Sábado

18ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Habacuc 1,12-2,4

1,12 ¿No eres tú Señor desde antiguo,
mi Dios, mi santo? ¡Tú eres inmortal!

Tú has puesto a ese pueblo, Señor,
para ejercer el derecho,
lo has establecido, oh Roca,
para hacer justicia.

13 Tú tienes los ojos demasiado puros
para mirar el mal
y la opresión te resulta insoportable.

¿Cómo puedes contemplar
en silencio a los traidores?

¿Soportar al malvado que devora
a quien es mejor que él?

14 Tratas a los hombres
como a peces del mar,
como a reptiles que no tienen dueño.

15 El opresor los atrapa con el anzuelo,
los arrastra en su red,
los recoge en su copo,
se alegra y se regocija.

16 Por eso rinde culto a sus artes de pesca,
porque, gracias a ellas,
su pesca es abundante
y sabrosa su comida.

17 ¿Seguirá utilizando sus redes,
asesinando sin piedad a los pueblos?

2,1 Voy a colocarme
en mi puesto de guardia,
estaré de pie sobre la muralla,
alerta para ver lo que el Señor me dice,
lo que responde a mi queja.

2 Y el Señor me respondió:
«Escribe la visión, grábala en tablillas,
con caracteres bien legibles,
3 porque la visión tardará en cumplirse:
tiende a su fin y no fallará;
aunque parezca tardar, espérala,
pues se cumplirá en su momento.

4 El malvado sucumbirá,
pero el justo vivirá por su fidelidad».


El enigma de la presencia del mal en la historia y, aún más, el hecho de que prevalezca sobre el bien es algo que ha atormentado a los creyentes desde siempre. Es el problema que atormenta también al profeta Habacuc. La historia personal de este profeta nos es desconocida, pero su escrito se presenta a todo el mundo como paradigma de lectura de la historia.

La pregunta crucial tiene que ver, precisamente, con la relación entre el mal y Dios: ¿por qué calla Dios frente a la maldad y al atropello (1,12ss)? La duda que se insinúa es la de que pueda existir una especie de connivencia entre Dios mismo y el mal, como si Dios fuera enemigo del hombre, como si estuviera aliado con los que se convierten en instrumentos de la maldad (1,14). Habacuc expresa esta idea con la imagen del pescador que, de un modo sádico, se complace con los peces que captura y mata (1,15-17). En el ánimo del profeta se abre camino una hipótesis inquietante: ¿acaso tiene fundamento la insinuación de la serpiente respecto a ciertos celos de Dios en relación con el hombre (cf. Gn 3,4)? Abandonando la búsqueda de respuestas verificables sobre las intenciones de Dios, Habacuc se agita por dentro, despertando su corazón a la fe (2,1). El silencio «obstinado» de Dios a sus preguntas ya no le asusta: sabe que puede apoyar su propia vida en la promesa divina, que es segura y no está ligada a un tiempo preciso, porque es válida para siempre (2,3).

El creyente reconoce en Dios su centro vital y la razón de los acontecimientos, aunque sean contradictorios, de la existencia: Habacuc comprende que esta fe es la raíz profunda que garantiza tanto la vida como la estabilidad. Por el contrario, el que presume de erigirse como centro y fin de su propio vivir queda prisionero de su orgullo, que, encerrándolo en sí mismo, lo hace inestable (2,4). Es ésta una verdad que todo el mundo debe conocer (2,2).

 

Evangelio: Mateo 17,14-20

En aquel tiempo, 14 cuando llegaban a donde estaba la gente, se acercó un hombre, que se arrodilló ante Jesús, 15 diciendo:

—¡Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene ataques y está muy mal! Muchas veces se cae al fuego, y otras, al agua; 16 se lo he traído a tus discípulos, pero no han podido curarlo.

17 Jesús respondió:

—¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo aquí.

18 Jesús lo increpó, y el demonio salió del muchacho, que quedó curado en el acto. 19 Después, los discípulos se acercaron en privado a Jesús y le preguntaron:

—¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? 20 Él les dijo:

—Por vuestra falta de fe; os aseguro que, si tuvierais una fe del tamaño de un grano de mostaza, diríais a este monte: «Trasládate allá», y se trasladaría; nada os sería imposible.


La petición de un padre para que cure a su hijo epiléptico brinda a Jesús el motivo para dirigir a los discípulos una última llamada sobre la necesidad de creer en él. Los discípulos no son capaces de llevar a cabo la curación (vv. 16.19), puesto que el poder taumatúrgico no les pertenece: es un don que el Maestro concede como participación en su misma misión (cf. 10,1). Los discípulos, por su parte, deben adherirse a él por medio de la fe.

La exclamación de Jesús (v 17: «¡Generación incrédula y perversa!») expresa la resistencia que le opone la dureza de corazón de sus contemporáneos, puesta ya de manifiesto por el evangelista en otras ocasiones (cf. 11,16ss.39ss). Es Jesús quien proporciona explícitamente la enseñanza: los discípulos, si están animados por una fe cierta en él, pueden realizar el gran signo de comunicar a los hombres la salvación otorgada por Dios (v. 20; cf. Jn 14,12; Hch 3,16); por el contrario, la falta de fe, que los separa de la comunión con Jesús, hace prácticamente imposible la liberación del mal (v. 17).


