Lunes

15ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 1,10-17

10 Escuchad la Palabra del Señor,
jefes de Sodoma;
atiende a la enseñanza de nuestro Dios,
pueblo de Gomorra:
11 ¿De qué me sirven
todos vuestros sacrificios?
-dice el Señor-.
Estoy harto de holocaustos de carneros
y de grasa de becerros;
detesto la sangre de novillos,
corderos y machos cabríos.
12
Nadie os pide que vengáis ante mí,
a pisar los atrios de mi templo,
13 trayendo ofrendas vacías,
cuya humareda me resulta insoportable.
¡Dejad de convocar asambleas,
novilunios y sábados!
No aguanto fiestas
mezcladas con delitos.
14 Aborrezco con toda el alma
vuestros novilunios y celebraciones,
se me han vuelto
una carga inaguantable.
15
Cuando extendéis las manos para orar,
aparto mi vista;
aunque hagáis muchas oraciones,
no las escucho,
pues tenéis las manos manchadas de sangre.
16
Lavaos, purificaos; apartad de mi vista
vuestras malas acciones.
Dejad de hacer el mal,
17 aprended a hacer el bien.
Buscad el derecho,
proteged al oprimido,
socorred al huérfano,
defended a la viuda.


El pasaje presenta uno de los oráculos introductorios del libro de Isaías. El profeta, que desarrolla su misión en el Reino de Judá durante la segunda mitad del siglo VIII a. de C., en un período de prosperidad económica y de relajamiento moral, condena en especial el formalismo religioso de las clases más ricas. Los que a ellas pertenecen, cerrados en el egoísmo de su riqueza e insensibles a las necesidades de los cada vez más numerosos indigentes, practican un culto que es inútil porque está separado de la vida.

Empleando la forma literaria de un juicio emprendido por YHWH contra su pueblo -al que de manera significativa se llama «Sodoma y Gomorra», las ciudades pecadoras por antonomasia (v. 10)-, reivindica Isaías a Dios sus derechos y recuerda al pueblo los deberes sancionados por la alianza sinaítica. Dios confiesa que le disgusta la ofrenda de los sacrificios cruentos e incruentos, la observancia de las fiestas y de las prescripciones rituales (vv. 11-14), dado que a eso no le corresponde un corazón dócil, atento a las necesidades del prójimo. Dios no mira ni escucha a quien cree rendirle honores y luego pisotea a los débiles y a los pobres (v. 15ab).

Entre el culto y la vida no puede haber contradicción: no es posible ofrecer la sangre de una víctima sacrificial con manos manchadas por la sangre de los homicidios cometidos (v. 15c). La conversión del corazón («Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien»: vv. 16d-17a) es la condición fundamental para que la alianza de Dios con su pueblo sea real y eficaz. Dios renueva la invitación a una purificación tanto interior, del corazón, como exterior, del comportamiento, para restituir la verdad al culto practicado y poner las bases de la justicia social.
 

Evangelio: Mateo 10,34-11,1

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 10,34 No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino discordia. 35 Porque he venido a separar al hijo de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra; 36 los enemigos de cada uno serán los de su casa. 37 El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí. 38 El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. 39 El que quiera conservar la vida la perderá, y el que la pierda por mí la conservará.

40 El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe a mí recibe al que me envió. 41 El que recibe a un profeta por ser profeta recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo recibirá recompensa de justo; 42 y quien dé un vaso de agua a uno de estos pequeños por ser discípulo mío os aseguro que no se quedará sin recompensa.

11,1 Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, se fue a enseñar y a proclamar el mensaje en los pueblos de la región.


Mateo prosigue bosquejando el estilo de vida del discípulo-misionero, poniendo de relieve las exigencias radicales de la misión. Nada puede ser impedimento para seguir a Jesús, aunque eso pueda causar sufrimientos y hasta provocar rupturas, incluso en el interior de una misma familia. El cristiano ha de contar con malentendidos y con la incomprensión de sus allegados y de quienes le están unidos por lazos afectivos. El discípulo -Jesús ya lo había declarado- no puede tener una suerte diferente a la de su maestro, desconocido y rechazado precisamente por los suyos (cf. Mc 3,21; Jn 1,11).

No se trata de que no pueda vivir el discípulo con entrega y fidelidad las relaciones familiares, sino de dar prioridad a las exigencias del seguimiento de Jesús y al amor «con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12, 30) que debemos al Señor. Ahora bien, eso sería humanamente imposible si él no nos hubiera amado antes hasta dar la vida por nosotros. Haciendo como Jesús, tomando sobre nosotros la carga crucificante del mal que se opone al amor y realizando gestos sencillos, pero auténticos, dirigidos al otro, al que reconocemos como hermano (el ofrecimiento de un vaso de agua), viviremos la misma dignidad de hijos del Padre misericordioso.


MEDITATIO

Dios nos toma en serio. Así ha sido desde el primer instante en que quiso que fuéramos seres libres. Por eso no puede estar de acuerdo cuando reducimos nuestra relación con él a una serie de conveniencias. Si obramos de este modo no le engañamos a él, sino a nosotros mismos. Creer en Dios, es decir, recibir el don de la fe que él mismo nos ofrece gratuitamente, es una cuestión de corazón. No es posible comprometernos con él sólo de fachada o en momentos alternos. Dios nos ama antes y a jornada completa, y nosotros, sabiéndonos amados (que es, por tanto, el vértice de todo deseo), ¿qué otra cosa podemos hacer sino amarlo a nuestra vez?

