Sábado

14ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 6,1-8

1 El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono alto y excelso. La orla de su manto' llenaba el templo. 2 De pie, junto a él, había serafines con seis alas cada uno: dos para cubrirse el rostro, dos para ocultar su desnudez y dos para volar. 3 Y se gritaban el uno al otro:

«Santo, santo, santo
es el Señor todopoderoso,
toda la tierra está llena de su gloria».

4 Los quicios y dinteles temblaban a su voz, y el templo estaba lleno de humo. 5 Yo dije:

        «¡Ay de mí, estoy perdido!
        Yo, hombre de labios impuros, que habito en un pueblo
        de labios impuros,
        he visto con mis propios ojos al Rey y Señor todopoderoso».

6 Uno de los serafines voló hacia mí, trayendo un ascua que había tomado del altar con las tenazas; 7 me lo aplicó en la boca y me dijo:

«Al tocar esto tus labios,
desaparece tu culpa
y se perdona tu pecado».

        8 Entonces oí la voz del Señor, que decía:

«¿A quién enviaré?,
¿quién irá por nosotros?»

            Respondí:

«Aquí estoy yo, envíame».


Esta perícopa del profeta Isaías es importantísima para comprender su mensaje. Fue escrita en torno al año 724 a. de C., año de la muerte del rey Ozías. Marca la conclusión de un período de prosperidad y de autonomía para Israel y le sirve al profeta para destacar un tema que le es propio: la santidad y la gloria eterna de un Dios que trasciende con mucho toda grandeza humana y es «el Santo de Israel» por excelencia. Es por este Dios por quien se siente llamado Isaías. El escenario es el templo de Jerusalén y la antropomórfica descripción del Señor sobre el trono, rodeado por los serafines (criaturas con semejanza humana, pero dotadas de seis alas), refleja las representaciones del Oriente próximo, si bien la solemnidad y el arrebato de Isaías dicen mucho más.

La triple repetición del «Santo, santo, santo» intenta expresar la infinita santidad de Dios, su trascendencia, su absoluta diferencia respecto a aquello que, por ser terreno, se corrompe o sólo es limitado. El sentido de la presencia de Dios lo proporciona tanto el temblor de las puertas del templo como el humo (v. 4), semejante, en la función de significar la gloria de Dios, a la nube que cubría el tabernáculo durante el tiempo que permaneció Israel en el desierto. En este punto queda Isaías como turbado, abrumado por el sentido de su indignidad, ligada a su pecado y al del pueblo, frente a la infinita pureza y santidad de Dios. Nos viene a la mente Ex 33,20: «No podrás ver mi cara, porque quien la ve no sigue vivo». Sin embargo, Dios no quiere la muerte del hombre e interviene a través de un acto simbólico de purificación, con el que expresa que se trata siempre, ante todo, de una iniciativa de Dios y no del hombre (vv. 7ss).

El Señor se dirige aún a la asamblea de los serafines, que son consultados sobre el gobierno del mundo (v 8a); sin embargo, de manera indirecta, la voz del Señor interpela y llama a Isaías para que, investido por la gloria y por la santidad de Dios, vaya a profetizar en su nombre: «Aquí estoy yo, envíame» (v. 8b). Es la plena disponibilidad de quien se deja invadir por un Dios que salva.


Evangelio: Mateo 10,24-33

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 24 El discípulo no es más que su maestro; ni el siervo más que su señor. 25 Basta con que el discípulo sea como su maestro, y el siervo como su señor. Si al dueño de casa lo llamaron Belzebú, ¡más aún a los de su familia! 26 Así pues, no les tengáis miedo; porque no hay nada oculto que no haya de manifestarse, ni nada secreto que no haya de saberse. 27 Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; lo que escucháis al oído, proclamadlo desde las azoteas. 28 No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden quitar la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno.

29 ¿No se vende un par de pájaros por muy poco dinero? Y sin embargo, ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro Padre. 30 En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. 31 No temáis, vosotros valéis más que todos los pájaros.

32 Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial, 33 pero a quien me niegue delante de los hombres yo también lo negaré delante de mi Padre celestial.


Lo que leímos ayer nos ponía vigorosamente frente a las exigencias de la misión, incluidas sus extremas consecuencias de la persecución y la muerte. Hoy introduce Jesús en su discurso el tema, típicamente bíblico, del «no tener miedo», que aparece en la Sagrada Escritura 366 veces. El pasaje está estructurado precisamente por la repetición, a modo de imperativo, de la invitación a no tener miedo (vv. 26.28.31), a la que en cada ocasión siguen los motivos por los que la confianza debe poner en jaque mate al temor. El primer motivo es éste: aunque el bien está ahora como velado y la astucia y la virulencia del mal parecen ocultarlo, se producirá una inversión total y veremos, en el triunfo de/Cristo, el triunfo de todos los que han elegido hacer el bien.

Ésa es la razón de que se anime a los discípulos a la audacia del anuncio. Lo que se nos entrega es pequeño como un pábilo en las tinieblas, como un susurro al oído, pero ha de ser entregado a plena luz del día, gritado (con todos los medios, incluidos los que emplean antenas y repetidores) incluso desde los techos. Aunque el precio sea la muerte, ha de saber el discípulo que la muerte del cuerpo será siempre un hecho natural que hemos de afrontar con paz, sobre todo cuando estamos seguros de que nada ni nadie, si vivimos y anunciamos el Evangelio, podrá matar la vida en nosotros, puesto que el verdadero mal destructor de esta vida y de la otra es el pecado.

