Jueves

26ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Job 19,21-27

Dijo Job: 21 Tened piedad de mí, vosotros, mis amigos,
que es la mano de Dios la que me ha herido.
22 ¿Por qué me acosáis como me acosa Dios
y no os cansáis de atormentarme?
23 ¡Ojalá se escribieran mis palabras!
¡Ojalá se grabaran en el bronce!
24
¡Ojalá con punzón de hierro y plomo
se esculpieran para siempre en la roca!
25 Pues yo sé que mi defensor está vivo
y que él, al final, se alzará sobre el polvo,
26 y, después que mi piel se haya consumido,
con mi propia carne veré a Dios.
27 Yo mismo lo veré,
lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño,
y en mi interior suspirarán mis entrañas.


«Job tomó la palabra y dijo: "¿Hasta cuándo me afligiréis y me acribillaréis con vuestras palabras?"».
Llegamos así, en el capítulo 19, a la cima de los diálogos entre Job y sus tres amigos. Estos últimos no hacen más que repetir la tesis, ya esgrimida en otras ocasiones, de que las pruebas son el signo de que Job es culpable ante Dios. A su vez, Job sigue confesando su inocencia. Para Job no hay mayor tormento que tener que resistir a las excesivas palabras de sus amigos. El diálogo, prolongado durante diversos días, ha extenuado verdaderamente a Job. El sufrimiento más fuerte con que se enfrenta ahora es no conseguir proclamar su inocencia. Su prueba consiste en considerarse inocente, pero no poder probarlo ni ante Dios ni ante sus amigos: «Grito: "¡Violencia!", y nadie me responde. Pido auxilio y nadie me defiende. Dios me ha cerrado el camino para que no pase, ha envuelto en tinieblas mis senderos» (19,7ss).

Entonces es cuando piensa Job en dejar por escrito su defensa, para que, un día, tal vez nosotros mismos que leemos hoy sus palabras, le hagamos justicia: «¡Ojalá se escribieran mis palabras! ¡Ojalá se grabaran en el bronce! ¡Ojalá con punzón de hierro y plomo se esculpieran para siempre en la roca!» (vv. 23ss). Pero esta solución no le convence. Piensa también en apelar al supremo «defensor» para que le haga justicia: «Pues yo sé que mi defensor (Go'el) está vivo» (v. 25). Este Go'el, según la Ley judía, es el único testigo que puede ser oído como defensa. Después de haber insultado a Dios, le llama ahora «defensor, redentor». Nosotros, que conocemos el Evangelio, apelamos, en cambio, al amor, a la caridad, al Dios omnipotente y misericordioso salvador.

 

Evangelio: Lucas 10,1-12

En aquel tiempo, 1 el Señor designó a otros setenta [y dos] y los envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares que él pensaba visitar. 2 Y les dio estas instrucciones:

-La mies es abundante, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. 3 ¡En marcha! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. 4 No llevéis bolsa, ni alforjas ni sandalias, ni saludéis a nadie por el camino. 5 Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. 6 Si hay allí gente de paz, vuestra paz recaerá sobre ellos; si no, se volverá a vosotros. 7 Quedaos en esa casa, y comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero tiene derecho a su salario. No andéis de casa en casa.

8 Si al entrar en un pueblo os reciben bien, comed lo que os pongan. 9 Curad a los enfermos que haya en él y decidles: Está llegando a vosotros el Reino de Dios. 10 Pero si entráis en un pueblo y no os reciben bien, salid a la plaza y decid: 11 Hasta el polvo de vuestro pueblo que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos y os lo dejamos. Sabed de todas formas que está llegando el Reino de Dios. 12 Os digo que el día del juicio será más tolerable para Sodoma que para ese pueblo.


El «sí» total del corazón a Cristo por parte de quien sigue al Maestro irradia y se convierte en la fuerza de la misión evangélica. En los vv. 1-6 del capítulo 9 de Lucas veíamos que Jesús encargaba a los discípulos hacer lo mismo que él había hecho: expulsar a los demonios y curar a los enfermos (cf. Lc 8,25-56). La Iglesia no tiene otra misión que continuar la obra de aquel que la envió. Los doce apóstoles son el fundamento de la misión de la Iglesia. Ahora bien, junto con ellos, Jesús eligió a otros muchos. La mies es abundante, pero los obreros son siempre pocos. El fragmento del evangelio de hoy se refiere a los setenta (y dos) discípulos que anuncian el mensaje del Reino (10,1-12). El número «doce» recuerda a las doce tribus de Israel. El número «setenta y dos» remite, en cambio, a los setenta y dos pueblos de la tierra enumerados en Gn 10. La misión de los discípulos tiene por ello un aspecto universal, se extiende a toda la tierra. Estos setenta y dos discípulos constituyen el signo de todos aquellos que el dueño de la mies llama para llevar el Evangelio. No se trata, en realidad, de una empresa humana, de algo que dependa de nuestra capacidad; se trata del Reino de Dios.

