palabra de Dios, que resuena en todo el mundo y de la que todos reciben vida, es comparable al árbol cósmico de Dn 4,7a-9, cuya imagen recuerda el crecimiento del arbusto de la mostaza (vv 18ss).

La otra característica del Reino de Dios es su fuerza intrínseca, que obra un desarrollo cualitativo del mundo. Como la levadura, escondida en la masa inerte de harina, provoca su crecimiento, así el Reino de Dios, mediante la evangelización animada por el poder del Espíritu Santo, transforma todo el mundo, sin ninguna discriminación.


MEDITATIO

El amor entre el hombre y la mujer, recuperación de la imagen y semejanza plena del ser humano con Dios, constituye la expresión más elevada y significativa de la existencia humana. Sin embargo, ha sido enormemente envilecido, incluso entre los cristianos, reduciéndolo a necesidad de placer, a exigencia psicobiológica.

Dios, al hacerse hombre, ha dado un valor «divino» a las realidades humanas. Comprender y experimentar la libertad y la plenitud de vida que brotan del vivir la relación entre los esposos, considerando la que hay entre Cristo y la Iglesia, que somos todos nosotros, como un ejemplo y un punto de atracción, es dilatar el Reino de Dios en este mundo. ¿Nos daremos cuenta alguna vez suficientemente de que no hay «asuntos privados» en los que cada chispa de amor no sea convertida por el Espíritu de Dios en alimento para tantos «hambrientos» de bien, de afecto y de calor humano?

Dios continúa obrando a lo grande a través de nuestra pequeñez; continúa revelando su misterio infinito a través de nuestro limitado orden cotidiano. ¿Aceptaremos, por fin, tomarnos en serio nuestra vida humana?

¡Oh Dios, qué grande es tu misterio! Cuando me encierro en mí mismo, digo que se me escapa. Cuando me abro a ti de manera confiada, me estremezco de estupor.

Tú manifiestas tu verdad -amor personal ofrecido a todos los hombres- por medio de mi vida, por muy pequeña que me parezca. Y buscas su expresión más fuerte y totalizadora, como es la unión de vida entre el hombre y la mujer, para hacerme intuir lo intensamente que estás comprometido conmigo y quieres comprometerme contigo. Que tu voluntad ardiente, que ni disminuye ni disminuirá nunca, haga fermentar, a través de la obra de tus amigos, la vida de nuestro mundo.


CONTEMPLATIO

El hombre del cual leemos: «Nadie ha subido al cielo, a no ser el que vino de allí, es decir, el Hijo del hombre» (Jn 3,13), ese hombre dejó padre y madre, es decir, dejó a Dios, de quien había nacido, y dejó Jerusalén, que es madre de todos nosotros, y se unió a la carne del hombre como a su esposa. En consecuencia, se unió a su mujer, ya que, así como el hombre y la mujer forman un solo cuerpo, así también la gloria de la divinidad y la carne del hombre se unen y se configuran, las dos, o sea, Dios y el alma, en una sola carne. Este es el gran misterio, a cuyo conocimiento nos llama la admiración del apóstol y nos invita la exhortación de Dios, un misterio que, a no dudar, no es extraño a cuanto debe entenderse referido a Cristo y a la Iglesia. De modo que la carne de la Iglesia es la carne de Cristo, y en la carne de Cristo está Dios y el alma, y así en Cristo está la misma realidad que hay en la Iglesia, puesto que el misterio que creemos presente en la carne de Cristo está igualmente contenido, por la fe, en la Iglesia (Juan Casiano, L'incarnazione del Signore, Roma 1991, pp. 207ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo» (Ef 5,21).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El matrimonio es una realidad espiritual, o, lo que es lo mismo, un hombre y una mujer se ponen a vivir juntos para toda la vida no sólo porque experimentan un profundo amor el uno por la otra, sino porque creen que Dios les ha dado el uno a la otra para ser testigos vivos de ese amor. Amar significa encarnar el amor infinito de Dios en una comunión fiel con el otro ser humano. Todas las relaciones humanas, ya sean entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, entre amantes y entre amigos o entre miembros de una comunidad, han de ser entendidas como signos del amor de Dios por la humanidad en su conjunto y por cada uno en particular. Se trata de un punto de vista bastante poco común, pero es el punto de vista de Jesús. Este nos revela que hemos sido llamados por Dios a ser testigos vivos de su amor, y llegamos a serlo siguiendo a Jesús y amándonos los unos a los otros como él nos ama. El matrimonio es una manera de ser un testimonio vivo del amor fiel de Dios. Cuando dos personas se comprometen a vivir juntas su vida, viene a la existencia una nueva realidad. «Se convierten en una sola carne», dice Jesús. Eso significa que su unidad crea un nuevo lugar sagrado. Muchas relaciones son como dedos entrelazados: dos personas se aferran la una a la otra como dos manos entrelazadas por el miedo. Dios llama al hombre y a la mujer a una relación diferente. Se trata de una relación que se asemeja a dos manos unidas en el acto de la oración. Las puntas de los dedos se tocan, pero las manos pueden crear un espacio parecido a una pequeña tienda. Ese espacio es un espacio creado por elamor, no por el miedo. El matrimonio crea un nuevo espacio abierto, donde se puede manifestar el amor de Dios al «extranjero»: al niño, al amigo, al que nos visita. Este matrimonio se convierte en un testimonio del deseo que tiene Dios de estar entre nosotros como un amigo fiel (H. J. M. Nouwen, Vivere nello Spirito, Brescia 41998, pp. 124ss y 127-129).