Viernes

25ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiastés 3,1-11

1 Todo tiene su momento,
y cada cosa su tiempo bajo el cielo:

2 Tiempo de nacer y tiempo de morir,
tiempo de arrancar y tiempo de plantar,
3 tiempo de matar y tiempo de curar,
tiempo de destruir y tiempo de construir,
4 tiempo de llorar y tiempo de reír,
tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar,
5 tiempo de tirar piedras y de recogerlas,
tiempo de abrazarse y de separarse,
6
tiempo de buscar y tiempo de perder,
tiempo de guardar y tiempo de tirar,
7 tiempo de rasgar y tiempo de coser,
tiempo de callar y tiempo de hablar,
8 tiempo de amar y tiempo de odiar,
tiempo de guerra y tiempo de paz.

9 ¿Qué provecho saca el que se afana de sus fatigas? 10 He observado la tarea que Dios impone a los hombres para que se ocupen de ella. 11 Todo lo hizo hermoso a su tiempo, e hizo reflexionar al hombre sobre la eternidad, pero el hombre no llegará a desentrañar totalmente la obra de Dios.


Qohélet está particularmente impresionado por el misterio del tiempo. Cada cosa tiene su duración y todo tiene su momento; todo sucede en el tiempo fijado, para cada cosa hay un momento oportuno. ¿Pero cómo conocer estos tiempos oportunos y cómo garantizárnoslos? Parece ser que el hombre no puede intervenir en el engranaje del tiempo. Este último tiene sus ritmos. En el fondo, la vida es sencilla, está hecha de unas cuantas actitudes básicas que continuamente se repiten: nacer y morir, amar y odiar, sufrir y gozar, unirse y separarse, callar y hablar, salvar y destruir, y otras así. El hombre, con todos sus afanes y sus deseos, está encerrado dentro de estos elementos, combinados de diferentes modos. La vida humana está como dentro de un círculo que el hombre no consigue romper.

Ciertamente, habrá un sentido («Todo lo hizo hermoso a su tiempo»), pero el hombre no lo comprende. Dios ha puesto en el hombre la exigencia del conjunto y la necesidad de interrogarse sobre la existencia más allá de cada momento particular. Sin embargo, es una necesidad que queda insatisfecha. El hombre -apenas sale de cada momento- advierte la contradicción. El presente no siempre corresponde al pasado. En efecto, a un pasado de justicia puede sucederle un presente de fracaso, y viceversa. El hombre anticipa el futuro, lo sueña y desearía alcanzarlo, pero le huye. Saliendo de él de vez en cuando y conectando el presente con el pasado, el hombre descubre que las cuentas no salen. ¿La conclusión? No nos queda más que fiarnos de Dios (en esto consiste el temor de Dios, según Qohélet), aunque es una medida de prudente sabiduría no perder el presente, el único tiempo que posee el hombre.

 

Evangelio: Lucas 9,18-22

18 Un día que estaba Jesús orando a solas, sus discípulos se le acercaron. Jesús les preguntó:

-¿Quién dice la gente que soy yo?

19 Respondieron:

-Según unos, Juan el Bautista; según otros, Elías; según otros, uno de los antiguos profetas, que ha resucitado.

20 Él les dijo:

Pedro respondió:

21 Pero Jesús les prohibió terminantemente que se lo dijeran a nadie.

22 Luego añadió:

-Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley, que lo maten y que resucite al tercer día.


Lucas vuelve al tema del evangelio de ayer. La pregunta es la misma. Sin embargo, ahora es el propio Jesús quien la dirige a sus discípulos. ¿Quién es Jesús? La respuesta de la gente es múltiple: en ellas se manifiesta la conciencia de un cierto «misterio», pero no van más allá de los esquemas religiosos comunes. Tampoco la respuesta de los discípulos es completa: por lo menos, puede ser entendida mal, y por eso Jesús «les prohibió terminantemente que se lo dijeran a nadie» (v. 21). No basta, en efecto, con reconocer que Jesús es el Mesías. ¿Qué Mesías? Es la cruz lo que suprime todos los malos entendidos. Estamos aquí en el centro de la fe: creer en un Mesías que será crucificado. El «es necesario» del texto es muy significativo: la cruz no es un incidente; es algo querido, forma parte del plan de Dios. Esta es la novedad inesperada, escandalosa para muchos. La presencia de Dios se manifiesta en el camino de la cruz, es decir, en la entrega de sí mismo, en el rechazo de toda imposición, en el amor que acepta ser contradicho y aparentemente derrotado. A buen seguro, si el don de sí mismo siguiera siendo inútil y quedara derrotado, no podría ser en modo alguno el signo de Dios; lo es, no obstante, porque el camino de la cruz conduce a la resurrección. Es precisamente en la entrega de sí mismo, que no se echa atrás ni siquiera frente a la muerte, donde está encerrada la victoria de Dios.


