Miércoles

22ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Corintios 3,1-9

1 Por mi parte, hermanos, no pude hablaros como a quienes poseen el Espíritu, sino como a gente inmadura, como a niños en Cristo. 2 Os di a beber leche y no alimento sólido porque aún no podíais asimilarlo. Tampoco ahora podéis, 3 pues seguís siendo inmaduros. Mientras haya entre vosotros envidias y discordias, ¿no es señal de inmadurez y de que actuáis con criterios puramente humanos? 4 Pues cuando uno dice: «Yo soy de Pablo», y otro: «Yo de Apolo», ¿no estáis procediendo demasiado a lo humano?

5 Porque, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores por medio de los cuales llegasteis a la fe; cada uno, según el don que el Señor le concedió. 6 Yo planté y Apolo regó, pero el que hizo crecer fue Dios. 7 Ahora bien, ni el que planta ni el que riega son nada; Dios, que hace crecer, es el que cuenta. 8 El que planta y el que riega forman un todo; cada uno, sin embargo, recibirá su recompensa conforme a su trabajo. 9 Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros, campo que Dios cultiva, casa que Dios edifica.


La lectura comienza con una clara distinción entre «gente inmadura» y hombres que «poseen el Espíritu» (v 1). La primera expresión, según Pablo, se refiere a personas abandonadas a sus propias fuerzas y guiadas por criterios humanos: gentes que podrían ser calificadas de personas «subdesarrolladas» desde el punto de vista espiritual, tal vez también como personas que no han experimentado todavía la plenitud de la vida. Los hombres que poseen el Espíritu son aquellos que, de una manera libre y consciente, han entrado en una nueva mentalidad, en un modo de vida que comparte la novedad de Cristo.

¿Cómo se manifiesta la inmadurez de algunos cristianos? En que se deleitan en crear facciones, en sembrar discordias y en esparcir envidias. Procediendo así, en vez de contribuir a edificar la comunidad, tienden a destruirla, y no sólo con los pensamientos que alimentan, sino también y sobre todo con las actitudes que asumen. Sin embargo, prosigue el apóstol, a todos les es posible vivir y comportarse como hombres que «poseen el Espíritu», con la condición de que comprendamos bien qué es Pablo y qué es Apolo: ministros (esto es, siervos), simples colaboradores de Dios.

La iniciativa de la salvación corresponde sólo al Señor, sólo a él le pertenecen el mérito y el honor. Por consiguiente, es preciso saber y reconocer que el protagonista -más aún, el único verdadero realizador de la salvación- es Dios. Él es quien hace crecer lo que los siervos se han limitado a plantar y a regar. Es él quien salva a todos los que, mediante la escucha de la predicación, se abren al diálogo que lleva al descubrimiento de la verdad.

También es preciso respetar el orden jerárquico entre los agentes que colaboran en la obra de la salvación: Dios está siempre en primer lugar; después, todos los demás. Por su parte, Pablo está sinceramente dispuesto a ponerse en el último lugar.

 

Evangelio: Lucas 4,38-44

En aquel tiempo, Jesús 38 salió de la sinagoga y entró en casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le rogaron que la curase. 39 Entonces Jesús, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y la calentura desapareció. La mujer se levantó inmediatamente y se puso a servirles.

40 Al ponerse el sol llevaron ante Jesús enfermos de todo tipo, y él, poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. 41 Salían también de muchos los demonios gritando:

Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. 42 Al hacerse de día, salió hacia un lugar solitario. La gente lo buscaba y, cuando lo encontraron, trataban de retenerlo para que no se alejara de ellos. 43 El les dijo:

44 E iba predicando por las sinagogas de Judea.


Esta página evangélica presenta dos momentos muy distintos: por un lado, la curación de la suegra de Simón en el marco de otras curaciones (vv. 38ss y 40ss); por otro, la autoconciencia de Jesús sobre su misión evangelizadora (v. 43). En cuanto al primer momento es oportuno poner de relieve que la curación habilita para el servicio: por lo general, a Lucas le gusta sacar a la luz este binomio. Es también obligado explicitar el hecho de que las curaciones de los enfermos, en cuanto liberación del demonio, se convierten en ocasión de auténticas profesiones de fe cristológica (véase aquí en el v 41, y también en el fragmento precedente en el v. 34). Poco importa que sean los demonios quienes profesen esta fe (alguien los ha caracterizado también como «los teólogos de Jesús»).

