Sábado

7a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Santiago 5,13-20

Queridos: 13 Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que entone himnos. 14 Si alguno de vosotros cae enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia para que oren sobre él y lo unjan con óleo en nombre del Señor. 15 La oración hecha con fe salvará al enfermo; el Señor le restablecerá y le serán perdonados los pecados que hubiera cometido. 16 Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros para que sanéis. Mucho puede la oración insistente del justo. 17 Elías, que era un hombre de nuestra misma condición, oró fervorosamente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses; 18 oró de nuevo, y el cielo dio la lluvia y la tierra produjo su fruto.

19 Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro lo convierte, 20 sepa que el que convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y obtendrá el perdón de muchos pecados.


La perícopa de hoy constituye la conclusión de la Carta de Santiago. No contiene los acostumbrados saludos, como las cartas paulinas, y esto ha planteado siempre el problema del género literario de la obra; el pensamiento final es grandioso, aunque no se presenta como conclusivo. El autor, que tiene siempre presente el retorno escatológico del Señor (cf. 5,7-9), continúa exhortando sobre aspectos concretos de la vida común. El tema que une estos últimos versículos es la oración. Santiago sostiene que no hay situación de nuestra vida que no pueda ir acompañada de la oración; en toda ocasión -sea alegre o triste-, podemos ponernos delante de Dios para elevarle gritos de súplica o cantos de alabanza y agradecimiento (v 13).

Descendiendo, después, al plano particular, toma en consideración en el v. 14 la enfermedad y exhorta a los que se encuentren en ese estado de postración y debilidad a no quedarse solos, sino a dirigirse a Dios y a los hermanos para recibir la fuerza necesaria. Los responsables de la comunidad, llamados a realizar plegarias y gestos concretos con la autoridad del Señor, son ejemplo de una práctica usada en la Iglesia primitiva. De esa práctica ha tomado la tradición cristiana, a continuación, el sacramento de la unción de los enfermos. La intervención de Dios, invocado confiadamente en la oración común, afecta al hombre en su totalidad (cuerpo y espíritu), lo vuelve a levantar de la enfermedad y también del pecado (v 15). Santiago usa en este caso el mismo verbo de la resurrección de Cristo para subrayar que el Señor hace partícipe de su misma vida a quien se confía a él.

En los versículos finales (vv. 16-20) se retoman los temas ya indicados: remisión de los pecados, oración, curación. Señalemos la insistencia en el compartir, a la que se añaden asimismo otras actitudes, como la atención al otro, la reciprocidad, la corrección fraterna. Son todos ellos gestos indispensables para un camino comunitario que se convierte en camino de salvación para todos.


Evangelio: Marcos 10,13-16

En aquel tiempo, 13 llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. 14 Jesús, al verlo, se indignó y les dijo:

- Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. 155 Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.

16 Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos.


El pasaje recuerda el episodio narrado antes por el mismo Marcos (cf. 9,36ss). Con estos gestos simbólicos fija Jesús la atención en algunas de las enseñanzas más radicales de todo el Evangelio, dirigidas a los que han decidido seguirle hasta Jerusalén.

El cuadro que se presenta ante nuestros ojos es muy sencillo: llevan a Jesús algunos niños para que los bendiga (v. 13a). En una primera lectura sorprende que un hecho aparentemente normal engendre contrariedad entre los discípulos y una decidida toma de posición por parte de Jesús (vv. 13b-14a). Todo ello sirve para orientar la atención hacia el punto más central de todo este pasaje evangélico (v. 14b): sólo quienes se confían ciegamente a Dios acogen la Buena Nueva del Reino.

Jesús pone a los niños como ejemplo no por su inocencia o sencillez, sino por su total dependencia y disponibilidad; son pequeños y pobres, carecen de seguridades para defender, de privilegios para reclamar, lo esperan todo de sus padres. Así deben ser los que se pongan detrás de Cristo para seguirle (v. 15); el Reino no es una conquista personal, sino un don gratuito de Dios Padre que hemos de alcanzar sin pretensiones.

En el marco cultural de Palestina, ni los niños pequeños ni las mujeres tenían valor; eran personas con las que no se perdía el tiempo. Esta mentalidad estaba también, probablemente, difundida entre los discípulos, pero Jesús se opone a ella. Con el gesto de cogerlos en brazos (v. 16) parece querer eliminar el Señor toda distancia, y con su misma vida se convierte en modelo de esta actitud de infancia espiritual: la ternura con la que se dirige al Padre llamándolo «Abbá», la total sumisión a su voluntad, el abandono en sus manos (cf. Mc 14,36; Lc 24,46).


MEDITATIO

El Reino de Dios es como el abrazo de Jesús (c f. Mc 10,16), es Cristo mismo, el Hijo que nos permite ser hijos del Padre y hermanos entre nosotros. Es reino de libertad, justicia, acogida, paz, bendición, comunión..., todo lo que vemos en ese abrazo y necesita y anhela nuestro corazón. El Reino de Dios es una realidad que ya está presente en medio de nosotros, que tiene que ser acogida en la fe como si fuéramos niños, sin pensar en construirla con nuestras capacidades. El reino está aquí, pero ¿dónde están los niños?

¿Dónde están esos pequeños dispuestos a dejarse amar con un amor auténtico? ¿Acaso nos hemos convertido en adultos autosuficientes? ¿Acaso nos hemos construido un «reino» a nuestra medida con nuestras propias manos?