La argumentación de Jesús sobre las razones para no tener miedo se une, a continuación, a dos imágenes tiernísimas: la de los «pájaros», que, aunque tienen un precio irrisorio, son objeto del amor providente del Padre, y la de los «cabellos» de nuestra cabeza, contados todos ellos. En verdad, dice el Señor, es preciso que no dejemos que el miedo ocupe lugar alguno en nosotros y nos decidamos, en cambio, a llevar una vida consagrada a dar testimonio de Cristo y del Evangelio.


MEDITATIO

La sociedad del «tener más» margina cada vez más a Dios mediante una serie de mecanismos que tienen que ver con el placer a cualquier precio, por cualquier medio. Ropa, dinero, servicios, experiencias: todo se ofrece en el gran supermercado del mundo. Sin embargo, el hombre, antes que perseguir la paz del corazón, experimenta un gran vacío, amplificado precisamente por estar abrumado por bienes de fortuna. Si no quiere morir de asfixia espiritual, ha llegado el tiempo de invertir por completo su marcha.

«Buscad a Dios y viviréis», advierte el profeta Amós. Y los ángeles de la natividad cantan: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». Lo que el corazón (mucho más que la mente) debe comprender es el hecho de que, si busco la gloria del Señor en mi obrar, si mi ojo interior se abre a contemplarle, a querer obrar por amor a él, llego también a la paz. Si, en cambio, busco mi paz adhiriéndome a este mercado de propuestas consumistas apoyadas por el psicologismo, me pierdo en callejones sin salida, donde se encuentran dispuestos a sofocarme miedos cada vez más insurrectos.

Ahora bien, para que busque yo la gloria del Señor y sepa descubrirla por doquier -en la flor apenas entreabierta, en el cielo poblado de estrellas, en el rostro amigo, en el día alegre y en el cansado- necesito dejarme purificar. El Señor sabe de quién y de qué servirse para que yo no esté bajo el dominio del egoísmo, sino de la gloria de Dios. El otro elemento fundamental es que reciba el repetido: «No tengáis miedo». En un mundo profundamente turbado, absorber el «no tengáis miedo» en los ámbitos más profundos del ser me hace adquirir confianza, solidez, soltura, incluso en orden al apostolado. Diré con Isaías: «Aquí estoy yo, envíame».


ORATIO

Señor, sabes que me atrae el placer y que tiendo a cambiarlo por la alegría y por la paz que necesito. Te suplico, en medio de la corrupción del gran mercado en que vivo, que me hagas dejarme purificar por ti no sólo los labios, como Isaías, sino en lo profundo del corazón.

Ayúdame a aceptar aquello de que tú quie es servirte para realizar esta necesaria purificación. Espabílame en el combate espiritual contra las pasiones, para que desee y anhele, en todo, tu gloria y no las mezquinas satisfacciones de mi egoísmo. Y que tu «no tengáis miedo» sostenga esta voluntad mía un día tras otro.

Si tú me persuades de que buscar tu gloria significa obtener asimismo la paz del corazón, viviré mejor estos mis breves días y los viviré en plenitud: no replegado en mí mismo, sino entregado al anuncio de esta paz, de esta alegría, también a mis hermanos. Purifícame, Señor, fortifícame y, después... «aquí estoy yo, envíame».


CONTEMPLATIO

Ahora sólo te amo a ti, sólo a ti te sigo, sólo a ti te busco y estoy dispuesto a pertenecerte del todo, para que sólo tú ejerzas la soberanía, Señor mío, sólo deseo ser tuyo. Manda y ordena lo que quieras, te lo ruego, pero cura y abre mis oídos, a fin de que pueda oír tu voz. Cura y abre mis ojos, a fin de que pueda ver tus señas. Aleja de mí lo que me impide reconocerte. Muéstrame tú el camino y dame lo que necesito para el viaje (Agustín, Soliloquios, Libro primero).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

Toda la tierra está llena de tu gloria (cf. Is 6,3).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nuestra carne está hecha para morar en Dios,
para convertirse en templo de Dios.
La carne de Jesús es el templo de Dios.
De este templo
correrán ríos de agua viva
para alimentar, curar, revelar el amor y la compasión.
Nuestra carne,
transfigurada por el Verbo encarnado,
se vuelve un instrumento
para difundir el amor de Dios.
Igual que para María, también para nosotros
la carne de Cristo, su humanidad,
son el medio a través del cual y en el cual
nos encontramos con Dios.
La llamada que hemos recibido no es a dejar la humanidad de Cristo
para ir al encuentro de Dios, que trasciende la carne,
sino a descubrir y a vivir
la carne de Jesús como carne de Dios,
su cuerpo como un sacramento
que da un sentido nuevo a nuestra carne humana,
que nos revela el amor eterno de la Trinidad
donde el Padre y el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo,
se aman desde toda la eternidad.
Nuestros cuerpos han sido concebidos en el silencio y en el amor.
Nuestra primera relación, con nuestra madre,
ha sido una relación de comunión,
a través del tacto y de la fragilidad de la carne.
Hemos sido llamados a crecer, a desarrollarnos,
a volvernos competentes
y a luchar por la justicia y por la paz;
pero, en definitiva, todo está destinado a la entrega de nosotros mismos,
al reposo y a la celebración de la comunión.
Todo empieza en la comunión,
todo culmina en la comunión.
Todo empieza en la fiesta de las bodas
y todo se consuma en la fiesta de las bodas,
en la que nos entregamos con amor.

(Jean Vanier, Gesú: il dono dell'amore, Bolonia 1995, pp. 173ss [edición catalana: Jesús, el do de ('amor, Editorial Claret, Barcelona 1994]).