Miércoles

10a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 18,20-39

En aquellos días, 20 Ajab convocó a todos los israelitas y a todos los profetas en el monte Carmelo. 21 Elías se adelantó hasta el pueblo y dijo:

-¿Hasta cuándo vais a andar cojeando de las dos piernas? Si el Señor es Dios, seguid al Señor, y si lo es Baal, seguid a Baal.

El pueblo no dijo nada. 22 Entonces Elías continuó:

-Sólo he quedado yo de los profetas del Señor, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. 23 Pues bien, dadnos dos novillos. Que ellos elijan uno, lo descuarticen y lo coloquen sobre la Leña, sin encenderla. De igual manera prepararé yo el otro. 24 Que ellos invoquen el nombre de sus dioses; yo invocaré el nombre del Señor. El que responda con el fuego, ése será el verdadero Dios.

Respondió el pueblo:

25 Elías dijo a los profetas de Baal:

26 Les entregaron el novillo, lo prepararon y se pusieron a invocar el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, gritando:

Pero no se oía voz alguna, ni respondía nadie. Ellos seguían danzando en torno al altar que habían hecho. 27 Al mediodía, Elías se puso a burlarse de ellos y les decía:

28 Ellos gritaban más fuerte y, según su costumbre, se hacían cortes con espadas y lanzas, hasta hacer correr la sangre por su cuerpo. 29 Después del mediodía, se pusieron en trance hasta la ofrenda del sacrificio vespertino. Pero no se oía voz alguna, nadie respondía ni hacía caso.

30 Entonces Elías dijo a todo el pueblo:

Y todo el pueblo se acercó. Elías rehizo el altar del Señor, que había sido destruido. 31 Tomó doce piedras, una por cada tribu de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dicho: «Israel será tu nombre», 32 y con ellas levantó un altar en honor del Señor. Lo rodeó de una zanja con cabida para dos medidas de simiente; 33 dispuso la leña, descuartizó el novillo, lo puso sobre la leña 34 y ordenó:

Luego dijo:

Y lo hicieron. El añadió:

Y por tercera vez la echaron. 35 El agua corría en torno al altar, hasta llenar la zanja. 36 A la hora de la ofrenda del sacrificio, se adelantó el profeta Elías, y dijo:

38 Entonces bajó el fuego del Señor, consumió el holocausto y la leña, las piedras y el polvo, y secó el agua de la zanja.

39 Al ver esto, el pueblo se postró en tierra y exclamó: -¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!


La sequía continuaba -estamos ya en el
«tercer año» (1 Re 18,1)- y Elías se encuentra escondido para huir del exterminio de los profetas de YHWH, o sea, de los más fervientes seguidores del yahvismo, llevado a cabo por Jezabel. Elías desvía contra el rey Ajab la acusación de introducir el desorden en Israel e invoca el «juicio de Dios», desafiando a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal en el monte Carmelo, donde había un venerado altar de YHWH destruido por orden de Jezabel.

El griterío para invocar al dios de Tiro y la puesta en trance de sus profetas hasta el paroxismo no consiguieron obtener el milagro, que sí se produjo, sin embargo, a la hora en la que los israelitas ofrecían el sacrificio vespertino. Al reconocimiento del verdadero Dios le sigue la venganza en la persona de los falsos profetas (v 40, omitido en el texto litúrgico).


Evangelio: Mateo 5,17-19

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 17 No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la Ley y los profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias. 18 Porque os aseguro que, mientras duren el cielo y la tierra, la más pequeña letra de la Ley estará vigente hasta que todo se cumpla. 19 Por eso, el que descuide uno de estos mandamientos más pequeños y enseñe a hacer lo mismo a Ios demás, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Pero el que los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los Cielos.


Después de haberse referido a su propia enseñanza, Cristo toma posición respecto a la enseñanza tradicional e introduce, de un modo solemne y con autoridad, su propia enseñanza con el «amén» («Pero yo...»), que significa: «Es verdadero, es digno de fe» lo que os voy a decir. Esta expresión es un motivo que se repite en el sermón del monte (5,18.26; 6,2.5.16). «Jesús anunció, en un primer momento, todas las bienaventuranzas, con el fin de allanar y preparar el ánimo de sus oyentes y hacerlo así más dispuesto y sensible para recibir toda la nueva ley» (Juan Crisóstomo). La Ley y los profetas eran toda la Escritura (eran, en efecto, las dos fuentes de las que bebía la liturgia sinagogal; podríamos citar Jn 6.31.45 con el doble envío al Exodo y a Isaías). Jesús, antes de sintetizar su enseñanza en una frase lapidaria y programática (Mt 7,12), precisa su actitud y la de sus discípulos respecto a la Ley antigua. No se trata de abolir (término que, en Mt 24,2; 26,61, se aplica al templo; la Ley y el templo tienen su cumplimiento y, por consiguiente, su consumación en Cristo), sino de llevar a la plenitud de su perfección, como señala repetidamente el evangelista (Mt 1,22; 2,15.17; 3,15; 4,14, etc.). Se puede decir que todo el sermón del monte constituye la ejemplificación de este axioma. Sin embargo, dado su carácter «provocador», se acusará a Cristo de pretender destruir la Ley y los profetas (variante de Lc 23,2).