En la segunda parte del fragmento evangélico, Lucas se convierte en testigo e intérprete de dos acontecimientos fundamentales: el hecho de la evangelización, como característica esencial del cristianismo, y la conciencia mesiánica de Jesús, que explota sobre todo en la necesidad que tiene de anunciar el Reino de Dios. Se trata de una necesidad providencial, porque está inscrita en el designio salvífico de Dios. Jesús, por su parte, no puede sustraerse a este deber concreto, porque ésa es su misión: «Porque para esto he sido enviado» (4,43; cf también Lc 10,16).


MEDITATIO

Evangelización y nueva evangelización (esta última expresión se repite ahora de manera pacífica en nuestro vocabulario) son términos bastante difundidos en nuestros días. Se habla también, de una manera bastante espontánea, de evangelización de las culturas o de inculturación de la fe. ¿Es posible clarificar estos términos a la luz de la página evangélica que hemos leído hoy? Parece ser que sí.

«Debo anunciar...»: en primer lugar, se requiere una sacudida que despierte la conciencia de todo cristiano a la ineludible tarea de ser testigo del Evangelio en todas las situaciones de la vida. También el Concilio Vaticano II ha subrayado y confirmado esta necesidad, y ha querido fundamentarla en el acontecimiento sacramental del bautismo. Podemos remitirnos al n. 10 de la Lumen gentium o al n. 3 de la Apostolicam actuositatem.

«Debo anunciar la Buena Noticia de Dios»: parece indispensable recordar que el objeto de la evangelización no es la Iglesia, sino el Reino de Dios: este término ha de ser entendido no en un sentido puramente local, como si hubiera que entrar en un determinado lugar, dentro de un recinto bien establecido; hemos de entenderlo más bien en un sentido espiritual destinado a señalar, en primer lugar, la soberanía de Dios a la que estamos sometidos y la comunidad de salvación que camina hacia el Reino.

«Para esto he sido enviado»: es como decir que no hay evangelización sin misión. No es indispensable una misión apostólica; es suficiente con referirse -como hace el Concilio Vaticano II- al bautismo y a la vocación que hemos abrazado. De ellos nos viene no sólo el derecho a ser servidores de la Palabra aquí y ahora, sino que también recibimos las energías espirituales necesarias para tal misión.


ORATIO

Oh Señor, libérame de la envidia, que mina mi crecimiento y toda relación interpersonal. El fuerte deseo de tener lo que pertenece a los otros crea divisiones y rivalidades; libérame de los celos, definidos por Dryden como «ictericia del alma», sentimiento que desencadena frustración, cólera y rencor en quien dirige a otro la atención que desea tener para sí mismo, sentimiento que contamina la vida ajena y envenena la propia.

Concédeme, en cambio, la libertad que no teme las críticas ni quiere atraer las alabanzas, que conduce a la anchura de miras y está hecha de humildad, tolerancia e inteligencia, que está exenta de intereses egoístas y cree en la colaboración de cada uno contigo, único y verdadero artífice. Oh Señor, haz que tenga siempre ante mí tu divisa trinitaria: «Uno para todos».


CONTEMPLATIO

La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: «Es preciso que anuncie también el Reino de Dios en otras ciudades», se aplican con toda verdad a ella misma. Y, por su parte, ella añade de buen grado, siguiendo a san Pablo: «Porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!». Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al final de la asamblea de octubre de 1974, estas palabras luminosas: «Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia»; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa. Vínculos recíprocos entre la Iglesia y la evangelización (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Nosotros somos colaboradores de Dios» (1 Cor 3,9).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Según un cuento que aparece en el Talmud, Dios quería dar su Torá a los romanos, pero éstos no la quisieron, porque una ley que prohibía matar y vengarse era demasiado contraria a sus inclinaciones. Entonces Dios ofreció la Torá a los griegos, pero éstos no quisieron una ley que prohibía desear a las mujeres y cometer adulterio. Más tarde ofreció Dios la Torá a los persas, pero éstos nada quisieron saber de una ley que impone decir la verdad. Y así Dios tuvo que endosársela a los pobres judíos.

Es un hecho que la conciencia de Israel no es una conciencia triunfalista. Saben que son los siervos de Dios; de él han recibido el don de la Torá, pero este don es un gravamen, es un compromiso. El Concilio habla del carácter profético de los cristianos, de su carácter real y de su carácter sacerdotal, y este carácter, que todo cristiano posee y debe ejercer en servicio a los otros, es la condición de la comunicación que Dios ha hecho a su pueblo (P. Rossano, «Speranza e storia dal punto di vista biblico», en E. Gandolfo [ed.], Speranza e storia: speranza cristiana e speranze del nostro tempo, Roma 1971, pp. 93ss).