Martes

29a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Efesios 2,12-22

Hermanos: recordad 12 que en otro tiempo estuvisteis sin Cristo, sin derecho a la ciudadanía de Israel, ajenos a la alianza y su promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. 13 Ahora, en cambio, por Cristo Jesús y gracias a su muerte, los que antes estabais lejos os habéis acercado.

14 Porque Cristo es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de enemistad que los separaba. 15 Él ha anulado en su propia carne la Ley, con sus preceptos y sus normas. El ha creado en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad, restableciendo la paz. 16 El ha reconciliado a los dos pueblos con Dios, uniéndolos en un solo cuerpo por medio de la cruz y destruyendo la enemistad. 17 Su venida ha traído la buena noticia de la paz: paz para vosotros, los que estabais lejos, y paz también para los que estaban cerca; 18 porque gracias a él unos y otros, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre. 19 Por tanto, ya no sois extranjeros o advenedizos, sino conciudadanos dentro del pueblo de Dios; sois familia de Dios, 20 estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular, 21 en quien todo el edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor, 22 y en quien también vosotros vais formando conjuntamente parte de la construcción, hasta llegar a ser, por medio del Espíritu, morada de Dios.


El hecho de que los efesios fueran de origen pagano proporciona a Pablo la ocasión para subrayar su situación precedente de gran pobreza por la falta de Cristo. En efecto, no tenerle a él significa «estar lejos» de Dios; tenerle significa estar «cerca» gracias a la sangre que ha derramado por nosotros. Históricamente, pues, los paganos vivían una situación desfavorable respecto a los israelitas: como no pertenecían al pueblo de Dios, no podían participar, en consecuencia, de las promesas (v 12).

El punto focal de la perícopa es la afirmación de que «Cristo es nuestra paz» (v lss). Es preciso captar el doble sentido de la palabra paz. Por una parte, se trata de la abolición de aquello que, en lo tocante a la Ley, separaba a judíos y paganos. Por otra, es la paz de todo hombre con Dios, entendida como una reconciliación que tiene lugar por el hecho de que ha sido eliminado el pecado. Es Cristo -él solo- quien ha llevado a cabo tanto una como otra paz. Verdaderamente, la separación era una enemistad tan profunda que formaba como un «muro» que separaba al hombre de Dios y a los hombres entre ellos. La observancia de la Ley, caída en un ciego legalismo formalista, impedía la obediencia a Dios de una manera sustancial; esa obediencia es ahora posible por la pacificación que tiene lugar con la encarnación del Verbo y el rescate de su muerte en la cruz. En virtud de esta paz nuestra nace el «hombre nuevo» (v. 16). El camino, tanto para los que proceden del paganismo como para los que fueron israelitas, es ahora un sereno ir al Padre con la fuerza unificadora del Espíritu.

Pablo coloca, a continuación, la premisa de nuestra identidad como Iglesia. Ahora somos «conciudadanos dentro del pueblo de Dios; [..] familia de Dios» (v. 19), sólidamente «edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas» (v 20). Nuestra piedra angular es Jesús. De él nos viene la posibilidad de evolucionar espiritualmente hasta llegar a ser, caminando con los hermanos, verdadero templo de Dios, su morada por intervención del Espíritu.

 

Evangelio: Lucas 12,35-38

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 35 Tened ceñida la cintura, y las lámparas encendidas. 36 Sed como los criados que están esperando a que su amo vuelva de la boda, para abrirle en cuanto llegue y llame. 37 Dichosos los criados a quienes el amo encuentre vigilantes cuando llegue. Os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos. 38 Si viene a media noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.


Una invitación perentoria: «Tened ceñida la cintura, y las lámparas encendidas» (v. 35); y una exclamación reconfortante: «Dichosos ellos» (v 38). Insertada en medio, una pequeña parábola dividida en dos partes: una en la que los siervos esperan al amo, y otra, igualmente sorprendente en su brevedad, en la que el amo, a su vuelta de la boda, en vez de querer restaurarse y reposar, invita a los siervos a que se sienten a la mesa y él mismo se pone a servirles.

Llama la atención el tema de la vigilancia, que resulta familiar en la enseñanza de Jesús. La imagen de las lámparas encendidas recuerda a las vírgenes vigilantes de la parábola narrada por Mateo (25,1-13) y encuentra su contrapunto en el pesado sueño de Pedro, Santiago y Juan, en absoluto dispuestos a compartir la angustia mortal de Jesús en el huerto de los olivos. Dormían, en efecto, porque «sus ojos estaban cargados» (Mc 14,40). La invitación de Jesús: «Velad y orad para que podáis hacer frente a la prueba» (Mc 14,38), había caído completamente en el vacío.

El gesto de tener ceñida la cintura y las lámparas encendidas expresa el hecho de estar dispuesto a quedarse o ir allí donde el amo quiera. Jesús recoge, del vestuario típico de los hombres de Palestina de aquellos tiempos cuando se preparaban para el trabajo o para emprender el camino de noche, la evidencia de un estado de vela espiritual, de gran importancia para un verdadero crecimiento en los ámbitos humano y cristiano. No por casualidad recoge Lucas otra invitación perentoria de Jesús: «Procurad que vuestros corazones no se emboten por el exceso de comida, la embriaguez y las preocupaciones de la vida» (Lc 21,34). En efecto, nada como el embotamiento entorpece los ojos del corazón, atranca el crecimiento y siembra la vida de falsas ilusiones. El embotamiento espiritual hace perder el sentido de esta vida y de la que vendrá, en la que el Señor nos invitará al banquete servido por su amor, para siempre.