Amar es una acción muy concreta. Amar a Dios, sin embargo, no es una cuestión limitada a impulsos interiores: incluye amar al hermano, a la hermana; amarlos en su carácter concreto, en la necesidad en que se encuentran. Hacerles el bien puede traducirse en grandes gestos y, con mayor probabilidad, en gestos cotidianos, esos que demasiadas veces definimos como «pequeños», damos por descontado y no vivimos con atención y ternura. A menudo son precisamente esos gestos, triviales en apariencia, los que más nos cuesta realizar con amor, especialmente con las personas difíciles o simplemente desagradables.

Si nos quedamos encerrados en nosotros mismos, con nuestra presunción de santidad, porque quizás rezamos alguna oración y nos sentamos los domingos en primera fila en la iglesia, no encontraremos la vida y perderemos la recompensa. Sí la obtendrá, en cambio, quien sepa reconocer que sólo el Señor es Dios y que por amarnos tiene «derecho» a nuestro amor; ese Dios que es inmenso y que goza «escondiéndose» y haciéndose amar en los «pequeños».


ORATIO

Gracias, Señor, por haberme llamado a caminar junto a ti, a ser tuyo. Reconozco que yo soy poca cosa, que me siento atraído aquí y allá, lejos de la Verdad que tú eres, por miedo a perder la seguridad de un afecto o incluso de la imagen que me he hecho de ti.

Gracias, Señor, por renovarme tu confianza llamándome a cambiar de vida: a pasar del formalismo a la autenticidad del amor a ti y al prójimo.

Concédeme el gusto de arriesgarme siguiendo tu Palabra, de atreverme a perder la vida haciendo el bien a los otros. Concédeme el valor de ofrecer el «vaso de agua» cotidiano al «pequeño» de turno. Concédeme saber reconocer que precisamente en él estás tú, mi infinita recompensa.


CONTEMPLATIO

Tras haber conocido el temor de Dios, su benignidad y humanidad, por el Antiguo y el Nuevo Testamento, convirtámonos con todo nuestro corazón. Consideremos también como hermanos nuestros a quienes nos odian y nos detestan, a fin de que sea glorificado el nombre del Señor y manifestado en su gloria. Dado que nos tentamos los unos a los otros, por ser combatidos todos por el enemigo común, perdonémonos los unos a los otros. Amémonos los unos a los otros y seremos amados por Dios. Seamos magnánimos los unos con los otros y Dios será magnánimo con nuestros pecados. La misericordia de Dios está escondida en nuestra compasión con el prójimo. Ofrezcámonos, por tanto, nosotros mismos por completo al Señor, para poderlo recibir a nuestra vez entero (Máximo el Confesor, «Discorso ascetico», en Umanitá e divinitá di Cristo, Roma 1990, pp. 57 y 59ss, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El que pierda su vida por mí, la conservará» (cf. Mt 10,39).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El Carmelo era mi aspiración desde hacía casi doce años. Al recibir el bautismo el día de Año Nuevo de 1932, no dudaba de que este era una preparación para mi ingreso en la orden. Pero después, algunos meses más tarde, al encontrarme por vez primera frente a mi querida madre después del bautismo, entendí que ella no habría estado en condiciones, por ahora, de soportar este segundo golpe: no habría muerto de dolor, no, pero su alma habría quedado literalmente inundada de tal amargura que no me sentía capaz de cargar con semejante responsabilidad [...].

El último día que pasé en casa era el 12 de octubre. Mi madre y yo nos quedamos solas en la habitación, mientras mis hermanas se ocupaban de lavar los platos y poner todo en orden. Escondió el rostro entre sus manos y empezó a llorar. Me puse detrás de su silla y fui apretando contra mi seno su cabeza de plata. Nos quedamos así mucho tiempo, hasta que conseguí persuadirla de que se fuera a la cama; la llevé y le ayudé a desvestirse... por primera vez en toda mi vida [...].

A las cinco y media salí como siempre de casa para escuchar la santa misa en la iglesia de San Miguel. Después nos reunimos para el desayuno; Erna llegó hacia las siete. Mi madre intentaba tomar algo, pero pronto alejó la taza y empezó a llorar como la noche anterior. Me acerqué de nuevo a ell\a y me abracé a ella hasta el momento de marcharme. Entonces le hice una señal a Erna para que ocupara mi puesto. Tras ponerme el abrigo y el sombrero en la pieza de al lado... llegó el momento del adiós. Mi madre me abrazó y me besó con mucho afecto [...].

Finalmente, el tren se puso en marcha. Ahora se había hecho realidad lo que apenas me hubiera atrevido a esperar. No se trataba, a buen seguro, de una alegría exuberante que pudiera apoderarse de mí... ¡lo que había pasado era demasiado triste! Pero mi alma se encontraba en una paz perfecta: en el puerto de la voluntad de Dios (E. Stein, Sui sentieri della veritó, Milán 1991).