Sábado

29ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Efesios 4,7-16

Hermanos: 7 A cada uno de nosotros, sin embargo, se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. 8 Por eso dice la Escritura: Al subir a lo alto llevó consigo cautivos, repartió dones a los hombres. 9 Eso de «subió» ¿no quiere decir que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? 10 Y el que bajó es el mismo que ha subido a lo alto de los cielos para llenarlo todo. 11 Y fue también él quien constituyó a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas y a otros pastores y doctores. 12 Capacita así a los creyentes para la tarea del ministerio y para construir el cuerpo de Cristo, 13 hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta que seamos hombres perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo.

14 Así que no seamos niños caprichosos, que se dejan llevar por cualquier viento de doctrina, engañados por esos hombres astutos, que son maestros en el arte del error. 15 Por el contrario, viviendo con autenticidad el amor, crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo. 16 A él se debe que todo el cuerpo, bien trabado y unido por medio de todos los ligamentos que lo nutren según la actividad propia de cada miembro, vaya creciendo y construyéndose a sí mismo en el amor.


Pablo acaba de hablar hace un momento de la belleza y la importancia que tiene sentirnos partícipes de un solo cuerpo, la Iglesia, y ha exaltado la dimensión de la unidad. Ahora, en cambio, despliega su argumentación en favor de la variedad y riqueza de los dones que, distribuidos por Cristo en su ascensión al cielo, quedan personalizados.

El apóstol ejemplifica diciendo que Jesús, después de haber subido por encima de todo para «llenar» -de vida y gracia sobreabundante, como es obvio- todas las cosas, ha llamado a algunos para entregarles el don de constituirles apóstoles, ha llamado a otros para constituirles profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores. Cada uno tiene un don relacionado con su tarea específica, pero todos y todo está ordenado, a continuación, al crecimiento armónico del «cuerpo de Cristo» (v. 12), que es la Iglesia. Los individuos están dotados de su carisma para beneficio de toda la comunidad cristiana. En la medida en que cada uno los administre como es debido, obrando «con autenticidad el amor» (v. 15), todos y cada uno realizarán en «plenitud la talla de Cristo» (v. 13), que procede del tender constantemente a él, «que es la cabeza» (v. 15b).

Pablo subraya la belleza de la consecución de la plenitud de esta talla que procede de vivir de manera solidaria, en beneficio del crecimiento de todo el cuerpo presidido por la caridad. Lo contrario, que el apóstol denuncia y contra lo que pone en guardia, es el desordenado e infantil dejarse llevar por todas las olas y todos los vientos de pensamiento que estén de moda, arrastrados por hombres que obran el engaño con tal astucia que, casi sin que medie pensamiento alguno, lleva al error (v 14).

También se puede ahondar en este tema de la tensión entre la diversidad y la unidad leyendo 1 Cor 12,4-21, donde Pablo habla de carismas más extraordinarios.

 

Evangelio: Lucas 13,1-9

En aquel tiempo, 1 llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. 2 Jesús les dijo:

6 Jesús les propuso esta parábola:


Jesús está muy atento a la vida, a la historia. En efecto, la ocasión de la enseñanza que ofrece aquí se la brinda una doble noticia de sucesos (vv. 2.4). Pilato ha hecho matar a unos galileos mientras ofrecían sacrificios en el templo. Es probable que la causa que desencadenó esa orden fuera la oposición de los galileos a su disposición de usar los fondos del tesoro del templo para construir un acueducto.

De esta noticia y de la otra, referente a la muerte de dieciocho personas por el desplome de la torre de Siloé, extrae Jesús dos consideraciones importantes: en primer lugar, el hecho de que urge siempre, de todos modos, convertirse (vv. 3.5). De lo contrario, el punto de llegada es la perdición. No hay escapatoria. La segunda consideración es que Dios no es un «castigador» que esté esperando un fallo nuestro para castigarnos. Sería, pues, necio por nuestra parte «interpretar» los hechos calamitosos de la existencia -la nuestra y la de los otros- en clave de castigo divino. El tiempo de la vida es el que es. No sabemos cuándo acabará el nuestro. En consecuencia, siempre es tiempo de «dar fruto» de buenas obras, precisamente mientras tengamos tiempo.

La otra pequeña parábola, la del hombre que busca frutos en la higuera que ha plantado en su viña, completa la enseñanza sobre la conversión, manifestando otro aspecto importantísimo: la paciencia de Dios, su inmensa misericordia y su voluntad de salvación. Ciertamente, la higuera alude a Israel, que se muestra infructuoso en su constante alejamiento de Dios (cf. Is 5,1-7; Jr 8,13). Pero la prolongación del plazo para cortarla y los amorosos cuidados («déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono»: v. 8) expresan la mediación salvífica llevada a cabo por Jesús y por su intercesión ante el Padre: no sólo por Israel, sino por todos nosotros.