MEDITATIO

La Palabra de Dios me provoca hoy a proceder a una comprobación de mi fe. Creer en Dios, en su bondad, en su amor por mí y por todas las criaturas, es algo que se dice muy pronto. Pero existe el dolor del mundo, existe el mal en todas sus perversas manifestaciones, y, ante los atroces «espectáculos» de injusticias evidentes o de tragedias que producen víctimas entre los inocentes, la sensibilidad y la inteligencia sufren un duro contragolpe. ¿Cómo es posible que Dios, si es bueno, permita que sufra tanta gente?

Jesús me dice que mi fe, por muy pequeña que sea, lo puede todo; el profeta me habla de una vida que la fe garantiza. Creer en Dios, lejos de ser un analgésico, un remedio para la pena producida por el dolor personal y ajeno, me abre a la acción: voy a él, no me detengo en mí mismo; proyecto en él mi esperanza y acojo su promesa. ¿No empieza a obrar así en mí y a mi alrededor lo imposible, lo inesperado?


ORATIO

A veces siento el corazón y la garganta cerrados por una mordaza de por qué... por qué... por qué...

¿Por qué, Dios mío, esta infinita letanía de muerte? ¿Dónde está tu providencia generosa, oh Señor del tiempo y de la historia? ¿Dónde está tu amor? Tú lo sabes, Dios mío: si denuncio tu contumacia es porque he experimentado sobre mi piel que vivir sin ti es condenarse al vacío.

Y me parece como si ahora estuvieras preguntándome: ¿Qué Dios estás buscando? ¿Un Dios que resuelva tus problemas? ¿Un Dios que te regala soluciones prefabricadas? Yo soy el Dios amor. Quien ama no crea títeres o niños eternos, sino hombres libres, pero el precio de la libertad es el dolor. Si el juego de las libertades puede transformar el vivir humano en un crisol, tú eres siempre para mí ese metal precioso que -purificado- se vuelve luminoso. Puedes creer en mi amor, por el que yo, el crisol del vivir humano, lo he atravesado hasta el final. Puedes creer en mi amor, por el que te he unido a mí en lo «imposible» de la resurrección.


CONTEMPLATIO

¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de donde sacó las criaturas era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo que no convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿por qué la dejó por tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no existiera aquélla, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese algún bien, ¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala, no creó otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había creado.

Tales cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la muerte y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina, mas con todo no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más con ella (san Agustín, Las confesiones, VII, 5, 7, BAC, Madrid 51968, pp. 25-276).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El justo vivirá por su fidelidad» (Hab 2,4).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El mal consiste en una falta de fe y en la oposición al perseguimiento del Punto Omega. Esto está presente desde siempre porque es autónomo, personal, trascendente: en él encontrará la humanidad una nueva forma de vida, una especie de éxtasis: se trata del éxtasis en Dios.

El mal, en todas sus modalidades, existe en un mundo que se encuentra en vías de formación precisamente porque la unión creadora no está consumada aún y el mundo no ha salido aún del despego y, por consiguiente, del desorden. El mal es una condición inevitable del universo, que está sometido de continuo a un retorno a lo múltiple. Ha estado presente en el mundo desde el primer instante de la creación. El pecado original es, según Teilhard de Chardin, no un acto aislado, sino una condición que marca a todos los hombres a causa de infinitas culpas diseminadas a lo largo de toda la historia humana, y aparece plenamente consciente cuando nace el pensamiento y el hombre se descubre también libre de rebelarse contra Dios. Con todo, el mal y el pecado acaban por ayudar a la evolución; ambos están presentes en el mundo para que el hombre los supere libremente en el proceso evolutivo. Así pues, el pecado más grande hoy es el que se comete contra la humanidad en su proceso de unificación. La historia humana es la manifestación de un plan divino. Cristo redentor compensa al mundo por la existencia del mal, y atrae y guía el progreso hacía sí. El Cristo resucitado es el Cristo cósmico: el Punto Omega. La cosmogénesis tiene su punto culminante en la noogénesis, que culmina a su vez en la Cristogénesis.

He aquí, pues, el mal, el gran escándalo del universo. El dolor de los niños... ¿Habrías creado, se pregunta Dostoievski, si hubieras sabido que uno solo de estos pequeños habría de sufrir? El mal, la muerte... el mal como dolor, el mal como error, el mal como culpa. ¿Cómo se concilia, en la visión cristiana, con la bondad y con el plan de Dios? Escribe Teilhard de Chardin: «A un observador absolutamente clarividente, que mirara desde hace mucho tiempo y desde una gran altura la Tierra, nuestro planeta le parecería, primero, azul, por el oxígeno que lo rodea; después, verde, por la vegetación que lo recubre; después, luminoso –cada vez más luminoso–, por el pensamiento que se intensifica en su superficie, pero también oscuro –cada vez más oscuro– por un sufrimiento que crece en cantidad y en agudeza al mismo ritmo que asciende la conciencia a lo largo de las edades... En efecto, cuanto más hombre se vuelve el hombre, más se incrusta y se agrava, en su carne, en sus nervios, en su mente, el problema del mal: el mal de comprender, el mal de padecer...» (R. Doni, Le grandi domande, Milán 1987, pp. 141 ss).