El Maestro se opone a una visión formal y legalista del cumplimiento de los preceptos de Moisés, recordando la importancia que tiene la intención. La actitud interior es equiparada a la acción exterior. La intención cualifica a la acción, y ésta da cuerpo a la intención. Así pues, el Maestro apunta a la interiorización de los preceptos, hasta el punto que el cumplimiento de la voluntad divina deberá superar el practicado por los escribas y los fariseos (v. 20, que la liturgia ha situado en la lectura siguiente). Refiriéndose a los escribas, Cristo actualiza la enseñanza de los padres recogiendo su alcance profundo (5,21-48). En cuanto a los fariseos, condena la no autenticidad de su conducta religiosa, lanzando una vigorosa llamada a la interioridad (6,1-18).


MEDITATIO

En la ley divina «hasta las cosas consideradas como menos importantes están colmadas de misterios espirituales y todas se encuentran recapituladas en el evangelio» (Jerónimo). Por consiguiente, Cristo «ha cumplido con la doctrina, y con el ejemplo ha llevado a cabo la verdad interior» de la Ley antigua (Ruperto de Deutz).

Al meditar las enseñanzas del Señor, me detengo antes que nada en la autoridad con la que fueron pronunciadas. Tomo conciencia de cómo nos urge Cristo para que interioricemos la Ley y cómo considera la conciencia como medida de la moralidad y, en consecuencia, la convierte en una bienaventuranza: «Al ver a uno trabajando en sábado, le dijo: Amigo, dichoso tú, si sabes lo que haces...» (variante de Lc 6,5). Me pregunto, por tanto, si vivo de manera consciente el instante presente.


ORATIO

Señor, «todas las obras de justicia» realizadas por mí «son como un trapo inmundo» (cf. Is 64,5) a causa de los fines segundos que las inspiran. Las hacen impuras el orgullo, la hipocresía, el cálculo, el interés.

Me reconozco incapaz de ser un fiel cumplidor en las cosas grandes, porque olvido y minimizo las pequeñas. Libérame de la tentación farisaica de contar con mi justicia o de querer parecer justo a los ojos de los hombres y concédeme conseguir tu justicia.


CONTEMPLATIO

Ahora bien, me preguntaréis vosotros, ¿de qué modo no abrogó Cristo la Ley? ¿De qué modo dio cumplimiento a la Ley y a los profetas? Por lo que se refiere a los profetas, confirmó con sus obras todo cuanto éstos habían predicho sobre él; por eso dice siempre el evangelista: ((A fin de que se cumpliera todo lo que habían dicho los profetas». Cuando nació, cuando los niños le cantaron un himno maravilloso, cuando se montó en una burra, y en una infinidad de circunstancias, cumplió las profecías, unas profecías que nunca se hubieran cumplido si él no hubiera venido al mundo.

Por lo que se refiere, sin embargo, a la Ley, la cumple antes que nada porque no transgredió ninguno de los preceptos legales. Sus palabras, recogidas por Juan, atestiguan, en efecto, que los cumplió todos: «Es conveniente que cumplamos así con toda justicia»; dijo también a los judíos: «¿Quién de vosotros podrá acusarme de pecado?», y, por último, a los discípulos: «Se acerca el príncipe de este mundo. Y aunque no tiene ningún poder sobre mí». El profeta ya había previsto esto cuando dijo: «No cometió pecado».

[Por otra parte, cumplió la Ley] mediante los preceptos que iba a dar. En efecto, nada de cuanto dice Jesucristo en el evangelio tiene que ver en absoluto con abrogar, sino más bien con extender y completar la Ley antigua (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 16, 2).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que se cumpla todo».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Pero los únicos que pueden tener esa justicia mejor [que la de los escribas y los fariseos; cf. 2.20] son aquellos a quienes Cristo habla, los que él ha llamado. La condición de esta justicia mejor es el llamamiento de Cristo, es Cristo mismo. Resulta así comprensible que Jesús, en este momento del sermón del monte, hable por primera vez de sí mismo. Entre la justicia mejor y los discípulos, a los que se la exige, se encuentra él. Ha venido para cumplir la Ley de la antigua alianza. Este es el presupuesto de todo lo demás; Jesús da a conocer su unión plena con la voluntad de Dios en el Antiguo Testamento, en la Ley y los profetas. De hecho, no tiene nada que añadir a los preceptos de Dios; los guarda, y esto es lo único que añade. Dice de sí mismo que cumple la Ley. Y es verdad. La cumple hasta lo más mínimo. Y al cumplirla, se «consuma todo» lo que ha de suceder para el cumplimiento de la Ley [...]. La justicia de Ios discípulos es justicia bajo la cruz. Es la justicia de los pobres, de Ios combatidos, hambrientos, mansos, pacíficos, perseguidos por amor a Cristo; la justicia visible de los que son luz del mundo y ciudad sobre el monte, por la llamada de Cristo. Si la justicia de los discípulos es «mejor» que la de los fariseos se debe a que sólo se apoya en la comunidad de aquel que ha cumplido la Ley; la justicia de Ios discípulos es auténtica justicia porque ahora cumplen la voluntad de Dios observando la Ley (Dietrich Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Sígueme, Salamanca 51999, pp. 76-79).