MEDITATIO

Para que «dé fruto», es menester que el árbol haya llegado a su plena madurez. Esta es la conexión entre el evangelio de hoy y la primera lectura, en la que Pablo presenta la enseñanza de la continua conversión al hilo de la adquisición de la plena madurez (a la talla de Cristo) abriéndose al misterio de Cristo. En un mundo que se ha vuelto opaco por tanto egoísmo y está encerrado en el cálculo más mezquino y en el individualismo, es importante que yo descubra los «dones» que Dios me ha dado.

Me sentiré amado y enriquecido por lo que es específico de mi persona, me sentiré amado y llamado. Lejos de seguir los caminos de la lógica mundana, que está a favor de la isla feliz del «hago lo que quiero y me place», actualizaré la invitación que me lanzan a que aproveche mis días y la misericordia de Dios para convertirme. ¿Convertirme a qué? Al misterio de Cristo como cuerpo místico del que yo soy miembro. Convertirme a vivir «con autenticidad el amor» (v. 15), pero en solidaridad con los otros miembros del cuerpo de Jesús, colaborando al bien de todos con la energía que me da el Espíritu Santo, potenciando mis dones naturales.

Hoy intentaré hacer balance. ¿Me demoro tal vez aún como un niño «traqueteado» por cualquier lógica mundana o me dejo «llenar» de gracia, identificando bien cuál es mi llamada personal, que, sin embargo, percibo cada vez mejor como un don destinado al desarrollo armónico de la totalidad del cuerpo: la Iglesia?


ORATIO

Señor Jesús, me considero un árbol granuja: tardo siempre mucho en dar frutos de conversión. Me asombra la belleza de tu misterio y me siento repleto de gratitud cuando pienso en mi vocación personal y en tus dones. Tú, no obstante, ayúdame a reconocerlos como tales y a vivirlos en el interior de una dinámica de verdadera conversión.

Hazme, pues, respirar y obrar con autenticidad el amor. Siempre, en todas partes y con todos. Y hazme crecer en todo dirigido a ti, aprovechando la energía de tu Espíritu, para que pueda «romper» con las lógicas de este mundo y abrirme de par en par al espíritu de plena colaboración, solidario con cada hermano que busque el bien, a fin de que crezca tu Reino: levadura, sal y luz del mundo.


CONTEMPLATIO

Señor,
te lo suplico, llámame a tu juicio.

Que tu juicio me libere,
que tu luz separe la luz de la noche,
que tu espada separe la vida de la muerte,
que tu Palabra me diga lo que eres
y lo que no eres,
que tu mirada aleje de mí lo que no eres tú.

Que tu fuego destruya, funda y queme
el mal entretejido en mí, que me martiriza;
el mal reprimido en mí en la raíz y en las fibras de tu vida crucificada.
Que tu amor llame, suscite
mi rostro en el que puedo reconocer tu vida.

Señor,
te lo suplico, libérame

(M. Emmanuelle, Sentieri dell'nvisibile, Milán 1997, p. 95).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Hazme vivir, Señor, la autenticidad en la caridad».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El Evangelio se difunde por contagio: uno que ha sido llamado llama a otro. Si he conocido a Jesús y su inmenso amor por mí, el cuidado que tiene de mi vida, intentaré vivir el «sermón de la montaña», el espíritu de las bienaventuranzas, el perdón, la gratuidad; y la gente que vive a mi alrededor, antes o después, me preguntará: ¿cómo es que vives así? Un estilo de vida que no excluye a nadie, que no rechaza a nadie, que es camino de seguimiento de Jesús, es el primer modo de contagiar a los otros.

Por eso depende de mí, de cada uno de vosotros, que la Iglesia sea cada vez más expresión de la incansable carrera que el Evangelio desarrolla en la historia. Depende de nuestro vivir el Evangelio como don interior que hace la vida bella y luminosa, que hace gustar la paz y la calma en el espíritu. Y es que, desde lo íntimo del corazón, el Evangelio se difunde a la totalidad de nuestra propia vida personal cual fuente de sentido y de valores para la vida cotidiana, y con ello las acciones de cada día se enriquecen de significado, los gestos que realizamos adquieren verdad y plenitud.

Las páginas de la Escritura iluminan los acontecimientos de la jornada, la oración nos conforta y nos sostiene en el camino, los sacramentos nos hacen experimentar el gusto de estar en Jesús y en la Iglesia. Se abre aquí el espacio de una caridad que me impulsa a amar como Jesús me ha amado, y el espacio de la vida de la comunidad cristiana se convierte en lugar de significados y de valores que despejan el camino y de gestos que llenan la vida. Nace la posibilidad de entretejer relaciones auténticas, de crecer en la verdadera comunión y en la amistad (C. M. Martini, II Padre di tutti, Bolonia-Milán 1999, p. 466).