MEDITATIO

Qohélet prosigue su reflexión sobre la vanidad de las cosas aplicándola a la vanidad del hacer. Con la suerte de los hombres pasa como con los columpios: unas veces está arriba y otras abajo, un día se encuentra en la prosperidad y al siguiente en la desventura. Un día, exaltado; al otro, olvidado. Las pantallas de la televisión son el gran escenario de este tipo de vanidad: personajes aplaudidos y envidiados se ven echados al fango de un momento a otro. Los rostros aparecen y desaparecen. Los nuevos rostros hacen olvidar, y olvidan de buena gana, a los rostros viejos, que, probablemente, les han preparado el camino. De vez en cuando se oye que ha muerto algún personaje importante: uno o dos minutos de «conmovida» conmemoración y, a continuación, prosigue el espectáculo. El que asiste se pregunta si valía la pena aparecer tanto para desaparecer después con tanta rapidez. El circo de los medios de comunicación necesita mitos para exaltar y para olvidar: personajes siempre nuevos e interesantes, que respondan a los gustos del momento, y necesita cambiarlos cuando los gustos cambien. La movilidad del sentir marca asimismo la movilidad de la fortuna del que acaricia este sentir. Al volver a ver fragmentos evocadores del pasado, caemos en la cuenta de la falta de sentido del ridículo de muchos ídolos que habíamos admirado. Así ocurre con los otros, así ocurre conmigo, con mis actitudes y con mis poses del pasado. Sólo espero que, el día del juicio, no se me condene a volver a ver la película de mi vida, con mis vanidades y mi autocomplacencia.

Efectivamente, es bueno reflexionar sobre la fragilidad y fugacidad de las vicisitudes humanas, para aproximarnos un poco a la sabiduría del corazón.


ORATIO

Así las cosas, ¿vale la pena vivir, Señor, si, después, todo se resuelve en una pompa de jabón? Es ésta una pregunta que aflora algunas veces también en nosotros los creyentes, probablemente tentados a precipitarnos sobre las buenas ocasiones, a fin de arrancarle a esta breve vida lo poco que puede dar. Pero tú me indicas hoy una roca segura a la que puedo aferrarme, la roca del «Cristo de Dios», continuamente proclamada por Pedro en medio de las oleadas del tiempo, de las modas, de los pensamientos, de la variedad de las vicisitudes humanas. La suerte y la fortuna de la vida pueden cambiar, pero tu Hijo sigue siendo «el Cristo de Dios» y mirándole, puedo estar seguro de que vale la pena vivir. El es tu espejo, imagen del Dios invisible, punto de la eternidad plantado en el tiempo. El me habla siempre de tu amor, la medicina que cura las heridas y los insultos del tiempo.

Imprime en mi corazón la misma profesión de fe de Pedro, a fin de vencer mis ansias y mis miedos. Haz atento mi corazón al sonido y a la música del amor que canta continuamente, para no dejarme envolver por el inexorable fluir y por el imprevisible transcurrir de todas las cosas.


CONTEMPLATIO

Gran cosa es el amor; bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado y lleva con igualdad todo lo desigual.

Pues lleva la carga sin carga y hace dulce y sabroso todo lo amargo.

El amor noble de Jesús nos impulsa a hacer grandes cosas y nos mueve a desear siempre lo más perfecto.

El amor quiere estar arriba y no ser detenido de ninguna cosa baja.

El amor quiere ser libre y ajeno a toda afición mundana, por que no se impida su vida interior ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal o caiga por algún daño.

Nada hay más dulce que el amor, nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho, nada más alegre, nada más cabal ni mejor en el cielo ni en la tierra, porque el amor nació de Dios y no puede aquietarse con todo lo creado, sino con el mismo Dios.

El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no detenido.

Todo lo da por todo, y todo lo tiene en todo, porque descansa en un sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien. No mira a los dones, sino que se vuelve al Dador sobre todos los bienes.

El amor muchas veces no guarda modo, mas se enardece sobre todo modo.

El amor no siente la carga ni hace caso de los trabajos; desea más de lo que puede, no se queja de que le manden lo imposible, porque cree que todo lo puede y le conviene.

Para todo, pues, sirve, y muchas cosas cumple y pone por obra, en las cuales el que no ama desfallece y cae.

El amor siempre vela, y durmiendo no se duerme; fatigado, no se cansa; angustiado, no se angustia; espantado, no se espanta, sino como viva llama y ardiente antorcha, sube a lo alto y se remonta con seguridad (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, III, 5, San Pablo, Madrid 1997, pp. 136-138).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Te bendigo, Señor, por el tiempo de tu gracia» (de la liturgia).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Señor, a cada uno de nosotros puede pasarle que no vea con claridad, que deje de sentir la seguridad de una referencia, porque todos los valores que nos rodean vacilan y pierden consistencia.

Señor, si un día todo me parece insensato, si ya no sé dónde echar la cabeza, a quién escuchar y dónde encontrar apoyo, dame la fuerza de dirigirme a ti como por un instinto visceral. A mi alrededor todo es misterio, y yo mismo lo soy en primer lugar. Pero tu misterio, Señor, es tan grande como satisfactorio en todas sus dimensiones. Lo que tú me ofreces supera por completo lo que los hombres pueden ofrecerme con sus ideologías, sus gnosis, sus sincretismos. Además, creer no supone comprenderlo todo: tu amor, tu perdón, tu mensaje, tu pasión, tu muerte, tu vida.

Todo puede desaparecer; basta con que tú permanezcas. Sólo tú das sentido a todo y, en primer lugar, a mí mismo. Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Y sé que es verdad porque lo he visto en tu vida y en la vida de los que viven de la tuya. Sin ti, yo no existiría. Que yo esté contigo, en ti (R. Latourelle, «L'infinito di senso, Gesú Cristo», en La cosa piú importante per la Chiesa del 2000, Bolonia 1999, pp. 37ss).