Miércoles

16» semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 1,1.4-10

1 Palabras de Jeremías, hijo de Jelcías, uno de los sacerdotes residentes en Anatot, en tierra de Benjamín.

4 El Señor me habló así:
5 Antes de formarte en el vientre te conocí;
antes de que salieras del seno te consagré,
te constituí profeta de las naciones.
6 Yo dije: ¡Ah, Señor, mira,
que no sé hablar, pues soy un niño!
7 Y el Señor me respondió:
No digas: «Soy un niño»,
porque irás adonde yo te envíe
y dirás todo lo que yo te ordene.
8 No les tengas miedo,
pues yo estoy contigo para librarte,
oráculo del Señor.
9 Entonces el Señor alargó su mano,
tocó mi boca y me dijo:
«Mira, pongo mis palabras en tu boca:
10 en este día te doy autoridad
sobre naciones y reinos,
para arrancar y arrasar,
para destruir y derribar,
para edificar y plantar».


Comienza la lectura de los pasajes tomados del libro del profeta Jeremías. Este, de una familia sacerdotal que moraba no lejos de Jerusalén, desarrolló su ministerio profético durante el período más dramático de la historia del Reino de Judá: el que va desde el intento reformador del rey Josías a la toma de Jerusalén, con la consiguiente deportación a Babilonia (aproximadamente, 526-587 a. de C.).

Si bien no es posible la reconstrucción cronológica exacta de la vida de Jeremías, conocemos, no obstante, mucho de su trabajo interior y de su conciencia del ministerio profético que le había sido confiado, gracias a las páginas autobiográficas e introspectivas que se alternan, en el libro, con los oráculos y las narraciones. La vida misma del profeta tiene valor de oráculo: es palabra viva dirigida por Dios a su pueblo, a fin de que se enmiende y vuelva a caminar por sus sendas.

El relato de la vocación del profeta, que abre el libro y constituye el fragmento litúrgico de hoy, presenta elementos fundamentales característicos de su ministerio. La Palabra del Señor -central en la experiencia religiosa y profética- llega a Jeremías y lo llama a una profunda y comprometida relación con ella (w. 4-9), habilitándolo para ser servidor autorizado de la misma, más allá de sus propias capacidades reconocidas (v. 6).

Jeremías no deberá temer ni la dura oposición ni la lucha que sostendrá para anunciar la Palabra de Dios: el Señor, que lo ama desde siempre, lo custodia, lo ha elegido (v. 5), lo sostendrá siempre y lo protegerá en su ardua misión (w. 7ss). Se trata de una misión que no puede contar con el favor de los destinatarios, puesto que Jeremías estará obligado a anunciar, sobre todo, amenazas y castigos (v. 10cd; cf. capítulos 2-25; 46-51), tras los cuales será posible la reconstrucción (v 10e; cf capítulos 30-33).


Evangelio: Mateo 13,1-9

1 Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. 2 Se reunió en tomo a él mucha gente, tanta que subió a una barca y se sentó, mientras la gente estaba de pie en la orilla. 3 Y les expuso muchas cosas por medio de parábolas. Decía:

—Salió el sembrador a sembrar. 4 Al sembrar, parte de la semilla cayó al borde del camino, pero vinieron las aves y se la comieron. 5 Parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra; brotó en seguida porque la tierra era poco profunda, 6 pero cuando salió el sol se agostó y se secó porque no tenía raíz. 7 Parte cayó entre cardos, pero éstos crecieron y la ahogaron. 8 Finalmente, otra parte cayó en tierra buena y dio fruto: un grano dio cien, otro sesenta, otro treinta. 9 El que tenga oídos para oír que oiga.


En el capítulo 13 de Mateo encontramos siete parábolas que tienen como objeto el misterio del Reino de Dios. El evangelista sitúa este discurso -el tercero de los cinco con que estructura la predicación de Jesús- detrás de la crisis originada por el conflicto que, poco a poco, se ha ido agudizando entre Jesús, por una parte, y los fariseos y los maestros de la Ley, por otra. Un conflicto condensado en torno a las cuestiones de la observancia del sábado y del origen del poder taumatúrgico de Jesús (cf. Mt 12,1-14.22-32).