MEDITATIO

En nuestra época nos urge más que nunca descubrir a Jesús como «nuestra paz», como alguien que «ha reconciliado a los dos pueblos con Dios, uniéndolos en un solo cuerpo por medio de la cruz y destruyendo la enemistad». Son, en efecto, demasiadas las propuestas de falsas paces ofrecidas en el hipermercado de la sociedad en la que vivimos. En el torbellino de las muchas «cosas que hemos de hacer» y de las pseudoseguridades con las que ponernos a cubierto del dolor y de la muerte, vamos cayendo poco a poco y con facilidad en el embotamiento espiritual. En vez de vivir con la conciencia de que esta vida es sólo la «preparación» del poema de amor y de plena felicidad que Dios nos ha preparado en Cristo, convertimos la vida presente en un absoluto, como si el bienestar actual -de todo tipo- lo fuera todo.

Pero cuando no salen las cuentas y nos encontramos heridos y decepcionados, ¿a qué vamos a recurrir, sino a psicofármacos o a otras soluciones «paliativas»? Aquí es donde se revela la formidable actualidad de vivir existencialmente a Cristo como «nuestra paz». Es menester pedirle que destruya la enemistad dentro de nuestro corazón: esa enemistad que nos impide aceptarnos a fondo a nosotros mismos y nuestra historia personal; esa que nos hace diferentes a los otros, competitivos y hostiles; esa que cierra sustancialmente nuestros ojos frente al único fulgor en el que adquieren sentido la fatiga y la belleza del existir: la cruz de Cristo. Entonces, manteniendo bien encendida la lámpara de una fe que se vuelve cada vez más confianza, nos mantendremos vigilantes, es decir, bien despiertos y preparados. Se trata de estar trabajando cuando venga el Señor, esto es, de vivir en una actitud plenamente humana y digna del seguidor de Cristo: en una actitud de disponibilidad, impulso, espera y confianza total. Si nos encuentra, el Señor no se dejará ganar en generosidad: se convertirá en nuestro siervo, introduciéndonos en el banquete donde la vida se transformará en una eterna fiesta nupcial.


ORATIO

Tú eres, Señor Jesús, mi paz. Ayúdame a comprenderlo no sólo con la mente, sino de un modo existencial, en el orden concreto de las horas vividas no sólo para ti, sino junto a ti. Que yo no caiga en el embotamiento, seducido por seguridades sólo materiales. No permitas tampoco que me deje esclavizar por el legalismo y el formalismo. Concédeme un corazón sereno, vigilante y despierto en el cumplimiento de todo lo que complace al Padre.

Derriba en mí todo muro de división, toda intolerancia y enemistad, toda forma -aunque sea larvada- de prevaricación y desamor. Con tu muerte en la cruz has acogido a todos los hombres en tu corazón, reconciliándolos con Dios dentro del único cuerpo que es la Iglesia. Hazme vivir, pues, reconciliado, en la alegría de llegar a ser «morada de Dios por medio del Espíritu».


CONTEMPLATIO

Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna.
Ven, misterio escondido.
Ven, realidad inexpresable.
Ven, perenne exultación.
Ven, espera veraz de cuantos serán salvados.
Ven, resurrección de los muertos.
Ven, alegría eterna.
Ven, corona inmarcesible.
Ven, tú a quien mi corazón ha codiciado y codicia.
Ven, tú que te has convertido en mi deseo
y has hecho que yo pueda desearte.
Ven, respiración y vida mía.
Ven, consuelo mío.
Ven, alegría y gloria y delicia sin fin

(Simeón el Nuevo Teólogo, Inni e preghiere, Roma 1996, pp. 75ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ven, Jesús. Sé para mí paz y alegría».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nosotros creemos que Jesús es verdaderamente el enviado de Dios, ese que traza el camino de la paz y de la alegría auténticas. Creemos que es verdaderamente el Enviado de Dios que viene a liberar a la humanidad de todo lo que puede estropearla y destruirla. El encarna el sueño secular de los hombres y mujeres que tienen que hacer frente a las duras realidades de una vida en la que se confunden de un modo inextricable la alegría, el amor, el odio.

El mensaje de Jesús, el mensaje de su vida, consiste en manifestar que el amor y la vida tienen la última palabra. Ahora bien, para que la vida tenga la última palabra, será menester que seamos «concreadores» que continuamos su obra, y para que prevalezca el amor sobre el odio será menester que amemos hasta dar nuestra propia vida en una lucha cotidiana de la que ni el mismo Cristo salió indemne. Concrear significa rebelarse contra la fatalidad, no caer en la resignación.

Con todo, no debemos convertirnos en presa de fáciles esperanzas. La crisis es profunda. Más que en la vertiente económica y política, sufrimos una cierta degradación en el aspecto humano. Ahora bien, quien dice «crisis» dice elección: todavía es posible que, en Cristo -«nuestra paz»- nazca «un hombre nuevo». Nuestra fe nos hace creer que la creación «sufre y gime con dolores de parto», como dice san Pablo (Rom 1,22). Los tiempos han cambiado, pero siempre sigue siendo el tiempo de la paciencia de Dios y de la nuestra (Lettere dall'Algeria di Pierre Claverie, assassinato per il dialogo con i musulmani, Milán 1998, p. 123).