Miércoles

8a semana del
Tiempo ordinario


LECTIO

Primera lectura: 1 Pedro 1,18-25

Queridos: 18 Sabed que no habéis sido liberados de la conducta idolátrica heredada de vuestros mayores con bienes caducos -el oro o la plata-, 19 sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha y sin tacha. 20 Cristo estaba presente en la mente de Dios antes de que el mundo fuese creado, y se ha manifestado al final de los tiempos para vuestro bien, 21 para que por medio de él creáis en el Dios que lo resucitó de entre los muertos y lo colmó de gloria. De esta forma, vuestra fe y vuestra esperanza descansan en Dios.

22 Puesto que, obedientes a la verdad, habéis suprimido cuanto impide un sincero amor fraterno, amaos de corazón e intensamente unos a otros, 23 pues habéis vuelto a nacer, no de una semilla mortal, sino de una inmortal: a través de la Palabra viva y eterna de Dios. 24 Porque:

Todo mortal es como hierba
y toda su gloria como flor de hierba.
Se seca la hierba y se marchita la flor,
25 pero la Palabra del Señor
permanece para siempre.

Ésta es la Palabra que os ha sido proclamada como Buena Noticia.


Algunas verdades sobre la relación de Jesucristo con nosotros y de nosotros con él llaman hoy la atención. El Padre, en su presciencia (v. 1) y en su gran misericordia (v. 3), ya antes de la fundación del mundo lo eligió, cordero sin mancha, para que con su sangre preciosa liberara a la humanidad «de la conducta idolátrica heredada de vuestros mayores» (v 18).

Jesús se ha manifestado en nuestra era de salvación, que, por esto mismo, es central en toda la historia; Pablo la califica de «plenitud de los tiempos» (cf. Gal 4,4): a él converge todo y en él todo llega a su plenitud. Gracias a su misión, a su resurrección y glorificación, creemos nosotros en Dios, creemos que lo resucitó de entre los muertos, y nos ha dado la posibilidad de anclar nuestra fe y nuestra esperanza en el Padre. Entramos en relación con Jesús a través de la obediencia a la predicación del Evangelio. Esta predicación es fuente de novedad de vida, de existencia vivida en la caridad, o sea, no de impulsos emotivos transitorios, sino de relaciones que estructuran el dinamismo y la misión de la comunidad.

La cristología de la primera Carta de Pedro es rica y profunda. Esta carta constituye un himno de bendición a la obra que el Padre, en el Espíritu, realiza en Cristo (cf., por ejemplo, 1,18b-21; 2,21-25: un himno sublime; 3,18-22 y 4,5ss, elementos de una antigua profesión de fe). Jesús «padeció una sola vez por los pecados, el inocente por los culpables, para conduciros a Dios. En cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu» (3,18). Sus llagas curadoras hacen que quienes gozamos de ellas, «muertos al pecado, vivamos por la salvación» (cf. 2,24). La historia ha sido invadida en él por la sed ardiente de la alianza nueva y eterna con el Padre, y los que le obedecen han sido injertados en este movimiento de conversión que califica a todo dinamismo humano recto y lo convierte en expresión de nostalgia y de inventiva de salvación universal. La parénesis petrina está penetrada por este deseo que es fuente y cima de las iniciativas del pueblo de Dios. La vida en Cristo es vida en misión de comunión en el Misterio.


Evangelio: Marcos 10,32b-45

En aquel tiempo, 32 tomó Jesús consigo una vez más a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a pasar:

33 — Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos; 34 se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará.

35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron:

36 Jesús les preguntó:

37 Ellos le contestaron:

38 Jesús les replicó:

39 Ellos le respondieron: — Sí, podemos. Jesús entonces les dijo:

41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús los llamó y les dijo:

entre vosotros, que sea vuestro servidor; 44 y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. 45 Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos.


La extensa lectura evangélica de hoy nos refiere diferentes episodios acaecidos en el recorrido hacia Jerusalén. Jesús va delante. Le siguen unos discípulos asombrados y personas atemorizadas. Habla a los Doce por tercera vez de su próxima pasión y lo hace con muchos detalles (vv. 33ss). Sin embargo, parece que la incomprensión de los discípulos es total. Esto es algo que resalta en Marcos, que atribuye a los mismos hijos de Zebedeo (y no a su madre, como hace, en cambio, Mateo 20,20) la petición correspondiente a su ubicación en el Reino: uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús (v. 37). Su reacción a la respuesta de Jesús y la de los otros respecto a los hermanos manifiestan que el círculo de los discípulos estaba inmerso en preocupaciones completamente diferentes a las del Señor. Jesús, en este momento culminante de su presencia entre nosotros, nos revela aspectos centrales relacionados con el seguimiento. Este se desarrolla por completo en el marco de la complacencia del Padre. Jesús vive inmerso en él, no es el árbitro del mismo. El Padre nos atrae hacia Jesús, en él nos admite a la participación en el Reino y decide la posición que va a ocupar cada uno en el mismo. Mateo 20,23 nombra al Padre, mientras que Marcos alude a él como Alguien que establece las condiciones para conseguirlo.

Vivir en Jesús es crecer en docilidad al Padre, compartir la misión para la que el Padre le ha enviado: beber su mismo cáliz, ser sumergidos con él en su mismo bautismo. Seguir a Jesús es recorrer con él el camino del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), convertir a través de él nuestra propia vida en un servicio, entregarla en él por la salvación para rescate (lytron) de muchos, de la humanidad. Sólo Marcos, con estas palabras -y con las que dice en 14,24 sobre el cáliz-, nos refiere el motivo de la muerte violenta del Señor y nos abre los horizontes del misterio del seguimiento.