Con la primera parábola propuesta en el fragmento litúrgico de hoy, llama Jesús la atención sobre una imagen bien conocida de la gente a la que está hablando, y que revela algo de su misma persona en relación con la Palabra que es él y que ha venido a anunciar. Así como el «sembrador» palestino esparce la semilla en la tierra sin escatimar, así también proclama Jesús la Palabra del Padre a todos, sin distinciones y sin reservas. Es Palabra de vida y ha sido enviado por el Padre para que todos «tengan la vida en abundancia» (cf. Jn 10,10). Ahora bien, del mismo modo que la semilla corre una suerte distinta según el terreno en el que cae, así también la Palabra recibe una acogida diferente según la disponibilidad del corazón de quien la escucha: la experiencia de la predicación realizada por Jesús hasta ahora lo confirma.

El relato de la parábola presenta una conclusión sorprendente, que es, a continuación, su mensaje central: el terreno fértil produce una cosecha abundantísima, más allá de cualquier expectativa razonable. De modo semejante ocurre con la Palabra anunciada por Jesús, que, aunque no despierta el interés esperado e incluso encuentra oposición, tendrá una fecundidad extraordinaria, cosa comprensible sólo por quien tiene fe, por quien reconoce en el Evangelio de Jesús la voluntad del Padre y está dispuesto a acogerla y ponerla en práctica (cf. Mt 12,50).


MEDITATIO

En virtud de nuestra propia experiencia sabemos la gran importancia que tiene la palabra: a través de ella tomamos conciencia de ser personas humanas, comunicamos lo que pensamos y sentimos, recibimos, a nuestra vez, la comunicación del otro, entramos en contacto con el patrimonio cultural del pasado, conocemos mundos alejados del nuestro... Nuestra misma experiencia de la fe pone en el centro la palabra, desde el mismo momento en que Dios, el inefable, se ha hecho Palabra para que nosotros pudiéramos entrar en relación con él. Ha aceptado los límites de la palabra humana a fin de «decirse» y revelarse de un modo comprensible para nosotros. Se ha hecho tan cercano a nuestra experiencia cotidiana que podemos terminar por confundir su voz con el rumor de la charla confusa y bulliciosa o con el estruendo de decenas de decibelios que marca nuestra «cultura» del ruido. El Señor sigue viniendo hoy a nuestro encuentro dirigiéndonos la Palabra a cada uno de nosotros de manera personal. Y es que incluso cuando Dios habla a la muchedumbre tiene presente a la persona, con su verdad individual.

Todos y cada uno de nosotros somos conocidos, amados, elegidos -de modo semejante a Jeremías-. Cada uno de nosotros es objeto de confianza, como el campo en el que el sembrador esparce la semilla sin parsimonia. A todos y a cada uno de nosotros le repite la invitación a la amistad, a la familiaridad confidente con él. Tal vez prefiramos considerar todo esto como algo imposible porque intuimos que acoger la propuesta de Dios es comprometedor: exige que nos dejemos transformar por esa misma Palabra y nos convirtamos en «palabra» para los otros. Dios se compromete el primero y nos dice: «No temas, yo estaré contigo». Su presencia garantiza la abundancia del fruto.


ORATIO

Me conmueve, Señor, tu ternura conmigo, la confianza que me demuestras y con la que me acompañas desde el primer momento en que empecé a existir. Me vienen a la mente las palabras del salmista: «Tú conoces lo profundo de mi ser, nada mío te era desconocido cuando me iba formando en lo oculto y tejiendo en las honduras de la tierra» (Sal 139,14-15). Gracias, Señor, por tanta atención: ése es tu estilo, tu modo de obrar. Ayúdame a no olvidarlo cuando, frente a ciertos acontecimientos de la vida, reacciono denunciando tu ausencia o incluso sintiéndote hostil.