Los obreros del Reino no son tanto aquellos que lo anuncian como Cristo mismo en persona. Es él quien envía, quien toma la palabra, quien actúa. Se trata de dejar hacer a Jesús más que de hacer nosotros mismos. Lo importante es ser como él, adoptar su estilo, con su acontecer y sus frutos, y gracias a ello con su alegría. «¡En marcha! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos» (v 3). El Señor nos invita a no lamentarnos de los tiempos y de las dificultades de la misión. Más aún, las dificultades constituyen precisamente el signo del Reino. El signo con el que viene el Reino. Son la obra del Espíritu Santo. Jesús pide a los discípulos que no se preocupen: «no os preocupéis del modo de defenderos, ni de lo que vais a decir; el Espíritu Santo os enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir» (12,11-12). El Maestro no quiere que caigamos en la ansiedad. La misión es siempre un milagro del Señor.


MEDITATIO

En la primera lectura de hoy nos sorprende Job con su actitud. Después de haberse lanzado contra Dios y de haber maldecido el día de su nacimiento (3,1-10), ahora proclama, en cambio, su esperanza: «Pues yo sé que mi defensor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré...» (vv. 25-27). Primero vino la lamentación y el llanto ante Dios, ahora aparece el grito de la victoria.

Llegados a este punto, nos preguntamos cómo llegó Job a este acto de fe profunda y de esperanza en el Señor. Cómo pasó de la angustia y del anhelo de la muerte a esta confianza en Dios. Basta con reflexionar atentamente. Job no ha cesado nunca de luchar en la oración: adoración, petición, súplica. Este diálogo ininterrumpido con Dios, incluso en la angustia más profunda, no ha disminuido. Job ha sabido luchar en la noche. Ha conocido a Dios como adversario inhumano, como alguien que descarna y despoja, pero, al final, ha conocido en Dios el todo de su vida. De la nada al todo. Sólo a través de esta noche, a través de esta lucha inhumana, se hace posible llegar a Dios. Job nos hace ver que atravesar la nada es algo verdaderamente espantoso.

Para entrar en el «misterio de la luz infinita» es necesario sumergirse en la noche.

La plegaria de los salmos de lamentación son una confirmación de lo que decimos. Basta con ver el salmo 22. Comienza con un grito desesperado: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?, ¿por qué no escuchas mis gritos y me salvas?». Pero termina con un grito de esperanza: «Yo viviré para el Señor». Para llegar a la resurrección, no es posible evitar la agonía de Getsemaní. Para entrar en comunión con Dios, es preciso no alejarnos de él, continuar viviendo en su proximidad.


ORATIO

«Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra. Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17,20ss).

Señor Jesús, te damos gracias porque has rogado por nosotros, que, por la palabra de tus apóstoles, hemos creído en ti. Haz que permanezcamos unidos a ti, confiados en tu oración. Si ésta nos faltara, no estaríamos aquí junto a ti; no podríamos darte gracias ni alabarte, ni darte a conocer a muchos de nuestros hermanos. Concédenos ahora poder mostrar a todos que tú no nos abandonas, que tú no luchas con nosotros más que para rendirte a nosotros y bendecirnos. Gracias a esta oración, nosotros queremos ahora adorarte.


CONTEMPLATIO

Tú eres el santo, Señor Dios único, el que haces maravillas (Sal 76,15). Tú eres el fuerte, tú eres el grande (cf. Sal 85,10), tú eres el altísimo, tú eres el rey omnipotente; tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra (cf. Mt 11,25). Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses (cf. Sal 135,2); tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero (cf. 1 Tes 1,9).

Tú eres el amor, la caridad; tú eres la sabiduría, tú eres la humildad, tú eres la paciencia (Sal 70,5); tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre; tú eres la seguridad, tú eres la quietud, tú eres el gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres la justicia, tú eres la templanza, tú eres toda nuestra riqueza a saciedad.

Tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre, tú eres el protector (Sal 30,5); tú eres nuestro custodio y defensor; tú eres la fortaleza (cf. Sal 42,2), tú eres el refrigerio. Tú eres nuestra esperanza, tú eres nuestra fe, tú eres nuestra caridad, tú eres toda nuestra dulzura, tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable Señor, omnipotente Dios, misericordioso Salvador (Francisco de Asís, Alabanzas al Dios Altísimo [versión española tomada de Fuentes franciscanas, edición electrónica, versión de Patricio Grandón, OFM]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Se ha acercado a nosotros el Reino de Dios» (cf. Lc 10,9).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si de algunos -entre todos los seres deformes e infortunados del mundo- se apartaba instintivamente con horror Francisco era de los leprosos. Un día que paseaba a caballo por las cercanías de Asís le salió al paso uno. Y por más que le causaba no poca repugnancia y horror, para no faltar, como transgresor del mandato, a la palabra dada, saltando del caballo, corrió a besarlo. Y, al extenderle el leproso la mano en ademán de recibir algo, Francisco, besándosela, le dio dinero. Volvió a montar el caballo, miró luego a uno y otro lado y, aunque era aquél un campo abierto sin estorbos a la vista, ya no vio al leproso. Lleno de admiración y de gozo por lo acaecido, pocos días después trata de repetir la misma acción. Se va al lugar donde moran los leprosos y, según va dando dinero a cada uno, le besa la mano y la boca. Así toma lo amargo por dulce y se prepara varonilmente para realizar lo que le espera (Tomás de Celano, Vida segunda, edición electrónica, versión de Patricio Grandón, OFM]).