MEDITATIO

En el centro de la Palabra de hoy figura la revelación del lenguaje vigoroso que emplea la divina pedagogía de la salvación para empujarnos a la conversión y a lo que es central en ella: seguir el ejemplo que nos ha dejado Jesús, caminar tras sus huellas (1 Pe 2,21). Dado que Jesús ha sido enviado por el Padre para revelar su misericordia y las vías por las que se abre camino hacia los corazones de los hombres, su Palabra nos remite al misterio escondido del Padre. Este busca a la humanidad y hace que éste le busque, pero lo hace a través del ejemplo de Cristo y de los que viven en él, obra a través del consenso del amor antes que venciendo por la constricción; influye a través del servicio y no por medio del poder. El camino de Jesús no es débil, pero su fuerza es la del amor que vence a la muerte, la fuerza de la resurrección y no la de la huida de la muerte y la cruz. El Reino del Padre es un Reino de personas cuya creatividad y carácter inventivo están inspirados por la misericordia que no se deja vencer por el mal, sino que lo vence con la humildad y la docilidad, que implora, se muestra activa y desenmascara con su lógica la ignorancia de la necedad.


ORATIO

«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones e inescrutables sus caminos!», dice tu apóstol Pablo (Rom 11,33). Tú mismo, oh Señor, no sólo bendijiste al Padre porque mantuvo escondidos los secretos del Reino «a los sabios y a los inteligentes» y se los reveló «a los pequeños», sino que también diste testimonio de que permanecer en ti es hacerse cargo del peso de los débiles y de los oprimidos, es cargar con tu yugo, con tu carga, aunque los calificaste de ligeros y suaves (c f. Mt 11,35ss).

No te canses, Señor, de nuestras resistencias a tu lógica de resurrección y de cruz, de nuestros vanos razonamientos tendentes a disfrazar nuestras defensas y nuestros prejuicios. Continúa revelándonos el recorrido de nuestras vidas y envíanos testigos que nos hagan conocer tus caminos, que nos ayuden a perseverar en ellos. Perdona nuestros cansancios y nuestras dudas. Es duro amar a los enemigos, pero tú lo has hecho conmigo, con nosotros, y sigues haciéndolo. Que nuestros oídos no sean sordos al gemido de la creación (Rom 8,18), que nuestros ojos no se muestren distraídos ante el sufrimiento en el que estamos inmersos, que nuestros corazones no se muestren incapaces de compartir la alegría y la esperanza que acompañan el servicio que tú pides al hombre. Que el amor y la solicitud por el bien de tu Iglesia no queden resquebrajados y paralizados por cálculos, prejuicios, rencores. Amanos en tu Espíritu, para gloria del Padre.


CONTEMPLATIO

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor. [...]

Hoy se cumplen los ocho días de vuestro renacimiento, y hoy se completa en vosotros el sello de la fe, que entre los antiguos padres se llevaba a cabo en la circuncisión de la carne a los ocho días del nacimiento carnal.

Por eso mismo, el Señor, al despojarse con su resurrección de la carne mortal y hacer surgir un cuerpo, no ciertamente distinto, pero sí inmortal, consagró con su resurrección el domingo, que es el tercer día después de su pasión y el octavo contando a partir del sábado y, al mismo tiempo, el primero.

Por esto también vosotros, ya qué habéis resucitado con Cristo -aunque todavía no de hecho, pero sí ya con esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu-, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Habéis muerto, en efecto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se manifieste, entonces también vosotros os manifestaréis con él en la gloria (Agustín de Hipona, Sermones VIII, 1,4; en PL 46, 838.841; tomado de la Liturgia de las horas, volumen II, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1993, pp. 540, 541, 542).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El Hijo del hombre ha venido para servir» (cf. Mc 10,45).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cuenta un autor polaco un episodio que tuvo lugar a finales de enero de 1941, cuando Rawicz y otros deportados polacos a Siberia fueron trasladados de un campo de trabajos forzados a otro, en las proximidades de Yakutsk. En la marcha a pie desde Irkutsk, localidad que era el punto de partida, tras haber atravesado el río Lena, una tormenta de nieve les obligó a refugiarse durante algunos días en una floresta. Dado que el camión de la escolta policial no podía seguir a los deportados entre los árboles, los comandantes requisaron a un grupo de ostyak, habitantes de raza mongola de aquella zona, con sus renos y sus trineos.

«Aquellos pequeños hombres -cuenta Rawicz- llegaron con saquitos de alimentos y se sentaban con nosotros junto al fuego cuando recibíamos nuestra ración de pan y de té. Nos miraban con compasión. Hablé con uno de ellos en ruso. [...] Como todos los otros ostyak, nos llamaba "los desgraciados". Era una antigua palabra de su lengua. Desde la época de los zares, nosotros éramos, a los ojos de aquel pueblo, "los desgraciados": trabajadores forzados, obligados a extraer las riquezas de Siberia sin recibir salario. [...] "Nosotros siempre hemos sido amigos de 'los desgraciados", me dijo una vez. "Desde hace ya mucho tiempo, tanto como alcanza nuestra memoria, antes de mí y de mi padre, e incluso antes de mi abuelo y de su padre, teníamos la costumbre de dejar un poco de alimento fuera de nuestras puertas, por la noche, para Ios posibles 'desgraciados' huidos, evadidos de los campos, que no sabían a dónde ir." Ellos, como hermanos, se ponían a nuestro servicio» (I. Silone, L'awentura di un povero cristiano, Milán 1974, p. 50).