Me tienes en tanta estima que me has llamado para colaborar contigo. Me confías lo más precioso que tienes, la Palabra, que está al comienzo de todo: de la creación, de la redención, de la santificación. Perdóname, te lo ruego, la superficialidad con que me pongo ante tu don y ante la misión que me propones. Perdóname las incertidumbres y las resistencias. Estas expresan que vivo más replegado en mí mismo que «capturado» en mi corazón por la gran benevolencia que me muestras.


CONTEMPLATIO

Imita a la tierra, oh hombre, y produce también tú tus frutos para no ser inferior a las cosas materiales. La tierra produce frutos, pero no puede gozarlos y los produce para tu beneficio. Tú, en cambio, puedes recoger para tu propio beneficio todo lo que vas produciendo. Si has dado al hambriento, se vuelve tuyo todo lo que le has dado; más aún: vuelve a ti incrementado. En efecto, del mismo modo que el trigo que cae en tierra actúa en beneficio de aquel que lo ha sembrado, así también el pan dado al hambriento reporta muchos beneficios. Que lo que constituye su fin para la agricultura sea, pues, para ti el criterio de la siembra espiritual. Tú no conoces más que una frase: «No tengo nada y no puedo dar nada, porque no tengo bienes». En efecto, eres verdaderamente pobre; es más, estás privado de todo verdadero bien. Eres pobre de amor, pobre de humanidad, pobre de fe en Dios, pobre de esperanza en las realidades eternas. Muéstrate activo en el bien. Entonces te aprobará Dios, te alabarán los ángeles, te proclamarán bienaventurado todos los hombres que han existido desde la creación del mundo en adelante (Basilio Magno, Homilía sobre la caridad 3, 6, en PG 266-267.275).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Tú me conoces, oh Dios, y me amas desde siempre» (cf. Jr 1,5).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Entré en aquella capilla por casualidad, sin angustias metafísicas, sin inquietudes, sin problemas personales, sin disgustos amorosos: no era yo más que un ateo tranquilo, marxista, un joven despreocupado y un poco superficial que tenía en su programa aquella noche un encuentro galante», me contó también a mí. «Salí de allí diez minutos después, tan sorprendido de encontrarme de repente católico como lo hubiera estado si me hubiera descubierto jirafa o cebra a la salida del zoo. Precisamente porque sabía que nadie me habría creído, callé durante más de treinta años, trabajé duro para hacerme un nombre como periodista y escritor y poder esperar así no ser tomado por loco cuando hubiera pagado mi deuda: contar lo que me había sucedido». Para algunos, este hombre [André Frossard] es un problema; para otros, un enigma: un periodista de éxito, uno de los más conocidos y temidos de Francia, que sale con un libro en el que anuncia, con una seguridad inexpugnable, que Dios es una evidencia, un hecho, una Persona encontrada de manera inesperada por el camino [...].

«La Cosa» tuvo lugar en Sudamérica, en un congreso: una caída sobre el borde de cemento de una piscina, una fractura, la larguísima espera de socorro. [Louis Pawels] añade: «Estaba solo, todos habían vuelto al albergue para la comida. Mientras me desplomaba en tierra, sentí que no estaba cayendo por casualidad: advertí con claridad que «Alguien» me había empujado. Y lo había hecho para decirme «algo». Yacía abandonado sobre el cemento, fracturado. El dolor era lancinante; sin embargo, me invadió una inmensa, una inexplicable alegría. Cuando, por fin, acudió alguien y me llevaron en camilla, mi cuerpo estaba herido, pero mi alma exultaba. Era como si aconteciera el nacimiento de Cristo para mí, en aquel mismo momento: era mi Navidad, una Navidad en septiembre. Por vez primera en mi vida, conocí la alegría» (V. Messori, Inchiesta sul cristianesimo, Turín 1987).