La Palabra de Dios nos interroga; dejemos que resuene en nosotros: «De los que son como ellos es el Reino de Dios» (Mc 10,14), y aún: «Está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15), o bien: «El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Se trata de una palabra que nos pone al desnudo, que desenmascara los miedos recubiertos por el orgullo, pero no nos deja solos y desorientados en medio de un camino. Cristo se entrega a nosotros, adultos renacidos como niños, para hacernos sentir su presencia: vida verdadera que acoge y vuelve a levantar nuestra vida y cura nuestro corazón.

Cristo está presente y nos indica un camino concreto de liberación a fin de que lo emprendamos personalmente para volver a encontrarnos entre sus brazos junto con muchos otros hermanos, pobres pecadores como nosotros, aunque confiadamente abandonados en ese abrazo.


ORATIO

Señor, renacidos del agua y del Espíritu, nos encontramos en el abrazo de tu Iglesia. Este que hemos recibido es un gran don, ayúdanos a custodiarlo sin apropiarnos de él.

Concédenos poder dirigirnos a ti en todas las situaciones para saborear tu presencia: tanto en la sonrisa como en el llanto, tanto en el estupor como en el desconcierto, tanto en la soledad como en la compañía. Tú eres nuestro único refugio: custódianos entre tus brazos y gozaremos de tu paz. Y si llega a suceder que crecemos en nuestras falsas seguridades y nos alejamos de la verdad, ayúdanos a renacer de nuevo reconociéndonos menesterosos de tu misericordia y de la comunión contigo y con nuestros hermanos.


CONTEMPLATIO

A Jesús le complace mostrarme el único camino que conduce a la hoguera divina, a saber: el abandono del niño que se adormece sin miedo entre los brazos de su Padre. «El que sea pequeño que venga acá» (Prov 9,4), ha dicho el Espíritu Santo por boca de Salomón, y este mismo Espíritu de amor ha dicho aún que «es a los pequeños a quienes se concede la misericordia» (Sab 6,7).

¡Ah!, si todas las almas endebles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña entre ellas, el alma de su Teresa, ninguna desesperaría de llegar a la cumbre de la montaña de amor, puesto que Jesús no pide grandes acciones, sino sólo el abandono y el reconocimiento. ¡Ah!, lo siento más que nunca, Jesús está sediento, no encuentra sino ingratos e indiferentes entre los discípulos del mundo, e incluso entre sus mismos discípulos encuentra pocos corazones que se abandonen a él sin reservas y comprendan la ternura de su amor infinito (Teresa del Niño Jesús, Gli scritti, Roma 1970, 230ss [edición española: Obras completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1997]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que entone himnos» (Sant 5,13).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El niño pequeño, absolutamente arrebatado por su nuevo juguete, se sumerge por completo en su entretenimiento. Mientras juega, se identifica hasta tal punto con su papel que hasta se olvida de su padre y de su madre. De improviso, llega un enorme perro rabioso, ¿qué hará el niño? ¿Continuará su juego ignorando al perro y rechazando inconscientemente el peligro? ¿Se lanzará a una lucha furiosa contra el animal? ¿Intentará ponerse a salvo? En todos estos casos será devorado. Si, por el contrario, el niño toma conciencia del peligro desde el punto de vista objetivo: «El perro es enorme y yo soy pequeño», así como desde el punto de vista subjetivo: «Tengo miedo», entonces se dará cuenta inmediatamente de que no está sólo y de que tiene un padre y una madre a los que pedir ayuda. [...] El primer paso de la fe es recordar que tenemos un Padre atento en el cielo y redescubrir, en la ternura de su abrazo, la presencia y la ayuda de los hermanos que viven a su lado. El niño que ha tomado conciencia del peligro no por ello está salvado ya: no sólo deberá ver el peligro, sino acogerlo. El pequeño aceptará acoger el peligro sólo porque sabe que su padre es más fuerte que el perro; deberá fiarse por completo de la intervención paterna. [...]

Es fe auténtica aquella que, en la prueba, como María en el Calvario, no cree que Dios permita el mal por falta de amor; si lo permite, es sólo para concedernos un bien superior, que aún no podemos ver y comprender. Esta esperanza sin límites es la condición más difícil de vivir del abandono. Si tenemos dificultades para practicar el abandono es porque no somos capaces de se luir esperando incluso cuando se ha perdido toda esperanza. [...]

El niño que se ha dado cuenta del peligro desde el punto de vista objetivo y subjetivo, y lo ha hecho suyo aceptándolo, ¿qué hará ahora? Correrá a echarse en los brazos de su padre. Es la cumbre de la confianza y del amor. Lo mismo nos ocurre también a nosotros cuando nos confiamos a Dios. [...] Nuestra disponibilidad para confiarnos al Señor es lo que mide nuestro amor por El. [...] La cumbre del abandono será la ofrenda de todo nuestro ser: sin máscaras, desnudos y pobres frente al Señor, con nuestro fardo de miseria y de pecado. Este impulso del corazón calienta el alma y supone una fuerza irresistible. Es el Espíritu Santo que se apodera de nosotros. Es el amor que nos impulsa a dejarnos mecer confiados en la ternura divina (V. Sion, L'abbandono a Dio, Milán 31998, pp. 20-24, passim).